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Voces: CONTRATO ~ UNIFICACION CIVIL Y COMERCIAL ~ CODIGO CIVIL Y COMERCIAL DE LA

NACION ~ CAUSA DEL CONTRATO


Título: Nuevo orden contractual en el Código Civil y Comercial
Autor: Vergara, Leandro
Publicado en: LA LEY 17/12/2014, 17/12/2014, 1
Cita Online: AR/DOC/4608/2014
Sumario: I. Introducción. — II. Del contrato decimonónico al contrato en nuestros días. — III. Teoría
general del contrato durante la vigencia del Código de Vélez Sarsfield. — IV. El nuevo orden contractual
en el Código Civil y Comercial. V. Causa fin o finalidad en el Código Civil y Comercial. — VI. Más sobre
la cuestión de la función económica como función económica incluida en la voluntad contratada. — VII.
La cuestión de la función social. — VIII. Sistema no causalista. — IX. Manual o protocolo para analizar
la causa-fin en un caso concreto.
Abstract: La incorporación explícita de la causa-fin en el Código Civil y Comercial instala un nuevo orden
contractual. Este nuevo orden a su vez estructura una teoría general positiva del contrato que antes no existía.
Antes del nuevo Código, al no existir una normativa de la causa-fin, la posibilidad de aplicar una doctrina, por
más clara y consistente que fuera, dependía de la mayor o menor disposición de los jueces, del conocimiento
teórico disponible y, aun también, del tipo de visión teórica y práctica del derecho. La ausencia de una
legislación concreta, más el hecho de que sólo existiera una legislación dispersa e inorgánica, contribuyeron a
que la jurisprudencia aplicara el requisito de la causa-fin de una manera poco uniforme.
I. Introducción
Rubén Stiglitz explica cómo el Código Civil y Comercial dispuso un nuevo orden contractual (1). Este
cambio legal modifica de iure la teoría general positiva del contrato. Ello ocurre por cuanto una nueva
legislación contractual, del tipo de la establecida en el Código nuevo, estructura una nueva teoría general del
contrato. Si bien el contrato como instrumento tiene siglos de antigüedad, pese a ello, la ley nueva viene a
proponer una aplicación e interpretación del contrato que modifica notablemente la teoría general positiva en
materia contractual. Este cambio exige estudio. En consecuencia, los autores deben abocarse a una lectura
pormenorizada acerca del alcance, contenido y aun de las perspectivas que abre este proceso de recodificación
en los contratos.
Una recodificación, definitivamente, es una sanción de un código nuevo. No se trata de una reforma ni de
una enmienda. Una recodificación es diferente a lo que se conoce como "proceso de codificación". En rigor, una
codificación remite a una secuencia de acontecimientos inéditos. Es un recorrido que va desde una legislación
dispar, inorgánica, poco agrupada, con usos y costumbres, hacia una realización innovadora de un código. Por
su parte, una recodificación reemplaza un código por otro; en puridad, nuestro caso se trata de un reemplazo de
dos códigos (uno Civil y otro Comercial) por uno solo (el nuevo Código Civil y Comercial).
Entre un proceso de codificación y otro de recodificación, existen muchas diferencias, algunas importantes y
otras más módicas. En primer lugar, una codificación estructura y unifica la aplicación desordenada de reglas y
usos preexistentes. La creación de un Codex supone alcanzar una unidad legislativa, lo cual trae a su vez una
accesibilidad y sistematicidad. Una codificación implica, dicho muy rápido, dos posibilidades: una, que el
nuevo cuerpo recoja lo viejo y dado para agruparlo en un cuerpo sistemático; y dos, que además innove,
regulando originalmente otros aspectos.
En un proceso de codificación se oscurecen las referencias de comparación. No es tan fácil saber qué había y
compararlo con lo nuevo, porque lo anterior pertenecía a otro sistema, naturalmente disperso (estatutos
generales, particulares, reglamentos, usos, costumbres, etc.). En cambio, cuando se cambia un código por otro,
completamente, la tarea de oponer lo viejo con lo nuevo se da sin tanta dificultad. Esto no implica que sea
automático ni tan sencillo. La mirada experta debe atender al reemplazo de un sistema de código por otro y, al
mismo tiempo, cómo el sistema del código nuevo encaja armónicamente en otro sistema: los derechos
constitucionales. Es decir, toda norma del nuevo sistema de derecho civil y comercial es parte integrante de otro
sistema mayor que lo contiene: la Constitución Nacional.
La idea de sistema de derechos del Código Civil y Comercial debiera ser vista como un sistema integrado.
Las referencias del sistema son las normas. Éstas, en tanto integrantes del sistema, son vistas como tareas o
conjunto de tareas que pertenecen al sistema. Dichas normas (pertenecientes al sistema) deben complementarse
entre sí, evitando incompatibilidades. Un buen sistema (quizá habría que decir sólo "un sistema") requiere de un
funcionamiento armónico cuyas partes integrantes no deben neutralizarse entre sí, ni tampoco con las normas de
un sistema más amplio que lo contiene.
Se escribió un código nuevo, uno completamente nuevo. No hay muchos antecedentes tan radicales como
éste. Quizá la experiencia del Código italiano de 1942 que tendió a unificar obligaciones civiles y comerciales
sea un caso parecido (2). Pero, en general, los códigos más modernos suelen ser frutos de reformas, a veces
abarcativas y amplias (como fue la reforma de la ley 17.711), y, en otras ocasiones, parciales, tal como fueron
las muchas que siguieron a la reforma de 1968. Nuestra recodificación es un hecho nuevo. Y como tal hay que

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estudiarlo.
Esta recodificación trae esquemáticamente tres tipos de normas: 1) un primer grupo de nomas que no
cambiaron, 2) un segundo grupo de normas que cambiaron, pero lo hicieron recibiendo dos influencias muy
claras; a) incorporando los conocidos avances jurisprudenciales y b) armonizando con los también conocidos
cambios constitucionales de 1994; y 3) un tercer grupo de normas que se presentan como absolutamente
originales, pues no tienen antecedentes ni tradición en nuestro país. Aclaro que la falta de tradición no implica
en ningún caso algo criticable, pues una tradición —la que sea— puede cambiarse por otra mejor. Nada hay más
retrógrado que el argumento de la tradición para impugnar un cambio. Los cambios deben juzgarse por lo que
traen y nunca por el hecho mismo de cambiar. La comodidad es enemiga de las mejoras.
II. Del contrato decimonónico al contrato en nuestros días
El proceso de codificación europea inaugurado en Francia a partir del Code Civil, en 1804, supuso la
"instalación" de un modelo de contrato. La teoría general de contrato diseñada por el Code estructuró un orden
particular de justicia contractual. La racionalidad de la época se expresaba con el Code. Adentro de ese cuerpo
normativo, el contrato era la herramienta jurídica y económica privilegiada, cuya influencia fue muy importante.
El contrato legislado en el Code fue, en más de un sentido, una expresión determinada por los paradigmas de
la Revolución Francesa. Los ideales de libertad igualdad y fraternidad se plasmaron o intentaron plasmarse en el
modelo de contrato legislado en el Code. Desde un punto de vista, la idea de conectar la autonomía de la
voluntad con una fuerza obligatoria expresaba un ideal que influía en la economía. Puede establecerse una
relación entre la autonomía privada y el desarrollo económico, o, al menos, puede afirmarse que es pertinente
establecer relaciones entre la autonomía de la voluntad y cómo el individuo con su autonomía asigna sus
recursos (siempre escasos) para satisfacer sus necesidades (que tienden a ser, si no infinitivas, sí expansivas).
El contrato se presentaba como el gran posibilitador de la creación, adquisición y transferencia de bienes. La
autonomía de la voluntad, en muchos sentidos, representaba el despliegue de la libertad misma. El sujeto ejercía
su libertad contratando. El contrato activaba la libertad de poder contratar. Por consiguiente, cuando los sujetos
contrataban libremente, la ley (el Code Civil) le confería una correlativa fuerza obligatoria. El contrato era un
territorio al servicio de la igualdad; de modo que cada contratante debía cumplir por igual. No importaba si
había una costumbre o una tradición que mantuviera privilegios. Cuando se contrataba, las partes se obligaban
recíprocamente y esta fuerza jurídica era una garantía de igualdad. La racionalidad de la fórmula contractual
propendía a una cristalización de una igualdad. Cada contratante activaba en paridad y con igual fuerza todos
los derechos y obligaciones que su voluntad autónoma quería activar o crear.
La historia de la autonomía de la voluntad, vista como ejercicio de la libertad, es la historia de la facultad de
elegir contratar o no hacerlo; y es también la historia de las siguientes preguntas: "qué contratar" y "con quién
contratar". Cabe aclarar que en los inicios del Code hay dos preguntas que no se presentaron con igual jerarquía
que las anteriores: "para qué" y "con qué fin contratar", es decir, preguntas que nos remiten al concepto de la
causa-fin.
Ese contrato (el del Code) representó no sólo una herramienta al servicio de la cual la autonomía de la
voluntad producía derechos y obligaciones; también fue el instrumento más jerarquizado al servicio del
desarrollo de una economía capitalista de acumulación. El contrato legislado en el Code Civil era la pieza
revolucionaria que venía a sustituir las arcaicas formas de contratar. Antes del Code, el formalismo dominaba al
contrato. No había autonomía para decidir cómo y sobre qué contratar. Antes del Code, en el derecho medieval
mucho se apoyaba en las costumbres: el voto o promesa de fidelidad se prestaba con los dedos y la lengua.
También había ceremonias en las que se entregaba una varita con la cual el acreedor podía conminar al deudor.
En el antiguo derecho medieval subsistía un formalismo que impregnaba a todo el derecho; por eso, ciertas
promesas por ejemplo sólo eran válidas si se las realizaba en público (3).
Sin embargo, habría otra interpretación según la cual el quiebre de la tradición formalista, antigua y
medieval, en la creación de los contratos fue reemplazada por otra variable. Esta última ve a la autonomía de la
voluntad como si fuera un requisito cuasi formal, es decir, una autonomía de la voluntad con poca entidad y sin
mucho análisis, y por ello casi equivalente a la función que cumple la forma (4). Esta interpretación se apoya en
una idea superficial de la autonomía de la voluntad. En esta variante interpretativa la voluntad paradójicamente
es más un requisito liviano, cuasi formal, que un complejo sustancial con entidad suficiente para proyectar
efectos a todos los elementos esenciales del contrato.
Me explico: esta autonomía de la voluntad (liviana y cuasi formal) es vista en sentido negativo: sólo importa
que no tenga vicios. Con eso alcanza. La voluntad con ausencia de vicios es suficiente para producir una
eficacia contractual inatacable, o poco menos. Esta visión esquemática y hasta limitada del contenido de la
autonomía de la voluntad no permite problematizarla demasiado. Esto impide a su vez articular una teoría
general del contrato más consistente. Por lo tanto, y siempre según esta mirada, el paso del formalismo al
consensualismo no provino de un cambio de paradigma sino de un reemplazo de una forma por otra (la de una
autonomía de la voluntad liviana a una sustancial).
Tal vez haya que entender que la visión rudimentaria del contenido de la autonomía se debió a una corriente

