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SANTA ROSA DE LIMA

La faz de Santa Rosa se extiende como un cielo de reproches, ardiente, sobre el frívolo
catolicismo de los americanos.

Con esa varonil niña de Santa María, la Divina Providencia reprodujo —por supuesto, en
pequeño— la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, con el fin de que este continente pudiera
resucitar y entrar en el Reino. Es la Proposición de Dios ante la libertad de los pueblos que pronto
iban a declarar su mayoría de edad.

Por otra parte, una Europa, más aún, una Francia, traidora de sí mismas, los solicitarían con
burdas mistificaciones del verdadero camino de la libertad.

La vida espontánea, nos pone a merced de una porción de cotidianas y pequeñas infamias que
nos van devorando. La libertad no se encuentra más que en el colmo de la paradoja: la Cruz. Es
expansión infinita esa vertical que todo lo ve; esos brazos abiertos que todo lo comprenden en la
Vida y en el Bien.

No se ha extendido hasta ahora la palabra delicada y magnífica. No se ve el rostro de la niña


iluminada que nos mira y sufre. Las almas están muy aletargadas por el exceso de vacas, trigo,
caña de azúcar y vino. Un predominio del vientre y un clima afrodisíaco, letal, no permiten al
americano entender que tiene que crecer mucho si quiere coincidir con la verdad del hombre y
llegar a una verdadera civilización. Sólo en caminos heroicos, el hombre se alcanza a sí mismo.
Las verdaderas dimensiones humanas son montañas aún vírgenes, por encima de nosotros.

Rosa de Santa María, tórtola y Varona, puerta, para nosotros, del Reino de los Cielos, se destaca
fulgurante, sola, en medio de un tendal de seres humanos prematuramente agotados por la lujuria,
la bebida y la indolencia. ¿Cómo nosotros, ahogados por un mar de comodidades y comidas,
pretendemos sonreír a la heroica? ¿Cómo nos atrevemos a llamarnos hermanos de la casta?

Ella no sonríe, pensando que ya hemos dilapidado, casi, los bienes que nos obtuvo, y pronto, si no
reaccionamos, seremos visitados, en las tinieblas, por baño de sangre y de fuego. Pueblo mío, el
que te dice bienaventurado, ése es el que te engaña (Isaías). Síntoma de debilidad y cobardía es
que un pueblo se tilde de grande, antes de serlo. Es de temer que esa conformidad con su estado
actual lo lleve a no serlo nunca. Nos envuelve una apariencia de civilización, sensible, y dormimos
tranquilos.

La agitación de Buenos Aires monstruosa y vacía, nos encandila. Se admira la mucha actividad,
sin notar que toda ella está ordenada a fines insignificantes. Es estúpido pensar que se es culto
porque se dispone de ciento cincuenta diversidades de jabones de afeitar y rouges, de otras tantas
marcas de autos y de zapatos. Las vidas tremendas de los hombres se consumen en perseguir
dos o tres bagatelas; sobre todo en la fermentación del aplastado sensualismo. Y se colocan
penachos de triunfadores cuando han logrado disgregarse y disgregar su reino y sus mujeres, en
esas zonas de la estupidez y el saqueo.

Rosa, canto de Dios, rutila altísima; sus ráfagas nos rozan, cargadas de penetrantes perfumes:
mas no encuentran inteligencia y respuesta. Nuestro Cielo pesa sobre nosotros opaco y muerto,
despoblado de estrellas. Solamente la Cruz del Sur, intensa e inmaculada de Rosa; otro lucero,
San Martín de Porres; y —quizás— Fray Mamerto y María Antonia, nada más, brillan en él, con un
contraste verdaderamente dramático. Las construcciones humanas memorables brotan de las
almas y los cuerpos tallados por la mortificación; enriquecidos por las disciplinas arduas del
espíritu. Europa edificó la más alta civilización gracias a que durante mil años fue un continente de
ascetas.

No sólo el cielo nos acusa; también lo hace la tierra que nos ha sido confiada. No hemos
interpretado frases grandiosas, las cuales permanecen estériles a nuestro lado, porque aún no se
ha desposado con ellas un verbo humano proporcional. La Historia muestra que la íntima
compenetración del espíritu del hombre con la tierra que habita, constituye la raíz de las grandes
culturas. Cuanto más profunda sea aquélla tanto más verdadera, es decir, arraigada a lo eterno,
será la civilización resultante.

El carácter español, la Iglesia de una aldea de Castilla, se levantan en medio del paisaje, como una
versión humana y divina del mismo; son la corona final que hace vibrar todo el conjunto en un
ciclo perfecto de ser y de vida. La Argentina será grande el día que la austera Rioja sea convertida
en una Tebaida.
Cuando surja una continuidad de la Filosofía, una música, una arquitectura, en semejanza con la
grandiosa contraposición de masas de la Pampa y de los Andes. Un monasterio de auténticos
trapenses o cartujos sería lo único que podría explicar cabalmente a esa cadena de montañas.

La floreada del Aconquija, donde cada árbol es un cuadro, claman por una inteligencia y un pincel
equivalente a los de Van Gogh. Tafí del Valle, delicada Virgen, languidece en su abandono,
desesperando no se traduzca nunca en música o colores la extraordinaria inmaterialidad de sus
paisajes. Si no se resuelve el americano a una más grave y profunda posesión de la tierra y el
Cielo, muy poco pesará su existir en la cultura y en la gloria del Reino.

Fray Mario J. Petit de Murat, O.P.


CARTA ABIERTA A UN ADULTERO (*)

P. Fr. Mario J. Petit de Murat O.P.

Mi querido Luis:

Te agradezco que hayas sido una vez más fiel a la sinceridad que es esencial a
los lazos que nos une.

Permíteme que mientras muchedumbres te halagan velando tu inteligencia con


mentiras, vuele hacia ti el único amigo que tienes en la tierra, que con
lágrimas de fuego te ruegue una vez más por tu pobre alma.

Pues, ¿qué te ha hecho ella para que te inclines a precipitarla en una última
miseria?

Puedes tener la seguridad de que la bofetada que crees dar a la sociedad en


que vives al quejarte "del presente orden de cosas", lo das en realidad a la
Sabiduría eterna, al Señor Jesús, pues es Éste y no aquélla, quien viniendo
para volver al hombre a su perfección primera, condenó tanto el divorcio
como la poligamia y restableció la indisolubilidad del matrimonio.

Esto que hizo no fue una imposición arbitraria sino una exigencia de nuestra
naturaleza normal. ¿Es que Aquél que la hizo no sabrá mejor que nosotros lo
que a ella le conviene?

Recordemos la verdadera causa de lo que tú defiendes con argumentos sólo en


apariencia seductores. El mismo Señor la señaló cuando instituyó dicha
indisolubilidad, como había sido en un principio, esto es, cuando aún nuestra
naturaleza no había caído. Los fariseos defendieron lo que tú defiendes.
Entonces -preguntaron- ¿por qué Moisés permitió que diéramos libelo de
repudio? Su respuesta fue: Por la dureza de vuestros corazones.

Medita sin pasión, mi buen amigo, y aprendamos a conocernos.

Fue la Sabiduría, no la sociedad actual, la que dijo: No adulterarás, y más


aún: El que mirare a una mujer codiciándola, de cierto os digo que ya ha
fornicado con ella en su corazón. Los que frente a esta liberación se aferraron
a sus vicios terminaron crucificando al verdadero hombre y al verdadero Dios.
Cuando dispusieron del hombre y de Dios no lo amaron sino que lo
destruyeron. Porque sus obras eran malas, huyeron de la Luz. Quien no ama a
Dios mata al hombre.

De esta manera, sin quererlo, abofeteas al Señor, cumpliéndose las palabras de


San Pablo, que dicen: El que peca, crucifica al Señor en su corazón.

En este preámbulo debo hacerte notar otro sentido implícito en tu frase que
lamenta el estado de la sociedad actual: ¿cuál es tu estado, querido, tú que
abominas en ella del resto venerable, hecho jirones, de una Doctrina que nos
regenera, y en cambio la abrazas en lo que se disgrega y envilece?

Por otra parte, debo advertirte que lo que estás soñando (la poligamia) no es
un progreso sino una retrogradación. La tienen los mahometanos y puedes
estar seguro que el harén no les ha dado sombra de la felicidad que
proporciona la altísima nobleza del matrimonio cristiano, al que sabe vivirlo.

Pasemos a considerar los frutos que recogerían en ese orden de cosas las
criaturas, comenzando por ti.

En esos caminos hallarías lo opuesto a lo que la ilusión te ofrece y lo que tú


recogerías al final de cuentas sería tu propio encanallecimiento. Me explico: lo
primero que debes saber es que no somos inmutables, ni mucho menos, por el
contrario, nuestro estado es el de una continua formación.

¿Quién podrá decir la tremenda, la terrible trascendencia de los actos


humanos? ¿Quién expresará los abismos y las cimas que se pueden suceder en
nosotros en un instante de segundo?

Cada una de nuestras acciones, según sea conforme a la razón o no, agrega a
nuestra naturaleza una perfección real y una no menos real miseria,
deformidad. De esta manera nos estamos plasmando a nosotros mismos hasta
con la menor de nuestras acciones, completando la dignísima configuración
que nos compete como hombres o destruyéndola para convertirnos en cosa
abominable a Dios, a los Ángeles, a los hombres y a nosotros mismos.

Aquí no para la responsabilidad de nuestros actos, pues sus consecuencias


repercuten en la materia que nos rodea hasta donde no podamos imaginarlo.
Bajo este aspecto, nuestras acciones, aún las más pequeñas, son comparables a
una piedra arrojada a un estanque. Toca el agua en un punto, pero las ondas
circulares y concéntricas se producen, llegan hasta las más distantes orillas.
No podemos prever adónde irá a madurar, ya en el espacio, ya en el tiempo, la
palabra buena o mala que hayamos echado al azar. ¿Cuánto más todo lo
demás?
Ahora bien, después de esta verdad pasemos a otra para luego aplicar ambas a
tu caso particular. Todo amor está especificado por el bien que lo determina,
de tal manera que si este bien excluye de su concepto la multitud, el amor será
también esencialmente unitivo. Y el amor sexual es de este carácter, de tal
manera que el amar sexualmente a una mujer implica exclusión sexual de otra
mujer.

Miremos tu caso a la luz de los dos principios aducidos. En el momento en


que estés enamorado de la que parece que realiza tu ideal, no podrás soportar
a la tuya propia, ni a tus hijos, a los cuales verías como una extensión de
aquélla y como un testimonio viviente de tu equivocación; sus menores
defectos te exasperarán, tu hogar te resultará una carga inaguantable que te
impide dedicar tus bienes al nuevo objeto de tu pasión.

Mas no pararía en esto. Como la mujer que deseas no existe, porque si tuviera
el grado de cultura que le exiges no consentiría ser tu concubina -aquella
incluye necesaria y fundamentalmente una moral elevada- y si consiente en
serlo, señal que no tiene ninguna de las dotes que le pides, tenemos que una
vez probada tu falsa diosa y saciado el apetito, comenzaría de parte de uno u
otro la repugnancia de la desilusión y todo el humor que ésta engendraría se
volcaría en tu hogar.

A tu nuevo fracaso seguiría una nueva intentona, con lo cual te irías


progresivamente brutalizando. Santo Tomás de Aquino dice que si bien el
pecado espiritual -la herejía, la blasfemia- es más grave, el carnal es más
infame. Así terminarías tu vida, que no hubiera resultado más que un
prolongado crimen, con el alma emparedada con pellejos de mujeres, cargadas
de ojos, que te penetrarían en todo sentido con el criterio imposible de sus
reproches y de sus encantos profanados.

Lo más probable es que, además, tus sucios años fueran carbonizados en tu


vejez por la noticia de que algún amigo habría llevado a una casa de cita a una
de tus hijas, en nombre de la cultura y el arte.

Y por último, tu ataúd, aunque estuviera rodeado de buenos amigos que


tomarían café y hablarían de política, estaría envuelto por el terrible silencio
que acompaña a la muerte de un traidor.

¡Qué tristes y merecidas son las postrimerías del sensual! Termina solo, como
centro de hedor que repugna a todos, aún a los mismos pecadores. Muchos
casos he visto y conviene que te cuente uno. Conocí bastante a un hombre
notablemente parecido a ti, tu misma mentalidad y hasta en el físico y
maneras, no sé qué fuertes semejanzas. Ha dejado el tendal tras sí, en nombre
de sus aspiraciones. Hoy, sus ojos opacos parecen mirar hacia adentro una
estela de cadáveres que no terminan de morir, que viven en sus entrañas.
Actualmente, ya se ha arrumbado, solo en una pensión, aborrecido de sus
hijos y de su mujer, acosado por las concubinas, las cuales vuelven de tanto en
tanto a cobrarle las "abnegaciones" que con él tuvieron; entre los medios
amorosos que usan con este fin, no excluyen los escándalos públicos. Su
espíritu ha derivado a un olímpico pesimismo de Dios. Fracasado, "todo el
mundo es malo, mas él, inalterable, incontaminado, permanece bueno".

