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FANTASíAS

SEXUALES
DE las
MUJERES
CHILENAS

EDICIONES B
SINE QUA NON

FANTASíAS
Sexuales
de las
mujeres
Chilenas

Pamela Giles

EDICIONES B

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid •


México DF • Montevideo • Quito • Santiago de Chile
3a edición: octubre 2004

© Pamela Jiles Moreno, 2004


© Ediciones B Chile S.A., 2004
Monjitas 392 piso 16 of. 1601 Santiago, Chile

Impreso en Chile
ISBN: 956-7510-92-X
Impreso por QUEBECOR WORLD CHILE S.A.
Avda. Pajaritos 6920, Santiago
Diseño de Portada Francisca Toral
Fotografía de Portada Gabriel Schkolnick
Diseño de Interior Alejandro Vicuña

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones estableci-


das en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autori-
zación escrita de los titulares del copyright, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o proce-
dimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento in-
formático, así como la distribución de ejemplares mediante
alquiler o préstamos públicos.
CONTENIDO

I. ESTE LIBRO TRATA DE UN SECRETO 7

El dios y las pastorcillas ardientes 12


La prostituta sagrada 16
Pelagio y la invención del pecado 19
La muerte del deseo 22
¿Sobre qué fantasean las mujeres chilenas? 26

II. FANTASÍAS SEXUALES DE MUJERES CHILENAS 31

1. Tener sexo con un desconocido


No saber su nombre 33
Hacerlo con un prostituto 34

2. Ser prostituta
La aprendiz 38

3. Hacerlo con hombres poderosos


Juguemos al doctor 42
La magia del mar 43
El señor cura 49
Mi general 51

4. Ser violada
El masajista 55
Violada en la playa 57

5. Ver Y ser vista


De a tres 60
La mirona 61
Encuentro de ex alumnos 65

6. Dar de mamar
Que me chupe los pechos 68

7. El padre y otros incestos


La voz del padre 74
¡Méeme, mijito, méeme! 79
Podría ser mi hijo 82
Concurso sexual 84
El cuñado 86

8. Hacerlo con un negro


Cinco esclavos negros 88
¿Quién le teme al hombre negro? 90

9. El pene
Tener pene 93
Desde atrás 98

10. Otras mujeres


Sexo futurista 101
Sexo policial 104

11. Olores y objetos


El olor del semen 106
El carrusel 110
Dentadura postiza 111

12. Hacerlo con animales


El macho cabrío 116
Perros afganos 120
La domadora 121
I. ESTE LIBRO TRATA DE UN SECRETO
Este libro trata de un secreto: las fantasías sexuales de
las mujeres chilenas contadas por ellas mismas.

El secreto llegó hasta nosotros a través de las palabras


al oído de una abuela a su nieta, de una hermana a
otra, de una sirvienta a su patrona, de una mujer a otra
desde el comienzo de los tiempos.

Las fantasías sexuales de las mujeres chilenas viven, ro-


zagantes y alegres, en el universo cotidiano de nuestras
confidencias. Pero sólo allí. Para el estudio científico, la
estadística sociológica, incluso para la literatura, estas
fantasías apenas están disponibles. Viven y crecen en
el vínculo oral entre mujeres, como herencia y tradición
hablada. Algo -¿genético, tácito, inconsciente?- nos
señala la prohibición de publicitar estas conversacio-
nes. El contenido de nuestro imaginario erótico es com-
partido preferentemente a través de la palabra, en la
milenaria seguridad de que no quedarán testimonios
-escritura- que puedan robarnos este preciado tesoro.
De este modo, en la cultura chilena existe y se desarro-
lla un jardín secreto que se encadena con el imaginario
de todas las mujeres, reales o míticas, que reconocieron
como legítimas las fantasías sexuales femeninas y nos
las legaron, dichas al oído.

Lilith, Safo y las hetairas de la antigüedad, las aulétridas


de la antigua Roma, las brujas de Europa en el siglo die-
cisiete, las femmes-galantes de los siglos diecisiete y die-
ciocho, las “grandes horizontales” de la Belle Époque,
las cortesanas europeas del siglo diecinueve, las sacer-
dotisas del islam originario que controlaban el agua y
la religión, las poetisas de Oriente, pero sobre todo las
mujeres de los pueblos originarios de lo que hoy cono-
cemos como América: ellas son nuestras tatarabuelas.
9
Durante largos períodos de la historia humana las fan-
tasías eróticas femeninas permanecieron en el secreto
absoluto, especialmente en Occidente. Durante siete
siglos sólo chispazos extraordinarios dieron cuenta de
la idea de lo carnal en textos escritos por mujeres oc-
cidentales. La filósofa florentina Tullia D’Aragona y la
poetisa veneciana Verónica Franco -ambas en el siglo
dieciséis- son representativas de esta excepcionalidad.
Recién se comienza a escribir sistemáticamente sobre
fantasías femeninas desde fines del siglo diecinueve, a
partir de Freud, y de allí para adelante la enorme ma-
yoría de las veces desde una versión masculina, muy
minoritariamente en castellano, y en gran medida bajo
la impronta de los psicoanalistas, cuya reducción del
imaginario erótico femenino a un compendio de pato-
logías, envidias del pene e histerias lo desacreditan y lo
arrinconan en el secreto.

Después de la Segunda Guerra Mundial las mujeres co-


mienzan de manera creciente y sostenida a escribir so-
bre sí mismas y sus fantasías, generando un cierto relato
propio y un registro de testimonios paralelo al oficial.

En América Latina, y en Chile en particular, las fantasías


sexuales de las mujeres resisten hasta hoy en el refugio
que mejor conocen: el secreto y la trasmisión oral. En
esta parte del mundo el trabajo intelectual sobre la eró-
tica femenina soporta y desafía tímidamente la presión
del idioma oficial y del puritanismo católico predomi-
nante.

El castellano escrito y el concepto premoderno de “pe-


cado original” funcionan como fórmulas rituales de
coerción al imaginario erótico femenino. No por casua-
lidad hasta la segunda mitad del siglo veinte casi no
10
existe literatura erótica en español, menos aún escrita
por mujeres. Mientras que en alemán, en francés y en
inglés era posible abordar estos temas -desde la pers-
pectiva masculina, eso sí- en los tres siglos anteriores.
La escritura en español ha funcionado hasta muy re-
cientemente como un anestésico del modo de sentir
de las mujeres y sólo hace registro de una versión pobre
y precaria del imaginario sexual masculino. El castellano
escrito se ha convertido en la práctica en una forma de
“agresión ritual” por la que se reproduce una sociedad
que abomina del deseo carnal de las mujeres y sus fan-
tasías asociadas.

Así, el modo masculino de ordenar la vida sexual en


Occidente, en Hispanoamérica y por cierto en Chile, se
expresa entre muchos otros síntomas en el predominio
de las fantasías de los hombres y la invisibilidad del ima-
ginario erótico femenino. Pero el acto de imaginar, por-
fiadamente humano, logra sobrevivir entre las mujeres
aun desde la clandestinidad.

Antes de pensar, imaginamos. Después de imaginar,


narramos. Este libro busca narrar lo que las mujeres chi-
lenas imaginamos en el plano de lo erótico. Es un secre-
to que a mí me contaron y que yo les cuento a ustedes.
Comienzo con algunas preguntas que me hice al escu-
char las fantasías de cientos de mujeres. ¿Por qué han
permanecido en el secreto? ¿Fue siempre así? ¿Cuá-
les fueron las razones y los mecanismos precisos por los
cuales las fantasías eróticas femeninas pasaron a la
clandestinidad? Intento algunas respuestas en las próxi-
mas páginas, donde les contaré de unas pastorcillas ar-
dientes, de la prostituta sagrada, de mi amigo Pelagio y
de la muerte del deseo.

11
El dios y las pastorcillas ardientes

Hubo una edad en la vida humana en que la sexualidad


fue exaltada y se ejerció de manera libertaria. El erotis-
mo femenino tuvo entonces, durante muchos milenios,
un profundo sentido místico. Al parecer, en esa época
las fantasías no se habrían convertido, como hoy, en el
último reducto, la tabla de salvación, el jardín secreto
de la sexualidad femenina.

La información sobre ese tiempo nos llega de manera


difusa y con la mediatización cultural de forma y fondo
que impone el tiempo. Básicamente, podemos escu-
char esa otra versión del erotismo humano a través de
los mitos.

De todos los mitos eróticos, tal vez el que más me gusta


es uno de los más antiguos, que proviene de la India: el
de Krishna y las pastorcillas ardientes, una imagen an-
cestral que trasmite la curiosa versión de un dios acoge-
dor, tolerante y pródigo en materia sexual.

En esta historia, Celeste -diosa- se pierde en el bosque y


encanta con el sonido de su flauta a los animales, a los
demonios y a las mujeres. Ellas son tiernas baqueanas o
pastoras que se reúnen entre el ganado, en medio de
la naturaleza, por el llamado de esa música celestial.
Krishna, el dios que está en todas partes, baja a la pra-
dera y satisface al mismo tiempo a las mil pastoras. Co-
pula con todas ellas. Todas copulan con él.

Cada una de ellas es su amante. Cada una de ellas lo


tiene para sí sola y todas lo tienen por entero, completo,
sin reservas, en una fiesta de los sentidos y del corazón
12
que representa las nupcias de las almas con la divini-
dad.

He ahí una de las grandes claves del mito: un dios ro-


deado en el bosque por jóvenes mujeres de fogoso
cuerpo a quienes él lleva, a un mismo tiempo, al éxtasis
carnal y místico.

En nuestros términos, los de hoy, ese dios es dionisiaco,


depravado, diabólico. Él es el que estimula a todas esas
jóvenes al salvajismo total, al desenfreno que tanto te-
rror produce en el hombre moderno. Es más, la esce-
na entre pastoras y divinidad es explícitamente gozosa,
pues el placer sexual es vivido en plenitud por todos los
participantes.

El mito de Krishna y las pastoras intentará abrirse paso


hacia el futuro por caminos creativos y adaptativos.
Celeste tendrá su versión posterior en Orfeo, el músico
que calma a los animales, los encanta y los reúne, o en
Baco, que muere por haber desdeñado el deseo enfu-
recido de las pastoras.

También podremos reconocer la unión “mística” que


contiene este relato en otras escenas: Venus en un es-
tablo con Adonis, Apolo apacentando el rebaño por
amor a Admeto, Tristán e Isolda en una cabaña rústica,
Segismundo y Sieglinde escuchando los sonidos de la
noche al aire libre. Todos estos personajes regresan a
un mundo ideal y primitivo, representado en cada caso
por el entorno pastoril, y lo hacen a través del éxtasis
del amor carnal, del deseo y la cópula como expresión
de unidad amorosa, divina y perfecta, tal como en el
episodio que les comento.

13
Pero el mito indio proviene de un tiempo en que la cul-
pa y el pecado aún no censuraban al erotismo. Una
etapa ancestral en que la sexualidad era la representa-
ción de la unidad entre los sentidos y la trascendencia.
Hay que decir que la unión de Krishna con las mil pas-
toras se produce en un ambiente de edénica inocen-
cia. El bosque es lo que entenderíamos posteriormente
como escena pastoral. Las pastorcillas se entregan a
sus instintos con total alegría, sin censura ni prohibición
alguna, sin conflicto entre ellas (posesividad, compe-
tencia) ni con el amante divino (celos, rechazo) ni con
el medio.

No se trata simplemente de una escena de sexo gru-


pal sino de una señal del inconsciente colectivo, que
refiere una etapa en la vida del ser humano en que lo
erótico y lo sacro son sinónimos.

Aunque la historia parece exagerada, imposible, ficti-


cia, desenfrenada desde los ojos de hoy, algo hay en
ella que revela el paradigma del sueño de felicidad to-
tal, desprovisto de conflicto. Krishna y sus pastoras son el
ancestral prototipo de un ideal utópico negado en la
cultura contemporánea.

Nuestra cultura ha retrotraído el alma humana a un


estado prepúber, a una supuesta inocencia buenita,
más imaginaria que real, muy distinta de los contenidos
complejos de la verdadera infancia, cuando la sexuali-
dad todavía es un potente llamado.

La verdad es que la distorsión viene desde antes de su


invención en un envase de “pecado”. Existía ya antes
de que la Iglesia proclamara el pecado. Ya estaba en-
tre nosotros en forma de intelectualismo griego o como
14
rigor romano. Ya hubo allí una notable contribución
para escindir artificialmente el espíritu y la carne. En el
banquete helénico, ya los sentidos son los esclavos del
alma y no sus hermanos. Séneca, que era romano, tam-
bién expresa desdén por la carne.

Y el objetivo está casi conseguido a través de una se-


cuencia de prohibiciones que en Occidente termina-
rán por instalar en medio del sexo la noción de pecado.
La desacralización de la sensualidad, que queda arrin-
conada al interior del matrimonio, es la expresión más
elaborada en nuestra cultura de la muerte del deseo,
especialmente, aunque no únicamente, de la muerte
del deseo femenino.

15
La prostituta sagrada

Durante la mayor parte de la existencia humana el ero-


tismo femenino tuvo una connotación positiva. La mujer
en sí misma se asoció muchas veces a la redención y
a la sabiduría en el imaginario de culturas ancestrales.
Lo femenino no estaba aún reducido a la connotación
reproductora, tenía mayor riqueza como concepto sim-
bólico, y frecuentemente fue manifestación de divini-
dad, de vida y de conocimiento.

La mujer era una diosa iniciadora, una amante capaz


de vincular lo sacro y lo terreno, una representación de
la “alquimia” entendida como la capacidad de trans-
formar una materia imperfecta en una perfecta: la are-
na en oro, lo sombrío en luminoso, una poción venenosa
en un elixir sagrado. Lo femenino tenía la potencialidad
de liberar una sustancia pura desde otra que no lo era,
ya fuera en el plano físico o en el espiritual.

La simbología del erotismo femenino estaba asociada


al fuego, es decir, a un agente transformador. En una
hoguera, expuesta al calor de las llamas, la materia im-
perfecta se disuelve, regresa a su origen y luego se fun-
de en una sustancia superior.

La alquimia era el proceso que conducía a la unión de


contrarios, que hacía posible la transformación. En esta
conjunción de opuestos todo se anula al diluirse en una
realidad superior. En una dimensión secular, el amante
se transforma en la cosa amada. En un plano místico,
mediante la alquimia el hombre profano se convierte
en la propia divinidad.

16
Así, en el imaginario antiguo la sexualidad femenina era
entendida como vehículo de progreso y de sabiduría;
era un mecanismo para fundir el espíritu con los dioses.
Y la simbología de la divinidad, de la luz -que frecuente-
mente es llamada aurora- y de la sabiduría tuvo como
su primera forma a la mujer.

La mujer, en sus formas de reina, novia, virgen, aparece-


rá relacionada de forma permanente con la luz, la sa-
biduría y la divinidad: la diosa primordial, la novia blan-
ca o la novia negra-¿como la consorte del Cantar de
los Cantares?-, la mujer amada o despreciada -como
la piedra filosofal- pero siempre reconocida como una
igual por los demás sabios: todas son manifestaciones
de un mismo arquetipo. Pero antes, la mujer fue incluso
encarnada en la Aurora.

¿Qué hay en este contenido primigenio de lo femeni-


no?
La aurora es el día, lo luminoso, la piedra filosofal, la sa-
biduría divina. En una secuencia de representaciones
sucesivas, la mujer es un símbolo místico: la aurora es la
luz, la luz es la manifestación del conocimiento y de la
vida, es decir, del creador. Los seres humanos morirán
de noche pero renacerán con la luz. La energía psíqui-
ca femenina es dispensadora de vida. Salva, limpia, re-
sucita, revive.

Este arquetipo femenino, Dios-Mujer-Aurora, se repre-


sentará en la historia simbólica del hombre de diversas
maneras: la reina de la luz, la reina del viento sur que
viene del Oriente, la novia que se prepara para su ma-
rido, el agua que mata la sed, la lluvia del cielo, la pie-
dra, el agua pura, el fermento del oro, el fuego. Pero la
imagen más interesante que se reitera en esta repre-
17
sentación de la Aurora es la que destaca Cari Jung: “la
más inteligente de las vírgenes, primorosa”.

Jung es uno de los pocos pensadores de nuestro tiempo


que ha investigado con profundidad y audacia los mis-
terios de las culturas antiguas. Hablando de la alquimia
del amor, señala que en la filosofía alquímica la mujer
ayuda al alquimista a mezclar las sustancias, generan-
do en este acto una “boda mística” a la que llama tam-
bién un “amor prohibido”, puesto que solamente pue-
de realizarse al margen del matrimonio.

Jung sugiere que la mujer cumple aquí un rol de “prosti-


tuta sagrada” que, a través de un “coito mágico”, crea
divinidad, espiritualidad superior.

Esta energía sexual femenina, que crea y resucita, y


que está instalada en el inconsciente de la humanidad,
será reemplazada muy posteriormente por otro arque-
tipo, esta vez masculino. Finalmente, “la sangre de Cris-
to” ganará terreno en los últimos veinte siglos de Oc-
cidente como representación redentora, desplazando
en nuestra cultura a la simbología femenina. Y con un
ayudante clave: el pecado.

18
Pelagio y la invención del pecado

El desplazamiento de la sexualidad femenina desde un


sitial sagrado a la clandestinidad y la agonía está me-
diatizado por la instalación del concepto de pecado
original en nuestra cultura.

El inventor y padre del pecado original, en el sentido


en que la Iglesia Católica perpetúa ese concepto en
nuestra historia reciente, fue san Agustín, el mismo pen-
sador que, poniendo como ejemplo su propia conver-
sión, aseguró que la única forma aceptable de buscar
a Dios es en el fondo de la propia persona y a la luz
de las sagradas escrituras. Para Agustín, que aún no era
santo pero hacía ya méritos, a través de la mera pesqui-
sa intelectual se corre el riesgo de no encontrar jamás
al Altísimo y andar dando tumbos inteligentes por el ca-
mino equivocado.

Poco tiempo después de ser bautizado en Milán, en el


año 387, Agustín se dirigió a Hipona, en África, en lo que
hoy es Argelia. Allí fue hecho sacerdote por los fieles,
entre los que era muy apreciado, y luego elevado a
la calidad de obispo por sufragio popular. Entonces se
practicaba la democracia para el nombramiento de
las autoridades de la Iglesia.

Como buen converso, Agustín se vuelve un entusiasta


exagerado de su nuevo papel y un obstinado perse-
guidor de cualquier actitud que oliera a herejía, de las
cuales una de las más peligrosas y recientes parecía al
nuevo obispo el “pelagianismo”.

El término había sido forjado a partir del nombre de un


19
monje británico bautizado en Roma en el año 380 como
Pelagio, viajero incansable, proselitista de la corriente
progresista entre los feligreses de la Iglesia romana, que
se dedicó a recusar la idea de la transmisión automáti-
ca del pecado original a partir de la narración del Gé-
nesis que tiene como protagonistas a Eva y Adán.

En ese momento la discusión ideológica -o si lo prefiere,


teológica- al interior de la Iglesia era vital y apasionada,
a pesar de las enormes dificultades de comunicación.
Pelagio predicaba su interpretación de ese mismo texto
sagrado poniendo el acento en la “gracia” que dio Dios
a su criatura y en la libertad del hombre. Señala que el
hombre es libre y responsable por sus actos, que puede
ser exento de pecado en esta vida terrena, puesto que
tiene la posibilidad de tornarse “a imagen” de Dios a
partir de sus propios méritos desplegados en el mundo.
Enfatiza su desacuerdo con las corrientes que asegura-
ban que el pecado de Adán es hereditario, y que todos
los seres humanos somos necesariamente pecadores
desde que él metió la pata. Afirmaba por lo tanto que
era completamente innecesario bautizar a los niños.

Agustín se sintió desafiado. Aunque lo respetaba inte-


lectualmente, se dedicó a refutar y perseguir a Pelagio
por todos los medios posibles. Finalmente logró que lo
contradijera el Concilio de Cartago, en el año 412, y
que se le condenara como hereje, lo que ponía al liber-
tario Pelagio directamente en la antesala de la muerte.
Sentando dogma, Agustín asegura que “negar el peca-
do original es negar la salvación de Cristo”. No niega la
libertad del hombre y la fuerza de la naturaleza, pero le
resta importancia a ambos para los efectos de ganar-
se el cielo, señalando la primacía absoluta del pecado
original sobre cualquier iniciativa humana.
20
En realidad, Agustín no hacía más que repetir lo que
antes señalara Pablo, verdadero fundador de la doctri-
na del pecado original, pero con argumentos más refi-
nados. Para Pablo, lo que entró en la historia humana
con el pecado de Adán continuará trasmitiéndose a los
hombres a través de la carne, el deseo, la concupiscen-
cia. El hombre sería pecador desde que nace, de allí la
posterior urgencia de la Iglesia Católica por bautizar a
los niños.

Agustín sistematiza este pensamiento, sentando la con-


vicción de que el bautismo es “la indispensable condi-
ción de una regeneración que permite escapar al su-
plicio de la muerte eterna, que apaga la culpabilidad,
sin por eso librar de la concupiscencia y de la ignoran-
cia iniciadas por la desobediencia de Adán. De este
modo, los niños no bautizados sufrirán los efectos de la
sentencia pronunciada contra aquellos que no crean y
que están condenados”.

La versión de Pablo, reforzada por Agustín como reac-


ción al pensamiento de Pelagio, se convirtió en teología
cristiana oficial, a diferencia de la teología judaica que
nunca hizo del pecado de Adán una catástrofe primor-
dial. Este concepto fatalista del pecado está en la base
de la proscripción de la sexualidad fuera del marco del
matrimonio consagrado. Arrincona el ejercicio del coi-
to al mecánico dominio de la reproducción. Es el que
somete y denigra el placer y el deseo, sobre todo los
de la mujer. La concupiscencia pasa a primer plano. El
Eros parece herido de muerte. Y las fantasías eróticas
femeninas se van convirtiendo en el último reducto, el
jardín secreto de la sexualidad negada, en un espacio
que las mujeres no compartimos con nadie.

