académica de una persona. Quiere decir que la labor y el aporte intelectual que uno realiza alcanzan
que la ejerce, y conlleva luces y sombras, emociones encontradas y fuertes pasiones que hay que
saber manejar para dar a la narración de hechos de trascendental importancia el grado necesario de
objetividad y fidelidad que se merecen las fuentes históricas. El historiador tiene que ser respetuoso y
cuidadoso con los hechos y la memoria nacional, y debe tener la capacidad para analizar profunda y
estudia.
Nuestra gran historia nacional, con sus epopeyas, glorias y tristezas clama una visión clara y precisa
de los hechos, tal y como acaecieron, y no una interpretación sesgada y ceñida a discursos
trasnochados que parecen resurgir en tiempos actuales como si nos hallásemos a finales del siglo XIX
y los inicios del siglo XX, cuando proponer una vertiente nacionalista y revisionista de la historia
parecía ser una suerte de anatema. No hay ignominia más penosa para un investigador y difusor de
la historia que utilizar las palabras para desvirtuar y mancillar el verdadero significado del sacrificio
moral y físico de todo un pueblo que luchó por los más altos ideales, por la supervivencia y la defensa
del territorio patrio, por la autonomía y el derecho a ejercer soberanía, no solo política sino económica,
un pueblo que luchó con un patriotismo que tal vez nos cueste entender en estas épocas tan
deben conocer su historia para así tener una perspectiva real de su evolución como entidad cultural.
Los héroes, ya sean los alabados o calumniados por distintas corrientes e interpretaciones históricas,
deben ser apreciados en su verdadera luz. En ellos nos vemos reflejados como pueblos. Son los
estandartes vivos en la memoria colectiva y nunca dejarán de inspirarnos a una más alta existencia
en pos de una patria enaltecida y llamada a ocupar el lugar prestigioso que le pertenece en la Historia