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La desmitificación del ideal femenino materno a partir del


alumbramiento en La maldición de Eva (Tragedia en siete actos) de Liliana
Blum

Hablar sobre el ideal femenino es remontarse a una tradición antiquísima y abundante, que,

además, varía conforme épocas y culturas. Debido a la vastedad de información al respecto,

en este apartado me enfocaré en un aspecto esencial que, en mi opinión, es una de las bases

para esta figura: la maternidad.

En este trabajo me interesa revisar el cuento de La maldición de Eva (Tragedia en

siete actos), de Liliana Blum como como una propuesta que contribuye a la desmitificación

de la maternidad, a partir de mecanismos literarios que se corresponden con las exigencias

de Raquel Osborne plantea en su texto La construcción sexual de la realidad.

El ideal femenino: la madre

Si hacemos una revisión de las mujeres en la historia literaria y mítica, la primera figura

que surge es Penélope, la esposa de Ulises, que sin haber realizado grandes proezas —

además de esperar el regreso de su marido durante veinte años y tejer y destejer una tela

durante tres—, su influencia ha logrado permear hasta nuestros días. Su trascendencia no es

ningún misterio: ella es un modelo de cierto tipo de comportamiento ampliamente rescatado

por la literatura (Rodríguez Blanco, 2004)

En contraposición de su prima Clitemestra —la adúltera mitológica— y su otra

prima, Helena —la femme fatale primigenia—, Penélope se situará como la esposa fiel y

prudente (Rodríguez Blanco, 2004). No sólo aguardará el regreso de Ulises, sino que
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también cuidará del patrimonio familiar, de la soberanía y de su hijo, aún imberbe. Así,

Penélope se configura como la esposa y madre ejemplar, tal y como Agamenón se lo dirá a

Ulises el en el mundo de los muertos —“¡qué noble era la prudencia de la intachable

Penélope… jamás se perderá la gloriosa fama de su virtud!”—o como el mismo Homero

expondrá en su índice de nombres: esposa castísima de Ulises y madre de Telémaco. No

hay más elogios para ella.

Esta imagen de esposa fiel y madre ejemplar poco se erosionará con el paso de los

años. Se enraizará en la concepción social de lo que significa ser mujer, porque, si hay que

dejar algo claro aquí, es que esta cuestión es una mera construcción social. Así lo indica

Simone de Beauvoir (1981) cuando, en su célebre El segundo sexo, nos dice que el destino

tradicional que la sociedad le ha impuesto a la mujer es el matrimonio, pues esa es su

justificación para su inserción en la sociedad.

Sin embargo, en el matrimonio, continúa de Beauvoir, la mujer es un ser incompleto

—según la sociedad —que sólo vendrá a completarse con el nacimiento de un hijo, aquel

que se convertirá en su alegría y justificación, pues es a partir de este que la institución del

matrimonio finalmente cobra sentido y, aún más importante, llega el pleno cumplimiento de

su destino fisiológico —que ella llama, irónicamente, “la suprema etapa del desarrollo de la

mujer”—: la maternidad.

La maternidad pareciera ser la vocación natural de la mujer, si tomamos en cuenta

que toda su fisionomía, con sus funciones, se encuentra orientada al único propósito de

perpetuar la especie de (Beauvoir, 1981). No obstante, aquí es necesario hacer hincapié en

el peso histórico que existe detrás de la figura de la madre, empezando con que esta imagen
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no puede ser explicada desde un solo enfoque. Revisar lo que significa la maternidad es un

trabajo interdisciplinario que requeriría de más información aparte de la que la psicología y

la biología pudiere brindarlos. En esta explicación deberían converger razonamientos desde

lo social, lo histórico, lo económico, lo social, etc.

Me limitaré, para efectos de este trabajo, a revisar brevemente las implicaciones

históricas, económicas y sociales.

Según nos indica Ester Martínez (1994), el concepto de familia, tal y como lo

entendemos, es un producto de la modernidad del mundo occidental, cuyos orígenes

podemos encontrarlos en el nacimiento de la burguesía entre los siglos XVII y XVII, clase

social cuyo eje familiar no puede completarse sin la presencia de mujeres y niños. Gracias

al avance de los anticonceptivos y pasada la euforia del baby boom, la estructura familiar se

trata de conservación y no de excesiva procreación. Es entonces que la esposa-madre

adquiere el rol central de preservar la estabilidad del núcleo familiar.

En México, el concepto de familia es importante y complejo. Ha sufrido grandes

transformaciones como respuesta a los cambios sociopolíticos e históricos en el país; entre

ellos es el paso de la mujer de la fuerza de trabajo en el campo, durante los tiempos de la

Revolución, al cuidado de la casa, tras la ola de industrialización que sacudió al país de

1910 a 1930 (Gutiérrez Capulín, Díaz Otero y Román Reyes, 2016).