21
La muerte del deseo

Inventado el pecado, impuesta la concupiscencia


como parámetro cultural, el deseo fue neutralizado
paulatina y decididamente por la estructura ideológi-
ca dominante en que la culpa “genética”, la decencia
asexuada y una moral conservadora fueron las pautas
aceptables. En toda la Europa occidental -y de allí a
nosotros, “descubiertos” por ellos- cunde la superstición
que, mezclada con códigos bárbaros, refuerza el mora-
lismo de la Iglesia Católica.

Ya en nuestro tiempo, el capitalismo constructor del


hombre y la mujer de hoy no tendrá mayor tolerancia
con el libre juego de los sentidos. El mercado sitúa al
erotismo entre los productos perecibles instalados en las
repisas de los grandes almacenes. Esta dimensión hu-
mana se considera, en la modernidad, especialmente
“degradable”.

Contra la idea impuesta justamente por aquella mo-


ral, de que el sexo ocuparía un lugar exagerado en las
preocupaciones de hoy, el mercado deserotiza las re-
laciones humanas; las torna frías, desapegadas, frívolas,
desintegradas. En especial, los aspectos relacionados
con el instinto, las pulsiones, los sentidos, caen en total
descrédito y absoluto desprestigio. Ya casi no hay me-
moria de su origen sagrado.

La voluptuosidad, el placer y el deseo son trivializados,


vulgarizados, llevados a la categoría de “bajas pasio-
nes” o, dicho de otro modo, sensaciones aberrantes,
ilícitas, a las que un ciudadano respetable no dedica
más que unos minutos, sólo para aliviarse de esa carga
22
animal, de ese resabio salvaje e indeseable que hace
débil y corrupta la carne del hombre. De las mujeres, ni
hablar. A ellas no se les reconoce esta dimensión enfer-
miza. Con la invención del pecado, el cuerpo femenino
ha quedado dormido.

Lo que fue en la antigüedad un escalón místico para el


conocimiento de las almas y la entrega verdadera es,
en el contexto de la civilización capitalista, un vergon-
zante apaciguador de la bestia que lleva todo hombre
adentro. La mujer es la encargada de aliviarlo, satisfa-
cerlo, de tranquilizar al monstruo, y para esto es forma-
da y capacitada en una forma de seducción servicial,
sirviente, servil. Desde esta perspectiva, ella no tiene de-
seo, y su placer -aguado- sólo cobra cierta legitimidad
entre las rejas del matrimonio consagrado.

Pero, ¿qué pasa con aquel placer supremo de las pas-


torcillas ardientes? ¿En qué se transformó la energía
sexual de nuestra tatarabuela, la prostituta sagrada?
¿Dónde están los furores lúbricos de la esencia femeni-
na?
Mi opinión es que todo aquello hierve en secreto. Se sal-
va en las fantasías de las mujeres. Resucita y se reprodu-
ce de sangre en sangre en la imaginación de nuestras
madres, nuestras hijas y nuestras nietas.

Las habitantes de la modernidad occidental, condena-


das a un imposible amor único y vitalicio, hemos encon-
trado un subterfugio. A una triste, pobre y culposa vida
sexual que sea inexorablemente en el marco conyugal,
las mujeres responden salvando su instinto en el porfia-
do mundo de la fantasía.

Las acompañan cada tanto la literatura, el arte, el pen-


23
samiento progresista, la plástica, luego el cine, ámbitos
donde se intenta recobrar el vuelo de Eros, pero sólo
consiguen protestas puntuales y aleteos desesperados.
Instalan, no obstante, algunos valientes hitos en este ca-
mino hacia la recuperación del sentido original del sexo
humano: Sade hace patente la rabia y la furia contra
la represión, Valmont releva la vanidad, Merteuil agre-
ga la intriga, Freud asocia el misterio de lo erótico con
las memorias de infancia, los idealistas lo vinculan con
el cinismo de Maquiavelo, Bataille hace vivir el placer
desde la muerte.

Aun en los períodos más abiertos y libertarios de nuestro


tiempo, artistas, intelectuales y pensadores progresistas
han debido buscar subterfugios para observar lo eró-
tico. Desde cubrir la desnudez con parches de pintu-
ra -para citar un ejemplo archiconocido- hasta dar un
barniz protector de teoría estética a los escritos poéti-
cos que cantan a los sentidos. Exactamente lo que yo
intento hacer en este momento, siguiendo una conde-
na de mi estirpe doblemente maldita.

Resulta difícil encontrar en el arte alguna imagen del


placer gozado tal como es, pura y sencillamente, sin
mediatización de alguna muletilla del tipo vulgarización
científica, distanciamiento intelectual, moraleja protec-
tora, sonrisa picarona o górgoro final de disculpa mora-
lizante.

Qué paradójico este comportamiento infantil en la eta-


pa senil de la humanidad.

Sin embargo, la buena noticia es que la porfiada esen-


cia humana sobrevivió en la clandestinidad. La concep-
ción sagrada del erotismo de nuestros antepasados,
24
que nos enseñó a encontrar la divinidad desde lo fisioló-
gico, la espiritualidad a partir del perfeccionamiento de
los juegos amorosos y el éxtasis del placer sexual, vive y
goza de inmejorable salud en la profundidad de la ima-
ginación de las mujeres.

25
¿Sobre qué fantasean las mujeres chilenas?

Hace doce años comencé a anotar con cierto de-


talle cada vez) que una persona me comentaba, en
cualquier contexto, una fantasía erótica. Este mundo
secreto me pareció fascinante. Sin ninguna pretensión
científica o literaria, fui atesorando confesiones y per-
feccionando un cierto método para extraerlas y alma-
cenarlas.

Esta colección poco común suscitó una serie de pre-


guntas. ¿Cuáles son las fantasías sexuales de las mujeres
chilenas? ¿Hay chilenas que no tienen fantasías eróti-
cas? ¿Qué material de la imaginación estimula el erotis-
mo femenino? ¿Qué situaciones y personajes le resultan
excitantes?

Después de escuchar a cientos de mujeres chilenas que


me contaron con pelos y señales la escena erótica con
la que prefieren soñar, las quimeras sexuales que más
se reiteran en su imaginación, las fantasías que les han
producido especial excitación o placer, aventuro aquí
unas ideas.

Todas las chilenas tienen fantasías sexuales.

No es fácil que una persona tenga la generosidad de


compartir sus fantasías. Para hacer este registro fue ne-
cesario perfeccionar un “método de pesquisa”, expli-
car, convencer, esperar, generar lazos de confianza.
Fue imprescindible buscar mecanismos alternativos de
registro, como pedir que escribieran sus fantasías, las
grabaran privadamente o las relataran a un tercero
autorizado para contármelas en los casos en que la re-
26
querida manifestó pudor, temor, inseguridad, celo de
su intimidad, resquemor o vergüenza.

Unas pocas mujeres dijeron tener imágenes imprecisas,


confusas o vagas, difíciles de relatar por su volatilidad;
pero no hubo una sola mujer que me dijera que no tie-
ne fantasías eróticas. Por el contrario, la enorme mayo-
ría respondió con entusiasmo, facilitándome además el
acceso al imaginario de otras, sus amigas o parientes,
cuyos testimonios yo debía conocer.

Me quedo con la impresión de que todas las mujeres


Chilenas tenemos o hemos tenido fantasías sexuales, y
que éstas son más que una pura sensación, puesto que
son comunicables y tienen una estructura determina-
da, a menudo reiterada, al punto de que cada mujer
puede identificar su fantasía favorita.

Aunque muchas veces se relacionan en su origen con


un recuerdo o un hecho vivido, no es la memoria sino la
imaginación su materia principal. Se trata de una visión
quimérica, inventada por la psiquis, una representación
mental creada por cada mujer, que la contiene en el
espacio íntimo, libertario y secreto de su mente, donde
los mitos, los arquetipos, la feminidad ancestral, el in-
consciente, se manifiestan sin reservas ni prohibiciones.
Las chilenas rara vez representan sus fantasías en la vida
real.
Por las razones expuestas en las secciones anteriores -y
seguramente otras más-, las fantasías sexuales de las
mujeres en nuestra cultura están encubiertas, escondi-
das, negadas o tapiadas, mientras que los deseos ima-
ginarios de los varones son conocidos y sobre ellos hay
abundantes registros literarios, estadísticos, sociológicos
y sicológicos.
27
En la vida corriente, los hombres comentan sus fantasías
en voz alta, se masturban en grupo, escriben sobre el
tema en los baños públicos, hacen chistes y publican
revistas que las alimentan. Asimismo asisten a cafés to-
pless, cafés con piernas, espectáculos de striptease y a
esa vieja institución globalizada que son los prostíbulos.
En todos esos actos y lugares, los varones encarnan sus
fantasías sexuales en la realidad.

También realizan sus ensoñaciones sexuales en la vida


doméstica, con la esposa o la amante, a las que incitan
a que se disfracen o jueguen a esclavizarlos mediante
ropa interior provocativa, látigos, consoladores, corsés,
portaligas, o vistiéndose de empleada, de colegiala o
de monja. Las mujeres llevan a cabo las fantasías de
otro, de su hombre, pero rara vez las propias.

Las mujeres que entrevisté pocas veces realizan sus fan-


tasías en la vida sexual concreta, al menos no explíci-
tamente. Las viven y las desarrollan desde la infancia
hasta la muerte en un plano secreto, que sólo comen-
tan con otras mujeres. Su imaginario discurre en un nivel
paralelo o distinto del de su vida de pareja. Casi nunca
comparten sus ensoñaciones con su amante, ni siquiera
cuando invocan su fantasía en pleno acto sexual. El no
tiene idea de que su mujer está imaginando que tiene
sexo con un chivo, con el vecino, con Superman o con
otra mujer.

Las fantasías femeninas son distintas de las masculinas


Cuando comencé esta investigación, ya era una ávi-
da lectora de lo que los expertos siguen discutiendo si
llamar o no “pornografía”. Este género se caracteriza,
según mi apreciación, por registrar y reproducir prefe-
rentemente el universo íntimo de los varones. Muchos
28
de los personajes o escenas clásicas del folletín porno
sintonizan con fantasías masculinas, que no necesaria-
mente nos hacen el mismo sentido a las mujeres.

En la pornografía y en la psiquiatría hay denominacio-


nes comunes, en el primer caso para nombrar los diver-
sos tipos de fantasías eróticas masculinas, y en el segun-
do para describir trastornos o parafilias típicas y atípicas:
voyerismo, sadismo, masoquismo, bestialismo o zoofilia,
fetichismo, exhibicionismo, travestismo, pedofilia, frot-
teurismo, clismafilia, necrofilia, escatología telefónica,
coprofilia, urofilia, etc. Estas clasificaciones se utilizan,
en sentido genérico, también para las mujeres. Pero son
una adaptación, un traslado, probablemente equívo-
co en algunos casos, de las ensoñaciones que resultan
excitantes para los varones.

En el curso de esta investigación me ha parecido que


las fantasías de las mujeres y de los hombres son dis-
tintas. Con coincidencias, por cierto, puesto que están
hechas de una materia parecida. Pero también con sus
particularidades y a veces con notables diferencias.

Hay motivos propios del imaginario


erótico femenino chileno.

El material de que están hechas las ensoñaciones de las


chilenas es un territorio inexplorado, o por lo menos un
sendero por el cual se ha transitado poco. Al escuchar
a estas mujeres me parece que las confesiones eróticas
femeninas tienen componentes novedosos respecto de
los registros más conocidos y difundidos. Casi siempre
son inesperadas en su sustancia, o tienen elementos
significativos que me parecen originales, y que se reite-
ran en mujeres muy distintas. A partir de esas compro-
29
baciones propongo en la segunda parte de este libro,
la parte testimonial, un orden temático, una forma de
clasificar las fantasías de las mujeres chilenas según el
objeto del deseo o la situación. Cada elemento de esta
“tipología” y sus variantes es ilustrado con uno o más
testimonios de entrevistadas.

A continuación, las secretas fantasías sexuales de muje-


res chilenas, tal como llegaron a mis oídos.

30
II. FANTASÍAS SEXUALES
DE LAS MUJERES CHILENAS
1. Tener sexo con un desconocido

No saber su nombre

Beatriz tiene veintiocho años, es soltera, escultora y pro-


fesora (imparte talleres de plástica para empresas). Su-
pone que tiene un desequilibrio hormonal, porque des-
de hace un año más o menos, repentinamente, como
un brusco capricho incontenible, le vienen ganas de
tener relaciones sexuales con los hombres más impen-
sables. Específicamente, ella siente la pulsión de tener
intimidad con desconocidos, hombres de los cuales no
sepa el nombre ni vaya a saberlo nunca.

Todo comenzó el día en que de pronto se sintió atraí-


da por el dueño de la reparadora de calzado de su
barrio, un señor de unos sesenta años, gordo y chico
como un tonel, a quien le estaba encargando poner un
forro de napa a sus botas vaqueras. No se trataba de
una atracción manejable sino de un verdadero frenesí,
un comportamiento fuera del control de Beatriz, que la
hace cometer actos de los que ella nunca pensó que
sería capaz. Ese día se acercó al zapatero como un au-
tómata, lo tomó de un brazo y lo arrastró al rincón de
atrás, separado por unas cortinas del resto de la tien-
da. Allí se desvistió ante él lentamente, sinuosamente,
y solo le preguntó: «¿Quieres...?». El zapatero aceptó la
invitación. Ahora el problema de Beatriz es que le da
vergüenza ir a retirar sus botas.

A ese episodio siguieron otros por el estilo, con un co-


brador del gas, un alumno del taller, un proveedor de
materiales para su trabajo, un ascensorista... Y el mejor
de todos, hasta ahora: un auxiliar de bus interurbano
33
con el que terminó metida en el maletero del vehículo,
después de pasar el peaje y tras un breve intercambio
verbal. Finalizado el coito, encerrados en el maletero,
a oscuras hasta la próxima estación, el hombre inten-
tó entablar una conversación amigable, pero Beatriz le
rogó que se callara y que por ningún motivo le fuera a
decir cómo se llamaba.

Hacerlo con un prostituto

Minerva tiene cuarenta y seis años, trabaja en una em-


presa de máquinas expendedoras de bebidas y confi-
tes, es casada y tiene tres hijos adolescentes.

Su fantasía es tener relaciones con un gigoló, prostituto


o amante de alquiler. Estimula su libido imaginar que
tiene un encuentro sexual con un hombre a quien paga
por ello, es decir, una especie de esclavo de sus deseos,
al que le pueda pedir y hasta ordenar todo lo que quie-
ra sin ningún tapujo.

Para alimentar su imaginación, Minerva suele llamar


por teléfono a los profesionales que se anuncian en la
sección de avisos clasificados de los diarios. Según ella,
cada vez son más los prostitutos que ofrecen sus servi-
cios, lo que no hace más que aumentar la tentación. El
servicio que ofrecen es muy completo. Incluye «caricias,
juegos eróticos, masajes estimulantes, besitos donde tú
prefieras, incluida la boca, sexo oral, lluvia en el rostro,
beso negro, la araña, palo encebado y penetración...,
con y sin preservativo».

Lo de «palo encebado» se trata, según explica Minerva,


que a su vez lo supo por boca de sus «proveedores», de
34
la aplicación de vaselina u otras sustancias grasosas en
el miembro viril para facilitar algunas maniobras.

«La araña», en tanto, es una práctica acrobática que


consiste en que el hombre se apoya sólo en las palmas
de las manos y los pies, con el estómago hacia el te-
cho. Deja expuesto así su miembro como una especie
de picana en la que la interesada puede instalarse a su
antojo.

La «lluvia en el rostro» es la masturbación del varón a


la vista de la clienta, hasta eyacularle directamente en
la cara. Y con el «beso negro» se refieren a estimular el
recto de la clienta con la boca, los labios y la lengua.

Según Minerva, para la contratación de un prostituto no


se requiere de un presupuesto abultado. Al menos si se
compara con el promedio de las tarifas de sus colegas
femeninas del sector oriente de Santiago. Ellas cobran
entre 50 y 100 mil pesos «la prestación», y 20 mil pesos «el
momento», que consiste en una atención muy rápida,
generalmente dentro de un vehículo, cuando el cliente
ya viene con el trabajo sumamente avanzado.

Ellos, en cambio, cobran entre 10 y 18 mil pesos los cua-


renta minutos si es en su lugar de trabajo. Allí garantizan
un ambiente «acogedor, muy privado y discreto, higié-
nico, desinfectado, sanitizado, fumigado [textual], con
música grata y tragos al velador, jacuzzi, ducha y mate-
rial de aseo de excelente calidad. Todo por cuenta de
la casa».

Si fuera necesario más tiempo o si la clienta desea la


cita en otro lugar, la tarifa va subiendo, del orden de 20
mil pesos adicionales «el domicilio». También hay profe-
35
sionales especialistas en un servicio que incluye «com-
pañía» a algún lugar público, a bailar, a una fiesta; en
esas labores son más caros: alrededor de 30 mil pesos la
hora, con vestimenta y comportamiento adecuado del
prestador, según las averiguaciones de Minerva.

Los trabajadores sexuales masculinos atienden en Chile


de once de la mañana hasta la medianoche de lunes
a jueves, y en horario corrido viernes y sábados. Los do-
mingos no hay servicio, pero por un precio razonable se
pueden hacer excepciones.

Minerva cuenta que hay dos tipos de prestadores: los


mixtos, que están disponibles para ser contratados por
varones, y los que atienden sólo a mujeres. También hay
algunos que ofrecen «trabajos especiales», que pue-
den ser de «striptease, despedidas de soltera, atención
a grupos o fantasías con animales».

Escudada en el anonimato del teléfono, Minerva pue-


de inquirir algunos detalles que le resultan especialmen-
te excitantes, como el tamaño del pene de los hombres
que ofrecen sus favores sexuales. Puesto que forma par-
te de la mercadería que se transa en este mercado,
por iniciativa propia los oferentes telefónicos -que en al-
gunos casos es un intermediario- entregan información
detallada sobre sus herramientas de trabajo. Lo llaman
«la dotación». Minerva ha anotado minuciosamente el
resultado de sus indagaciones; aquí van.

Adonis ofrece «una dotación de dieciocho centímetros


en reposo y un grosor de cuatro dedos más o menos».
Franco! asegura que su dotación es de «veinte centí-
metros durante! media hora, porque practico una téc-
nica china de no acabar’ hasta que tú quieras». Angelo
36
pone a disposición de la interesada diecisiete centí-
metros, «y si es necesario, un consolador adicional de
veintidós centímetros». Diego es menos métrico en su
descripción: «Soy de pelo en pecho y con calugas, lo
tengo largo y grueso, llevo tres años en esto y no he
tenido quejas». Ibrahim, que se promociona como «afri-
cano-macho-mulato-musculoso», asegura que «hace
poco dejé a una clienta con un prolapso anal, así que
vamos a tener cuidado». Felipe afirma que es «mode-
lo de televisión, versátil, varonil, atlético, muy bien do-
tado: veinte centímetros». Maximiliano detalla que es
«uruguayo, cariñoso, con un cuerpazo, y una dotación
de veintidós centímetros». Su colega Matías, «argentino,
maceteado», asegura: «La tengo extra-large, me traen
los condones de afuera porque acá no hay de mi talla».

Para Minerva, estos diálogos telefónicos son un fuerte


incentivo para fantasear. Hasta ahora no se ha atrevido
a contratar a un amante de alquiler. Tal vez ni siquiera
sea ése su objetivo. Ella se excita en el contacto verbal
con estos hombres, con el lenguaje soez que utilizan,
con la manera descarada en que describen sus cuer-
pos y ofrecen sus servicios. Eso es más que suficiente
para Minerva. Es el material que atesora para fantasear
cuando se encuentra sola y con tiempo para darse pla-
cer.

37
2. Ser prostituta

La aprendiz

A Vania le gusta imaginar que es prostituta. Más con-


cretamente, aprendiz de prostituta. En la vida real es
una atractiva morena de veintinueve años, azafata,
jefa de cabina de una importante línea aérea. Su ma-
rido es piloto comercial. Tienen una hija de dos años,
una agradable parcela en Calera de Tango, situación
económica emergente y un inmejorable matrimonio: lo
pasan bien en la cama y en la cotidianidad.

Su esposo es también su mejor amigo, tanto así que ella


le ha contado esta fantasía. La comparte con él, que se
acopla perfectamente a este mundo secreto.

Frecuentemente Vania representa este sueño erótico


con su marido. Así, practican un juego de roles en que
ella es una mujer de la noche -con minifalda, botas y
medias caladas-que intenta venderse. Y él, un desco-
nocido que va a buscar una prostituta para satisfacer-
se. Todo esto es una escenografía de luces rojas, tragos
y ambiente de lupanar.

Pero lo que le atrae a ella no es fornicar por dinero, o


con hombres prácticamente desconocidos; éstos son
detalles secundarios de su fantasía. La ensoñación eró-
tica de Vania tiene más que ver con el rito previo del
comercio sexual, con las horas en que las prostitutas se
preparan para recibir a los clientes, con la ceremonia
grupal en que las mujeres afilan sus herramientas, di-
señan estrategias de seducción más o menos explíci-
tamente, compiten por la presa, se despliegan con el
38
objetivo de calentar a los hombres, volverlos locos de
deseo y darles satisfacción sexual.

