Anda di halaman 1dari 20

SIETE RASGOS ESENCIALES DEL ARTISTA

EN EL CUENTO “EL ALFARERO”, DE ABRAHAM VALDELOMAR

Luz Angélica Bravo Díaz


Becaria APL

“Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis


ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los
árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me
faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo
en el alma.
Palabras de Apumarcu, el alfarero.

Cada tiempo y realidad ha generado una concepción distinta del arte y del artista,
el mismo que ha ocupado un status social variable y, por tanto, cumplido una función
diversa a lo largo de la historia. Asimismo, cada artista ‒no podría ser de otra manera‒
tiene su propia visión del arte y del ser humano que, basado en su capacidad creadora, es
productor de arte. Lo dice en conceptos, lo testimonia con su vida o lo expresa con su
obra. Abraham Valdelomar lo manifiesta en su incásico, exótico y hermoso cuento “El
alfarero /Sañu Camayoc” que constituye, en nuestra opinión, uno de los trabajos más
bellos dentro de la magnífica obra narrativa que ha dejado Valdelomar a quien varios
importantes estudiosos consideran uno de los mejores cuentistas del Perú. Hay, en su
prosa, la difícil elegancia de la sencillez y una atmósfera poética que no dejan de fascinar.
No en vano Valdelomar afirmó que “sus maestros de estética fueron el paisaje y el mar”
(es decir, la Naturaleza, inagotable fuente de motivación que nutrió, igualmente, a José
María Eguren, cuya obra literaria esta profunda e intensamente imbuida de elementos
naturales). Y es muy significativo también que Valdelomar haya expresado: “No me
eduqué con libros, sino con crepúsculos”.

Al autor de “El Caballero Carmelo” le importó mucho dilucidar y proponer una


visión personal acerca de las cuestiones del arte. Así, en su cuento “El alfarero”, plantea
un conjunto de rasgos que constituirían la identidad del artista: su espíritu libertario, la
soledad, la sensibilidad, la pasión, la agonía, la solidaridad y la insatisfacción permanente.

Hay una frase del cuento que alude a la pobreza material (y sólo material) que, en
el Perú, al menos, pareciera ser el destino inevitable de quien decide vivir en el arte, por
el arte y para el arte: “Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo
sencillo, orlaba los contornos”. Se refiere al traje de Apumarcu, el alfarero. Hay, en esta
imagen narrativa, dos símbolos importantes: la sencillez del traje con la blancura de la
incaica umpi (que recuerda la sutil descripción de Nicolás Guillén cuando habla del
legendario líder de la resistencia vietnamita: “Al final del largo viaje, / Ho Chi Minh
suave y despierto: / sobre la albura del traje, / le arde el corazón abierto”); que nos
evoca, también, a Machado o a Vallejo, en la conocida austeridad de sus ropas, que el
vate de los Campos de Castilla llama, en su “Retrato”: “torpe aliño indumentario”.
Algunos dirán que los poetas “se visten” de poetas; es decir, pobre, excéntrica y
sombríamente. Es una imagen estereotipada. Al final, cada artista es una vida y una

1
historia diferente. Valdelomar, conforme a sus biógrafos, era un tipo dinámico y vestía
elegantemente. Por otro lado, la albura del traje, de la umpi, simboliza la inocencia
original del artista, en el sentido de ser un espíritu de verdad y amor, y no estar
contaminado por los oscuros prejuicios y perversos parámetros de una sociedad alienada
y alienante. El color blanco propicia una diversa simbología; especialmente, de índole
espiritual. En el cuento, sin embargo, no lleva un sentido religioso (aun cuando podría
decirse ‒parafraseando a Mariátegui‒ que, para el creador, su religión es el arte); sino en
cuanto a estar limpios de artificio y arbitrariedades externas, lo cual va a significar una
premisa de la libertad que plantea Valdelomar en “El alfarero”. El otro símbolo, aunque
de segundo plano, es la umpi, un claro elemento incásico, un elogio de la textilería
precolombina.

LA SOLEDAD

“Vivía fuera de la ciudad en una cabaña”. “Veíasele a veces largas horas


contemplando el cielo”. “Muchos de los pobladores encontrábanle solo, en la selva,
cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas
de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos”. “Nadie jamás había entrado a su
cabaña”.

La literatura, en muchas épocas, ha enfatizado el valor de la soledad en la vida y


obra del artista. “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido”, escribía
Fray Luis de León. “El carácter se forma en la sociedad; pero, el talento, en la soledad”,
asegura un adagio. Y Oswaldo Guayasamín, en un emocionante documental, cuando se
le preguntaba por su vida solitaria, decía: “La soledad destruye al hombre de arena; pero,
no al hombre de piedra”. El filósofo-cantor Facundo Cabral decía: “Gracias a la soledad
me conozco: algo fundamental para vivir”. Y, de todas maneras, hay que acordarse de
Gabriel García Márquez, cuando aseguraba que no hay oficio más solitario en el mundo
que el oficio de escritor. Idea que ampliaremos, sosteniendo, y armonizando con
Valdelomar: No hay oficio más solitario que el oficio de artista. Por lo demás, alguien
decía, con toda verdad, que el hombre y la mujer siempre están solos, ya sea que estén
solteros o casados, ya sea que vivan en la montaña o en la más cosmopolita ciudad. Por
tal razón, Homero Oyarce, un cantautor de Leymebamba (Perú), dice en su canción: “En
este mundo de sombras /no se puede ver la luz. / En medio de multitudes, /cada uno con
su cruz”. La soledad, entonces, es una condición ontológica. La soledad es compañera
habitual del hombre; pero, más profundamente, del artista. Puede angustiar como árido
desierto; pero, también, puede resultar fecundo oasis. La soledad, para el artista, es un
lugar de paz, lejos “del mundanal ruido” y es su hábitat para el trabajo creativo. Ribeyro
decía que el escritor debía limitar el tiempo dedicado a las reuniones sociales (no pocas
veces, bizantinas), y dedicarle más horas a la creación literaria; puesto que el Dharma, el
propósito esencial de la vida del artista es crear. Así que estamos ante la elegida y amada
soledad de Apumarcu, viviendo en una austera cabaña, hecho un anacoreta, una especie
de monje de espíritu contemplativo: “Veíasele a veces largas horas contemplando el
cielo”; y en contacto mínimo y estrictamente necesario con la ciudad. Sin duda,
Apumarcu se nos presenta como un asceta cuya mística es el arte. A la manera del gran
haijin Matsuo Basho, educado para samurái; pero consagrado a la poesía, al haiku, yendo
de pueblo en pueblo, poetizando según vivía y viviendo conforme a su poesía. Valdelomar
acentúa la condición solitaria del alfarero: “Pero nadie veía sus trabajos”. “Nadie jamás
había entrado a su cabaña”. Estamos ante una obra que, al decir de Osho, sólo complace

