El idealismo
Dos son los filósofos que gozan de la especial predilección de Borges: Berkeley
y Schopenhauer. En ellos hallará algunas de sus más gratas experiencias estéticas,
pero también las concepciones filosóficas más cercanas a su propia visión del uni-
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Paul de Man, «Un maestro moderno: Jorge Luis Borges», incluido en Jorge Luis Borges, ed. Jaime
Alazraki, Madrid, Taurus, 1976.
verso. Sin oposición con su escepticismo radical -que le llevó en política a militar
en las filas conservadoras-, el idealismo es el prisma filosófico a partir del cual se
puede explicar con mayor claridad la obra de Borges y donde mejor se puede ins-
cribir la mayoría de sus más reiteradas constantes.
Desde esta perspectiva el mundo se aparece como un libro a descifrar, como
algo privado de realidad intrínseca y reducido a pura apariencia. Por ello, todos
los juegos con la realidad son posibles en la obra de Borges. El sueño y la vigilia se
confunden, sin saber cuál de los dos es más real. La vigilia, que a veces adquiere la
configuración de la pesadilla, puede ser el producto onírico de nuestros sueños, en
los que quizá se halla la verdadera realidad. Al igual que para el pensador barroco,
el mundo es concebido como el sueño de un dios, que mueve dentro de él a sus
personajes, como muñecos dominados por las cadenas del destino, que es espanto-
so, no por desconocido, sino por ser inalterable, incluso para la divinidad. Porque
el dios que sueña el mundo de Borges no es un Dios Creador, sino un dios especta-
dor. Al margen de la historia, la divinidad es la gran conciencia necesaria para la
existencia del universo. Pero, frente a la teología cristiana, no es la creación divina
la que da origen y garantiza esta existencia, sino que ésta se mantiene por la gran
mente que contempla todas las cosas y les da por ello entidad. Como afirmó Berke-
ley, esse est percipi, y, en este sentido, todos somos los personajes del sueño de un
dios.
La metafísica de la obra borgiana se dirige a despertar al lector de ese sueño. En
poemas corno «Ajedrez» o «El Golem», o en el cuento «Las ruinas circulares», por
citar sólo algunos de los textos más conocidos, el mundo se concibe como una infi-
nita cadena de jugadores que mueven eternamente las piezas de su tablero o crean
personajes para su sueño:
«Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una
apariencia, que otro estaba soñándolo», narra en «Las ruinas circulares»;
«Dios mueve al jugador y éste, la pieza
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?»,
se interroga en «Ajedrez», mientras el rabino de Praga llega a comprender que, al
igual que él creó el Golem, él es una creación de Dios. Y con la pregunta de Borges
sobre qué hay detrás de Dios queda abierta la puerta del escepticismo. Negada la
realidad del objeto y la de su creador, el ser se reduce a la nada. Pero esta negación se
convierte en Borges en una afirmación, pues la nada representa también una forma
de ser, la más perfecta. Borges evita así que su escepticismo conduzca a un nihilismo
sin salida, y lo hace desembocar en el panteísmo, en una suerte de «panteísmo nega-
tivo», en el que todos los miembros de la cadena de soñadores propuesta en su obra
se igualan en su nada esencial, sin distinguir al soñador del soñado.
El panteísmo borgiano se refleja tanto en la idea del microcosmos, tal como la
recoge en «El Aleph» o «El Zahir», por ejemplo, como en su concreción inevitable
en la escala humana, la afirmación de que un hombre es todos los hombres. Esta
idea se plasma en la esencial similitud en la historia de todos los hombres, conden-
sada en un único momento -aquél en que cada hombre encuentra su destino-, y
toma cuerpo en la obra borgiana en textos como la «Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz» o en «El Evangelio según San Mateo». Pero, al margen del nivel textual, la
idea queda también reflejada en la identificación del lector y el autor y de éste con
el Espíritu creador, en el que se anulan todas las individualidades, más allá del
tiempo y de la historia. Vinculada con estas ideas aparece, naturalmente, la con-
cepción cíclica del tiempo, uno de los rasgos más característicos del pensamiento y
la obra de este autor y también uno de sus pilares fundamentales.