Vania tiene una imagen favorita, una escena que vio


en una película y que ella repite en su mente para dar-
se placer. Imagina con especial detalle a un grupo de
aspirantes a prostitutas que están recibiendo entrena-
miento como tales. Una de ellas, algo mayor que las de-
más y con aspecto provocativo, maqui- « llaje recarga-
do, cascabeleo de joyas falsas, una mujer vulgar pero
atractiva, hace las veces de profesora. Se instala frente
a un pizarrón donde explica la materia a sus discípulas:
«Lo primero es obtener información respecto de lo que
el cliente espera: si le gustan morenas, rubias o pelirro-
jas, altas I o bajas, con ropa de cuero, insinuantes y ajus-
tadas o sueltas y vaporosas, delgadas o entraditas en
carnes. En el contacto telefónico se le hace una ficha y
se determina el perfil de la chica que necesita», dice la
maestra con ademanes seguros, mirada displicente y el
sonsonete monocorde que acompaña a una asignatu-
ra largamente repetida.

Vania, en su fantasía, es una de las aprendices que la


escuchan fascinadas, con los labios entreabiertos, aten-
tas a cada detalle de su cuerpo, sus modales, su tono,
su manera de moverse. Les parece que la entrenadora
es en sí misma la mejor lección de cómo seducir profe-
sionalmente. Las doce chicas, con sus jeans elasticados
y sus diminutas poleritas de algodón, el ombligo al aire
y las pestañas pesadas de rímel, se muestran cautiva-
das. Todas a un compás, en una curiosa coreografía,
siguen a la profesora con la cabeza, los ojos y el cuello
de cervatillos. Hasta que una pregunta cuál es la mejor
manera de establecer contacto físico.

39
«Rapidito. No hay que perder tiempo. Tú los dejas hablar
y hablar y vas acariciándolos al tiro, haciendo como
que estás urgida, que no te puedes aguantar. Los clien-
tes están chatos de las esposas que les abren las piernas
como haciéndoles un favor mientras piensan en la lista
del supermercado. Hay que darles aquello por lo que
pagan: una mujer que tenga ganas, que lo pase bien,
que le guste la cuestión. Ellos quieren jugar, divertirse,
tener al frente a una mina caliente. Así que hay que
tomar la iniciativa y ser atrevida de entrada. Aquí no
valen las tímidas ni las quedadas.»

Mientras termina la frase, la entrenadora camina hasta


el fondo de la sala y saca un objeto plástico. Le pide a
una de las chicas que lo infle hasta que alcanza propor-
ciones humanas. Es un muñeco de goma rosado, con
expresión fija, la boca abierta y pene incluido. Lo sienta
sobre una silla y continúa la lección.

«Cuando el hombre ya está relajado, después de un


traguito y un poco de conversa, le toman la mano así,
siempre friccionando, apretando suavemente, tomán-
dole los dedos como si fuera la diuca, subiendo por los
brazos hasta los hombros, el cuello..., y ahí se van al pe-
cho. Los hombres son como gorilas, están orgullosos de
esa parte de su cuerpo. Les gusta que les toquen el pe-
cho, incluso que les den golpecitos ahí. Búsquenle las
tetillas y se las frotan sin dejar de conversar. Van a sen-
tir que se les endurecen. Eso los calienta mucho», dice
la profesora, demostrando cada una de las maniobras
con singular destreza sobre el muñeco.

«Si hay una buena reacción, sigan allí, primero con ca-
ricias en círculos por todo el pecho, después las tetillas.
Pueden tomarlas con las puntas de los dedos y sacu-
40
dirlas un poco de esta manera... Ahora quiero que me
muestren cómo seguirían.»

Las chicas se ponen de pie una a una y muestran diver-


sas maniobras en el muñeco. Una le palpa los muslos,
las rodillas, la entrepierna. La siguiente le sopesa los tes-
tículos después de morderle las orejas y hablarle muy
cerca de,la cara. Otra más se refriega contra el muñe-
co, lo levanta, se pone a bailar abrazándole la espalda,
va bajando con las manos hasta el órgano de plástico
y se concentra en él. Con movimientos acompasados,
lentos, fluidos, empuña el miembro y lo frota.

Vania se siente especialmente excitada al imaginar esta


parte de la secuencia. Ve cómo la mano de la apren-
diz se mueve por el grueso aparato, adelante y atrás,
adelante y atrás, adelante y atrás. De pronto cambia
el ritmo y la acción: le da palmaditas en el miembro y
se lo menea de un lado al otro, como a la palanca de
cambios de un vehículo. Después vuelve a subir y bajar
por el cilindro, ahora mucho más rápido.

Entonces interviene Vania, quien en su fantasía se le-


vanta y dice: «Déjamelo, que va a eyacular». Y se apo-
dera del hombre de hule, se arrodilla en el suelo, se in-
troduce el pene en la boca y comienza a chupar con
entusiasmo.

Esta es la culminación de su fantasía. Cuando está con


su marido se las arregla para llegar a este punto de la
escena con él, en un relato paralelo. Mientras imagina
la escena descrita, va representando las acciones de
su mente en la vida real, con lo que consigue generar
un placer indescriptible para’ ella y su pareja.

41
3. Hacerlo con hombres poderosos

Juguemos al doctor

Fernanda tiene once años y estudia en un colegio ca-


tólico mixto. Ya ha dado algunos besos en la boca, no
mucho más, y ha sentido cómo se endurece y agranda
el sexo de su compañero de baile en una fiesta mientras
ella permanece abrazada a él, como si nada, mientras
un cosquilleo le recorre la columna vertebral.

En su mente también ocurren cosas interesantes. La


fantasía de Fernanda tiene un protagonista, el doctor
Rugendas, un señor de cuarenta y tantos años, medio
peladito, alto, delgado, con anteojos y barba bien cui-
dada, amigo de sus padres desde que ella tiene me-
moria.

Es el médico de cabecera de la familia; fue el que le


detectó una peritonitis cuando Fernanda tenía nueve
años, y también el que la revisó, siempre sin sacarle los
calzones, durante toda su infancia. El doctor Rugendas
la hacía pararse contra la puerta de la consulta para
medir su altura en un cocodrilo adhesivo, le miraba los
oídos con un embudo de metal y le daba suaves gol-
pecitos en la espalda para saber cómo estaban sus pul-
mones.

Hace algún tiempo, sin embargo, dejaron de llevarla


donde este médico y ahora ella, cuando lo oye llegar
a su casa, corre a espiar todos sus movimientos desde
una ventana del segundo piso. Luego, durante el bre-
ve saludo que puede prodigarle aprovecha de olfatear
su aroma conocido, ese olor a hombre, olor a ganas, y
42
sube a su pieza con los pulmones llenos del doctor Ru-
gendas.

Fernanda espera despierta el tiempo que sea necesa-


rio para cumplir su fantasía. En cuanto las visitas se van,
acude al living rauda y sigilosa, se baja el pijama con
urgencia y posa las nalgas en el asiento de cuero que
ocupó el doctor. Allí se queda muy quieta, sintiendo en
su carne la delicia tibia de su ausencia, esa mezcla de
intimidad y asalto, una calidez orgánica: el éxtasis, en
suma.

La magia del mar

«Mi mayor fantasía es fornicar en mar abierto», dice Gra-


ciela al tiempo que enciende un cigarrillo y se dispone
en actitud de confesión. En su caso, la fantasía es más
bien un recuerdo, una fijación placentera que proviene
de una experiencia que vivió.

Fue hace unos años, cuando su matrimonio estaba nau-


fragando, para usar su propia imagen marítima. A los
treinta y siete años, siendo una abogada en ejercicio y
madre de gemelos, la comezón del séptimo año le vino
con todo. Pero Graciela no se desgastó en terapias ni
salvatajes desesperados. Invirtió sus ahorros en una em-
presa que le proveyera de cierta independencia eco-
nómica y dejó que su marido viajara mucho y se alejara
sin escándalos, riesgos ni discusiones.

«Entonces conocí a un hombre que me lamió el ombli-


go. Delicioso. Eso es sexo con contenido teórico: la len-
gua limpia, la lengua sana, la lengua acaricia. Es una
parte que nos queda del lobo. Lengüeteamos poco ya
43
a estas alturas de la historia del hombre, pero se lo ha-
cemos a los cachorros, a nuestras crías les tomamos el
gusto para saber si están bien, saladitas, sin fiebre, fun-
cionando. También le pasamos la lengua a la pareja,
para comprobar que sabe bien y que nos va a dar gus-
to, que es gustosa.»

Para Graciela, desde entonces lamer es signo de salud.


Y ese hombre que le lamió el ombligo se ha vuelto su
fantasía predilecta. Lo conoció en el océano; era capi-
tán de barco.

«Me embarqué en noviembre. Iba de mala gana, un


poco para sacarme de la cabeza el estrés matrimonial,
otro poco para poner cuatro días de distancia con un
compañero de trabajo que me tenía desconcertada,
y también por algún objetivo secundario de tipo mer-
cantil que no viene al caso detallar. El comandante me
llamó de inmediato la atención, no sólo por el atractivo
irresistible que despierta en mí el poder, incluso el poder
en pequeña escala, sino porque en cuanto pasé revista
a la dotación de altos oficiales que se congregaron an-
tes del zarpe, en el salón principal del buque -un hermo-
so y cómodo armatoste de cuatro mil toneladas, a todo
esto-, simplemente no había dónde perderse.»

«Tenía unos cincuenta años, era menudo pero bien he-


cho, unos setenta kilos, de complexión recia y flexible,
pelo negro, asomos de calvicie, los bigotitos típicos de
capitán de fragata, ojos de un azul intenso e iracundos
como el océano que me llevó a surcar... y, mi debilidad,
glúteos bien formados. Ahí aprendí que en los buques
se está mucho de pie, la tripulación sube escaleras no-
che y día, y hay que fintear el vaivén permanente. El re-
sultado suele ser un par de nalgas duras, magníficas en
44
la estrechez del pantalón negro del uniforme. Además
el comandante resultó ser un bailarín entusiasta, estu-
pendo intérprete -en privado- de canciones que nadie
conoce, como “La chica de la boutique”.*

Tenía un estilo un tanto binario en la expresión verbal,


pero era inventivo y original en su único tema: el mar.
Más exactamente “la” mar, como se dice en la subcul-
tura naviera.»

Según Graciela, el mar y el funcionamiento de un bu-


que pueden producir conversaciones apasionantes si
son expuestos por un tipo que los conoce a fondo, que
se conmueve contagiosamente con nudos, anclas, po-
pas, proas, yardas, millas y condiciones meteorológicas,
y que te habla susurrando en medio del movimiento si-
nuoso del oleaje.

«Mi capitán, muy apuesto y bien plantado, me gustó no


por buenmozo sino por su actitud. Un tipo de pocas pa-
labras, que debe haber sido algo así como el rey de las
casas de putas en los tristes puertos de la patria, todos
venidos a menos por la modernidad y el neoliberalismo.
En fin; un tipo concreto, simple, “físico” -como se des-
cribió haciendo alusión a su tendencia a tocar carne
humana-, sin pretensiones intelectuales, muy cómodo y
llevadero en ese sentido.»

Graciela se reconocía agotada de los hombres muy


intelectualizados. En cambio el marino era un hombre
concreto, que consultaba cartas de navegación e im-

* Un hit de 1971, grabado por el cantante argentino Heleno, seu-


dónimo de Miguel Ángel Espinosa, también conocido como Darío
Coty.

45
partía instrucciones a los subalternos mientras le dedica-
ba toda la atención del mundo, invitándola por ejem-
plo a cubierta para mirar las estrellas, las que conocía
con nombres y apellidos.

La primera jornada de la travesía la dedicaron a medir


sus fuerzas. El comandante era casado y tenía cuatro
hijos, lo que se diría un padre de familia y esposo ejem-
plar, pero con la mirada del gato a la carnicería.

Entre sonrisas, miradas y coqueteos, Graciela se enteró


de que los oficiales operaban las comunicaciones de
alta mar con nombres en clave. Su comandante se ha-
cía llamar “Átomo”. Ella, para ponerse a tono, se puso
“Ameba”.

Ya el segundo día de navegación Átomo acompaña a


Ameba sin disimulo. Ella toma sol en ropa interior en la
cubierta, escuchando el sonido de un mar sin comien-
zo ni fin, y a su discreto y silencioso capitán, que cada
cierto rato imparte instrucciones cifradas a sus oficiales
de guardia a través de una radio portátil.

Átomo no tenía apuro. La tercera noche la invitó al


puente de maniobras: «“Zafe a estribor, caña al dos-
cientos cuarenta y ocho”, ese tipo de cosas. Y él, estu-
pendo, con su walkie-talkie y la gorra de marino. Frente
a nosotros un amanecer espectacular y... la magia del
mar, de la que quedaría prisionera hasta hoy.»

«Esa noche bailamos apretaditos en cubierta. Él hizo so-


nar en todos los parlantes del buque una música que
era para nosotros... Y me encontré con su lengua me-
tida en la boca, sus manos firmes apretándome la es-
palda, la cintura, las caderas, y unas ganas de que se
46
metiera en mí y que nunca llegáramos a puerto...»

Sin embargo, no lo muerde ni es mordida. Entran en ra-


zón: hay demasiados testigos. El la va a dejar a la puerta
de su camarote a las dos de la mañana, muy caballero,
y se despiden como si nada: «Chao, hasta mañana».

«Pero ya había mucha tensión sexual acumulada, No


cerré mi puerta. El no se fue. Nos abalanzamos el uno
encima del otro, avanzamos como en un nudo ciego
por un pasillo hasta su dormitorio, entramos dando tum-
bos en las paredes. Él intentó ir a buscar una botella de
vino y unas copas, pero yo lo agarré de la ropa y lo atra-
je hacia mí. El lugar era estrecho, como un ascensor, lo
que hizo que en pocos segundos estuviera encarama-
do sobre mí, empujando esas espléndidas nalgas con-
tra mi cuerpo, refregándose, sudoroso de ganas y de
calor, levantándome un vestidito que no opuso ninguna
resistencia, tironeándome las medias, enredándose en
mi pelo, en la ropa, ahora sí mordiendo hábilmente mis
orejas, mis brazos, mi cuello. Y yo que intentaba man-
tener el equilibrio, afirmarme de una silla que se movía
con el vaivén de la marea, y responder a las deliciosas
arremetidas del capitán... Sus caricias eran desespera-
das, sus besos con bigote, besos que daban cosquillas.
Esos besos que me hacen sentir como niña chica, en-
cantada con el dulce que va a recibir.»

Graciela se dejó llevar por el placer que despertaba


ese hombre en todos sus sentidos. El capitán tenía una
magnífica erección bajo sus pantalones. La verdad es
que había estado allí cada tanto, como un grueso leño
escondido, desde la tarde. Disimuladamente, él le mos-
traba el bulto hacía horas. Eso la excitaba mucho; lo
que le ofrecía la verga endurecida le abría el apetito,
47
como también saber que él sabía que su instrumen-
to era tentador, que cualquier mujer querría sentir ese
miembro tenso abriéndose paso en sus entrañas, mo-
viéndose y gozando con el roce.

«Me manoseó por todos lados, a veces con cierta brus-


quedad, otras con dulzura, especialmente cuando se
detuvo, largo rato, en mis genitales; de pronto me aga-
rró con dos dedos el clítoris y lo acarició sin compasión.»
El sexo de Graciela se lubricó hasta parecer cubierto de
mantequilla. Gimiendo, al sentir que los movimientos del
capitán se volvían más urgentes, y al ver cómo se abría
el pantalón, metía la mano y sacaba el pene hinchado
y enrojecido, vio que él lo exhibía mientras deslizaba la
mano por el órgano tumefacto.»

«“¿Quieres que te lo meta?”, me preguntó entre susu-


rros y jadeos. Yo asentí. “¡Ruégame que te lo meta!”,
insistió. Fue lo que hice. Le pedí que lo hiciera ya. No
aguantaba un segundo más.»

Entonces el capitán se bajó los pantalones, se tendió


en el suelo del camarote y arrastró sobre él a Graciela,
en cuclillas. La penetró de un solo y certero espolona-
zo que le produjo una sensación cercana al desmayo.
Graciela gritó de placer y sintió que agonizaba de de-
leite con cada milímetro del miembro que atravesaba
sus húmedas membranas.

Pero en ese momento el capitán se aquietó. Ella sen-


tía palpitar esa dureza en su interior, casi a punto de
estallar, y quería frotar su vagina contra la verga, pero
el capitán la retenía con fuerza, empalada, sin poder
moverse.

48
«Nos quedamos así una eternidad. Yo trataba de fro-
tarme, presa del instinto que me ordenaba agitar las
caderas. El me sujetaba de la cintura. Me mantenía
presionada hacia abajo, con todo el grosor de su pene
dentro de mí, sin hacer un solo movimiento. Su rostro
estaba congestionado, tenía los ojos muy abiertos, y la
lengua buscando el aire...»

La vulva de Graciela se estrechaba en espasmos acom-


pasados. Le parecía que el miembro del capitán reac-
cionaba a cada contracción aumentando de tamaño,
pero él seguía sin moverse, totalmente rígido. De pronto
ella sintió que espesos chorros de semen manaban en
su interior.

«El capitán emitió un gruñido de éxtasis y apretó sus


caderas contra mí.» Ella experimentó también una ex-
plosión, un incendio, como una llave abierta, un placer
que la rebasaba y la empapaba por completo, al tiem-
po que su capitán recobraba el aliento y buscaba su
vientre con los labios.

Entonces Graciela sintió su lengua en el ombligo, como


una deliciosa caricia húmeda. Luego descansaron en
silencio. Antes de rendirse al sueño, el comandante pro-
nunció unas palabras que se transformaron en la obse-
sión y máxima fantasía de Graciela: «Esta es la magia
del mar.»

El señor cura

Renata está casada desde hace catorce años; tiene


tres hijos, es periodista, relacionadora pública de una
importante firma hotelera, y vecina de Huechuraba. A
49
los treinta y ocho años se considera “rellenita pero tin-
cuda”. Su fantasía es tener contacto sexual con un sa-
cerdote dentro del íntimo espacio de un confesionario.
Lo relata así:

«Imagino que voy a la iglesia a confesarme con un cura


que me parece súper atractivo. El viste sotana negra. A
propósito le comento con lujo de detalles algunas situa-
ciones lascivas mientras voy notando su inquietud a tra-
vés de una mirilla enrejada. Su respiración se agita y yo
le sigo hablando en un lenguaje procaz, hasta que pier-
de el control de sus impulsos. Entonces abre los pestillos
de la mampara y comienza a acariciarme las piernas
mientras me hace preguntas libidinosas, que contesto
de la manera más calentona posible. En poco rato, y
sin contratiempos, mi mente pone al cura a correrme
mano desvergonzadamente. Me sube la falda, me
rompe los calzones, se agacha, mete la cabeza entre
mis piernas buscando mi sexo y empieza a lamerlo con
glotonería. Instalado entre mis muslos, el cura me delei-
ta con su lengua y con sus labios. El clítoris se me hincha
al húmedo contacto de su lengua puntiaguda. La sali-
va del sacerdote se hace abundante, espesa, lechosa,
y se confunde con el néctar de deseo que produce mi
abertura.

»Me estremezco entera con cada uno de sus chupe-


tones. Siento afuera a otras personas que quieren con-
fesarse. Otras mujeres que vienen en busca de lo suyo.
Deberán esperar que el señor cura termine su tarea. Ya
estoy a punto de aliviarme, voy a acabar, aprieto los
muslos..., ya viene el placer».

50
Mi general

Isabel es una mujer muy bonita, distinguida, con clase.


Tiene treinta y siete años y es una profesional exitosa en
el negocio editorial. Viste con gusto exquisito, lleva las
uñas perfectas y un anillo de oro blanco y brillantes que
debe costar más que mi auto. Nos reunimos en un café,
donde me cuenta que está separada, tiene dos hijos
escolares y vive en un elegante barrio residencial.

Al cabo de tres capuchinos, un croissant y una vitami-


na de naranja, la conversación entra en tierra derecha.
Isabel hace referencia a una historia que «una amiga
mía escuchó de otra amiga y que sé que te va a intere-
sar». Aunque aclara que no le pertenece, la bella Isabel
se acomoda en la silla y relata en primera persona -con
matices, susurros e inflexiones dramáticas- esta fantasía
supuestamente ajena:

«El general entró sorpresivamente. Supe que era él, a


mis espaldas, porque tanto el coronel como su ayudan-
te se levantaron de sus asientos como por efecto de
un resorte, y saludaron con brazos y tacones. Se veía
guapo, muy guapo, como siempre, con su impecable
uniforme, sus charreteras de alto mando, sus minervas
y otras insignias sobre el pecho esbelto, y los lustrosos
zapatos del 43.

»Yo me quedé sentada; demoré mis movimientos una


eternidad, hasta que el general estuvo frente a mí, de
pie, su cintura muy cerca de mi cara, su olor de macho
bien duchado, su torso enhiesto bajo el uniforme, su
cuello, sus ojos de lobo, su mano firme extendida hacia
mí con gallarda cortesía.

51
»Saludé distante, pero cumplimos el rito de cruzar una
mirada, un breve relámpago de chispazos y ardores
que trajo la promesa de un descalabro, de un olvido
de toda culpa y todo mundo y toda gente. Fue solo un
momento y ya estábamos hablando con gestos y tono
cuidados, adecuados, de los temas profesionales que
nos convocaban.

»Desde la primera vez que lo vi, en un cóctel de emba-


jada, este intercambio de miradas breve y tumultuoso
se había hecho tradicional. Un rito entre nosotros. Esa
vez di vuelta una fuente de ostras de pura impresión
cuando apareció, también a mi espalda, y me dijo:
“¿Me permite una copa de champaña?”.

»Ambos nos abalanzamos al suelo para recoger el


desastre entre mutuas y atropelladas disculpas; en la
penumbra de las mesas enmanteladas, sentí que me
quemaban sus ojos hambrientos solo segundos antes
de que sus escoltas lo separaran de mí y se lo llevaran
como en una corriente marina hacia el otro extremo
del salón, donde no existiera el peligro de comensales
de tanta torpeza manual.