A la madre se le ha otorgado la ocupación específica del cuidado de los niños, lo

que contribuye a la idea de que las mujeres han nacido para esta única tarea. Además de

sustentarse en las capacidades específicas para la reproducción —el embarazo, el parto y la

lactancia —, socialmente se le ha adjudicado a la maternidad una supuesta gratificación.


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Esta imagen de la madre abnegada, sumisa, tímida, dulce y asexuada se ha visto

repetida innumerables veces gracias a las pautas sociales del patriarcado. En México,

especialmente, dice Espinoza-Vera (2015), se puede observar en el cine de oro mexicano a

este binomio casi infalible: el padre severo versus la madre angelical. Asimismo, la buena

madre y su contraparte, la prostituta, provienen de una línea indirecta de personajes de

religión católica —de suma importancia en las sociedades latinoamericanas —: la Virgen

María y María Magdalena, de donde se desprende la repetición de estas características ya

enunciadas.

La desmitificación en el parto

Considero que la información presentada en el apartado anterior es suficiente para que se

llegue la conclusión de que, efectivamente, la madre, la maternidad, forma parte de todo

un conjunto de suposiciones colectivas que han terminado por forma todo un mito en torno

a una de estas facetas del ideal femenino.

Raquel Osborne (1993) califica de mecanismo de opresión esta idealización

materna, en tanto que esta concepción plantea una suerte de determinismo para la mujer,

por lo que exige a la literatura feminista un planteamiento del fenómeno completo y no sólo

una parte romantizada del mismo. La maternidad, con todas las características que la

sociedad le ha impuesto, se vuelve casi obligada cuando alguien dice “no me quiero perder

la experiencia”, como si ser madre fuese alguna recreación. Osborne (1993) insiste que

ensalzar únicamente las alegrías de la maternidad es el mismo mecanismo de distorsión de

la realidad que utiliza la publicidad de belleza: se vuelve frustrante por inalcanzable.


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La maldición de Eva (Tragedia en siete actos) de Liliana Blm describe en siete

partes el proceso (o trance, para ser más exactos) del parto, donde hallamos el odio a

su marido, los sentimientos encontrados, el caos del hospital, el dolor terrible, la

rabia de todo lo que está a punto de perder y el resentimiento a su madre.

Decidí ocupar el momento de dar a luz por sus implicaciones en el mito de la

maternidad. Dejando a un lado toda la simbología que representa en las artes, como apunta

Marie Langer (1994), este es un proceso biológico de gran carga psicológica que inaugura

todo un nuevo estado, tanto social como personal y hasta divino.

La Maldición de Eva inicia con un tono hilarante. La narradora refiere brevemente

el odio “más profundo y sincero jamás experimentado en su vida” (p. 47) que la

protagonista innombrada tiene en torno a su marido, el causante de ese calvario y que se

encuentra ausente hasta unos minutos antes de que empiece a pujar. Como ya nos advertían

la mayoría de las autoras citadas aquí, socialmente, el cuidado de los niños queda relegado

a la madre, y, como tal, Joaquincito, apenas y hará acto de presencia, pues más adelante,

cuando la narradora vuelva en sí después de que el efecto de la anestesia haya pasado, su

suegra le anunciará que su marido se ha ido a casa porque estaba exhausto después de

tantas horas de parto.

Esta idea del cuidado de los niños queda reforzada cuando la madre de la

protagonista le dirá, intentando consolarla, que el destino de la mujer casada es tener hijos,

lo que, a su vez, se compagina con lo que Simone de Beavoiur, citada en la primera página,

dice acerca de la finalidad de la institución del matrimonio.


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La situación es incómoda. Nos queda muy claro cuando la narradora nos cuenta el

tedio de la enfermera al picarle los brazos, el cinismo del médico al replicarle: “ah, pero la

última vez que abriste las piernas no te estabas quejando” (p. 48) y la congregación de

personas que se reúnen para observar su entrepierna —momento en que ya ha perdido el

pudor y las fuerzas.

Ella tiene una pesadilla. Aunque nunca había gozado de una gran silueta, la

protagonista se lamenta por haber aumentado veinte kilos por efecto de los antojos.

Cuando, en el sueño, regresa a su casa para zamparse un pastel de chocolate, se siente

derrotada y deprimida porque ya nunca más será la que fue y tampoco descubrirá la que

pudo ser; de pronto, reconoce las náuseas que acompañan a su atracón y llora

desconsoladamente en el regazo de su madre con la prueba de orina en la mano.

En el penúltimo fragmento, la narradora nos dice: “Quisiera decirle a alguien que

está triste hasta el infinito, y que esto la hace cargarse de culpa… Sin embargo, no tiene

ganas de ver a la niña… Alguien entra con un arreglo de flores y ella debe sonreír.” (p. 51).

Aquí regresamos nuevamente a esta idea que Osborne (1993) nos decía acerca de todas

estas madres que experimentan un sentimiento de culpa por no encontrarse tan bien con el

ideal que durante siglos se ha descrito.

