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con Él

Adviento-Navidad
2019
31 meditaciones
con el Evangelio

Juan Luis Caballero


Tomás Trigo (coord.)

PALABRA

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© Juan Luis Caballero, 2019
© Ediciones Palabra, S.A., 2019
Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 – (34) 91 350 77 39
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ISBN: 978-84-9061-934-6

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transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

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ÍNDICE

1 de diciembre. Domingo
2 de diciembre. Lunes
3 de diciembre. Martes. San Francisco Javier
4 de diciembre. Miércoles. San Juan Damasceno
5 de diciembre. Jueves
6 de diciembre. Viernes. San Nicolás
7 de diciembre. Sábado. San Ambrosio
8 de diciembre. Domingo. Inmaculada Concepción de María
9 de diciembre. Lunes. San Juan Diego Cuauhtlatoatzin
10 de diciembre. Martes. Virgen de Loreto / Santa Eulalia de Mérida
11 de diciembre. Miércoles. San Dámaso I
12 de diciembre. Jueves. Nuestra Señora de Guadalupe / Santa Juana Francisca de Chantal
13 de diciembre. Viernes. Santa Lucía
14 de diciembre. Sábado. San Juan de la Cruz
15 de diciembre. Domingo
16 de diciembre. Lunes
17 de diciembre. Martes
18 de diciembre. Miércoles
19 de diciembre. Jueves
20 de diciembre. Viernes
21 de diciembre. Sábado
22 de diciembre. Domingo
23 de diciembre. Lunes. San Juan de Kety (conmemoración)
24 de diciembre. Martes
25 de diciembre. Miércoles. Natividad del Señor
26 de diciembre. Jueves. San Esteban
27 de diciembre. Viernes. San Juan Evangelista
28 de diciembre. Sábado. Santos Inocentes
29 de diciembre. Domingo. Sagrada Familia
30 de diciembre. Lunes
31 de diciembre. Martes

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Santoral de diciembre de 2019

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DOMINGO 1 DE DICIEMBRE
PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO

EVANGELIO
Mateo 24, 37-44

Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes
del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban
esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el
diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos
hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres
estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque
no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que, si supiera el dueño de casa a
qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete
en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos
penséis viene el Hijo del hombre.

s
PARA MEDITAR

1. La vida es camino.
2. Necesidad de permanecer en vela.
3. Abrir el corazón a Cristo.

1. Comenzamos el tiempo de Adviento, que recorreremos, durante casi un mes,


acompañados de un modo particular por el profeta Isaías y por Mateo, ambos «profetas
de esperanza». Se trata de un tiempo en el que las lecturas de la misa nos animan a
profundizar en el sentido de nuestra vocación cristiana y a prepararnos para acoger al
Salvador que viene, al Maestro, al Pastor que nos guiará a la tierra prometida. Así, en
Adviento se habla de un caminar interior y exterior, del corazón y en las obras, que tiene
dos dimensiones: la de preparación para la llegada del Mesías; la del caminar, como un
Pueblo que es familia de Dios, como peregrinos que viven su éxodo en el día a día, hacia

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un lugar de paz y descanso, en el que por fin se haga plenamente realidad la vocación a
la que hemos sido llamados: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del
Señor! (...) Desead la paz a Jerusalén: Vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de
tus muros, seguridad en tus palacios» (Sal 122, 1-2.4-5.6-7.8-9).
La vida cristiana es un constante caminar. Hay una meta, que es la que da sentido.
Una fe y una esperanza que dan luz y fuerzas para el camino, en la salud y en la
enfermedad, con alegría. En el Antiguo Testamento se hablaba de unas promesas. Y, ya
desde el principio, la palabra «vida» lo llena todo. Dios ha dado vida a todo lo que
existe, aunque la vida que ha prometido al hombre es, desde todo punto de vista,
completamente singular. Pero el hombre, creado a imagen y semejanza de su Creador,
debe abrir libremente su corazón a ese don que se le ofrece. Y esa apertura es una
decisión interior que es, al mismo tiempo, un caminar. Nuestra historia, sin embargo,
está marcada por la presencia de unos obstáculos que hay que vencer: es también la
misteriosa historia del posible rechazo de los dones de Dios. Pero Cristo viene a
ayudarnos a vencer esos obstáculos que, sin Él, no podríamos superar. Con Cristo, la
meta a la que hemos sido llamados, en cierto modo, «se acerca al caminante», pero no
llega del todo: el camino sigue, aunque, si uno abre su corazón al que viene, se habrá
hecho ya realidad en parte la promesa. Porque el Espíritu transformador, plenificador,
santificador, ya habitará en nuestros corazones (Rm 5, 5), impulsándonos desde dentro a
realizar las obras del Espíritu y dándonos las fuerzas para hacerlo.

2. El evangelio de la misa de hoy nos recuerda que nuestro caminar terreno llegará,
en un momento que no podemos determinar, a un desenlace decisivo. No está en esta
tierra nuestra morada permanente (Hb 13, 14). Aspiramos a una paz que este mundo no
puede dar, a una vida que no se trunque, a un pozo que no se agote. Pero podemos vivir
aquí sin dar a nuestra existencia ese sentido de «camino hacia», podemos vivir de
manera despreocupada. Esto le puede ocurrir a quienes no tienen fe, pero también a los
que la tienen, o creen tenerla. Como pensando: «aún queda para el final, no es aún
tiempo de preocuparse» (Lc 12, 19). Pero cada instante de nuestra vida es, al mismo
tiempo, «principio», «camino» y «final». Y considerar esto puede ayudarnos mucho a
caminar sabiamente, esto es, guiados por el Espíritu que mora en nuestros corazones, y
que nos recuerda una y otra vez quiénes somos y a dónde vamos. Es «principio», porque
cada instante de nuestra vida es llamada de Dios a comenzar a amar: toda nuestra vida es
vocación. Es «camino», porque una fe en la que no hay obras no es verdadera fe (St 2,
17). Es «final», porque, en cualquier momento, puede llamarnos Dios para acogernos en
su gloria y recibir lo que haya en nuestro corazón (Lc 17, 20). Es de sabios vivir de cara
a esta maravillosa realidad.
En la segunda lectura de la misa, san Pablo exhorta a los romanos a que mediten
sobre el momento en el que viven y a que despierten del sueño (Rm 13, 11-14a). No

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estamos en este mundo ni disfrutando despreocupados de unas vacaciones ni aguantando
el tirón de unas exigencias diarias sin sentido. Nuestro caminar tiene un sentido. Pero
hemos de pertrecharnos con las armas de la luz, porque ese caminar tiene carácter de
combate, de conquista: como hace el agricultor para preparar y cuidar de su cosecha;
como hace el navegante que quiere llegar a puerto; como hace el atleta que quiere
competir con ciertas garantías (2 Tm 2, 5-6). Hemos de estar en vela, aprovechando el
tiempo que se nos da para enmendarnos. Hemos de revestirnos de Jesucristo: esto es,
dejar que viva en nuestros corazones para poder tener sus mismos sentimientos (Flp 2,
5), para que sea nuestro inspirador en cada circunstancia de la vida.

3. Comenzamos un tiempo de esperanza porque en este tiempo nos preparamos para


comprender, de una forma renovada, que Dios nos ofrece algo maravilloso que Él mismo
nos va a ayudar a acoger. No nos abandona. Nos acompaña en todo lugar, en todo
momento: «Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas (...). Casa de
Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor» (Is 2, 1-5). Porque es «Dios con nosotros».
Y, del mismo modo que el Pueblo de Israel, en tiempos de Isaías, se estaba olvidando
de Dios y, por eso, Dios mismo le envió al profeta para recordarle cuál era su vocación y
pedirle que cambiase de rumbo para no ir a la perdición, la voz de ese mismo profeta,
que es la voz de Dios, nos habla ahora a nosotros, y nos exhorta a abrir nuestro corazón,
a preparar nuestra morada, para poder acoger al que nos acompañará hacia la meta.
Decía el gran papa san Juan Pablo II: «Abrid vuestras puertas a Cristo. No tengáis
miedo». Cristo mismo es camino y meta. Pues en él vemos y se realiza nuestra vocación
a ser hijos de Dios. Y la forma que tiene Jesús de salvarnos es, en cada momento,
inspirándonos a rechazar las obras que nos acercan a la muerte y a acoger y realizar las
que nos llevan por las sendas de la vida».

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LUNES 2 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 8, 5-11

Al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: «Señor, tengo en


casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho». Le contestó: «Voy yo a
curarlo». Pero el centurión le replicó: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo.
Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo
disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: “Ve”, y va; al otro: “Ven”, y
viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los
que lo seguían: «En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os
digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y
Jacob en el reino de los cielos».

s
PARA MEDITAR

1. El cristiano es testigo de Dios en el mundo.


2. Sea nuestra fe sincera, no fingida.
3. Hacia la transformación del corazón.

1. Una de las formas que tiene nuestro Señor de despertar la fe adormecida de Israel
es mostrarle la fe humilde de personas que no pertenecen al Pueblo elegido. Nuestros
primeros padres abrieron, en este mundo, la puerta a la muerte, porque no confiaron en
Dios, fuente amorosa de la vida y, sin embargo, escucharon al príncipe de la mentira. La
soberbia ya empieza a instalarse en el corazón del hombre, alentada por el príncipe de la
mentira, que piensa sacar de ella un buen partido. Israel ha sido formado sobre el pilar de
una fe paradigmática, la de Abrahán, pues a ese Pueblo se le iba a encomendar la misión
de dar testimonio de fe viva y fuente de vida ante los demás pueblos, de mostrar a todos
el verdadero rostro del Padre, de proclamar a los cuatro vientos a lo que Dios nos llama:
a la santidad (1 Ts 4, 3). De ese Pueblo de fe saldrá el Mesías, el Salvador, que, con su

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entrega amorosa, obediente y confiada, revelará de una forma plena a Dios Amor, y nos
abrirá de nuevo las puertas de la tierra prometida.
Pero el Pueblo de Israel, que ha recibido tantos dones, tantos cuidados, es un hijo
desamorado: «Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí. El buey
conoce a su amo, y el asno, el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no
comprende» (Is 1, 2-3; cfr. 5, 1-4). Siempre habrá algunas personas que manifiesten
públicamente su falta de fe, su misterioso rechazo al amor divino. Pero casi más
doloroso que eso es una fe fingida: la del que dice una cosa, pero hace otra; la del que
condena a otros, pero hace a escondidas lo que condena; la del que presume de unas
prácticas estériles, pero no ama al prójimo. Este corazón doble queda descrito por el
profeta Isaías, en la primera lectura de la misa de hoy, como una Jerusalén que debe ser
limpiada de sangre y cuyos habitantes deben ser lavados de su suciedad (Is 4, 2-6). Dios
es capaz de purificarnos, si se lo pedimos y le dejamos, es capaz de hacer de Sion una
digna morada en la que habitan con Él los santos. Esa es la tierra prometida a la que
todos hemos sido invitados.

2. Si falta la fe, falla la esperanza; sin fe ni esperanza, falta el amor. Ama el que
espera; espera el que cree. San Pablo describe así una vida cristiana sana: «sin cesar
recordamos ante Dios la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza
de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor» (1 Ts 1, 3). La fe, al mismo tiempo, se
avalora en la prueba. Los acontecimientos del día a día, el dolor, las contrariedades, lo
inesperado, no solo ponen a prueba nuestra fe, sino que nos la revelan y afianzan.
Conocer lo que hay de verdad en nuestro corazón es condición necesaria para poder
crecer y madurar. San Pablo habla muy a menudo de esto: la fe es el pilar sobre el que se
construye todo el edificio de la vida cristiana, de la santidad; es la tierra fértil en la que
se enraíza y sobre la que crece toda la planta. Una persona sin fe es como un edificio
construido sobre arena (Mt 7, 26-27). Por eso, Jesús necesita, en primer lugar, hacer ver
a Israel su falta de fe, su fe fingida. Es necesario conocer y admitir la herida para poder
ser curados, para poder ser salvados. Ahora, en Adviento, eso mismo es lo que Jesús
quiere que nosotros hagamos.
Dios dio al Pueblo de Israel una Ley, unos preceptos básicos, para revelar con
claridad a los endurecidos el camino del amor ya inscrito en los corazones. Sobre esa
Ley, Moisés legisló y juzgó al Pueblo. Pero cumplir aquella Ley no daba la vida. San
Pablo se esforzará en explicar que una Ley externa se puede «cumplir» sin tener fe, y
que lo que transforma es la fe. Por eso distingue entre «obras de la Ley», las hechas por
pura prescripción, y «obras de la fe», esto es, las obras de amor nacidas de una sincera fe
operativa. Si las obras de la Ley se hacen con fe, abren el corazón a Cristo. Si no se
hacen con fe, se convierten en mera manifestación de orgullo humano. De ahí que la
clave esté siempre en el corazón, que es de donde salen las obras malas y las obras

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buenas (Mt 15, 19). Los Padres de la Iglesia decían que los patriarcas no necesitaron de
una Ley por su cercanía interior con Dios. La Ley debió promulgarse cuando, en Egipto,
en tiempo próspero, el Pueblo se olvidó de Dios y se olvidó de quién era él mismo.

3. De la actitud del centurión podemos aprender mucho. Se acerca a Jesús confiando


en su poder sobre la muerte. Se acerca a él, además, movido por la compasión por una
persona necesitada, rogándole por el otro. Se le acerca con respeto: sabe que un judío no
puede entrar bajo el techo de un pagano y confía en su poder para curar sin tener que ir a
su casa. Se acerca, sobre todo, revestido de una profunda humildad. La respuesta de
Jesús es inmediata, pero se convierte también en enseñanza abierta: que nadie se sienta
seguro de la salvación por haber sido objeto de tantos dones y beneficios. Dios llama a
todos: las promesas han sido hechas a todos a través de Israel, pero no todos los
miembros del Pueblo de Israel recibirán lo prometido. Recibe la herencia el hijo
legítimo. Y esa filiación no la da la sangre, sino la fe: «no todo el que dice “Señor,
Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está
en los cielos» (Mt 7, 21).
Esas promesas son expresadas de una forma preciosa por el profeta Jeremías al
hablar de un día en el que, en nuestros corazones, transformados por completo, solo haya
ya sitio para el amor: «Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días —
oráculo del Señor—: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo:
“Conoced al Señor”, pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor» (Jr 31,
33-34).

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MARTES 3 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 10, 21-24

En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre;
ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Y,
volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que
vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros
veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».

s
PARA MEDITAR

1. El misterio escondido desde los siglos.


2. La humildad, principio de la sabiduría.
3. Querer ver y oír a Cristo.

1. Resulta impresionante y conmovedor presenciar, aunque sea tanto tiempo después


y por escrito, la oración exultante de Nuestro Señor. Lo que Él sabe le llena de inmensa
alegría. ¿Y cuáles son las «cosas» a las que se refiere Jesús en el evangelio de la misa de
hoy?, ¿en qué «cosas» estaba pensando? No es difícil imaginarlo. San Pablo habla de un
misterio escondido desde los siglos que ahora ha sido revelado en el Hijo. El mismo
apóstol dice que ha sido arrebatado al tercer cielo y que ha oído palabras inefables que
no es capaz de repetir (2 Co 12, 2-4). Ese misterio es el plan de Dios, que es un
desbordarse de su inmenso amor hacia afuera, y que nosotros somos solo capaces de
comprender en parte, como criaturas suyas que somos. Solo en el cielo, cuando dejemos
de ver como en un espejo, el amor y la sabiduría de Dios se nos harán plenamente
patentes, al menos en la medida en que podamos abarcarlas.

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Una de esas cosas escondidas es la identidad del Hijo. Y, por tanto, la identidad de
los llamados a ser hijos en el Hijo: nuestra propia identidad. De su magnitud solo
intuimos ahora una parte, y para comprenderla del todo deberemos esperar a que se
manifieste plenamente lo que estamos llamados a ser (Rm 8, 19). La primera lectura de la
misa de hoy habla del Hijo de una forma preciosa (Is 11, 1-10): del tronco de Jesé
surgirá un vástago en el que se posará el espíritu del Señor, fuente de dones: prudencia,
sabiduría, consejo, valentía, ciencia, temor de Dios; será juez sabio, justo y recto; no
dejará sin castigo al malvado. Gracias a él, en la creación entera reinará la paz y la
armonía, pues hará que todo el país esté lleno de la ciencia del Señor, como las aguas
colman el mar. Esta última imagen es tremendamente elocuente: el mar no es un cuenco
lleno de agua, sino que es agua. Así, el espíritu de Dios, que es agua viva, esto es, fuente
de vida, empapará y vivificará todo, hará todo nuevo (Ap 21, 5), tal y como Dios lo había
pensado desde los siglos. Así canta el salmo de hoy esas bendiciones: «Dios mío, confía
tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus
humildes con rectitud (...). Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía
protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres (...).
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol; él sea la bendición de todos los
pueblos» (Sal 72, 1-2.7-8.12-13.17).

2. Dice Jesús que el Padre ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos. Sobre
sabiduría engañosa habla san Pablo a los de Corinto, retomando la rica tradición
sapiencial del Antiguo Testamento. Libros como Job y Eclesiastés ya habían hablado de
los límites de la «sabiduría humana»; libros como Eclesiástico y Sabiduría habían
elevado vuelos, y habían relacionado sabiduría y ley de Dios. Sabio no es, sin más, el
que tiene muchos conocimientos técnicos o el que ha acumulado mucha experiencia,
sino, en último término, el que es capaz de penetrar en el sentido profundo de las cosas,
el que es capaz de integrar los sucesos en el conjunto del plan divino de salvación,
aunque no comprenda todo. Y puerta para esa sabiduría es la humildad. En el Antiguo
Testamento ya se había dicho que el inicio de la sabiduría es el temor de Dios. Y este
temor es humildad: es la actitud del que reconoce su condición de criatura y mira a Dios
como a su creador, como a su Padre amoroso, y no le juzga, sino que le reverencia, como
fuente de todo lo que existe, como sabio gobernante, y se abandona confiado en sus
brazos y en sus planes.
En los más pequeños esto es así. A menudo no comprenden las cosas. Y ellos saben
que no saben, saben que no pueden. Pero se fían de sus padres, del amor de sus padres,
del poder de sus padres, de la sabiduría de sus padres, de la corrección amorosa que
reciben de sus padres. Un padre que ama y que obra con sabiduría es, para su hijo,
auténtico «profeta» de Dios Padre. Cuando unos padres obran así, al niño le cuadra lo
que tiene ya inscrito en su corazón con lo que experimenta. Y así puede crecer en

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conocimiento de Dios y de sí mismo, e ir profundizando en el sentido vocacional de su
existencia: ser creados para ser amados y para amar. Así, el humilde ya ha comenzado a
ser sabio, porque tiene el corazón abierto, y esa es una gran sabiduría. Dios quiere
revelarse a todos, pero no todos acogen su revelación, cumpliéndose una y otra vez las
palabras de Isaías: «Por más que escuchéis, no entenderéis, por más que miréis, no
comprenderéis» (Is 6, 9). Dios solo puede revelarse al que escucha con el corazón. Y la
humildad es escucha.

3. Hoy se celebra en algunos lugares de un modo solemne la festividad de San


Francisco Javier. Muchos lugares del mundo se han beneficiado de la intimidad que tuvo
con Dios, de su comprensión del misterio de Dios, del amor encendido e impaciente de
su corazón: tenemos poco tiempo, ¡y son aún tantos los que no han oído hablar de Dios!
Este santo quiso realmente ver y oír a Dios. Dice Jesús que muchos reyes y profetas
también lo quisieron. Pero podríamos preguntarnos: ¿cuántos lo quisieron realmente?,
¿cuántos buscaron a Dios con corazón humilde? Y esto también podríamos
preguntárnoslo hoy nosotros. En todo caso, los de buen corazón debieron conformarse
con anhelar una manifestación de Dios que vendría más adelante. ¡Aunque quién sabe
qué se les habrá revelado!, ¡qué fuego de amor habrán experimentado en sus corazones!
Jesús anima a los que le siguen a que abran sus corazones para poder darse cuenta
realmente de lo que están viendo y oyendo. No lo conseguirán sin la ayuda del Espíritu
Santo. Pero la buena disposición, la humildad, es ya sabiduría, es ya conocimiento.