»Hasta entonces sólo nos vimos en situaciones forma-


les, pero un flujo invisible tensaba el ambiente cada vez
que ocupamos el mismo espacio. No sólo yo lo sentía.
El también. Y las miradas y rumores entre los otros úni-
camente se refrenaban en algo porque él es “el gene-
ral”. El caso es que, cada vez que nos encontrábamos,
mi turbación casi me impedía pensar. Cuando se me
acercaba, hacía grandes esfuerzos para seguir el hilo
de la conversación. Sin embargo oía el desorden de sus
latidos, sentía su deseo solapado, el pulso encabritado
y la mirada de lobo de mi delicioso general.
52
»Tal vez todo fuera producto de mi imaginación. Aun-
que no, definitivamente no fue fantasía la erección que
noté en sus pantalones la vez que subimos en un ascen-
sor, silenciosos, los cinco pisos hasta su oficina en la co-
mandancia. Pero nunca estuvimos en privado. El pro-
tocolo indicaba que nuestras conversaciones debían
incluir al menos un testigo.

»El general me buscaba -y me encontraba- en ceremo-


nias y eventos militares, se instalaba unos instantes fren-
te a mí sin decir ni hacer nada más que mirarme con un
ruego en el fondo de los ojos, apenas el tiempo suficien-
te para dejarme marcada con su sello de futuro placer,
con la certeza de ese misterioso y gratuito deseo que
irremediablemente nos iba a atrapar algún día.

»Esta vez, tras unos minutos de conversación amena y


trivial, de pronto ordena al coronel y a su ayudante que
se retiren. Quedamos ambos abandonados en el nau-
fragio de nuestras cavilaciones; él muy serio, sin mover-
se un milímetro; yo rogando que nada se saliera de su
curso y a la vez que ocurriera ya la explosión que me
parecía inminente e inevitable.

»Su voz me acaricia a menos de un metro, y va acer-


cándose. Me ordena dulcemente que me apoye en
el escritorio y abra las piernas, sin tocarme. No lo miro.
Obedezco con parsimonia; siento su respiración. Sé que
él sí me mira, como un perro hambriento, salvaje, feroz.
»Me dice que quiere verme así, con las piernas abier-
tas para él, entregada a sus ganas, sumisa, sometida.
Comienzo a acariciar mis propias piernas como si fuera
él quién lo hace. Me pide, en un susurro ronco, que le
muestre más. Deslizo mis calzones hacia abajo y sé que
puede ver la humedad entre mis piernas; siento su con-
53
tención, su fuerza, como si el mundo se fuera a acabar
en el instante siguiente. Pero allí estamos y es tarde para
retroceder.

»Me atrevo a levantar la vista y lo veo trémulo, agitado,


hermoso, dispuesto. Me observa. Estoy tocando desver-
gonzadamente mis genitales. Se levanta y avanza has-
ta mí, sin apuro. Pone uno de sus dedos en mis labios,
me lo mete en la boca con dulce desesperación. Lo
mueve adentro y afuera mientras yo lo succiono como
a un chupete. Con la otra mano toca la punta de mis
pechos. Es hábil. Sabe hacerlo. Huele a animal encabri-
tado y emite unos gruñidos tiernos. Me saca el dedo de
la boca y va dejando una estela de saliva marcada en
mi piel, un camino que se desliza lentamente hacia mi
vientre, mis piernas, mis muslos.

»Su dedo índice entra suavemente en la blandura del


pubis, y con diestras maniobras acompasadas busca
los lugares más secretos. Quiero que siga, que apure
los movimientos y me haga gozar. Me pregunta si estoy
excitada. “Te quiero bien caliente”, me dice, mientras
sigue estimulando mis pechos y mi boca. Entonces se
baja el cierre del pantalón, saca un miembro inflamado
y enrojecido, y lo exhibe frente a mi cara.

»Sé que va a poseerme. Sé que va a penetrarme ahí,


sobre el escritorio del coronel. Sé que su delicioso pene
entrará en mí haciéndome olvidar todo lo que ocurre
en la calle, a la gente, que sigue su día sin mayor nove-
dad, mientras yo estoy a punto de ser atravesada por
un hombre de uniforme...».

54
4. Ser violada

El masajista

Rebeca está histérica porque no se pudo depilar. Recu-


rrió a la gillette hace dos días y ya le asoman pelos vigo-
rosos, gregarios, como una colonia de penicilina en las
axilas, la entrepierna y las pantorrillas, que se ven feos y
se palpan peor aún.

Ella es oficial del Ejército de Chile, casada, madre de


dos hijos universitarios. Su uniforme la obliga a andar
con polleras y el verano arrecia, por lo que unas panties
disimuladoras quedan descartadas. No le importa tan-
to el detalle en el trabajo, lo insoportable es que por la
tarde tiene hora con su terapeuta, un quiropráctico, un
masajista, y eso sí que la pone nerviosa.

Se lo recomendó hace ya siete meses una colega con


la que elude comentar sus bondades. A la pregunta
clásica de «¿Cómo te resultó?», ella responde: «Bien,
gracias, ni un problema». Nada más.

Rebeca va todos los lunes al masajista. El es un hom-


bre muy callado, no muy apuesto, ancho, fuerte, con
vello en el pecho, que se le asoma por el cuello de la
camisa, bajo la bata blanca, y una cadena de oro que
parece contenta en su torso mullido y firme. Es ciego.
Completamente ciego.

La oficial lo comprobó en las primeras sesiones: al prin-


cipio se sacaba la ropa con aplomo, se tendía en la
camilla de hospital e intentaba relajarse a pesar de su
desnudez poniendo atención a la música de trompetas
55
y oboes que sonaba de fondo; pero en cada momen-
to se encontraba dudando de la incapacidad del ma-
sajista, haciendo infantiles pruebas como mirarlo repen-
tinamente a los ojos o ponerle obstáculos materiales en
el camino para ver si los eludía. Pero nada. El tipo es
ciego de verdad.

Por eso se dedicó a los masajes. Por eso su clientela es


exclusivamente femenina. Por eso palpa como los dio-
ses.

Rebeca sueña con sentir sus dedos milagrosos masa-


jeándole el clítoris. El masajista ciego -que además pa-
rece mudo pero no lo es, porque todas las sesiones la
recibe con un «Hola, desnúdese y tiéndase en la camilla
boca arriba -comienza por los pies y va subiendo por
las piernas con fricciones enérgicas, circulares, rítmicas.
Luego se va al otro extremo y le masajea los hombros,
los alrededores de los pechos, las costillas, la cintura, el
estómago...

Rebeca apenas puede contenerse. Quiere que el ma-


sajista pierda el control, que no se salte el pubis ni los
pezones. Desea ardientemente que deje de ser tan co-
rrecto y confiable, que se vuelva loco y que sus manos
grandes y fornidas la hagan gozar de frentón. Imagina
que el quiropráctico comienza a rozarla, friccionarla y
apretarla ya sin contenciones, y que ambos se deleitan
y saben que se deleitan entre amasamientos y golpe-
citos.

Cada vez que el masajista va llegando a su entrepierna


a Rebeca le parece tan fácil que él se permita no de-
tenerse, sobrepasar el borde cosquilleante y encendido
de la ingle, no decir nada y seguir avanzando, hurgando
56
suavemente en su interior, moviendo sus hábiles dedos
en círculos concéntricos, embadurnados con crema y
el sudor de ambos: ella, incapaz de resistirse, sin volun-
tad por efecto de las tocaciones neurosedantes, pero
con el alma en un hilo, y el masajista ciego manoseán-
dola, descubriendo poros perdidos, células danzarinas,
secreciones espumosas de deseo, manipulándola con
sus sabios nudillos como lenguas de perro, sacudiéndo-
la hasta el final.

Violada en la playa

Marta es estudiante de enseñanza media, soltera; vive


en Coquimbo, en una pensión. Tiene diecisiete años.
Nació en Copiapó, no conoce Santiago y quiere ser
modelo o promotora. Así describe su fantasía favorita.
«Yo estoy tirada en la playa, tomando el sol, con bikini
y anteojos oscuros. La playa está desierta. Escucho el
mar, las gaviotas, las olas, que me adormecen. De re-
pente se me echa encima un hombre. Me salta el cora-
zón al sentir ese cuerpo pesado sobre mí, la respiración
en mi cuello, sus manos, que me buscan los senos y me
bajan los calzones... El tipo intenta violarme.»

Desde que Marta se fue a estudiar a Coquimbo es fre-


cuente que vea marineros en el centro de la ciudad.
Son hombres robustos que usan camiseta blanca, pan-
talones azules muy ceñidos y un gorrito blanco como el
de Popeye. Tienen tatuajes en los brazos y una cadena
de identificación en el cuello. Marta no ha cruzado pa-
labra con ninguno de ellos. Su único lugar de encuentro
con un marino es la fantasía.

«Me imagino sus espaldas anchas, sus nervios y sus mús-


57
culos a través de la camiseta. Me da miedo, pero tam-
bién un gustito rico. Es brusco, pero no me hace daño.
Aunque no le veo la cara, su cuello y sus espaldas me
parecen bien hechos y tiene un aroma que me gusta...
Yo me resisto, pataleo, intento separar su boca de mis
pechos, trato de sacármelo de encima, pero él logra
sujetarme las manos y las piernas y me mete la lengua
en la boca. Después me dice al oído que me quede
tranquilita, que tiene una cosa para mí que me va a
gustar.

»Me saca el bikini a tirones, me agarra la vagina como


un desesperado y mete los dedos. Me dice que estoy
mojada..., que estoy lista para recibir una buena pichu-
la que me haga gozar. Con esas palabras, tal cual. A
esas alturas yo estoy bien excitada. En realidad yo mis-
ma digo en voz alta las palabras que él me dice en la
mente. Yo misma me estoy tocando y mi sexo está hú-
medo de deseo. Imagino que el hombre me acerca su
miembro y lo posa en la entrada de mi sexo. Con su
mano lo mueve en círculos alrededor de la abertura...
Eso me hace casi acabar. Quiero que me penetre, pero
él me toma del pelo y me acerca el pene a la boca.
Siento un olor fuerte a orina y falta de higiene que me
provoca asco, pero él me obliga, me lo sacude en la
cara y luego dentro de la boca.

»De pronto me lo saca de la boca con brusquedad,


baja y me penetra. Siento un estremecimiento en todo
el cuerpo, imagino que sus testículos se bambolean y
que su pene choca una y otra vez con el fondo de mi
sexo. Siento cómo se aprieta mi vagina, cómo succiona
ese trozo duro de carne que me da placer en cada
embestida... En mi fantasía, abro las piernas y las cruzo
sobre su espalda. Él mueve su cosa inflamada, con el
58
glande enorme. Esa imagen me produce un orgasmo
muy intenso.»

La fantasía de Marta llega hasta ahí, no tiene escena


final o resolución. Es la escena a la que recurre cada
vez que quiere desahogar sus deseos. En el momento
en que imagina que el órgano sexual del violador la ha
penetrado experimenta lo que ella describe como una
«excitación cruda». Eso le produce un enorme placer.

59
5. Ver o ser vista

De a tres

Marcia estaciona su Audi plateado en el segundo


subterráneo de un centro comercial. Está espléndida,
como todos los martes y jueves a las once de la maña-
na. Se hizo las uñas de pies y manos, se perfumó con
Amarige de Givenchy, se alisó el pelo, se maquilló y se
vistió a conciencia.

Un pasillo adelante se estaciona el Montero Sport verde


que ella espera. Baja su amante, también almidonado
y compuesto, camina hacia ella sonriente, sube al Audi
muy canchero, seguro de sí mismo, y parten al motel
de siempre. Prefieren uno de Vivaceta para no volver a
pasar el susto de divisar a alguien conocido, como les
ocurrió en La Reina.

Ya en la escena del crimen, Marcia y su amante repiten


su ritual con mínimas variaciones: primero esperan que
una bandeja teledirigida aparezca en el vano de la pa-
red: abren las papas fritas, prueban unos canapés tras-
nochados, se toman un trago para alargar el deseo, no
importa nada lo que hablan porque no es más que un
muestrario de la gestualidad del cortejo. Ella hace arru-
macos con los labios, él saca pecho y se pasea como
un pavo real; ella se mira al espejo curvando el puente
de su espalda, él se saca la corbata y se desabrocha
la camisa como en un comercial de desodorante; ella
levanta el trasero ataviado con un colaless negro, él la
toma como a la fuerza; ella hace como que se resiste,
se arranca, él la persigue, la agarra de un pie, la tira en
la cama, le levanta las piernas y la penetra con ímpetu,
60
ella se queja y dice que no, que no, que le hace daño,
él siente un ruido en la cerradura, ella dice que alguien
viene, se detienen sin detenerse, él sigue moviéndose
sobre ella, ella ondula las caderas y aprieta las rodillas
para retenerlo, pero ambos miran a la puerta...

«¡Oh, no, es mi marido!», dice ella. «¡Nos encontró! ¡Está


mirando cómo te lo hago!», dice él. «¡Nos va a matar!»,
sigue ella. «¿Qué le pasa?, parece excitado», dice el
amante. Y continúan, a pesar de que en realidad no
hay nadie más que ellos en la habitación... Nadie, salvo
ellos en su complicidad, en su juego, en el que es im-
prescindible contar con un tercero.

«¿Por qué nos mira así? ¡Ah, quieres lo tuyo! Ven, te de-
seo a ti también...» Y la pareja continúa, turnándose
con un otro imaginario.

Ésa es la fantasía de Marcia, que su marido y su amante


le hagan el amor al mismo tiempo, en perfecta armo-
nía, sin más miramientos que el placer de cada uno.

La mirona

Paulina tiene cuarenta y seis años, es soltera y no tiene


hijos. Trabaja en el departamento de marketing de una
empresa textil, tiene un sueldo razonable e interesantes
perspectivas profesionales.
En el plano sentimental, dice no tener un compromiso
estable, pero sale con varios hombres. «Mi apetito se-
xual nunca fue unidireccional. Siempre me atrajeron
muchos hombres a la vez. Creo que no estoy hecha
para tener una sola pareja en la vida. Lo encuentro una
lata.»
61
Paulina es voyerista. Le gusta mirar a otros mientras tie-
nen sexo. También le produce placer verse a sí misma
en pleno acto sexual con uno o más hombres, para lo
que, en su fantasía, utiliza un gran espejo.

Sus ensoñaciones están vinculadas con las imágenes


más ardientes que ha observado mientras espiaba a
otros, u observaba sus propias relaciones sexuales. El ori-
gen de estas ensoñaciones lúbricas está en una expe-
riencia temprana.

«Yo tenía unos quince años. Me gustaba un vecino con


el que nos encerrábamos a atracar en el garaje, dentro
del auto de su papá, hasta que nos llamaban a tomar
onces. Pero también me inquietaba el doctor Santis, un
apuesto médico de cabecera que visitaba mi casa, un
señor de barba, serio, bien callado, que llegaba con un
maletín y sus anteojos y que pasaba seguido a vernos
aunque nadie estuviera enfermo.

»El doctor conversaba un rato con mi papá en el repos-


tero, se tomaban un café, a veces incluso jugaban a las
damas. Después se levantaban los dos y el doctor Santis
se metía con mi madre en la salita. Mi papá salía a re-
gar el pasto o a leer el diario, sin mostrar ninguna inquie-
tud, mientras ellos se quedaban en esa pieza haciendo
algo que muy pronto me encargué de averiguar.

»Un día me atreví a esconderme detrás de una mesa


ratona que había en la salita. Ellos entraron, cerraron
la puerta y mi madre, que estaba bella y sonrojada, se
sentó en el sofá. Le ofreció una taza de té al doctor,
que él rechazó mientras se sentaba en la alfombra, muy
cerca de ella, y le besaba la mano, el brazo, los hom-
bros, el cuello, con gran familiaridad. Era evidente que
62
mi madre no estaba sorprendida, y que le agradaba.
Entonces ella se tendió sobre el mismo sillón donde esta-
ba. Yo la veía cerrar los ojos, deleitándose con los besos
del amigo de mi padre.»

Desde su escondite, Paulina pudo fisgonear toda la es-


cena. A pesar de la impresión, y del ardor que le pro-
vocaba lo que veía, intentaba mantenerse silenciosa
para no ser descubierta. Vio cómo el doctor acarició
con suavidad los muslos y las caderas a su madre, mar-
cando en la ropa las formas de ella, que lo miraba y
se estremecía. Miró la forma en que ella observaba, in-
sistente, el bulto en sus pantalones. Sintió los gemidos,
suspiros y quejidos de ambos.

«Comencé a sentir cómo sus respiraciones iban subien-


do de tono, a la vez que la leve agitación inicial de mi
madre daba paso a movimientos más rítmicos, como
una espontánea danza sin música. Adelantaban las ca-
deras, se separaban y se volvían a reunir.

»El doctor Santis corrió cuidadosamente las ropas y dejó


descubierto las blancas nalgas de mi madre, que tem-
blaban y se movían, cada vez más frenéticas. A ratos,
ella intentaba quedarse quieta, entonces él intensifica-
ba las tocaciones: subían sus finas manos por las cos-
tillas y cuando iban a llegar a los pechos se devolvían
dejando a mi madre con un suspiro ahogado en la gar-
ganta y la boca entreabierta. Bajaban hasta sus rodillas
y las apretaban, abriéndole un poco los muslos. Luego
masajeaba sus pantorrillas y le levantaba la falda. Ella
elevaba las rodillas y parecía querer abrazarlo con las
piernas.
»De pronto, el doctor la tomó de un brazo, la llevó hasta
la alfombra y la puso allí de rodillas. Luego se instaló de
63
espaldas a ella, con el torso en el sofá, los pantalones
abajo, jadeante, ofreciéndole las nalgas. Ella le besó
el culo y comenzó a lamérselo como al hueco de una
jugosa sandía, cada vez más rápido. Parecía gustarle
mucho a ambos.»

Esta escena, que marcó las fantasías de Paulina, le pro-


dujo una enorme excitación. Su mano buscó instinti-
vamente sus genitales, que bullían de escozores tibios.
Notó que se había empapado de un líquido espeso y
desde su escondite se alivió recorriendo el exterior de la
vulva con la punta de los dedos.

El ardoroso panorama que tenía frente a ella le parecía


hermoso y excitante; nada le importó ver a su madre
con otro hombre. Al contrario, le pareció que el placer
que se prodigaban esas dos personas frente a ella era
contagioso. Sintió que se extasiaba con el sonido de
esa lengua, la de su madre, batiéndose y saboreando
la zona anal del doctor, lo que producía un estremeci-
miento rítmico de todo el cuerpo masculino.

«El doctor Santis se dio la vuelta y dejó ver una verga


larga, flaca y muy tiesa, plagada de venas moradas y
rojas y con el capullo expuesto. El mismo se la tomó y
la movió con energía, exhibiéndosela a ella, que pare-
cía deslumbrada y que comenzó a asirle los hombros y
atraerlo hacia ella. Él continuaba erguido y resistente,
meneándose el miembro hacia atrás y hacia delante,
con evidente expresión de calentura. Iba a acabar en
cualquier momento.

»Ella se sacó la falda y unos calzones blancos no muy


seductores que llevaba. Se curvó para ofrecerle el tra-
sero y se lo abrió con ambas manos. Vi que el orificio
64
anal se abría y se cerraba a la espera del miembro del
doctor.

»La espera me pareció interminable hasta que él co-


menzó a penetrarla lentamente, mientras ella gemía y
suplicaba por más. El doctor introdujo entonces todo
el miembro, hasta la base, y comenzó a moverse en
largos y profundos espolonazos. Ella también se movía
cada vez en forma más violenta, hasta que él respon-
dió con empujones potentes mientras le sostenía las ca-
deras, hundiendo sus dedos en la blanca carne de mi
madre.»

Detrás de la mesa ratona, Paulina estallaba a la vez en


un orgasmo intenso, estimulado por sus propias caricias
pero sobre todo por la escena de la que era testigo.
Tuvo que hacer grandes esfuerzos por aguantar el grito
de placer que le nacía, espontáneo, desde el fondo
del alma. Lo logró y no fue descubierta, ni esa vez ni
las siguientes, en que observaría desde el mismo refugio
secreto la aventura sexual de su madre.

Se le hizo un hábito espiar. Mirar a escondidas le produ-


cía tanto o más placer que practicar el sexo ella misma.
«Imagino que me lo hacen a mí o que yo lo hago. Esas
escenas son un tesoro guardado en mi mente, a las que
recurro cada vez que necesito sentir placer.»

Encuentro de ex alumnos

Flora tiene cuarenta y seis años, es casada, antropólo-


ga, tiene tres hijos y vive en Maipú.

«Cuando estoy sola o siento cierta comezón en el sexo,


65
pienso siempre en una situación imaginaria: tengo una
fiesta con mis compañeros de colegio. Manríquez, un
antiguo condiscípulo que me llama cada tres o cuatro
años para invitarme a la reunión de ex alumnos, se ofre-
ce para pasarme a buscar. Yo le espero muy arregla-
da, con un vestido rojo escotado, tacos altos, medias
negras con liguero. Subo a su auto dispuesta a hacer
recuerdos nostálgicos.

»Esta vez Manríquez me parece atractivo, a pesar de


que en la infancia era insignificante. Tiene bigotes, unas
manos grandes, nariz y mentón prominentes, el cuerpo
fornido. Me mira de reojo las piernas. Lo siento turbado,
ansioso, mientras hablamos de cosas sin importancia.
Me río por cualquier razón, él responde mostrando una
blanca sonrisa y extendiendo el torso como queriendo
mostrarme su potencia. Estira su mano y la pone sobre mi
rodilla. Avanza por el muslo mientras sigue manejando.
Es como un explorador entrando en una selva. Exquisito.
Abro las piernas. Manríquez casi pierde el control del ve-
hículo. Pero hemos llegado al lugar del encuentro. “Ya
habrá tiempo para retomar nuestra conversación”, le
digo, coqueta.

