Esos ideales son arquetipos, ideas universales que se repiten siempre, sea cual
fuere el tiempo y el espacio, que los aficionados al cine tendemos a dividir
inútilmente por géneros, en un insaciable intento por clasificar algo que en
esencia es lo mismo, el viaje de nuestro protagonista, el viaje épico de nuestras
heroínas y héroes.
¿Y cómo es que las historias se reducen a ese viaje? Pues sencillamente porque
la mitología, que no es otra cosa que el resultado de las narraciones que escriben
las sociedades para explicar su propia existencia, se basan en la mayoría de los
casos en un viaje épico desde el nacimiento hasta la muerte. Da lo mismo
que sea Aquiles, Ulises, Wonder Woman, Buda, Jesucristo o Xena, la princesa
guerrera. Todos estos héroes hacen el mismo viaje.
Sin embargo, no todos tienen por qué viajar necesariamente a los confines del
mundo en busca de experiencias ni tener poderes especiales para afrontar su
destino. La gente común representada en la tele o en el cine, personajes como
el alienado de El Apartamento, el utópico Jocker, o el desesperado vitalista de
Buried, por poner algún ejemplo, hacen el mismo viaje sin apenas moverse de
su hábitat. La diferencia es que el plano de representación cambia a una
dimensión interna, personal, donde la lucha por escribir su leyenda se encuentra
dentro de ellos.
"Un poco exagerado, ¿no?", podrían pensar llegados a este punto. Sin embargo,
existe una respuesta que explica esta teoría defendida por Joseph Campbell a
lo largo de toda una vida dedicada al estudio de la mitología comparada y que
podríamos perfectamente extrapolar a cualquier narración audiovisual. Para
entenderlo mejor, definamos como se construye un relato.
Las historias suelen tener un protagonista que, desde primer momento, nos
muestra su universo para explicarnos, en esencia, cómo vive y quién es él. Pero
al poco tiempo surge un conflicto que le pone en la tesitura de afrontar su destino.
Si se niega a este destino, que al principio lo hará por instinto de supervivencia,
el final de la historia llegará pronto, pero si acepta el reto de luchar contra sus
miedos, deberá enfrentarse contra su antagonista, unas veces descrito como
una persona externa, mala, malísima, y otras halladas en el espejo de su alma,
en el interior de nuestro protagonista. Este gran conflicto, la verdadera esencia
de cualquier relato, lo que los estructuralistas definen como nudo, porque aprieta
y ahoga, nos conducirá a la resolución de una verosímil historia marcada por un
viaje con varios posibles finales. Un final feliz, un final trágico un final amargo, en
boga desde el estreno de La La Land. Piensen en Luke Skywalker, Neo de
Matrix, Beatrix Kiddo de Kill Bill o incluso en Heidi de Homecoming, por poner un
ejemplo más reciente y sin épica trascendental.
Este viaje iniciático, pues todo esto se trata en esencia de un concepto que la
antropología define como el rito de paso, marcará una transformación irreversible
en nuestro protagonista, que no es otra cosa que la representación de nuestro
yo, absorto en ese momento en los veinticuatro fotogramas por segundo que se
proyectan delante de nuestros ojos, enmudeciéndonos como el niño de Cinema
Paradiso, para ayudarnos con la resolución del final a esclarecer algo oculto en
nosotros mismos.