2
al artista mismo y no necesita de la aprobación de los demás; cosa insólita y casi imposible
en el artista contemporáneo, tan necesitado de elogios y premios y del así llamado
prestigio personal. La cabaña de Apumarcu tiene, por sí sola, un sentido aislacionista y
de marcada distancia con la colectividad. La cabaña denota lejanía, soledad casi absoluta
y, por supuesto, inmersión en la Naturaleza. Nos remonta a la cabaña del también huraño
abuelo de Heidi, en la famosa novela de Johanna Spyri. Pero, el mayor grado de soledad
y distanciamiento aparece cuando el narrador indica el concepto que la gente se había
hecho de Apumarcu: “Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él
huía de todo trato”. Más señales de aislamiento, distancia y soledad resultan, tal vez,
imposibles. Y la relación de arte y locura, tan frecuente en la historia de los artistas.
Motivo, incluso, de estudios especializados. La soledad de Apumarcu era la necesidad de
un mundo aparte, de un espacio para la contemplación y el arte. Sabe que su relación con
los demás está fracturada, que no hay familia y que es tomado por loco. Y ya sabemos
que la historia del arte registra negativas valoraciones de muchos artistas que, tiempo
después, fueron reconocidos como genios: Blake, Vallejo, Dalí, y otros. Es que la mente
creativa, divergente, libérrima, fácilmente, colisiona con la mente común, rígida,
convergente, represiva.

EL ESPÍRITU LIBERTARIO

Después que Vallejo publica Trilce (1922), un libro heterodoxo, innovador,


radicalmente original, escribe a Antenor Orrego palabras que expresan la necesidad
visceral que tiene el artista de la máxima libertad posible: “Hoy, y más que nunca quizás,
siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de
hombre y de artista: ¡La de ser libre! Si no he de ser libre hoy, no lo seré jamás”. Esta
legítima necesidad (que, en determinadas épocas, costó la vida a los artistas, como,
sucedió a los que defendían la República contra el fascismo durante la Guerra Civil
Española o a quienes se han opuesto a dogmas injustos de grupos de poder religioso,
político o económico), es enfatizada por Valdelomar en “El alfarero”. Luego del trauma
psíquico del hijo del curaca, tratando de ser buen discípulo de Apumarcu, éste “cortó
toda relación con los del pueblo”. Tal suceso, simplemente, acentuó la necesidad de vivir
con plena libertad. Al punto que, cual fraile franciscano o personaje de “Oda a la vida
retirada”, “Él mismo se procuraba su alimento. E iba en pos de las frutas del valle,
canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo”. A la
manera de los anacoretas o poetas errantes que apenas tienen contacto con otras personas
por alguna necesidad vital, comida o medicamento. En el caso del alfarero, trueque de
ceramios por la ancestral hoja de coca. Y, entonces, el colectivo social entiende que el
artista es un ser diferente, un ser que rompe la norma. No decidirá la expulsión, como
proponía un categórico Platón, en la antigua Grecia; pero, sí la certeza de que el artista es
un tipo de cuidado y resulta más conveniente marcar distancia con él. Una distancia que
es recíproca, un deseo común Es así que “Los Camayoc habían acordado no ocuparse de
él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio”. Puede decirse que
Valdelomar desliza la idea de la libertad como evasión, como requerimiento para la
gestación de la obra artística. Una idea bastante discutible si se piensa que el artista,
precisamente, por su espíritu libertario, con frecuencia, suele ser un factor que subvierte
el orden establecido. Por ello, asegura Osho: “La creatividad es la mayor rebelión que
hay en la existencia”. Reiteremos, en todo caso, que Valdelomar reclama una libertad en
pro de la estética. La expresión “y así vivía, libre como un pajarillo” es el símil sencillo,
pero bella imagen poética de la feliz libertad de Apumarcu. Mucho se ha escrito sobre el
tema de la libertad del artista. Por supuesto, va más allá del sueño idealista y romántico.

3
En la sociedad actual, sometida al imperio del capital, es imprescindible el espíritu
libertario para que el arte aparezca siempre como una reivindicación de la humanidad y
como la justa aspiración de un mundo nuevo, sin alienados ni alienadores.

En otra parte del texto, veremos que la sed de libertad se manifiesta otra vez, cuando
el alfarero conoce a un espíritu tan sensible y errante como el suyo:

– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara…


– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu… Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.

Ambos se declaran seres autónomos, desvinculados de las convenciones sociales.


Esta aspiración libertaria reaparece en el cuento “El alma de la quena”, con Viracocha, el
gran músico errante, que rechaza el ofrecimiento de riquezas, fiestas y siervos, y hasta
rehúsa vivir en el lujoso palacio del Inca Sinchi Roca y suplica, en cambio, absoluta
libertad para recorrer los pueblos del Tawantinsuyo con su bella, pero dolorosa música
nacida por la triste ausencia de su amada; situación similar a la de Yactan Nanay. En
último caso, Apumarcu considera que su comunidad y su ayllu es su material de trabajo
artístico. No necesita nada más.