»Entramos en la casa y vemos una escena increíble e


inesperada. Todos mis ex compañeros están desnudos
y se ha desatado una verdadera orgía. Hay grupos por
aquí y por allá, gente tocándose, lamiéndose, tenien-
do relaciones sexuales en un ambiente de fiesta. No
reconozco a ninguno de los presentes, un montón de
desconocidos que están excitados y alegres. Algunos
se masturban, eyaculan sobre los otros o intercambian
parejas. Nadie parece contrariado, confundido o anti-
social.

66
»Casi de inmediato Manríquez intenta retomar las ca-
ricias del viaje en auto. Me sube la falda, busca nue-
vamente la humedad y sus dedos se hunden entre los
pliegues sedosos. En ese momento llegan hasta noso-
tros dos hombres y una mujer, nos ofrecen unos tragos y
comienzan a sacarnos la ropa entre risas y miradas las-
civas. Mi cuerpo se tensa al sentir caricias en los pechos,
las nalgas, las caderas. Uno de los hombres me besa el
cuello, las orejas y la espalda. El otro oscila desde atrás
de mí con suaves embestidas hacia mi trasero. La mu-
jer me tiende boca abajo en un sofá y saca el sexo de
Manríquez fuera de sus calzoncillos.

»Su herramienta emerge imponente y tiesa, seguida de


un par de testículos peludos. La mujer le agarra el pene
con familiaridad y lo frota hasta hacerlo crecer aún
más. Manríquez no deja de mirarme mientras la mujer
hace que la cabeza de su órgano se vuelva bulbosa
y púrpura, con el tallo cubierto de venas y duro como
una roca. Esa visión imaginaria me produce mucha ex-
citación. Veo el órgano congestionado en primer plano,
imagino que la mujer lo soba como a una joya mientras
Manríquez me mira. Sé que se prepara para mí.

»Siento una corriente de placer que me une a los otros.


Uno de los hombres introduce su garrote en la vagina
de la mujer y entra en ella con empujones que van au-
mentando de velocidad. Ella jadea y disfruta las rápi-
das penetraciones, pero no desatiende a Manríquez.
Atrae el pene hacia su pecho y lo abraza entre sus in-
flamadas tetas, meneándolo allí con insistencia. El otro
hombre me abre las piernas y juega en mi ano con un
dedo. El rostro de Manríquez se enrojece, su respiración
se acelera, emite una especie de gruñido. Se libera de
la mujer y avanza hasta mí; me levanta por las caderas,
67
dirige su órgano hacia mi sexo y lo frota en la entrada
con cierta contención deliciosa.

»Los demás me acarician y me besan mientras se com-


placen unos a otros. Todos a mi alrededor están gimien-
do de placer, intercambiando sus penes y sus vaginas
sin ningún recato. Manríquez continúa su danza con
breves embestidas, su garrote yendo y viniendo por mi
jugosa hendidura. Le suplico a gritos que me penetre.
La mayoría de los presentes me observa, sin detenerse.
Todos ven cuando agarro el tallo inflamado de Manrí-
quez y me lo meto desesperada para que me llene en-
tera. En esta imagen de mi fantasía creo sentir material-
mente el tenso órgano entrando en mí hasta el último
centímetro, llenándome hasta el delirio.»

68
6. Dar de mamar

Que me chupe los pechos

Mariana es jefa de cajeras en un supermercado y tiene


cuarenta y dos años y cinco hijos. Una cifra moderada
para alguien cuyo mayor placer sexual consiste en dar
de mamar o fantasear con que otro ser se alimente de
sus pechos.

Aunque ha leído en algunas novelas e incluso en litera-


tura médica acerca de esta fijación erótica, cree que
el suyo es un caso «bien especial» y me cuenta que la
tarde en que se hizo su primer pronóstico casero de em-
barazo -en el baño de su departamento de soltera, en
las masivas torres de Fleming-, comenzó un recorrido
sorprendente. Durante los ocho meses siguientes ningún
misterio le fue revelado, salvo uno, el único sobre el que
no se hizo jamás una pregunta porque simplemente no
se le ocurrió que podría perturbarle de esa manera: la
fuerza erótica de sentir una presión nutritiva en los pe-
chos, unas puntadas eléctricas que le anunciaban la
urgencia de tener a alguien succionando sus pezones
agigantados.

Lo que sí quedó en evidencia durante su primer emba-


razo y los que siguieron fue una serie extensa de mitos
que rodean la reproducción. De partida, el polvo fun-
dacional era eso, un polvo, es decir, tan bueno como
suelen ser, pero no hubo estallido de galaxias ni estre-
mecimientos de constelaciones ni indicaciones lumino-
sas de que se estaba produciendo en ese acto preciso
ningún milagro.

69
“ Tampoco llegó a ocurrir jamás la comunicación extra-
sensorial -intra, en este caso- de la que había referen-
cias. Por más que se acarició la guata, cantó y habló
en simulacro con el nuevo individuo, la verdad es que
a cambio recibía sólo silencio y su sensación era más
bien de ser un cuerpo usurpado. Se sentía invadida por
alguien del que tenía pocos datos, y cuya presencia
de pez era bastante asimilable a la de un gas intestinal
persistente.

Y así, en esos largos e incómodos meses introspectivos,


junto con várices, estrías, caries y panza, lo otro que le
creció fue la curiosidad, la incertidumbre y un gusto
desconocido por tocarse los pezones. Se habían vuel-
to oscuros, porosos, y su piel se había engrosado como
corteza de nogal. Pero lo más notable era la sensibilidad
que se despertó en la punta de sus pechos y en el olfa-
to. Podía olfatear el sudor de un hombre a un kilómetro.
Y ese aroma picante hacía que sus pechos se transfor-
maran en fuentes que lanzaban chorritos de leche sin
parar y que le exigían que los pellizcara para aliviarse.

Mariana dice haber sentido la compulsión de palpar


ella misma sus pezones en muchos momentos, estimu-
lada por el roce de la blusa, por una mirada masculina
a sus protuberancias mamarias o por el simple latir de
su imaginación. Entonces los tocaba y estiraba suave-
mente hasta sentir un placentero manar de leche. Po-
dría decirse que se ordeñaba a sí misma, de una mane-
ra tan deliciosa que se le transformó en una costumbre,
una que llegó a practicar a diario.

En el momento del parto tuvo la clásica visión de la vida


después de la vida, con el quirófano en cámara sub-
jetiva, lentitud en la percepción, por la raquídea, una
70
matrona con paradójica mascarilla superpuesta en
aros de fiesta y blusa de lentejuelas, y dos médicos que
le amasaban y le abrían en el vientre con destreza de
carniceros.

«Tranquilita, tranquilita, respire, tranquilita», le imploraba


la de los aros, con el sobajeo de brazos tan propio de
los chilenos en trance hospitalario. Lo más claro en me-
dio del todo confuso fue un sonido líquido procedente
de la entrepierna, algo así como un mar tibio fuera y
dentro al mismo tiempo.

Después, todas las caras la miraban y le hablaban co-


sas que no pudo escuchar. Le acercaron un bultito. Un
trozo de carne con forma humana que latía ahora en
su cuello, afuera, sobre su pecho, inexplicable... Olfateó
a la criatura y entonces fue cuando sintió la imperiosa
necesidad de que el niño se le pegara a las tetas y co-
menzara a chupar.

El impulso le sobrevino primero de manera vaga, como


una textura en el aire, un cierto vaho caluroso, orgáni-
co, de células en eclosión. Se le instaló en los pechos
una ternura perezosa, con cierto tamborileo de quedar-
se para siempre... Un rumor de camas usadas, la cama
revuelta de sus padres en las mañanas. Una esencia de
cuerpo bullente, como de átomos y núcleos y electro-
nes chocando y mutando, que le producía una urgen-
cia de amamantar más allá de todo control. Esa fue la
primera vez que experimentó conscientemente el de-
seo que se le volvió fantasía.

Al comienzo Mariana se extrañaba de sí misma por este


deleite del que no tenía referencias. Otras mujeres se
quejaban de los desagrados del acto de «dar papa».
71
Hablaban de llagas en los pezones, de glándulas ma-
marias congestionadas, e intentaban interrumpir la lac-
tancia materna lo antes posible. Ella en cambio -y siem-
pre su entorno aplaudió su actitud-prolongó al máximo
su ritual lácteo con las cinco criaturas que trajo al mun-
do, disfrutando secretamente del placer que algo muy
diferente del instinto maternal motivaba. En cada ma-
mada de sus criaturas se le encendían las entrañas de
una manera inequívocamente lúbrica que ella,nunca
reprimió.

Paralelamente, cada vez que se acostaba con un hom-


bre imaginaba que su amante le buscaba los pechos
y se pegaba a ellos succionando alimento. Ese pensa-
miento ha bastado hasta hoy para excitarla hasta el
borde del orgasmo.

Mariana no necesita que su fantasía se haga realidad.


Sabe que esta succión puede mantenerse sólo en su
cabeza, como un estímulo adicional durante el acto.
Pero reconoce que le resulta extremadamente placen-
tero cuando su compañero avanza hacia sus pechos,
abraza con la palma de la mano sus globos mamarios,
manipula sus pezones con habilidad, con pequeños
pellizcos y tirones, o rítmicas palmaditas que los hacen
erectarse. Mejor aún si él sigue hostigándole las mamas
sin piedad cuando se monta sobre ella y la penetra,
bajando la cara hasta ellos y mordiéndolos con dulzura
para luego palpar los pezones con la lengua en punta,
mientras bombea con la verga una y otra vez en su hú-
meda vagina.

Cuando imagina que esto sucede, al avanzar hacia la


imagen de su amante chupándole los pechos, sorbién-
dole los pezones, Mariana llega al borde del clímax.
72
Siente que sus mamas producen un líquido, algo que
ella identifica como semen fresco, un fluido espeso que
le mana como en ráfagas. Imagina que ese líquido vis-
coso llena la boca de su amante, como una eyacula-
ción, y que éste sigue chupando hasta saciarse. Es el
momento en que Mariana siente contracciones invo-
luntarias y rítmicas en el clítoris, y un placer que se dise-
mina en chorros de secreción láctea desde los pechos.

73
7. El padre y otros incestos

La voz del padre

Elisa es traductora, tiene sesenta y seis años, un hijo, una


cómoda casa en provincias. Está separada de su pri-
mer marido y mantiene una relación estable con un ar-
quitecto jubilado que vive a pocas cuadras.

Me advierte que su testimonio es delicado. Las pocas


veces en la vida que ha comentado con alguien su
fantasía ha recibido de vuelta miradas horrorizadas o
consejos compasivos. Ni pensar entonces en compar-
tir el origen de sus ensoñaciones, que está anclado en
una experiencia de la vida real.

«El incesto es el gran tabú sexual y moral de la socie-


dad civilizada. Sin embargo, un alto porcentaje de las
mujeres nos iniciamos sexualmente en una relación con
nuestro padre o padrastro. Una cantidad no desprecia-
ble se embaraza y tiene hijos de esta unión. En general
no se trata de encuentros puntuales sino sostenidos en
el tiempo, por muchos años... Es un tema que no tengo
resuelto, es muy complicado, extremadamente com-
plejo. Yo sólo puedo contarte mi experiencia, que no
tiene nada de traumático», asegura.

Me habla de los hombres que poblaron su vida senti-


mental. El recuento no se sale de la norma: cuatro po-
lolos de adolescencia, un novio que se convirtió en ma-
rido, un apoderado del curso de su hijo con el que tuvo
una relación extramarital durante un año, dos relacio-
nes importantes después de separarse.

74
Hasta allí todo parece previsible, pero de pronto Elisa
hace una inflexión en el relato, me observa y continúa,
pero esta vez como si sacara capas a una cebolla:

«Pero mi fantasía secreta siempre fue mi padre. Bueno,


era un hombre hermoso, tenía piernas largas, una es-
tampa muy aristocrática, trajes hechos a medida. Pero
lo que más me gustaba de él era su voz. No se reía nun-
ca y era silencioso, de muy pocas palabras, pero tenía
una forma de hablar muy seductora, serena y segura,
que regalaba en muy contadas oportunidades, y que
habría derretido a cualquier mujer... incluso a una niña».
El padre de Elisa fue un boticario que logró hacerse de
un negocio modesto pero próspero, que les permitió vi-
vir con cierto desahogo económico.

«En provincia el farmacéutico era, en esos años, una


persona importante. Mi padre gozaba de prestigio so-
cial, era muy bien considerado como hombre de tra-
bajo, serio, confiable, dispensador de consejos razona-
bles. Era un hombre culto, a pesar de que nunca fue
a la universidad. Leía, leía y leía. Su biblioteca era un
completo muestrario de lo más granado de la literatura
universal. Con decirte que Vicente Huidobro pasó una
vez por Ovalle y se interesó mucho por la biblioteca de
mi padre. Estuvieron allí fumándose unos puros cuba-
nos y disfrutando de esos libros empolvados. Huidobro
también era un hombre muy atractivo, con una sonri-
sa espléndida y un áspero sentido del humor. Celebró
mis trenzas y me recitó un poema sobre una niña y una
vaca que me hizo reír. Pero mi padre me gustaba más.

»La atracción por él se me hizo irrefrenable desde una


vez que lo descubrí fornicando con la verdulera en la
farmacia. Me asomé a mirar porque sentí a una mujer
75
que gemía... Los vi, ella con la falda arremangada y los
muslos en alto sobre una camilla de la bodeguita de
atrás. Era la misma que me regalaba primores cuando
íbamos a comprar la fruta, pero su cara estaba irreco-
nocible, congestionada, roja, con las aletillas de la nariz,
los ojos y la boca muy abiertos. Mi padre se meneaba
contra ella dándome la espalda. No me vieron. Ella le
decía: “Dámela, dámela”, y él respondía con sinuosos
y lentos movimientos de sus nalgas. Era un espectáculo
hipnótico.

»De repente él la tomó por el pelo con una mano crispa-


da, le tiró la cabeza hacia atrás y hundió la cara entre
los dos enormes pechos de la mujer, medio asomados
por el escote. Ese mechoneo fue como una señal, por-
que ella colaboró de inmediato. Se retiró, sus cuerpos
se despegaron, y ella se agachó y comenzó a chupar,
con la cara cada vez más roja y deformada. En ese
momento pude ver entre sus labios, saliendo y entrando
frenéticamente, el magnífico miembro de mi padre. Era
un venablo duro, grueso, venoso, de un rojo encendi-
do. Una hermosura de aparato. Él se acariciaba la en-
trepierna sin dejar de moverse cada vez más rápido,
con contorsiones desorganizadas, hasta que ella retiró
el mango de su boca y pude ver cómo salía una leche
espesa en chorros abundantes. En ese instante escuché
su voz: “Te gozo toda, chupa así, estoy gozando. ..”, le
decía a la verdulera.

»Se quedaron abrazados, uno sobre otro, como des-


pués de una batalla. ¿Qué era eso? No sabía bien, pero
me pareció delicioso, era algo que yo debía probar.»

Llevada por la curiosidad, el instinto y la temprana in-


tuición de que ese tipo de cosas estaban en el ítem de
76
lo secreto, Elisa se conformó un tiempo con encerrarse
en su pieza a evocar la escena que había visto. Cada
vez que llegaba a la parte en que su padre bramaba
de placer con esas palabras indecentes y soltaba todo
el jugo de sus testículos, ella sentía que una tensión sos-
tenida estallaba en sus genitales. Después experimen-
taba un cierto alivio. Pero al cabo de un tiempo no fue
suficiente y comenzó a rondar al hombre que tanto la
inquietaba.

«El mejor momento para acercarme a él era cuando


leía en su biblioteca. Allí estábamos siempre solos. Yo
tenía diez años, pero mi madre me vestía con vuelos,
cintones y organdíes, como a una guagua.

»Yo lo contemplaba y él fingía no verme. Yo me acer-


caba y él me decía que me estuviera tranquila. Yo le
acariciaba una pierna y él me sujetaba la mano. Yo
me montaba en su zapato y le decía: “¡Hop-hop ca-
balot, lludi pen, lludi pon, catrotamos caballito, pitipón,
pitipón, pitipón!”, y me refregaba contra su empeine,
sintiéndolo calentito y apretándolo entre mis muslos...

»Hasta que un día me miró y me regaló la más seduc-


tora de las sonrisas. Una sonrisa de aprobación y com-
plicidad. Yo me arrastré jubilosa, refregándome por sus
piernas hacia arriba hasta quedar sentada en su rega-
zo, con mi cara muy cerca de su cara, y moviéndome
involuntariamente arriba y abajo.

»De ese modo iniciamos un juego, un rito, que repetimos


muchas veces durante años. Escuchaba su voz dicién-
dome: “¿Quiere hacer cositas ricas con el papá?”, y de
inmediato sentía humedecerse mis calzones. Me ponía
en su regazo y buscaba su verga tiesa aprisionada por
77
la ropa, palpitando, creciendo, engrosando. Refrega-
ba mis genitales en ese aparato hinchado y caliente,
hasta que me llegaba desde el paraíso una cosquillita
que iba en aumento y que me estremecía entera... Y
luego un alivio maravilloso y total, que me hacía de-
rrumbarme sobre su pecho tibio. El me acariciaba el
pelo hasta que yo me recuperaba. Y todo quedaba así,
quieto, pleno, dulce...

»La atracción por mi padre me ha durado toda la vida,


aun después de que murió, después de tener muchos
amantes», me cuenta Elisa. Parece que hablara con-
sigo misma. Como si recordar la sumiera en un trance.
Le pregunto cómo siguió esa relación, si no le trajo pro-
blemas, culpas, traumas. Si no le pesó en su relación
con los hombres a lo largo de la vida. Aunque me pa-
rece improbable, por su actitud y sus dichos, que hu-
biera tales consecuencias. Me responde que no, que
vivió esa experiencia como algo muy querido y que la
recuerda sin conflictos internos. También me dice que
la ha mantenido de manera muy privada. Desde siem-
pre supo que nadie podría entenderla.

«Nuestros jugueteos terminaron cuando me mandaron


a estudiar a Santiago, años después. Al regresar, yo era
una mujer y él un anciano. Pero su voz me producía el
mismo deseo desmesurado, las mismas ganas de unir-
me a él.

»No retomamos la experiencia... tal vez por temor del


otro, y sobre todo por miedo a la electrizante energía
que emanaba de nuestro contacto. Murió hace más de
treinta años. Pero hasta hoy sueño con él. Me despierto
algunas noches excitada por su presencia sonámbula,
por su espléndida voz de macho. Siempre es el mismo
78
sueño: estamos en la biblioteca, él me mira con sus ojos
encendidos, me invita a hacer “cositas ricas” y yo, niña,
puedo sentir que mi padre me desea más que a nada
en el mundo. Lo rondo y me acerco hasta que tomo
posición sobre su sexo inflamado. Sus manos son gran-
des, hábiles, acogedoras. Yo me meneo y me refriego
contra su sexo y jadeo igual como lo hacía la verdulera.
Siento que nada puede hacerme daño... Mi padre me
susurra palabras mágicas. Es dulce y es brusco. Un tro-
pel de caballos desbocados se acerca desde ninguna
parte. Yo sé que voy a morir con él en pocos segundos.
Lo sé porque ese hombre, mi padre, tiene la voz del más
absoluto placer.»

¡Méeme! Mijito! méeme!

«A veces me parece que cualquier ruido de agua que


me llega desde lejos es mi padre orinando al fondo del
pasillo, a punto de empezar el ajetreo matinal... Me pa-
rece que soy una niña y que es mi padre el que va a
llegar acicalándome los bucles y asegurándose de que
me tome hasta la última gota de la leche de burra que
me salvó de la muerte.»

Fresia se concentra en el relato como si estuviera revi-


viéndolo, como si no tuviera los cincuenta y siete años
que tiene y fuera aún la hija huérfana de madre, en-
ferma de sarampión, evaporada por la fiebre, a las
puertas del otro mundo, con un papá que la crió solo,
extremando los cariños y atenciones para ella y sus her-
manos menores.

Gracias al conjuro de la leche de burra ella se transfor-


mó en una adolescente flaca pero sana, y después en
79
una adulta normal, que tuvo dos hijos, un marido exce-
lente, según sus palabras, y un trabajo cómodo como
peluquera y propietaria de su propio salón de belleza.
Recuerda el detalle de su padre orinando en el fondo
del pasillo porque cree que puede ser el antecedente
de una fantasía que fue tomando forma desde sus pri-
meras experiencias sexuales, y que la acompaña hasta
hoy.

«Cuando tenía unos catorce años, me despertaba a


veces con un suspiro. Había tenido un sueño erótico
con el que mi sexo se humedecía como un verdadero
surtidor de agua. Mi cama estaba empapada de pipí.
Me di cuenta de que cuando acababa durmiendo
siempre me hacía pipí.»

Fresia se acostó por primera vez a los quince años con


un pololo de verano que era tan inexperto como ella.
Fue un encuentro rápido, furtivo y torpe, sobre la are-
na, con más calentura que placer final. Pero durante la
relación la joven imaginó que el muchacho se orinaba
sobre ella y eso, más que los movimientos instintivos y
desordenados de su pareja, la llevó a un intenso orgas-
mo que la dejó muy satisfecha.

«Sentí su pene en mi vagina y me vino la idea de que el


cabro me iba a mear, que así se aliviaría de esa como
picazón que tenía ahí. Entonces fue que me vino un
gusto en mis partes, que me subió por la columna. Un
rico orgasmo. Y después, cada vez que tengo relacio-
nes pienso lo mismo. Si no lo pienso, no acabo.»

Ya adulta y casada, su fantasía dio un nuevo salto


cuando se vinculó sentimentalmente con un peluquero
a quien conoció en un seminario de perfeccionamiento
80
en Viña del Mar. Estuvieron juntos una semana, com-
partiendo las noches en una habitación de hotel, sin
preocupaciones ni prejuicios.