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de interpretación cuya característica central fue fruto del apego (formal) a la letra de ley. La escuela de exégesis
hizo su trabajo, produciendo una relación poco matizada entre la ley y la justicia (o, si quiere, entre la letra de la
ley y lo que ésta efectivamente contiene). La reflexión interpretativa que dominó el pensamiento desde la
sanción del Code Civil sólo admitía una lectura literal (cuasi formalista); y toda duda, para decirlo rápido,
quedaba disipada con segundas, terceras y ulteriores lecturas, todas literales y sobre el mismo texto. La frase de
Foulle lo dice todo: "quien dice contrato dice justo" (5).
El contrato que resultó del Code fue en su época la culminación ilustrada y moderna (y también
iusnaturalista) que traía el progreso. En definitiva, más allá de que la autonomía de la voluntad haya sido vista
como un producto formal y dogmático, o que proviniera de un estudio más racional e ilustrado, impregnado de
altas dosis de un iusnaturalismo que dominaba la época, todo contribuyó a que se haya puesto a la autonomía de
la voluntad en el Parnaso de los principios más sublimes del derecho.
Que un sujeto sin privilegios pudiera obligar a otro que sí los tenía era una propuesta revolucionaria,
moderna y progresista. Ya no eran las formas arcaicas o las costumbres lo que originaba una obligación. El
contrato como fuente de obligaciones se convirtió en un instrumento moderno, cuya expresión se ubicaba
convenientemente en el paradigma de la mayor racionalidad: el Code Civil.
Son muchas las referencias a la famosa frase de Hegel cuando los soldados de Napoleón entraron a Jena en
Alemania: "ahí viene la Razón a caballo" o "los soldados traen a la Razón en sus mochilas". Es que junto a
Napoleón y sus soldados, además de la fuerza militar, también entraba el Code. Esta herramienta jurídica y
política era vista como el instrumento de unificación para una Alemania dividida. El debate entre Savigny y
Thibaut reproducía la disputa entre la tradición y lo moderno: el primero como el vocero que pregonaba por el
reconocimiento de las experiencias históricas, y Thibaut a favor de un cuerpo sistemático que le daría la unidad
a una Alemania dividida (6).
En definitiva, el Code era visto como un cuerpo unificado de la razón, superior a la fuerza que podía
imponer el ejército más poderoso. El Code era la nave insignia que lideraba la modernidad jurídica y
económica. Si lo anterior es correcto, es probable que cualquier cuestionamiento al contrato, dado su contenido
racional y revolucionario, haya sido visto como un cuestionamiento al desarrollo de la economía. Así, en
conjunto, esta descripción podría resumirse en una rueda de razonamientos sucesivos. Para un lado, la rueda
giraba viciosamente: el cuestionamiento al contrato impedía el desarrollo de la autonomía privada, y esta
disfunción impedía a su vez el desarrollo de la economía capitalista, por lo que cuestionar al contrato se
convertiría en un cuestionamiento a la economía capitalista. Para otro lado, la rueda giraba virtuosamente, pues
traía progreso: más autonomía, más desarrollo económico, y más desarrollo traería más autonomía. Esta mirada
era complementada por una dosis fuerte de iusnaturalismo, que actuaba reforzando las ideas, pues se
identificaba el hecho de no cumplir con un engaño o una mentira. No cumplir un contrato era inmoral. La Ley
de Dios ordenaba cumplir con la palabra contratada (7).
Las palabras de Cambacérès, encargado de redactar el primer proyecto de Code en 1793 (con 719 artículos),
y quien fue además el coordinador de la comisión de redacción final de 1804, resumen un dogma de fe: "Le
droit de contracter n'est que la faculte´ de choisir les moyens de son bonheur" (8) ("el derecho de contratar no es
otra cosa que la facultad de elegir los medios para obtener la felicidad)".
La caracterización del contrato surgida en el siglo XIX continuó hasta bien avanzado el siglo XX. Tal como
vengo exponiendo, esta concepción postulaba una interpretación más o menos formalista. Por ello la revisión
del contrato, pese al abandono de las formas más atávicas, seguía siendo algo excepcional. Esta mirada del
contrato de corte iluminista alumbró a un mundo que esperaba todo de él. De allí que el contrato representara la
culminación del desarrollo, tanto de la persona como de la economía en general. El discurso preliminar de
presentación del Code Civil pronunciado por Portalis concentra las ideas que terminaron formando la teoría
general del contrato de la época: "... los contratos y las sucesiones son los grandes modos de adquirir para
aquellos que no tienen todavía (...) los hombres deben poder tratar libremente sobre aquello que les interese. Sus
necesidades los aproximan; sus contratos se multiplican tanto como sus necesidades" (9).
Como se desprende del extracto reseñado de Portalis, hay una apuesta, casi como un acto de fe, a que el
contrato es el gran instrumento jurídico, económico y político. El paradigma contractual apostaba a que los
hombres, por ser libres e iguales, se realizaban haciendo contratos. Pero si, por caso, los hombres no fueran tan
libres o iguales, el contrato con su fuerza emancipadora materializaría su promesa inmanente: actuaría
liberándolos. Las ideas dominantes de aquel momento concebían a un sujeto tipo (iusnaturalmente libre e igual)
que no admitía discriminaciones. Al sujeto se lo entendía, globalmente, porque era un sujeto que vivía en una
sociedad. La justicia se concretaba bridándole un trato sin particularismos. Las palabras de Portalis reflejan lo
dicho:
La ley se estatuye para todos; considera a los hombres en masa, nunca como particulares; no debe ocuparse
de los hechos individuales ni de los litigios que separan a los ciudadanos. Si fuera de otro modo, habría que
hacer nuevas leyes diariamente (...) los intereses particulares sitiarían el poder legislativo; le aportarían, a cada
instante, del interés general de la sociedad (10).

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Para el líder intelectual del Code, el particularismo obtura la realización de justicia; la dignidad se alcanza
globalmente, o no se alcanza. Aquella concepción del contrato produciría por consecuencia un tipo de teoría
general del contrato, con categorías limitadas e insuficientes o, de alguna forma, inconsistentes.
Hoy se razona al revés: el trato global y sin particularismos es la barrera que impide la dignidad. Es lo
contrario a lo postulado por Portalis en su tiempo. Hoy en día el camino para realizar la justicia se hace
particularizando. En la actualidad, cuanto más masiva es la contratación más aumenta la desigualdad.
Para realizar una mayor justicia contractual, hay que entender cómo se contrata, con quién, sobre qué se
contrata, pero sin olvidarse lo más relevante: con qué finalidad se realiza el contrato. Estos interrogantes, en
aquella época, se respondían de un modo más o menos retórico, dado que las doctrinas más difundidas de la
teoría general del contrato no respondían a todas esas preguntas, o no lo hacían consistentemente.
A la pregunta de por qué los contratos obligan, se contestaba con nociones que hoy se consideran antiguas.
Se respondía con el viejo causalismo, el de Domat (11). Este autor representaba en su tiempo la máxima
expresión del racionalismo cartesiano e iusnaturalista. De su doctrina abrevaron todos los grandes hombres de la
época anterior al Código. Su postulado ubicaba a la causa como lo que persigue cada contratante. Por ejemplo
en los contratos bilaterales y onerosos, como la compraventa, la causa para el comprador era la obtención de la
cosa, y para el vendedor, la causa era el precio. En esa noción de causa, tal como se ve, existe una fuerte
confusión. Cuando Domat aludía a la causa, en rigor se refería al objeto. Domat indicaba que la obtención de la
causa se lograba recibiendo el objeto. Véase que el precio y la cosa son los objetos del contrato; sin embargo,
Domat los caracterizaba como la causa que perseguía cada contratante.
Con ese tipo de descripción, si la causa coincidía en su descripción con el objeto, la idea de la causa-fin
perdía todo interés, convirtiéndose así en una noción redundante y superflua. De este modo, la crítica
anticausalista tenía todo el sentido. Si la causa era el objeto, para qué hablar de la causa. El anticausalismo daba
cuenta de la innecesaridad de la causa. Hay que admitir la corrección lógica de los anticausalistas. Repito: para
qué hablar de causa, si con el objeto ya está todo dicho y resuelto.
Sólo despues de la tesis doctoral de Henri Capitant, De la causa de las obligaciones, presentada en 1922 (12),
pudo comprenderse, retroactivamente, el pensamiento de Domat, o, mejor dicho, sus inconsistencias. Es
probable que los méritos del razonamiento anticausalista incentivaran en Capitant el desarrollo de una doctrina
superadora (13). De ahí el nombre de neocausalismo.
Entre la sanción del Code y la tesis de Capitant, como era esperable, la combinación de las inconsistencias
de Domat, más el mérito lógico y riguroso del anticausalismo, sumado al razonamiento jurídico, económico y
político de no alterar la fuerza vital del contrato, terminó impidiendo la reflexión sobre la finalidad (causa fin).
Además, las doctrinas y teorías sobre la causa fin tampoco fueron (con excepción de Capitant) didácticamente
claras. En realidad, la doctrina fue opaca, oscura y hasta abstrusa. En el período que va de la sanción del Code
hasta el trabajo de Capitant, la doctrina anticausalista se impuso. El éxito de esta doctrina no se debió tanto a su
adhesión expresa, sino más bien al tratamiento deficitario de la causa-fin que hizo la doctrina.
III. Teoría general del contrato durante la vigencia del Código de Vélez Sarsfield
Sería forzado sostener que el Código de Vélez Sarsfield haya sido un código anticausalista, por cuanto
existen varias referencias a la causa-fin. No obstante, no sería una equivocación calificarlo de poco causalista,
aunque existe un tratamiento de la causa-fin a lo largo del Código Civil que entró en vigencia en 1871, como
por ejemplo la presunción de causa (art. 502), el pago sin causa (arts. 793, 793, 794), la causa ilícita (arts. 502,
531, 1659), la falta de causa en la revocación de mandato (art. 1681), la renuncia del mandatario sin causa (art
1978). A dichos casos podrían sumársele algunos más, como el reconocimiento de la obligación del artículo
722, en la que habría una inclusión implícita a la causa. Con todo, el tratamiento de la causa-fin en Vélez
Sarsfield no fue claro; en muchos casos fue indirecto y poco explícito.
Un indicio esclarecedor de las ideas dominantes del codificador aparece expresado en su nota al artículo
943. Ahí Vélez Sarsfield da una explicación del porqué no incluyó a la lesión:
Finalmente, dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones, si la ley nos permitiera enmendar todos
nuestros errores, o todas nuestras imprudencias. El consentimiento libre, prestado sin dolo, error ni violencia y
con las solemnidades requeridas por las leyes, debe hacer irrevocables los contratos.
Se ve que Vélez Sarsfield dejó poco espacio para interrogarse sobre la causa-fin. Nótese que para él, con el
hecho de que haya un consentimiento con una voluntad —digámoslo así— no viciada, sería suficiente para
convertir al contrato en una pieza irrevocable. Parece claro que las ideas económicas y políticas del contrato
originadas en la Francia del siglo XIX debieron de haber influido para formar sus ideas jurídicas.
En la Argentina, apenas con la reforma de la ley 17.711 de 1968, se introdujo el vicio de lesión y la teoría de
la imprevisión, institutos que sólo se entienden a partir de una comprensión de la causa-fin. Éste es un punto
importante por cuanto tanto la lesión como la imprevisión son institutos tendientes a restablecer el equilibro en
el valor de las prestaciones. Esta exigencia (la que impone el equilibrio de las prestaciones) responde al
cumplimiento específico de la causa fin. No hay cumplimiento de la causa-fin si hay lesión; tampoco si se