LA PASIÓN

Siendo Apumarcu un artista visceral, un espíritu que anhela realizar los más caros
sueños estéticos y emular a la propia Naturaleza, revela una gran pasión como la han
tenido los grandes artistas. Vienen, por ejemplo, las imágenes tempestuosas, en cuanto a
escultura, de Miguel Ángel Buonarroti y el francés Rodin; en cuanto a pintura, Vincent
Van Gogh (atravesado de intensas y hasta dolorosas ansias que llegaron a consumirlo),
Guayasamín, Ilia Repin, Pablo Picasso. “Otro día hizo una danza de la muerte ‒
continúa “El alfarero”‒. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha,
y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes”. Todos sabemos que el artista,
una vez sumergido en su dimensión creativa, vive como en otro mundo, donde la ficción
tiene igual o más vida que la propia realidad. Charles Dickens, mientras escribía Canción
de Navidad, se encerró varias semanas en su cuarto y se oían su risa y su llanto mientras
gestaba su historia. García Márquez recuerda que cuando debió morir Aureliano Buendía,
su pesar era tanto que tuvo que refugiarse en los brazos de Mercedes Barcha, su esposa,
para llorar amargamente el deceso del querido personaje de Cien años de soledad. A tales
niveles llega la pasión en el arte. Y todo ello, cómo no, ligado a la emoción del asombro
que suelen suscitar las obras geniales: “Un día le envió al Inca una serpiente de barro
que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al
Templo del Sol. Otro día hizo una danza de la muerte”. Asombro que nace, también, del
abordar temas impactantes: la serpiente (o Amaru, símbolo del infinito, para los incas), y
la presencia del Tanatos en “la danza de la muerte”.

LA AGONÍA

Hay una película referida a la vida de Miguel Ángel Buonarroti que se titula “La
agonía y el éxtasis” (año 1965). Se asume que la agonía representa la ardua batalla del

4
artista por cristalizar y defender sus sueños, su filosofía, su aspiración estética. Toda vida
de un artista oscila en esa dualidad: en la agonía y el éxtasis del trabajo y los objetivos
logrados. Apumarcu, el protagonista de “El alfarero”, personifica esta lucha agónica:

“– Yo siento que algo me falta… Yo siento un ansia inexplicable en mi alma… Yo


siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en
el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara
tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas
y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es”.

Esta agonía alcanza su clímax en la escena en que, para lograr el tono del
crepúsculo, Apumarcu se siente febrilmente obligado a recurrir a su propia sangre luego
de lo cual, trágicamente, muere. Hay, en este suceso, una gran simbología: la necesidad
de darse por entero al arte; incluso el sentido metafísico de morir para volver a nacer; la
idea nietzscheana de inyectar la propia sangre en las ideas; o la de que el arte es un
compromiso tan serio que compromete la existencia totalmente, y abarca la vida entera.
Es lucha agónica, en el sentido que enfatiza Mariátegui: “Agonía ‒como Unamuno
escribe en la introducción de su libro‒ quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive
luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte”. En el caso de Apumarcu,
del artista en general, agonía en el arte, por el arte y para el arte.

LA SENSIBILIDAD INTRÍNSECA

No cabe duda que es la sensibilidad uno de los rasgos fundamentales de toda mujer
u hombre que se dedica al trabajo estético. Valdelomar expresa y valora esta condición
en varios pasajes del cuento. He aquí uno de ellos:

“Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la


sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio
el paisaje de la última tarde. Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del
crepúsculo”.

Pero, además, cuando se dice que Apumarcu, “Sólo hablaba a los desdichados para
regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca”, queda expresada la fibra sensible del
artista, con el agregado de que tal compasión (polémica virtud cristiana) nacía para los
que no conocen la felicidad, para los tristes; personajes, acaso, del universo vallejiano, de
los que “pasan con un pan al hombro”, aquellos que han sido traídos a “este valle de
lágrimas” para sólo sufrir, en un escenario desigual o, como diría Washington Delgado,
en “un mundo dividido”. Así que la misantropía de Apumarcu se disuelve y se convierte
en amor samaritano que ofrenda dos productos esenciales en la vida de los runas: la
cancha y la coca. Alimento para el cuerpo, la primera; y sustento, además, para el ánimo,
la segunda. Parafraseando a Gustavo Gutiérrez, el autor de la Teología de la Liberación,
diríamos que Valdelomar plantea una estética y una sensibilidad enmarcada en “la opción
preferencial por los que más sufren”. Nos recuerda también a Arguedas cuando decía que
él era orgulloso con los orgullosos y humilde con los humildes.

Sin duda, todo el cuento “El alfarero” es una lección de sensibilidad y humanismo.
Dos características presentes, si no en toda, en gran parte de la obra de Valdelomar. La
sensibilidad de Apumarcu está abierta a la Naturaleza, al firmamento poblado de estrellas,

5
a la creación artística y, mucho más aún, al sufrimiento humano, encarnado, en el texto,
por el músico Yactan Nanay. Con Apumarcu, se cumple la expresión de Leonardo de
Vinci: “A más sensibilidad, más dolor”. Parecido a las palabras de Eguren: “Yo y usted
tenemos que luchar mucho -me dice, con gesto de suave resignación”, en la histórica
entrevista que le hace Vallejo, en 1918. Apumarcu presenta una conciencia muy despierta
a su entorno, al arte y la vida. Esa singular cualidad le obliga a vivir aislado. Su
sensibilidad es tan profunda que necesita crearse un mundo propio para poder sobrevivir
en él y para poder realizar sus proyectos artísticos. Y sólo hará excepciones cuando
aparece otro espíritu tan noble y elevado como el suyo: el errante Yactan Nanay. Por lo
demás, es harto bien sabido que una de las principales virtudes del arte es sensibilizar,
humanizar. O, mejor aún: espiritualizar.

LA SOLIDARIDAD HUMANA

Es en la amistad con Yactan Nanay que Apumarcu abandona su estado de soledad


para ejercer su capacidad solidaria. Entiende el dolor ajeno, le nace la voluntad de ayudar
a mitigar la nostalgia por la amada del músico errante y, recurriendo a sus dotes de artista
del barro, logra recrearla de tal modo que el amigo siente recuperar el bien perdido. En
ese momento, la gratitud de Yactan Nanay le hace decir:

“– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has


devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más
grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú la las hecho en dura arcilla
y no morirá nunca”.