Los años de verdadera amistad que nos unen me autorizan a darte un


diagnóstico, el cual si no lo desprecias, te moverá fuertemente a buscar la
salud. Tu alma padece una grave enfermedad, algo así como una tuberculosis
difusa que tuviera la propiedad de disgregar con lentitud los tejidos, incluso
los huesos: es la lujuria-sentimentalismo. Comprendo que hasta el momento
no la hayas tenido por tal, porque en el norte y centro de la República es
endémica; mas pon de pie a tu razón y juzga el ambiente que te rodea, verás
un pueblo joven envejecido prematuramente, postrado con sus energías
resueltas en babas, ninguna capacidad para aplicarse a las prácticas férreas de
las tres disciplinas altas del espíritu: la Religión, la Filosofía y el Arte. Es
desolador, cuando se viaja, no encontrar en los ranchos el menor conato de
arte; ni un monigote, ni el más pequeño garabato que fuera el primer embrión
de una escultura o una pintura genuinas. Mira que cuando las energías se
derraman por el bajo vientre, la estulticia es corona de histrión en nuestra
cabeza.

Volviendo a la enfermedad, debo decirte que el sentimentalismo es la forma


más perniciosa de la lujuria, porque trae los males que son propios de este
vicio: egoísmo y mente embotada por las pasiones, disfrazadas con ropaje que
pertenecen al espíritu. El prototipo de los sentimentales fue J.J. Rousseau: casi
el mismo día que la contemplación de su propia bondad lo hacía caer en
éxtasis, abandonó a su mujer y a sus siete hijos. Reflexiona sobre ti, amigo
mío y no te costará ver que desde muy antiguo llevas tu alma hundida en la
carne. No te cansas de robarle sus aspiraciones y energías para malverterlas en
la parte inferior de tu naturaleza. La obligas a buscar el cielo en el lodo; vistes
al cerdo con ropas de ángel y, al final de cuentas, carne y humores de carne.
Has puesto a la libre y señora al servicio de la esclava. Todo lo cual es estar en
la segunda etapa del pecado, o sea la de la confusión, llamada de otra manera:
idolatría.

Te explicaré brevemente en qué consiste. Toda alma humana, por tendencia


que brota de su esencia, aspira oscuramente a un bien infinito y de mil
maneras lo pide: éste, en realidad, no puede ser otro que Dios.

Ahora bien, el sensual, como no cree que pueda existir otro bien que la carne,
piensa que lo que está pidiendo su alma es una mujer inconcebiblemente bella
y buena. En cualquier adarme de belleza y bondad reales o falsas que esta
pobrecita criatura muestre, no ve que eso sea todo lo que ella tiene, sino un
signo exterior de algún tesoro interior e infinito. Este es el primer momento, el
de la ilusión. Momento de confusión en el cual el entendimiento, presionado
por la pasión, atribuye a tal mujer, haciendo pie en las exiguas perfecciones
que de ellas aparecen, el grado en que estas perfecciones se realizan
únicamente en Dios. Es idolatría, porque entonces la voluntad pone todas sus
esperanzas de felicidad en esa criatura y la ama con amor de subordinación,
debido sólo a Dios, porque sólo Dios puede saciarlo.

Si la mujer es sensata y no hace caso a tales majaderías, este adorador de


ficciones reaccionará de varias maneras, según los diversos temperamentos.

Si accede, se lanzará a devorar con manos, bocas y sexos lo que de ella ha


imaginado. Retorciendo el fin y las prácticas naturales, cae en odiosos
desórdenes. Hurgará y hará lo imposible por prolongar lo breve y extender lo
efímero. Mas los límites de la carne se levantan inflexibles, quedando él
llagado y la amada destruida.

Este corrosivo adorador, con su propio pecado será ministro del castigo. Al
final de su experiencia se encontrará defraudado, con un despojo entre las
manos, vacío, más hambriento que nunca; su alma oscurecida al comprobar
que sólo gustó exiguo mendrugo de lo que buscaba.

Lo peor -aunque tiene remedio, aún en esta vida, el cual es el arrepentimiento


y el ejercicio intenso de la virtud contraria- es que habrá desarrollado un
hábito extraviado que hará su alma monstruosa a los ojos de Dios, de los
hombres, y de los suyos propios.

Dicho hábito estriba en que la determinación que el pecador da libremente al


apetito contraría a la tendencia que la voluntad tiene por naturaleza, de tal
manera que establece en él una contradicción y una deformidad trágicas. El
apetito espiritual, la voluntad, que en su esencia pide a Dios, en lo que de él
dependió, alvolcarla en las criaturas, la convirtió en aversión a Dios. No puede
cambiar su esencia, mas en la última determinación que de él depende la
extravió. Si no cura dicho hábito en esta vida, el infierno no será otra cosa que
la actualización plena de esta contradicción.

¿Y la mujer?

Destruida por las manos y las bocas que creyeron amarla, yacerá desnuda de
ficción: pobrecito despojo de piel, fibras y glándulas saqueadas, con sus
pechos convertidos en vejigas fláccidas y marchitas; y su rostro gris, sin luz,
manifestará la desgracia de su matriz ultrajada, rebajada de su noble
condición de crisol inicial de nuevos hombres, a la de calcinado albañal de
una fiebre infame.
En fin, amigo mío, terminando este punto te diré que mucho más que esos
pretendidos renacimientos, te valiera la elegía que en hora buena cantó tu
amigo sobre la bestia cuando se resolvió matarla en sí misma.

Aunque creo que tienes bastante con lo dicho para aborrecer lo que
premeditas, pasemos, sin embargo, a considerar otras consecuencias con el fin
que veas un poco la terrible trascendencia y extensión de nuestros actos.

Antes de continuar es necesario que te haga conocer la verdad que el talento


de Oscar Wilde, quizás sin saberlo, descubrió en el abismo de su pecado -
parece que de allí extrajera la esencia misma de la tragedia humana, de toda
tragedia humana- cuando dice, en una balada magnífica: "El hombre mata lo
que ama".

¿Cuál será nuestra reacción ante esta verdad intolerable? ¿Cómo podemos
soportar semejante contradicción? ¿Es que acaso el amor no quiere el bien de
lo amado?

Sí, mas también es verdad que el hombre mata diariamente, minuciosamente,


lo que ama. Yo diría, para dar precisión a la sentencia, el hombre en pecado
mata todo lo que ama.

Ya traté de demostrarte cómo te destruirías a ti mismo y a las mujeres que


hicieras objeto de esa pasión desordenada, tan sin razón llamada amor. Ahora
debo demostrarte que no corre otra suerte tu esposa, con tu pecado de
infidelidad. Trataré de explicarlo: si Dios ha dado a Noemí la alta dignidad -
tan ignorada en nuestros tiempos animales- de una alma racional para que
llene un caso de perfección dentro de la armonía del Universo, ella como
criatura libre puede cumplirlo o sustraerse a la ordenación divina. Ese fin, es
el que le da razón de ser. Ella tiene que colmar su modo de verdad, de bondad
y belleza (por el momento moral; después de la Resurrección de los cuerpos,
también física), y es tan privativo de ella que no debe llenar el de Pedro, Juan
o Isabel sino el suyo y no otro. Ser Noemí en la plenitud de las notas
esenciales e individuales que a ella le pertenecen.

La racionalidad femenina es receptiva de la masculina: Ella bebe en


profundidad la expresión de éste cuando está animada de grandes verdades.

Claro está que para poder cumplir tan feliz influencia tendrías que estar en tu
lugar. Es decir, haber alcanzado la augusta estatura reservada al varón. Que en
ti se desborde la sabiduría, la prudencia, el amor; que seas justo, benigno,
abnegado, manso, fuerte y casto; y todo florecerá a tu alrededor y las criaturas
correrán veloces y estremecidas hacia el lugar de tu alma: porque las criaturas
todas, encabezadas por tu mujer, ansían el hombre que debías ser, mediante el
cual debe llegar la verdadera vida hasta ellas.
Esto mismo dice San Pablo en la Epístola de este Domingo: Porque el gran
deseo de la criatura espera la manifestación de los hijos de Dios. Pues está
sujeta a la vanidad, no de su agrado, sino por aquél que la sometió con la
falsa esperanza de la ilusión, de la cual será librada cuando de la
servidumbre de la corrupción pase a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Es falso, querido, que esa tutela convertiría a Noemí en una triste sombra de
ti, en un muñeco.

Muchas veces he visto una hermosa lechuga o tomate en la mano de un buen


hortelano, que al mostrármelo me daba a comer, con satisfacción, el fruto de
sus trabajos. No eran un pobre reflejo de él; todo lo contrario: su habilidad
había consistido en saber estimular el máximo desarrollo de las notas
distintivas de la lechuga o tomate, en hacerle alcanzar la perfección propia de
la lechuga o del tomate y no otra.

Ahora veamos la porción que recibirían tus hijos.

Al llegar aquí rememoro tragedias lentas, escondidas, de hijos, sobre todo de


hijas, criadas en el mortífero regazo de la división de sus padres y no puedo
menos de rogarte con el alma cargada de angustias que huyas de la infidelidad
como del más execrable de los crímenes.

¿Así enceguecen las pasiones desbordadas, Señor, que no ven estos grandes
hombres, estos pobres hermanos míos en el pecado, lo que los pequeños
compañeros de los niños ven y lloran?

¡Ah, desdichados edificadores de inmundos paraísos que a la postre os


resultan nada más que inmundos infiernos; desdichados visionarios de
horizontes insólitos que sólo existen en vuestras imaginaciones! ¿No veis lo
que ve y llora la infantil luz de la mañana, la tierna hierba compañera del niño,
el diminuto, bruñido y vehemente insecto que discurre veloz por la hierba y
sonríe a su pequeño amigo cuando lo visita?

¡Ah, los ojos muertos, los rostros espectrales, muertes de los niños de padres
adúlteros, de los niños minuciosamente despedazados por las infidelidades, las
disputas y las enemistades de sus padres!

Sus vidas se deslizan silenciosas, vecinas del sepulcro. Buscan el consuelo de


su terrible abandono en los vicios solitarios.

Los progenitores, viendo al hijo y más aún a la hija triste, gris, anémica, se
preguntan con zozobra: "¿Qué tendrá? Le damos comida en abundancia, no le
falta nada. Vengan médicos, tónicos, inyecciones que remedien a mi querido
niño".

Y a pesar de todas sus solicitudes carnales, aquél empeora y más de una vez
termina extinguido por la tisis.

Otro remedio necesitan. Es una sonrisa y un alba que bese la intimidad más
profunda de sus almas. Es el que estéis unidos por amor como en ellos lo
estáis físicamente.

Esto tiene que ser consecuencia de aquello. Las faltas contra ese amor debido
no recaen sobre el niño como una simple privación, sino como una
destrucción activa. No será un huérfano, será una víctima. Así como dicha
unión lo formó, las desavenencias lo destrozan; éstas, hasta las más
insignificantes y disimuladas repercuten en el vástago con una intensidad
trágica que los padres de este siglo carnal, inhumano, no sospechan.

Sé de una muchacha que, muriendo tuberculosa, próxima a la agonía reveló a


la madre la causa secreta de su muerte: "Mamá, tengo que pedirte un favor
muy grande -le dijo sonriéndole-: que no peleen más tú y papá".

Y el padre era un lujurioso.

Otro hijo, más duro, en un poema que recordaba su infancia escribió esta
línea: "Mis mayores eran manchas oscuras que estorbaban la luz".

¿Es que acaso no es evidente que el hijo es la consumación del hombre y su


mujer en la unidad y que no puede desarrollarse, continuar formándose -
formación que dura veinte años- más que por el ejercicio constante de la unión
conyugal?

De otra manera se comete una terrible contradicción.

Uniéndose lo comienzan a formar y cuando está a medio hacer, separándose


rompen la corriente vital que le dio origen y caen, de hecho, en deshacer de
manera trágica y criminal lo comenzado.

El hijo necesita no del amor del padre por un lado y del de la madre por el otro
sino -atiéndelo bien- del amor mutuo del padre y de la madre proyectándose
sobre él como único amor. Que sean una sola cosa por el amor, porque en él
son una sola cosa. Tiene que ser -y serlo totalmente- el fruto de un amor
conyugal, uno solo y único, del padre y de la madre.