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MIÉRCOLES 4 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 15, 29-37

Desde allí Jesús se dirigió al mar de Galilea, subió al monte y se sentó en él. Acudió
a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los
ponía a sus pies y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a
los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y daban gloria al Dios de Israel.
Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque llevan
ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea
que desfallezcan en el camino». Los discípulos le dijeron: «¿De dónde vamos a sacar en
un despoblado panes suficientes para sanar a tanta gente?». Jesús les dijo: «¿Cuántos
panes tenéis?». Ellos contestaron: «Siete y algunos peces». Él mandó a la gente que se
sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los
partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta
saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos.

s
PARA MEDITAR

1. Jesús es nuestra esperanza.


2. No solo de pan vive el hombre.
3. Jesús es el Buen Pastor.

1. La imagen de Jesús en el monte dice mucho. Los montes son lugares


especialmente relacionados con la divinidad, también de una forma simbólica: en ellos,
Dios se manifiesta; desde ellos, Dios legisla; en ellos, se construyen templos y
santuarios; a ellos se sube para orar; en ellos hay más silencio; desde ellos se contempla
el horizonte con más facilidad; a ellos se ha de subir con esfuerzo; en ellos sopla el
viento más limpio y con más fuerza. Jesús sube al monte y toma asiento, como un rey
que va a gobernar, como un juez que va a hacer justicia, como un profeta que va a
instruir. Pero la justicia de Jesús es misericordia: a él acuden todos los necesitados y él

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los cura. Jesús está haciendo realidad lo que había profetizado Isaías, y que nos recuerda
la primera lectura de la misa (Is 25, 6-10a): ahora, en el monte, es Jesús quien ha
preparado un festín de manjares suculentos, quien ha arrancado el velo que cubre a todos
los pueblos, quien ha aniquilado la muerte para siempre, quien ha enjugado las lágrimas
de todos los rostros y ha alejado el oprobio del pueblo.
Fácilmente nos imaginamos a esa fila de gente enferma. Cada una de sus dolencias
habla de una carencia física, pero también de una carencia espiritual. Dios ha creado al
hombre para que viva, pero desgraciadamente experimenta enfermedades de todo tipo.
Algunas de ellas son visibles y dolorosas. Otras producen tristeza, quizá al ver de cerca a
personas sanas, capaces de bailar, de ver bien, de poder expresarse. Todas estas
enfermedades son marcas de una muerte a la que el hombre nunca podrá vencer del todo,
por mucho que se lo proponga. Pero también hay enfermedades y carencias que no se
ven: soberbia, orgullo, envidia, avaricia, desagradecimiento, y tantas otras, que también
son muerte, y a las que tampoco podemos derrotar sin una ayuda especial. Con el
tiempo, muchos han perdido la esperanza de curación: pero Jesús despierta la
admiración, enciende de nuevo esa luz apagada, porque él sí tiene poder sobre la muerte,
porque él sí puede perdonar sanando de verdad los corazones. Y al curar a aquellas
personas, nos cura también a nosotros, encendiendo nuestra esperanza, animándonos a
reconocer nuestras carencias y a acercarnos a él en busca de una sanación que solo él
puede procurarnos.

2. Jesús ha venido a traernos esperanza, salud y vida. Al mismo tiempo, nos instruye
con sus palabras y sus obras. Él es el buen pastor que guía a los buenos pastos, que va en
busca de las ovejas descarriadas, que sana a las heridas (Jn 10, 9.11). Él nos dice que las
heridas más peligrosas son las que nos impiden hacer realidad nuestra vocación, alcanzar
la vida eterna. En el Reino de los Cielos puede entrar un cojo, pero no puede entrar
alguien que mantenga odio en su corazón. Jesús nos muestra lo que estamos llamados a
ser y nos posibilita serlo. Jesús ha venido a traernos el alimento que necesitamos para
poder llegar a la meta, para poder hacer realidad nuestra vocación.
El camino es largo. Los hombres necesitamos alimentarnos. Ser así, necesitados de
alimento, es también pedagogía divina: nos ayuda a recordar todos los días que no
dependemos de nosotros mismos, que todo lo que tenemos nos ha sido dado, en último
término, por Dios mismo: porque, aunque el pan que tengo en la mesa lo haya amasado
yo con mis manos, ¿de dónde ha salido el trigo?, ¿de dónde ha salido la semilla?, ¿de
dónde ha salido el agua que lo ha regado y la tierra en la que ha crecido? Todo ello son
dádivas de Dios, concreciones de su amor, que nos hablan al mismo tiempo de un Dios
vivo, fuente de vida. Ese alimento es de muchos tipos, porque Dios da alimento a toda la
persona, no alimenta solo el cuerpo. Es triste ver a quienes solo alimentan el cuerpo,
pero no alimentan las otras dimensiones de su persona: la inteligencia, la voluntad, los

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afectos, la amistad, etc. Porque no solo de pan vive el hombre (Mt 4, 4). Porque la vida
no se agota en la saciedad ni en la salud física.

3. El salmo de la misa de hoy es uno de los más conocidos del salterio (Sal 23, 1-6).
Nos habla del Señor Buen Pastor, que nos lleva a verdes praderas y fuentes tranquilas en
las que alimentarnos y descansar en paz; del Buen Pastor que guía por las sendas rectas
de la vida, las que llevan a buen puerto, en medio de dificultades; del Buen Pastor que
recorre con nosotros el camino; del Buen Pastor que prepara el gran banquete que serán
las bodas de Dios con nosotros, esa unción que nos convierte en amigos de Dios (Sb 7,
27), en hijos suyos, en morada del Espíritu Santo.
Pero, siendo esto algo extraordinario, Jesús nos descubre otra cosa igualmente
maravillosa: que cuenta con nosotros para que seamos también buenos pastores,
colaborando así con él en la guía y el cuidado del rebaño. Los enfermos del cuerpo y del
espíritu no podrían acercarse a Jesús si no los ayudase alguien (Jn 5, 7). El milagro de la
multiplicación de los panes y los peces se realiza «gracias a nuestro poco», sea lo que
sea lo que tengamos (Jn 6, 9). Todos podemos aportar algo, y el amor de Dios, fuente de
vida, lo multiplicará de forma insospechada. A sus pies ponemos nuestras carencias y
también nuestros dones, grandes o pequeños. Así hizo san Juan Damasceno, el santo que
celebramos hoy, gracias al cual hemos conservado un maravilloso compendio de la fe
creída y vivida hasta su tiempo, y que ha sido y es alimento para tantos.

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JUEVES 5 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 7, 21.24-27

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice “Señor, Señor”
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi padre que está en los
cielos». El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel
hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos,
soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba
cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se
parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, soplaron los
vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande.

s
PARA MEDITAR

1. Para que nadie viva ya para sí.


2. Una casa construida sobre roca.
3. Nuestros talentos son para el bien común.

1. Las lecturas de la misa proponen hoy de nuevo una reflexión de tono sapiencial.
Con un ejemplo muy cercano a todos, Jesús exhorta como en su día hiciera el profeta
Ageo a aquellos que, a la vuelta del destierro, solo se preocupaban de la reconstrucción
de sus casas, descuidando la del templo: «Pensad bien en vuestra situación. Sembrasteis
mucho y recogisteis poco; coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no
entráis en calor; el trabajador guarda su salario en saco roto» (Ag 1, 5-6). El hombre que
no cuenta con Dios se comporta como un necio, porque su propio juicio es falible,
porque a menudo el orgullo le ciega, porque es fácil que le pierda la vanidad, porque
fácilmente es vencido por la ley del mínimo esfuerzo, porque olvida con facilidad que el
hombre es familia. Nuestros trabajos, por muy esforzados que sean, solo dan sus frutos
verdaderos, para la vida eterna, cuando contamos con Dios: «Si el Señor no construye la
casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los

18
centinelas» (Sal 127, 1). Y es que, en definitiva, el templo de aquellos a los que hablaba
Ageo ¡era su propia casa!, ¡imagen de su morada eterna!
Las preguntas son claras: ¿qué estoy haciendo?, ¿por qué lo hago?, ¿para qué lo
hago?, ¿para quién lo hago?, ¿con quién lo hago? Contar con Dios implica que estas
preguntas tienen unas respuestas muy concretas. Caminamos por este mundo para
aprender a amar amando. Lo hacemos porque vamos «en pos de nosotros mismos», esto
es, en busca de aquello a lo que Dios nos ha llamado. Lo hacemos como piedras vivas de
un edificio que se construye en la medida en que cada una de sus piedras crece y madura,
recibiendo y dando al resto. Caminamos dando nuestra vida a los demás y por ellos,
haciendo así realidad nuestra vocación cristiana: «Cristo murió por todos, para que los
que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15),
sabiendo que, con Cristo, todos los creyentes forman un Cuerpo. Caminamos con todos
los hombres, sabiéndonos profetas y apóstoles del amor de Dios en el mundo.

2. La casa es también una imagen de la vida. La casa es ese lugar en el que habitar,
en el que crecer relacionándose con otros, en el que acoger a invitados y necesitados. La
casa es imagen de la morada celestial, en cuya construcción también nosotros
participamos: lo que tengamos en la otra vida depende de lo que hayamos hecho en esta.
Las palabras dirigidas al rico de la parábola nos recuerdan que hay una relación directa
entre nuestra vida aquí y nuestra condición allá: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes
en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú
eres atormentado» (Lc 16, 25). Quizá nuestra casa construida aquí sobre arena no se nos
derrumbe en vida. Aunque a menudo lo hace. Pero más allá no habrá vuelta de hoja, y la
luz que recibiremos al dejar esta vida nos dirá claramente qué es lo que hemos atesorado
aquí y, en consecuencia, qué es lo que, en el fondo, esperábamos de la otra vida.
El profeta Isaías nos habla, en la primera lectura de la misa de hoy, de esa morada
construida sobre roca, de esa ciudad fuerte, bien protegida, cuyas puertas se abrirán para
albergar al pueblo junto, al pueblo que observa la lealtad, que confía en Dios (Is 26, 1-6).
En el Reino de los Cielos entra quien hace la voluntad del Padre, no el que va por ahí
llamando a Dios Padre y llamándose hijo de Abrahán, pero que luego desmiente eso con
sus obras (Jn 8, 33.39). Y ¿cuál es esa voluntad? Hay personas que están todo el día
esperando que Dios les comunique, de algún modo y ante cualquier eventualidad, cuál es
su voluntad. Y sin embargo, en lo ordinario, no hay nada más fácil de conocer que eso:
Dios quiere que, creyendo en el Hijo, tengamos vida eterna (Jn 6, 40); Dios quiere que
seamos santos; Dios quiere que nuestra fe obre por el amor. Creer en Cristo, escucharle
—pues la fe es una escucha—, significa implicar en ello toda nuestra vida, toda nuestra
existencia, significa dejarle que viva en nosotros, significa dejarse guiar por el Espíritu,
colaborando con él. Dios no nos va a decir lo que tenemos que hacer en cada momento,

19
porque quiere que nuestro amor sea libre, nuevo, personal, generoso. El «ama y haz lo
que quieras» tiene un sentido muy profundo.

3. La misa de hoy nos ofrece parte del salmo 118, preciosa acción de gracias al
Salvador de Israel: «Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres (...).
Abridme las puertas de la salvación, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta
del Señor: los vencedores entrarán por ella (...). Señor, danos la salvación; Señor, danos
prosperidad» (Sal 118, 1.8-9.19-21.25-27a). Cristo es nuestra salvación porque es roca
firme. Porque de su amor no podemos dudar, porque no se echa para atrás. Cristo es
nuestra salvación porque nos ha mostrado el camino de la salvación, de la plenitud, con
sus palabras y con sus obras. En Cristo vemos que para ganar la vida hay que entregarla.
En Cristo vemos que quien piense en guardar su vida la perderá (Mc 8, 35). En Cristo
vemos al hermano mayor que va por delante y que ha pasado por todos los lugares por
los que nosotros hemos de pasar.
También las lecturas de la misa de hoy nos animan a considerar que, como miembros
de la Iglesia, estamos llamados a colaborar en una edificación firme. Si construimos
sobre arena, si no escuchamos esa ley divina que tenemos en nuestros corazones, que nos
empuja a amar, a obrar por la caridad y a evitar las obras de la carne, la ruina del edificio
no nos afectará solo a nosotros: porque el edificio que estamos contribuyendo a levantar
es un Cuerpo en el que hay muchos miembros. Y en nuestras manos está sumar o restar.
Todo lo que hemos recibido es para que, potenciado por nuestro amor, pueda servir de
provecho a todos (1 Co 12, 7).

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VIERNES 6 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 9, 27-31

En aquel tiempo, dos ciegos seguían a Jesús gritando: «Ten compasión de nosotros,
hijo de David». A llegar a casa se le acercaron los ciegos y Jesús les dijo: «¿Creéis que
puedo hacerlo?». Contestaron: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos, diciendo: «Que os
suceda conforme a vuestra fe». Y se les abrieron los ojos. Jesús les ordenó severamente:
«¡Cuidado con que lo sepa alguien!». Pero ellos, al salir, hablaron de él por toda la
comarca.

s
PARA MEDITAR

1. Creo, pero ayuda mi falta de fe.


2. El Señor es mi luz y mi salvación.
3. Todo don es tarea.

1. Los motivos de la luz y la vista están presentes a lo largo de toda la Escritura.


Desde el inicio del libro del Génesis, la luz es introducida como condición de la vida.
Dios es la fuente de la luz, Dios es el origen de la vida. La luz es presentada al mismo
tiempo como conocimiento. Se puede ver con los ojos y captar algo de las cosas. Se
puede ver con el corazón, e ir todavía más al fondo. La luz es relacionada enseguida con
el bien, y las tinieblas, con el mal, con la ausencia de vida. Por eso, la ceguera es algo
que dice mucho más de lo que se impone como evidente. A Adán y Eva se les abrieron
los ojos después de desobedecer a Dios (Gn 3, 7), pero en realidad quedaron ciegos,
porque dejaron de ver con el corazón. Y, desde entonces, toda la historia de la salvación
es una historia de transformación del corazón, de sanación de la vista. ¡Este será el
verdadero milagro!
Los ciegos perseveran en el seguimiento del Señor y en su petición. Es como si Jesús
tardara en hacerles caso para fomentar su fe, para purificarla, para valorarla. Como
diciendo: «¿queréis realmente ver?, ¿qué tipo de vista queréis recuperar?, ¿tenéis fe en

21
mí o simplemente pensáis que soy un buen médico o un taumaturgo?». Porque, a fin de
cuentas, ¿qué es lo que realmente movía a esas personas? Eso solo Dios, que penetra los
corazones, puede saberlo. Pero a nosotros lo que nos queda claro es que, en realidad,
Dios necesita tan solo un poco de deseo, aunque luego deba ser purificado, para poder
obrar en nosotros sus maravillas (Mc 9, 24). Así, esas preguntas de Jesús, no expresadas
del todo con palabras, también van dirigidas a nosotros, con el objeto de fomentar y
purificar nuestra fe. Es como si Jesús nos dijera: «tú, que me lees ahora, ¿te sabes ciego?,
¿qué tipo de ceguera tienes?, ¿quieres ser curado?, ¿confías en mí?». Y esto es algo que
sucede continuamente en los relatos evangélicos.

2. Dice san Pablo que durante un tiempo de su vida se comportó de una forma
indigna y, movido por un celo equivocado pero sincero, se dedicó a perseguir a Cristo
(Hch 26, 10-11). Pero Jesús, que tuvo misericordia de él, como hizo con los ciegos al
acercárseles y tocar su carencia, al sentir verdadera compasión de ellos, le abrió los ojos
y le devolvió la vista. En realidad, lo que hizo es dejarle ciego durante tres días, durante
un tiempo de purificación, de tránsito de la muerte a la vida, hasta otorgarle una vista
nueva (Hch 9, 9.17). A lo largo de todo el Adviento se nos anima a movernos con la
esperanza de ver cada vez un poco mejor, de reencontrarnos con el verdadero rostro de
Dios, de conocer, comprender y secundar mejor los planes divinos.
En nuestro corazón, como dice el mismo san Pablo, hay una lucha entre la luz y las
tinieblas (Rm 7, 19). Pero las tinieblas ya han sido vencidas. Ahora queda que cada uno
de nosotros abra su corazón de par en par a la luz de Dios, que es salvadora. Esa luz nos
llenará de alegría y esperanza, y nos empujará a anhelar con más insistencia vivir con
Dios para siempre. Y, por tanto, a caminar por el «sendero recto». Así nos lo recuerda el
salmo de la misa de hoy: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor
es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? (...) Una cosa pido al Señor, eso
buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del
Señor, contemplando su templo (...). Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la
vida» (Sal 27, 1.4.13).

3. En la primera lectura de la misa de hoy, Isaías describe, de una forma muy lírica,
esa tierra prometida en la que ya no habrá rastro de tinieblas ni de ninguna de sus
consecuencias (Is 29, 17-24). Es una expresión imperfecta, pues no puede ser de otro
modo, de una plenitud de vida que aún no podemos imaginar ni de cerca: «Así dice el
Señor: Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, y el vergel parecerá un
bosque. Aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán
los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor, y los pobres se
llenarán de júbilo en el Santo de Israel».

22
Todos somos destinatarios en potencia de esos dones, de esas bendiciones. Dones
que serán a la medida de nuestra fe. Pero todo don es, al mismo tiempo, una misión, una
tarea. Como ocurre con estos ciegos, a los que Jesús les pide no proclamar aún su
curación para que su identidad no se tergiverse, pero que al mismo tiempo se saben
emisarios de la buena nueva. Jacob-Israel ya no puede tener vergüenza, pensando que
Dios se ha olvidado de él, pues los hechos demuestran que nunca lo ha hecho. Y los que
habían perdido la cabeza y habían rechazado al Señor comprenderán y aprenderán por
qué sintieron ser abandonados. Hoy, día en que celebramos a san Nicolás, tan vinculado
en la religiosidad popular con hechos milagrosos en beneficio de los necesitados y con la
generosidad de sus regalos, podemos aprender esto del ejemplo que nos ha dejado:
sabernos beneficiarios de los dones de Dios, sabernos ricos y, al mismo tiempo, sabernos
emisarios de esa buena nueva y colaboradores de Dios para llevar sus regalos allá donde
estemos.

23
SÁBADO 7 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 9, 35-38; 10,1.5-8.

En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus
sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda
dolencia. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas
y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La
mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que
mande trabajadores a su mies».
Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y
curar toda enfermedad y toda dolencia. A estos doce los envió Jesús con estas
instrucciones: «Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el
reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad
demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis».

s
PARA MEDITAR

1. El amor de Dios sale a nuestro encuentro.


2. Pastores según el corazón de Dios.
3. Todos somos enviados.

1. La medida del amor de Cristo por nosotros nos sobrepasa tanto, que no resulta
sencillo expresarlo. San Juan, por ejemplo, nos transmite estas palabras de Jesús, que él
mismo hará realidad en la cruz: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos» (Jn 15, 13). Y san Pablo: «Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas
habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a
morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores,
Cristo murió por nosotros» (Rm 5, 6-8). En realidad, todo el Nuevo Testamento nos
habla, de un modo u otro, del amor de Dios manifestado en el amor de Cristo por todos
los hombres. La Carta a los Hebreos habla de «compasión» (Hb 5, 2), pero con un

24
significado muy profundo del término: Jesús ha compartido todo con los hombres, salvo
el pecado, se ha identificado totalmente con nosotros, experimentando nuestras alegrías
y nuestros dolores, haciéndolos suyos, cargando con las consecuencias de nuestros
pecados.
Las tres lecturas de la misa de hoy insisten en estas ideas. El profeta Isaías dice que
el Santo de Israel se apiadará del Pueblo de Israel que llora y gime, que se le hará visible
como Maestro y le mostrará el camino, que le dará la lluvia necesaria para que haya
buena cosecha y buenos pastos, que hará que los torrentes fluyan abundantes y que las
heridas del Pueblo sean vendadas y curadas (Is 30, 19-21.23-26). El tono del salmo es el
mismo: «El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel; él sana los
corazones destrozados, venda sus heridas» (Sal 147, 2-3). Y también el del evangelio:
«Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y
abandonadas». Jesús sale al encuentro de los hombres; no se queda esperando a que
vengan a él. Y no desdeña ningún tipo de enfermedad ni de dolencia. Es capaz de
penetrar en los corazones y ve nuestro agobio y nuestro cansancio. Y lo comparte. De
verdad. Ese es el corazón de Cristo. Esos son sus «sentimientos», como dirá san Pablo.

2. Las expresiones «como ovejas que no tienen pastor» y «las ovejas descarriadas de
Israel» tienen mucho trasfondo. En el Antiguo Testamento la imagen del pastor es muy
frecuente y muy rica. En primer lugar, Dios es el pastor de Israel. La imagen es
especialmente gráfica para un pueblo que vive en gran medida de la ganadería. Los
grandes patriarcas, reyes y profetas fueron pastores. A través de sus vidas ejemplares,
Dios fue revelando poco a poco al Pueblo cómo es su propio corazón. Pero,
desgraciadamente, también hubo malos y falsos pastores. ¡Siempre los hay! De ellos
habla, con palabras muy duras, el profeta Ezequiel: pastores no solo que no cuidaron del
rebaño, sino que, además, se aprovecharon de él. Esto provocó que Dios los rechazara y
que él mismo se pusiera a apacentar, con gran solicitud y amor, a su Pueblo (Ez 34, 1-
16).
Hacen falta pastores con el corazón de Cristo, que estén dispuestos a dar gratis lo que
han recibido gratis, que estén dispuestos a darse ellos mismos. Las ovejas son muy
vulnerables. Es fácil que se extravíen, que las ataquen. Hay que llevarlas a buenos
pastos. Hay que acoger con mucho agradecimiento y cariño lo que puedan dar. Hay que
estar atento a sus enfermedades y curarlas. Hay que fortalecerlas. Las palabras de Jesús
suenan muy duras: ¡están extenuadas y abandonadas! Quizá lo están por culpa propia;
quizá por culpa de otros. A la hora de acogerlas y cuidarlas, eso poco importa. A cada
una hay que ofrecerle lo que necesita. La parábola de la oveja perdida nos ha dicho eso:
todas importan. Las feas y las guapas, las listas y las necias, las fuertes y las débiles. Sin
cuidados, son presa de todo tipo de enfermedades y ataques. Y así pasa con nosotros,

25
pues todos somos ovejas del rebaño de Dios: sin cuidados nos extraviamos, nos atacan,
pasamos hambre, nos sentimos abandonados.