Tras todas estas formulaciones podemos encontrar la definición de León Bloy:
«La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y la puntuación no va-
len menos que los capítulos o los versículos enteros, pero la importancia de unos y
de otros es indeterminada, y está profundamente escondida». Pero también, incar-
dinando la frase del pensador francés, subyace la propia visión borgiana del mun-
do, como un caos cuyo sentido se escapa a la razón del hombre, y que el autor trata
de superar en la ambivalencia. Este rasgo, de la misma raíz que el humorismo cer-
vantino, constituye, como señala Zunilda Gertel,2 la paradoja esencial de su arte.
Conectando con el pensamiento idealista, Borges siente el carácter contradic-
torio y caótico de la realidad, que le descubre su naturaleza aparencial. Trascen-
diendo ésta, su literatura intenta imponer un orden, pues el desorden pierde este
carácter a partir de la repetición. La reiteración de los elementos supone un prin-
cipio ordenador que permite superar el caos. De ahí la constante vuelta a los mis-
mos temas, la fijación en un delimitado número de ideas, que Borges fatiga vol-
viendo constantemente sobre ellas, hasta crear con esta repetición un ritmo cícli-
co, que constituye una representación del orden universal. Con ello la obra alcan-
za su plenitud, cumpliendo la afirmación de su autor sobre el agotamiento de la li-
teratura. Vuelta sobre sí misma, su obra se autoconsume hasta cumplir sus objeti-
vos, cerrando coherentemente su universo literario.
El concepto de literatura
Al analizar su faceta metafísica nos hemos referido a lo que Borges llama su
«escepticismo esencial», hemos contemplado sus afanes por encontrar una clave
que permita ordenar el caos que es el mundo, y hemos visto también cómo ningu-
na doctrina era capaz de satisfacer plenamente esta voluntad. Ante la imposibili-
dad de encontrar una verdad y un valor positivo entre las teorías filosóficas y teo-
lógicas que pretenden justificar el mundo, la actitud de Borges es la de sumirse en
una irrealidad que es, al mismo tiempo, la realidad de su arte.
La literatura, construcción especular, es primariamente un reflejo de la cultu-
ra. A esta actitud, especialmente acentuada en el autor de «La biblioteca de Ba-
bel», no es ajena su personal experiencia de lector. Borges ha declarado siempre,
en sus escritos e, incluso, en su labor docente, su carácter de lector hedonista, que
necesita del placer estético en cada página para continuar la lectura de una obra.
Desde esta vivencia, la literatura y su propio agotamiento se convierten en los ma-
teriales básicos con los que opera la creación borgiana, insistente en la reducción
de la historia de la literatura a la de las diversas entonaciones de unas pocas metá-
foras, siempre las mismas.
La universalidad de la obra de Borges y su trascendencia en las letras del siglo
XX tiene en este factor un pilar básico. Por encima de argumentos o modas litera-
rias la obra de Borges se sustenta en su esencial literariedad, si, al margen del senti-
do estricto que a este término le dieron los formalistas rusos, entendemos por este
concepto el de la capacidad de la literatura para tomarse a sí misma como tema,
para hacer literatura sobre la propia literatura. Siguiendo los pasos de Cervantes,
Borges descubre esta especificidad del arte literario y la pone de manifiesto explí-
citamente en uno de los ensayos de Discusión, titulado precisamente «La supersti-
ciosa ética del lector»:
«Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del
mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que
habrá enmudecido y enamorarse de su propia disolución y cortejar su fin».
En su realización, la obra borgiana representa precisamente ese autocortejo de
la literatura ante su fin, autocortejo que, paradójicamente, impide su fin.
Al lado de este plantemiento consciente e intelectual, en el prólogo a Elogio cíe
la sombra, Borges vuelve a afirmar el carácter misterioso de la poesía y su concepto
de la inspiración: «La poesía no es menos misteriosa que otros elementos del
orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es obra del Azar
o del Espíritu; sólo los errores son nuestros». La literatura equivale, así, a una acti-
vidad onírica, en la que la consciencia del autor únicamente es responsable de las
limitaciones de la obra, pues ésta es fruto de una fuerza superior que guía al poeta.