«Con él tuve la misma fantasía, como siempre la tenía,


pero como era un tipo súper relajado y que me daba
mucha tranquilidad, me dejé llevar por mi imaginación,
sin límites. Primero nos duchamos juntos, él me jabo-
naba entera, me ponía el chorro de la ducha en los
pelitos de abajo, me tomaba los labios de la vagina y
me los abría, después pasaba su cosa por ahí pero sin
metérmela sino que frotándome para despertarme las
ganas.» Fresia, ya muy excitada, recibía esas deliciosas
caricias en sus muslos, la espalda, las axilas, los hombros,
y aumentaba su ardor.

«El quería que se lo chupara, me agachó hasta su sexo y


me lo metió en la boca, lentamente. Lo tenía tan grue-
so que casi no me cabía, pero igual lo recibí con harto
gusto y empecé a chupar y chupar, para que él gozara
en mi boca. El se aguantaba y me seguía tocando los
pechos. Estaba jadeando y respirando bien fuerte. Me
pidió que le lamiera los testículos. Los tenía hinchados,
llenitos. Yo se los lamí con placer, sintiendo cómo le her-
vía el semen. Luego me acomodó un poco y empezó a
lamerme él a mí. Me abría, así, y me chupaba. Nunca
me lo habían hecho. Era súper rico. Estábamos de ver-
dad muy calientes. Yo quería que me lo metiera para
que acabara adentro. Tenía el pene curvo, curvado
hacia arriba, cosa que yo nunca había visto, y que me
prometía mucho placer en la penetración. Pero seguía
haciendo las cosas que él quería.»

De pronto el hombre se quedó quieto unos segundos


y se alejó de ella con los ojos muy abiertos y a punto
81
de lanzar un gemido. Fresia supo que el clímax era in-
minente. No había vuelta atrás. Entonces exclamó, sin
pensarlo: «¡Méeme, mijito, méeme!». Y sintió la más de-
liciosa explosión en sus genitales, mientras el hombre
descargaba en una abundante eyaculación sobre su
cuerpo desnudo.

Podría ser mi hijo

Adela tiene cuarenta y un años, es funcionaria ban-


caria, viuda, y vive en Temuco. Tiene poco tiempo li-
bre y casi ninguna privacidad. Junto a sus cuatro hijos,
escolares, es allegada en la modesta casa de sus pa-
dres, donde convive con nueve personas entre adultos
y niños, más dos perros y un canario. Trabaja muchas
horas para mantener a su familia porque no tiene otra
entrada económica que su exiguo sueldo. Por la noche
apenas ve unos minutos a sus hijos antes de levantar un
verdadero campamento de camas hacinadas en dos
habitaciones estrechas.

Parece disponer de poco tiempo para fantasías. Pero


suele buscar algún momento en el día para viajar a
mundos imaginarios que le son gratos y que se le han
vuelto familiares de tanto invocarlos. Su quimera sexual
favorita incluso tiene nombre: Adonis. Adela ha construi-
do un personaje, un amigo imaginario que tiene apro-
ximadamente la edad de su hijo mayor, diecinueve, y
una personalidad relajada, alegre, despreocupada.

«No es alguien que conozca o haya conocido, pero tie-


ne características de algunos hombres que recuerdo,
una mezcla de cosas que me gustan, como el pelo ne-
gro peinado con gel, a lo Rodolfo Valentino, unos ojos
82
con pestañas largas y tupidas, cuerpo delgado, lampi-
ño...»

Adela imagina que se encuentra con el personaje de


sus sueños en un ascensor.

«Estamos en ese espacio pequeño, con nervios de que


alguien entre de repente, muertos de la risa. Adonis me
da un beso en la boca, me toma la mano, me dice que
estoy bonita y me sigue besando, impaciente. Me arru-
ga la ropa y la tira como para sacármela. Me aplasta
contra la pared del ascensor, nos empujamos jugando.
Yo sólo quiero sentirlo, con su piel suave, como de niño,
pero que se calienta como hombre grande.

»Después imagino que estamos en una habitación con


luces tenues, rojizas. Me ofrece un trago, me sienta en la
cama grande y cómoda que tiene espejos arriba y a los
lados, y me saca los zapatos con delicadeza.»

En este punto de su fantasía, Adela le pide a Adonis


que ponga música y baile para ella. Su amante imagi-
nario sube a la cama y se mueve sensualmente, contor-
nea sus estrechas caderas delante de la cara de ella,
se desviste sin perder el ritmo, sonriente, dispuesto, obe-
diente, servicial.

»Me excita pensar que soy atractiva para un hombre


joven, casi un adolescente. Nunca me atrevería a tener
una relación con un cabro de la edad de mi hijo en la
vida real, pero me agrada imaginar que yo podría exci-
tar sexualmente a un lolo así, bien hecho, bien machito
para sus cosas, que puede elegir a una mujer de veinte
años. Imagino que está ansioso por poseerme, que se
me acerca insinuante y me acaricia.
83
»Lo siento intentando montarse encima de mí, apre-
tándome, metiendo la cabeza bien peinada entre mis
senos y respirando ahí, bien agitado, medio ahogado
del gusto. No lo dejo desvestirme ni le permito que él lo
haga. Prefiero esa onda de atraque a escondidas, me-
dio apurados, así, como que sí y como que no. Se refrie-
ga contra mí, busca poner sus cosas contra lo mío. Lo
tiene duro debajo de los pantalones. Me lo hace sentir
con su carita roja y traspirada. Le digo que es rico, que
me muero de ganas de que me lo meta, le pido que me
toque las tetas y que las chupe si quiere. Depende del
tiempo que yo tenga y de lo que estoy haciendo, de
si hay otra gente o estoy sola, el rato que me doy para
imaginarme así. Es como tener una cita, corta o larga,
pero siempre agradable. A veces en mi casa abrazo la
almohada simulando que es él. Así olvido por un rato
tantas preocupaciones.»

Concurso sexual

Carola es abogada, no tiene hijos, está separada, tiene


treinta y siete años y vive en Vitacura.

«Estoy en un baño elegante, muy lujoso. Llamo por un


citófono para que comiencen a pasar los postulan-
tes. Es un concurso sexual al que han sido convocados
hombres que se sientan capacitados para hacer gozar
al máximo a una mujer.

»El primero que entra es un tipo bastante guapo que


viste unos pantalones de tela delgada, muy ajustados,
y una camiseta abierta. El vello, abundante, le cubre
el pecho; su cabello es castaño, tiene un cuerpo ex-
cepcional. Me pide que me ponga de pie y me desvis-
84
te. Luego comienza a llenarme toda la piel con pintura
blanca, lentamente, con las dos manos, concentrándo-
se alrededor de las aréolas de mis pechos y en el pubis.
Después me riega con una ducha de agua tibia y me
limpia todos los pliegues del cuerpo. Es un buen intento,
pero no es suficiente.

»Entra el segundo hombre. Es mi hermano, que viste tra-


je formal y trae un portadocumentos. Saca una máqui-
na de afeitar con gillette y un pote de jabón. Sus manos
expertas enjabonan mis vellos genitales produciéndo-
me una sensación deliciosa. Mi hermano me rasura los
pelos pubianos con mucho cuidado, me abre los muslos
y los labios de la vagina para completar perfectamen-
te su tarea. Después me lanza chorros de agua en esa
zona. Estoy estimulada, pero no excitada al máximo.

»En ese momento entra el tercer postulante. Es igual


a mi papá, pero no nos conocemos. Está sin ropa de
la cintura para abajo. Tiene el pene blando y peque-
ño, pero yo le acaricio el cuello, la espalda, los muslos,
mientras los otros dos hombres nos miran. Me humedez-
co un dedo con saliva, busco la abertura de su trasero y
le introduzco el dedo ahí, en el ano, que se abre lenta-
mente. Muevo el dedo en círculos. Veo que su pene se
para hasta quedar completamente erecto, reluciente.
Mi padre está muy excitado, moviéndose adelante y
atrás para que mi dedo entre completo y vuelva a salir.
Entonces él busca la hendidura entre mis glúteos y me
hace lo mismo a mí. Me excita hasta el extremo de mis
sentidos. Estoy lista para recibirlo, a él y a los otros dos
hombres. Ellos están masturbándose mientras mi padre
me trabaja el ano con uno de sus dedos. Compartimos
el secreto, que me hace gozar al máximo.»

85
El cuñado

Julia vive en Maipú, tiene veintiocho años, es profesora


de música, casada y madre de tres hijos. Tiene fantasías
eróticas con el hermano de su marido, su cuñado. En la
vida real no lo considera especialmente atractivo. Dice
que no se plantea nada con él, que no le gusta. Pero
reconoce que le inquieta porque la mira con descaro,
comiéndosela con los ojos. Nunca ha pasado nada en-
tre ellos, en todo caso. De hecho, en sus seis años de
matrimonio se ha encontrado con su cuñado en muy
pocas ocasiones, siempre en fiestas familiares. Pero en
su mente lo evoca cada vez que puede. Julia tiene la
teoría de que da lo mismo quién sea su cuñado, si es o
no es buenmozo o atrayente en sí mismo. «Lo excitante
es que es mi cuñado, nada más.»

«Imagino que estoy en el baño, sentada en el excusa-


do. El entra y cierra la puerta. Se me acerca y me saca
los pechos de la blusa, pero con cuidado. Los deja allí
colgando y los mira largamente. Me contempla en esa
situación aparentemente ridicula pero muy excitante.
Yo me impaciento. Se me acerca lentamente, me ma-
nosea los pezones, con un dedo traza círculos alrededor
de mis aréolas, muy suave. Acerca la boca y nos fundi-
mos en un prolongado beso. Yo le palpo los botones de
la camisa, comienzo a desnudarlo frente al espejo, le
desabrocho sin apuro el pantalón, le desprendo la ropa
con soltura. Su cuerpo parece más joven y sólido que el
de cualquier hombre de la Tierra, moldeado por mi pro-
pia imaginación. Sus hombros son anchos y cuadrados
como las vigas de un templo. Parece una armadura de
piel. El pecho está cubierto por un vello espeso y riza-
do. Aparece su órgano, nudoso, tenso. Se lo veo en el
espejo y frente a mí. Esa visión doble del pene amplía
86
mi deseo. Tiene un aparato fascinante, que se levanta
desde una espesa mata de vello, triunfalmente erecto
como un estandarte.»

La fantasía de Julia culmina cuando el cuñado le pre-


gunta: «¿Te gusta mirarme el pico?». No hay respuesta,
y no es necesaria.

87
8. Hacerlo con un negro

Cinco esclavos negros

Para una persona friolenta no es ninguna gracia vivir


en una de las ciudades más australes del mundo, con
cuatro grados Celsius como promedio de temperatura
ambiental. Menos aún trabajar como bailarina en hote-
les y pubs, presentándose por la noche ligera de ropas.
Pero Catalina, casada, sin hijos, llegó a los veinte años a
Punta Arenas por una temporada para integrar un ba-
llet folclórico. Y se ha quedado allí por cuatro años ya.

Por su horario de trabajo, duerme hasta el mediodía.


Cuando despierta, está sola en casa. Suele quedarse
en la cama, remoloneando, mirando televisión, y sin
nada que hacer hasta el almuerzo. Le gusta sentir el
peso del plumón sobre el cuerpo, y la ligera lencería de
satén con la que duerme. Es el momento de entregarse
a sus fantasías.

Imagina que cinco esclavos negros le hacen delicio-


sos masajes en todo el cuerpo. Son hombres fuertes,
de cuerpos lustrosos y firmes, pero con actitud subordi-
nada, obediente. Parecen entender que sólo tienen la
función de prodigarle el mayor placer. Están semides-
nudos, solo ataviados con un taparrabos y un turban-
te, todos idénticos; tienen la piel y los ojos brillantes, los
músculos tensos, un bulto prometedor entre las piernas.
En actitud concentrada, extraen aceites de un hermo-
so recipiente de cerámica. «Extienden el líquido tibio so-
bre mi espalda y me masajean la columna, el cuello, el
trasero, las piernas, las pantorrillas, repartiéndose mi piel
entre los cinco. Van trabajando cada músculo, cada
88
centímetro, relajando todo lo que tocan¡ con sus ma-
nos expertas. Mis sentidos se invaden de un bienestar
embriagador. Me presionan el coxis con la yema de los’
dedos. Me dan placenteras palmaditas en las nalgas,
las que me aflojan el trasero haciéndome abrir las pier-
nas. Siento diez dedos recorriendo la hendidura entre
mis glúteos, resbalando suavemente por la sensible piel
de esa zona. La sangre se me acumula en los genitales,
el clítoris se me congestiona hasta dolerme justo cuan-
do imagino que los esclavos separan más mis piernas y
me presionan las ingles y la vulva con caricias sensuales.
»Todo mi cuerpo está preparado para el amor; los pe-
zones gordos y gruesos, las tetas hinchadas, temblores y
cosquilleos en el vientre, la vagina lubricada. Los escla-
vos se han sacado los taparrabos, tienen sus varas muy
tiesas y de un tamaño descomunal. Parecen penes de
acero con un champiñón enorme en la punta.»

Los cinco hombres se aplican ungüento tibio en los


miembros erectos, extendiendo hacia atrás el prepucio
y devolviéndolo a su posición. La imaginación de Cata-
lina se concentra en los glandes descubiertos que se le
ofrecen como sabrosas frutillas gigantescas. Ve cómo
se masturban rítmicamente, deslizando las manos por el
eje del pene.

«Aumentan sus movimientos, que son cada vez más fu-


riosos. Yo me siento en el límite de la calentura. Entonces
digo en voz alta: “¡Quiero semen, quiero esa rica leche
ahora!”. Y veo los espasmos que recorren los miembros
seguidos de abundantes emisiones que brotan de esos
champiñones. Los cinco negros eyaculan sin parar du-
rante varios minutos, los mismos que dura el orgasmo
que me provoca esta fantasía.»

89
¿Quién le teme al hombre negro?

Leonor tiene cincuenta y un años. Es nutricionista, solte-


ra, madre de un hijo, y vive en Valdivia.

Cuando niña, jugaba con sus tres hermanos y los ami-


gos de la cuadra en la festiva inocencia de las tardes
valdivianas. La brisa antartica del río aliviaba el asoro-
chamiento de los niños, casi todos descendientes de
alemanes. Era parte de la gracia quedar resollando,
con los cachetes colorados y el ánimo encendido des-
pués de correr y perseguirse durante horas.

Después venía el baño en una enorme tina de mármol,


uno tras otro los cuatro hermanos, y la instrucción de la
madre rubicunda: «A sacarse bien el piñén». Leonor iba
recobrando el aliento sumergida en el agua tibia y en
el eco de los cánticos del juego:

-Wer hatangst vor SchwartzermanrP. [¿Quién le teme al


hombre negro?] -preguntaba a gritos uno de los niños.
-Niemand! [¡Nadie!] -contestaba el coro de amiguitos,
preparándose sin embargo para arrancar y ser perse-
guidos.

Ella le temía al hombre negro. De hecho, pensaba en


él todas las noches, en la soledad de las sábanas. Se le
aparecía enorme, un gigante pétreo semidesnudo, o
tal vez completamente desnudo, con sus ojos endiabla-
dos y sus dientes blanquísimos. Podría triturarla con una
sola mano.

El hombre negro, por supuesto, sólo existía en su imagi-


nación. En la Valdivia de fines de los cincuenta no había
ni siquiera un turista de color. La gente a su alrededor
90
era rubia, de carnes rosadas, blandas y abundantes.
También poblaban su universo infantil los descendientes
de mapuches, picunches y huilliches, pero no se pare-
cían en nada al hombre negro.

Leonor había visto una ilustración, en la revista Billiken,


donde aparecían cinco nativos africanos rodeados
de monos, palmeras y plátanos, ataviados con huesos
y taparrabos. Pero el protagonista de sus fantasías no
tenía nada en común con esas figuras caricaturescas.
Su hombre negro tenía la piel lustrosa y proporciones
perfectas, como un dios griego lavado en azabache. Y,
sobre todo, tenía un pene descomunal.

Esa característica se hizo evidente en el fetiche imagi-


nario de Leonor una vez que leyó que en el ser humano
la longitud media del pene en estado de flacidez es de
9,2 centímetros y 3,1 centímetros de diámetro. También
que el largo promedio de un pene en erección es de
casi trece centímetros, con un diámetro no superior a
cuatro, pero que los hombres de raza negra suelen su-
perar estas medidas por uno o dos centímetros.

Su hombre negro imaginario la ha acompañado toda


la vida y se ha ido apoderando de sus deseos hasta
hoy. «Me visita seguido. Lo veo bailando alrededor de
una hoguera. Su desnudez impresiona ante la luz de las
llamas. Tiene unos hombros anchísimos, formas esculpi-
das y musculosas, labios carnosos como una fruta, la
piel brillante; sus muslos parecen troncos de árbol, y una
enorme vara se erige desde el pubis. Debajo, oscila un
par de testículos que parecen de un toro.

»El hombre baila una danza acompasada, se sienten


tambores en el aire, sube la tensión, aumenta el ritmo.
91
Se palpa los testículos, sopesándolos con satisfacción.
Están llenos, cargados de un líquido untuoso que quiere
salir. Frota su enorme pene, lo aprieta, lo estira, lo des-
capulla y vuelve a cubrir el glande rosado, una y otra
vez. Entonces el miedo se me transforma en placer, en
calor en toda la columna, me vienen contracciones en
las ingles y un golpe eléctrico en mis genitales me hace
gemir.»

92
9. El pene

Tener pene

La Choly es italiana de nacimiento y chilena por adop-


ción. Varones de diversas edades y actividades la con-
sideran una mujer interesante y vigente, aunque tiene
más de sesenta años. No dice cuántos más. Algo teatral
sugiere su acento extranjero, en circunstancias que sólo
vivió hasta los dos años en su Italia natal y no volvió a
visitarla salvo en calidad de turista, muchos años des-
pués.

Es sin duda una mujer atractiva. Su forma de caminar,


muy erguida y digna, la delicadeza de sus movimientos,
su lindo pelo completamente blanco, su piel sana, alba,
suave, sus modales cuidados, sus bellos ojos pardos. Sal-
vo una línea negra en el párpado superior, no usa ma-
quillaje, nada que atenúe las muchas arrugas que en
ella se ven bien. La ausencia de artificios aumenta su
sensualidad. Tiene un cuerpo armonioso que viste con
sobriedad. Es rellenita pero bien formada. Se enorgulle-
ce de que aún tiene cintura y las piernas firmes.

«A mí me gusta jugar, me encanta que mis feromonas y


mis endorfinas se pongan en actividad. Hace bien para
la piel, para el ánimo, para la creatividad y para la vida.
Esa es la síntesis», afirma.

Le pregunto con qué se le despierta el deseo. La Choly,


muy segura en su sillón, contesta sin dudar: «Con el roce
de un cuerpo que me gusta, con una mirada cómplice
que se cruza con la mía, con determinados escenarios,
luces tenues, música sinuosa, blues, saxofón, el calor de
93
una fogata. Yo creo que una persona sana, de cual-
quier edad, tiene su instinto sexual en alerta, la biología
humana es así», dice, haciendo gala de su condición
de médico, profesión que ha ejercido durante más de
cuarenta años.

La Choly hace una pausa, me mira hurgando en el fon-


do de mis ojos y da un giro a la conversación: «Bueno, tú
quieres saber cuáles son mis fantasías, partiendo de la
base de que soy alguien que llegó a acumular una cier-
ta experiencia en esta materia, generalmente misterio-
sa, que las más de las veces se hace y no se piensa...».

Y continúa: «De partida hay un error en tu forma de pre-


guntar, si me lo permites. Partes de la base, pareciera,
de que estoy en retiro. Quieres construir algo así como
las memorias de una cortesana. Quieres que haga re-
cuerdos. Pero ocurre que el último polvo de mi vida fue
hace unas cinco horas. Las ancianas también fornica-
mos.»

Su rostro se ilumina en una sonrisa total. Es divertida y


procaz, pero en ella todo suena adecuado. «Como tú
debes saber ya, el último polvo siempre marca, cubre
todos los demás, modifica sustancialmente el recuerdo
erótico. El último polvo suele convertirse en “el polvo”,
¿te das cuenta?»

Le pido que me guíe. Yo conozco fragmentos de la le-


yenda de la Choly, aquella en que sostiene que el sexo
sigue siendo para ella algo central, que lo fue siempre,
que no lo oculta y que lo practica con maestría. Ade-
más, me agrada mirarla y escucharla. Me entusiasma
lo que tiene que decir. Pero no sé exactamente qué
preguntar, cómo hacer para no quedarnos en la anéc-
94
dota y detectar puntos más esenciales de su testimonio.
Opto por callar, anotar y dejar que la Choly se desplie-
gue como prefiera.

«Tú quieres saber qué fantasías tiene una calentona,


qué estimula la imaginación erótica de una mujer con
estas, llamémoslas, habilidades, o con estas inclinacio-
nes, o con este culto por el deseo y el catre. Yo le he
dedicado tiempo y entusiasmo al sexo, porque desde
que lo hice por primera vez me gustó. Me gustó mucho.
Y descubrí que podía ser muy buena en eso. Si te pro-
digas, te aplicas y no te impones límites ni restricciones,
puedes llegar a ser realmente magnífica en la cama y
dar y recibir mucho placer.

»Si estás esperando la triste historia de una pobre niña


víctima, llevada involuntariamente por los caminos del
sexo, abusada por adultos, violada a corta edad, des-
carriada y todo eso, te vas a desilusionar... Yo fui edu-
cada en las monjas, nunca me faltó nada, fui la hija
normal de un matrimonio de clase acomodada. Lo mío
no fue por necesidad económica, no me vendí, fue por
otro tipo de necesidades mucho más complejas y her-
mosas. Me hice un psicoanálisis largo y caro en la dé-
cada de los setenta, cuando todos lo hacían, cuando
estaba de moda. Conclusión: nada hay en mi biografía
tan previsible ni tan aburrido ni tan obvio.»