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frustra la finalidad del contrato, como ocurre en la imprevisión. Pese a estas importantes inclusiones de la ley
17.711, la reforma no introdujo una definición ni una doctrina de la causa-fin o finalidad.
Para comprender la magnitud del problema basta con ver lo siguiente: si la causa-fin es un requisito esencial
del contrato, su ausencia o frustración determina, bien sea la inexistencia del contrato, o su finalización por la
frustración de un elemento vital. Es absolutamente indispensable entender y comprender cuál es la causa-fin
contratada.
El Código de Vélez Sarsfield no legisló específicamente la causa-fin. De ello se deriva la falta de una teoría
general positiva del contrato. La falta de normas tiende a hacer crecer a la doctrina. Y, si bien la doctrina puede
desarrollar una teoría más o menos seria e importante, con más o con menos contenido argumental, en términos
de desarrollo de los derechos la ausencia de normas conspira contra la seguridad y previsibilidad de las
relaciones contractuales. Una doctrina autoral o jurisprudencial por más buena que sea, si no tiene un respaldo
anclado en el derecho positivo, como mecanismo argumental de resolución de disputas, siempre estará
amenazada por la inestabilidad.
En la Argentina, dada la ausencia legislativa, hubo una sumatoria de hechos que contribuyeron
negativamente. Por un lado, fueron muchos los autores anticausalistas y, salvo excepciones, el tratamiento del
tema fue oscuro y poco didáctico. La jurisprudencia fue quien mejor se ocupó de la cuestión. En realidad, la
jurisprudencia fue quien más ha escrito y reescrito sobre la finalidad de los contratos, aunque no lo haya hecho
del mismo modo que lo hizo la doctrina autoral.
La jurisprudencia no suele detenerse en si una resolución contractual o una acción de daños derivados de un
incumplimiento proviene o se origina en un problema de causa-fin. Es decir, difícilmente, por su dinámica, haga
consideraciones en cuanto a que se trate de una causa-fin subjetiva, objetiva o sincrética. Sin embargo, puede
leerse con mucho provecho cómo la jurisprudencia suele indagar acerca de la función económica esperada, o si
tales o cuales motivos determinantes integraron o no la causa-fin contratada. En resumen, ha sido muy difícil
estructurar una teoría general del contrato sin un derecho positivo que se pronuncie abiertamente sobre todos los
contenidos y requisitos del contrato (incluida la definición de la causa-fin).
IV. El nuevo orden contractual en el Código Civil y Comercial
Para decirlo rápido y sin medias tintas, la incorporación explícita de la causa-fin en el Código Civil y
Comercial instala un nuevo orden contractual. Este nuevo orden a su vez estructura una teoría general positiva
del contrato que antes no existía. Antes del nuevo Código, al no existir una normativa de la causa-fin, la
posibilidad de aplicar una doctrina, por más clara y consistente que fuera, dependía de la mayor o menor
disposición de los jueces, del conocimiento teórico disponible y, aun también, del tipo de visión teórica y
práctica del derecho. La ausencia de una legislación concreta, más el hecho de que sólo existiera una legislación
dispersa e inorgánica, contribuyeron a que la jurisprudencia aplicara el requisito de la causa-fin de una manera
poco uniforme.
Estas carencias produjeron (con relación a la causa-fin) una jurisprudencia cuyo resultado estuvo
subordinado a la presencia de muchos tipos de jueces. Sin embargo, para seguir diciéndolo rápido, valiéndome
de las metáforas presentadas por François Ost (14), la tarea de esos jueces puede agruparse en una secuencia de
actuaciones personales que resumo a continuación.
Al principio, había un juez Júpiter que desde algún Monte Sinaí expresaba lo permitido y lo prohibido. Ese
juez todo lo veía desde la altura de ese lugar sagrado. El problema era, en rigor, qué veía y cómo lo veía. Todo
dependía de los instrumentos que disponía para ver. En los primeros tiempos del Code, había una influencia de
la escuela de la exégesis y un culto al derecho natural, combinados con una dosis importante de formalismo (en
materia de causa-fin, no hay que olvidarse de la influencia del viejo causalismo propuesto por Domat).
Luego, de un modo u otro, la jurisprudencia reaccionó ante algunas injusticias producidas por el sistema.
Esto, entre otras razones, fue la excusa para que aparecieran algunos jueces atribuyéndose la fuerza del dios
Hércules. Estos jueces se ponían el mundo al hombro y, desde su fortaleza, buscaban la justicia produciendo una
aplicación de la causa-fin, según lo que entendieran en cada momento. Este último mecanismo, por su
naturaleza sorprendente, en ocasiones, pudo ser celebrado por todos aquellos que comulgaban, aun sin
demasiado respaldo legal, con la misma interpretación de la causa-fin propuesta por el gran Hércules activista.
Cada uno de estos jueces muestra las características de su trabajo. El juez jupiterino, desde la sacra altura,
con herramientas rudimentarias, postula un deber ser sin tanta correspondencia con la justicia material. Por su
parte, el juez hérculeano utiliza su fuerza individual para repartir justicia.
En tercer lugar, se espera la llegada de otro dios, el juez Hermes. Éste sería el dios mensajero, siempre en
movimiento y que con su versatilidad conecta a los dos mundos y los supera: el mundo de Júpiter con su
montaña sagrada y el mundo de Hércules con su embudo pragmático que lo utiliza para hacer y deshacer.
Hermes, en cambio, sería (ahora sí, según Ost) el gran conocedor de las cosas y de las comunicaciones. Este
último juez movido por el Dios Hermes se presentaría como el gran escéptico, que descree de todo. Sucede que,
como parece que tiene unas herramientas que las califica de posmodernas, nos dice ahora cómo en realidad son
las cosas.

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Son muchos los autores que ahora adoran y espera la llegada de este nuevo dios Hermes. Me surge la
pregunta de dónde es que ha obtenido tanto conocimiento y versatilidad. Tal vez alguien nos diga que los ha
obtenido en algún otro monte, distinto del Sinaí, pero tan sagrado como aquél. ¿Este nuevo Monte Sinaí tendrá
nuevas herramientas? Quizá se trate de un monte en el nazcan "principios" de todo tipo. Esos mismos autores
están proclamando que esas herramientas nuevas tienen la aptitud para derrotar reglas. De algún modo, a este
Juez Hermes se lo ve siempre ubicuo y por eso no es menos activista que sus predecesores, pues tendrá siempre
a la mano un principio disponible que le servirá (ponderando) para derrotar a las reglas que se le opongan. Y, si
fuera el caso, también derrotará a otros principios. Por todo ello hay que cuidarse de este último dios: siempre
tendrá a la mano un principio disponible potencialmente apto y con suficiente fuerza para derrotar al principio
que se le oponga (15).
Esta particular manera de concebir el rol de los jueces da cuenta del problema que se produce cuando al
sistema de derechos le faltan normas claras y armónicas. Pues lo deseable es que haya una ley (la mejor
posible), de modo que las interpretaciones partan de la ley y no de una iniciativa judicial que, aun siendo
compartible (sólo cuando lo es), no se apoye en un derecho legislado y claro.
En los últimos dos siglos la realidad contractual se ha modificado notoriamente: contratos en masa,
incorporación de cláusulas predispuestas, grupos de contratos, etc. Y la realidad es que las leyes no siempre han
acompañado. Lo deseable es que las reglas se actualicen. En este punto surge un interrogante metodológico
acerca de qué producen los cambios (de las modalidades contractuales). Para responder se impone ¿Qué ha
cambiado en realidad? Por un lado, como dije, han cambiado las modalidades contractuales. Por otro lado y al
mismo tiempo, también cambió la comprensión del fenómeno económico.
En consecuencia, dados estos cambios, ¿tienen la aptitud para producir un cambio ontológico del contrato?
La respuesta es no, en principio no. El contrato, jurídicamente, sigue siendo el mismo, aun a pesar de los
cambios. El contrato sigue siendo un acuerdo de voluntades destinado a reglar los derechos de los sujetos
contratantes. Es decir, persisten sus elementos; sigue habiendo un consentimiento, un objeto y por supuesto una
causa-fin.
Lo que sí ha cambiado, y mucho, es la interpretación de los contratos. En este punto, la gran modificación se
produjo en la finalidad, es decir, en uno de los elementos del contrato: la causa-fin. En definitiva, la instalación
de un nuevo orden contractual viene con las interpretaciones implicadas en el cambio de finalidades (causa-fin).
El desarrollo de las novedosas funciones económicas del contrato implica un desarrollo novedoso en las
interpretaciones de las nuevas funciones económicas
A mi juicio, lo más importante debe orientarse en la interpretación de las funciones económicas contratadas,
en cuanto, al mismo tiempo, hayan sido los fines determinantes y concurrentes de la voluntad de los
contratantes. Sucede que, al cambiar las modalidades del contrato, el instrumento jurídico sigue siendo el
mismo; sin embargo, es casi seguro que el cambio de modalidad origine un cambio de finalidad.
Entonces, la historia del cambio en los contratos operó de esta forma: al cambiar la finalidad, el contrato
tuvo que modificar la modalidad. La modalidad contractual es una adecuación de la finalidad. Para producir una
determinada finalidad, la modalidad debe adaptarse; esto explica en parte el crecimiento constante y progresivo
de los contratos innominados.
En suma, el cambio en las modalidades obligó a considerar y reconsiderar el cambio en las finalidades. Aquí
se impone considerar el desarrollo de una teoría de la interpretación del elemento causa-fin. Tal desarrollo debe
asumir la esencialidad del elemento causa-fin en el contrato, dado que es derecho positivo vigente. Por lo tanto,
se impone el despliegue de una teoría de la interpretación de la finalidad que contenga un suficiente bagaje
teórico y argumental, de modo de hacer de ese elemento (causa-fin) algo comprensible alejado de todo
escrúpulo, reparo y oscuridad.
El nuevo Código Civil y Comercial, en el Libro II de Contratos en general, capítulo 6, con la voz "causa"
introduce una disposición expresa. El artículo 1012 dice: "se aplica a la causa de los contratos..." la definición
suministrada en materia de actos jurídicos. Al respecto, el reenvío nos ubica en el artículo 281, que establece lo
siguiente: "Causa. Causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento que ha sido determinante de la
voluntad...". A continuación, el artículo 1013 dispone la necesidad de su presencia (de la causa fin) durante toda
la vida del contrato: "Necesidad. La causa debe existir en la formación del contrato y durante su celebración y
subsistir durante su ejecución. La falta de causa da lugar, según los casos, a la nulidad, adecuación o extinción
del contrato".
Con estas normas, el operador jurídico, ineludiblemente, tiene la obligación de asumir al menos dos cosas.
La primera: la causa-fin es un requisito expreso y esencial sin cuya presencia no puede haber contrato; y la
segunda: debe asumirse una interpretación de la causa-fin que derive razonablemente de la definición legislada
en el artículo 281 del nuevo Código. Por lo tanto, es necesario un desarrollo argumental que explique
razonablemente el alcance y contenido de la causa-fin.
La incorporación de la causa-fin o finalidad funda una nueva interpretación de los contratos. Es tan
importante el despliegue interpretativo que propone este elemento del contrato que de él pueden deducirse y aun