3. Dios quiere contar con nosotros para ser pastores. Eso forma parte de nuestra
vocación. Ya desde el momento mismo de la creación, Dios puso en nuestras manos todo
lo creado para gobernarlo y cuidarlo con amor. Eso incluye el cuidado mutuo, pues los
hombres y las mujeres somos también parte de la creación. Todos somos tanto mies
como trabajadores. Por un lado, alguien ha sido enviado a nosotros; por otro, nosotros
mismos hemos sido enviados. Todos somos llamados. Todos somos enviados como
heraldos, profetas, apóstoles, vigías, centinelas. Enviados a todos los pueblos. Jesús
quiso comenzar su predicación por el Pueblo de Israel, porque este tenía la misión de ir a
predicar a los otros pueblos. Una vez que ha venido Nuestro Señor, nadie debe sentirse
excluido de la misión.
Junto con el mandato misionero, Dios nos capacita para llevar a cabo la misión. Pero
sus dones actúan en la medida de nuestra fe, de la identificación de nuestro corazón con
el suyo. Podemos hacer muchísimo más de lo que pensamos, pero quizá no acabamos de
creérnoslo: «¡si tuviéramos fe como un grano de mostaza!». Dice san Pablo que no
luchamos contra la carne y contra la sangre, sino contra los dominadores del mundo de
tinieblas (Ef 6, 12). Debemos librar una lucha muy complicada. Pero no nos faltan las
armas adecuadas y, además, contamos con la ayuda mutua: la compañía, la exhortación,
la corrección paterna y fraterna, la oración. El hermano que es ayudado por el hermano
es como una ciudad amurallada, inexpugnable para el enemigo (Pr 18, 19, en la versión
griega). Hoy celebramos a san Ambrosio, un pastor con un corazón enorme. De sus
cuidados da testimonio, entre otros, el mismo san Agustín. De su vida podemos aprender
un tierno y fuerte amor por Dios, por la Iglesia y por todos y cada de los que formamos
parte de ella.

26
DOMINGO 8 DE DICIEMBRE
SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO. INMACULADA CONCEPCIÓN DE
MARÍA

EVANGELIO
Lucas 1, 26-38

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de
David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas
palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María,
porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y
le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino
no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El
ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu
pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban
estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

s
PARA MEDITAR

1. Bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales.


2. La fuerza de un corazón puro.
3. Necesidad del camino de conversión.

1. Celebramos hoy una de las grandes solemnidades de la Virgen María. El entorno


de Adviento en el que se sitúa nos impulsa a contemplar en ella algo que nosotros
llegaremos a experimentar cuando crucemos el umbral del cielo: su total separación del
pecado. Esto es lo que hace que podamos ver en María, como si ella misma se tratase de

27
un libro vivo abierto, a una persona que, en la tierra, vive ya de un modo especial la
vocación a la que todos hemos sido llamados. San Pablo se extasiaba al reflexionar sobre
esa llamada, y así nos lo transmite la primera lectura de la misa de hoy: «Bendito sea
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase
de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del
mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado
por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para
alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el
Amado» (Ef 1, 3-6).
Deberíamos poder ponernos en el lugar de María para saber cómo esa limpieza y
santidad actuaban en su corazón y desde su corazón. El pasaje de la Anunciación nos
muestra a una mujer que ama, sensible, que escucha, delicada, profunda, orante, que
confía en Dios, valiente, que no tiene miedo de acoger los dones de Dios ni de
enfrentarse a una gran misión. En ella vemos un corazón abierto. En ella vemos a
alguien que ama activamente: pregunta no para poner obstáculos, sino porque quiere que
su sí sea lo más consciente y pleno posible. Esa delicadeza de corazón y esa docilidad
salen de un corazón totalmente limpio. Aunque todo eso no le ahorrará la triste
experiencia del dolor producido por el pecado de otros. Está capacitada para comprender
la grandeza de corazón y la magnitud del dolor de su Hijo durante la Pasión. María se
sabe así, ya desde muy joven, en el centro mismo de la historia de la salvación, del
misterio de la redención: y no rehúye el papel de madre de todos los hombres que
empieza ya a ejercer en cierto modo, en la medida en que es madre de Jesús, antes de
que nosotros lo sepamos por boca de su hijo en la cruz.

2. Las palabras del ángel resuenan en el corazón de María de una forma maravillosa,
que podemos imaginar solo en parte. Ella pertenece a un Pueblo que está continuamente
meditando su historia. Y, seguramente, gracias a la limpieza de su corazón, pudo
penetrar en su sentido de una forma excepcionalmente profunda. Cada palabra del ángel
le evocaría un sucedido. La misma primera lectura de la misa nos recuerda parte del
triste pasaje del pecado de Adán y Eva y las consecuencias que ello tuvo en sus
protagonistas. ¿Quién, desde entonces, ha podido mirar a Dios cara a cara, con total
confianza? Ni siquiera Moisés, el amigo de Dios, pudo hacerlo. Después del pecado,
nuestros primeros padres se olvidaron de su grandeza, y solo fueron capaces de ver su
indigencia propia de seres creados. Y ese olvido ha anidado en el corazón de todos los
hombres. Nos faltan vuelos, nos faltan deseos, nos falta conocer de verdad a nuestro
Padre Dios, nos falta conocer al prójimo.
En María, Dios nos ha hecho ver sus maravillas: la de la santidad, la del poder y la
victoria sobre la muerte, la del amor, la de la vida. Al contemplarla, nos sumamos al
salmo de la misa: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas (...).

28
Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad» (Sal 98, 1.4). Hay una alegría
profunda en el corazón limpio: porque comprende mejor las cosas, los sucedidos y a las
personas; porque ve más allá y más al fondo; porque es más fuerte para el amor, que
siempre tiene su lado de cruz; porque es más audaz y valiente; porque es más grande;
porque es capaz de ver a Dios detrás de todo; porque no tiene miedo. Ese será el corazón
que se nos dé, de una forma plena, en el cielo: «Derramaré sobre vosotros un agua pura
que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré
un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón
de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis
según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra
que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios» (Ez 36, 25-
28).

3. Las lecturas propias del segundo domingo de Adviento animan a que,


manteniendo la esperanza en las promesas hechas a los patriarcas (Rm 15, 4-9) y
contemplando la maravilla de un Paraíso en el que reine el amor, la paz y la justicia (Is
11, 1-10 y Sal 72, 1-2.7-8.12-13.17), nos empeñemos seriamente en el camino de la
conversión (Mt 3, 1-12). El tiempo se acorta; es más, vivimos en un permanente final de
los tiempos, y con la ilusión de cruzar el umbral del reino de la luz, colaboramos en el
día a día con la gracia que Dios nos ofrece, purificando nuestro corazón y haciendo obras
buenas.

29
LUNES 9 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 5, 17-26

Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley,
venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor estaba
con él para realizar curaciones. En esto, llegaron unos hombres que traían en una camilla
a un hombre paralítico y trataban de introducirlo y colocarlo delante de él. No
encontrando por dónde introducirlo a causa del gentío, subieron a la azotea, lo
descolgaron con la camilla a través de las tejas, y lo pusieron en medio, delante de Jesús.
Él, viendo la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados». Entonces se
pusieron a pensar los escribas y los fariseos: «¿Quién es este que dice blasfemias?
¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?». Pero Jesús, conociendo sus
pensamientos, respondió y les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué
es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a
andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para
perdonar pecados —dijo al paralítico—: “A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y
vete a tu casa”». Y, al punto, levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde
había estado tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios. El asombro se apoderó
de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto
maravillas».

s
PARA MEDITAR

1. Las obras que desmienten nuestras palabras.


2. Solo la fe nos acerca al Señor.
3. Sea nuestra predicación con obras.

1. Las lecturas de la misa nos han hablado hace poco de los pastores. Hoy es el turno
de los maestros. Jesús Maestro enseña con palabras y con obras. Lucas nos lo presenta
hablando de cosas grandes delante de los maestros de Israel. ¿Qué estarían entendiendo

30
los que le escuchaban? Es más, ¿le estaban escuchando de verdad? El salmo de la misa
nos ofrece una clave de lectura: «Voy a escuchar lo que dice el Señor: “Dios anuncia la
paz a su pueblo y a sus amigos”. La salvación está cerca de los que lo temen, y la gloria
habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz
se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El señor nos dará
la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto» (Sal 85, 9ab-10.11-12.13-14). Es como si el
salmo nos dijese: «ese Jesús que habla es Dios que anuncia la paz, es el Hijo Amado,
¡escuchadle! Habla de la cercanía de la salvación para los que de verdad la están
esperando, habla de la justicia de Dios y habla de su misericordia».
Los fariseos y los maestros de la ley (los escribas), los que dicen ser sus guardianes y
vivirla estrictamente y los que se supone que la enseñan, escuchan sentados, o sea, en
primera fila. Seguramente, debido a su estatus, no han debido de esforzarse mucho para
estar tan cerca. Jesús enseña a los maestros, les habla de lo que, en teoría, ellos saben y
viven bien. Pero esa enseñanza no se queda en algo abstracto, sino que queda avalada
por las curaciones. ¿No era acaso un cumplirse de las palabras de Isaías sobre los
tiempos mesiánicos? La primera lectura de la misa nos las repite por si somos
olvidadizos: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá,
germinará y florecerá como flor de narciso (...). Fortaleced las manos débiles, afianzad
las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: “Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro
Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará”. Entonces
se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará
el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo, porque han brotado aguas en el
desierto y corrientes en la estepa (...). Habrá un camino recto. Lo llamarán “Vía sacra”.
Los impuros no pasarán por él. Él mismo abre el camino para que no se extravíen los
inexpertos. (...). Quedan atrás la pena y la aflicción» (Is 35, 1-10). Ellos debían saberlas
a la perfección. Y, sin embargo, ocurre algo sorprendente que pone al descubierto sus
corazones.

2. Las personas que vienen con el paralítico no tienen la suerte de los maestros. Ellos
han de demostrar que quieren acercarse a Jesús abriéndose paso y superando obstáculos.
Y si han de desmontar un tejado, lo hacen. Es Jesús mismo, nos dice Lucas, el que
certifica que se trata de un acto de fe. Y, entonces, ofrece la sanación profunda, la que
abre las puertas del cielo: el perdón de los pecados. Pero, entonces, los escribas y los
fariseos se escandalizan. Y esto es revelador para nosotros: ni entienden en qué consiste
la verdadera salvación, ni quieren acoger a Jesús como Mesías. Jesús está dispuesto a
ayudar las dudas sinceras en la fe, y para certificar que lo que ha hecho puede hacerlo,
obra algo que, a ellos, maestros, debería asegurarles la identidad de quien tenían delante,
y debería empujarles a aceptar que la idea de salvación y de Mesías que tenían era

31
imperfecta. Pero, como sabemos por el resto de los relatos evangélicos, en muchos eso
no fue así. Porque quien no quiere creer, se cierra a sí mismo las puertas a la fe.

3. Y esa fue precisamente la virtud que tenían aquellos hombres que no eran
maestros: se acercaron a Jesús con humildad y esfuerzo, y se presentaron ante él
pidiendo con sus obras, no solo con sus palabras. Y entonces viene la pregunta: ¿qué se
supone que están custodiando y enseñando esos fariseos y esos maestros de la ley que se
escandalizan de Jesús? Porque, en realidad, conocen la letra, pero no conocen el espíritu.
Por tanto, desconocen la Ley. ¿Y cómo va uno a enseñar lo que desconoce? Esto mismo
lo hemos experimentado nosotros muchas veces, cuando nos hemos dado cuenta de que
estábamos intentando enseñar algo que, en el fondo, no conocíamos o no habíamos
descubierto personalmente. Con el evangelio pasa así al predicarlo: no mueve al que
tenemos delante la persuasión humana, sino que Dios actúa en el que escucha de verdad,
valiéndose de la fe con la que hablamos, una fe que viene corroborada por las propias
obras (1 Co 2, 4).
Hoy celebramos la fiesta de san Juan Diego, aquel a quien habló Nuestra Madre en
Guadalupe. Sabemos bien que era una persona humilde, y que hubo de hablar a personas
sabias y poderosas. Pero fueron su amor y su fe humildes los que sirvieron como cauce
para que Dios pudiera entrar, a lo largo de los siglos, en multitud de corazones.

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MARTES 10 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 18, 12-14

¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no
deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en
verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se hayan
extraviado. Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se
pierda ni uno solo de estos pequeños.

s
PARA MEDITAR

1. Jesús nos interpela con las parábolas.


2. Cada oveja es amada por Cristo en sí misma.
3. El amor de Jesús es entrañable.

1. La enseñanza de Jesús sobre la oveja perdida nos es muy familiar. De entrada, lo


más inmediato se impone: el pastor de esas ovejas no quiere que ninguna se pierda. Es
un mensaje consolador. Cada oveja es amada en sí misma. Y, sin embargo, pensadas las
cosas despacio, hay algo que no cuadra: ¿qué pasa si, por buscar a la oveja perdida, se
extravían otras de las dejadas en el monte o son atacadas? De hecho, no todos los
pastores irían con tanta alegría a buscar a una sola oveja perdida. A no ser que fuera una
muy especial. Pero la enseñanza de Jesús va más allá de lo inmediato, es más profunda.
Nos encontramos de nuevo, aquí, como en tantas otras ocasiones, con la forma que
tiene Jesús de enseñar. Como ya ocurre con las parábolas, el Señor recurre a situaciones
normales de la existencia cotidiana, pero las narraciones que forma con ellas tienen
elementos desconcertantes, desmesurados, poco realistas. Jesús interroga al oyente con
sus palabras, apela a su forma de conocer y concebir el mundo, quiere abrirle un
panorama nuevo, le interpela, quiere implicarle, hacerle pensar, hacerle sentirse
protagonista. Con sus palabras nos pregunta: «si fuerais esta oveja perdida, ¿cómo os

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sentiríais?»; «si fuerais este pastor, ¿qué haríais?». No hace falta decir que Jesús, en
realidad, no está hablando simplemente de ovejas.

2. Más allá del posible simbolismo del número del rebaño, más allá de la situación
concreta, Jesús nos está diciendo que, para él, para el buen pastor, «esa oveja perdida» es
importante, es especial, es única. Sabe cuál es. Sabe su nombre. No es una de tantas. De
hecho, en su rebaño no hay ninguna que sea «una de tantas». Esa es la medida del amor
de Dios. Y si una sola oveja merece todo lo que hace el buen pastor por ella, todo el
amor, toda la preocupación, toda la entrega, ¿qué no merecerá todo el rebaño?, ¿qué no
merecerá todo el Pueblo de Israel?, ¿qué no merecerá toda la humanidad, que con tanto
amor y para vocación tan grande ha salido de las manos del Padre?
El relato nos recuerda, desde cierto punto de vista, el episodio que cierra el breve
libro de Jonás. El profeta se ha enfadado por el amor y la misericordia que Dios ha
tenido con los habitantes de Nínive, y se sienta refunfuñando a esperar, con la cabeza
protegida por la sombra de un ricino. Pero un gusano acaba con la vida de la planta y
Jonás siente un gran disgusto. La conclusión es apabullante: «Tú te compadeces del
ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra
desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de
ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos
animales?» (Jon 4, 10-11).
De ese amor, de esa misericordia y de ese perdón de Dios nos habla Isaías en la
primera lectura de la misa: «Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—;
hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su
crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». (...). «Aquí
está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad,
viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el
rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las
ovejas que crían» (Is 40, 1-11). Ante semejante bondad, el corazón del salmista exulta de
esta manera, convirtiendo su canto en una preciosa oración: «Cantad al Señor un cántico
nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre (...). Contad a
los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones (...). Alégrese el cielo, goce la
tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega» (Sal 96, 1-3.11-13).

3. Jesús no se limita a decir cosas bonitas. Sus palabras confirmadas por las obras
tienen una fuerza inmensa. La historia de Israel está plagada de las bondades de Dios,
pero si se trata de tenerlas delante de los ojos, ahí está Jesús llorando por el sufrimiento
de una viuda y resucitando a su hijo, curando con barro a un ciego, instruyendo a solas a
Nicodemo, corrigiendo amorosamente a Pedro, visitando la casa de Zaqueo, llamando a

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Bartimeo, acogiendo el arrepentimiento de una pecadora, abrazando a unos niños,
enseñando a orar a los apóstoles, curando al siervo de un centurión y a la hija de una
sirofenicia, acogiendo la petición de un ladrón crucificado, perdonando los pecados de
un paralítico, convirtiendo agua en vino para unas bodas, resucitando a Lázaro, hablando
al corazón de Marta, dialogando con la samaritana, consolando a los de Emaús,
exhortando a Tomás. ¡Y Juan dice que Jesús hizo muchas otras cosas además de las que
ha contado, pero que si se escribieran una por una ni el mundo entero podría contener los
libros que habría que escribir! (Jn 21, 25).
Hoy recuerda la liturgia a santa Eulalia de Mérida, niña que murió mártir
defendiendo su fe. Recordar a los santos del santoral nos ayuda mucho. Por un lado, por
su ejemplo, que siempre estimula y da fuerzas. Por otro, porque en ellos vemos el amor y
la fuerza de Dios que ha actuado a través de la fe de esas personas. Dios nos conoce a
todos por nuestro nombre y nada nuestro le es ajeno. Esa convicción nos llena de paz y
alegría en el día a día. También hoy celebramos la memoria de la Virgen de Loreto. Esta
advocación nos ayuda a trasladarnos a Nazaret, a ese amor escondido de Jesús, en el que
estamos presentes, ya entonces, todos y cada uno de nosotros.

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MIÉRCOLES 11 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 11, 28-30

En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi
yugo es llevadero y mi carga, ligera».

s
PARA MEDITAR

1. Nuestra vocación es el servicio mutuo.


2. El Señor fortalece a quien está cansado.
3. Lo que da valor al trabajo es el amor con que se hace.

1. Dice Nuestro Señor que vayan a él todos los cansados y agobiados en busca de
alivio. Seguramente, al oír estas palabras, todos los presentes se habrán mirado como
interrogándose unos a otros: «¿tú no estás cansado y agobiado? ¡Todos estamos cansados
y agobiados!». Otra cosa es que nuestro cansancio o nuestro agobio puedan ser más o
menos reales, estar más o menos justificados. Pero todos sabemos y experimentamos que
la vida es milicia (Jb 7, 1), que los hombres somos peregrinos que caminan hacia un
lugar de descanso (1 P 2, 11), y eso agota y agobia. Nuestro Señor nos recuerda que la
vida está llena de afanes, pero al mismo tiempo nos anima a dar a cada cosa la
importancia que tiene y a no llenar nuestro día de agobios innecesarios. A ello ayuda
mucho la humildad y, como dice el salmo, el no dejarse llevar por la vanidad y no
aspirar a más de lo que somos capaces: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos
altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero
mis deseos, como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado así está mi alma
dentro de mí. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre» (Sal 131, 1-3).
Cuando Dios creó al hombre, lo puso en Edén para trabajarlo. Lo puso a la cabeza de
la creación, para gobernarla y cuidarla, pero, al mismo tiempo, para servirla. Y es que la

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realización de la vocación de toda la creación está en nuestras manos: con nuestro
gobierno amoroso, toda la creación crece hacia su plenitud y así da gloria a Dios y sirve
al hombre. Los hombres y el resto de la creación nos servimos mutuamente. Y esa
misma realidad es signo de la vocación concreta del hombre: el servicio mutuo. Los
hombres crecemos y maduramos en la medida en que nos servimos unos a otros. Jesús
nos lo recuerda con sus palabras y con su vida: él no ha venido para ser servido, sino
para servir (Mt 20, 28). Nuestro trabajo es servicio, no es dominio despótico egoísta. Ese
trabajo, en Edén, aunque costase esfuerzo, era gratificante y daba su fruto; sin embargo,
en un mundo herido por el pecado, a menudo duele y no da fruto. Por eso, la creación
gime y sufre con dolores de parto esperando la liberación de la esclavitud de la
corrupción, que está ligada a la manifestación de los hijos de Dios, esto es, a que seamos
realmente hijos (Rm 8, 19-22).

2. En la primera lectura de la misa, Isaías nos dibuja la impresionante imagen de un


Dios fuerte y solícito. Esa imagen es retomada por Jesús en las palabras que nos recuerda
el evangelio: «¿Con quién podréis compararme, quién es semejante a mí?, dice el Santo.
Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿quién creó todo esto? Es él, que despliega su ejército al
completo y a cada uno convoca por su nombre. Ante su grandioso poder, y su robusta
fuerza, ninguno falta a su llamada. ¿Por qué andas diciendo, Jacob, y por qué murmuras,
Israel: “¿Al Señor no le importa mi destino, mi Dios pasa por alto mis derechos”?
¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno que ha creado los
confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Fortalece a
quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto. Se cansan los muchachos, se
fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus
fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is
40, 25-31).
No pocas veces en el Antiguo Testamento nos encontramos con personas que ponen
en duda el poder o la solicitud de Dios. Quizá porque ellos no entienden cómo actúa
Dios, y les gustaría verle obrar como ellos obrarían. Pero Dios no tiene reparos en entrar
en diálogo con ellos mostrándoles sus obras en la creación y animándolos y meditar sus
acciones salvíficas, que no lo son menos por parecernos normales o por ser habituales.
¡Cuántas veces hemos sido beneficiarios del poderoso actuar de Dios y ni siquiera nos
hemos dado cuenta o no le hemos dado las gracias!: «Bendice, alma mía, al Señor, y no
olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura tus enfermedades; él rescata tu
vida de la fosa, te colma de gracia y de ternura» (Sal 103, 1-2.3-4.8.10). En todo caso, es
necesario entender que las acciones de Dios muchas veces permanecen ocultas a
nuestros ojos, porque afectan a lo que no podemos ni abarcar ni comprender en su
totalidad. Dios es el Señor de la historia, Dios cuida de sus criaturas. Pero ese señorío y
ese cuidado tienen presente toda la historia: esa es su visión eterna. Para nosotros, las

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cosas tienen sentido en su contexto inmediato; es más, lo que aún está por venir se nos
escapa por completo. Pero no para Dios. Y solo Él es capaz de actuar en el mundo sin
mermar la libertad de los hombres.