Me cuenta que se ha permitido fantasear con todo,


con las más diversas situaciones, pero que su fantasía
más recurrente es que sus genitales son una verga y dos
testículos. No se trata del deseo de tenerlos, aquello
que Freud llama «la envidia del pene», sino de la certe-
za -vivida en la imaginación-de que los tiene y los usa
para provocarse placer.
95
Cuando niña se ponía calcetines entre las ingles para
sentir ese bulto de los hombres que tanta curiosidad le
causaba. Luego fue perfeccionando la idea, y llegó a
usar ceniceros o manzanas dentro de los pantalones
para dar más consistencia a su imitación de los genita-
les masculinos. Lo hacía casi siempre en privado, para
sí misma, pero también contagió a sus amiguitas con
este afán lúdico y llegaron a pasear todas juntas por la
playa portando sendas conchas de loco bajo el traje
de baño, a la altura del pubis.

Ya en la adolescencia, Choly descubrió que su clítoris


era un pequeño pero poderoso órgano eréctil, que res-
pondía al roce, a la fricción y a la manipulación igual
que un pene. Entonces ensayó toda suerte de formas
para estimularlo, tocándolo ella misma, contrayendo
las paredes de la vagina para que las ondas del movi-
miento llegaran hasta él, masajeando su vulva contra el
brazo de un sillón u otras salientes del mobiliario, en fin,
cualquier mecanismo para desarrollar la sensibilidad de
su capullo. Entonces ya fantaseaba con tener eyacula-
ciones. Durante el orgasmo, al sentir que la invadiría el
clímax del placer, la Choly visualizaba en su mente que
tenía un pene excitado, amoratado y duro, del que co-
menzaba a manar sustancia seminal en furiosos chorros.
Esta imagen le venía a la mente tanto si se estaba mas-
turbando como si mantenía relaciones con un hombre.

Desde esos tiempos comenzó una colección de arte-


factos fálicos que conserva y aumenta hasta hoy. Tiene
largos tubos de madera de distintas dimensiones que
los hombres de ciertas tribus se instalaban en el pene.
De este modo el órgano crecía mucho más largo y del-
gado que lo normal. Cuando el glande asomaba por el
extremo, el tubo era cambiado por otro más largo. Así,
96
estos aborígenes tenían penes de cuarenta centímetros
o más que les colgaban hasta las rodillas como verda-
deros pendones ornamentales. También coleccionó
todo tipo de adornos para la verga, con mostacillas,
con tallados en metal o en madera, con plumas mul-
ticolores, hasta con piedras preciosas, y algunos apa-
ratos médicos para medir el miembro masculino. Pero
sus favoritos son los consoladores, penes artificiales de
todas dimensiones y formas, y de los más variados ma-
teriales. Algunos de ellos tienen correas de cuero para
atárselos a la cintura.

«Hay amantes con los que he llegado a un grado de


entrega y confianza como para ponerme uno de estos
artefactos. Tienen que ser hombres con la mente bien
abierta y el amplio criterio que requiere un tipo bueno
en la cama. Yo no intento penetrarlos salvo que ellos lo
deseen. Pero me gusta sentir que tengo un órgano de
grandes proporciones entre las piernas cuando hago el
amor. Sentir que tengo uno dentro de mí, gozando en
mis entrañas, y que puedo mirar otro, el mío, al mismo
tiempo.

»Mi más secreta fantasía es que me crece un pene de


verdad, que amanezco un día con una tripa esponjosa
en el pubis, un cilindro de carne que se calienta con la
cercanía de un hombre atractivo, que se endurece y se
agranda fuera de control cuando me dan ganas de ser
poseída. Un delicioso aparato que me hace sentir com-
pleta... Estoy allí teniendo un coito con un hombre estu-
pendo, miro hacia abajo, entre nuestras piernas, donde
está moviéndose ese pene a punto de eyacular... Me
parece que es una extensión de mi propio cuerpo. El
pene es mío y yo se lo estoy metiendo a mi amante.»

97
Desde atrás

Ximena tiene diecisiete años. Es de Curicó pero hoy


vive en el barrio Bellavista de Santiago. Estudia en un
instituto particular y los fines de semana trabaja como
camarera en un restaurante de la capital. Se considera
desprejuiciada, amplia de criterio, y no tiene problemas
para comentar sus fantasías más íntimas. Ríe, gesticula y
conversa animadamente, con actitud de mujer adulta
y muy vivida a pesar de sus pocos años.

«El mejor orgasmo lo tuve cuando participé en un trío.


Fue una experiencia bien salvaje, pero dulce. Dos hom-
bres intentaban penetrarme al mismo tiempo, me esti-
mulaban de pies a cabeza y competían por entrar en
mí. Yo quería mantener la tensión sexual que se había
generado y aumentar al máximo el deseo de ambos.
Así perdí por completo el control, me olvidé hasta de mi
nombre y sentí la más deliciosa sensación posible, que
me recorría desde los genitales hasta la parte alta de la
columna, como si fuera a explotar de placer, como si
fuera a morirme.»

A Ximena le excita que le digan «perrita», y también le


gusta el coito en esa posición. Le parece que es la pos-
tura natural para tener relaciones sexuales, la primera
en la historia humana y la más animal. «Cuando estás
arrodillada, de espaldas a tu amante que te está pene-
trando desde atrás, pones en juego el instinto. Te sien-
tes realmente como una perra o una loba, como una
hembra primitiva, parte de una cadena de sabiduría
ancestral. Además, así el pene se siente más adentro y
más grande.»

La fantasía de Ximena consiste en que ella está dur-


98
miendo en una mullida cama redonda, con sábanas
rojas de satén, cuando de pronto es abordada por un
hombre, desde atrás. Está oscuro. No ve el rostro del
tipo ni quiere verlo, pero es evidente su deseo de copu-
lar, que se expresa en la firme tensión de su órgano se-
xual punceteándole las nalgas, y en la manera en que
la agarra con sus manos grandes y seguras.

La excitación de Ximena aumenta mientras invoca esta


imagen. El hombre va a tomarla como a una perra. La
sitúa en esa posición, en cuatro patas, y alarga los bra-
zos para acariciarle los pechos. Ella siente la acelera-
ción de su propio pulso, el ritmo respiratorio creciente,
la hinchazón de sus pechos, sus labios y sus genitales, y
el aumento de la lubricación vaginal. El amante jadea
a su espalda y le sigue asiendo los pechos y las caderas
con una brusquedad que sin embargo no le desagra-
da.

A Ximena le sobreviene la curiosidad, la tentación irresis-


tible de mirar la erección que se empina a sus espaldas.
Pero el hombre le sostiene la cabeza desde la nuca y le
impide mirar hacia atrás. Ella tiene los codos hundidos
en el rojo furioso de las sábanas, pero logra zafarse y asir
el pene del macho.

Lo palpa con glotonería. «Pienso que ese grueso palo,


nudoso como una cuerda de barco, va a ensartarme
hasta el estómago. No sé por dónde quiere entrar, pero
el sexo y el ano se me contraen y aflojan, como que-
riendo succionar el miembro que roza alternativamen-
te ambas aberturas. Me parece que la existencia de
los hombres, de cada hombre, cobra sentido solamen-
te por esa maravillosa varita mágica que tienen entre
las piernas. Me vuelvo una amante salvaje, una loba
99
en celo. Soy animal, pájaro, lagarto. Soy de maíz, él es
de mármol. Somos hermosos y repugnantes a la vez. Su
púa me duele y me alimenta. Necesito que me abra,
que me taladre, que me disfrute por dónde quiera.

»Sacudo rítmicamente su pene, que me palpita en la


mano. Mi excitación va en aumento hasta hacerse ur-
gente. El hombre me penetra primero por la vagina.
Como a una perra callejera. Imagino su órgano fundido
en el mío, una daga milagrosa hiriéndome por dentro.
Luego pienso que lo retira untuoso por mis jugos y lo si-
túa en la entrada del ano. Lo frota allí, y el anillo de esa
abertura lentamente comienza a ceder mientras él em-
puja. Ya lo tengo adentro; se abre camino. Es el delirio:
un dolor, un chasquido que viene y va, una picazón, un
escalofrío, una especie de estornudo en mis genitales,
mientras fantaseo que le exprimo el pene en mi interior
y me lanzo en éxtasis hacia la cima.»

100
10. Otras mujeres

Sexo futurista

Malena tiene veintisiete años, es soltera, poeta y estu-


diante de psiquiatría; vive en El Arrayán, Santiago. Esta
fantasía, como otras, me fue entregada por escrito y,
dada su particularidad, la reproduzco tal cual, en su
versión original.

“Todo comienza con la imagen de mí misma posando


la mano sobre una pantalla multicolor, apagando un
tablero de instrumentos y luego extendiendo una ha-
maca de vinilo. Me veo tendida masturbándome. Pien-
so en mí, en tercera persona, así: «A Malena le inquietó
una serie de señales persistentes en su placa de control.
Cada vez que obturaba su panel dental, en medio de
los reconocibles códigos de mamá -que no se resigna-
ba a dejar de hacerle recomendaciones por esa vía
todas las mañanas- y de algunas señales previsibles y
rutinarias, encontraba dos, tres o hasta seis códigos de
placer inesperados, con las consecuentes advertencias
de la Institución de hacer revisar su sistema límbico para
no reiterar esa conducta.

»Malena se abocó entonces a reconocer qué podía ha-


ber detonado tal descontrol. Tras una cuenta minucio-
sa de las situaciones en que aumentaba su salivación,
su sudoración o sus latidos, llegó a la conclusión de que,
aparte del leve desorden químico que le producían las
raciones de guayaba de los jueves, sólo quedaba el
pañuelo... El desperfecto debía estar en la banda aso-
ciada objeto-persona. Había un salto eléctrico en el
conducto correspondiente que se detonaba cada vez
101
que Malena miraba, tocaba, olía o incluso recordaba
el pañuelo, aun en medio de sus complejas tareas y,
evidentemente, sin compromiso de su voluntad.

»Las señales provenían del recuerdo de la propietaria del


pañuelo, una funcionaria del laboratorio criogénico. Se
llamaba Carla; era alta, robusta, de piel lechosa, mus-
los gruesos, pechos voluminosos, cabellos rubios, sonrisa
contagiosa, curvas y labios abundantes. Fue su asisten-
te durante el PAEJ (Programa de Almacenamiento de
Esperma Joven). Por mandato de la Institución, ambas
entrevistaron y seleccionaron a los participantes, juntas
los instruyeron hasta en los detalles más mínimos y luego
procedieron a estimularlos para obtener su semen. Les
mostraban revistas y videos, pero también les decían
palabras procaces y hasta maniobraban sus genitales
hasta obtener la mayor cantidad de líquido seminal de
los muchachos.

»Después de tres días en esas actividades científicas,


Malena y Carla estaban ardiendo. No habían podido
saciar sus deseos, puesto que estaba prohibido dejarse
penetrar para no correr el riesgo de perder algo de es-
perma, y las cámaras de vigilancia garantizaban que
las reglas fueran seguidas con rigurosidad.

»Malena sentía la mirada tibia de Carla sobre ella mien-


tras estaban en las labores de recolección. La perturba-
ba el descaro de sus gestos. Parecía estarla incitando
mientras agitaba los penes de los voluntarios y secaba
sus propios sudores con el mismo pañuelo blanco que
usaba para limpiar los rígidos miembros. La tensión se-
xual crecía entre ellas, y tarde o temprano iba a reven-
tar.

102
»Fue cuando terminaron los informes de investigación,
al concluir sus tareas en el laboratorio, que quedó vacío
a esa hora. Estaban refrigerando los últimos frascos mar-
cados. Malena no pudo más. Sintió la respiración de Car-
la en la nuca. Pudo oler su aroma vaginal de almizcle y
miel. Entonces se dio vuelta lentamente hasta quedar
a un milímetro de Carla, mirándola de frente. Prolongó
cada movimiento, que le producía suaves oleadas de
placer. Advirtió un temblor en todo el cuerpo de Car-
la, en cuyos ojos abiertos había consentimiento, deseo.
“Bésame, te voy a hacer gozar”, musitó Carla.

»Malena la rodeó con sus brazos. Saboreó los deliciosos


labios abiertos, suaves y receptivos. Chupó su lengua,
hurgó en su saliva, se pegó a las blandas carnes de la
mujer moviendo las caderas y haciéndolas girar sinuo-
samente. Carla respondió buscando sus pechos y suje-
tando los pezones hasta ponerlos muy duros. Con una
mano bajó hasta los genitales de Malena. A tientas lle-
gó hasta el hueco hinchado y pegajoso. Con dos hábi-
les dedos abrió los labios mayores y tomó su clítoris, que
estaba erguido, duro, sensible, y comenzó a masajear-
lo. No dejó de frotarlo y pellizcarlo hasta que Malena se
sintió al borde del desmayo. Sus piernas se mojaban de
placer, sus nalgas temblaban, su vientre se movía en
brusca rotación, hasta que estalló en éxtasis.

»Cuando recuperó el aliento, Malena vio que de su vul-


va goteaba un jugo cremoso. Carla la limpió delicada-
mente entre las piernas con el mismo pañuelo que ha-
bía usado con los chicos y el semen.

ȃse era el origen del desorden en su placa de control.


Una vez clarificado, Malena hizo el registro pertinente y
lo incluyó en los reportes a la Institución, conectó todos
103
los circuitos al casillero asignado y dejó fluir la informa-
ción orgánica por el canal interno de la nave a la base.
De ese modo quedaría eliminada la molesta señal en
sus circuitos. Por si las dudas, se saltó un punto del regla-
mento: no incineró el pañuelo».”

Sexo policial

María Eliana es funcionaria de la policía de Investiga-


ciones, tiene veinticinco años, una pareja estable, vive
en La Granja y no tiene hijos.

«Soy lesbiana, vivo con mi pareja y tenemos una vida


sexual muy activa y gratificante», me dice. «La fanta-
sía erótica que recuerdo mejor es una en que me veo
en una pieza forrada de terciopelo rojo, acompañada
de una señorita muy exuberante que es agente del FBI.
Es delgada, rubia, atlética. Me tiene atrapada y espo-
sada. Yo sé que está deseosa de tener sexo conmigo.
También a mí me despierta pasión el cuerpo estupendo
de esa mujer que me tiene prisionera.

»No hablamos. Ella me observa y está alerta. Yo me


muevo de una manera que encandila sus sentidos y no
le permite pensar bien. Hago funcionar su deseo, que
crece cada vez más. Ella tiene el poder, me puede usar
a su antojo y yo no me negaré. Me extiendo en la cama
con las manos amarradas y la invito con la mirada a
disfrutarme. Le estoy ofreciendo cada fibra, cada cen-
tímetro, cada rincón de mi cuerpo. Yo caí en su trampa,
pero ahora tiendo mis redes a su alrededor.

»La agente se sitúa de pie sobre mí. No lleva cuadros. Se


le ve una mata de pelo por la que le asoma un clítoris
104
rosado. Deja caer su ropa mostrando sus grandes senos,
que le cuelgan y se mueven. Se mete un dedo en la
boca como si fuera un caramelo que está chupando y
lamiendo.

»Se arrodilla sobre mi cara, acercándome su sexo. Alar-


go la lengua y alcanzo a tocarle el clítoris, que se estre-
mece con el contacto. Parece una fiera lujuriosa que
se aleja y se vuelve a posar sobre mí en un juego de
excitación. La paciencia se me acaba, quiero lamer
esa concha que me ofrece. Mi lengua no tarda en tra-
zar círculos alrededor de su botón rosado. Se ha puesto
grueso, hinchado. Lo chupo y lo mordisqueo. Ella me
rodea la cabeza con sus muslos y balancea el cuerpo.
Siento su vagina esponjosa entre mis labios. La penetro
con la lengua y succiono con los labios para estimularla.
Ella gime de placer mientras la sujeto con mis piernas.
Muevo su clítoris frenéticamente con la lengua. Siento
que ya viene, va a acabar, va a explotar, no puede
más. Me contorsiono, me enciendo en llamas, estoy ar-
diendo, doy un grito salvaje de animal en celo y suelto
un líquido tibio que me moja las piernas.»

105
11. Olores y objetos

El olor del semen

¿Sabe usted a qué huele el semen? Según Dominga, a


almendras verdes, amargas y lechosas.

Ella no termina de explicarse por qué razón en los mo-


teles eligen canciones que hacen rimar «dolor» con
«amor» pero no se atreven casi nunca con «olor». Lo
pensó dos tardes antes de nuestra entrevista, poniendo
atención a la música ambiental de uno de estos locales
de alquiler mientras su amante se duchaba.

«Es un contrasentido», me dice. Pues para Dominga el


olfato es el sentido de la sexualidad, «el sentido iniciáti-
co del deseo, el punto de partida de la selección eró-
tica».

Ella es ingeniera química y se dedica a producir vinos.


Su actividad, unida a la experiencia de sus treinta y
ocho años, le indican que el olfato es el comienzo de
casi todo. Especialmente de todo buen polvo.

Así, se ha pasado gran parte de la vida olfateando


hombres, desde los tiempos en que se escondía en el
baño de su enorme casa provinciana para recuperar
del canasto del lavado las camisas de su papá y aspi-
rarlas con el mayor de los deleites. «Con el olor a hom-
bre de su ropa me tiritaba mi Conchita lampiña. Se me
erizaba el pubis, tembloroso, y yo no sabía lo que era...»
Tenía seis años.

Después fueron apareciendo en su vida hombres con


106
olor a miedo, con olor a almizcle, que sudaban ganas
o misterio, y cientos con olor a nada, que dejó pasar de
largo.

La fantasía de Dominga es olfatear y ser olfateada.

«Lo que más me calienta en la vida es que un tipo me


huela con placer... y el olor a hombre. No a colonia;
todo lo contrario. El sudor axilar, incluso en la micro, me
despierta y desencadena los deseos más locos. De he-
cho hay hombres con los que me he encontrado que
no me llamaban en absoluto la atención, nada, nada,
hasta que sentí su aroma y me pareció sexual. Un olor
masculino, fuerte, de almizcle y tabaco, de traspiración,
es una potente señal genética, química, que entra en
el cerebro como un llamado de la selva, haciendo des-
aparecer todo del planeta, menos a él.»

Cuando un hombre tiene este olor sexual del que habla


Dominga, ella lo clasifica como «macho alfa» o «esper-
mio fuerte», en referencia a la capacidad que según
ella tiene el aroma corporal para dar cuenta del grado
de masculinidad y potencia de un hombre. «Los hom-
bres que huelen rico, en el sentido que te digo, suelen
ser estupendos amantes», comenta.

Pero sus fantasías tienen también otro aspecto, aún más


audaz. A Dominga le atrae especialmente el olor del
semen. Le parece excitante sentir la diferencia entre el
líquido seminal de uno y otro hombre, especialmente
cuando está fresco.

Alguna vez se permitió tener relaciones con dos hom-


bres distintos en menos de una hora para realizar su
deseo. Primero lo hizo con un inquilino del campo en
107
el que veraneaba, un recio y atractivo moreno que la
tomó en el establo, luego de varios días de mutua y so-
lapada seducción.

El la buscó en esa tarde de ardiente calor, la encontró


en una caballeriza, la arrinconó contra una puerta de
madera, le besó el cuello, los pechos, el estómago, el
pubis... Se inclinó, se puso de rodillas, levantó las pier-
nas de ella, las posó sobre sus hombros musculosos, des-
cubrió los genitales de Dominga y se quedó frente a
ellos mirándolos embobado. Ella vio que los olía, vio que
acercaba su nariz e inspiraba el aroma que despren-
día su vulva encendida. El hombre parecía embriaga-
do, fascinado. Eso la excitó hasta el límite de lo posible,
al punto de comenzar a moverse en el aire, hasta que
él paseó su lengua en el palpitante sexo de ella, que
no hacía más que contraerse, distenderse y secretar un
jugo almibarado.

El hombre acarició su intimidad con los labios y la len-


gua, le dio lentos lengüetazos en el clítoris que casi la
hicieron perder el conocimiento de placer. De pronto
se puso de pie, levantó las rodillas de ella y la fornicó
con desesperación, dando empujones contra ella con
su grueso miembro endurecido. Estuvo haciéndoselo
durante casi una hora, sin parar, penetrándola sin des-
canso, y cada cierto tiempo sacando el pene a punto
de estallar para retardar la eyaculación, los dos traspi-
rando, los dos gozando de una manera irrepetible, has-
ta que él se desbordó en espesos chorros de lefa en su
interior.

Una vez que el campesino se retiró de ella, agotado y


con la respiración desordenada, Dominga hurgó con
sus dedos en la propia vagina, los mojó con el fluido de
108
él y luego los gustó con deleite. «El semen del hombre
tenía un sabor picante, un poco amargo, y un olor fuer-
te, intenso y orgánico, como de almendras verdes.»
Media hora después, de regreso en la casa patronal,
sedujo a su primo. Quería sentir que el semen de dos
hombres se mezclaba en su interior... y lo logró.

El muchacho, dos años menor que ella, estaba en la


etapa de la vida en que sólo se piensa en tener relacio-
nes sexuales. Dominga sabía que su primo y la emplea-
da de la casa, una mujer bastante gruesa y desaseada,
se encontraban noche por medio en los dormitorios de
servicio.

Esa tarde fue ella la que, sin decir palabra, entró en el


dormitorio del primo y se le metió en la cama, donde el
muchacho leía unas revistas. No tardó ni un minuto en
ponerle el pene duro como un hierro, meneándoselo
con insistencia. Tuvo que contenerlo porque él quería
montársele encima de inmediato. Ella lo retuvo unos mi-
nutos pero su primo volvió a subirse sobre ella y buscar
la abertura entre sus piernas con el miembro enhiesto.