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crearse un gran número de institutos normativos. Para demostrar lo relevante de la afirmación predicha, basta
verificar las muchas incorporaciones legislativas en las cuales hay referencias a la causa-fin o finalidad. Son
tantas y tan relevantes que justifican el título de "nuevo orden contractual".
1. El artículo 1090 —. Frustración de la finalidad: "La frustración definitiva de la finalidad del contrato
autoriza a la parte perjudicada a declarar su resolución...".
2. En los contratos por adhesión a cláusulas generales predispuestas, cuya incorporación refuerza la idea del
nuevo orden contractual, en materia de interpretación de las cláusulas abusivas se tendrá por no escrita aquellas
cláusulas que no "son razonablemente previstas" (Art. 988, inc. c, última parte). Es una referencia clara a la
finalidad, pues ésta define cuál cláusula está o no razonablemente prevista.
3. Los contratos conexos. Éstos se conocen por la finalidad, sin ella no es posible advertir su presencia. El
artículo 1073 dice lo siguiente:
Definición. Hay conexidad cuando dos o más contratos autónomos se hallan vinculados entre si´ por una
finalidad económica común previamente establecida, de modo que uno de ellos ha sido determinante del otro
para el logro del resultado perseguido. Esta finalidad puede ser establecida por la ley, expresamente pactada, o
derivada de la interpretación, conforme con lo que se dispone en el artículo 1074.
4. El artículo 1074 alude a la finalidad entendida como función económica: "Interpretación. Los contratos
conexos deben ser interpretados los unos por medio de los otros, atribuyéndoles el sentido apropiado que surge
del grupo de contratos, su función económica y el resultado perseguido".
5. A continuación, el artículo 1075 se refiere a finalidad explícitamente: "... atendiendo al principio de
conservación, la misma regla se aplica cuando la extinción de uno de los contratos produce la frustración de la
finalidad económica común".
6. Las pautas de interpretación previstas en el artículo 1065: "Fuentes de interpretación. Cuando el
significado de las palabras interpretado contextualmente no es suficiente, se deben tomar en consideración: (...)
c. la naturaleza y finalidad del contrato".
7. Los artículos 724 y 725, cuando se refieren al contenido de la obligación y de la prestación, aluden a la
causa-fin. La remisión a la satisfacción de un interés patrimonial o extramatrimonial del acreedor sólo puede
explicarse comprendiendo el interés incluido en la causa-fin, puesto que el objeto está por definición al servicio
de satisfacer una finalidad que es el interés inmediato, es decir, satisfacer la causa-fin de la obligación.
8. Los contratos innominados se rigen por "... las disposiciones correspondientes a los contratos nominados
afines que son compatibles y se adecuan a su finalidad" (art. 970).
9. Control de la finalidad en las cláusulas abusivas: el juez "debe tener por no escritas" las cláusulas que no
son razonablemente previsibles (art. 988) y "el juez cuando declara la nulidad parcial del contrato,
simultáneamente lo debe integrar, si no puede subsistir sin comprometer su finalidad" (art. 989).
10. Las pautas para interpretar el incumplimiento del artículo 1084: "Configuración del incumplimiento. A
los fines de la resolución, el incumplimiento debe ser esencial en atención a la finalidad del contrato...".
11. El artículo 1122 sobre el control más específico de las cláusulas abusivas establece los parámetros para
el control judicial: "... c. si el juez declara la nulidad parcial del contrato, simultáneamente lo debe integrar, si no
puede subsistir sin comprometer su finalidad".
12. La conversión del negocio jurídico: "Conversión. El acto nulo puede convertirse en otro diferente válido
cuyos requisitos esenciales satisfaga, si el fin práctico perseguido por las partes permite suponer que ellas lo
habrían querido si hubiesen previsto la nulidad" (art. 384).
Lo expuesto no impide considerar adicionalmente otras muchas referencias a la finalidad, como cuando en
materia de locación se la utiliza para interpretar las excepciones al plazo mínimo legal (art. 1199); o la
consideración de la finalidad para definir a la Agrupación de Colaboración (art. 1453); también la finalidad es
esencial para comprender el sentido para el cual se prestó la cosa en el comodato (art. 1536, inc. e); y, desde
luego, no hay que olvidarse de las múltiples referencias a la finalidad en materia de derechos reales, cuyo
nacimiento proviene de un contrato, como por ejemplo el dominio o la propiedad horizontal, entre otros.
Cabe destacar especialmente cómo la comprensión de la existencia misma del requisito de la causa-fin o
finalidad fue decisiva en la regulación de las tratativas contractuales del artículo 990 y ss. Sin perjuicio de la
naturaleza de este tipo de tratativas, debe quedar claro que son una especie de convención, de naturaleza
contractual. En consecuencia, las partes acuerdan que sus intercambios (tratativas) están al servicio de una
causa-fin o finalidad, cual es la de explorar por medio de una negociación un posible contrato. Esas tratativas
tienen entonces una "finalidad" específica que no debe frustrarse. Obrar de buena fe será en concreto actuar con
una "finalidad" que asuma un modo de actuación. Así lo establece el artículo 991 cuando dice que "... las partes
deben obrar de buena fe para no frustrarlas injustificadamente" (a las tratativas). Es obvio que dicho artículo es
una referencia al instituto de frustración del fin.
Además, la identificación de los contratos preliminares exige la presencia de todos los elementos del