3. En Jesús, la revelación da un paso definitivo. Él nos anima a preguntarnos el


porqué del cansancio, para darle un sentido, para encontrar fuerzas para el camino.
Estamos edificando algo muy grande, algo cuyo desarrollo normal se vio afectado por el
pecado, por la soberbia y el egoísmo. Estamos edificando la Iglesia, que es la familia de
Dios. Y lo que la edifica es el amor, que es el vínculo de la perfección. Jesús lleva un
yugo sobre sus hombros: el yugo del amor. Es un yugo pesado, sí, pero ligero en la
medida en que, para quien ama, todo es más ligero y es, además, camino de plenitud. La
mansedumbre y la humildad son manifestaciones de amor. Todo en el corazón de Jesús
es amor: todo en Él es entrega por los demás estando movido por amor. Entrega en lo
ordinario, en lo de ahora. El desconcertante libro de Eclesiastés tiene una teología muy
interesante. Allí donde parece decir que todo es vanidad, que los trabajos no tienen
sentido, llega a esta conclusión: «obra con amor en cada momento, y no pierdas ni la paz
ni el tiempo pensando qué saldrá de ello, si es que sale algo (Qo 12, 13-14)». El amor de
verdad tiene un algo de «despreocupado»: no trabajamos por utilitarismo, sino que
trabajamos como «regalo», porque el amor es siempre don, siempre regalo. Y eso es lo
que hace que tenga sentido y sea llevadero: poder amar y ver amor en el trabajo del otro.

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JUEVES 12 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 11, 11-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: En verdad os digo que no ha nacido de mujer
uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos
es más grande que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el Reino de los
Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Los Profetas y la Ley han profetizado
hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El
que tenga oídos, que oiga.

s
PARA MEDITAR

1. La conversión empieza por uno mismo.


2. Con indiferencia no se retiene a Cristo que pasa.
3. Dios nos ofrece una vida que no se apaga.

1. Comenta Mateo que, en un momento determinado, llegó una embajada de parte de


Juan el Bautista a Jesús, mientras predicaba, para preguntarle si era él «el que había de
venir» (Mt 11, 1-6). La respuesta de Jesús es una referencia a esos pasajes de Isaías que
hablan de los tiempos mesiánicos. Uno de ellos es el que aparece en la primera lectura de
la misa de hoy. En él, Dios se dirige a Israel, en tono muy cariñoso y esperanzado,
declarándole juez de las naciones: «Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por tu diestra y te
digo: “No temas, yo mismo te auxilio”. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo
mismo te auxilio —oráculo del Señor—, tu libertador es el Santo de Israel. Mira, te
convierto en trillo nuevo, aguzado, de doble filo: trillarás los montes hasta molerlos;
reducirás a paja las colinas; los aventarás y el viento se los llevará, el vendaval los
dispersará. Pero tú te alegrarás en el Señor (...). Haré brotar ríos en cumbres desoladas,
en medio de los valles, manantiales; transformaré el desierto en marisma y el yermo en
fuentes de agua» (Is 41, 13-20).

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La predicación del Bautista es de carácter profético. Los profetas del Antiguo
Testamento tenían un mensaje de denuncia: el Pueblo estaba siendo infiel a la Alianza y,
por tanto, se estaba alejando del Dios que le daba la vida, estaba abocado al sufrimiento
y la muerte. Esa predicación de denuncia incluye siempre una llamada a la conversión,
porque el Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad (Sal 145,
1.9.10-11.12-13ab), fiel a sus promesas, y no quiere que el hombre se pierda, sino que
viva (Ez 18, 23). Israel debe convertirse porque, además, él está llamado a ser juez de las
naciones, esto es, del resto de pueblos. Pero ¿cómo podrá discernir y juzgar nadie sobre
algo que ni conoce ni vive? Estas palabras tienen, así, un sentido inmediato para la
Iglesia y para cada uno de nosotros. Dice san Pablo que nosotros juzgaremos a los
ángeles (1 Co 6, 3). Pero, para poder hacerlo, lo primero que hemos de hacer es
convertirnos nosotros mismos.

2. El texto de Isaías habla de un reino que irrumpirá de una forma espectacular, en


este mundo herido, como fuente de vida, como ese manantial del que habla el profeta
Ezequiel, el cual, manando del templo, saneará y hará fértil todo lo que encuentre a su
paso (Ez 47, 1-12). Jesús marca el inicio de ese reino, del que habla el Bautista, con su
predicación y sus obras, con toda su vida. Su avance es «violento», esto es, impetuoso,
imparable, y más todavía en la medida en que los corazones se purifiquen y lo acojan
con generosidad. Estos son los «violentos»: los que se empeñan por él, los que salen a su
encuentro, los que hacen penitencia, los que escuchan, los que ponen por obra las
palabras de Jesucristo.
Esta actitud recuerda a aquella de la que habla san Ambrosio en un texto que nos
propone la Liturgia de las Horas el día de santa Cecilia, el 13 de diciembre: «Échate en
brazos de aquel a quien buscas; acércate a él, y serás iluminada; no lo dejes marchar,
pídele que no se marche rápidamente, ruégale que no se vaya. Pues la Palabra de Dios
pasa; no se la recibe con desgana, no se la retiene con indiferencia (...). Si quieres retener
a Cristo, búscalo y no temas el sufrimiento». Hay una forma pasiva de acoger el reino, y
hay una forma activa. Jesús nos dice también a nosotros lo que dice a la samaritana junto
al pozo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le
pedirías tú, y él te daría agua viva» (Jn 4, 10). Esa agua viva es agua de vida, es fuente
de vida. Jesús ha venido a traerla. Es más, ha venido a poner en nuestro corazón una
fuente de la que mane esa agua: eso es lo que hace la presencia del Espíritu Santo (Jn 7,
38). Pero para que eso sea posible, es necesario desearla, buscarla, perseguirla.

3. Jesús alaba de una forma especial al Bautista y, al mismo tiempo, deja clara la
infinita superioridad de la economía de la gracia respecto a la antigua. La novedad de
Cristo no tiene parangón. En el Antiguo Testamento se hablaba, como en sombras, de
una vida que, en Cristo, se ha revelado como increíble. Se trata de la misma vida divina,

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de la vida que da la presencia del Espíritu de Dios allá donde mora. De una vida que
destruye por completo la caducidad, la corrupción, la muerte. Juan el Bautista es profeta,
al mismo tiempo, de ambas economías: se sitúa en la línea de los profetas antiguos, usa
su mismo lenguaje y predica lo mismo; pero, al mismo tiempo, es el primero de la nueva
economía. Es el precursor del Mesías, es el nuevo Elías del que habla el profeta
Malaquías: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí (...).
Mirad, os envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y
terrible» (Mal 3, 1.23).
Hoy, festividad de la Virgen de Guadalupe, Dios nos vuelve a decir que cuenta con
nosotros como enviados, como profetas, para remover los corazones, para acercarlos a
Cristo: con nuestra palabra y con el ejemplo de nuestra vida, intentando ser ejemplo de
lo que predicamos. Llenos de alegría al considerar lo que se nos ofrece: el gran don de la
vida que no se apaga.

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VIERNES 13 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 11, 16-19

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «¿A quién compararé esta generación? Se
asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta,
y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Porque vino
Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que
come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y
pecadores”. Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras».

s
PARA MEDITAR

1. Alejarse de Dios es rechazar la vida.


2. ¿Por qué se ha endurecido nuestro corazón?
3. No dejemos de buscar la sabiduría.

1. No es raro detectar en la predicación de Jesús un cierto deje de tristeza cuando se


dirige a determinadas personas. Lo mismo pasa en el Antiguo Testamento cuando Dios
ha de enfrentarse a la dureza de corazón de aquellos a los que ama: a Dios le duele ver
sus dones rechazados, su amor rechazado, le duele ver al hombre alejado, haciéndose
daño a sí mismo, extraviado, engañado. El salmista lo expresa así: «Ojalá escuchéis hoy
su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis
obras”» (Sal 95, 7-8). En el Nuevo Testamento, Jesús transmite esa idea también con
unas preciosas parábolas, entre las que destaca la del hijo pródigo. El padre del relato no
impide a su hijo que tome sus decisiones; la libertad del otro es algo con lo que no se
juega. Pero en su corazón hay dolor y, al mismo tiempo, esperanza de retorno: él espera
con los brazos abiertos, porque hay en su corazón un amor sincero. Así es el amor de
Dios por cada uno de nosotros.

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Las consecuencias de desconfiar y rechazar a Dios son funestas. La primera lectura
de la misa de hoy lo describe así: «Esto dice el Señor, tu libertador, el Santo de Israel:
“Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien, te marco el camino a seguir. Si hubieras
atendido a mis mandatos, tu bienestar sería como un río, tu justicia como las olas del
mar, tu descendencia como la arena, como sus granos, el fruto de tus entrañas; tu nombre
no habría sido aniquilado ni eliminado de mi presencia”» (Is 48, 17-19). Lejos de Dios
no hay ni bienestar ni fruto. Jesús habla a algunos judíos que le rechazan, haga lo que
haga, diga lo que diga: si no come, porque no come; si come, porque come. Ese rechazo
no trae más que esterilidad, aunque la apariencia externa sea diferente, como en la
higuera estéril o en aquellos que viven una letra sin espíritu: «¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros,
ni dejáis entrar a los que quieren. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que
viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno de
la gehenna el doble que vosotros!» (Mt 23, 13.15).

2. Al leer estas palabras, enseguida viene la pregunta: ¿cómo es posible que estas
personas rechacen las bondades de Dios?, ¿por qué se ha endurecido su corazón?
Además, como se hace patente en estos y en tantos otros pasajes, Jesús no está hablando
solo de las personas concretas que le escuchan. Jesús nos está hablando a nosotros, que
también rechazamos los dones de Dios, también nos alejamos de él y, por tanto, de la
fuente de la vida, dejando vacío nuestro corazón, aunque intentemos ignorar esa
situación llenando nuestra vida con otras cosas.
Los caminos interiores son tantos como personas. Todos somos un misterio; es más,
somos misterio para nosotros mismos. Una persona que se sabe amada, una persona a la
que se ha ayudado a valorar el amor recibido, sea el que sea, es más fácil que esté abierta
al amor, tanto a acoger como a dar. A veces, ha sido la carencia de amor recibido o el
desamor que han tenido con nosotros, percibido o real, lo que nos ha endurecido. La
cerrazón a veces es defensa. A veces, el endurecimiento ha venido por el
desagradecimiento de los dones que nos han hecho, quizá porque los creíamos
merecidos, quizá porque nos han parecido poco. Detrás puede haber desconocimiento,
falta de aceptación de quiénes somos. ¡Falta de humildad! A veces el endurecimiento
tiene detrás el orgullo, la soberbia, la autoafirmación. Detrás de esto siempre hay un algo
de misterio. ¡La actitud de Adán y Eva en el momento de pecar tiene tanto de misterio!:
¿por qué no se fiaron de la fuente de su bien? ¡No tenían ningún motivo! Pero fueron
seducidos, fueron engañados. Y ese es el riesgo de la libertad: hemos de decidir, solo se
puede amar cuando uno es libre. La solución no es quitar la libertad, sino acompañarnos
en el camino del descubrimiento del amor de Dios, del discernimiento, de la sabiduría.
Cristo ha venido a revelarnos ese rostro. Y todo lo que ha hecho, lo ha hecho bien: «la
sabiduría se ha acreditado por sus obras».

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3. El final del libro del Eclesiástico es una preciosa oración puesta en boca del rey
Salomón: «Desde joven, antes de viajar por el mundo, busqué sinceramente la sabiduría
en la oración. A la puerta del templo la pedí, y la busqué hasta el último día. Cuando
floreció como racimo maduro, mi corazón se alegró. Entonces mi pie avanzó por el
camino recto, desde mi juventud seguí sus huellas. Incliné un poco mi oído y la recibí, y
me encontré con una gran enseñanza. Gracias a ella he progresado mucho, daré gloria a
quien me ha dado la sabiduría. Pues he decidido ponerla en práctica, me he dedicado al
bien y no quedaré defraudado» (Si 51, 13-18). Ese camino de búsqueda se identifica con
la escucha y la puesta en práctica de la ley de Dios.
A todos nos ocurren cosas que nos podrían llevar a endurecer el corazón, situaciones
que quizá nos podrían llevar a pensar que, después de todo, parece que Dios no nos
quiere tanto, o nos priva de cosas buenas y coarta nuestra libertad. ¡Que se olvida de
nosotros! El sabio lo primero que hace es un acto de humildad: Dios sabe más. Job debió
aprender esto: «Job respondió al Señor: “Reconozco que lo puedes todo, que ningún
proyecto te resulta imposible. Dijiste: ¿Quién es ese que enturbia mis designios sin saber
siquiera de qué habla? Es cierto, hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan
mi comprensión. Dijiste: ‘Escucha y déjame hablar; voy a interrogarte y tú me
instruirás’”. Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 1-5).
Dudar del amor de Dios no es razonable. Y mucho menos cuando hemos penetrado en el
misterio de la libertad y nos damos cuenta de que Dios se la toma muy en serio.

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SÁBADO 14 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 17, 10-13

Cuando bajaban de la montaña, los discípulos preguntaron a Jesús: «¿Por qué dicen
los escribas que primero tiene que venir Elías?». Él les contestó: «Elías vendrá y lo
renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido y no lo reconocieron, sino que han
hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos
de ellos». Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista.

s
PARA MEDITAR

1. El Mesías es el Siervo Sufriente.


2. La cruz de Cristo es transfusión de vida.
3. Llamados a completar los padecimientos de Cristo.

1. El diálogo del evangelio de la misa de hoy transcurre justo después de la


Transfiguración, la cual, a su vez, ha sido precedida por la confesión de fe de Pedro y
por un anuncio de la muerte y resurrección de Jesús. El contexto inmediato es el de la
fiesta de las Tiendas y, de ahí, la mención de Pedro a hacer unas tiendas cuando están en
la cima del monte. El Pueblo recuerda durante esa fiesta, entre otras cosas, la protección
de Dios durante la travesía del desierto, y lo hace construyendo unas tiendas y llevando a
cabo una serie de ritos que rememoran la prodigalidad de los dones de Dios. Es una gran
manifestación de alegría por su presencia protectora. La Transfiguración tiene ahora un
sentido mesiánico: en ella se habla de la identidad de Jesús, que se revela como el
Mesías, el Hijo de Dios que viene a salvarnos sufriendo como Siervo del Señor (Is 42,
1).
Los apóstoles están desconcertados por las referencias de Jesús a la pasión. No cabe
en sus cabezas la posibilidad de un Mesías sufriente. Sin embargo, de él han hablado
Moisés y los Profetas: ellos han visto la gloria de Dios en una montaña y han anunciado
los sufrimientos del Mesías (Lc 24, 27): Isaías ha hablado de él muy claro y Jeremías lo

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ha anunciado con su propia vida. El Mesías va a ser rechazado por el Pueblo, del mismo
modo que el Pueblo no ha reconocido al Bautista, el nuevo Elías. Aunque no será un
rechazo de todos: Jesús, en su misma predicación, y los evangelistas y san Pablo, en sus
escritos, dejarán claro que hay un resto fiel, el verdadero Israel, que será el germen de la
Iglesia.

2. ¿Por qué el rechazo a un Mesías sufriente? ¿Por qué el rechazo a la cruz de Cristo?
San Pablo dice que la cruz se ha convertido en motivo de escándalo para muchos y que
otros se avergüenzan de ella. La cruz es piedra de toque. La cruz es tremendamente
reveladora: tanto del amor de Dios como del corazón de los hombres, de su grandeza y
de su mezquindad, de dónde han puesto sus esperanzas. En ella se encuentra una gran
sabiduría. Por ello, grandes santos como el que celebramos hoy, san Juan de la Cruz, han
querido profundizar en su sentido y en ella han descubierto que el amor es, al mismo
tiempo, purificación del egoísmo, desprendimiento y entrega de uno mismo; que el amor
es esencialmente humilde; que el amor es darse a sí mismo; que el amor, si no tiene
raíces en forma de cruz, es siempre frívolo.
La cruz, que en Cristo es entrega voluntaria por amor al Padre y por amor a los
hombres, es una auténtica transfusión de vida. En la cruz, Cristo ha cargado con todo el
peso de muerte que ha producido, produce y producirá todo desamor humano a lo largo
de la historia, y ha anulado su fuerza: «Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros
pecados y la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó con él. Canceló la nota de cargo
que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio,
clavándola en la cruz» (Col 2, 13-14). Y con ello nos ha dicho: solo el amor es fuente de
vida, solo el amor es capaz de hacer las cosas nuevas.

3. La cruz no es simplemente algo que se contempla desde fuera: todo cristiano está
llamado a participar de ella, como dice el mismo san Pablo, hasta «completar en su carne
lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col
1, 24). San Pablo desarrolla una teología muy profunda sobre la Iglesia como cuerpo
místico de Cristo. A nadie le es ajeno cómo funciona el cuerpo. Ya los Padres, para
hablar de la providencia divina, ponían como ejemplo la armonía que hay, en el cuerpo
humano, entre todos sus miembros: contribuyendo a un mismo fin, aportando cada uno
lo propio, todos colaboran a la vida común del cuerpo, todos se benefician de la vida
común del cuerpo. Así, nosotros somos piedras vivas que, al amar, al aportar cada una lo
que, con amor, puede en cada momento, edificamos el cuerpo de cuya vida luego todos
nos beneficiamos. Cada vez que amamos, y debemos amar a amigos y enemigos, a justos
e injustos, a fuertes y débiles, damos vida a esas personas, damos vida a la familia
humana, y nosotros mismos nos llenamos de vida. Cada vez que amamos, nos cueste
más o nos cueste menos, actualizamos nuestro ser imagen de Dios, dejamos a Cristo que

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viva en nosotros, dejamos al Espíritu que nos vivifique y que vivifique a través de
nosotros.
Si alguien rechaza la cruz, se comporta como un miembro del cuerpo que no quiere
colaborar con el resto. Aparte de ser un acto de egoísmo, es un acto necio, porque un
órgano no puede vivir aislado del resto. En el estado actual de las cosas, en el que uno
tiene que lidiar consigo mismo para purificar su corazón de los vástagos del desamor
tales como el egoísmo, la soberbia o la vanidad, amar significa aceptar que podemos ser
heridos por el sufrimiento ocasionado por otros, que nosotros mismos podemos
ocasionar sufrimiento, que el amor en sí mismo será a menudo doloroso. Por eso,
necesitamos una continua conversión y purificación interior. El mensaje de Elías fue ese;
es más, él mismo, movido por el celo de Dios, fue instrumento de purificación, y por eso
fue perseguido: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba
como antorcha. Él hizo venir sobre ellos el hambre, y con su celo los diezmó. Por la
palabra del Señor cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces» (Si 48, 1-3). Por
eso, con la petición del salmo de la misa de hoy, oramos pidiendo a Dios que sane
nuestros corazones para poder amar como ama Cristo: «Oh Dios, restáuranos, que brille
tu rostro y nos salve (...). Vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida
la cepa que tu diestra plantó y al hijo del hombre que tú has fortalecido» (Sal 80, 4.15-
16).

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DOMINGO 15 DE DICIEMBRE
TERCERA SEMANA DE ADVIENTO

EVANGELIO
Mateo 11, 2-11

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus
discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven
y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y
los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!». Al
irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el
desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con
lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?,
¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo
envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”. En verdad os
digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más
pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».

s
PARA MEDITAR

1. Purificar las esperanzas.


2. Recordar el amor de Dios por nosotros.
3. Somos un pueblo peregrino.

1. El evangelio de la misa de hoy es el texto previo a lo que la liturgia nos ha


propuesto como primera lectura el jueves y el viernes de la segunda semana de
Adviento. El capítulo 11 de Mateo es el inicio de una serie de enseñanzas sobre el
misterio del reino, que incluye una larga serie de parábolas. Y ahí aparece el Bautista, el
que ha venido a preparar el camino, cumpliendo la profecía de Malaquías, como ya
vimos el jueves. Con su predicación, Jesús busca tanto mostrar lo que es el Reino de los

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Cielos, como lo que no es. Porque en los israelitas se ha afincado una forma de concebir
el reino que debe ser purificada. Esa forma de pensar se basa, en todo caso, en algo real:
una esperanza profunda que hay en los corazones, el recuerdo, por así decir, de algo a lo
que aspiramos, algo que hemos tenido y hemos perdido hace mucho tiempo. Una
esperanza que, sin embargo, el paso del tiempo ha desfigurado.
El reino de Dios es un reino de alegría, fértil, lleno de belleza, de libertad y salud,
refugio seguro, hogar de acogida, en el que no hay ni pena ni aflicción. De eso habla la
primera lectura de la misa, tomada, de nuevo, del profeta Isaías, y que ya escuchamos el
lunes de la segunda semana de Adviento (Is 35, 1-6a.10). Pero cada uno concibe ese
reino a la medida de su corazón, entendiendo por corazón lo más íntimo de la persona y,
por tanto, incluyendo el conocimiento y los deseos, su pequeñez o su grandeza.
El pueblo de Israel, al poco de salir de Egipto, estaba entusiasmado por su liberación,
aunque, en realidad, tampoco era muy consciente de hasta qué punto vivía esclavizado.
Pero, poco después, al echar en falta las comodidades de las que disfrutaba en Egipto,
empezó a quejarse, porque no tenía ya algo de lo que colmaba sus esperanzas: «¡Ojalá
hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos
alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos!» (Ex 16, 3); «¡Quién nos
diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en
Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos! En cambio, ahora se nos
quita el apetito de no ver más que maná» (Nm 11, 4-6). ¿Acaso sus esperanzas se habían
hecho mezquinas en Egipto? ¿O acaso habían perdido la esperanza?