Para representar esta idea, Borges emplea la imagen elaborada por Platón. Entre
otras páginas, la afirmación aparece en «El escritor argentino y la tradición», reco-
gido en el volumen Discusión: «Platón dijo que los poetas son amanuenses de un
dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima
a una serie de anillos de hierro». La imagen clásica de la musa es sustituida por la
más primitiva del furor divino que posee el poeta, pero elevándola por medio de
las doctrinas del idealismo. Dios (o el Espíritu) es quien dirige la creación poética.
El mundo es un libro en el que Dios escribe y el poeta sólo es su instrumento. De
ahí que para Borges toda la literatura sea la creación de un sólo libro, y todos los
autores sean el mismo autor. La historia de la literatura, a través de la escritura y
reescritura de ese libro, es la historia del Espíritu, como afirmaba Valery, en tanto
que fuente de la que procede esta obra infinita. He aquí la base de la concepción
borgiana de la obra literaria como un palimpsesto, como un texto sobre un texto
anterior, del que continuamente aparecen las huellas en la superficie del segundo
texto.
Paralelamente a su propia consideración de mero instrumento, e instrumento
falible, en las manos de Dios, como redactor del libro del universo, se muestra su
conciencia de la necesidad del lector para la realización completa del poema, del
hecho literario. Si en la moderna teoría de la literatura es general esta considera-
ción de la obra como hecho estético que necesita para su total cumplimiento la
participación de, al menos, dos elementos, el escritor y el lector, en Borges esta
idea está plenamente arraigada y llevada hasta su último extremo. Para nuestro
autor, el poema es sólo un objeto; el hecho estético comienza cuando el lector se
reconoce en él o cuando se le opone, transformándolo. El escritor y el lector son
igualmente esenciales, ya que ambos cierran el círculo en la participación del fe-
nómeno poético y constituyen la unidad. El lector, al recrear en la lectura el hecho
poético, es tan creador como el poeta que produjo el texto.
Concebido el hecho estético como una revelación que no se produce, Borges
rechaza el concepto del arte como expresión. Lejos queda la teoría de la obra de
arte como hecho mental y como intuición-expresión única, de la culminación de
la poética borgiana. Para su autor la creación es un acto de inteligencia y voluntad,
y el valor de la poesía está, como afirma en el prólogo a la edición de su Obra poé-
tica de 1964, en «el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos
que registran las páginas de un libro». Si bien es cierto que la obra literaria procede
de intuiciones, la expresión que fluye de ésta nunca puede ser un acto completa-
mente intuitivo e indivisible. En esa revelación inminente que es el hecho estético,
la participación de los dos elementos de la comunicación es tan esencialmente la
misma, que escritor y lector se identifican. En el momento en que el receptor se
enfrenta al poema y lo recrea a partir de sí mismo, éste se convierte en uno sólo
con el escritor. Así queda de manifiesto en el citado ensayo «Nueva refutación del
tiempo»:
«¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son lite-
ralmente Shakespeare?»
El panteísmo borgiano cobra así una nueva formulación. En ella la antigua
doctrina filosófica y su vinculación con los componentes idealistas de la disolu-
ción del concepto de autor en el del Espíritu creador se expresan, a través de la au-
tonomía de la obra y el valor del acto de la lectura, en términos situados en línea
con algunas de las más innovadoras teorías y métodos de análisis literario y de es-
tética de la recepción, más allá de la estricta concepción del texto como discurso
expresivo o como estructura inmanente:
«La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambi-
güedad, es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los ras-
gos del lector y es también un mapa del mundo. Ello debe ocurrir, además,
de un modo evanescente y modesto, casi a despecho del autor; éste debe apa-
recer ignorante de todo simbolismo».
P. R. P.*
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Baste citar «Fierre Menard, autor del Quijote», recogido en Ficciones.