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contrato. Por lo tanto, será necesario verificar una causa-fin que le dé sentido. De otro modo no habrá contrato
preliminar. El artículo 994 dice "... deben contener los elementos esenciales que identifiquen el contrato
definitivo".
En síntesis, una recodificación implica nuevas normas. Tal como ya he adelantado, se podría decir, de modo
esquemático, que lo nuevo puede dividirse en tres tipos de incorporaciones normativas. Un grupo de normas son
nuevas, originales, y aun por qué no inéditas, con proyecciones originales en el contexto de la teoría general del
contrato (me refiero a la teoría general del contrato que surge de nuestra legislación). Otro grupo de normas, si
bien son también nuevas, como la jurisprudencia las ha aplicado en el marco del Código anterior, bien podría
decirse que la doctrina vernácula las conoce bien y de hecho están incorporadas a la teoría general de contrato
en diversas maneras. Luego, por fin, existe un grupo de normas que aunque su temática es conocida, o bien no
enteramente desconocida, entran a la teoría general del contrato reforzando y replanteando las categorías de la
teoría general del contrato.
V. Causa fin o finalidad en el Código Civil y Comercial
El Código Civil y Comercial consagra una definición de causa-fin como un requisito esencial del contrato y
también del acto jurídico en general. Por lo tanto, es imprescindible asumir una interpretación que comience con
la definición propuesta, especialmente porque se impone como un requisito esencial y estructurante de los
contratos y los actos jurídicos.
Según mi punto de vista, el concepto de causa-fin puede comprenderse perfectamente. Más aún, creo que es
posible elaborar ciertas ideas didácticas de la causa-fin. Asumo también que pueden consensuarse varias ideas
accesibles en torno al significado y alcance de la causa-fin. Hay que admitir, no obstante, que la accesibilidad al
concepto de causa-fin no ha sido la opinión tradicional respecto del tema. Es frecuente encontrar textos que
comienzan su tratamiento con serias advertencias. El propio Díez Picazo, autor preclaro si los hay, inaugura el
planteamiento de la causa del contrato del siguiente modo: "El concepto de la causa dentro de la teoría de
contrato es, seguramente, uno de los más oscuros, confusos y difíciles de aprehender de la doctrina y de la
técnica del derecho Civil" (16).
La redacción del Código nuevo facilita la mirada sobre la causa-fin. Aunque toda norma es fácticamente
perfectible, la ley del nuevo Código nos indica un camino. El legislador tomó un significado de causa-fin, y a él
corresponde remitirse para interpretar su alcance y contenido. Esto no significa caer en una literalidad
formalista, ni que el texto legal sea tan cerrado que no pueda completarse en alguno de los espacios que nos
ofrece su textura. En todo caso el texto señala, como dije, un camino de interpretación; no cualquier camino,
pues el comienzo de una interpretación debe originarse en el texto de la ley, salvo, claro está, que se trate de una
norma inconstitucional, pero éste no es el caso.
Recordemos lo que dice el artículo 281: "Causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento que ha
sido determinante de la voluntad...". La norma instala, inequívocamente, un criterio subjetivo de la causa-fin. Es
decir, es la voluntad (elemento subjetivo) la que contrata un fin inmediato que debe autorizar el ordenamiento.
Entonces, hay un margen de libertad para contratar determinados fines: sólo aquellos fines autorizados por el
ordenamiento. Además, como el contrato supone una voluntad, o mejor dicho un acuerdo de voluntades, éste
debe estar dirigido a determinados fines. Esos fines pueden ser de diverso tipo, y dentro de ellos hay muchos
con contenido económico. Por tanto, la voluntad tiene la potestad de incluir fines o finalidades económicas.
A esta altura es necesario entender qué es un fin o una finalidad, y también cuándo a un fin se lo califica de
económico. La finalidad es un resultado, un telos, y como tal aparece o es consecuencia de interconectar varios
elementos. Por tanto, hablar de fines es también hablar de funciones, en el sentido de tarea o conjunto de tareas
perteneciente a un sistema (contractual) y que como tarea o conjunto de tareas no debe ser incompatible entre sí
o incompatible con alguna otra tarea atribuible a algunos de los elementos del sistema (contractual) (17).
Por ejemplo, el fin inmediato en los contratos de cambio, sinalagmáticos, debe realizarse (el fin inmediato)
intercambiándose valores equivalentes, de modo de materializarse un equilibrio en las prestaciones. No es
extraño, entonces, que la función o tarea de dar un valor, y recibir un contravalor equivalente, también es un fin.
Por lo tanto, la finalidad de dar y recibir valores equivalentes es una finalidad (causa-fin) cuya presencia debe
constatarse en ese tipo de contratos; si no, la causa-fin o finalidad estaría ausente.
El razonamiento propuesto nos dice que la equivalencia del valor de las prestaciones es parte del fin
inmediato determinante de la voluntad de los contratantes. Dado que el equilibrio de las prestaciones es una
característica objetiva, por ser así, ¿se modifica la naturaleza subjetiva de la causa-fin? Lo pegunto de otro
modo: ¿dicho dato objetivo, en tanto función económica, convierte a la causa-fin en un elemento objetivo? Las
preguntas son relevantes porque la divergencia entre la causa-fin objetiva y subjetiva ha dividido a la doctrina
durante años: los partidarios de la naturaleza objetiva por un lado y los de la naturaleza subjetiva por el otro.
Sin perjuicio de mayores aclaraciones que haré en los acápites siguientes, digo preliminarmente lo siguiente:
para que haya una causa-fin, la que sea, y esté tutelada por el ordenamiento, se exige que la voluntad (elemento
subjetivo) contrate sobre esa finalidad (elemento objetivo). Por ejemplo, si en una compraventa hay diferencias
en el valor de las prestaciones (elemento objetivo) y ésta responde a un fin contratado no tradicional, pero

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posible, como realizar una beneficencia, este fin seguirá siendo un fin inmediato determinante de la voluntad y
por supuesto válido. La equivalencia en el valor de los intercambios podrá integrar una compraventa válida,
dependiendo de las funciones económicas (elemento objetivo) voluntariamente contratadas (elemento
subjetivo).
En resumen, el concepto de causa-fin incluye regularmente, en materia de contratos onerosos, el
cumplimiento de las funciones económicas contratadas. No hay que descartar que, además, pueden existir otros
fines que no cumplen una función económica, en cuyo caso también serán fines que corresponde verificar. Y,
por supuesto, serán relevantes y válidos según cómo hayan sido contratados.
Para que la función económica pueda instalarse adecuadamente como un elemento integrante de la
causa-fin, en tanto fin inmediato determinante de la voluntad, es conveniente que la función económica sea una
categoría conceptual que posea la mayor fuerza argumental posible. Cuanto más clara sea la categoría, mayor
será la consistencia argumental y por ende mayor será la posibilidad de incluirse como función económica del
contrato. Por ejemplo, la función económica que postula una "preservación razonable de los valores en los
términos de intercambio" es una categoría de corte económico que, como causa-fin, puede incluirse en muchos
contratos. En efecto, además de la compraventa, la mencionada función está presente en muchos contratos de
mutuo, si no en todos. Cuando hay que juzgar si el valor de la moneda (objeto del mutuo) es equivalente, en
cuanto a su poder de compra, a la moneda que será objeto de la devolución, es imprescindible verificar el
cumplimiento de la categoría económica apuntada. Ello es así porque se trata de una categoría que describe una
función económica representativa del contenido de la causa-fin o finalidad del contrato. Si no fuera así, cumplir
con el objeto, entregando una moneda devaluada o sobrevaluada, haría desnaturalizar el cumplimiento de la
finalidad (porque se habría modificado notoriamente el poder de compra; por lo tanto, la devolución de un poder
de compra muy distinto al contratado en origen no ha sido la causa-fin contratada). Nótese que el objeto sigue
siendo igual a sí mismo, pero el cumplimiento de la función económica se ha modificado sustancialmente.
En otras ocasiones, para saber cuál es la finalidad, entendida como función económica, habrá que realizar
una operación económica que responda al fin programado voluntariamente (contratado). Esto dependerá, desde
luego, del tipo de contrato. Piénsese en la función económica, vista incluso como fin práctico, que cumple por
ejemplo una cláusula de carencia (espera) en un contrato de medicina prepaga. Hay una función económica
incluida en la finalidad contratada que exige hacer un análisis preciso del contrato: el pago de una cuota
mensual para recibir en cambio una prestación médica, siempre que se den determinadas contingencias. El
contrato se ubica en un microsistema de salud, por el cual los afiliados sanos pagan los tratamientos a quienes
están enfermos. La interpretación y la comprensión de la función económica que cumple la cuota mensual en el
contrato de medicina prepaga determinará (caso por caso) la eventual obligación de la empresa de medicina a
suministrar determinadas prestaciones médico-asistenciales y a excluir otras. Es decir, el objeto debe ajustarse a
una finalidad, de modo que cumpla con las funciones económicas del sistema de derechos contratados, y que al
mismo tiempo haya sido determinante de la voluntad de los sujetos.
La segunda parte del artículo 281 completa la idea de causa-fin "... También integran la causa los motivos
exteriorizados cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente si son
esenciales para ambas partes". Esta parte completa el criterio subjetivo de la causa-fin, en tanto las partes están
facultadas a exteriorizar motivos (fines determinantes) e integrarlos al acto jurídico, y sólo serán válidos en la
medida que sean esenciales a todas las partes. Para mayor claridad sería bueno agregar que esos motivos,
además de exteriorizarlos, deben formar parte de la finalidad contratada. Con independencia de lo curioso de la
referencia a "ambas partes" (porque podría haber un acto jurídico unilateral), lo relevante es el conocimiento de
ambas partes, siempre y cuando se trate de un acto jurídico bilateral.
En realidad, la importancia de este segundo párrafo del artículo 281 es sacar de la causa-fin a aquellas
motivaciones individuales que, aunque sean determinantes de la voluntad, no salieran a la superficie para
incorporarse al acto jurídico. Está el ejemplo clásico de la novia que encarga su vestido para el casamiento y que
luego de frustrarse su ceremonia nupcial rehúsa el pago del trabajo motivada en que lo determinante de la
compra era usarlo sólo en su fiesta de casamiento. Tal contingencia (la frustración de la ceremonia) es
indiferente para la modista, pues esa especulación no está incorporada al contrato expresa o tácitamente. Si la
novia pretendía asegurarse el no pago del vestido si no se casaba, debió hacérselo saber a la modista. Es decir,
debió exteriorizar ese motivo en forma expresa o tácita y, a su vez, dicho motivo debió también ser aceptado por
la modista. De otro modo, tal causa, aunque haya sido determinante del contrato, no lo integra como causa-fin
oponible.
VI. Más sobre la cuestión de la función económica como función económica incluida en la voluntad
contratada
La idea de función económica como integrante de la causa-fin implica la incorporación de un elemento cuyo
desarrollo se asocia a criterios de corte objetivo. Es decir, se espera el cumplimiento de la función económica,
en tanto sea parte integrante de los fines inmediatos de la voluntad y que además sea una función económica
contratada.
Hay una equivocación conceptual en la disputa entre los partidarios de los criterios objetivos y los