Que el marido y la mujer sean anteriormente y en cierta manera una sola


naturaleza por amor para que, con toda verdad, generen una sola cosa. El hijo
es el verbo, la palabra viviente que nombra esa unión de amor.
Porque el hijo del hombre tiene cuerpo y alma, para darle origen no se deben
unir tan sólo los cuerpos sino también y principalmente, las almas. Así como
los cuerpos, las almas del hombre y su mujer están hechas para
complementarse mutuamente en la generación y formar una sola naturaleza en
ese sentido. La unión debe estar en el agente antes de estar en el efecto, que en
este caso, es el hijo.

El hijo del hombre tiene alma y cuerpo. Este se forma en la matriz de la


madre; mas, aquélla, por ser racional, no puede formarse, en lo que depende
de los padres -que es mucho hasta los veinte años- más que en esa otra matriz
racional y espiritual: la del amor conyugal.

Aquí debo recordarte otro principio: la causa debe ser proporcionada al efecto.
Por tanto, a un efecto indudablemente grande, como lo es un hijo con alma
racional, debe corresponderle una causa no menos grande: el matrimonio
verdadero.

Por todas estas profundísimas razones, la unión del hombre con su mujer es
indisoluble y el amor sexual debe estar determinado por la vocación del hijo y
no por el sólo deleite carnal: No separe el hombre lo que Dios ha unido.

En otras palabras: la dignidad de la unión sexual humana, que no puede ser


otra que la matrimonial, tiene su causa y medida en la dignidad del hijo que
engendra.

Sobre los padres que de alguna manera quisieran separarse, no se tendría que
formular otra que la siguiente sentencia:

-Traed vuestros hijos.

-Ahora bien, deshacedlos: tomad de ellos, de sus almas y de sus cuerpos, cada
uno de vosotros lo que a cada uno pertenece; vuélvanlo a meter en sus
entrañas y luego podéis hacer lo que queráis.

No terminaré aquí. A modo de suplemento te haré una aclaración detallada de


los párrafos principales de tu carta.

Mi mayor placer en esta vida consiste en no dejarle costilla sana al enemigo


del hombre, el cual con tantos encandilamientos y enredos está cavando un
foso debajo de tus pies.

1- "...todas las cosas que considero malas son bajo el punto de vista de la
moral corriente".
Estas palabras suenan lo mismo que si dijeras: "He resuelto morar en una casa
llena de osamentas e inmundicias".

Acerca de esta moral dijo Isaías profeta: Tienen el mal por bien y el bien por
mal (otra manera de definir la confusión).

Y el Señor: ¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos, hipócritas, que sois


semejantes a sepulcros blanqueados, que parecen por de fuera hermosos a los
hombres. Y dentro están llenos de huesos de muertos y de toda carroña!

2- Refiriéndote a tu casamiento, terminas: "Y achaco parte de esa culpa, a tus


teorías cristianas que en parte me contagiaste".

No flageles al inocente. Si hubieras sido verdadero cristiano no hubieras


procedido con la precipitación que lo hiciste. Aquél fue uno de tantos lazos
que te tendió el sensualismo que padeces. Viste en Maruja una diosa que
eclipsó la que hasta ese momento habías tenido -me consta por tus cartas de
ese tiempo-; más luego que la usaste, viste que no era más que una mujer.

Lo único bueno que hiciste en esa ocasión fue el haberle hecho a tu vez, a
dicha lujuria, la zancadilla: casarte. Lo cual, siendo ordenación del sexo a su
fin, hubiera bastado para elevarte a amores más nobles y sanos que los de la
carne.

Ahora, vencido por tus humores antiguos, lo lamentas. Mas, te ruego, no te


entregues tan incondicionalmente al enemigo que apremia a la fiebre de tus
entrañas, para que cercando a la razón, como los judíos asediaron a Pilatos,
termine por decretar la muerte definitiva de tu condición de hombre, para
convertirte en bestia moradora de babas oscuras.

Cuando te conocí, me apenó mucho el verte tan hundido en la mujer, todo


volcado en ella. Tu conversión me hizo concebir la esperanza de tu salud.
¿Mas cuál no sería mi retorno cuando me comunicaste que apenas dejada una
mujer ya habías volcado tu alma en otra?

El peor síntoma de tu enfermedad se mostró aquella vez que dejaste de


comulgar porque no "sentías nada".

¿Por ventura, querido, hasta ese punto estás metido en la carne, que lo que no
desciende hasta la sensibilidad -contacto animal- no existe para ti?

¡Ah, da duros mandobles a esa psicología blanduzca de tango, levanta tu vista


por encima de ese mar de humores y de glándulas, y descubre las dilatadas y
felices regiones del alma y del espíritu!
3- "No había que evitar el hijo, pues eso era el poético florecimiento de la
carne".

Me quedo bobo ante estas palabras. ¿Qué es esto que a vosotros, los hijos del
siglo de las luces, se os tenga que estar recordando a cada paso la existencia
de la razón?

¿No es, acaso, la razón la que, a las claras, dice que la unión sexual no tiene
otro fin que el hijo? Y si no queréis el hijo, ¿qué deseáis al juntaros a vuestras
mujeres? ¿Tal vez el deleite?

¡Ah, cómo pudiendo ser hombres, os convertís en monstruos de insensatez


que no podéis encontrar vuestro lugar más que debajo de las bestias; porque
éstas, si es verdad que no buscan otra cosa que el deleite, sin embargo no
contrarían el fin!

No, hermano, termina con tanta confusión: el deleite es ingrediente de la


unión sexual, mas su fin no puede ser otro que el hijo. Todo en aquella está
esencialmente determinado por ese fin.

No creas que puedes violentar la naturaleza impunemente. Onán, el primer


hombre que no quiso fecundizar a la mujer, murió y no sucede otra cosa a los
onanistas. ¡Muerte lenta, de nervios resquebrajados! ¿No comprendes que
todos los preliminares de la cópula y la fricción de ésta, no tienen otra
finalidad que la de excitar los nervios todos, tanto en el hombre como en la
mujer, para que el organismo entero concurra, de alguna manera, a la
formación del nuevo organismo? Así se enciende en el uno una intensísima
sed de dar el semen fecundizador y en el otro de recibirlo. ¿Y qué trastorno
espantoso no sufrirá uno y otro, sobre todo la mujer, cuando quiebran este
proceso y queda frustrado?

El esfuerzo tremendo del espasmo del hombre, que así no alcanza su único
término proporcionado: el incendio del útero de la mujer; ¿cómo se calmarán
y saciarán mutuamente? Ambos términos han sido medidos, compensados y
equilibrados entre sí con admirable sabiduría, y sucederá aquí lo que pasa a
algunas máquinas de invención humana, las cuales hechas para trabajar en
determinada materia, cuando no encuentran la resistencia de ella, se destrozan;
por ejemplo, la de los grandes transatlánticos: si todas sus hélices, en un
momento dado, giraran en el aire y no en el agua, se romperían.

No se cura la fiebre de la lujuria alimentándola, que si te ahoga cuando aprieta


con el deseo, más te estrangulará desarrollándola con esos coitos, que en
realidad no son más que masturbaciones.
¡Oh, esa procesión de matrices agrietadas y estériles, de rostros secados por la
esterilidad, que no miran más que la inutilidad de vidas estancadas en el
estúpido sumidero de un placer sin gozo!; ¡oh, sucesión de destinos varados,
que pudiendo ser una apasionada ruta trazada en un mar de ondas vivientes, se
lo convierte en una fermentación mínima y corrosiva, en un poco de resaca en
la playa!

El onanismo se resuelve en ambos cónyuges, sobre todo en la mujer, en


multitud de graves enfermedades, en neurastenias y tristezas mortales.
Siempre he visto un vacío interpuesto entre los rostros de los esposos que lo
practican; sus ojos contemplan regiones de vida, otros ojos, otras almas
amigas culpablemente evitadas.

4- "Sueño con esa compañera que algunas veces estuvo cerca de mi vida".

¿Qué, más de una vez te has encontrado con una mujer "bella, culta, amante
del arte y con tal capacidad y serenidad en el discernimiento, que te hace
enmudecer al vislumbrar los maravillosos encantos" que en su compañía le
extraerías a la vida?

¿Hablas en serio mi querido amigo? ¿Tan desarmado te encuentras ante la


pasión que crees verdaderamente todas las boberías que te pinta? No dudes,
mi pequeño hijo, que todo eso no es más que imaginerías brotadas de tu
sensualismo. Una vez más te digo: porque ahora eres carnal, crees que son
atributos que existen en la mujer y que en ella puedes gustar.

Demás está decirte que la mujer que imaginas no existe. ¿Cómo se van a dar
juntas dotes tan raras? Antes de entrar en Religión he estado, casi
habitualmente, en ambientes intelectuales y, con toda seguridad, te puedo dar
testimonio de que nunca he encontrado una mujer como la que pintas. Mas,
suponiendo que existiera, tu actitud desembocaría en absurdo. ¿Es bella? ¿Es
culta? Pues bien, ¿por qué tendrías que reducirla a ser tu concubina? ¿Qué
tiene que ver la belleza y la cultura con el sexo? ¿Es que acaso ésta y aquélla
se encuentran en las glándulas?

Toda la actividad carnal-sexual pertenece al sentido del tacto, el cual, entre las
potencias de que dispone el hombre, es el más bajo, por cuanto que se
encuentra hasta en ostras y los protozoarios. La cultura y la percepción de la
belleza son propias de la más alta: la inteligencia.

Das un salto mortal en este razonamiento: es bella, culta y buena; por tanto
tiene que ser mi concubina. No sólo no hay conexión entre el antecedente y el
consecuente, sino contrariedad; es decir, éste destruye a aquél. Ciertamente,
no habría medio más eficaz para reducir a ruinas su belleza, su cultura y su
bondad, que convertirla en concubina.

Pero te repito: no existe.

La mentalidad sentimental te prepara en realidad para ser víctima. Te


encontrarás en el camino con mujeres, las cuales, ardiendo también ellas en
bajas exigencias, sabrán hacerte caras, entornar los ojos húmedos y brillantes,
cargados de insinuaciones, decir palabras desvaídas, reir con carcajadas que
harán trepidar sus pechos, muy bien modelados, no por la naturaleza, sino por
moldes comprados; con todo lo cual te moverán -porque estás dispuesto a
interpretarlo así- a suponer en ellas tantos tesoros que no advertirás las
miserias y enredos que te harán padecer. Y no faltarán las peores: aquéllas que
con un poco de inteligencia sabrán cubrir su fiebre con una capa de dignidad,
de nobleza; que se mostrarán inaccesibles hasta conseguir con ésas y otras
artes felinas tenerte incondicionalmente rendido; luego te usarán, dejarán y
jugarán contigo, como quieran.

Un último examen de tus palabras arroja, como resultado, dos cosas: una idea
falsa de la cultura y un deseo real, malvertido, de tu alma.

Primero. Parecería que aquélla no pasara de ser para ti más que uno de tantos
artificios, ingredientes y adornos con los cuales se condimenta para presentar
apariencia y nada más que apariencia, variada, múltiple, infinita, a los
sensuales.

Llamamos cultura a aquel conjunto de cualidades que perfeccionan


interiormente a nuestras propias facultades colmándolas del bien que por
naturaleza les conviene. Para alcanzar ésto, lo que menos hace falta es robar
una mujer al orden del Universo y adulterar con ella.

¿Qué parodia de cultura tan odiosa sería esa, mezclada con lo que la
contradice: con el calor y las blanduras que la falsifican, empozoñan y matan?

No, amigo mío. Para alcanzar esa cima, lo que se necesita es una cabeza bien
regada por la humildad y la sed de perfección, una voluntad dispuesta a los
mayores esfuerzos y una actitud en la vida, la diametralmente opuesta a la que
te propones, pues está dicho: La sabiduría no morará en cuerpo sometido al
pecado (Sab. 1-4).

Finalmente, así templado, correr a las verdaderas fuentes de la cultura: la


cátedra del sacerdote docto, la del verdadero filósofo y la del artista sin dolo.
Estas son graduales e iluminantes; descienden de arriba hacia abajo hasta
llegar a nuestros ojos oscuros, hasta nuestros oídos cargados de fragores de
muerte, hasta nuestra inteligencia humillada por los errores que la han
transitado como a prostíbulo en encrucijada de muchos caminos. Llega hasta
nosotros y nos besa, nos roza y nos sonríe y si tenemos sed, bebemos: es la
Buena Nueva, es la Vida. Reflorece el gozo en nuestros huesos deshauciados
hasta desbordarse en nuestros ojos y nuestra boca ¡Aleluya!

La segunda conclusión que se extrae de tus palabras es que hay en tu alma un


real deseo de cultura malvertido por el desorden sensual.