Ya no estamos ante el artista ermitaño, ante el asceta de la montaña; sino ante un


ser que descubre al otro y en ese otro se redescubre a sí mismo. Decía Atahualpa
Yupanqui, citando a un viejo gaucho: “Un amigo es uno mismo con otro cuero”. Para
Apumarcu, el dolor de Yactan Nanay es su propio dolor. Por causas distintas, han llegado
a la misma condición existencial. En el primero, es su sed de infinito, de formidables
ansias estéticas; en el segundo, es el dolor de la amada ausente. Si es cierto que el dolor
une a los hombres; igualmente, es cierto que el que sufre es más sensible ante otro que,
igual o más, sufre también. De ese doble estado doliente, surge la amistad, la
comunicación, la solidaridad. Por eso se dice que la vida solitaria del artista necesita
transmutarse en soledad solidaria. Y el arte, en un llamado a la solidaridad de todos los
hombres.

LA INSATISFACCIÓN PERMANENTE

El camino del arte es un proceso de mejora y perfeccionamiento constantes. Un


poeta francés, Paul Valéry, decía: “Una obra no es nunca una cosa acabada, sino
abandonada”. Eso significa que la insatisfacción es un estado habitual en la vida del
artista. Siempre está deseando hacer mejor las cosas. O, como decía Gabriela Mistral, en
su conocido “Decálogo del artista”: “De toda creación saldrás con vergüenza, porque fue
inferior a tu sueño, e inferior a ese sueño maravilloso de Dios, que es la Naturaleza”. En
“El alfarero”, se vive esta intensa situación en pasajes como el siguiente:

6
“Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la
naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero
yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la
naturaleza, pero me sale muerto”. (…) yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo
haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?...
¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!

CONCLUSIÓN

“El alfarero” muestra la alta valoración personal que tuvo Abraham Valdelomar
acerca del artista, con siete rasgos fundamentales que, si no en todos, en la mayoría,
podrían identificarse. Se trata de condiciones muy particulares que configuran lo que
vendría a ser la identidad o naturaleza esencial del artista en todos los tiempos. Más allá
de los ismos, de teorizaciones y experimentos, Valdelomar parece decirnos que el artista
debe condensar un conjunto de valiosas cualidades que fusionan ética, conciencia y
estética; que el arte es una búsqueda constante, que la Naturaleza es siempre la gran
maestra, como también enseñaba Leonardo de Vinci. Hoy, que vivimos “la sociedad del
espectáculo”, como dice Vargas Llosa, un tiempo regido por la “la sociedad de mercado”,
como especifica un sociólogo peruano, en que todo se vende y pervierte incluso las
manifestaciones estéticas, haciendo del arte un burdo negocio o una exclusividad de las
élites, un pedestal para el ego y demás expresiones de oscuras vanidades, es bueno
recordar esta gran visión del artista que propone el genial autor de “El Caballero
Carmelo”, que nos sugiere una especie de mística, entendiendo que el arte es una vocación
trascendente puesto que está dirigido a la mente, al corazón y al espíritu, y porque tiene
la capacidad de cuestionar agudamente la realidad y de avizorar otro mundo posible. Así
pues, el cuento incaico “El alfarero” expresa que no es fácil alcanzar la condición de
artista; que, para merecer tan noble y extraordinaria condición, es imprescindible asumir
un compromiso integral que, implica, toda una vida de esfuerzo y creación, de dolor y
éxtasis, en la que confluyen, como se ha explicado anteriormente: soledad creativa,
espíritu libertario, pasión, agonía, sensibilidad intrínseca, solidaridad e insatisfacción
permanente.

SIETE RASGOS ESENCIALES DEL ARTISTA


EN EL CUENTO “EL ALFARERO”, DE ABRAHAM VALDELOMAR

7
Luz Angélica Bravo Díaz
Becaria APL

RESUMEN

Valdelomar nos presenta, en el cuento “El alfarero / Sañu-Camayok”, una visión


muy personal de la condición del artista sustentado en los siguientes rasgos: la soledad,
el espíritu libertario, la pasión, la agonía, la sensibilidad intrínseca, la solidaridad humana
y la insatisfacción. El artista, a lo largo de la historia, ha sido visto como una variación
de la norma, como la antítesis del orden establecido, tanto para poder vivir como para
realizar su trabajo creativo. Apumarcu, el alfarero, y también Yactan Nanay, el tocador
de antara, representan ese ideal: el artista puro, solitario y humanamente solidario, el
espíritu inquieto que tiene ansia de lograr lo imposible; situación dual que le concede un
gran goce y, al mismo tiempo, dolor y frustración, dada su profunda sensibilidad. En la
batalla personal por lograr sus altos objetivos estéticos, se desenvuelve su energía
pasional y acaece su agonía, esa necesidad interior y, tal vez, metafísica de ir muriendo
en cada batalla para poder vivir en la belleza y trascender en el arte.

PALABRAS CLAVE

Artista – Sociedad – Soledad – Libertad – Pasión – Agonía – Sensibilidad –


Solidaridad – Insatisfacción.

INTRODUCCIÓN

“Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos.


Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles
y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan
colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma.
Palabras de Apumarcu, el alfarero.

8
Cada tiempo y realidad ha generado una concepción distinta del arte y del artista,
el mismo que ha ocupado un status social variable y, por tanto, cumplido una función
diversa a lo largo de la historia. Asimismo, cada artista ‒no podría ser de otra manera‒
tiene su propia visión del arte y del ser humano que, basado en su capacidad creadora, es
productor de arte. Lo dice en conceptos, lo testimonia con su vida o lo expresa con su
obra. Abraham Valdelomar lo manifiesta en su incásico, exótico y hermoso cuento “El
alfarero /Sañu Camayoc” que constituye, en nuestra opinión, uno de los trabajos más
bellos dentro de la magnífica obra narrativa que ha dejado Valdelomar a quien varios
importantes estudiosos consideran uno de los mejores cuentistas del Perú. Hay, en su
prosa, la difícil elegancia de la sencillez y una atmósfera poética que no dejan de fascinar.
No en vano Valdelomar afirmó que “sus maestros de estética fueron el paisaje y el mar”
(es decir, la Naturaleza, inagotable fuente de motivación que nutrió, igualmente, a José
María Eguren, cuya obra literaria esta profunda e intensamente imbuida de elementos
naturales). Y es muy significativo también que Valdelomar haya expresado: “No me
eduqué con libros, sino con crepúsculos”.