2. La queja de los israelitas suena razonable. No tienen el alimento que necesitan.


Pero hay algo en ella que suena extraño. Lo que está en juego no es tener pepinos,
melones, puerros, cebollas y ajos. Lo que está en juego es la tierra prometida, la libertad,
la alegría profunda del alma. Es algo tan grande como la vida eterna y la libertad de los
hijos de Dios. En Egipto, Israel no tenía derechos, no podía criar a sus hijos varones,
trabajaba de sol a sol. Sí; quizá, a cambio de todo eso, tenía carne, pan y pescado gratis.
Pero ¿era gratis? ¿Qué tipo de vida era esa, en comparación con lo que se le había
prometido a Abrahán: una tierra, una larga vida, una incontable descendencia? Había
algo que despertar en sus corazones, tenían que recordar quiénes eran y quién era el Dios
de las promesas: un Dios poderoso y fiel, que no se olvida de su pueblo; que dice a
través de los profetas que, aunque una madre pueda olvidarse del hijo que lleva en sus
entrañas, Él no se olvida (Is 49, 15); que no nos rechaza, aunque nosotros le rechacemos
(2 Tm 2, 13). Así lo reza el salmo de la misa de hoy: «el Señor (...) mantiene su fidelidad
perpetuamente (...), hace justicia a los oprimidos (...), da pan a los hambrientos (...),
liberta a los cautivos (...), abre los ojos al ciego» (Sal 146, 6-8).
Por eso, Jesús dice a los que salen a escuchar al Bautista y a los que salen a su propio
encuentro: «¿Cómo concebís el reino y la salvación? ¿Qué es lo que estáis buscando?

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¿Algo que se acomode a vuestros gustos? ¿Prosperidad, alimento, casa y vestidos
lujosos? ¿Buscáis a una persona que haga milagros y os dé seguridad y os proporcione lo
que le vais a pedir? Pues entonces, buscáis mal. El problema está en vuestras esperanzas,
porque uno va detrás de lo que espera».

3. Esas preguntas de Jesús también van dirigidas a nosotros. Porque también nuestras
esperanzas han de ser continuamente purificadas. La Carta a los Hebreos es un precioso
texto que intenta purificar la esperanza de los desanimados, de esos que han abrazado el
cristianismo, pero que ven que tarda en llegar la realización de las promesas. Jesús es un
Mesías misterioso. Deja que sus seguidores sean perseguidos y que vivan en la carencia.
¿Por qué?
Y san Pablo les dice: «No olvidéis que el cristiano es un peregrino, que camina hacia
un descanso del que la tierra prometida era figura, pero en el que aún no ha entrado. No
le pidáis a este mundo la paz que no puede dar» (Jn 14, 27). «No transforméis las lógicas
esperanzas intermedias en la esperanza que da sentido a todo. Intentad hacer ya aquí
presente el reino, pero sin olvidar lo que es el reino. La paciencia es la que os hará
perfectos, porque es la que os llevará a la meta» (St 1, 4). Por ella se mueve todo el que
inicia una empresa: «Mirad: el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando
con paciencia hasta que recibe la lluvia temprana y la tardía. Esperad con paciencia
también vosotros» (St 5, 7-8). La esperanza, si está viva y es verdadera, nos ayudará a
dar a cada cosa la importancia que tiene en el conjunto de un camino que se dirige a la
vida eterna.

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LUNES 16 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 21, 23-27

En aquel tiempo, Jesús llegó al templo y, mientras enseñaba, se le acercaron los


sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle: «¿Con qué autoridad haces
esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?». Jesús les replicó: «Os voy a hacer yo
también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago
esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?». Ellos se
pusieron a deliberar: «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?”.
Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por
profeta». Y respondieron a Jesús: «No sabemos». Él, por su parte, les dijo: «Pues
tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto».

s
PARA MEDITAR

1. Pastores que no cuidan a las ovejas.


2. A la ceguera no se llega de golpe.
3. Escuchar a Dios en el día a día.

1. El capítulo 21 del evangelio según san Mateo tiene una gran intensidad. Jesús ha
entrado de una forma triunfal en Jerusalén y ha comenzado a enseñar en el templo. Lo
primero que ha hecho es expulsar a los vendedores. Después, ha curado a ciegos y cojos
y, por ello, los niños han gritado Hosanna al Hijo de David. A la indignación de los
sumos sacerdotes y los escribas, Jesús ha contestado citando un salmo: «De la boca de
los niños de pecho has sacado una alabanza contra tus enemigos para reprimir al
adversario y al rebelde» (Sal 8, 3). Al día siguiente, Jesús predica sobre la higuera sin
fruto que ha visto en el camino. Después, vienen las palabras del evangelio de la misa de
hoy y tres parábolas muy significativas: la de los dos hijos, la de los viñadores homicidas
y la del banquete de bodas.

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Es evidente que se trata de una corrección en toda regla. Pero Jesús no ha venido a
condenar, sino a sanar los corazones. Los sumos sacerdotes y los maestros de la ley eran
los pastores del Pueblo. En sus manos estaba instruir, guiar, procurar el buen alimento,
ejercer el culto. Pero todo eso ha acabado vacío, se ha convertido en un puro legalismo,
en una práctica hueca, externa e hipócrita. Y así, los pastores están llevando a la
perdición a las ovejas, porque las están privando del alimento verdadero, del que suscita,
a su vez, el deseo de un alimento «nuevo», del que prepara para acoger la buena nueva.
Estos pastores, con su frondosidad, tienen apariencia de salud, pero en realidad no dan
fruto y acabarán secándose. Esta es una triste realidad, repetida cíclicamente en la
historia del Israel, y sobre la que Dios no se cansó de hablar al Pueblo a través de los
profetas.

2. El diálogo entre Jesús y los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo es muy
significativo. Lo primero que llama la atención es su cerrazón interior y su hipocresía.
Les da exactamente igual lo que Jesús está haciendo y diciendo. ¡No hay peor sordo que
el que no quiere oír! Les da igual estar viendo con sus ojos cumplidas las profecías de las
Escrituras que conocen al dedillo. ¡No hay peor ciego que el que no quiere ver! Una
impresión parecida nos provoca la hipocresía de Herodes cuando, ante los rumores de
que ha nacido el Mesías, pregunta a los sumos sacerdotes y escribas que dónde había de
nacer según las Escrituras. Ellos le contestan que en Belén, como está escrito en el libro
de Miqueas (Mi 5, 1-3). Pero Herodes en vez de acudir a acogerlo, solo quiere saberlo
para ver qué hace: ni espera al Mesías ni le desea. Imaginemos que Jesús viene a
acogernos glorioso en la Parusía y que le recibimos con un: «¿y tú quién eres?, ¡no te
queremos ni te necesitamos!, ¡ya nos hemos organizado y tenemos nuestra tierra
prometida y nuestros dioses!».
Pero ¿acaso han llegado a esa ceguera de golpe?, ¿acaso ha nacido de la noche a la
mañana esa especie de mesianismo sin Mesías? No. Estas cosas se van fraguando
siempre poco a poco. Ellos apelan a una autoridad, pero en el fondo se han erigido ellos
mismos en autoridad, han creado su propia justicia. ¿Cómo no pensar que lo que hacen
es fachada?, ¿cómo no pensar que su hipocresía es querida, es culpable? No todos son
así, evidentemente. Los evangelios se han preocupado de dejarnos un buen muestrario de
personas fieles y sencillas, a cuya cabeza se encuentra María. Pero muchas de estas están
hambrientas, están abandonadas. Nadie las ha instruido en el sentido de la ley, y encima
son llamadas malditas: «Los fariseos les replicaron: ¿También vosotros os habéis dejado
embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de
la ley son unos malditos» (Jn 7, 47-49).

3. Ya a las puertas de la Navidad, este encuentro de Jesús con los sumos sacerdotes y
los ancianos se convierte, para nosotros, en una invitación a considerar si realmente

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hacemos lo posible por estar preparados para acoger a Jesús que viene, y no solo en la
noche de Navidad, sino en el día a día. Porque Jesús está viniendo continuamente, quiere
nacer en nosotros en cada instante. Todo lo que tenemos delante, personas, ocupaciones,
sucedidos, es tiempo y ocasión de acogida, de amor, de salvación. Lo grande y lo
pequeño. Los libros sapienciales de la Escritura nos hablan de la necesidad de meditar la
ley de Dios y hacerla vida. En Jesús, tenemos esa enseñanza viva hecha plenitud. La
Escritura habla de los rectos caminos y sendas de Dios. No son caminos ya marcados, en
los que ha desaparecido la libertad. Son las sendas por las que, discurriendo con amor,
habiendo educado nuestro corazón, habiéndolo abierto al Espíritu y sus dones, nos
acercamos a Cristo y, con él, vamos al Padre.
La primera lectura de la misa de hoy nos ofrece el ejemplo de Balaán, un extraño
adivino al que Balac, el rey de Moab, le pide maldecir al pueblo de Israel (Nm 22, 6).
Dios, sin embargo, le abre los ojos y le hace ver cosas que no se pueden ver con la
simple vista. Esas visiones de realidades que están por venir le instruyen en los planes de
Dios y le llevan a bendecir a Israel (Nm 24, 2-7.15-17a). No podemos saber qué había en
el corazón de Balaán. Pero no es descabellado aventurar que se trataba de una persona
abierta al Dios verdadero. Se trataba de un corazón humilde para aceptar y acoger. Como
el corazón de un alumno que en clase escucha con la conciencia de que sabe poco. Así
pedimos con el salmo de la misa: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador» (Sal
25, 4-5).

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MARTES 17 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 1, 1-17

Libro del origen de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a
Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. Judá engendró,
de Tamar, a Fares y a Zará, Fares engendró a Esrón, Esrón engendró a Arán, Arán
engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró a Salmón,
Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed engendró a
Jesé, Jesé engendró a David, el rey. David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón,
Salomón engendró a Roboán, Roboán engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, Asaf
engendró a Josafat, Josafat engendró a Jorán, Jorán engendró a Ozías, Ozías engendró a
Joatán, Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a
Manasés, Manasés engendró a Amós, Amós engendró a Josías; Josías engendró a
Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia. Después del destierro de
Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel
engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquín, Eliaquín engendró a Azor, Azor
engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquín, Aquín engendró a Eliud, Eliud engendró a
Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob; y Jacob engendró a José, el
esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde
Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia,
catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce.

s
PARA MEDITAR

1. Abrir el corazón a la Sabiduría.


2. Jesús da inicio a la nueva creación.
3. Somos portadores de paz y justicia.

1. Comienzan hoy las ferias litúrgicas especiales previas a la Navidad. Los


evangelios de estas misas pertenecen al primer capítulo de Mateo y al primer capítulo de

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Lucas. Sus antífonas incluyen apelativos que nos van introduciendo poco a poco en el
misterio de la identidad del que va a venir. La de hoy dice así: «Sabiduría del Altísimo,
que lo ordenas todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la
prudencia». En el Antiguo Testamento, en los libros de Proverbios y Eclesiástico, se
habla de la Sabiduría que sale de la boca del Altísimo, que está en el origen de todo y lo
llena todo (Pr 8 y Si 24). El prólogo del evangelio de Juan, que aparece en la liturgia de
Navidad, tiene una gran afinidad con esos textos. Así, ya desde el principio, se nos
anima a abrir nuestro corazón en espera de esa Sabiduría personificada que existe desde
siempre, que da sentido y orden a todo, y que ahora viene a nosotros de una forma
completamente insospechada.
Esa antífona nos habla del camino de la prudencia. Esta expresión es muy común en
los libros sapienciales. Nuestra vida sobre la tierra es un camino hacia una meta, ¡tiene
un sentido! La prudencia resume en sí la idea de buen gobierno. Es una imagen
retomada, de diversas formas, en el Nuevo Testamento. Una muy gráfica es la del timón
que gobierna la nave para que llegue a buen puerto, o la del práctico que ayuda a que el
navío pueda acercarse a tierra sin incidentes. La prudencia es esa luz interior que nos
dice si el paso que vamos a dar nos acerca a la meta o nos aleja de ella. Del mismo modo
que todo el universo está gobernado por una sabiduría que se nos escapa, esa misma
sabiduría nos ayudará a nosotros a avanzar hacia nuestra plenitud, a hacer realidad
nuestra vocación. Se trata de una sabiduría que viene, se trata de una persona. Cualquier
otra sabiduría de la que podamos hablar no es sino manifestación de esta que se nos
acerca: el Verbo eterno encarnado que viene a transformar nuestra existencia.

2. La Sagrada Escritura nos anima una y otra vez a considerar que salvación es
mucho más de lo que la mera palabra significa. Salvar es llenar. Salvar es llevar a
plenitud. Pero para eso, primero hay que liberar de las ataduras, liberar de lo que impide
desear, crecer y madurar. El Mesías viene a hacer todo eso. Viene a mostrarnos nuestra
vocación y a posibilitarnos realizarla. Y llega hasta nosotros dentro de una historia llena
de nombres. Con su genealogía (libro del génesis de Jesucristo, dice el texto griego),
Mateo relaciona a Jesús con el Génesis. Al final de este libro aparece Israel (Jacob) en
Egipto, mientras que al final de la genealogía de Mateo aparece Jesús, el Nuevo Israel.
La creación acaba en Israel (Jacob), y las promesas hechas a David y Abrahán, el reino y
la bendición, se cumplen en Jesús. Los números de la genealogía sirven para mostrarnos
a Jesús como el David perfecto y para decirnos que, con Jesús, se completa la creación y
se inaugura la etapa de la plenitud de la historia de la salvación, la nueva creación.
La genealogía de Jesús está jalonada de fe y amor y, lógicamente, también de
debilidades humanas. Esa fe y ese amor son sombra de lo que, en el Mesías, se dará en
plenitud. Eso es lo que le permitirá restablecer lo roto por la desobediencia y el desamor,
y volver a unir cielo y tierra: su amor le convertirá en camino para que podamos obtener

55
un corazón nuevo, en el que se unan cielo y tierra. Abrahán es padre en la fe (Gn 12, 4);
en Jesucristo veremos la obediencia perfecta al Padre. David fue pastor y rey, según el
corazón de Dios (1 S 13, 14); Jesucristo será el Buen Pastor del rebaño del Padre y será
quien ostente el cetro y el bastón de mando del que habla Jacob en su lecho de muerte
(Gn 49, 1-2.8-10). A José, hombre justo, Dios le dio un papel fundamental en la historia
de la salvación (Mt 1, 20-21); Jesús, el Justo, será nuestro Salvador.

3. Nos acercamos a la Navidad con el deseo de acoger a aquel que traerá la paz y la
justicia. Pero también con la convicción de que viene a convertirnos en portadores de
paz y justicia. Todo don incluye una tarea. Estamos llamados a seguir esos pasos de fe y
amor en el cuidado de la familia de Dios. Con esa ilusión cantamos en el salmo de la
misa: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu
pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los
collados, justicia; defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre (...).
En sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; domine de mar a mar, del
Gran Río al confín de la tierra (...). Él sea la bendición de todos los pueblos, y lo
proclamen dichoso todas las razas de la tierra» (Sal 72, 1-4.7-8.17).

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MIÉRCOLES 18 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Mateo 1, 18-24

La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada


con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu
Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en
privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel
del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la
criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que
se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la virgen
concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-
con-nosotros”». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del
Señor y acogió a su mujer.

s
PARA MEDITAR

1. Jesús Salvador es Dios-con-nosotros.


2. José tiene un papel central en el Misterio.

1. El evangelio de la misa de hoy continúa el pasaje de ayer, exponiendo cuál es el


origen, la vocación y la misión de Jesús. Al hacer esto, no solo revela su identidad, sino
también la de José. Respecto al primero, dice la antífona al evangelio de la misa: «Pastor
de la casa de Israel, que en el Sinaí diste a Moisés tu ley, ven a librarnos con el poder de
tu brazo». Esta es la vocación-misión de la que habla el ángel del Señor a José: «Dios-
con-nosotros, el hijo de María, al que tú le pondrás por nombre Jesús, salvará a su
pueblo de sus pecados».
La primera lectura de la misa ayuda a dar perspectiva a estas palabras. Se trata de un
pasaje del libro de Jeremías, que contiene un oráculo en relación al destierro del Pueblo
en Babilonia: «Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que daré a David un

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vástago legítimo: reinará como monarca prudente, con justicia y derecho en la tierra. En
sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro. Y le pondrán este nombre: “El-Señor-
nuestra-justicia”. Así que llegan días —oráculo del Señor— en que ya no se dirá: “Lo
juro por el Señor, que sacó a los hijos de Israel de Egipto”, sino: “Lo juro por el Señor,
que sacó a la casa de Israel del país del norte y de los países por donde los dispersó, y los
trajo para que habitaran en su propia tierra”» (Jr 23, 5-8).
La historia de la salvación es una historia de dones-rechazo-promesa-salvación, que
se repite cíclicamente. El primer episodio es el de la creación y el pecado y sus
consecuencias: desposesión de unos dones y expulsión del Paraíso. Pero hay una
promesa de salvación. Otro gran episodio es el de la bajada a Egipto, en donde el Pueblo
se aleja de Dios, y su posterior liberación de la esclavitud cruzando el Mar Rojo y
peregrinando por el desierto hasta entrar en la tierra prometida. Otro, el de un nuevo
rechazo de Dios y el destierro en Asiria y en Babilonia. Jeremías ha hablado de esta
catástrofe y ha exhortado a la conversión para poder evitarla, pero el Pueblo no ha
escuchado. Y de nuevo una promesa. Esa salvación, ese descanso, esa tierra prometida,
es como la zanahoria que el burro tiene delante y le empuja a andar, pero que nunca
alcanza. Porque no puede. La salvación no está en manos de los hombres. No podemos
vencer al pecado ni realizar nuestra vocación sin la ayuda de la gracia.
Muchos se han presentado como salvadores, lo siguen haciendo y lo seguirán
haciendo. Pero solo uno puede salvar de verdad al hombre, solo uno puede abrirle las
puertas de la plenitud. Lo que ofrecen todos los demás es humo. El Salvador verdadero
es Dios-con-nosotros, porque, allá donde estemos, él está. Nunca nos abandona, aunque
nosotros nos alejemos de Él. Nos alejamos cuando nos escondemos de Él, cuando nos
escondemos de nosotros mismos, olvidando quiénes somos, y buscamos nuestra
felicidad o plenitud en algo que no puede darla. Y así nos engañamos a nosotros mismos.
Pero, a pesar de nuestro comportamiento, Dios no se aleja nunca de nosotros. Y, ahí, a
nuestro lado o dentro de nosotros, nos acompaña y nos protege, actuando para volver a
enamorarnos: «Por eso, yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón (...). Allí
responderá como en los días de su juventud» (Os 2, 16-17). Dios nos acompaña también
con su justicia, que es amor y misericordia. Porque quiere que nos demos cuenta de que
estamos lejos de casa, de que nuestra morada es «nosotros con Él», «Él con nosotros».
Esa es nuestra tierra prometida, en la que mana leche y miel y en la que hay plenitud de
vida: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y
haremos morada en él» (Jn 14, 23). Nuestra salvación es, en último término, que Cristo
reine en nuestros corazones, que el Padre more en nuestras almas.

2. En el evangelio de la misa se nos habla de María y de José, aunque se hace desde


la mirada de este último. Mateo quiere dejar claro que María ha concebido sin
intervención de varón. Pero, sobre todo, quiere hablar del papel de José en ese gran

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misterio y de cómo lo vive en su corazón. La expresión que lo define, «justo», dice
mucho: participa de un modo especial de la justicia de Dios. Es un hombre recto, fiel, a
quien Dios puede confiar a María y a su hijo. Dios hace a José realmente padre de Jesús
cuando le dice, a través del ángel, que debe ponerle el nombre: eso es lo que le convierte
en padre legal del hijo de María ante el mundo. Con ello nos dice también que la
paternidad no se reduce a lo biológico. Jesús recibe, así, de José su descendencia
davídica; es el Rey Mesías prometido.
El texto de Mateo que usamos en la liturgia podría ser puntuado de otra forma, y así
se entendería mejor el sentido que, seguramente, quiso dar el evangelista a sus palabras.
José, que es justo y no quiere someter a infamia a María, no duda de ella, sino que,
intuyendo una acción de Dios en su esposa, y juzgándose indigno y pecador, piensa en
dejar libre a María a través de un «repudio secreto»: «José, hijo de David, no temas
tomar a María por esposa porque lo que en ella haya sido engendrado ha sido obra del
Espíritu Santo [No temas porque haya concebido de Dios]». Pero Dios le dice: «tienes
un lugar en el misterio». Nosotros también estamos llamados a participar de este
misterio, a traer a Jesús al mundo con nuestro sí de cada día y a custodiarlo en nosotros y
llevarlo por el mundo entero.

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JUEVES 19 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 1, 5-25

En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del
turno de Abías, casado con una descendiente de Aarón, cuyo nombre era Isabel. Los dos
eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor.
No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada. Una vez que
oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes,
le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la
muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso. Y se le
apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías
se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor. Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías,
porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por
nombre Juan. Te llenarás de alegría y gozo, y muchos se alegrarán de su nacimiento.
Pues será grande a los ojos del Señor: no beberá vino ni licor; estará lleno del Espíritu
Santo ya en el vientre materno, y convertirá muchos hijos de Israel al Señor, su Dios. Irá
delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los
padres hacia los hijos, y a los desobedientes, a la sensatez de los justos, para preparar al
Señor un pueblo bien dispuesto». Zacarías replicó al ángel: «¿Cómo estaré seguro de
eso? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada». Respondiendo el ángel, le
dijo: «Yo soy Gabriel, que sirvo en presencia de Dios; he sido enviado para hablarte y
comunicarte esta buena noticia. Pero te quedarás mudo, sin poder hablar, hasta el día en
que esto suceda, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento
oportuno». El pueblo, que estaba aguardando a Zacarías, se sorprendía de que tardase
tanto en el santuario. Al salir no podía hablarles, y ellos comprendieron que había tenido
una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, porque seguía mudo. Al cumplirse
los días de su servicio en el templo, volvió a casa. Días después concibió Isabel, su
mujer, y estuvo sin salir de casa cinco meses, diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí
el Señor, cuando se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente».