Es tu alma la que está sedienta de que le des la perfección total que significa la
cultura: quiere anegarse en las portentosas luces y virtudes que el hombre
puede recibir de Dios, en el noble orden de la filosofía y en las altas delicias
que proporcionan las Bellas Artes.

5- Al describirme tu mujer ideal, además de lo que ya queda tratado, dices:


"Ella satisface físicamente mis sentimientos estéticos".

No dudes que son otros los sentimientos que quieres satisfacer con ella.
Brevemente: la diferencia radical que hay entre el gozo de lo bello y el deleite
del apetito es que aquél es desinteresado.

Admiro a la Venus de Milo; sin embargo nunca he lamentado el hecho que su


materia no sea más que piedra. Más aún, mi gozo procede de verla así,
realizada en las ondas del mármol, en esa posición, en aquella majestuosa
quietud, en esos pliegues de sus ropas y no otros; con ese feliz accidente de
sus brazos, el cual liberta a sus manos de una ocupación posiblemente en
contradicción con la prestancia del todo. Si cambiara su color por el de la
carne, si se moviera a impulsos de un alma como tantas, si trocara su
expresión de algo eterno que anida en el alma de toda mujer (como de todo
hombre: dignidad de ser racionales) y es plenitud en ella, por otras, quizá de
alarde de su hermosura, ya no sería esa belleza, la cual se debe a la venturosa
conjunción de estos elementos y no otros.

He contemplado paisajes exquisitos, formas que se levantaban como ágiles


llamaradas, danzantes y finas; mas nunca deploré el que no tuvieran pechos
que manosear o sexo que hurgar.

En cambio, el deseo de apetito carnal es esencialmente egoísta. Este es el


síntoma infalible para saber de dónde procede.

- "Y por sobre todas las cosas, el envión, el estímulo, el encauzamiento que
ella traería a mi existencia". Observa aquí la miseria a que te reduce el
sensualismo: a pedir a la mujer lo que ella, la tuya, tendría que recibir de ti.
¿Qué extraña especie de indigencia es ésta que te hace mendigo de
menesterosos y débiles?

La verdad es que envión y estímulo deben dar a nuestra existencia los


principios que están por encima de nuestra cabeza, no los que se hallan al
costado y un poco debajo. Porque la mujer es para con la actividad del hombre
causa en oblicuo, hacia la tierra, es decir, esas relaciones no tienen otro fin que
el de plasmar, en su compañía, en la carne y en la sangre, formando nuevos
hombres, lo que ya posee el espíritu del hombre.

Y encauzamiento: únicamente el hombre a sí mismo se lo puede dar. Que


encauzándose, encauza a muchas cosas que de él dependen, entre éstas a su
mujer.

Sé hombre, al fin, querido. En vez de estarte derramando sobre la tierra, ciñe


virilmente tus lomos, ponte de pie, sé constructor de ti mismo en Dios.

6- "Además esa compañera ideal tendría que estar templada en un espíritu de


sacrificios y renunciamientos que significan a veces, lo más caro que hay en
una existencia: la familia, las relaciones, los hijos, el hogar, etc."

¡Oh, me parece que basta revelarte el corazón de estas palabras para que veas
todo el engaño en que estás! ¿No repugnan, acaso, a ti mismo? ¿No ves cómo
el sensualismo, si le das cauce, te convertiría en un Moloch insaciable que no
pararía de exigir víctimas?: tu mujer, tus hijos y aún aquella y aquellas
mismas que dirías amar.

Aquí tú te encargas de ratificar lo que quedó dicho en la primera parte de esta


carta, acerca de la lujuria sentimental, que ella entraña un abominable
egoísmo.

Noto que felizmente tú mismo te retraes al ver el crimen que él exige, lo


expresas con la última frase de este párrafo: "Mi verdadero amor a la mujer no
le consentiría tanto renunciamiento".

7- "Quiero a mis hijos como bien animal que soy".

Busca tu cabeza, querido, sálvala, pues noto una vez más que no juzgas
rectamente. A un amor que es propiamente humano, el amor a los hijos, lo
llamas amor animal, a lo que es exacerbación de lo animal lo tienes por
espiritual. (La inclinación que el instinto pone en éstos hacia sus crías, no se
puede llamar amor, más que en un sentido muy imperfecto, rudimentario).
8- "Por otro lado mi mujer es una santa y hacendosa ama de casa".

Por tanto: ámala mucho, te ruego; respétala, no ofendas ni desprecies su alma


y sus entrañas.

Una mujer de las condiciones que reconoces en tu esposa, es en estos días de


valor incalculable. A la mayoría, la mentalidad actual las ha convertido en
gatas exigentes, absurdas, que, mostrándose para los ojos empañados por la
pasión encantadoras durante el noviazgo, luego resultan un saco de miserias
sedientas de diversiones, ineptas como esposas, madres y dueñas de casa,
convierten el hogar en infierno inhabitable.

No sigas la obsecación de la mayoría, que no aprecian un bien cuando lo


poseen, cometiendo torpezas continuas hasta el punto de perderlo, y, cuando
no lo tienen, lo valoran y lo lloran.

9- "Este rincón de mi existencia será intocable como lo será ese otro rincón
que sueño".

No dudes que perderás todo. Ambas cosas, como ya te lo he explicado


anteriormente, son contrarias, incompatibles y se destruyen mutuamente.

Buscando la felicidad de manera tan arbitraria y odiosa, lo único que


conseguirías es quedarte con las manos vacías, en medio del aborrecimiento
de unas y burlas de otras.

10- He guardado para el final, dos de tus frases que muestran cómo tu alma, lo
que busca verdaderamente es a Aquél a quien rehuyes y desechas.

Dices tú: "Me sentiría feliz si pudiera hacer todas las cosas buenas que yo sé
que hay en la vida...Uno sabe que son cosas malas y sin embargo las ejecuta".

San Pablo describe esto mismo con su maravillosa elocuencia: la división


contradictoria a que hemos llevado nuestra naturaleza con el pecado. Tal
división es la raíz de todo lo que nuestra vida tiene de dramático y de trágico.

Sé que no mora en mí, esto es en mi carne, lo bueno. Porque el querer lo


bueno, está en mí.
Mas no hallo cómo cumplirlo. Porque lo bueno que quiero, esto no lo hago;
mas lo malo que no quiero, esto hago.

...Así, queriendo hacer yo el bien, hallo que el mal reside en mí.

Porque yo me deleito en Dios según el hombre interior.

Mas hallo otra inclinación en mis miembros, lo cual contradice la ley de mi


voluntad y me hace esclavo de mi pecado que está en mis miembros.

¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Luego responde por él, por ti y por todos nosotros, con las siguientes palabras:
La Gracia de Dios por Jesucristo, Nuestro Señor.

Y resume la manera de dar curso a esa gracia en nosotros para que realmente
seamos regenerados:

Si viviéreis según la carne, moriréis, mas si por el espíritu hiciéreis morir la


lucha de la carne, viviréis.

Porque todos los que son movidos por el espíritu de Dios, los tales son hijos
de Dios.

Más abajo, pronuncias estas palabras, que en realidad expresan pura ansiedad,
que no debes dejar frustrada: "Quisiera renacer".

Oye lo que te responde el Señor, el Amor: En verdad, en verdad te digo que


quien no renaciere de nuevo no entrará en el reino de Dios (San Juan III, 3).
EL HOMBRE Y SUS INSTINTOS

PLANTEO DE UN PROBLEMA ANTROPOLÓGICO

P. Fr. Mario José Petit de Murat O.P.

Esta cuestión es quicio de la Psicología y no se la estudia: se la supone


resuelta de manera evidente. Para los empiristas el problema no existe; para
muchos aristotélico-tomistas, tampoco. Los primeros, desde la reflexología
hasta el formalismo, han observado el instinto en los animales, donde se
manifiesta con precisión y evidencia; luego han aplicado las conclusiones al
hombre, donde el instinto animal de ninguna manera es evidente; están
resueltos a que haya una continuidad homogénea entre el irracional y el ser
humano y, para ello, niegan lo que haya que negar, atan lo que haya que atar,
cueste lo que cueste.

Los segundos descansan en paz sobre la convicción de que la cuestión ha sido


suficientemente estudiada por los empiristas. Pero esa actitud es insostenible,
pues, mientras Sto. Tomás de Aquino afirma que el instinto es algo muy
simple y esencial -una motio anterior a las potencias operativas- los que se
colocan el título de discípulos de tal maestro, tienen que echar mano de un
verdadero galimatías para conciliar a la Escuela con las hipótesis aprioristas
de los empíricos. Al definirlo o enumerarlo aglomeran apetitos, pasiones y -
cosa extraña en un tomista- recurren al término más indefinido que puede
darse, esto es, a "las fuerzas psíquicas", produciendo un verdadero mazacote
psicológico; caen, por ejemplo, en la rara debilidad de seguir la clasificación
Mc Dougall, el cual llama instinto a pasiones bien definidas como lo son la
fuga y la audacia, a conceptos amorfos como el de la "auto-humillación".

Abocarse con este problema es mirar de frente la cuestión más decisiva de la


Psicología humana. En una palabra, al considerarla nos colocamos en el filo
de la problemática de todo lo que atañe al hombre, pues es evidente que, si se
llega a demostrar que la naturaleza humana carece de instintos animales, se
sigue que hay o puede haber en el hombre una real unidad y armonía entre lo
sensible y lo racional. Entraríamos entonces en una desacostumbrada
posibilidad: la transfiguración de lo sensible, su íntima participación de la
nobleza racional. Si, por el contrario, es verdad que lo animal, también en el
hombre, está cerrado sobre sí por sus correspondientes instintos y la razón, es
decir, el espíritu, gime en medio, contrariada por ellos, tendríamos que aceptar
como verdadera la tragedia -en última instancia inexplicable- de la dualidad
sustancial platónica, gnóstica, maniquea, cartesiana, protestante y, por último,
materialista.

Entremos de lleno en el planteo del problema:


1. Se da de continuo una concepción dualista de la naturaleza humana, donde
el espíritu y la animalidad se oponen en un interminable conflicto. Este
dualismo puede ser espiritualista o materialista.

2. Se da también sin ninguna frecuencia la doctrina hilemórfica acerca de esa


misma naturaleza, según la cual el ser humano es la conciliación, por cierto
admirable, de lo espiritual y lo animal en una forma sustancial específica muy
peculiar, que es la racionalidad.

La primera manera de pensar, abundantísima en extensión y variantes, es la


común desde el Oriente hasta el Occidente; se la encuentra por todas partes:
en el campo de los mitos, de las ciencias antiguas y modernas y en las
mentalidades vulgares.

Podríamos decir que es la sombra que acompaña siempre al hombre; patética


confesión inconsciente de los pueblos y las ciencias acerca de aquel pecado
inicial que quebró al hombre y planteó el conflicto y la contradicción en sus
propias entrañas.

Mas al mismo tiempo manifiesta mediana pujanza metafísica y filosófica,


pues no logra traspasar el estado del hombre y alcanzar una lectura límpida y
exacta de la esencia del mismo, en sí.

Si esta concepción dualista es también espiritualista, como en Platón y los


platónicos, los gnósticos, los maniqueos, Descartes y los protestantes, el alma
humana, en absoluto, es la racionalidad, con nexos más o menos accidentales
hacia la parte animal, sustancia corpórea distinta de aquélla.

Si además de dualista es materialista encontramos, aunque parezca extraño, la


misma concepción del espiritualismo exagerado, pero con los términos
invertidos: lo animal constituye la única sustancia humana y la razón sería una
superestructura inexplicable -o bien una sublimación también, por supuesto,
inexplicable- producida por esa misma naturaleza absolutamente animal.

Dicha animalidad, capaz de una secreción tan extraña y molesta, estuvo -


según la opinión de los empiristas- regulada hacia los fines, en los años de su
inocencia original, por la infalibilidad de los instintos; en cambio, la aparición
de la razón ha trastornado la pureza de lo animal en el hombre. Su redención
posible, entonces, sería subordinar la razón a los apetitos animales, no la
justificaría otro fin que el de proporcionar con su aptitud inexplicablemente
creadora, lo útil a la prosecución de los fines principales del hombre, esto es,
los propios de dichos apetitos animales.

Aunque parezca extraño, el origen, tanto del espiritualismo exagerado como


del materialismo actual, hay que buscarlo en Descartes. La razón-
superestructura y la razón-sublimación de los materialistas, al final de cuentas,
no es otra cosa que un resabio romántico de la razón cartesiana, tan
encumbrada que ya era, evidentemente, una superestructura inaccesible sobre
el mundo de los sentidos.