Al autor de “El Caballero Carmelo” le importó mucho dilucidar y proponer una


visión personal acerca de las cuestiones del arte. Así, en su cuento “El alfarero”, plantea
un conjunto de rasgos que constituirían la identidad del artista: su espíritu libertario, la
soledad, la sensibilidad, la pasión, la agonía, la solidaridad y la insatisfacción permanente.
Hay una frase del cuento que alude a la pobreza material (y sólo material) que, en
el Perú, al menos, pareciera ser el destino inevitable de quien decide vivir en el arte, por
el arte y para el arte: “Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo
sencillo, orlaba los contornos”. Se refiere al traje de Apumarcu, el alfarero. Hay, en esta
imagen narrativa, dos símbolos importantes: la sencillez del traje con la blancura de la
incaica umpi (que recuerda la sutil descripción de Nicolás Guillén cuando habla del
legendario líder de la resistencia vietnamita: “Al final del largo viaje, / Ho Chi Minh
suave y despierto: / sobre la albura del traje, / le arde el corazón abierto”); que nos
evoca, también, a Machado o a Vallejo, en la conocida austeridad de sus ropas, que el
vate de los Campos de Castilla llama, en su “Retrato”: “torpe aliño indumentario”.
Algunos dirán que los poetas “se visten” de poetas; es decir, pobre, excéntrica y
sombríamente. Es una imagen estereotipada. Al final, cada artista es una vida y una
historia diferente. Valdelomar, conforme a sus biógrafos, era un tipo dinámico y vestía
elegantemente. Por otro lado, la albura del traje, de la umpi, simboliza la inocencia

9
original del artista, en el sentido de ser un espíritu de verdad y amor, y no estar
contaminado por los oscuros prejuicios y perversos parámetros de una sociedad alienada
y alienante. El color blanco propicia una diversa simbología; especialmente, de índole
espiritual. En el cuento, sin embargo, no lleva un sentido religioso (aun cuando podría
decirse ‒parafraseando a Mariátegui‒ que, para el creador, su religión es el arte); sino en
cuanto a estar limpios de artificio y arbitrariedades externas, lo cual va a significar una
premisa de la libertad que plantea Valdelomar en “El alfarero”. El otro símbolo, aunque
de segundo plano, es la umpi, un claro elemento incásico, un elogio de la textilería
precolombina.

LA SOLEDAD

“Vivía fuera de la ciudad en una cabaña”. “Veíasele a veces largas horas


contemplando el cielo”. “Muchos de los pobladores encontrábanle solo, en la selva,
cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas
de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos”. “Nadie jamás había entrado a su
cabaña”.

La literatura, en muchas épocas, ha enfatizado el valor de la soledad en la vida y


obra del artista. “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido”, escribía
Fray Luis de León. “El carácter se forma en la sociedad; pero, el talento, en la soledad”,
asegura un adagio. Y Oswaldo Guayasamín, en un emocionante documental, cuando se
le preguntaba por su vida solitaria, decía: “La soledad destruye al hombre de arena; pero,
no al hombre de piedra”. El filósofo-cantor Facundo Cabral decía: “Gracias a la soledad
me conozco: algo fundamental para vivir”. Y, de todas maneras, hay que acordarse de
Gabriel García Márquez, cuando aseguraba que no hay oficio más solitario en el mundo
que el oficio de escritor. Idea que ampliaremos, sosteniendo, y armonizando con
Valdelomar: No hay oficio más solitario que el oficio de artista. Por lo demás, alguien
decía, con toda verdad, que el hombre y la mujer siempre están solos, ya sea que estén
solteros o casados, ya sea que vivan en la montaña o en la más cosmopolita ciudad. Por
tal razón, Homero Oyarce, un cantautor de Leymebamba (Perú), dice en su canción: “En
este mundo de sombras /no se puede ver la luz. / En medio de multitudes, /cada uno con
su cruz”. La soledad, entonces, es una condición ontológica. La soledad es compañera
habitual del hombre; pero, más profundamente, del artista. Puede angustiar como árido

10
desierto; pero, también, puede resultar fecundo oasis. La soledad, para el artista, es un
lugar de paz, lejos “del mundanal ruido” y es su hábitat para el trabajo creativo. Ribeyro
decía que el escritor debía limitar el tiempo dedicado a las reuniones sociales (no pocas
veces, bizantinas), y dedicarle más horas a la creación literaria; puesto que el Dharma, el
propósito esencial de la vida del artista es crear. Así que estamos ante la elegida y amada
soledad de Apumarcu, viviendo en una austera cabaña, hecho un anacoreta, una especie
de monje de espíritu contemplativo: “Veíasele a veces largas horas contemplando el
cielo”; y en contacto mínimo y estrictamente necesario con la ciudad. Sin duda,
Apumarcu se nos presenta como un asceta cuya mística es el arte. A la manera del gran
haijin Matsuo Basho, educado para samurái; pero consagrado a la poesía, al haiku, yendo
de pueblo en pueblo, poetizando según vivía y viviendo conforme a su poesía. Valdelomar
acentúa la condición solitaria del alfarero: “Pero nadie veía sus trabajos”. “Nadie jamás
había entrado a su cabaña”. Estamos ante una obra que, al decir de Osho, sólo complace
al artista mismo y no necesita de la aprobación de los demás; cosa insólita y casi imposible
en el artista contemporáneo, tan necesitado de elogios y premios y del así llamado
prestigio personal. La cabaña de Apumarcu tiene, por sí sola, un sentido aislacionista y
de marcada distancia con la colectividad. La cabaña denota lejanía, soledad casi absoluta
y, por supuesto, inmersión en la Naturaleza. Nos remonta a la cabaña del también huraño
abuelo de Heidi, en la famosa novela de Johanna Spyri. Pero, el mayor grado de soledad
y distanciamiento aparece cuando el narrador indica el concepto que la gente se había
hecho de Apumarcu: “Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él
huía de todo trato”. Más señales de aislamiento, distancia y soledad resultan, tal vez,
imposibles. Y la relación de arte y locura, tan frecuente en la historia de los artistas.
Motivo, incluso, de estudios especializados. La soledad de Apumarcu era la necesidad de
un mundo aparte, de un espacio para la contemplación y el arte. Sabe que su relación con
los demás está fracturada, que no hay familia y que es tomado por loco. Y ya sabemos
que la historia del arte registra negativas valoraciones de muchos artistas que, tiempo
después, fueron reconocidos como genios: Blake, Vallejo, Dalí, y otros. Es que la mente
creativa, divergente, libérrima, fácilmente, colisiona con la mente común, rígida,
convergente, represiva.