60
s
PARA MEDITAR

1. Solo Dios es fuente de vida.


2. Llamados a cooperar con la salvación ofrecida por Dios.

1. Leemos en el evangelio de la misa de hoy una primera anunciación, la del ángel


Gabriel a Zacarías. De quien se habla es de Juan el Bautista, sobre el que ya hemos
meditado, de la mano de Mateo, en días pasados. El sucedido es, por un lado, una fuerte
manifestación del poder de Dios: él es la fuente de la vida. La primera lectura de la misa
recuerda el caso de la mujer de Manoj, que era estéril, y a la que el ángel del Señor se le
apareció y le dijo que concebiría a un hijo que comenzaría a salvar a Israel de los
filisteos: se trataba de Sansón (Jc 13, 2-7.24-25a). Ya, antes, le había ocurrido algo
parecido a Abrahán y Sara (Gn 18, 10-11). Del mismo modo que Dios ha creado todo lo
que existe, y ha puesto en su cima al hombre, al que ha dado vida con su soplo (Gn 2, 7),
ha creado también el Pueblo de Israel de donde no podía salir nada, porque las fuentes de
la vida estaban secas, y ha sacado a Sansón de otra fuente que no manaba. Lo mismo
pasará con Isabel, Zacarías y el Bautista. Dios está detrás de toda la historia humana,
creando, salvando y, en último término, recreando en Cristo. ¡Para Dios nada hay
imposible!
Todo esto es una manifestación extraordinaria de la providencia de Dios. Por eso, al
acercarse la Navidad, la Iglesia expresa en la liturgia el agradecimiento sincero que hay
en todos y cada uno de nosotros recurriendo a las palabras del salmista. Estas son
oración de la Iglesia y, por tanto, oración de sus hijos: «Sé tú mi roca de refugio, el
alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la
mano perversa (...). Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde
mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías (...).
Contaré tus proezas, Señor mío; narraré tu justicia, tuya entera. Dios mío, me instruiste
desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas» (Sal 71, 3-4a.5-6ab.16-17). Y
damos gracias, de un modo especial hoy, porque Dios cuenta con los hombres para sus
planes creadores y salvadores, con cada uno de un modo singular. Nadie queda excluido.
Y la grandeza de nuestra colaboración no depende de la tarea concreta, sino del amor y
la generosidad con que nos entreguemos a ella.

2. El relato de la aparición del ángel a Zacarías dice también otras cosas. Él y su


mujer son justos, son verdaderos creyentes. Ellos se suman así a la preciosa lista de las
personas que han escuchado a Dios y viven sinceramente su fe, procurando vivir los
mandamientos de Dios y aceptando las carencias que tienen, de un modo particular la de
no poder tener hijos. Zacarías participa del turno, según el ritual de los sacerdotes: como

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representante del Pueblo, hace las ofrendas estipuladas a Dios. Sobre todo, la ofrenda de
su propia existencia. Pero Dios pone a prueba su fe, diciéndole que va a haber vida
donde no la había. Él pedía y esperaba, pero el misterio le supera. Y Dios quiere que se
convierta en signo de la incredulidad y admiración del Pueblo perdiendo la palabra.
En Zacarías, Dios nos pide que nuestra fe sea sincera, que nuestra oración sea
perseverante y confiada. Quiere que nos sepamos protagonistas de la historia de la
salvación, que cuenta con nosotros para traer vida al mundo. Nos dice que de nosotros
puede depender algo inmenso que se nos escapa: Zacarías agradeció que se le hubiera
quitado la afrenta ante los hombres; toda la humanidad agradece la vida y el testimonio
del Bautista, que sirvió para remover los corazones descarriados y dormidos, y para
exhortarnos, también con su ejemplo, a prepararnos para acoger la buena nueva.

62
VIERNES 20 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 1, 26-38

En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de
David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas
palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María,
porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y
le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino
no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El
ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu
pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban
estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.

s
PARA MEDITAR

1. Nuestro «sí» cambia la historia.


2. Seguidores del Dios vivo.
3. En cada «sí» hacemos realidad nuestra vocación.

1. La liturgia de la misa nos acerca hoy a uno de los momentos más entrañables de la
historia de la salvación. No podemos hacernos cargo de cómo vivió en su interior María
ese encuentro con el ángel. La llena de gracia tiene un corazón limpio y puro, totalmente
abierto a Dios, sensible y fuerte al mismo tiempo, profundo, sabio y sencillo, humilde y
lleno de amor. Aquella presencia y aquellas palabras no retumbaron en su corazón del
mismo modo que lo habrían hecho en el nuestro. María es una buscadora de Dios. Y,

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ahora, Él se presenta, por medio de su ángel, para decirle que va a ser protagonista
central de la historia de la salvación. Todos estamos expectantes ante la escena, tan
oculta y tan conocida al mismo tiempo. Y mientras la contemplamos, oramos con el
salmo de la misa: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos. –¿Quién puede subir al monte del
Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? –El hombre de manos inocentes y puro
corazón, que no confía en los ídolos (...). Ese recibirá la bendición del Señor, le hará
justicia el Dios de salvación. –Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu
rostro, Dios de Jacob» (Sal 24, 1-4ab.5-6). La respuesta a ese diálogo del salmo es
inmediata: María.
La respuesta de María, que es un sí pronunciado a lo largo de toda su vida, produce
un cambio radical en la historia de los hombres. A la cabeza se nos viene el diálogo de
Dios con Adán y Eva, y aquel rechazo incomprensible de nuestros primeros padres. San
Pablo contempla así el momento que ahora recuerda el evangelio: «Cuando éramos
menores de edad, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo. Mas cuando
llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial.
Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama:
“¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también
heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 3-7). María experimenta, con una conciencia cada
vez más profunda a lo largo de su vida, el misterio de nuestra adopción filial, y no puede
más que exultar de gozo. Y con ella, también nosotros nos llenamos de alegría.

2. En la primera lectura de la misa se nos presenta a Acaz, un rey de Israel cuyo


corazón está lejos de Dios, que está a punto de atraer una gran desgracia sobre todo el
Pueblo (Is 7, 10-14). El profeta Isaías ha sido enviado para hablarle de una condena, pero
también de una esperanza. Parece como si el Pueblo necesitara vivir indigente para darse
cuenta de la magnitud del amor de Dios y de las consecuencias del pecado. No en vano,
el Señor tuvo que sacar a Israel al desierto para que, una vez desprovisto de todo lo que
tenía, el Pueblo pudiera escuchar su voz. Y, aun así, solo lo consiguieron los de manos
inocentes y puro corazón, que no confiaban en los ídolos. Un corazón doble o
endurecido no puede escuchar bien a Dios. El Pueblo, en tiempos de bonanza, se aleja
del Señor y se construye unos ídolos —la imagen que él tiene de Dios— con los que no
tiene ninguna responsabilidad y a los que puede manejar a su antojo. Pero, en la
desgracia, vuelve sus ojos al Dios vivo.
Todas esas lecciones del pasado tienen para nosotros un sentido muy inmediato. La
relación con una persona siempre implica un vínculo, una aceptación y una entrega que
comprometen. Es una relación que perfecciona, pero que hay que cuidar con un amor
que implica, continuamente, purificación del mal amor propio. Y la persona por

64
excelencia con la que estamos llamados a relacionarnos es Dios mismo. Pero nosotros
podemos crearnos un Dios a nuestra imagen, que no exija, que no comprometa. Y
ofrecerle un culto vacío, mecánico. Sin embargo, ese Dios está muerto, no llena, no es
capaz de dar vida: «Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace. Sus ídolos, en
cambio, son plata y oro, hechura de manos humanas: tienen boca, y no hablan; tienen
ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen; tienen nariz, y no huelen; tienen manos, y no
tocan; tienen pies, y no andan; no tiene voz su garganta» (Sal 115, 3-7).

3. La antífona del evangelio de la misa de hoy está en la línea de las palabras del
arcángel Gabriel: «Llave de David, que abres las puertas del reino eterno, ven y libra a
los cautivos que viven en tinieblas». El rey Acaz llevó al Pueblo a las tinieblas. Jesús lo
llevará a la luz. María, la llena de gracia, es, en cierto modo, llave de la Llave, pues de su
seno virginal el Verbo tomará la carne humana para renovarla. La expresión «He aquí la
esclava del Señor» contiene también un eco del Génesis: Dios creó al hombre para servir
(Gn 2, 15). Ahora María actualiza —hace realidad de un modo concreto— esa vocación
eterna con la que, a todos, Dios nos ha llamado.

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SÁBADO 21 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 1, 39-45

En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la


montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció
que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó
Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».

s
PARA MEDITAR

1. El verdadero amor sale al encuentro del otro.


2. Todo pasará menos el amor.

1. La liturgia de la misa de hoy une el pasaje de la visitación de María a su prima


Isabel con un texto del Cantar de los Cantares, en el que se canta a la vitalidad y
diligencia del amor. María se ha levantado y se ha puesto en camino a la casa de
Zacarías e Isabel. Tiene prisa por ayudar. Ya han empezado los tiempos nuevos. El
Verbo ya se ha encarnado en su seno. Esto ha impreso otro carácter y otro ritmo a la
historia. El amor siempre tiene prisa. Pero no esa prisa que quita la paz, sino la prisa que
es expresión del deseo.
Así se expresa el Cantar de los Cantares: «¡Un rumor...! ¡Mi amado! Vedlo, aquí
llega, saltando por los montes, brincando por las colinas. Es mi amado un gamo, parece
un cervatillo. Vedlo parado tras la cerca, mirando por la ventana, atisbando por la
celosía. Habla mi amado y me dice: “Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven”. Mira,
el invierno ya ha pasado, las lluvias cesaron, se han ido. Brotan las flores en el campo,
llega la estación de la poda, el arrullo de la tórtola se oye en nuestra tierra. En la higuera
despuntan las yemas, las viñas en flor exhalan su perfume. “Levántate, amada mía,

66
hermosa mía, y vente”. Paloma mía, en las oquedades de la roca, en el escondrijo
escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz: es muy dulce tu voz y
fascinante tu figura» (Ct 2, 8-14). El amado sale a buscar a la amada. El amor viene a
nuestro encuentro. Es Dios el que ama primero (1 Jn 4, 19). Por su amor hemos venido a
la existencia. Su amor nos sale continuamente al encuentro, como dice también la
alternativa a la primera lectura de hoy: ¡No temas! ¡Sion, no desfallezcas!. El Señor tu
Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su
amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3, 16-18).
El amor ya moraba en el corazón de María, pero la nueva presencia que alberga en su
seno la empuja de una manera nueva. Es la vitalidad de la primavera, de la vida. María
escucha la voz del amor y se lanza hacia adelante, como más tarde dirá san Pablo, que
también se sabía alcanzado por el amor: «No es que ya lo haya conseguido o que ya sea
perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo» (Flp 3,
12). Esta es la fe que actúa por el amor (Ga 5, 6), la fe viva (St 2, 17). Todos sabemos lo
difícil que es salir de uno mismo y pensar en los demás. Vivimos todo el día con
nosotros mismos, y existe un buen y necesario amor propio. Pero el Espíritu que habita
en nosotros empuja desde dentro y nos dice que amar al otro perfecciona no solo al
Cuerpo que es la Iglesia, la familia humana, sino a uno mismo: un miembro no vive para
sí; el cuerpo a cuya vida él contribuye da vida, a su vez, a cada miembro.

2. El salmo de la misa nos ayuda a considerar que solo el amor permanece. Y Dios es
Amor y su voluntad es el amor. Así dice san Pablo: «En una palabra, quedan estas tres:
la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (1 Co 13, 13). Así dice san
Juan: «Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre» (1 Jn 2, 17). Así dice Mateo: «El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35). Y, de un modo u otro, tantos otros pasajes de la
Biblia: «Se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios
permanece para siempre» (Is 40, 8); «Grábame como sello en tu corazón, grábame como
sello en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el
abismo; sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas. Las aguas caudalosas no
podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos. Quien quisiera comprar el amor con todas
las riquezas de su casa, sería sumamente despreciable» (Ct 8, 6-7). O como dice el salmo
de la misa de hoy: «El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón,
de edad en edad» (Sal 33, 11). Todas estas palabras nos exhortan a buscar lo que dura, lo
que no pasa, lo que vale, los carismas mejores: «Ambicionad los carismas mayores. Y
aún os voy a mostrar un camino más excelente. (...). Si tuviera fe como para mover
montañas, pero no tengo amor, no sería nada (...). El amor no pasa nunca (...) cuando
venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará» (1 Co 12, 31; 13, 2.8.10).

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En María vemos la alegría y la vitalidad que da tener el corazón lleno de gracia, lleno
de fe, de amor y de esperanza. Con el ejemplo de María vemos los efectos de tener cerca
a alguien que está en gracia. Queramos o no, se nota. La gracia actúa también hacia
afuera, aunque no nos demos cuenta. El tesoro más grande que podemos tener es al
Espíritu Santo en nuestras almas, los tesoros más grandes que podemos tener son sus
dones, comenzando por la fe, la esperanza y la caridad. Esto es, por tanto, lo que
debemos perseguir en primer lugar y comunicar a los demás: «Buscad sobre todo el
reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6, 33).

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DOMINGO 22 DE DICIEMBRE
CUARTA SEMANA DE ADVIENTO

EVANGELIO
Mateo 1, 18-24

La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada


con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu
Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en
privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel
del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la
criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que
se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la virgen
concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-
con-nosotros”». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del
Señor y acogió a su mujer.

s
PARA MEDITAR

1. Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir.


2. La riqueza insondable de Cristo.
3. María exulta de alegría.

1. Las lecturas de la misa del cuarto domingo de Adviento ya han aparecido en la


liturgia en los últimos días, salvo la de la Carta a los Romanos: el evangelio, el 18 de
diciembre (Mt 1, 18-24); la primera lectura y el salmo, el 20 de diciembre (Is 7, 10-14;
Sal 24, 1-2.3-4ab.5-6). Se trata de textos fundamentales, que la liturgia quiere que se
lean todos los años del ciclo A.
San Pablo, en el saludo de su carta más programática (Rm 1, 1-7), dice que el
contenido del evangelio de Dios, que predica, «se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe

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de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad
por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor». El Apóstol no se
cansó de meditar una y otra vez el misterio de Jesucristo, en el que descubrió al que,
como dirá el Apocalipsis, es capaz de abrir los sellos del libro que contiene el sentido de
toda la historia: «Pero uno de los ancianos me dijo: “Deja de llorar; pues ha vencido el
león de la tribu de Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir el libro y sus siete sellos”
(Ap 5, 5). El mismo Jesús se presenta así: “¿No habéis leído aquel texto de la Escritura:
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular?”» (Mc 12, 10; que
cita Sal 118, 22).
Podríamos citar innumerables textos en los que Pablo refleja hasta qué punto Cristo
le sedujo, término este que expresa muy bien lo que el conocimiento y la experiencia del
amor de Dios produjo en su corazón: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido
más fuerte que yo y me has podido. (...). Pensé en olvidarme del asunto y dije: “No lo
recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego,
algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jr 20, 7.9).
De ese corazón encendido salieron afirmaciones como esta, que son para nosotros fuente
de continua oración y de ánimo: «Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, lo
consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con
la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo
considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la
de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya
en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus
padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección
de entre los muertos. No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo
persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. Hermanos, yo no
pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda
atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al
cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús» (Flp 3, 7-14).

2. La Carta a los Efesios es una preciosa y profundísima expresión del contenido de


ese misterio que Pablo procuró, con generosa entrega, predicar a todo el mundo: «A mí,
el más insignificante de los santos, se me ha dado la gracia de anunciar a los gentiles la
riqueza insondable de Cristo; e iluminar la realización del misterio, escondido desde el
principio de los siglos en Dios, creador de todo. Así, mediante la Iglesia, los principados
y potestades celestes conocen ahora la multiforme sabiduría de Dios, según el designio
eterno, realizado en Cristo, Señor nuestro, por quien tenemos libre y confiado acceso a
Dios por la fe en él» (Ef 3, 8-12). En Cristo, Pablo descubrió el rostro del Padre y
conoció la vocación a la que todos hemos sido llamados. En Cristo descubrió la Iglesia,
ese Pueblo renovado y unido, familia de Dios —de la que, de tantos modos, se había

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hablado en la historia del Israel—, reconciliada y vivificada por su Cabeza. De este
misterio es necesario hacer un descubrimiento personal, y eso es un camino para el que
nunca nos van a faltar todo tipo de ayudas.

3. El evangelio propio del 22 de diciembre, que no leemos por ser domingo de


Adviento, es el «magníficat» de la Virgen María (Lc 1, 46-56). Sorprende ver cómo
brota la alegría y la alabanza de los corazones que han experimentado el amor de Dios de
una forma tan profunda. Siempre se trata de corazones profundamente humildes. Así
exultó Ana, la madre de Samuel, cuyas palabras toma en parte María, después de haber
sido bendecida por Dios con un hijo. De ella habla la primera lectura propia del día 22 (1
S 1, 24-28), que recoge su oración como salmo de la misa: «Mi corazón se regocija en el
Señor, mi poder se exalta por Dios. Mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu
salvación (...). Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de
valor. Los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer
estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la
muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y
enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se
siente entre príncipes y que herede un trono de gloria» (1 S 2, 1.4-5.6-7.8abcd).

71
LUNES 23 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 1, 57-66

A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus
vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban
con ella. A los ocho días vinieron a circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías,
como su padre; pero la madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan». Y le
dijeron: «Ninguno de tus parientes se llama así». Entonces preguntaban por señas al
padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre».
Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y
empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se
comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían
reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?». Porque la mano del Señor estaba
con él.

s
PARA MEDITAR

1. El Misterio del Cuerpo de Cristo.


2. Partícipes de una única y misma misión.
3. Dios obra en nosotros contando con nosotros mismos.

1. Estamos ya a las puertas de la Navidad, y la liturgia nos ofrece unos textos que nos
animan a meditar acerca de los caminos de Dios en la tierra. Ya hemos sido introducidos
en la historia del Bautista y ya se nos ha presentado a sus padres. Ahora se nos habla de
los vecinos. Las bondades de Dios quedan en parte ocultas para los que las ven desde
fuera. Así pasa siempre con los misterios de Dios: quien los mira «desde fuera», quien
los mira sin humildad ni fe, no puede verlos ni entenderlos. Por eso, los Padres de la
Iglesia siempre animan a leer la Sagrada Escritura desde la fe y, además, procurando
tener una vida cristiana intensa y sincera: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a

72
los pequeños» (Lc 10, 21). María, la madre de Jesús, mujer humilde y de fe, habituada a
meditar todo en su corazón, es modelo de persona sabia, que ha sido capaz de penetrar
en el misterio y, así, llenarse de alegría y entregar su vida, de un modo concreto, para
colaborar con el plan salvador de Dios.
Porque Dios tiene unos planes, que son de amor. En esos planes ocupan un lugar
central Cristo y la Iglesia. San Pablo, gracias a luces que recibió y a sus buenas
disposiciones interiores, llegó a conocerlos de un modo muy particular. Su imagen del
Cuerpo místico de Cristo es realmente afortunada: es profunda y, al mismo tiempo,
comprensible por todos. Aunque ninguna imagen paulina pretende expresar todo el
misterio. Cada una habla de un aspecto: depende de lo que quiera resaltar y de a quién
esté hablando. Entre ellas, las imágenes del Cuerpo y del edificio nos ayudan a
comprender una realidad antropológica central: todos venimos a este mundo llamados
por el amor de Dios y, al mismo tiempo, siendo copartícipes de una misión, la de edificar
la Iglesia. Esto es: realizamos nuestra vocación al amor amando, poniendo al servicio de
los demás lo que somos, porque en nuestra esencia está el ser familia, el estar en relación
con otros, con Dios en primer lugar y después con el resto de criaturas.

2. Juan el Bautista participó de esa común misión, que todos tenemos y compartimos,
preparando el camino para la llegada del Mesías. Él secundó eso que Dios había
sembrado en su corazón, una semilla que todos tenemos, el haber sido creados no para
vivir para nosotros mismos, sino para los demás: «superando nuestras expectativas, se
entregaron a sí mismos, primero al Señor y además a nosotros, conforme a la voluntad
de Dios» (2 Co 8, 5). Quien se da, crece como persona (Mc 9, 35). Quien se guarda para
sí mismo, se destruye. Y las formas de darse son innumerables, tantas como personas,
porque precisamente nos damos como personas: con nuestros talentos, sean los que sean
(2 Co 8, 12); en las circunstancias en las que nos encontramos en cada momento y que
nos permiten nuestras decisiones; con las ayudas con las que contamos, y todos
necesitamos; con el corazón abierto a las múltiples necesidades de la familia humana:
«Cada uno dé como le dicte su corazón: no a disgusto ni a la fuerza, pues Dios ama al
que da con alegría» (2 Co 9, 7). Nuestros caminos, la forma de llevar a cabo esa misma
misión que todos compartimos, quedan expresados en nuestro nombre. Pero ese nombre
solo Dios lo conoce. En la historia del Pueblo de Israel, Dios mostraba a las personas su
forma de contribuir a la misión común dándoles un nuevo nombre. Porque en Dios todo
es presente, Él ve toda nuestra vida con una sola ojeada, si podemos expresarnos así. No
coarta nuestra libertad, pero ve nuestro corazón, ve nuestras posibilidades, nuestros
deseos, nuestra respuesta. Y con su amorosa providencia, no deja de darnos las gracias
necesarias para llevar a cabo nuestros proyectos de amor, tantas veces como sea
necesario, «contando» también con nuestros fallos.