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defensores de los criterios subjetivos de la causa-fin. El elemento objetivo, en tanto responde a una función
económica válida y contratada, es, sin dudarlo, una parte integrante de la causa-fin, cuya génesis se encuentra en
la voluntad determinante de los contratantes.
El hecho de que los contratos contengan operaciones económicas y que éstas respondan a una finalidad,
también económica, y que tales operaciones económicas suelan repetirse en los contratos del mismo tipo, no
puede estar asociado a desentenderse de los fines subjetivos determinantes de la voluntad de los contratantes.
Navarretta ha dicho con razón que "La causa se debe reconstruir en concreto, por medio de la interpretación del
reglamento de intereses querido por las partes..." (18).
Por supuesto que la inclusión de las funciones económicas como parte de la finalidad tiene dos vertientes de
interpretación. La primera es positiva y obliga a los contratantes a realizar todo aquello que se deduce de la
interpretación y eventual integración prevista por el ordenamiento (19). La otra vertiente es negativa, porque
provoca la irrelevancia de todas aquellas finalidades económicas no previstas o no contratadas, o, mejor dicho,
la ineficacia de las consecuencias que sean incompatibles con la finalidad del contrato (20).
En conclusión, la formulación de categorías con suficiente fuerza argumental nos ayuda a visualizar la
función económica. Esas categorías deben interpretarse o deducirse de lo querido por las partes y serán válidas
siempre y cuando el ordenamiento jurídico las autorice.
VII. La cuestión de la función social
El origen de incluir como parte de la causa-fin a la función económica tuvo su origen en la doctrina italiana.
Destaco que, si bien esa función —la económica— estuvo ahí, no fue tratada de un modo equivalente o como lo
hice en los acápites anteriores. En realidad, la doctrina italiana mayoritaria nos hablaba de la causa-fin vista
como una función económica y social. Nótese la integración de lo económico a lo social.
Para muchos esta doble función fue una respuesta (reacción) al culto dogmático de la autonomía de la
voluntad. Por lo tanto, para esa doctrina, la causa-fin tenía que dejar de ser un elemento subjetivo, al servicio
exclusivo del cumplimiento de los fines individuales, para convertirse en un requisito destinado a la realización
de los fines económicos y sociales autorizados por el sistema. Digamos que habría un subsistema de
contratación privada que debe cumplir con las funciones esperadas de un sistema más general y público al que
pertenece. La realización de estas últimas funciones económicas y sociales serían objetivas porque son
independientes de la voluntad de los contratantes. Dicho así, debo aclarar sin demora que esa forma esquemática
de ver a la causa-fin no es mi punto de vista. No lo es, al menos, porque no hay en su formulación general una
distinción entre las funciones. En principio, la doctrina referida ve al cumplimiento de las funciones en la
causa-fin como un bloque indisoluble, al punto de no concebir que pueda cumplirse una función económica, si
no se cumple además con la función social. El tratamiento en bloque de las dos funciones sin discriminar, y
como si fueran la misma cosa, es un error.
Una cosa es la finalidad entendida como función, y otra muy distinta es qué tipo de funciones cumple la
finalidad, ya que por supuesto de eso dependerá qué podrá tutelar el ordenamiento. Y no sólo es importante
discriminar el tipo de funciones, sino también qué tipo de interpretación puede hacerse de las funciones que, de
un modo u otro, realizan los particulares en un contrato.
De un lado, las partes de un contrato deben cumplir con las funciones económicas contratadas, pues de ese
modo tienden a la realización de los intereses privados contratados. Para mí esto es algo muy claro y, por lo
tanto, algo absolutamente legítimo.
La propuesta inaugurada por el Código italiano en 1942 es bien conocida en nuestro país. Su gran exponente
fue Emilio Betti (21). Los autores que pensaban como Betti también vieron a la causa-fin como una función
económica y social (22). La justificación se fundaba en que, si bien el contrato se ocupa de realizar intereses
privados, éstos a su vez deben "adecuarse" a la realización de los intereses generales. Hay en esta visión una
fusión de las funciones económicas con las sociales. Las funciones del contrato privado debían, por medio de
esa interpretación, cumplir con los fines de utilidad económica y social. Es más, en un extremo sólo cabría
tutelar a aquellos intereses particulares en la medida que sean funcionales y eficientes para la realización de los
intereses generales.
Esta visión fue criticada por una parte considerable de la doctrina. Se entendió que ese modo particular de
entender a la función como un tándem indivisible (económico y social) implicaba homologar los intereses
privados con los intereses generales. Ferri ha señalado que esa tendencia es la que buscó el legislador de 1942,
"... desde el punto de vista de la ideología corporativista y dirigista, el papel del contrato, como ocurría con las
demás instituciones privatísticas (la propiedad, la empresa), estaba cambiando, con miras hacia su
funcionalización para los fines generales" (23).
En consecuencia, para la doctrina de la función económica-social, el contrato sólo es eficaz en la medida que
responda a un determinado fin de utilidad económica y social en un momento y en una época determinada (24).
Lo más problemático es que esa evaluación depende de las personas que con una autoridad (la que sea) digan
cuáles contratos responden al fin económico y social esperado. Digamos que esta noción de la función es
compatible con un sistema dirigista y paternalista. Para evitar malos entendidos y cuidarme de etiquetas

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estigmatizadoras, habría que tener presente que la aludida visión paternalista puede estar guiada por cualquier
ideología (sea de derechas o de izquierdas).
A esta altura conviene aclarar algo más: el contrato es una herramienta al servicio de la realización de los
intereses privados. Sin embargo, un análisis más global no impide ver cómo esa realización personal contribuye
de algún modo a la realización de intereses más generales. Es que de hecho siempre hay una perspectiva que
permite conectar los fines individuales inmediatos con los fines sociales mediatos. El problema, el gran
problema podría decirse, es cómo se trata e interpreta esa relación. A veces las afirmaciones se presentan algo
ligeras y se trata de cuestiones de foco y no tanto de diferencias sustanciales. Otras veces la diferencia sí es
fuerte; la cuestión es qué se privilegia o, mejor dicho, cuáles son las reglas interpretativas válidas que permiten
subordinar un interés particular a uno general y viceversa.
Si no hubiera prejuicios, no habría en principio motivos válidos para eludir el problema de la relación entre
intereses particulares y generales. Aunque la relación sea problemática, sacarla totalmente de la discusión es un
error. La tendencia a tomar posiciones extremas no debe servir de excusa para envilecer el debate, salvo que se
lo subordine al amor por la polémica estéril y no a la comprensión del tema. No creo que se trate de una división
entre los que hacen un culto al individualismo ultramontano y los que recortan toda libertad en nombre de unos
fines económicos sociales y superiores. Se trata más bien de hacer un foco adecuado, con método e
interpretación. Hay numerosos errores de interpretación hechos en nombre de los mejores y más plausibles
intereses.
El punto de partida, propuesto por el Código nuevo nos da un camino, digamos, inicial, enfocado en los
intereses particulares. Ésa es la definición de causa que tomó la legislación (25). De modo que el punto de
arranque siempre debe ser la función económica contratada. Esto se compadece con el giro que algunos autores
italianos están realizando, pues se empezó a hablar de una función económica-individual (26). Luego, podrá
verificarse si esa función económica programada (cuyo conocimiento es indispensable) podrá, de un modo u
otro, sortear el requisito de legalidad, puesto que sólo serán válidas aquellas funciones (finalidades) no
prohibidas ni contrarias a la ley. Así lo estipula el nuevo artículo 281, ya citado.
Sucede que hoy nuestra ley contiene una definición positiva de causa-fin, es decir, define qué es. No era así
antes, con el Código de Vélez Sarsfield, y tampoco es así en Italia. El Código italiano sólo cuenta con
definiciones en sentido negativo. Dice que la causa no debe ser ilícita (art. 1343), que no debe ser en fraude de
la ley (art. 1344), ni contener motivos ilícitos (art. 1345). En el Código de Vélez Sarsfield tampoco es válida
una causa ilícita, en fraude a la ley o con motivos contrarios a derecho. El problema comienza cuando el
intérprete no cuenta con texto legal que defina qué es la causa-fin. La falta de pronunciamiento legal facilita la
interpretación abierta. Entonces, al no existir una indicación legal de cómo debe interpretarse un requisito, el
operador puede sostener con total validez que tanto la función social debe subordinarse a los intereses privados
como también sería válido lo contrario. Y, con más o menos razones, se puede transitar un camino u otro.
Se trata de cómo comienza y termina el examen de legitimidad y de exigencias de legalidad (27). Es evidente
que una función económica individual, la que sea, debe estar autorizada por el ordenamiento en sentido positivo
y negativo, pero tal examen de legalidad es común a todos los requisitos. El problema es que en la doctrina
italiana, tal como lo tiene definido la propia doctrina, su punto de partida exigía una suerte de prueba de
cumplimiento de utilidad social, previo o simultáneo, con el programa de funciones económicas e individuales
de los contratantes.
Los debates más interesantes se presentan en los casos difíciles. Me refiero a los casos en los que no hay una
norma clara que los controle y, por lo tanto, se necesita un argumento de peso sustancial. En rigor, se necesitan
reglas de interpretación. Me refiero a reglas que nos permitan interpretar cuándo es legítimo y válido el tipo de
adecuación de un contrato particular a los intereses generales.
Hay un punto de partida que reconoce a la voluntad concurrente de los contratantes la posibilidad de reglar
sus derechos. Por consiguiente, se reconoce al acuerdo de voluntades (contrato) la potestad de definir un objeto
y una causa-fin. Para que el ordenamiento reconozca la validez de ese acuerdo, el programa de prestaciones y de
finalidades debe hacerse dentro del territorio de lo permitido. No podrán contratar sobre objetos ilícitos.
Tampoco podrán hacerlo con fines ilícitos o antijurídicos. Vayamos a un ejemplo, las tasas de interés. Si bien se
le reconoce a las partes la facultad de acordar las alícuotas de interés, hasta la doctrina más individualista y
menos intervencionista acepta ciertos límites. Las tasas pueden ser válidas o abusivas. La definición de si se
trata de tasas razonables o usurarias se obtiene comparando la realización del interés individual con el general.
Sólo así podrá saberse si una tasa del 20% anual, en un país determinado con una economía determinada, es
válida, aunque la misma tasa podrá ser usuraria en otro momento de la economía. Nadie puede dudar que, de un
modo u otro, todo interés particular contribuye en más o menos a la realización de los intereses generales. Esta
última afirmación es objeto de estudio en muchas disciplinas. Sin embargo, la cuestión relevante es ver en qué
medida un ordenamiento jurídico protege o sanciona determinados contratos. Es necesario elaborar, para el caso
de las tasas de interés, reglas que expliquen cuál alícuota es correcta y cuál no lo es. Para ello es menester
armonizar la función económica individual con una general o social. Ningún ordenamiento tolera un abuso, y
éste existe no sólo cuando se altera el programa económico individual, sino también cuando no hay una