EL ESPÍRITU LIBERTARIO

11
Después que Vallejo publica Trilce (1922), un libro heterodoxo, innovador,
radicalmente original, escribe a Antenor Orrego palabras que expresan la necesidad
visceral que tiene el artista de la máxima libertad posible: “Hoy, y más que nunca quizás,
siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de
hombre y de artista: ¡La de ser libre! Si no he de ser libre hoy, no lo seré jamás”. Esta
legítima necesidad (que, en determinadas épocas, costó la vida a los artistas, como,
sucedió a los que defendían la República contra el fascismo durante la Guerra Civil
Española o a quienes se han opuesto a dogmas injustos de grupos de poder religioso,
político o económico), es enfatizada por Valdelomar en “El alfarero”. Luego del trauma
psíquico del hijo del curaca, tratando de ser buen discípulo de Apumarcu, éste “cortó
toda relación con los del pueblo”. Tal suceso, simplemente, acentuó la necesidad de vivir
con plena libertad. Al punto que, cual fraile franciscano o personaje de “Oda a la vida
retirada”, “Él mismo se procuraba su alimento. E iba en pos de las frutas del valle,
canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo”. A la
manera de los anacoretas o poetas errantes que apenas tienen contacto con otras personas
por alguna necesidad vital, comida o medicamento. En el caso del alfarero, trueque de
ceramios por la ancestral hoja de coca. Y, entonces, el colectivo social entiende que el
artista es un ser diferente, un ser que rompe la norma. No decidirá la expulsión, como
proponía un categórico Platón, en la antigua Grecia; pero, sí la certeza de que el artista es
un tipo de cuidado y resulta más conveniente marcar distancia con él. Una distancia que
es recíproca, un deseo común Es así que “Los Camayoc habían acordado no ocuparse de
él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio”. Puede decirse que
Valdelomar desliza la idea de la libertad como evasión, como requerimiento para la
gestación de la obra artística. Una idea bastante discutible si se piensa que el artista,
precisamente, por su espíritu libertario, con frecuencia, suele ser un factor que subvierte
el orden establecido. Por ello, asegura Osho: “La creatividad es la mayor rebelión que
hay en la existencia”. Reiteremos, en todo caso, que Valdelomar reclama una libertad en
pro de la estética. La expresión “y así vivía, libre como un pajarillo” es el símil sencillo,
pero bella imagen poética de la feliz libertad de Apumarcu. Mucho se ha escrito sobre el
tema de la libertad del artista. Por supuesto, va más allá del sueño idealista y romántico.
En la sociedad actual, sometida al imperio del capital, es imprescindible el espíritu
libertario para que el arte aparezca siempre como una reivindicación de la humanidad y
como la justa aspiración de un mundo nuevo, sin alienados ni alienadores.

12
En otra parte del texto, veremos que la sed de libertad se manifiesta otra vez, cuando
el alfarero conoce a un espíritu tan sensible y errante como el suyo:

– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara…


– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu… Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.

Ambos se declaran seres autónomos, desvinculados de las convenciones sociales.


Esta aspiración libertaria reaparece en el cuento “El alma de la quena”, con Viracocha, el
gran músico errante, que rechaza el ofrecimiento de riquezas, fiestas y siervos, y hasta
rehúsa vivir en el lujoso palacio del Inca Sinchi Roca y suplica, en cambio, absoluta
libertad para recorrer los pueblos del Tawantinsuyo con su bella, pero dolorosa música
nacida por la triste ausencia de su amada; situación similar a la de Yactan Nanay. En
último caso, Apumarcu considera que su comunidad y su ayllu es su material de trabajo
artístico. No necesita nada más.

LA PASIÓN

Siendo Apumarcu un artista visceral, un espíritu que anhela realizar los más caros
sueños estéticos y emular a la propia Naturaleza, revela una gran pasión como la han
tenido los grandes artistas. Vienen, por ejemplo, las imágenes tempestuosas, en cuanto a
escultura, de Miguel Ángel Buonarroti y el francés Rodin; en cuanto a pintura, Vincent
Van Gogh (atravesado de intensas y hasta dolorosas ansias que llegaron a consumirlo),
Guayasamín, Ilia Repin, Pablo Picasso. “Otro día hizo una danza de la muerte ‒
continúa “El alfarero”‒. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha,
y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes”. Todos sabemos que el artista,
una vez sumergido en su dimensión creativa, vive como en otro mundo, donde la ficción
tiene igual o más vida que la propia realidad. Charles Dickens, mientras escribía Canción
de Navidad, se encerró varias semanas en su cuarto y se oían su risa y su llanto mientras
gestaba su historia. García Márquez recuerda que cuando debió morir Aureliano Buendía,
su pesar era tanto que tuvo que refugiarse en los brazos de Mercedes Barcha, su esposa,
para llorar amargamente el deceso del querido personaje de Cien años de soledad. A tales
niveles llega la pasión en el arte. Y todo ello, cómo no, ligado a la emoción del asombro

13
que suelen suscitar las obras geniales: “Un día le envió al Inca una serpiente de barro
que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al
Templo del Sol. Otro día hizo una danza de la muerte”. Asombro que nace, también, del
abordar temas impactantes: la serpiente (o Amaru, símbolo del infinito, para los incas), y
la presencia del Tanatos en “la danza de la muerte”.