Descartes, en realidad, retoma, de manera más cerrada y pobre, la concepción


platónica y gnóstica, dualista: un alma, sustancia espiritual completa,
contrariada y encarcelada por un cuerpo puramente animal, también completo.
Este criterio se proyecta necesariamente en dos psicologías también
contrapuestas, las cuales llegan a las mayores exageraciones: su espiritualismo
exagerado aflora con Fichte y Hegel, en una demoníaca divinización del
espíritu humano. La parte sensible, por su lado, en un comienzo abandonada,
se convierte en el objeto de psicologías mecanicistas, deterministas y
fisiológicas, las cuales en realidad, son la reducción a la nada de la psicología
como ciencia de lo propiamente humano.

El gran error de Descartes fue pensar el espíritu como la contradicción radical


de lo animal. La mentalidad moderna ha heredado esa convicción de manera
que está afectada a lo largo de todo su desenvolvimiento por conceptos de
racionalidad y animalidad contradictorios, que se excluyen; si se prefiere una,
necesariamente habrá que despreciar o temer a la otra. En una palabra, un
sombrío maniqueísmo acompaña a toda la Edad Moderna. Freud es su
expresión más acabada, pues linda con la desesperación.

Una concepción así, incapacita al hombre para conocer al hombre pues se


confunde un estado "de facto" con una esencia "de jure"; es decir que define
al hombre por una división y una contradicción que en él es un estado, no su
esencia.

La misma alma humana se ha encargado de demostrar la insuficiencia de los


sistemas psicológicos mecanicistas, fisiológicos y, en general, materialistas,
suscitados como derivaciones lógicas de la concepción cartesiana. La
naturaleza humana es tan rica que su presencia se desborda por encima de
dichos sistemas. Freud denunció que, debajo de una zona anímica mal
conocida, se extiende un caudal de energías y potencias anímicas que se
pudren. Lo único que se ha logrado es que el hombre se levante como un
enigma irreductible frente al hombre, mientras por otra parte se conoce, es
verdad, al detalle elementos dispersos, integrantes, de su compleja naturaleza.
Las hipótesis se suceden a las hipótesis, mas el ser humano se evade de todas
ellas. Ciertamente ha llegado el momento de decir con humildad sobre el
campo y los bagajes de esos ensayos: el hombre excede al hombre.

Segunda manera. Frente a ese prolongado dualismo que, sin exageración,


podemos llamar trágico. Aristóteles y el tomismo sostienen con toda su fuerza
y hasta sus últimas consecuencias que el alma es la causa formal sustancial
determinante del cuerpo, incluso también cuando dicho principio sustancial es
racional. Al aplicar, el Estagirita, su concepción hilemórfica del mundo
sensible a la naturaleza humana, el hombre queda explicado como aquella
creación admirable donde lo espiritual y lo animal, sin confundirse ni perder
sus estructuras formales distintas, se conjugan en una conciliación mutua,
cuyas raíces están en una sola sustancia la cual, al ser racional incluye de
manera eminente, no por adición, sino por riqueza entitativa de su propia
unidad, las perfecciones inferiores cuales son lo vegetativo y lo animal.

La posesión de esa verdad clave constituye una de las mayores glorias del
sistema, pues le permite desplegar una psicología del hombre en una plena
sazón humana. Dicho de otra manera: la Psicología coincide con todo el
hombre sólo cuando sus conclusiones, incluyendo las que se refieren a lo
sensible y a lo vegetativo de la naturaleza humana, derivan de la racionalidad
como de su premisa mayor constante.

La afirmación no es gratuita: en el concierto de los entes sensibles vemos


perfecciones comunes (las perfecciones genéricas) y otras distintas,
incomparables, privativas de este ser y no de otro (las perfecciones
específicas). Sólo el caballo puede ser caballo y la hormiga es soberana como
hormiga, pues nada en cuanto tal la puede sustituir.

La preocupación de los naturalistas es descubrir los caracteres de tal especie


para clasificarla y distinguirla con respecto de las otras. Entonces, ¿qué pasa,
que en el estudio del hombre se quiere ver su género próximo -su animalidad-
y en cambio se considera a su perfección específica -la racionalidad- una
secreción adicional y desconcertante?

Las posiciones filosóficas o científicas más diversas, ya lo hemos dicho,


coinciden en concebirla como una facultad esporádica y desconectada del
concierto de las potencias restantes.

En cambio Aristóteles y el tomismo afirman que la perfección específica es el


principio unitivo que da impronta y modo a todo el compuesto de una
naturaleza. Y consecuentes en lo que se refiere al hombre, sostienen que la
racionalidad es la unidad que hace humana a la esencia en los elementos que
la constituyen, como así también es la racionalidad la que ha de conmensurar
los apetitos y las operaciones del hombre para que estos también sean
humanos.

Cuesta aclarar en pocas palabras un principio tan radical. Decir que el alma
racional es la causa formal sustancial determinante del cuerpo humano es lo
mismo que decir que ella es el principio morfológico del organismo. La
concepción hilemórfica del mundo sensible arroja en psicología esa luz de
primer orden con respecto de la constitución esencial de los seres vivientes.
El alma racional es el principio morfológico del cuerpo humano no por su
formalidad racional que excede a la materia y no informa órgano alguno, sino
porque ella, al ser superior, incluye en su ámbito a lo vegetal y lo animal.
Dicho de otra manera, el hombre no es racional por exclusión de las formas
inferiores sino por asunción de ellas tal como la especie asume a los géneros y
constituye una unidad simple y sustancial con estos. La racionalidad consiste,
precisamente, en una inteligencia que armoniza con la animalidad. Supone e
incluye a lo animal de tal manera que, si esto no existiera, aquello tampoco
existiría. Su modo de ser abstractivo y argumentativo es el adecuado para
operar en lo sensible. No funciona con órganos pero sí a través de los órganos
adecuadamente. Si recordamos las relaciones de lo vegetativo y lo animal en
los animales, no nos sorprenderá esta relación entre lo animal y lo racional; es
evidente que uno y otro género no se comportan en el irracional como dos
entidades distintas y separadas, sino con una indisoluble unidad donde lo
vegetal es distinto de lo vegetal puro porque ya es animal.

Por eso una es la animalidad del animal y otra es el la del hombre. La del
primero cíclica, completa en sí; la del ser humano abierta en aptitud potencial
con respecto de la razón. La experiencia muestra hasta la saciedad, por
ejemplo, que los apetitos sensibles se dan en el hombre como tendencias
indeterminadas; no cerradas y delimitadas hacia su fin específico, como en el
animal, mediante la infalible firmeza del instinto. La razón, porque conoce los
fines particulares de aquellos mediante la cogitativa y, por sí, el fin racional
del hombre, es la llamada a determinar en concreto y en cada caso la medida y
modo de las operaciones sensibles para que éstas tengan realmente magnitud
humana. De otra manera los apetitos quedan sueltos, derramados, sin forma ni
orden conveniente al hombre.

El solo planteo del problema ha manifestado su trascendencia. Si se estudia


con rigor científico se llegará a una de dos conclusiones:

1. La naturaleza humana goza de unidad sustancial tanto en su esencia como


en sus operaciones.

La diferencia específica, la racionalidad, se da en ella, como en toda sustancia,


en una misma unidad sustancial con los géneros. Esa verdad pasa idéntica al
orden dinámico, pues sabemos que toda inclinación no es otra cosa que la
versión dinámica de una forma previa. Por consiguiente, se concluiría: La
unidad sustancial con que la racionalidad y la animalidad se hallan en la
esencia de la naturaleza humana existe también necesariamente en la dinámica
del hombre. Esto es: las operaciones de los apetitos sensibles que integran la
naturaleza humana no están conmensuradas por instintos animales sino que
presentan, en dicha naturaleza, cierta indeterminación y habitudo abiertas
hacia una última especificación racional de sus actos. En una palabra, en el
hombre no existen operaciones animales propiamente dichas, es decir,
conmensuradas por instintos animales hacia fines animales. Por lo tanto,
cuando un hombre intenta una acción puramente animal, exenta de un fin
honesto, ese hombre se frustra, ahoga su naturaleza dentro de una acción
disforme con respecto a ella y, además, enloquece a los apetitos sensibles, los
cuales están dotados, en el ser humano, de una habitudo (tendencia oscura)
hacia la razón.

2. La conclusión opuesta a que se podría llegar, sería la siguiente: si la


inducción llegara a probar, por la observación directa del hombre, que en la
naturaleza humana existen instintos animales, se concluiría que sus
operaciones sensibles son específicamente animales. A ésta seguiría otra
conclusión: la parte sensible de la naturaleza humana es de especificación
animal, con fines propios animales (los instintos son mociones que ordenan
hacia el fin de la especie, no hacia fines secundarios o accidentales); se
trataría, entonces, de una animalidad completa, cíclica, esto es: independiente
de la razón y cerrada sobre sí misma. Si es completa, con fines propios, no se
encuentra en la sustancia humana como género sino como diferencia
específica; por consiguiente, no es un quid potencial con respecto de la
racionalidad, sino una forma subsistente. De esta manera llegamos,
necesariamente, a la concepción de una manera dual, sin unidad sustancial:
enigmática fusión de dos principios contradictorios coactuantes, en constante
conflicto. Una animalidad completa y una racionalidad también completa que
conviven en pugna sin término, con el único fin de contradecirse mutuamente
y, aún más, de destruirse. En este caso la naturaleza humana sería esencial e
incomprensiblemente trágica. Lo único incomprensible y enigmático del
universo.
MORTIFICACIÓN Y FELICIDAD

P. Fr. Mario José Petit de Murat O.P.

Aquél que remonte las sendas oscuras de los problemas humanos hasta la zona
de la paradoja, donde ellos encuentran su verdadera solución, no se asombrará
del título ni de la conclusión de este artículo.

Sabemos que todo hombre anda en caza ansiosa de su felicidad; mas, el que
contempla desde la Sabiduría sus afanes, también entiende que el hombre
actual está imposibilitado de alcanzarla.

Se necesita mucha valentía para reconocer que un crimen nos oprime; la


Humanidad se edifica, en nuestros días, sobre la negación del Hombre y el
Hijo de Dios. Esta vez ha sido una Humanidad bautizada la que se propuso
una aventura en las afueras de la Casa del Padre.

Muchos prevaricaron abiertamente. La mayoría no supo distinguir hasta qué


punto las nuevas teorías podían minar su fe. Pocas almas no han manchado
sus vestiduras en Sardis. Perdido el celo; abiertas las puertas al enemigo, nada
mejor pudo hacer el demonio en favor de sus intereses que adulterar los
Dogmas en las mentalidades individuales.

El vulgo -incluyendo a los "intelectuales del siglo"- conoce una parodia de la


Revelación. Aquella inteligencia sutil y tenebrosa juega como quiere con el
hombre cuando éste rompe con Cristo. Sus obras maestras para alejarle de la
dignidad y la gloria, de la felicidad, son los conceptos de dignidad y gloria, de
felicidad que le ha inspirado e informan toda la vida moderna.

El hombre actual podrá conocer el placer de tal o cual sentido; de tal o cual
glándula; cuanto más, el de la imaginación.

Mas no conoce el gozo del hombre.

Excita sus sentidos y glándulas, abusa de ellos hasta convertirlos en llagas. De


esta manera, no sólo nunca alcanza el noble y altísimo gozo que le
corresponde como criatura racional -como persona- sino que aún convierte en
sucios dolores aquellos por los cuales perdió su verdadera aventura.

¿Quién nos librará de esta muerte vivida de este ahogarnos en ese mar de
glándulas venidas a más; entronizadas en el lugar de la Filosofía y de las Artes
de toda actividad moderna?
Unicamente la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la cual fructifica en
Penitencia, y, ésta, en Mortificación.

La Mortificación está de acuerdo a toda verdad y razón, mientras que el huir


de ella es la actitud del enfermo cobarde, el cual, no queriendo mirar cara a
cara su enfermedad, la oculta. Con esto permite que crezca y lo devore.

La mortificación es exigida por la razón natural: es, ante todo, curativa.


Nada mejor que ella para destruir la floración de vicios que deforma nuestra
naturaleza.

Dos grandes obstáculos se oponen a la clara inteligencia de esta doctrina: el


primero es la creencia de que el estado de la mayoría de los hombres, es el
normal.

El segundo, llamar vicios tan sólo a las manifestaciones más groseras de los
mismos.

Nada de esto es verdad. Nacemos degenerados y, además, la desviación


viciosa de nuestras facultades es, en tal punto profunda, que hasta aquél día
que tomemos la actitud deliberada de adquirir las virtudes opuestas, los vicios
malearán nuestras acciones. El hombre no se libra del modo sensual de pensar
y amar más que en los altos peldaños de la Redención. Nos hemos hundido en
la parte inferior de nuestra naturaleza y el salvataje -es decir, que nuestra
cabeza y la parte espiritual llegue a asomar por encima de esa carne fuera de
cauce- exige las fuerzas de un Dios.