73
El salmista, consciente de que él mismo ni se conoce ni tiene fuerzas para amar como
le gustaría, nos ofrece oraciones preciosas, que podemos repetir con frecuencia: «Señor,
enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame,
porque tú eres mi Dios y Salvador» (Sal 25, 4-5); «Señor, tú me sondeas y me conoces.
Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares (...). Sondéame,
oh Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi
camino se desvía, guíame por el camino eterno» (Sal 139, 1-3.23-24).

3. Dios no obra en nosotros y a través de nosotros sin contar con nosotros.


Ciertamente, su amor es primero, su gracia es un regalo. El amor de verdad no pide
permiso para entrar en los corazones. Precisamente porque no es invasivo. Porque no
viene a robar ni a pedir, sino a dar y a darse. Pero como el corazón humano está hecho a
la medida del Amor, si está sano, no puede no responder a eso que recibe. Las
expresiones bíblicas parecen a veces oscuras. Pero tienen siempre un sentido muy
profundo. En la primera lectura de la misa de hoy se habla del día de la venida del Señor
de los ejércitos y se pregunta que quién podrá resistirlo (Mal 3, 1-4.23-24). Pero
podríamos traducir así lo que ahí se dice con términos militares y mentalidad humana:
«¿quién podrá resistir la venida del Amor?». Porque, ante su luz, los amantes quedarán
completamente seducidos y los que hayan cerrado por completo su corazón al amor, no
podrán sino rechazarlo, aun comprendiendo su maravilla. En todos se dará esa extraña
mezcla de alegría con dolor, por el egoísmo y la soberbia que haya habido en nuestros
corazones. Un dolor, en todo caso, purificador para los que aman, pero cuyos efectos se
nos escapan para aquellos que no amaron.

74
MARTES 24 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 1, 67-79

En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, se llenó de Espíritu Santo y profetizó


diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su
pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo
había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos
libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la
misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento
que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos que, libres de temor, arrancados de
la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos
nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus
pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de
lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar
nuestros pasos por el camino de la paz».

s
PARA MEDITAR

1. Es Dios el que prepara nuestra morada.


2. Cantemos al ver realizadas las promesas divinas.
3. Jesús nos trae la luz de la vida.

1. Llega el final del Adviento. Esta noche será Navidad, y se hará realidad lo que
canta Zacarías: «nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en
tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Esto
es lo que dice la antífona al evangelio de hoy: «Sol que naces de lo alto, resplandor de la
luz eterna, sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra
de muerte». Lleno del Espíritu Santo, el padre de Juan profetiza: la fuerza de salvación
predicha desde antiguo por boca de los santos profetas de Dios está a las puertas. De

75
nuevo, nos encontramos con el exulte de una persona que ha dejado entrar al Espíritu
Santo en su corazón. Son días de gran alegría, no solo por la cercanía de la salvación que
trae el Mesías, sino también, como algo inseparable, por la confirmación del amor de
Dios, que es fiel a sus promesas y que, con ese mismo amor, ha ido guiando al Pueblo
sabiamente por los caminos de la vida.
La primera lectura de la misa es uno de esos textos centrales del Antiguo
Testamento, la profecía de Natán (2 S 7, 1-5.8b-12.14a.16). El rey David, en diálogo con
el profeta, quiere construir a Dios una morada digna, pero Dios, por boca del profeta, le
responde algo así: «Mira, me parece muy bien tu buen deseo. Y, de hecho, lo harás
realidad. Aunque tú no, sino tu hijo. Pero has de saber que quien hace moradas de verdad
soy Yo. Todo lo que he hecho contigo, sacarte de tu casa y ponerte al frente de Israel y
acompañarte en tus empresas, es para proporcionaros a todos una morada. Será alguien
de tu dinastía, de tu descendencia, quien la haga, y lo que construya durará para
siempre». David no podía aún concebir esa morada como lo que, con Cristo, se nos
revelará. Porque no se tratará de edificios construidos por manos de hombres, como dice
Jesús a la samaritana (Jn 4, 21.23) y Pablo a los de Atenas (Hch 17, 24). No se tratará de
la tierra prometida concebida de una forma terrena. Se tratará de algo de lo que los
profetas habían hablado, pero que aún no podían comprender: la presencia de Dios en
nuestras almas, la inhabitación del Espíritu Santo que, poco a poco, nos irá
transformando, hasta llegar a hacer de nosotros personas «nuevas».

2. Dice Zacarías que Dios ha visitado al Pueblo. La llegada del Mesías traerá dos
cosas: la salvación que libra de los enemigos y la posibilidad de que, libres de temor y de
esos enemigos, esto es, del pecado, puedan servir a Dios con santidad y justicia, en su
presencia, todos los días de su vida. La contemplación de la realización de las promesas
divinas es un excelente motivo para cantar agradecidamente, como hace la liturgia de
hoy, con un salmo que seguramente tenía Zacarías en su cabeza: «Cantaré eternamente
las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dijiste:
“La misericordia es un edificio eterno”, más que el cielo has afianzado tu fidelidad.
“Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: Te fundaré un linaje
perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades”. (...). Él me invocará: “Tú eres mi
padre, mi Dios, mi Roca salvadora” (...). Le mantendré eternamente mi favor, | y mi
alianza con él será estable» (Sal 89, 2-5.27.29).
Pero podemos cantar más aún, como lo hacen los ángeles que anuncian el nacimiento
de Jesús a los pastores, al saber quién es el Mesías y en qué consiste la salvación que nos
trae. Porque es el mismo Dios que se acerca para hacer su morada en nosotros, de modo
que seamos templos del Espíritu Santo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo
destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros» (1 Co 3,

76
16-17). A nadie, antes de Cristo, se le hubiera ocurrido pensar que cada uno de nosotros
podría ser ya presencia, en este mundo, de la tierra prometida. Con Cristo, las realidades
nuevas ya han comenzado. Los reyes y los profetas habían deseado verlas, pero no las
vieron, y los que ahora caminan con Cristo por la tierra, aunque algo intuyen, no se dan
aún cuenta: «Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen.
En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron,
y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt 13, 16-17).

3. En breve leeremos el prólogo del Evangelio de Juan. Su teología de las tinieblas y


la luz se sitúa en la línea de la del Antiguo Testamento. Somos un pueblo que vive en
tinieblas. Venimos a un mundo herido por el pecado y, en él, cometemos nuestras faltas
personales. Y todo ello contribuye al reino de la muerte: «la muerte se propagó a todos
los hombres, porque todos pecaron» (Rm 5, 12). Donde no hay luz, no puede haber vida.
Pero Cristo es la luz que viene a traer vida: «Jesús les habló de nuevo diciendo: “Yo soy
la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida”» (Jn 8, 12). Todas las expresiones que usa Juan para referirse a Jesús van en esta
línea: por ejemplo, Pan vivo bajado del Cielo, Camino, Verdad, Vida, Buen Pastor,
Puerta. Con esa alegría, de la mano de Zacarías, nos disponemos a acoger al Salvador
que llega.

77
MIÉRCOLES 25 DE DICIEMBRE
NATIVIDAD DEL SEÑOR

EVANGELIO
Lucas 2, 1-14

En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se


empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino
gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José,
por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la
ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María,
que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del
parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre,
porque no había sitio para ellos en la posada. En aquella misma región había unos
pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente, un
ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron
de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de
gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el
Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre». De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército
celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los
hombres de buena voluntad».

s
PARA MEDITAR

1. Día para contemplar con paz y silencio.


2. Cristo nos presenta al Padre sin mancha ni arruga.
3. Cristo trae la luz que nos acompaña en el camino.

1. La liturgia del día de la Natividad del Señor es especialmente rica. Hay cuatro
misas: la vespertina de la vigilia, la de medianoche, la de la aurora y la del día. El

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evangelio que describe propiamente el nacimiento de Jesús es el de la misa de
medianoche, pero tomar en consideración las lecturas de todas nos ayuda a captar mejor
el misterio que nos sale al encuentro. Todo invita a una contemplación especialmente
tranquila y silenciosa. Es una noche de paz, porque la Paz ha venido a este mundo para
hacer de todos los pueblos hombres nuevos, haciendo las paces: «Él es nuestra paz (...).
Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca» (Ef 2, 14.
17). Es una noche de silencio, en la que toda la creación se queda muda ante el misterio:
«Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su
carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sb 18, 14-
15). Con esta actitud interior nos será más fácil preparar el corazón para la acogida.

2. El evangelio de la misa vespertina de la vigilia es todo el primer capítulo de


Mateo, que ya hemos ido meditando poco a poco. El texto acaba con estas palabras: «Y
sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús» (Mt 1, 25).
Todas las promesas de Dios han llegado, por medio de caminos tan tortuosos como los
de las vidas de los que aparecen en la genealogía, a su cumplimiento. En Cristo, el
hombre podrá por fin entrar en perfecta comunión con Dios y compartir su vida. La
primera lectura de la misa usa la imagen esponsal para hablar de la vocación de
Jerusalén: «Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria; te pondrán un nombre
nuevo, pronunciado por la boca del Señor (...). Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu
tierra, “Devastada”; a ti te llamarán “Mi predilecta”, y a tu tierra, “Desposada”, porque el
Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se desposa con una
doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se
regocija tu Dios contigo» (Is 62, 2.4-5). San Pablo la usará para hablar de Cristo y la
Iglesia: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a
sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y
para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e
inmaculada» (Ef 5, 25-27).
La misa de medianoche nos transporta de lleno al momento concreto del nacimiento
de Jesús. La grandeza viene al mundo revestida de sencillez, de humildad. No hay
testigos. Es revelación de la naturaleza del amor, que entra de puntillas y viene sin hacer
ruido, aspirando a conquistar nuestros corazones. El que tiene todo se presenta como
totalmente necesitado. La luz viene al mundo comenzando por iluminar un humilde
hogar de un sitio casi desconocido. Es la chispa que quiere prender y hacer un gran
fuego. Necesita tiempo. Pero ya ha comenzado, ya está aquí. Y está viniendo a cada
momento, en las personas, las cosas y las situaciones ordinarias de nuestra vida, sin
alboroto: desde allí nos llama y nos ofrece continuamente la salvación que necesitamos.
En todas ellas somos invitados a acercarnos al pesebre, a adorar y amar, como los
pastores, personas acostumbradas a cuidar del otro, ofreciendo a los demás nuestro

79
tiempo, nuestro corazón, nuestra vida entera: «Pues se ha manifestado la gracia de Dios,
que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la
impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y
piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran
Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de
toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las
buenas obras» (Tt 2, 11-14).

3. El evangelio de la misa de la aurora nos relata la marcha alegre de los pastores


hacia Belén. Una luz nueva, de esperanza y amor, ha entrado en sus corazones e ilumina,
desde ellos, a los que les rodean (Sal 97, 11; Lc 2, 15-20). Eso es lo que necesitamos
para ponernos en camino, por pesado que sea.
Y en la misa del día, por último, se despliega ante nosotros el mapa de la historia de
la salvación descrito por Juan en el Prólogo de su evangelio. Sobre él, meditaremos el 31
de diciembre. Las dos lecturas que lo acompañan son el denso inicio de la Carta a los
Hebreos (Hb 1, 1-6) y un precioso texto de Isaías (Is 52, 7-10), en los que se nos
presenta a Jesucristo como Palabra definitiva del Padre y se alaban los pies de los que
van por el mundo llevando esa buena nueva.

80
JUEVES 26 DE DICIEMBRE
SAN ESTEBAN

EVANGELIO
Mateo 10, 17-22

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: ¡Cuidado con la gente!, porque os
entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante
gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles.
Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en
aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que
habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. El hermano entregará
al hermano a la muerte, el padre al hijo; se rebelarán los hijos contra sus padres y los
matarán. Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el
final se salvará.

s
PARA MEDITAR

1. Cristo es rechazado por los de su propia casa.


2. La fuerza de Dios se realiza en nuestra debilidad.
3. La semilla ha de morir para dar paso a la planta.

1. Celebramos hoy la fiesta de san Esteban, protomártir. No puede dejar de llamar


fuertemente la atención que la primera festividad, justo después de la Natividad del
Señor, sea la de un mártir. El 31 de diciembre consideraremos las palabras del Prólogo
del Evangelio de Juan: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre,
viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo
no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 9-11). Puede parecer
un poco desalentador que, después de estar preparando con tanta ilusión la llegada de la
luz al mundo, el primer día después de su venida, la liturgia nos recuerde que muchos no

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la van a recibir. Y, sin embargo, con las fiestas que siguen a la Natividad, esa
constatación se sitúa en un contexto que nos ayuda a verla con más perspectiva.
Dice Juan que el Verbo vino a su casa, pues el mundo se hizo por él. El Verbo ya
está presente en todo lo creado, pero ahora viene de un modo nuevo, encarnado. Y, si
antes los hombres habían recibido la vida, ahora quien empieza a estar entre nosotros es
la Vida misma, que ha tomado nuestra carne. Él es la Palabra del Padre, que se hace lo
más cercana posible a nosotros: en Jesucristo, verdadero hombre, habita la plenitud de la
divinidad (Col 2, 9). En él comenzamos a comprender con claridad a lo que estamos
llamados. Pero, incomprensiblemente, el rechazo a la luz se repite una y otra vez. El
largo discurso de Esteban, antes de ser lapidado, es un triste repaso por esa historia de las
bondades divinas y del rechazo del Pueblo (Hch 7, 1-53). Es más; esta es, en definitiva,
la trama de todo el libro de los Hechos de los Apóstoles: a través de Pablo, el evangelio
llega hasta el corazón del mundo, desde donde luego se expandirá a todas partes, pero la
historia de su predicación está marcada por un endurecimiento progresivo del corazón de
los judíos y por una apertura, creciente, sí, pero dificultosa, del corazón de los paganos.
No todos se comportan así, ciertamente, pero la impresión general es la de que rehacer
algo que se ha roto va a ser largo y costoso.

2. Los primeros cristianos llevaron la luz de Cristo por el mundo ofreciendo sus
vidas. Esa misma luz les dio una fe profunda y les hizo fuertes, les «capacitó», como
dice san Pablo (1 Tm 1, 12), para la tarea que emprendían: «Esteban, lleno de gracia y
poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Unos cuantos de la
sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se
pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu
con que hablaba» (Hch 6, 8-10). En Esteban se hará realidad eso que había dicho el
Señor: «Cuando os conduzcan para entregaros, no os preocupéis por lo que habréis de
decir; decid lo que se os inspire en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que
habléis, sino el Espíritu Santo» (Mc 13, 11). Su muerte fue siembra.
Pablo, presente en la lapidación de Esteban, quizá porque era él el que lideraba al
grupo que lapidaba, dirá, después de haber experimentado él mismo el rechazo y la
persecución: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza
tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no
aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados;
derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la
muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues,
mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús;
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal (2 Co 4, 7-11);
tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: “Te basta mi
gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. Así que muy a gusto me glorío de mis

82
debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de
las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas
por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Co 12, 8-10); en adelante,
que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (Ga 6, 17).

3. San Pablo meditó muy a menudo sobre la relación entre la vida y la muerte por
amor. La imagen de la semilla es muy gráfica: algo debe morir para que haya vida, esto
es, para que aparezca la planta que está en la semilla. Para que nuestro cuerpo crezca,
algo debe quedar atrás. Eso es, a su vez, imagen de lo que pasa con el alma, con toda la
persona, con el crecimiento de la Iglesia. El reino de Dios se expande en lo escondido,
sin que nadie lo vea, como la semilla que germina mientras el agricultor duerme (Mc 4,
27). Así, el evangelio se difunde por todo el mundo a través de la entrega generosa de
quienes lo llevan y lo hacen vida (1 Ts 1, 8). Cristo sacó de la muerte vida. Porque murió
por amor y, al hacerlo, destruyó el poder de la muerte (1 Co 15, 26). Ese es el camino
cristiano, morir por amor, en lo grande y en lo pequeño, en el día a día: «Cristo padeció
por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), y esto hasta
poder decir: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). El que persevere en el
amor hasta el final alcanzará la corona (Ap 3, 11-12).

83
VIERNES 27 DE DICIEMBRE
SAN JUAN EVANGELISTA

EVANGELIO
Juan 20, 2-8

El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaban
Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del
sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo
camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro;
se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no
entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos
tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino
enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había
llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

s
PARA MEDITAR

1. Predicamos a Cristo para que el gozo de todos sea completo.


2. La fe y el amor hacen que entendamos mejor las cosas.

1. Como ya hemos visto antes con María, José, Juan el Bautista o Zacarías, la
presencia de Dios en las almas hace que la percepción de lo que nos rodea sea más
profunda, cada uno en una medida: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia
según la medida del don de Cristo» (Ef 4, 7). El Espíritu Santo no pone un límite a sus
dones, pero es cierto que reparte como quiere (1 Co 12, 11) y, al mismo tiempo, como
nosotros «le dejamos que pueda», en la medida de nuestras disposiciones.
El evangelio de Juan, un pozo sin fondo, nos revela a un escritor muy profundo y
deseoso de compartir con nosotros su comprensión del misterio de Cristo. Juan nos
invita continuamente a reflexionar y, aunque a veces los largos discursos de Jesús que
nos transmite puedan parecer un poco repetitivos, es extraordinario cómo, en ellos, los

84
razonamientos van progresando. Juan ha meditado el sentido de las palabras y las obras
de Jesús, y ha hecho una selección admirable de temas y escenas, en cuya descripción él
mismo se deleita.
Merece la pena leer una y otra vez, como confirmación de lo dicho, el precioso inicio
de su primera carta, que es, a su vez, la primera lectura de la misa de hoy: «Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios
ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues
la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la
vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os
lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el
Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo»
(1 Jn 1, 1-4). El salmo de la misa encaja perfectamente con la reflexión, hecha oración,
del evangelista: «El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables.
Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono (...). Los montes se
derriten como cera ante el Señor, ante el Señor de toda la tierra; los cielos pregonan su
justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria. (...). Amanece la luz para el justo, y la
alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo
nombre» (Sal 97, 1-2.5-6.11-12).

2. El evangelio de la misa quiere resaltar el deseo que hay en el corazón de Juan y su


fe pronta. A la Magdalena y a Pedro les mueve mucho su cariño humano. Este no falta
en Juan, pero el texto nos dice que el discípulo amado tiene una mirada más profunda.
Ante los mismos hechos, él ve «otra cosa», él ve «más allá de las cosas».
Ambos, Pedro y Juan, y seguramente también la Magdalena, han escuchado de labios
del Señor las predicciones de su pasión, muerte y resurrección. Los Sinópticos nos las
transmiten así: «Tomando consigo a los Doce, les dijo: “Mirad, estamos subiendo a
Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas, pues será
entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo
lo matarán, y al tercer día resucitará”. Pero ellos no entendieron nada de esto, este
lenguaje era misterioso para ellos y no comprendieron lo que les decía» (Lc 18, 31-34).
Sin embargo, la forma que tiene Juan de transmitir eso mismo es sorprendente: «”Ahora
va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y
cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a
entender la muerte de que iba a morir. La gente le replicó: “La Escritura nos dice que el
Mesías permanecerá para siempre; ¿cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser
levantado en alto? ¿Quién es ese Hijo de hombre?”. Jesús les contestó: “Todavía os
queda un poco de luz; caminad mientras tenéis luz, antes de que os sorprendan las
tinieblas. El que camina en tinieblas no sabe adónde va; mientras hay luz, creed en la
luz, para que seáis hijos de la luz”» (Jn 12, 31-36).

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Juan ve en la pasión del Señor y en su cruz algo «diferente»: ve un triunfo, ve una
entronización, ve la derrota de la muerte, ve una explosión de luz. Ve vida. Ha
comprendido muy bien qué es lo que ha venido a traer Jesús: «Yo he venido para que
tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10). En los lienzos y el sudario, Juan ha visto
vida, ha visto a la Vida. Y, con esa fe en su corazón, de repente ha comprendido tantas
otras cosas que, hasta ese momento, solo había entendido en parte.
Para una persona con fe, la vida tiene claramente un sentido. Pero, como ocurre
tantas veces en todos los ámbitos, no siempre es fácil encontrar ese sentido a sucedidos
concretos. A veces, las cosas parecen no encajar, e incluso pueden parecer hasta una
broma pesada o una maldad. ¡Cuántos sucedidos ponen a prueba nuestra fe!: el
sufrimiento, especialmente de los más desvalidos y de los inocentes; la injusticia; el
desagradecimiento; el olvido; las enfermedades; y un largo etcétera. Las personas con
poca fe, y todos nos encontramos en ese grupo, porque nuestra fe siempre podrá ser más
grande —¿o acaso hemos conseguido alguna vez mover una morera? (Lc 17, 5-6)—,
tendemos a jugar según nuestra forma de concebir el mundo y según lo que conocemos.
Y, sin embargo, ¡cuántas veces habremos cambiado de opinión en tantos temas al
conocer un poco mejor las cosas! Por eso, en un día como hoy, miramos con ilusión el
ejemplo de Juan, el teólogo, y, con él de la mano, nos sentimos invitados a renovar
nuestro deseo de hacer nuestra personal peregrinación en la fe.