LA AGONÍA

Hay una película referida a la vida de Miguel Ángel Buonarroti que se titula “La
agonía y el éxtasis” (año 1965). Se asume que la agonía representa la ardua batalla del
artista por cristalizar y defender sus sueños, su filosofía, su aspiración estética. Toda vida
de un artista oscila en esa dualidad: en la agonía y el éxtasis del trabajo y los objetivos
logrados. Apumarcu, el protagonista de “El alfarero”, personifica esta lucha agónica:

“– Yo siento que algo me falta… Yo siento un ansia inexplicable en mi alma… Yo


siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en
el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara
tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas
y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es”.

Esta agonía alcanza su clímax en la escena en que, para lograr el tono del
crepúsculo, Apumarcu se siente febrilmente obligado a recurrir a su propia sangre luego
de lo cual, trágicamente, muere. Hay, en este suceso, una gran simbología: la necesidad
de darse por entero al arte; incluso el sentido metafísico de morir para volver a nacer; la
idea nietzscheana de inyectar la propia sangre en las ideas; o la de que el arte es un
compromiso tan serio que compromete la existencia totalmente, y abarca la vida entera.
Es lucha agónica, en el sentido que enfatiza Mariátegui: “Agonía ‒como Unamuno
escribe en la introducción de su libro‒ quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive
luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte”. En el caso de Apumarcu,
del artista en general, agonía en el arte, por el arte y para el arte.

LA SENSIBILIDAD INTRÍNSECA

14
No cabe duda que es la sensibilidad uno de los rasgos fundamentales de toda mujer
u hombre que se dedica al trabajo estético. Valdelomar expresa y valora esta condición
en varios pasajes del cuento. He aquí uno de ellos:

“Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la


sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio
el paisaje de la última tarde. Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del
crepúsculo”.

Pero, además, cuando se dice que Apumarcu, “Sólo hablaba a los desdichados para
regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca”, queda expresada la fibra sensible del
artista, con el agregado de que tal compasión (polémica virtud cristiana) nacía para los
que no conocen la felicidad, para los tristes; personajes, acaso, del universo vallejiano, de
los que “pasan con un pan al hombro”, aquellos que han sido traídos a “este valle de
lágrimas” para sólo sufrir, en un escenario desigual o, como diría Washington Delgado,
en “un mundo dividido”. Así que la misantropía de Apumarcu se disuelve y se convierte
en amor samaritano que ofrenda dos productos esenciales en la vida de los runas: la
cancha y la coca. Alimento para el cuerpo, la primera; y sustento, además, para el ánimo,
la segunda. Parafraseando a Gustavo Gutiérrez, el autor de la Teología de la Liberación,
diríamos que Valdelomar plantea una estética y una sensibilidad enmarcada en “la opción
preferencial por los que más sufren”. Nos recuerda también a Arguedas cuando decía que
él era orgulloso con los orgullosos y humilde con los humildes.
Sin duda, todo el cuento “El alfarero” es una lección de sensibilidad y humanismo.
Dos características presentes, si no en toda, en gran parte de la obra de Valdelomar. La
sensibilidad de Apumarcu está abierta a la Naturaleza, al firmamento poblado de estrellas,
a la creación artística y, mucho más aún, al sufrimiento humano, encarnado, en el texto,
por el músico Yactan Nanay. Con Apumarcu, se cumple la expresión de Leonardo de
Vinci: “A más sensibilidad, más dolor”. Parecido a las palabras de Eguren: “Yo y usted
tenemos que luchar mucho -me dice, con gesto de suave resignación”, en la histórica
entrevista que le hace Vallejo, en 1918. Apumarcu presenta una conciencia muy despierta
a su entorno, al arte y la vida. Esa singular cualidad le obliga a vivir aislado. Su
sensibilidad es tan profunda que necesita crearse un mundo propio para poder sobrevivir
en él y para poder realizar sus proyectos artísticos. Y sólo hará excepciones cuando
aparece otro espíritu tan noble y elevado como el suyo: el errante Yactan Nanay. Por lo

15
demás, es harto bien sabido que una de las principales virtudes del arte es sensibilizar,
humanizar. O, mejor aún: espiritualizar.

LA SOLIDARIDAD HUMANA

Es en la amistad con Yactan Nanay que Apumarcu abandona su estado de soledad


para ejercer su capacidad solidaria. Entiende el dolor ajeno, le nace la voluntad de ayudar
a mitigar la nostalgia por la amada del músico errante y, recurriendo a sus dotes de artista
del barro, logra recrearla de tal modo que el amigo siente recuperar el bien perdido. En
ese momento, la gratitud de Yactan Nanay le hace decir:

“– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has


devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más
grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú la las hecho en dura arcilla
y no morirá nunca”.

Ya no estamos ante el artista ermitaño, ante el asceta de la montaña; sino ante un


ser que descubre al otro y en ese otro se redescubre a sí mismo. Decía Atahualpa
Yupanqui, citando a un viejo gaucho: “Un amigo es uno mismo con otro cuero”. Para
Apumarcu, el dolor de Yactan Nanay es su propio dolor. Por causas distintas, han llegado
a la misma condición existencial. En el primero, es su sed de infinito, de formidables
ansias estéticas; en el segundo, es el dolor de la amada ausente. Si es cierto que el dolor
une a los hombres; igualmente, es cierto que el que sufre es más sensible ante otro que,
igual o más, sufre también. De ese doble estado doliente, surge la amistad, la
comunicación, la solidaridad. Por eso se dice que la vida solitaria del artista necesita
transmutarse en soledad solidaria. Y el arte, en un llamado a la solidaridad de todos los
hombres.