La idea de que nuestro estado es normal porque se parece al común de las


gentes, es igual a la de un leproso que tuviera su lepra por buena porque el
suyo no difiera del que predomina en la leprosería.

Gran favor nos hizo el hijo del demonio que se llamó J. J. Rousseau cuando
inauguró el siglo inmediato a nosotros con esta falsedad: la de la inocencia de
nuestro estado original. Con dicha convicción hemos quedado a merced de
nuestra corrupción nativa. Y ella ha prosperado y crecido quince codos por
encima de las inteligencias más altas de esta Edad.

Dada la verdad de nuestra corrupción colectiva e individual, la mortificación


es cosa tan sensata como las medidas terapéuticas que se toman contra las
enfermedades corporales. "Que se abstenga de carne, pastas y huevos"; "su
reposo debe ser absoluto", etc. La misma razón conviene con respecto de tal o
cual uso, tal o cual pensar, mirar o hablar que alimente los malos hábitos, con
los cuales hemos malvertido nuestras energías. Y estos hábitos malos no
existen únicamente en el último de los borrachos, avaros, lujuriosos o
ambiciosos. El orgullo, la lujuria, la gula, la avaricia existen y se infiltran de
las maneras más insospechadas en las acciones de todos los que no hayan
entrado en las más altas etapas de la Redención (la cual también es
Regeneración).

Estamos muy lejos de la verdad del ser humano. Es altísima la inteligencia,


belleza y bondad que corresponde a esta cabeza del mundo sensible. El petit-
maitre que se crea inteligente porque es un poco más ingenioso que el
almacenero de la esquina en expresar la misma idea; la doncella que se
considere bella o bonita porque sus ojos o su nariz son más agradables que los
de sus vecinas, o parecidos a los de tal o cual artista, lo único que manifiestan
es que, siendo bajo el ejemplar elegido, han perdido de vista la dignidad que
como seres humanos les corresponde.

Mas cuando descubrimos la excelencia de donde estamos cayendo por


nuestras torpezas, con gemidos y llantos acudimos a la mortificación como el
enfermo se prende a los remedios cuando el médico lo entera de la gravedad
de sus dolencias.

Son múltiples los frutos de orden natural que se cosechan en un alma y un


cuerpo labrados por la mortificación. Así lo entendieron esclarecidos paganos
y gracias a ella alcanzaron encomiable decoro humano. La prueba está en que
la palabra ascesis proviene del griego y significa fino mejoramiento.

La destrucción del vicio, en el mismo grado que la llevamos a cabo, nos


dispone para una posesión verdadera, profunda y perdurable de todos los
valores que componen la vida del hombre. No nos priva de nada, exento el
derramamiento de nuestras potencias y la posesión sensual de las cosas, (a la
cual hablando con propiedad la debamos llamar profanación de las mismas).

Sólo con ese instrumento se alcanza la recta administración de los caudales de


nuestro temperamento y se labran los grandes caracteres.

Con respecto de la voluntad debemos decir que la mortificación la libra -lo


mismo que a la razón- de su servidumbre; le devuelve sus fueros y soberanía
permitiéndole que se despliegue, por encima de la turbamulta caprichosa y
disolvente de los apetitos, en obras dignas de la naturaleza humana y en el
esplendor de las acciones heroicas.

En el orden sobrenatural

I. La mortificación es el lenguaje de la verdadera conversión.

No hay otro síntoma para saber si nuestro arrepentimiento ha sido sincero o


simple veleidad.
Quien continúe en blanduras con su carne, no dude que no ha entendido hasta
dónde llega la voluntad Redentora de Cristo.

Quiere nuestra renovación total. "En odres viejos no se echa vino nuevo".

El que haya comprendido la gravedad del desorden de que estamos hablando,


se vuelve indignado contra sus propios domésticos y rompe con ellos. Estos
son sus apetitos.

La luz de la gracia nos descubre la trágica división que, por el pecado, padece
nuestra naturaleza. Por ella se conoce la verdadera faz de la parte inferior que
se ha declarado enemiga de lo superior y se la tratará, sin concesiones, con
mano dura. Se la verá cual otra turba de judíos, la cual pide, con las
tentaciones, que crucifiquemos a Jesús en nuestras almas.

Nuestras facultades altas -las específicamente nuestras- si no caen en las


claudicaciones de Pilato, se levantarán, al fin, como una torre fortísima en
medio de plebe baja y alborotada por un tiempo: la muchedumbre de los
apetitos.

Abraham, en una visión inmensa y caliginosa, vio la Redención del hombre.


La Cruz, figurada por una lámpara encendida y un horno humeante, pasaba
por entre medio de animales alineados y divididos; la parte derecha de cada
uno de ellos a un lado y la izquierda, colocada en la otra vera, sin ninguna
comunicación con la anterior.

Este es el primer oficio de Jesús: calmar la confusión que reina en nuestro


interior y deslindar las dos partes en que nuestra naturaleza está dividida: la
valiosa, la cual, rescatada de inmediato, será sede de su gracia. Esta es la
espiritual, significada siempre en las Escrituras por el lado diestro; y aquélla
otra inferior -figurada por la siniestra- en cuyas concupiscencias desmandadas
el pecado toma sus fuerzas.

La acción de la gracia sobre esta última, no es de asunción inmediata, sino de


purificación, la cual concretamente se cristaliza bajo la forma de la
mortificación. Los apetitos, de otra manera, no pueden ser vueltos a su
medida, y a la participación de la divinidad racional que nos pacifica por la
recta ordenación de los mismos a sus respectivos fines.

II - La mortificación, asumida por Cristo, tiene valor expiatorio. La única


desgracia que pesa sobre la humanidad moderna es ignorar:

Primero, la relación del hombre con su dolor;


Segundo, el valor que Cristo ha comunicado al mismo.

Su más zafia ilusión es pensar que puede tomar o dejar, libremente, sus
sufrimientos. Todos sus esfuerzos por evitarlos no sólo son estériles, sino
nocivos porque agregan con ellos llaga a su llaga, extenuación a su
debilitamiento.

Cuanto más groseramente animal es un hombre, más cae en el error de que el


dolor es accesorio o, más bien, producido por circunstancias y agentes
exteriores, los cuales con los recursos de la comodidad, podrá evitar.

En cambio el padecer fluye del hombre como de su fuente. El pecado lo


deforma, lo priva de perfecciones reales que son otras tantas aptitudes para
con las exigencias en nuestras propias tendencias y de los objetos que las
sacian. Así, debilitado con respecto de su propio destino, disminuido en
relación a su propia vida, ésta lo aplasta de mil maneras.

Cristo no vino a introducir el dolor en nuestra vida; ni siquiera a sumar otros a


los que nos son propios, sino todo lo contrario. Los asumió para
transfigurarlos. Hizo nuestro yugo suave y nuestra carga leve. Los dolores de
Cristo no son los dolores de un hombre, al cual tengamos que imitar para
salvarnos. Son los dolores de toda la Humanidad padecidos por el Hombre
que también es Dios. Lo hizo para comunicar valor expiatorio a los
sufrimientos de todos los hombres.

Tanto nos amó que nos visitó en lo más nuestro. Pues todos los dones son
prestados, más el padecer procede de nuestra naturaleza degenerada por el
pecado como de su primer principio.

Todo lo que Cristo toca se transfigura con belleza indecible.

Pero como ninguna cosa el sufrir.

En Él se convierte en arma de conquista. Le comunica un movimiento


ascendente, una fecundidad infinita gestadora de regeneración y
transfiguración: de felicidad eminente. "El vino postrero será mejor que el
primero".

Quien troque su espíritu de culpa por espíritu de penitencia se gozará en sus


padecimientos como el forjador de un gran reino en su obra. Porque estará
forjando con Cristo un Reino que deslumbrará a los Ángeles.

Por otra parte, este Reino no se posterga. Se comunica secretamente al


corazón y al alma del que lo ama, asentando un gozo nuevo, un júbilo antiguo
y eminente en la base del cráneo nuestro y en el seno más escondido de
nuestras fibras. "Y exultarás los huesos humillados"
ANGUSTIA Y ESPERANZA
En el pensamiento del
R. P. Fray Mario José Petit de Murat, O. P.

Pascual Viejobueno

Por ser la primera vez

que yo en esta tierra canto

¡Gloria al Padre, Gloria al Hijo,

Gloria al Espíritu Santo!

Así comenzaban antaño mis paisanos del Tucumán cuando echaban sus versos
al aire. Estos cristianos criollos, campesinos formados en la tradición
hispánica, y que sabían y frecuentaban las Escrituras Sagradas, prologaban
con una alabanza trinitaria su canto.

Y así también quiero comenzar yo, con una alabanza.

Y ustedes se preguntarán ¿Pero este hombre, ha venido a hablarnos o a cantar?

He venido a cantar.

¡He venido a cantar la Gloria de Dios manifestada en uno de los sacerdotes


más esclarecidos que tuvo la Argentina en este siglo, y que es el Padre,
sacerdote dominico, Fray Mario José Petit de Murat!
Y como alguien pudiera pensar que esta afirmación no es más que exagerado
homenaje de un alumno hacia su maestro, quiero traer aquí, no palabras mías,
sino el testimonio del P. Marcos González, volcado en una carta escrita apenas
unas horas después de muerto el P. Petit. Esta carta, dirigida a uno de los
amigos tucumanos, está fechada en Paraná, el 9 de marzo de 1972, y dice así:

Paraná, 9 de marzo de 1972

Querido Enrique (González):

Recibí tu telegrama con la noticia del fallecimiento del P. Petit de Murat. No


podía llegar para el entierro.

El P. Petit en su vida terrena nos dió un precioso ejemplo. Su recuerdo es


santo e imborrable. Dios en su elección misericordiosa nos entregó con su
vida la realidad y el signo de la oración, de lo sagrado, de la palabra y la
nobleza.

El fue el profeta de la esperanza en Cristo. El que nos preanunció las


desgracias de la multitud que lo abandona. El que no calló ante el sarcasmo y
la ceguera de quienes lo tacharon de anticuado.

El fue el indomable que no quiso rendirse y prefirió morir antes que someterse
a los embates del demonio y del mundo maligno que invadían como torrentes
putrefactos los atrios sagrados del templo.

El nos mostró el valor de la belleza, de lo que es puro, noble, heroico.

El no rindió culto a los falsos próceres, remedos desdichados de los santos y


los héroes.

Su muerte, más que una pérdida es una victoria asegurada en la esperanza


cristiana. El libró el buen combate y Dios es justo y misericordioso.

Como también pudiera pensarse que esta apreciación es parcial, por provenir
de un hermano de la misma Orden religiosa, oigamos las palabras del P.
Castellani, o sea, oigamos el juicio de un jesuita acerca de un dominico. En
una esquela escrita poco después de la muerte del P. Petit, a otro de los
amigos, Agustín Pestalardo, le dice:

"Mucho siento la desaparición del P. Petit de Murat. Sus ensayos no me


consuelan, antes me desconsuelan al ver lo que hemos perdido. En fin, él nos
ayudará desde donde está. Tengo grandísimo aprecio de este hombre completo
y eminente".

Y bien, antes de entrar en materia, y en consideración a quienes no le


conocieron, permítanme señalar brevemente algunos datos de la vida de este
hombre completo y eminente.

FRAY MARIO JOSE PETIT DE MURAT O.P.

En el buen vivir de la tierra

fue adquiriendo el Cielo.

Nació en 1908 en Buenos Aires en el seno de una familia que se caracterizó


por un profundo sentido de la belleza y por la estrecha y alegre convivencia
del clan alrededor, principalmente, de una madre que tuvo como desvelada
misión educar las pasiones y el espíritu de sus hijos.

De entre ellos, Mario recibiría a fuego esa impronta que luego sería
perfeccionada por la labor profunda, persistente y humilde de su inteligencia.

Dotado de singulares aptitudes para las artes plásticas, las desarrolló


intensamente, desde la más temprana edad. Posteriormente, en el Taller de
Ballester Peña, continuó la tarea de formación de su espíritu.

En 1930, en la austera provincia de La Rioja, donde fue a recuperarse de una


enfermedad, Jesús, el Cristo, le atrajo para Sí con el Sermón de la Montaña.
"Mi entrada a la Iglesia fue por las Sagradas Escrituras", confiesa.