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correspondencia con una función más general.
Para que esta última afirmación no peque de lo que venimos combatiendo, es necesario establecer criterios y
estándares claros que nos permitan construir reglas interpretativas razonables y previsibles (si son legales,
mejor). De otro modo, si no se sabe cuál es el alcance y sentido de las denominadas funciones sociales o
generales, el peligro es derivar hacia una inseguridad e imprevisibilidad intolerable.
VIII. Sistema no causalista
Existe otro sistema no casualista en el que se opta por no legislar sobre la causa-fin. Por consiguiente,
tampoco se exige la presencia de la causa como un requisito esencial del contrato ni del acto jurídico en general.
Este sistema es propio del Código Civil alemán, del Código Civil suizo de las obligaciones; también del Código
Civil de Brasil. Destaco que tampoco está presente en ninguna de las propuestas de unificación legislativa en
Europa (28). La justificación de la exclusión, para Europa, se basa en el hecho de lograr con ello mayores niveles
de integración, especialmente porque en el derecho anglosajón la idea de causa es totalmente extraña (29). Así se
lograría, se dice, un marco jurídico más estable y previsible que facilite mayores niveles de intercambio.
No obstante, un sistema sin la causa-fin no es un obstáculo que impida tener otras reglas generales y
abstractas que sean útiles para determinar la validez o invalidez de determinados negocios jurídicos, pero sin la
aplicación "del expediente de la causa" (30). Pese a que no hay en estos sistemas una referencia expresa a la
causa, aun así, no se prescinde de la idea de causa-fin. Ésta sigue estando en la raíz de varias fórmulas
abstractas, aunque no aparezca explícita como causa-fin. Estas fórmulas son reglas suficientemente claras, de
modo que el intérprete dispone de elementos dúctiles para resolver los conflictos. Así, por ejemplo en
Alemania, aun sin causa-fin se legisla muchos supuestos de los denominados "cambios de circunstancias".
Desde siempre ese presupuesto produjo consecuencias jurídicas. Ya lo he dicho antes:
No es necesario aclarar que el "cambio de circunstancias" es el presupuesto de hecho que incide y hace
frustrar la realización de los propósitos que los sujetos incorporaron al contrato. No es sólo una frustración de
los motivos internos u ocultos, no transmitidos ni exteriorizados por parte de uno de los contratantes. Es más
bien una inadecuación del sentido de realización de los móviles determinantes del acto que se encuentran
compartidos y que integran el contrato.
(...) En el ámbito patrimonial la recepción de la doctrina del "cambio de circunstancias" es tradicional en
casi todos los ordenamientos jurídicos, aunque su consagración legislativa o jurisprudencial asuma diversas
formas. El cambio de circunstancias repercute en la realización de la causa-fin, entendida como propósito
negocial, ya que puede alterarla y hasta hacerla desparecer. De alguna manera, el cambio de circunstancias está
presente en varias teorías, como la de "los presupuestos del negocio jurídico" de Windscheid, e
indiscutiblemente también está indisolublemente conectado con los fundamentos de la doctrina de "las bases del
negocio jurídico" atribuida en origen a Oertman y ampliamente difundida por Larenz (31).
El reciente Código Civil y Comercial también se ocupa de legislar sobre el cambio de circunstancias en el
artículo 1090. El texto relaciona la alteración extraordinaria de circunstancias con la frustración del fin. Se
autoriza a la parte perjudicada a pedir la resolución del contrato cuando una alteración extraordinaria de las
circunstancias hace frustrar la finalidad del contrato.
Otro caso similar es la teoría de la imprevisión. Aquí la regla de la imprevisión (variante más específica de
frustración del fin) también tiene en su raíz una alteración de la causa-fin. Se trata de una regla de ineficacia
contractual en la que se postula la invalidez de un contrato porque por un hecho extraordinario e imprevisible se
ha vuelto excesivamente oneroso el cumplimiento de las prestaciones. Se trata de una fórmula abstracta, típica y
también general. Ésta es un fórmula argumentalmente muy clara que incluye a la causa-fin pero no necesita de
su expediente.
Nótese la eficacia de contar con este tipo de reglas. El intérprete no tiene que juzgar tanto el
comportamiento de las partes, sino más bien si el negocio jurídico se ha celebrado de acuerdo a la regla. En
rigor, cuando la regla es clara, si bien tiene en su raíz a la causa, no necesita aludir a ella. Su peso argumental (el
de la regla) le ha permitido desarrollar un suficiente nivel de abstracción, según el cual el intérprete puede
aplicarlo sin mayores dificultades. Lo mismo puede decirse de otras reglas en las que también existe el substrato
de la causa fin aunque no se la mencione, como es la regla de la lesión.
Si existieran más y mejores reglas, tal vez no sería necesario utilizar el concepto de causa-fin; no porque no
sea útil, sino porque las reglas, al ser claras y buenas, ya incluyen en su formulación una idea implícita de
causa-fin. Al respecto cabe anotar que las mencionadas reglas pueden alcanzar un estatus legal (situación ideal),
pero en otras ocasiones son elaboradas por jurisprudencia o doctrina. Cuando no se cuenta con reglas claras
suficientemente argumentadas y probadas, hay que determinar cuál es "... el fin inmediato autorizado por el
ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad" (definición de causa según el art. 281 del
Código nuevo, ya citado) Por lo tanto, sería necesario determinar ese fin inmediato expuesto por el artículo 281,
y también cuál es la función económica que se encuentra incluida en el concepto de la causa-fin. De ese modo
se conoce cuál es la función económica incluida en la causa-fin contratada.
Es evidente que, de contarse con un elevado número de reglas, podría prescindirse de la utilización del

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concepto de causa-fin.Sin embargo, dada la creciente atipicidad de los negocios, es aconsejable (ésa es mi
posición) disponer de una definición legal de causa-fin; lo cual no implica, ni mucho menos impide, seguir
trabajando en la elaboración y desarrollo de reglas.
Vayamos pues a un ejemplo de cómo se puede extraer una regla de función económica a partir de una
argumentación que asuma lo que es una función económica. Se llega a ella (a la regla) con más provecho a
partir de la caracterización de la causa-fin. Veamos: in re "Creditia Fideicomiso Financiero c. C., M. A.
s/ejecutivo" del 11 de marzo de 2014. En este caso se rechaza el pedido de una entidad financiera que pretendía
mantener la capitalización de un saldo deudor a un cuentacorrentista, después del cierre de su cuenta (32). La
decisión analiza explícitamente la "función económica" del contrato de cuenta corriente. Con relación a la
función, el contrato de cuenta corriente autoriza al acreedor (entidad financiera) a capitalizar los saldos deudores
del cuentacorrentista. Se justifica ese privilegio para la entidad financiera en consideración de los beneficios que
recibe el cliente; todo como parte integrante de la función económica (causa-fin) contratada. Cuando al cliente
se le cierra la cuenta corriente, la relación modifica de hecho la función económica. Al resolverse el contrato, no
puede mantenerse la misma causa-fin. La deuda acumulada del deudor (de la obligación), después del cierre, no
tiene la misma causa-fin que existía cuando estaba vigente el contrato de cuenta corriente. La descripción
judicial, clara y concreta, de la causa-fin contratada justificó el rechazo de la pretensión del banco; pues, de
haberse mantenido la capitalización de los saldos deudores (después del cierre de la cuenta), se hubiera frustrado
la finalidad de deuda (y la de la obligación) por ser distinta a la finalidad que existía durante la vigencia del
contrato de cuenta corriente.
Si se está de acuerdo con la decisión, se puede extraer una regla clara concreta, y dado su suficiente nivel de
abstracción, podría aplicarse a casos análogos. Véase que esta regla, si bien es una creación jurisprudencial, de
coincidirse con ella, podría, por su peso argumental, convertirse en una regla general y típica.
IX. Manual o protocolo para analizar la causa-fin en un caso concreto
Para finalizar, y dado que la causa-fin es requisito esencial de los contratos y de los actos jurídicos en
general, creo conveniente ensayar un protocolo de aplicación. Como es un requisito legislado, no sería ocioso
comprobar su existencia aislándola metodológicamente. De no ser posible individualizar a la causa-fin,
describiéndola materialmente, cabría dudar de su existencia. Así como cuando no hay objeto no hay contrato,
tampoco lo habrá si no se visualiza una causa-fin. Recuerdo una vez más (33) el ejemplo expuesto por Carlos
Cossio: "yo voy a New York si tú vas a Jerusalén" (34). La posibilidad de que yo, dice Cossio, exija que tú vayas
a Jerusalén requiere una inteligibilidad en la que no basta (es insuficiente) una mera imputación contractual. Se
requiere algo más que el puro nexo lógico del pensamiento. La posibilidad de hacer que tú vayas a Jerusalén
necesita, no sólo una indispensable imputación contractual sino, además, un elemento que le dé un sentido: una
causa (finalidad). Pues sin causa (finalidad), habría que apelar, en palabras de Cossio, a lo siguiente:
... un formalismo absoluto que no se conoce en la experiencia jurídica y que se resuelve en una vacía
tautología (el contrato es causa; y la causa es contrato), pues evidentemente con esta explicación pretendida
causal, la sucesión de los deberes de viajar a Jerusalén y New York queda tan opaca, tan poco inteligible (...)
que se reduce a repetir el mismo enunciado del planteamiento: sigue sin sentido aparente, pareciendo broma o
un capricho... (35).
El derecho no puede tutelar los caprichos, ni tampoco aquellos en supuestos contratos que no son tales
porque carecen de uno de sus elementos esenciales.
Esta propuesta, con los pasos que propongo, puede ser ante todo un ejercicio pedagógico formativo.
También puede tener una aplicación práctica cuando sea necesario aislar la materialidad de los fines
determinantes de la voluntad (causa fin) para presentar una demanda judicial, o bien se requiera su rechazo; o
que se necesite orientar la realización de alguna prueba que acredite o desacredite el cumplimiento o
incumplimiento de la causa-fin.
Para que un contrato sea tal se debe cumplir con los siguientes pasos:
1) Comprobarse la existencia de una causa-fin. Este primer punto exige una verificación activa y obvia,
pues, si no hay causa-fin, no puede haber acto jurídico ni contrato. Se impone armonizar interpretativamente
este primer paso, con la denominada presunción de existencia de la causa. Porque aunque no esté expresada y
no se sepa cuál es la causa-fin, por una presunción legal se asume que existe (art. 281). Pero aun con la
presunción mediante, vale tener presente qué es la presunción que admite prueba en contra. La prueba de su
inexistencia es claramente una posibilidad, muy a pesar de las dificultades procesales de demostrar hechos
negativos. La utilidad de este primer paso, que puede verificarse en las demandas de cumplimiento e
incumplimiento contractual, también sería útil para obtener un rechazo.
2) Formularse una descripción clara y concreta de la causa-fin. El segundo paso exige realizar una
descripción clara y concreta de cuál es la causa-fin material del contrato en cuestión. Me explico: así como es
posible constatar los nombres de los sujetos contratantes, establecer si actuaron voluntariamente (más allá de las
presunciones), describir el objeto con sus prestaciones, con la misma precisión con que puede detallarse las
mencionadas constataciones, tiene que ser factible realizar una descripción concreta de cuál es la finalidad