86
SÁBADO 28 DE DICIEMBRE
SANTOS INOCENTES

EVANGELIO
Mateo 2, 13-18

Cuando los magos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le
dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te
avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó al niño y
a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se
cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo». Al
verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños
de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que
había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta
Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por
sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».

s
PARA MEDITAR

1. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo.


2. Andemos como pide la vocación a la que hemos sido convocados.

1. Los Padres de la Iglesia recurrían a imágenes de todo tipo para ilustrar sus
enseñanzas. Una de ellas era la del agua y el aceite, en la misma línea de la de la luz y las
tinieblas: entre esas realidades no hay mezcla; o hay una o hay otra. Así se expresa san
Juan en la primera lectura de la misa de hoy: «Este es el mensaje que hemos oído de él y
que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos
en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad» (1 Jn
1, 5-6). Donde hay tinieblas no hay luz y, por tanto, no hay vida. La luz ha venido a
nosotros y nuestro caminar es un colaborar con ella para que cada vez conquiste más
nuestras tinieblas.

87
Dicho esto, también podemos hablar de una gradación de tinieblas que va desde la
lógica debilidad hasta la pura maldad. Solo de uno se dice que es el Malo, el príncipe de
la mentira: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de
vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque
no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y
padre de la mentira» (Jn 8, 44). En la medida que hay tinieblas en nuestro corazón,
estamos, de algún modo, en sus manos y, por tanto, inclinados a hacer sus obras.
Al pensar en las tinieblas podemos hablar, aparte de la pura maldad, de toda una
serie de comportamientos en los que, el que obra, se mueve porque ve un algo de
bondad, aunque esté equivocado. La batalla del príncipe de las tinieblas no es
normalmente a campo abierto, sino que juega con seducción y engaño (Col 2, 4), con
insidias (Ef 6, 11), sembrando cizaña (Mt 13, 25), con medias verdades y frases vacías (2
Ts 2, 9-10), que halagan nuestro orgullo, nuestra vanidad, nuestra soberbia. Somos
criaturas y estamos heridos. Somos débiles. Nos cuesta conocer bien. No tenemos
completo dominio sobre nuestra voluntad. No controlamos bien los afectos. El diablo se
presenta como ángel de luz (2 Co 11, 14) y tiene mucha experiencia a sus espaldas (Dn
8, 25). Quiere hacernos daño porque tiene envidia de nosotros, por la alta vocación a la
que hemos sido llamados, pues ¡hasta juzgaremos a los ángeles! (1 Co 6, 3): «Dios creó
al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo
entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando» (Sb 2, 24).

2. Lo que es más llamativo es hasta qué punto podemos llegar a estar ciegos. La
acción del demonio es a menudo una mofa, una burla. Busca que el hombre renuncie, a
veces con gusto, a su dignidad e incluso a su propia racionalidad, provocándole a
comportarse de una forma absurda: con supersticiones, haciéndose daño a sí mismo,
haciendo el ridículo, negando lo obvio. Pero, gracias a Cristo, hemos sido liberados del
poder que el mal tenía sobre nosotros (1 Jn 2, 13-14), «la trampa se rompió y
escapamos» (Sal 124, 7), aunque eso no quita para que siga habiendo lucha: «Habéis
muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué os sometéis a los dictados de los
que viven según el mundo? (...). Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de
allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba,
no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en
Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis
gloriosos, juntamente con él. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en
vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una
idolatría. (...) Deshaceos también vosotros de todo eso: ira, coraje, maldad, calumnias y
groserías, ¡fuera de vuestra boca! ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del
hombre viejo, con sus obras» (Col 2, 20-3, 9).

88
«Os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va
renovando a imagen de su Creador» (Col 3, 10); «Cuantos habéis sido bautizados en
Cristo, os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27); «Lo importante es que vosotros llevéis
una vida digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1, 27); «Os ruego que andéis como pide la
vocación a la que habéis sido convocados» (Ef 4, 1). Pablo nos exhorta una y otra vez a
considerar que fe y vida no pueden estar separados. Si la fe es verdadera, no puede más
que haber fruto del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad,
modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). Con la matanza de los inocentes, Herodes
demuestra su hipocresía, su desprecio por la ley de Dios y por los hombres. Mateo ve en
el suceso una referencia a algo que ocurre continuamente: Raquel lloraba por el destierro
del Pueblo, que es la lejanía respecto a Dios que produce el pecado. También llora por
nosotros cuando pecamos, pero, como dice san Juan, «si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros
pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 1-2).

89
DOMINGO 29 DE DICIEMBRE
SAGRADA FAMILIA

EVANGELIO
Mateo 2, 13-15.19-23

Cuando ellos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
«Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te
avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó al niño y
a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se
cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en
Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel,
porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño». Se levantó, tomó al niño y
a su madre y volvió a la tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en
Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y avisado en sueños se
retiró a Galilea y se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo dicho
por medio de los profetas, que se llamaría nazareno.

s
PARA MEDITAR

1. Llamados a hacer familia.


2. Amor con amor se paga.

1. Ya hemos meditado sobre José en días pasados. La Iglesia nos propone hoy que lo
hagamos sobre la Sagrada Familia y que, en ese modelo de amor mutuo, nos inspiremos
para hacer familia allá donde estemos. Porque la Iglesia es familia de Dios, pero ese ser
familia se realiza en cada familia más pequeña dentro de esa «gran familia». Y así,
hacemos la Iglesia haciendo esas familias a las que pertenecemos. Donde haya cristianos
está la Iglesia como familia: en nuestro hogar, en una parroquia, en una empresa, en una
institución, en un colegio, en un grupo de amigos. Y forma parte de nuestra vocación-

90
misión hacer familia, allá donde estemos, como signo de lo que es la Iglesia,
convirtiéndonos, así, en palabra profética de Dios ante el mundo.
Pero es muy importante entender bien qué es familia. Una familia no es una
«asociación» cualquiera. No es un lugar en el que cada uno hace lo que le da la gana. En
la familia hay unos vínculos profundos que unen y un algo que ha de edificarse. Hay un
proyecto, que, además, aspira a prolongarse en el tiempo, a hacerse perpetuo. Desde
cierto punto de vista, la familia «es ya familia» cuando se constituye; desde otro punto
de vista, la familia es algo que «ha de hacerse». Y así le pasa a la Iglesia, que se va
edificando con las piedras vivas que somos los creyentes en la medida en que vivimos
cristianamente.
En la familia de Nazaret vemos, en primer lugar, escucha y docilidad a Dios Padre,
«de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15). María creyó
a Dios que le hablaba a través del ángel, cosa que no hizo Zacarías; José fue dócil al
ángel que le hablaba en sueños. En ambos, la fe se tradujo en obras inmediatamente. De
José no tenemos palabras, pero sí obras. Y nos podemos imaginar lo que no está escrito
en los evangelios: amor tierno y delicado por María —¡José era quien más la amaba
sobre la tierra!—, desvelos de padre con Jesús, al que debía cuidar, educar y dar buen
ejemplo. Qué bonito será saber, cuando nos veamos en el cielo, Dios mediante, tantos
detalles ocultos de su día a día. Qué bonito será saber cuántas cosas hizo con iniciativa,
sacando brillo a sus talentos y aportando su genio, para llevar a cabo la misión que le
había sido encomendada. Ojalá los padres de la tierra siguieran ese ejemplo.

2. Capítulo específico merecen nuestros padres. El libro del Eclesiástico, del que se
saca la primera lectura de la misa de hoy, dice unas cosas preciosas, que son concreción
de ese dulce precepto del Decálogo (Ex 20, 12): «El Señor honra más al padre que a los
hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus
pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su
padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre
tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor (...). Hijo, cuida de tu padre
en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente
con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el
padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados» (Si 3, 2-6.12-14).
No es infrecuente que los místicos tengan visiones sobre la persona de José. Se han
escrito muchos libros sobre él, pero basándose en lo poco que dicen los evangelios. O
sea, casi nada. Al fiel cristiano le gustaría saber, entre otras cosas, cuándo murió y cómo
le debieron de cuidar Jesús y María. Una de esas místicas dice que Dios se llevó pronto a
José, porque su corazón lleno de amor no hubiera podido soportar la pasión de su hijo.
También podemos imaginarnos cómo enseñaría José la profesión a Jesús, y los detalles

91
que ambos tendrían con María. Y su trato con el resto de la familia, con los vecinos, con
los amigos.
Vivimos en un mundo en el que, en algunos lugares, desgraciadamente, los padres
brillan por su ausencia: o porque «no están» o porque no se les quiere. Junto a una
cantidad enorme de hijos entregados y sacrificados que cuidan a sus padres cuando ya no
pueden valerse por sí mismos, nos encontramos con otras personas que se desentienden
de ellos, a veces de las formas más tristes. Amarlos es la guinda de la tarta. ¡Cuánto
amor hemos recibido de ellos sin que quede constancia! Incluso de las correcciones,
aunque a veces hayan sido, quizá, demasiado severas. ¡Cuánto sacrificio escondido!
Ellos han sido mediadores de innumerables bendiciones que Dios nos ha dado; ellos
mismos nos han bendecido, dándonos su propia vida.
Un amor verdadero y agradecido buscará corresponder como pueda. La segunda
lectura de la misa es una preciosa exhortación de san Pablo (Col 3, 12-21), que podemos
aplicar aquí perfectamente, haciéndola cada uno realidad en su situación concreta,
también en caso de enfermedad o falta de amor paterno o materno, con la ayuda de la
gracia y de quienes nos rodean: «Revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad,
mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga
quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de
todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta (...). Sed también agradecidos.
La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con
toda sabiduría; exhortaos mutuamente». ¡Qué necesitada de este amor está la sociedad
actual en que vivimos!

92
LUNES 30 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Lucas 2, 36-40

En aquel tiempo, había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de
Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda
hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y
oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y
hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando
cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de
Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la
gracia de Dios estaba con él.

s
PARA MEDITAR

1. Ana, símbolo del Pueblo que escucha.


2. Hasta que lleguemos a la medida de Cristo en su plenitud.

1. Continuamos leyendo, como evangelio, el capítulo segundo del evangelio según


Lucas y, como primera lectura, la primera Carta de Juan. En el texto de Lucas tenemos
dos protagonistas principales: Ana y Jesús. Ana es una mujer ya anciana, piadosa y fiel.
Es una de esas israelitas sencillas y humildes, de puro corazón, que están preparadas para
acoger al Salvador. Su alegría desborda en alabanzas y en deseos de hacer saber a todos
la buena nueva. Los que han acogido de verdad el evangelio en su corazón se convierten
instantáneamente en apóstoles. No pueden callar lo que han oído, no pueden esconder lo
que han visto.
La historia de la salvación está repleta de personas de corazón abierto, sinceras,
fieles, cuya fe obra por el amor, a menudo con gran valentía. Podríamos citar, por
ejemplo, a Abel, Noé, Abrahán, José, Moisés, Josué, Débora, Rut, Ana, David, Isaías,
Jeremías, Ezequiel, Tobit y Tobías, etc., hasta llegar a Isabel y Zacarías, José y María.
Estos son aquellos de los que nos ha dejado constancia la Sagrada Escritura. ¡Cuántos

93
otros habrá, hombres y mujeres, anónimos para nosotros, que tendrán escrito su nombre
con preciosas letras en el libro de la vida, y en los que Dios habrá encontrado personas
según su corazón!
El libro de los Hechos de los Apóstoles quiere ofrecernos una pequeña muestra de
esos corazones abiertos y sinceros que, escuchando y acogiendo el evangelio, se dejan
transformar por el Espíritu Santo y se convierten en evangelio vivo, con sus obras y con
su palabra. Entre ellos, podemos citar a Gamaliel, a Esteban, a Felipe, al eunuco etíope, a
Tabita, a Cornelio, a Bernabé, a Timoteo, a Lidia, a Dionisio el areopagita y a Dámaris, a
Priscila y Áquila, a Tito y, por supuesto, a Lucas y Pablo. Todos ellos no son sino la
punta de un gran iceberg, que ha ido creciendo, de día en día, hasta nuestros tiempos.
Ciertamente, esa historia también tiene sus páginas oscuras: de frialdad, de escepticismo,
de dureza, de indiferencia, de rechazo. Al mismo tiempo, Dios, que no se cansa de
esperar y de llamar suavemente a nuestra puerta, sabe mucho mejor que nosotros por qué
tortuosos caminos, a veces a través del rechazo, muchos han vuelto a encontrarse con Él,
puede que incluso en el final de sus días.
La mención que se hace de la edad de Ana no es inocente. Como ocurre tantas veces
en la Escritura, con esos años se quiere decir algo más. Así, el evangelista nos muestra a
esa mujer como símbolo del Pueblo de Israel, que, después de haber sellado con Dios la
Alianza, vivió un tiempo idílico con Él, para luego alejarse. En todos esos años, siempre
ha habido israelitas de corazón fiel que han mantenido viva la esperanza del Pueblo. Y
ahora Ana la ve colmada. También es así, símbolo de toda la humanidad que, después de
la vida en Edén, desde la expulsión, está lejos de su Dios, extrañada, ajena, peregrina,
añorando lo perdido, pero movida por una esperanza, aunque no siempre entienda bien
de qué se trata. En Ana estamos también nosotros: con nuestro corazón lleno de deseos
que, a menudo, no vemos aquí cumplidos. Porque, en realidad, no está aquí aquello a lo
que aspiramos, aunque en parte podamos ya saborearlo.
Por eso, san Juan, en la primera lectura de la misa, nos anima a todos —padres e
hijos, jóvenes y mayores—, por lo que ya conocemos y porque el Maligno ha sido
vencido, con estas palabras: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno
ama al mundo, no está en él el amor del Padre» (1 Jn 2, 15). Juan no se refiere con
«mundo» a lo que ha salido de las manos del Padre, que es bueno, sino a todo aquello
que nos aleja de Dios y de la vida eterna: «la concupiscencia de la carne, y la
concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero». Porque «el mundo pasa, y su
concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,
16-17). Y el hombre ha sido creado para lo permanente.

2. El pasaje de Lucas acaba resumiendo, en estas palabras, la vida oculta de Jesús:


«El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de
Dios estaba con él». Si alguien pudiera ver la inscripción sin letras que hay en nuestro

94
corazón al nacer, leería esas palabras: «vino al mundo para crecer y robustecerse»; esa es
la voluntad de su Creador. Ese crecimiento es descrito por san Pablo con estas palabras:
«(...) para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la
edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el
conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud.
Para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados a la deriva por todo viento
de doctrina, en la falacia de los hombres, que con astucia conduce al error; sino que,
realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la
cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el
complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el
crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor» (Ef 4, 12-16).
El cuerpo tiene su dinámica, crece con el alimento, sin que podamos hacer al
respecto gran cosa. Pero solo se crece en sabiduría y santidad, solo crece la persona
completa, si uno se pone realmente a ello, si dejamos que Cristo viva en nosotros (Ga 2,
20), y así, al crecer personalmente, contribuyamos a perfeccionar el cuerpo. Nuestros
actos no se quedan nunca solo en nosotros mismos. Por eso, crecemos cuando somos
ayudados y cuando ayudamos a crecer a otros. Quien obra así hará suyas las palabras de
san Pablo: «Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se
forme en vosotros» (Ga 4, 19).

95
MARTES 31 DE DICIEMBRE

EVANGELIO
Juan 1, 1-18

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo
nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la
luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que
todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El
Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo
estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y
los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de
Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien
dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por
medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios
nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha
dado a conocer.

s
PARA MEDITAR

1. Solo Dios sacia los anhelos del corazón humano.


2. Quien pierda su vida por Cristo la encontrará.

1. Acabamos el año civil con uno de los textos más profundos de toda la Sagrada
Escritura. En estas palabras se nos invita a meternos en la eternidad de Dios y en la
grandeza de sus planes. En el centro del misterio se encuentra Cristo, el Verbo

96
encarnado. Como ya hemos meditado, una de las claves fundamentales del cuarto
evangelio es la vida y la luz. El Verbo es la luz que ha venido al mundo, y a los que le
han recibido, a cuantos han creído en su nombre, les ha dado poder de ser hijos de Dios.
Es como si Juan nos dijera que el hombre de verdad, el hombre pleno, no es el que nace
de la carne y de la sangre, sino el que nace de Dios por la fe en Cristo. Así pues, todavía
no se ha manifestado lo que seremos: lo veremos cuando por fin Dios nos acoja en su
gloria. En el corazón de todo hombre hay un anhelo tan fuerte, que solo Dios puede
saciarlo. Solo hay un Padre, de quien procede toda la paternidad. Y como nuestra esencia
está marcada por ser hijos, solo alcanzaremos nuestra plenitud cuando estemos en
perfecta comunión con el Padre y en unión con nuestros hermanos.
Las tinieblas existen y tienen también sus planes, aunque no son nada originales,
porque son incapaces de aportar nada nuevo: solo quieren quitar. Y lo hacen mezclando
y confundiendo con mentiras y palabrería. Así, las tinieblas hacen que el hombre busque
la vida o la «plenitud» en lugares equivocados. O que vaya por caminos que no llevan a
la meta. Las tinieblas no dejan de sembrar su semilla en nuestro corazón, y esa semilla es
un clamor que dice: «soy autónomo», «no necesito a nadie», «soy rector de mí mismo».
Por eso, quien abre su corazón a esa semilla, incluso con apariencia de escucha, no
puede sino rechazar a Dios: «Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua,
muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a
ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un
hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2, 23-25). Pero eso no
tiene sentido, porque nadie es capaz de dar la vida, ni a sí mismo ni a otros. La vida de
verdad es la plenitud de Dios que recibimos en el Hijo: «de su plenitud todos hemos
recibido, gracia tras gracia».

2. En la primera lectura de la misa, Juan, expresándose con mucho cariño, nos


exhorta a no dejarnos engañar por el Maligno (1 Jn 2, 18-21). Los que están contra
Cristo han salido de entre los creyentes: se han dejado seducir y van por ahí sembrando
desconcierto. Como dirá san Pablo tantas veces, necesitamos las armas de la luz para
combatir y caminar por este mundo, y la más importante es la fe, la verdad que nos ha
llegado por medio de Cristo, el Amor del Padre: «Dios unigénito, que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer».
En Cristo hemos aprendido: «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la
pierda por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). La vida de verdad es así: se gana cuando se
entrega. Así es como «funciona» el amor. Con una entrega libre, porque, si no, no hay
verdadero amor: «Te escribo fiado de tu disponibilidad: sé que harás más de lo que te
pido» (Flm 21). Un cristiano no puede sino poner a Cristo en el centro de su vida. Pero
esto no consiste en saber cosas sobre Jesús ni en hablar de él mucho, sino en dejarle que
viva en nosotros: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi

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vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí» (Ga 2, 20).
Acabamos el año considerando estas otras palabras de san Pablo: «Lo que uno
siembre, eso cosechará. El que siembra para la carne, de la carne cosechará corrupción;
el que siembre para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de
hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos» (Ga 6, 7-9). El camino
cristiano no es sencillo, pero es camino seguro de plenitud y de alegría.

98
SANTORAL DE DICIEMBRE

Martes 3 SAN FRANCISCO JAVIER


Miércoles 4 SAN JUAN DAMASCENO
Viernes 6 SAN NICOLÁS
Sábado 7 SAN AMBROSIO
Domingo 8 INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA
Lunes 9 SAN JUAN DIEGO CUAUHTLATOATZIN
Martes 10 VIRGEN DE LORETO / SANTA EULALIA DE MÉRIDA
Miércoles 11 SAN DÁMASO I
NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE / SANTA JUANA FRANCISCA DE
Jueves 12
CHANTAL
Viernes 13 SANTA LUCÍA
Sábado 14 SAN JUAN DE LA CRUZ
Lunes 23 SAN JUAN DE KETY (CONMEMORACIÓN)
Miércoles 25 NATIVIDAD DEL SEÑOR
Jueves 26 SAN ESTEBAN
Viernes 27 SAN JUAN EVANGELISTA
Sábado 28 SANTOS INOCENTES
Domingo 29 SAGRADA FAMILIA
Martes 31 SAN SILVESTRE I (CONMEMORACIÓN)

99
Índice
1 de diciembre. Domingo 6
2 de diciembre. Lunes 9
3 de diciembre. Martes. San Francisco Javier 12
4 de diciembre. Miércoles. San Juan Damasceno 15
5 de diciembre. Jueves 18
6 de diciembre. Viernes. San Nicolás 21
7 de diciembre. Sábado. San Ambrosio 24
8 de diciembre. Domingo. Inmaculada Concepción de María 27
9 de diciembre. Lunes. San Juan Diego Cuauhtlatoatzin 30
10 de diciembre. Martes. Virgen de Loreto / Santa Eulalia de Mérida 33
11 de diciembre. Miércoles. San Dámaso I 36
12 de diciembre. Jueves. Nuestra Señora de Guadalupe / Santa Juana
39
Francisca de Chantal
13 de diciembre. Viernes. Santa Lucía 42
14 de diciembre. Sábado. San Juan de la Cruz 45
15 de diciembre. Domingo 48
16 de diciembre. Lunes 51
17 de diciembre. Martes 54
18 de diciembre. Miércoles 57
19 de diciembre. Jueves 60
20 de diciembre. Viernes 63
21 de diciembre. Sábado 66
22 de diciembre. Domingo 69
23 de diciembre. Lunes 72
24 de diciembre. Martes 75
25 de diciembre. Miércoles. Natividad del Señor 78
26 de diciembre. Jueves. San Esteban 81
27 de diciembre. Viernes. San Juan Evangelista 84
28 de diciembre. Sábado. Santos Inocentes 87

100
29 de diciembre. Domingo. Sagrada Familia 90
30 de diciembre. Lunes 93
31 de diciembre. Martes 96
Santoral de diciembre de 2019 99

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