A partir de allí, se planteó forjar su vida como el artista una obra. Conocedor
de que no nacemos hechos, configurados, sino que la naturaleza humana es la
más plástica del universo, que se nos forma hasta un cierto punto y luego se
nos abandona, acometió pujantemente la talla de su personalidad, de terminar
de darse forma humana a sí mismo, en cuya tarea mostró un marcado espíritu
de conquista de la Sabiduría.

Transitando ese camino y después de madurar serena y reflexivamente su


vocación, decide entrar en Religión, para lo cual ingresa, en el año 1938, en la
Orden de Predicadores en Buenos Aires, realizando luego estudios en los
conventos de San Maximino -Francia- y Salamanca -España-. Nuevamente
enfermo, regresa a la Argentina en 1943. Después de una larga convalecencia
y de haber finalizado sus estudios, es ordenado sacerdote en San Miguel de
Tucumán, el 21 de diciembre de 1946.

A partir de su ordenación comienzan años de intenso ministerio sacerdotal y


arduos trabajos con la única finalidad de ganar almas para Cristo: La
predicación, la dirección espiritual, las largas horas en el confesionario -
porque sabía dar a cada penitente el tiempo que necesitaba-, no impiden que
se dedique, con el mismo celo apostólico, al gobierno, como Subprior y Prior
de los P.P. Dominicos en Tucumán, en diversos períodos, y a la docencia, En
este campo, enseñó Teología, Metafísica, Psicología, Filosofía del Arte e
Historia del Arte y fue uno de los principales propulsores de los "Cursos de
Filosofía Tomista", que se dictaron en Tucumán por espacio de varios años y
que fueron el antecedente académico de la Universidad del Norte Santo
Tomás de Aquino, de la cual fue Vice Rector. Cabe resaltar que la clase
inaugural de dicha Casa la dictó el P. Petit, exponiendo su valioso ensayo
titulado La verdadera Universidad.

En los años 1959 y 1960 es enviado a Buenos Aires como Maestro de


Novicios y Estudiantes de su Orden. Allá, en contacto directo con los
Hermanos y con religiosos del país y extranjeros, de distintas órdenes e
incluso del clero secular, llega a palpar la disgregación y el individualismo de
la vida religiosa contemporánea.

Vuelto a Tucumán y tras esa amarga comprobación, decide profundizar su


vocación monástica inicial. Convencido que las muchedumbres de las
ciudades, atiborradas de sacerdotes y sacramentos, escuchan la palabra
evangélica como una opinión más, pide retirarse a lugar donde existen almas
totalmente desprovistas de asistencia espiritual y predicar a Jesús en el
silencio.

Después de muchos años de oraciones y de insistir en este propósito, consigue


el permiso para atender una capilla rural en el Timbó Viejo, Tucumán, donde
vivió los dos últimos años de su vida, signando de espíritu la tierra, signando
de cielo los rostros.

Al evocar a Fray Mario y recordar nuestras caminatas por las colinas del
Timbó, donde íbamos asiduamente a escucharle, podemos decir de él, con
justeza, lo que los discípulos de Emaús se decían respecto del Señor Jesús:
"¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos
hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras" (San Lucas, XXIV, 32).

Falleció el 8 de marzo de 1972.


El P. Petit no escribió mucho, pero sí son innumerables las predicaciones y
clases que de él se conservan. De todo ese acervo y para no enterrar los
talentos de ese "Varón de Dios", como lo llamara el P. Renaudiere de Paolis,
0. P., quiero participar a ustedes este centón, entretejido con sus palabras.

*****************

Pasemos entonces al tema de estas jornadas amicales: La angustia y la


Esperanza, de las cuales encontramos una exacta condensación en el Salmo
XXII:

"Aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no temeré lo malo,


porque Tú estás conmigo".

Consideremos, en primer lugar, en qué consiste la esperanza. Sabemos por la


Filosofía que lo primero que hay que atender es al fin. Por eso se dice: "Lo
que es primero en el orden de la intención, es lo último en el orden de la
ejecución".

¿Cuál es el fin del cristiano? El fin del cristiano es conquistar el Paraíso,


ganarse el Cielo.

Recuerdo que de niño veía unos enormes crucifijos de madera, en cuyos


cruceros estaba grabada la consigna: "Salva tu alma". Frutos de una
evangelización, recordaban al pueblo fiel que lo más importante de todo es
salvar el alma, la vida perdurable que pedimos rezando el Credo. El mal
llamado "progreso" fue eliminando aquellas cruces y ya tan sólo se ve una que
otra, en lugares muy apartados del campo.

Pues bien, ese "salva tu alma" es no sólo el programa y la finalidad de toda la


vida del cristiano, sino también la esencia de la esperanza cristiana, según la
definición que de ella nos da el P. Santiago Ramírez, O. P.

Dice el P. Ramírez: La Esperanza es la "Virtud teológica de la voluntad que


tiende, firme y decididamente, a la consecución de la vida eterna, con la ayuda
de la gracia de Dios".

Y éste es el sentido que tiene la esperanza en el pensamiento del P. Petit, que


está en todo su itinerario espiritual, desde su conversión al Señor, hasta su
muerte.
Y así encontramos, entre sus obras, una meditación de 1930, escrita en La
Rioja, que lleva el por demás sugestivo título: "De la esperanza más cierta que
un presente", que no puedo leerles en razón de ser extensa. Pero tomemos un
ejemplo de cómo concebía a la esperanza, sacado de un retiro predicado en la
Fiesta de Pentecostés del año 1953. Ya veremos, luego, a lo largo de todo este
trabajo, cómo, siempre, está presente la esperanza.

Dice en el retiro de Pentecostés:

"Dios es buenísimo. No temamos. Basta encontrar el silencio y la paz para que


en el fondo encontremos a Dios, sea en el consuelo o en la aridez, allí está
Dios. Sepamos que cuando baja es para levantar. Si da muerte es para
resucitar. Todo es para

provocar nuestro crecimiento hacia El. ¡Qué luminoso es el Señor.


Simplísimo. Sólo nos dice: "Te amo, te daré felicidad ... pero a mi modo, no al
tuyo".

Y continúa:

¡Hijas mías! ¡La olvidada pasión celestial de la Esperanza que nos hace
dioses!. La Esperanza es fuego, Pentecostés que nos hace correr hacia la
noche, hacia la Gruta, hacia la Virgen, y en su centro está el Niño. La
Esperanza es la potencia distinta que está en nosotros. La jubilosa Esperanza
que troca la vida en canto y el canto es la vida de Dios. Con ella descubrimos
que el paraíso está a nuestro alrededor".

Con la esperanza descubrimos que el paraíso está a nuestro alrededor. ¡Qué


hermosa enseñanza! Luego veremos cómo nos describe el paraíso.

Ahora bien, ¿qué es la angustia? Si queremos un desarrollo profundo del


punto vayamos a los exhaustivos trabajos que sobre el tema escribieran el P.
Armando Díaz y el Dr. Mario Caponnetto en el Nº 12 de los Cuadernos de
Espiritualidad y Teología. Por ahora nos manejemos con la etimología de la
palabra. Según Covarrubias, angustia es la congoja y apretamiento del
corazón, el encogimiento del ánimo.

Pasemos ahora a indagar el concepto de la angustia en el P. Petit de Murat. El


nos habla, a veces, de la angustia como pasión del ánimo, como la trata Santo
Tomás, como podemos apreciar en este párrafo, entresacado también del
Retiro de Pentecostés:

"La pasión que hunde al hombre es el miedo. Qué cosa rara el cristiano que
teniendo a Dios dentro, teme horizontes y acechanzas que no existen.
Hacemos muy mal de tener zozobras por el mañana que nos viene de Dios.
Nada malo puede venir de sus manos que son toda luz, todo amor. Estad
tranquilas, que todo lo que viene de Dios viene siempre con su bagaje de
gracias. Los males sólo están en nuestra imaginación. En la imaginación estoy
yo y en la realidad está Dios. ¡Qué maravilla es Dios y qué simples son sus
cosas! ¿Qué pasó con los Apóstoles? Visitados por el Espíritu Santo perdieron
su miedo; todo cambió en ellos y corrieron hacia Dios y hacia sus hermanos".

Vemos aquí que nos habla de la angustia del miedo, de la angustia como
pasión, y nos enseña a superarla.

Pero el P. Petit nos trae también otro sentido de la angustia. La toma en un


sentido diferente, en un sentido original, que es el que quiero hoy mostrarles.

Fray Mario, siguiendo el lema dominicano "Contemplata aliis tradere",


contemplar para transmitir el fruto de la contemplación, volcó su apostolado
en transmitir lo contemplado a través de la predicación de retiros, horas
santas, clases de espiritualidad.

Fue un predicador cabal.

Y sostenía que el predicador debe sembrar alarmas. ¿Para qué? Para que no
nos quedemos tranquilos pensando que somos buenos o que todo marcha bien.
Para que no nos estanquemos en nuestra vida espiritual. Para que alcancemos
a ver el estado del hombre actual, para ver el estado de la Iglesia, para ver el
estado de la sociedad.

Con sus prédicas buscaba despertar las conciencias dormidas.

¿No es ésta, acaso, la enseñanza de Sócrates quien sostenía que el maestro


debía ser "como tábano en caballo de buena raza"?

Sí, pero en el P. Petit de Murat encontramos a la par de la angustia metida


como aguijón, la fulgurante esperanza cristiana.

Tenemos, entonces, este concepto de la angustia como aguijón, como acicate


espiritual. Angustiar para levantar, porque siempre junto a la alarma viene el
consuelo esperanzador de la palabra de Dios.

Y esto lo dice expresamente:

"Bueno, no nos quedemos en paz. Yo me daría por servido y moriría en paz, si


supiera que en uno solo de ustedes he despertado alguna angustia. Porque
estoy haciendo el esfuerzo titánico de ponerles al hombre auténtico delante.
Para que ustedes no estén tan tranquilos /...../ Hoy como nunca hace falta ver
al hombre auténtico y comparamos con él, a ver dónde estamos".
"Enhorabuena que yo despierte una sola angustia en ustedes. Que no sigamos
el rodar de estos días muertos, vacíos y repetidos".

¿Ven, entonces, la angustia según Petit?

Estudioso de la Psicologia, distinguió y definió a la mentalidad reinante, la del


hombre muchedumbre, la mentalidad burguesa.

Por eso afirmaba, y lo hacía en la práctica, que "antes que predicar a Cristo
hay que predicar al hombre". Y en esto notamos una notable coincidencia con
Castellani, quien sostenía: "Antes de leer la Imitación de Cristo hay que leer la
Ética a Nicómaco".

Decía el P. Petit: "Hemos perdido de vista al ser humano; hemos jugado


demasiado con él; con demasiados títulos de propiedad sobre nosotros
mismos, nos hemos apartado insensiblemente de nuestra naturaleza. Estamos
desplazados, desgajados de este ser que ignoramos y que llamamos hombre".

Y tiene una meditación del 4 de agosto de 1960, día de Santo Domingo de


Guzmán, donde dice:

"Una sola cosa entendí en este día: Nuestro Padre aflora de un triple orden, del
cual, nosotros, sus hijos, estamos muy distantes. Él es el fruto maduro de una
Iglesia en espléndida sazón; de una tierra elaborada por gestas heroicas; de un
linaje humano de alta nobleza.

El dominico supone ese triple sostén. Está para ordenar y explicar cosas ya
existentes pues la Palabra es la epifanía de la triple realidad.

¡Ay, qué hace la Voz en una Iglesia enflaquecida, en una tierra yerta, en un
hombre devastado por insólita degradación!

He pronunciado la palabra en ese desierto sin ecos. Las cosas han perdido su
ser, las almas están extinguidas. No resisten: La Palabra los abruma.

Ante la atroz mentira levantada alrededor del hombre como un círculo


perfecto, no cabe otra cosa que el mejor testimonio: El del silencio".

También, comparando nuestra época con la del Aquinate, decía:

"Santo Tomás de Aquino pudo ordenar en la verdad también las cosas


humanas porque las almas y los bienes fundamentales estaban, en aquellos
tiempos del mundo, entregados a Dios".
Por eso se ocupó de predicar al hombre, de mostrarnos el estado actual del
hombre y mostrarnos también al hombre auténtico que podemos llegar a ser,
con el auxilio de la Gracia.

Así, expresaba:

"Creedme que es tarea difícil hoy, la de tratar de salvar un alma; hay que
enseñarle cómo debe ser el ser humano. ¡Está el hombre tan desquiciado,
dependiendo de una infinidad de cosas pequeñas!".