Hay un atisbo del futuro incierto cuando la protagonista, en la intermitencia de la

consciencia, se ve a sí misma en una poderosa imagen: ella despierta, y su compañero, el

que juró apoyarla en las buenas y en las malas, está plácidamente dormido. A ella no le

quedará más que resignarse a perder el sueño esa noche —y todas las que siguen durante la

próxima década— y a que nunca volverá a su figura prematernal:


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Su realización plena como mujer la convertirá en prisionera de su progenie;


cualquier necesidad será aplastada por los deseos de los hijos y el marido (...);
las arduas e interminables labores del hogar nunca se verán colmadas por un
“gracias” o una mano ayudadora y las ambiciones profesionales le resultarán
conceptos tan desconocidos y fantasiosos como un viaje a Marte. (p. 53)

La idea anterior concuerda perfectamente con lo que Ester Martínez (1992) nos dice

al respecto: la mujer está subordinada a la imposibilidad de tener un poder más allá de la

vida doméstica debido a la postergación que le exige el nuevo rol familiar que se le impone.

Dair Gillespie, citado en Osborne (1993), concuerda con la idea cuando asegura que el

único acceso al poder que la mujer tiene es a través de una educación superior a la del

marido, su ingreso al campo laboral o su participación en organizaciones, lugares que,

tradicionalmente, están estructuralmente bloqueados.

Es como si, aparentemente, no hubiese otro camino. Raquel Osborne, a propósito de

esto, nos pone el ejemplo de un grupo de mujeres que optó no reproducirse biológicamente,

en cuyas entrevistas dicen sentirse “un estereotipo negativo… incluyendo rasgos

desfavorables como los de ser anormal, egoísta, inmoral, irresponsable, inmadura, no feliz,

no realizada y no femenina” (1993, p. 141). Osborne (1993) recupera también la anécdota

que contaba Simone de Beauvoir en relación a la cantidad de personas que le preguntaba si

no pensaba procrear o, tiempo después, si no echaba de menos ser madre, cosas que jamás

oyó que le fueran preguntadas a Sartre, aparentemente en la misma situación. La

maternidad pareciera darse como un hecho inherente a la mujer.

Sin embargo, resulta interesante el cierre de este breve cuento cuando la narradora

nos dice que: “no puede adivinar el futuro que se avecina trágico, discreto, como un

maremoto. Ahora la sorprende una lágrima de emoción cuando su bebé la mira a los ojos…
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ella se da cuenta de que en ese instante nada más importa” (p. 54). Un final agridulce. No

se ha negado la posibilidad de que todo lo imaginado suceda, casi al pie de la letra; en

realidad, si sucede, no importa, siempre y cuando ella tenga a su niña. No se niega que

exista una gratificación en la maternidad. El problema es la cárcel que la cultura y sociedad

ha generado, que, tal vez, herede su hija: la niña que desde ese instante, desde la más tierna

infancia, se presentará identificada ya con la maternidad, la coquetería y la pasividad, no

porque así esté determinado, sino porque hay una diferenciación sexual que se establece

siempre (de Beauvoir, 1981), como quedó claro con el posicionamiento de la madre

respecto al destino de su hija y de la suegra, justificando el cansancio del marido.

La emoción que la recorre no impide el cumplimiento de la desmitificación. Nos ha

presentado la dificultad del parto y nos atisba lo que sobreviene en ese “futuro que se

avecina trágico”. Es injusto, es opresivo, es limitante, ella quizás lo sabe, pero aprenderá a

sobrevivir porque ahora alguien la mira a los ojos y le enreda la mano tan diminuta que

apenas y envuelve uno de sus dedos.

Bibliografía

Blum, L. (2007). La maldición de Eva (tragedia en siete actos). En Beatriz Espejo y Ethel
Kolteniuk Krauze (comp), Atrapadas en la madre (pp. 47-55). México: Alfaguara.

De Beauvoir, S. (1981). El segundo sexo. Buenos Aires: Siglo XX.

Espinoza-Vera, M. (2015). Representaciones subversivas de la maternidad en la obra de


escritoras y cineastas latinoamericanas. Razón y palabra. XI (89), pp. 146-154.

Langer, M. (1994). Maternidad y sexo. México: Paidós.


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Gutiérrez Capulín, R. & Díaz Otero, K. & Román Reyes, R. (2016). El concepto de familia
en México: una revisión desde la mirada antropológica y demográfica. Ciencia Ergo
Sum. XXIII (3), pp. 35-56.

Martínez, E. (2004). Hacia una crítica de la maternidad como eje de construcción de la


subjetividad femenina en psicoanálisis. En Ana María Fernández, Las mujeres en la
imaginación colectiva: una historia de dominación y resistencias (pp.121-144).
Argentina: Paidós.

Osborne, R (1993). La construcción sexual de la realidad. España: Ediciones Cátedra.

Rodríguez Blanco, M. (2004). Penélope. El tejido eterno del mito. En Jesús de la Villa,
Mujeres de la antigüedad (pp. 13-38). Madrid: Alianza.

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