Dos o tres sacudones fueron suficientes para que el chi-


co bramara como un animal y derramara todo su se-
men en la mojada vagina de ella. Casi de inmediato
ella se fue del lugar sintiendo empapados los calzones.
Antes y después de esta experiencia, Dominga fanta-
sea con que muchos hombres, unos veinte por lo me-
nos, la poseen sucesivamente. Imagina que es deteni-
da por unos policías bastante atractivos que la llevan
hasta una comisaría. Allí la instalan con las manos ama-
rradas sobre una mesa en una habitación en penum-
bras. Le quitan bruscamente la ropa interior, la agarran
por las caderas, la penetran por primera vez... Luego
109
vendrán uno, otro, y otro más, hasta que Dominga pier-
de la cuenta.

En su fantasía ella no es violada, no es tomada por la


fuerza. Ella desea fervientemente que todos esos hom-
bres desconocidos la gocen, disfruten su vulva, la ino-
culen con su semen tibio.

Dominga imagina y hasta le parece sentir el olor de


cada uno de ellos, identifica el aroma personal de esos
hombres, la excitación que les brota por los poros a tra-
vés del sudor, mientras disfruta de sus miembros tiesos
penetrándola. Y sabe que después podrá sentir el olor
del semen, como una pasta caliente en su interior, que
exuda el perfume salvaje del deseo.

El carrusel

Cada vez que Sofía visita una ciudad por primera vez,
va a un concierto o una obra de teatro. Es una especie
de homenaje a la vida cultural que cree que debe ha-
cer toda mujer progresista de clase media. Sofía tiene
cincuenta y nueve años, es casada, madre de dos hi-
jos, abuela de un nieto. Es consultora internacional en
materias financieras, no tiene como podría suponerse
una situación económica muy boyante, pero sí se da
el gusto de viajar en primera clase y alojarse en hoteles
cinco estrellas, porque esos son gastos de representa-
ción.

Esta vez visita Luxemburgo. En la noche sale a caminar


por los alrededores del hotel y descubre un teatro abier-
to e iluminado. Se trata de una sala de pornografía en
vivo. El boletero le da a entender que la función está
110
por comenzar, así que se apresura a entrar y tomar ubi-
cación en la primera fila. Hay poco público, un grupo
de turistas orientales, otros señores muy rubios y roza-
gantes, ninguna otra mujer.

Tras la fanfarria inicial, una elefantiásica gorda de edad


indefinida y mucho colorete en las mejillas, vestida sólo
con un sostén de lentejuelas, se presenta acompañada
de un colorido caballo de carrusel. El animal de car-
tón piedra tiene la peculiaridad de asomar y esconder
rítmicamente dos vergas de madera desde la montu-
ra, al compás de la música de calesita. Con inusitada
gracia y agilidad felina la enorme mujer hace un sa-
ludo circense levantando los brazos, se encarama en
el caballo, se acomoda con evidente experiencia, de
modo tal que es penetrada por los dos orificios simultá-
neamente mientras sube y baja haciendo las delicias
del escaso público, que participa con palmas y alaridos
en cada movimiento de la gorda, la que parece disfru-
tar genuinamente tanto de los aplausos como de las
acompasadas y mecánicas penetraciones de los falos
de madera.

Sentada aún frente al espectáculo, atenta a cada de-


talle, Sofía se pregunta de pronto si lo que está viendo
es un número de porno en vivo en un teatro de Luxem-
burgo o una fantasía secreta que su propia mente ha
decidido escenificar ante sus ojos cuando ella menos lo
esperaba.

Dentadura postiza

«Sueño con amantes viejos, con hombres mayores que


se vuelven locos por mí, que no pueden creer que me
111
poseerán», dice Liliana, una mujer de clase trabajado-
ra que dice tener poco tiempo para fantasías entre los
ajetreos diarios, los deberes hogareños y las demandas
familiares. De treinta y cuatro años, está casada hace
nueve, es madre de dos hijos, dueña de casa y habitan-
te de La Florida en Santiago.

«Siempre me han gustado los hombres bien caballeros,


correctos, de maneras antiguas, como abrir la puerta
para que una pase o acomodar la silla para que una
se siente.»

Desde la adolescencia Liliana prefirió los pololos algo


mayores que ella, pero a la hora de casarse eligió a un
compañero de colegio que tiene su edad y con el que
se entiende bien en todos los planos. Sin embargo, en
sus fantasías más íntimas habita una presencia mascu-
lina sin identidad, que va cambiando arbitrariamente,
pero que conserva siempre la característica de ser un
hombre de mucha más edad, directamente un ancia-
no, en sus palabras. O varios ancianos, para ser precisos.
«Su cara va cambiando. Es distinta cada vez. A veces
un actor que vi en alguna película o un jubilado que
miré en la calle, o una cara que inventa mi mente. No
importa eso. Lo que se repite es que es un tipo de unos
setenta años con el que siempre imagino la misma es-
cena...»

Liliana prefiere fantasear cuando está completamente


sola, tendida en su cama, sin interrupciones. Entonces
enciende una vara de incienso, se concentra, cierra los
ojos y se entrega al espontáneo fluir de su mente.

Se ve a sí misma entrando en una oficina con unas car-


petas en la mano, en el papel de una vendedora o
112
promotora, vestida de manera formal pero seductora,
para abordar a los potenciales clientes.

«Estoy con una chaqueta ajustada, una falda que deja


parte de mis muslos a la vista, unas medias de seda, ligas
negras, las uñas pintadas de rojo italiano y una sonrisa
encantadora. Me acerco a un señor mayor que está
en su escritorio; no es buenmozo pero tiene unas ca-
nas interesantes -así como elegantitas-, un modo bien
educado, y me trata de “señorita”, medio cortado, un
poco nervioso.

»Igual el caballero me mira entera y se nota que le gus-


to... Será mayorcito pero es hombre, aunque es como
corto de genio. Pero eso es rico porque es como ca-
zar una presa. Como tentarlo hasta que no pueda más.
Así que yo lo provoco, le muestro un poco las piernas
mientras le hablo del producto que ando ofreciendo,
un seguro para automóviles. Se fija en mi escote y yo no
me tapo, al contrario, le dejo que mire y se caliente no
más.»

En su imaginación, Liliana observa al viejo mientras ha-


blan. Es un tipo fuerte, de esqueleto firme y buena con-
textura. Ella adivina que tiene dentadura postiza. Eso le
causa curiosidad, lo mismo que la forma en que lucirá su
cuerpo desnudo: le gustaría verlo, sentir la soltura de sus
carnes, la rigidez de sus músculos, cierta torpeza de sus
movimientos. Se le despierta cierto morbo al observar el
interés creciente que ella le produce, un dejo patético
que vence el primer ánimo circunspecto y contrariado
del caballero, dando paso al coqueteo errático del
septuagenario... Eso es lo que la excita.

Imagina que el hombre no puede contenerse. Ella lo ha


113
provocado hasta el límite. El viejo tiene una erección
que Liliana advierte al mirar de reojo su pantalón hin-
chado. Se da cuenta de que el miembro del anciano
es de proporciones considerables y que va a intentar un
acercamiento porque ya simplemente no puede más.
El viejo intenta abrazarla, se le echa encima, ella no se
resiste lo más mínimo, al contrario, adelanta las caderas
para sentir en el vientre el bulto del pene aprisionado
por la ropa. Está duro y caliente. El hombre le mete la
lengua en la boca con brusquedad. Ella se finge sor-
prendida y abrumada pero no rechaza el avance. El
hombre está sudando de excitación y la besa y la aprie-
ta con furores frenéticos.

Liliana saborea su saliva y se entretiene recorriendo


con la lengua el tacto plástico de su dentadura posti-
za. Siente la presión de sus muslos, sus brazos, las manos
agarrotadas en sus caderas, y el grueso aldabón de su
sexo que ya le asoma por el cierre entreabierto.

«El viejo me respira en el cuello, me lame y me muerde.


Siento su cuerpo desesperado sobre el mío. Me excita
sentir que el viejo no se la puede creer... Está tocando
entre mis piernas. Tengo mojados los calzones. Me toca
el clítoris con sus gruesos dedos, lo mueve muy rápido.
Su jadeo lo tiene al borde del infarto. El viejo está impre-
sionado de ir a poseer a una mujer mucho más joven,
cuando menos se lo esperaba. Pero va a aprovechar la
oportunidad.»

La fantasía de Liliana continúa con la imagen del ma-


duro amante sobre ella, con el sexo a la vista. Ese cuer-
po desconocido estremeciéndose de deseo, pidiendo
más, temblando de gusto en destellos que le suben por
la espalda. A ella se le ha esponjado toda la piel, sus
114
hendiduras y salientes, todos sus mares, sus secretos. La
humedad la ha vuelto resbalosa. Necesita ser penetra-
da.

El viejo toma su mástil y busca el canal de la vagina. A


tientas, ubica su verga en la entrada y se prepara para
empujar. Liliana se ayuda con algún objeto, una vela o
una zanahoria, para vivir esta parte de su fantasía de
manera más realista. Según explica, lo logra plenamen-
te. Al mismo tiempo que instala el objeto en sus genita-
les mientras imagina que el viejo va a penetrarla, expe-
rimenta un orgasmo largo, intenso y muy satisfactorio.
En su fantasía nunca es penetrada. Ella misma sonríe y
comenta: «Cuando yo acabo, se desvanecen todos es-
tos pensamientos...; así que el viejo se queda siempre
con las ganas».

115
12. Hacerlo con animales

El macho cabrío

Virginia dice que no quiere confundir su persona con


la totalidad de la población femenina, pero parte por
decirme que todas las mujeres poseemos una particula-
ridad que nos distingue del resto del reino animal: esta-
mos en celo permanente. «Las hembras Homo sapiens
estamos especialmente dotadas para el sexo y el pla-
cer. De hecho, nuestra práctica sexual es mucho más
intensa, continua, perfeccionada y grata que la de las
hembras de cualquier otra especie sobre la faz de la
Tierra», explica.

Ella estudia Leyes, tiene veinticuatro años y está de no-


via hace seis con el mismo hombre. «Al comienzo sólo
pensábamos en tirar, se nos hacía poco el tiempo para
eso, lo hacíamos cuatro o cinco veces seguidas en una
noche, creativamente, en distintas posiciones, por to-
dos los orificios del cuerpo, en el baño, en la cocina y
en el patio.»

Pero con el tiempo sus relaciones sexuales se volvieron


más espaciadas y rutinarias. «A veces es patético, Pa-
tricio comienza a masturbarse cuando estamos viendo
televisión, juega con su pene hasta que lo tiene tieso,
llega un momento en que me instala encima, sin exci-
tarme previamente, y termina dentro de mí a los pocos
minutos. Yo le digo que no me gusta así, que es fome y
que necesito que me estimule para disfrutar. Pero igual
le abro las piernas como para salir del trámite. Creo que
el desgaste en lo erótico es inevitable pasado un tiem-
po. Lo esencial para una buena sexualidad es lo nove-
116
doso, lo desconocido. Y eso se pierde.»

Virginia añade, menos grave: «Habría que importar me-


dio millón de hombres argentinos y mandar al otro lado
de la cordillera a igual número de chilenos». Con esta
teoría comienza el relato de su imaginario erótico.

El descubrimiento se le hizo evidente en un viaje recien-


te a Mendoza, para aprovechar el cambio y comer bife
chorizo, dice. La miro atenta y expectante esperando
el desarrollo de su tesis. Pero Virginia se hace esperar y
trabaja con cierto misterio su relato.

Es taxativa en afirmar que no se refiere a esos argentinos


a los que estamos acostumbrados, a los imberbes pla-
yeros, musculosos y tostados en Reñaca, niñitos de bue-
na familia en plan de vacaciones. «Te estoy hablando
del hombre de la calle, de todos, de ninguno en parti-
cular, tal vez sólo descartaría a Menem; pero cualquie-
ra, por ejemplo un caballero con cara de arrancado
de la Segunda Guerra al que le pregunté por una calle
en Mendoza y que me contestó mirándome a los ojos y
haciéndome sentir como a una reina, no sé por qué. O
los mozos, que son rápidos, seguros de sí mismos, peina-
dos a la gomina, cero servilismo. O unos tipos especta-
culares que recogen la basura al trote, con sudadera,
de buen humor, con regios cuerpos, listos para meterse
en la cama con una.»

Afirma que este sistema de traer argentinos y llevar chile-


nos produciría un mejoramiento de la raza, «porque son
objetivamente más bonitos en promedio: altos, buena
facha, producidos pero llanos, te miran a los ojos, to-
dos, como que una existe, frontalmente, no como los
de acá que siempre te hablan mirándote las pechugas,
117
las piernas o el poto».

Sin embargo, las fantasías de Virginia no son con varo-


nes sino con un macho cabrío, un chivo. No tiene ni la
menor idea de cómo se originó esta imagen. Cuenta
que cuando se masturba deja volar su mente sin dirigirla
y que esta escena apareció y se ha ido quedando en
su imaginación erótica.

Para ella las fantasías son cíclicas. Hubo un tiempo en


que soñaba con escenas grupales, en que participa-
ba en una orgía, con muchos hombres y mujeres que
hacían el amor a su alrededor y varios que la poseían
frenéticamente sin que ella les viera el rostro en medio
de la confusión de cuerpos, transpiraciones y placeres.
Después ingresaron algunos perros en esa fantasía. Una
fila de grandes mastines conducidos por hombres mus-
culosos, que la violaban por turno estando ella amarra-
da y prisionera. A veces era un caballo, con un miem-
bro enorme, el que se le montaba en el lomo. En otras
oportunidades era asaltada inesperadamente por su
vecino, que la penetraba por el ano mientras ella arre-
glaba el jardín. En esas ocasiones el perro del vecino le
lamía la vagina mientras el hombre la hacía gozar por
detrás.

Ahora, y desde hace unos meses, su fantasía es un chivo


con el cual tiene relaciones sexuales. Ella está pasean-
do por un campo, ve una cabaña, se acerca, siente
ruidos y ve detrás de una pared a una pareja de turistas
que está en un establo. El hombre, alto y fornido, está
penetrando al animal con cortas estocadas mientras la
mujer lo sujeta con una cuerda muy corta. El chivo está
visiblemente excitado puesto que se le ve un sexo rojo
y descapullado, bastante duro y largo. Virginia se hace
118
presente en la escena y los otros siguen en su actividad
sin inmutarse. Ella se siente bastante acalorada y de-
seosa de participar. La mujer le hace señales para que
se acerque y se saque la ropa. Una vez que lo hace, el
hombre retira su miembro del recto del animal y se le
acerca con el aparato en la mano, húmedo de la gru-
ta del chivo, la agarra y la pone en cuclillas. Ella piensa
-y desea- que ese desconocido la fornique delante de
su mujer, pero también está fijada por la inquietud del
animal y por el miembro brillante que parece querer en-
cajar en alguna parte. Los dos turistas le manosean los
genitales y los pechos. La mujer le besa los pezones; el
hombre le acaricia la vulva con movimientos bruscos.
De pronto siente algo así como una crema que le apli-
can dentro y alrededor de la vagina. Es una vaselina
con fuerte olor orgánico.

Virginia se aproxima al chivo, cuyo pene está franca-


mente congestionado. Se instala con las piernas abier-
tas y levantadas frente al animal, que se le abalanza
encima y comienza a moverse. La pareja de descono-
cidos ayuda a conducir el miembro del animal hacia la
vagina de ella.

«A cuatro manos me meten la cosa del chivo, que


empuja arriba y abajo con impresionante rapidez. Ese
masajeo me produce harto placer, porque además el
hombre y la mujer están mirando de cerca y manipu-
lando los órganos del animal y el mío, y ese verdade-
ro palo se desliza en mi vagina y entre sus manos deli-
ciosamente. Me hacen gozar moviéndome el clítoris y
acariciándome la punta de los pechos. Siento que el
animal va a eyacular. Entonces el hombre le sujeta la
verga palpitante y lo empuja hacia dentro a la vez que
la mujer me sigue tocando el clítoris, que está al borde
119
de una descarga. El chivo vierte un líquido muy caliente
en mi interior en el mismo momento en que yo tengo un
orgasmo muy agradable.»

Perros afganos

María Isabel tiene cuarenta y tres años, es meteoróloga,


tiene cinco hijos y vive en Valparaíso. Está casada por
segunda vez.

«Mi fantasía predilecta proviene de una escena que vi


en un libro de ilustraciones. Era una doncella rozagante,
carnosa, rolliza, con dos perros afganos a sus pies. Los
perros estaban con la lengua afuera, unas lenguas lar-
gas y rosadas que me parecieron sugerentes.

»Me imagino que esa joven del dibujo, vestida con tu-
les, muselinas y suaves sedas, es llevada a un salón muy
elegante donde todo el mundo va disfrazado y obede-
ce las instrucciones de un hombre alto, vestido de blan-
co, con bigotes de señor Corales. Atan a la joven a una
mesa, ante un gran espejo. Con redoble de tambores y
entre el rumor excitado de la multitud, traen a dos pe-
rros afganos rubios. Detrás viene otro hombre vestido de
blanco con otros dos afganos. Y así, una larga hilera de
hombres y perros, que se prolonga hasta donde ya no
puedo ver.

»En mi imaginación tomo el lugar de la mujer amarrada,


del hombre, de los perros, alternativamente. Soy cual-
quiera de ellos. Siento la mirada y el furor de las dece-
nas de personas que miran y rumorean alrededor.

»Todos los hombres de la fila comienzan a estimular-


120
se sexualmente ellos mismos y a los perros. Sacan sus
miembros, los mueven con energía, hasta los golpean
con palmaditas, o se masturban enérgicamente, como
preparando sus armas para un torneo. También untan
con aceite el órgano de los perros y se los menean...
Yo siento esas manipulaciones en mis propios genitales,
como si alguien me los calentara con eficientes mano-
seos.

»Por turno, y en fila, los hombres y los perros van copu-


lando con la joven. Todos los hombres se lo meten. To-
dos los perros la montan. Uno tras otro, hasta acabarle
adentro. Cada cierto rato la limpian con unas toallas,
porque de su vulva emana un espeso caldo lechoso.»

La domadora

Claudia no trabaja y vive en Las Condes. Tiene trein-


ta y siete años, es separada, sin hijos, y dice no tener
una fantasía recurrente. Crea diversas situaciones en su
mente, deja volar la fantasía hacia donde quiera llevar-
la, confiada en que buscará caminos que conducen
inexorablemente hacia el placer. Claudia tiene fanta-
sías con sus compañeras de gimnasio, con su actor fa-
vorito, con el vecino. Pero decide relatarme una que
tuvo hace tiempo y que le parece memorable.
«Imaginé que estaba en el centro de la pista de un circo,
vestida de domadora y rodeada de público masculino.
Hombres de distintos portes, colores, edades, clases so-
ciales. Todos estaban como locos, frenéticos, gritando
que me desnudara. De pronto, cuatro ayudantes hicie-
ron entrar a un potro, un semental negro muy hermoso.
Yo sabía que iba a aparearme con el animal y estaba
ya con muchas ganas de hacerlo.
121
»Los cuatro hombres que sostenían al animal lo enca-
denaron firmemente al suelo. Yo me acerqué al potro,
que bufaba y se impacientaba, y até varias cintas de
colores en su enorme órgano, que se iba agrandando
y tensando aún más en la medida en que yo hacía nu-
dos de colores en su gruesa vara... Me acerqué más
al animal y frente a sus narices me froté el cuerpo con
un líquido excitante, aunque por las proporciones de su
pene ese recurso estaba de más...

»Al masajearme los muslos y el vientre, el público gritó


enardecido. Luego, mientras todos esos hombres au-
llaban de excitación, me acomodé en una banca por
debajo del animal, en cuatro patas. Levanté las cade-
ras y las incliné hacia adelante. Los ayudantes guiaron
el órgano de la bestia y me lo introdujeron en la vagina
hasta donde pudieron. El público vitoreaba y aplaudía
rítmicamente mientras el animal me penetraba. A pesar
del tamaño monstruoso de su miembro, no sentía nin-
gún dolor; al contrario, a través de esa fantasía me di el
gusto del siglo.»

122
Pamela Giles, madre de Aranzazú y Gastón, es chilena,
periodista, documentalista, investigadora y conductora
de radio y televisión. Durante el régimen de Pinochet
fue redactora de las revistas Análisis y Solidaridad, y se
hizo conocida por su estilo frontal e irreverente. Trabajó
en Teleanálisis y en 1990 se integró a Televisión Nacional
de Chile, donde participó en los programas Siempre Lu-
nes e Informe Especial, y condujo Mujeres al Borde, Unas
y Otras y En Debate. Fantasías sexuales de mujeres chi-
lenas, el producto de una investigación de doce años,
es el primer libro de la autora.
Las fantasías eróticas de las mujeres
chilenas viven, rozagantes y alegres,
en el universo cotidiano de nuestras
confidencias. Pero solo allí. Para el
estudio científico, la estadística so-
ciológica, incluso para la literatura,
apenas existen. Viven y crecen en
el vínculo oral entre mujeres, como
herencia y tradición hablada, pero
algo –¿genético, tácito, inconscien-
te?–prohibe publicitar estas conver-
saciones.
De este modo, en la cultura chilena
existe un jardín secreto que se en-
cadena con el imaginario de todas
las mujeres, reales o míticas, que re-
conocieron como legítimas las fan-
tasías sexuales femeninas y nos las
legaron, fichas al oído.
¿Con qué fantasean las chilenas en
el plano sexual? ¿Qué situaciones y
personajes les resultan excitantes?
Este libro levanta el velo de ese se-
creto: he aquí las fantasías sexuales
de las chilenas contadas por ellas
mismas.

GRUPO ZETA

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