LA INSATISFACCIÓN PERMANENTE

El camino del arte es un proceso de mejora y perfeccionamiento constantes. Un


poeta francés, Paul Valéry, decía: “Una obra no es nunca una cosa acabada, sino
abandonada”. Eso significa que la insatisfacción es un estado habitual en la vida del
artista. Siempre está deseando hacer mejor las cosas. O, como decía Gabriela Mistral, en

16
su conocido “Decálogo del artista”: “De toda creación saldrás con vergüenza, porque fue
inferior a tu sueño, e inferior a ese sueño maravilloso de Dios, que es la Naturaleza”. En
“El alfarero”, se vive esta intensa situación en pasajes como el siguiente:

“Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la
naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero
yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la
naturaleza, pero me sale muerto”. (…) yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo
haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?...
¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!

CONCLUSIÓN

“El alfarero” muestra la alta valoración personal que tuvo Abraham Valdelomar
acerca del artista, con siete rasgos fundamentales que, si no en todos, en la mayoría,
podrían identificarse. Se trata de condiciones muy particulares que configuran lo que
vendría a ser la identidad o naturaleza esencial del artista en todos los tiempos. Más allá
de los ismos, de teorizaciones y experimentos, Valdelomar parece decirnos que el artista
debe condensar un conjunto de valiosas cualidades que fusionan ética, conciencia y
estética; que el arte es una búsqueda constante, que la Naturaleza es siempre la gran
maestra, como también enseñaba Leonardo de Vinci. Hoy, que vivimos “la sociedad del
espectáculo”, como dice Vargas Llosa, un tiempo regido por la “la sociedad de mercado”,
como especifica un sociólogo peruano, en que todo se vende y pervierte incluso las
manifestaciones estéticas, haciendo del arte un burdo negocio o una exclusividad de las
élites, un pedestal para el ego y demás expresiones de oscuras vanidades, es bueno
recordar esta gran visión del artista que propone el genial autor de “El Caballero
Carmelo”, que nos sugiere una especie de mística, entendiendo que el arte es una vocación
trascendente puesto que está dirigido a la mente, al corazón y al espíritu, y porque tiene
la capacidad de cuestionar agudamente la realidad y de avizorar otro mundo posible. Así
pues, el cuento incaico “El alfarero” expresa que no es fácil alcanzar la condición de
artista; que, para merecer tan noble y extraordinaria condición, es imprescindible asumir
un compromiso integral que, implica, toda una vida de esfuerzo y creación, de dolor y
éxtasis, en la que confluyen, como se ha explicado anteriormente: soledad creativa,

17
espíritu libertario, pasión, agonía, sensibilidad intrínseca, solidaridad e insatisfacción
permanente.

BIBLIOGRAFÍA

- VALDELOMAR, Abraham

-No en vano Valdelomar afirmó que “sus maestros de estética fueron el paisaje y el
mar” (es decir, la Naturaleza, inagotable fuente de motivación que nutrió, igualmente, a
José María Eguren

-obra del artista. “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido”, escribía
Fray Luis de León.

- El filósofo-cantor Facundo Cabral decía: “Gracias a la soledad me conozco: algo


fundamental para vivir”.

- el Dharma, el propósito esencial de la vida del artista es crear. Así que estamos ante la
elegida y amada soledad de Apumarcu, viviendo en una austera cabaña, hecho un
anacoreta, una especie de monje de espíritu contemplativo:

- http://clasica.elrincondelhaiku.org/index_cont.php

- Osho Creatividad Debate

- García Márquez recuerda que cuando debió morir Aureliano Buendía, su pesar era
tanto que tuvo que refugiarse en los brazos de Mercedes Barcha, su esposa, para llorar
amargamente

- Es lucha agónica, en el sentido que enfatiza Mariátegui: “Agonía ‒como Unamuno

18
- expresión de Leonardo de Vinci: “A más sensibilidad, más dolor”. Parecido a las
palabras de Eguren: “Yo y usted tenemos que luchar mucho -me dice, con gesto de suave
resignación”, en

- su conocido “Decálogo del artista”: “De toda creación saldrás con vergüenza, porque
fue inferior a tu sueño, e inferior a ese sueño maravilloso de Dios, que es la
Naturaleza”. En “El alfarero”, se vive

(parámetros a considerar)

5. La extensión no deberá ser menor de 8 páginas ni mayor de 15 páginas (interlineado 1.5; letra
Times New Roman, tamaño 12; páginas numeradas en word).
6. Todo trabajo debe tener una bibliografía final. Consignar solamente las fuentes citadas.
Ejemplo:

HILDEBRANDT, Martha
2013 Peruanismos. Edición actualizada y aumentada. Lima: Planeta.
CORNEJO POLAR, Antonio
1973 Los universos narrativos de José María Arguedas. Buenos Aires: Losada.
ORTEGA, Julio
2006 «Itinerario de José María Arguedas. (Migración, peregrinaje y lenguaje en El zorro de
arriba y el zorro de abajo)». Sergio Ramírez Franco (ed.) José María Arguedas: hacia una
poética migrante. Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh/Instituto Internacional de Literatura
Iberoamericana, pp. 81-102. Academia Peruana Instituto Raúl Porras Barrenechea de la Lengua
2
Para los Libros
Autor (APELLIDOS EN VERSALES)
Año Título. [otros datos si los hubiera: traductor, número de edición, volumen, etc.] Ciudad:
editorial.
Para los artículos
Autor (APELLIDOS EN VERSALES)
Año «Título del artículo». Nombre de la revista, año de publicación, vol., n.º, pp. xx.

Para la fuente Web


Autor (Apellidos en versales)
Año «Título del artículo». Nombre del sitio web <dirección URL>. Datos de afiliación
institucional u otros. Consulta hecha en día/mes/año de consulta.
7. Las referencias bibliográficas dentro del texto en general deberán anotarse entre paréntesis
(referencia parentética o autor-fecha). Ejemplo: (Arguedas 1958: 208).
8. Los pies de página son exclusivamente para comentarios y notas complementarias.

9.

http://clasica.elrincondelhaiku.org/index_cont.php

19
20

Anda mungkin juga menyukai