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(causa-fin) del contrato. Es posible que exista más de una causa-fin, mejor dicho, lo más habitual es que
convivan varias causas fines. El cumplimiento riguroso de este segundo punto nos permite avanzar al paso
siguiente.
3) Verificación de los requisitos internos (de la causa fin). Ahora corresponde chequear si la descripción de
causa-fin del contrato, vista la descripción material realizada en el segundo paso, tiene la aptitud de cumplir con
sus requisitos internos (cierta, determinada, determinable, lícita, etc.).
4) Comprobar el cumplimiento o la frustración de la finalidad (causa-fin). Una vez comprobada la
existencia, descripción y validez interna de sus requisitos (pasos 1 a 3), se impone por último comprobar si hay
un cumplimiento de la causa-fin contratada, o si existe, en cambio, una frustración. Aquí utilizo una idea amplia
de frustración del fin, aplicable a cualquier contrato, a los contratos fraudulentos y también a los conexos. Cada
vez que se modifica, cambia o desaparece la causa-fin, existe una frustración genérica.
(*) El título de este artículo replica el de un trabajo de Rubén S. Stiglitz. Agradezco, como corresponde, al
distinguido autor por haber servido de guía al resumir en ese título, en pocas palabras, lo nuevo del cambio.
(1) STIGLITZ, Rubén S. Un nuevo orden contractual en el Código Civil y Comercial de la Nación; La Ley,
2014 E, pág. 1332
(2) ESBORRAZ, David F., "Los contratos celebrados por adhesión a cláusulas generales predispuestas en el
Proyecto de Código civil y comercial (algunas reflexiones comparativas con el derecho italiano)", RCyS
2014-VII, p. 15.
(3) PLANITZ, Hans, Principios de derecho privado germánico, trad. Carlos Melón Infante y Alfonso
García Gallo, Bosch, Barcelona 1957, pp. 195 y ss. El autor describe muchísimos ejemplos en los cuales la
forma era la que amarraba a las partes.
(4) ALTERINI, Atilio Aníbal, "¿Hay dos derechos, uno de la normalidad y otro de la emergencia?", Sup.
Esp. "La emergencia y el caso Massa", La Ley, Buenos Aires, febrero de 2007, p. 3: "... De ello se sigue que la
exacerbación de los poderes de la voluntad para contratar y generar obligaciones sin restricción alguna, que fue
afirmada generalizadamente a principios del siglo XX con invocación del prestigioso sustento normativo del
Código Napoleón, habría partido de un equívoco".
(5) Ver nota al art. 943 del Código de Vélez Sarsfield.
(6) MARÍ, Enrique, "Rudolf von Ihering y la interpretación finalista de la ley", en Lecciones y Ensayos,
nos. 67 y 68, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, UBA, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1997, pp. 13-41.
(7) La raíz religiosa no es ajena. El antiguo testamento dice: "Si un hombre hace un voto al SEÑOR, o hace
un juramento para imponerse una obligación, no faltará a su palabra; hará conforme a todo lo que salga de su
boca" (30:2).
(8) Citado por BART, Jean, Histoire du Droit Prive´: de la chute de l'Empire Romain au XIXe`. Sie`cle,
Montchre´tien, Paris, 1998, pp. 436 y ss. Se recuerda que Jean Jacques Régis de Cambacérès proyectó un
código de aforismos que evocan la moral de 297 artículos.
(9) PORTALIS, Jean Etienne Marie, Discurso preliminar al Código Civil francés, Introducción y trad. de I.
Cremades y L. Guitérrez-Masson, Civitas, Madrid, 1997, p. 44.
(10) Ibíd.
(11) MÁRQUEZ, Fernando José y MOISSET DE ESPANÉS, Luis, "Apuntes sobre Jean Domat y la
reparación del daño", Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, disponible en
http://www.acaderc.org.ar/doctrina/artículos/apuntes-sobre-jean-domat-y-la-reparacion-del-dano. Para
comprender la influencia que ejerció el pensamiento iusnaturalista que hacia pie en el espíritu (esprit) de Domat,
ver GUZMÁN BRITO, Alejandro, "La doctrina de Jean Domat sobre la interpretación de las leyes", Revista
Chilena de Derecho, Vol. 31, n° 1, 2004, pp. 39 y ss.
(12) CAPITANT, Henri, De la causa de las obligaciones, 3ª ed., trad. Eugenio Tarragato y Contreras,
Góngora, Madrid, 1927.
(13) Íbid. Prólogo: "El autor nos sintetiza el contenido de su estudio en el prólogo: ¿En qué consiste la
causa? ¿Cuál es su vida desde la perfección del contrato y después hasta la completa ejecución de las
obligaciones que origina? ¿Cuándo puede decirse que una obligación carece de causa o la tiene ilícita o
inmoral? No existe unanimidad entre los intérpretes con relación a estas cuestiones y puede decirse que son
materia completamente opinable a pesar de haber transcurrido más de un siglo desde la publicación del Código
civil. Ni siquiera hay unanimidad sobre el objeto a definir. Unos se refieren a la causa de la obligación, otros a

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la causa del contrato. Las definiciones propuestas son dispares y adolecen de falta de concreción".
(14) OST, François, "Júpiter, Hércules, Hermes: tres modelos de juez", en Academia. Revista sobre
enseñanza del Derecho, año 4, n° 8, 2007, pp. 101-130; publicado originalmente en Doxa, n° 14, trad. Linfanti
Vidal, 1993, pp. 169-194.
(15) VERGARA, Leandro, "Crítica a la teoría de la ponderación alexiana", La Ley D, Buenos Aires, 2013,
p. 1238.
(16) DÍEZ PICAZO, Luis, Fundamentos del Derecho Civil Patrimonial, I. "Introducción Teoría del
Contrato", Civitas, Madrid, 1993, p. 215.
(17) FERRARI, Vincenzo, Funciones del Derecho, Debate, Madrid, 1989, p. 53.
(18) NAVARRETTA, Emanuela, "Las razones de la causa y el problema de los remedios. Evolución
histórica y perspectivas en el derecho europeo", Revista de Derecho Privado, n° 11, Universidad Externado de
Colombia, Bogotá, p. 62.
(19) DE LORENZO, Miguel Federico, "La integración del contrato y la historia de un texto", La Ley
2009-E, Buenos Aires, p. 1343.
(20) CASTIN~EIRA JEREZ, Jorge, "Hacia una nueva configuración de la doctrina rebus sic stantibus: a
propósito de la sentencia del Tribunal Supremo de 30 de junio de 2014"; InDret, Revista para el Análisis del
Derecho, Barcelona, octubre 2014, p. 8, disponible en http://www.indret.com/pdf/1090.pdf.
(21) BETTI, Emilio, Teoría general del negocio jurídico, Comares, Granada, 2000, pp. 151 y ss.
(22) BETTI, Emilio, ob. cit. Vale recordar que el autor estaba en completo desacuerdo con la evolución de
la economía capitalista italiana.
(23) FERRI, Giovanni Battista, El negocio jurídico, trad. Leysser L. León, ARA Editores, Lima, Perú,
2002, p. 361.
(24) Testo e Relazione Ministeriale, Guardasigilli Dino Grandi enviado por el ministerio de Justicia y
Gracia, en la nota 603 dice sobre la causa lo siguiente: "... porque un código fascista inspirado en la exigencia de
la solidaridad no puede ignorar la noción de la causa sin dejar de lado aquello que debe ser el contenido
socialmente útil del contrato (...) lo único perseguido por el contratante es la función económico social que el
derecho reconoce como relevante a sus propósitos y sólo eso justifica la tutela de la autonomía privada".
(25) Art. 281 — Causa: "... el fin inmediato (...) determinante de la voluntad" (de los contratantes).
(26) NAVARETTA, Emanuela, "Causa del contrato", en BRECCIA, Umberto; BRUSCUGLIA, Luciano;
BUSNELLI, Francesco Donato; GIARDINA, Francesca; GIUSTI, Alberto; LOI, Maria Leonarda;
NAVARRETTA, Emanuela; PALADINI, Mauro; POLETTI, Dianora y ZANA, Mario, Diritto privato, Parte
Prima, Utet, Turi´n, 2003, pp. 272-276 y 279-281. trad. Ro´mulo Morales Hervias.
(27) NAVARRETTA, Emanuela, "Causa del contrato", ob. cit. Con relación a la función económica y
social, la autora afirma que "... La expresión sintetiza la idea que el acto de autonomía privada debe superar, a
través de la verificación causal, un fundamento de utilidad económico-social".
(28) Principios europeos de los contratos, conocidos como Principios Lando, porque el presidente de la
comisión era el profesor Ole Lando; Principios Unidroit sobre los contratos comerciales internacionales,
conocidos como Principios Unidroit; Código europeo de los contratos, conocido como Código Gandolfi, por
quien dirigió el grupo de juristas del grupo de Pavia, Giuseppe Gandolfi; Law Comision Act de 1965, presidida
por profesor Harvey McGregor.
(29) GARCÍA CANTERO, Gabriel, Estudios sobre el proyecto de Código europeo de contratos de la
Academia de Pavia, Colección Jurídica General-Estudios, Reus, Madrid, 2010, pp. 89 y 90. A propósito del
proyecto confeccionado por la Academia de jurisconsultos europeos de Pavia (proyecto Gandolfi), el autor
(miembro del proyecto) sostuvo: "... se nos podía imputar a quienes asentimos a la redacción actual del art. 5.3
del proyecto el haber optado por la solución aparentemente más fácil (dado que en este punto los códigos
europeos no eran unánimes, y dado que por otro lado nadie había aclarado autorizadamente las relaciones entre
causa y consideration, se sorteaba el obstáculo eliminando el requisito de la causa, por lo demás sólo mantenido
por los códigos de filiación latina".
(30) INFANTE RUIZ, Francisco J. y OLIVA BLÁZQUEZ, Francisco, "Los contratos ilegales en el derecho
privado europeo", en InDret, Revista para el Análisis del Derecho, Barcelona, julio de 2009, p. 6, disponible en

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http://www.indret.com/pdf/653_es.pdf.
(31) VERGARA, Leandro, "La finalidad en los contratos de fertilización asistida", La Ley 2011-F, Buenos
Aires, p. 47.
(32) "Creditia Fideicomiso Financiero c. C., M. A. s/ejecutivo", 11/3/2014, Cam. Nac. Com., Sala C,
publicado en La Ley Online, Cita online: AR/JUR/14955/2014.
(33) VERGARA, Leandro, "Efectos de la devaluación. Impacto en los contratos. Los criterios para reajustar
o modificar valores nominales", La Ley 2002-E, Buenos Aires, p. 1187.
(34) COSSIO, Carlos, La "causa" y la comprensión en el derecho, Juárez Editor, Buenos Aires, 4ª ed.,
1969, p. 38.
(35) Ibíd., pp. 42 y 43.

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