Y respecto de ese hombre actual, desquiciado, aburguesado, sostenía, en una


carta familiar del año 1952:

"Sólo Cristo es el mejor antídoto burgués. Todos somos burgueses sin saberlo.
Hay un declive insensible en nosotros hacia un empozarse en la comodidad. A
acomodarse en un bienestar material que, en realidad, encarcela poco a poco
al alma. ¡Qué asfixia en medio de las paredes engrosadas de la comida segura;
en medio de esa multitud de detalles desarrollados hasta convertirse en valores
fundamentales de la vida! Sólo Cristo liberta.

¡Qué muerte en la impotencia ficticia del café con leche y la manzana, en el


desarrollo de la vida en cosas que no sacian; tal conversación, tal cine!
Parcelas, parcelas. /.../ Sólo Cristo nos despliega por encima del mundo
deshumanizado y antihumano que nos envuelve y penetra.

¿Creemos que teniendo mentalidad burguesa vamos a ser cristianos? La


mentalidad burguesa es esencialmente anticristiana".

El P. Petit tenla el raro talento de saber explicar los principios en sus


aplicaciones más prácticas. Escuchémoslo en uno de sus últimos cursos, la
"Estructura Psicológica esencial del hombre", del año 1971, donde nos habla
del estado del hombre actual:

"El hombre muchedumbre no nota aún que ha sido despojado de la vida


verdaderamente humana. El mundo del departamento, del aire acondicionado,
la televisión, las comidas en latas, el cigarrillo, el maquillaje, el trabajo-rutina,
ha resultado en la realidad cosa muy distinta a lo que la intención del hombre
se proponía: duro yermo de acero, cemento, gases y lívidas energías que sitian
al hombre impidiendo su vida.

No puede haber vida en departamento. Allí el marido tiene no-esposa; y


ambos se ahogan bajo el peso de los hijos convertidos en flagelo insoportable.
El aire acondicionado, además de anular las resistencias del organismo,
impone encierro que no es cárcel más que en la opinión de los hombres. El
automóvil relaja los tejidos, favorece la esclerosis, aletarga las funciones y
embota el espíritu. La televisión aleja la amistad, pone distancias en la
convivencia, fomenta la estulticia. El maquillaje miente. Y la máquina, en
general, se interpone entre el hombre y la tierra.

La persona humana para nutrirse de realidad necesita un espacio geográfico


proporcionado a él; estar envuelto por un compendio de estrellas, aguas, soles,
pájaros, hierbas, humus, arenas o rocas que le pertenezcan de alguna manera,
Tal enlace es indispensable, exigido por los modos de su naturaleza
psicosomática".

Y remarca:

"Lo que hoy se oculta por completo es que esa relación hombre - tierra es
trascendental, esto es, necesaria, no optativa, pues no existe para él otra
entrada de la realidad en su espíritu que la de los sentidos. Si al niño se lo cría
en un departamento y su prolongación, la ciudad, no se le ofrece otro
contenido que un mundo subjetivo, exacerbado, de apetencias errantes, las
cuales, a la postre, se devoran entre sí al faltarles la debida compensación: las
marejadas de la realidad ubérrima del universo, la única correlativa -con
relación de connaturalidad- a su apetitos".

Veamos cómo, a partir de esta afirmación, saca consecuencias prácticas:

"...hoy es muy difícil enseñar el catecismo a un niño urbano. Las obras que lo
rodean hablan del hombre, dicen referencias al hombre. Conocen con gran
erudición las distintas marcas de autos, pero ignoran las estrellas; saben algo
del átomo porque con sus energías se pueden fabricar bombas "fabulosas". La
vía señalada por San Pablo en su carta a los romanos (1, 20) para enseñar la
existencia de Dios ha desaparecido en las cercanías del ser humano. "El
entendimiento conoce las perfecciones invisibles de Dios por las cosas
creadas: su eterno poder y su divinidad". Las criaturas del Señor han sido
aventadas para que cedan su lugar a los artefactos. La Iglesia, sus templos, los
que están en la ciudad, moran en el desierto".

Puede pensarse que este mostrar al desnudo el estado del hombre abrumara a
quien lo oyera. Lo inquietaba, pero para no abrumarlo, acto seguido hacía ver
la posibilidad y el camino para ser hombres verdaderos.

Veamos unos ejemplos:

"No somos tan libres como pensamos. Estamos regidos por un concepto del
ser -estoy hablando de la estructura psicológica esencial de hombre- y lo tengo
dentro quiera que no, y lo peor es que lo tengo inconscientemente, que lo he
mamado con la leche de mi madre; en el trato que me daba mi madre en la
cuna ya me estaba inculcando una mentalidad. Y después las lecturas, y el
ambiente, y después todos los medios de saturación por la propaganda que
existen, me van formando una mentalidad. Y no pensemos que somos libres,
mientras no nos plantamos como una persona en el desierto, y solos revisamos
todas las cosas y decimos: Esto sí y aquello no".

Y añade:

"Yo tengo un alma racional, no es animal, es humana, está sedienta de la luz


de la razón. No tiene la noción definida, precisa, conmensurada perfectamente
por la especie del instinto. Mi alma necesita que mi razón le de medida
humana. Así es como voy a ser señor de mi vida y de mis actos. Así es como
voy a ser verdadero varón sobre la tierra, o verdadera mujer."

Y en otro retiro:

"El hombre actual podrá conocer el placer de tal o cual sentido, de tal o cual
glándula, cuanto más el de la imaginación.

Mas no conoce el gozo del hombre.

Excita sus sentidos y sus glándulas; abusa de ellos hasta convertirlos en llagas.
De esta manera, no sólo nunca alcanza el noble y altísimo gozo que le
corresponde como criatura racional -como persona-, sino que aún convierte en
sucios dolores aquellos por los cuales perdió su verdadera ventura.

¿Quién nos librará de esta muerte vivida; de este ahogarnos en ese mar de
glándulas venidas a más, entronizadas en el lugar de la Filosofía y las Artes,
de toda actividad moderna?

Únicamente la gracia de nuestro Señor Jesucristo, la cual fructifica en


penitencia, y ésta, en mortificación".

Y no sólo nos mostraba el estado del hombre sino también el de la Patria.


Oigámoslo:

"País desolado la Argentina, nadie la ha visto aún, es tierra de nadie, no hay


un solo rancho en cuya pared se haya intentado un monigote, y nuestros
campesinos son hombres sin tierra. Están rodeados de una tierra ubérrima, que
quiere brotar de

mil maneras, y están pensando: ¿qué haré hoy? Y la radio se enciende a las 7
de la mañana para oír una berriada de estupideces, para matar el día, para
matar la inmensa oportunidad que es un día, que viene cargado de universo y
con Dios mismo, Dios abierto de par en par, que no se pudo entregar al
hombre más de lo que se entregó".
Claro que este triste estado no es sólo nuestro sino de todo el mundo. En una
novena, señalaba:

"..... debemos seguir la norma que nos da Nuestro Señor cuando saca el
ejemplo de la higuera que reverdece: "... así cuando veáis estas cosas sabréis
que se aproxima el fin". Yo no os puedo describir todos los síntomas que hay
de que muere una era histórica. Están en el ambiente y en nosotros mismos.
Que va a haber un inmenso cataclismo, es verdad. Qué fecha, no lo sabemos
porque el Señor no lo quiso decir, pero vendrá ciertamente. El mundo
moderno está para morir. Nosotros tenemos que vigorizar nuestras vidas,
hacernos auténticos Cristos para contrarrestar las horas de angustia que van a
venir."

Siendo otros Cristos, contrarrestamos la angustia.

San Agustín adoctrina que la virtud propia del Pastor verdadero es el celo. Y
el P. Petit, con amorosa solicitud, enseñaba, guiaba y cuidaba el rebaño de sus
fieles, con celo doliente, al igual que el Fundador de la Orden.

¿No lloraba, acaso, Santo Domingo de Guzmán, en su celda de Osma, con


lágrimas fructíferas, pensando en los pecadores que se pierden?

Y el celo de Fray Mario se extremaba cuando tenía que hablar de la religión y


de la Iglesia.

Atendamos cómo enseñaba la religión:

"De la filosofía cartesiana deriva una psicología de conflicto. Según ella, están
los sentidos, que engañan, que traicionan al hombre, y está esta otra parte
segura, la espiritual. ¿Se dan cuenta que ésta es una creencia que se ha
extendido y que se ha hecho común? ¿No piensan algunos cristianos que
estamos en un eterno conflicto entre una felicidad terrena y una felicidad
celestial y que el decidirse por una es morir a otra? ¿No se piensa que estamos
en una disyuntiva, que nacemos en una disyuntiva? Que si yo me decido por
la vida celestial entonces pierdo la vida terrena temporal, y que si me decido
por la vida terrenal, pierdo la celestial, cosa que no es tal, porque en el buen
vivir de la tierra yo voy a adquirir el cielo, y el cielo no se posterga, sino que
viene a mí y va depositándose en mí, en la medida en que yo sea fiel a la
esencia y a la definición que Dios me ha dado, en la medida en que yo sea
auténtico hombre.

¿Ven entonces aquí la decadencia del cristianismo (a partir de Descartes)? Ya


no es una religión de vida como lo dice Jesús a cada paso, que El viene a
devolvernos la vida, por esa infusión precisamente del cielo y del espíritu para
que actúe en lo temporal y lo transforme. ¡Es perfectamente una carcajada de
Satanás el que nosotros pensemos que el cristianismo es una religión para la
muerte y después de la muerte! ¡Qué manera de ceder al demonio el terreno!
Siendo cristiano yo voy a ser más hombre, siendo cristiano voy a cumplir y
construir una vida verdaderamente humana. Siendo cristiano la vida se va a
desbordar en mí hasta poder superar la muerte, la enfermedad, la tribulación,
el engaño, el dolor y la calumnia. Siendo cristiano la vida jamás va a cesar en
mí, y voy a poseer las cosas por dentro, voy a poseer las cosas en su intimidad
secreta, en su esencia.

Aquí está la decadencia del cristianismo, en la cual estamos sumidos. Todo lo


de hoy es decadencia del cristianismo. No conocemos al cristianismo porque
no conocemos a Cristo. A Cristo se le quitó su poder con esta concepción
dividida del hombre."

Y respecto de la Iglesia, exclamaba:

"Tengo el pecho cargado de lamentos por el estado de la amada y divina


esposa de Cristo. ¡Cómo hemos afeado la virginal hermosura de su rostro!
¡Qué incomprendida va cargada con Cruz, tras las huellas de su adorado! ¡Si
por lo menos un grupo de resueltos y encelados supiéramos hacer el oficio de
la Verónica!

Y se hará. Dios escucha. Vendrán quienes sabrán limpiar el rostro de la


ultrajada".

Y también sobre el mismo tema, la Iglesia, escribía en carta al benedictino


Pablo Sáenz:

"Al final de cuentas (como siempre pasa en las cosas de este Señor de muerte
y resurrección) está la esperanza que es más fuerte que dicho desastre. ¿La
Virgen María, San José, Simeón, San Juan Bautista, no se cumplieron en una
Judea y Sinagoga sumidas en ese mismo estado?

¿Y San Benito? La decadencia de Roma que arrastraba en pos de sí al clero de


esos momentos, fue inmunda /...../".

Reitero, nos hacía ver la realidad al desnudo y hasta los tuétanos, pero no para
abrumar, sino para sacudir, para despertar el alma dándole un cimbronazo.

Y una vez visto el estado de cosas ¿cómo salir de él? También nos lo
enseñaba: Por el ejercicio de la racionalidad, con la práctica de las virtudes,
pero sobretodo, con el auxilio de la Gracia.

Tiene Petit un pensamiento, tomado de un retiro del año 1941, que es todo un
aforismo:
"Por atender y mirar la vulgaridad y la tibieza no hay que perder de vista el
poder y la fecundidad de la gracia".

¿Y cómo podemos nosotros obtener el auxilio de la Gracia? También nos lo


enseñó:

"...es urgente ... hacer mucho esfuerzo para volver a amar a Dios y a los
ángeles para poder salir del pozo en que estamos.... hagan el esfuerzo de amar
a los ángeles, pero amar así como a personas que son amigas y que están con
nosotros y que nos ayudan y conviven con nosotros. Amar a los ángeles y a
Dios, y a Jesús, para tener la figura de ellos. Que Santo Tomás también dice
eso, que la perfección consiste en asemejarnos a la especie inmediata superior,
en nuestro caso serían los ángeles; y la degradación, consiste en asemejarnos a
la especie inmediata inferior, y eso serían los monos".

Y otro tanto nos dice, en distinta predicación, respecto de los Apóstoles:

"La importancia de los Apóstoles es suprema: invocadlos, son nuestros, están


metidos en nosotros como módulos. Se comunica una gracia especial, nueva a
nosotros, cuando invocamos y amamos a los Apóstoles; crece la fortaleza. Allí
se encuentra la Iglesia tal cual es. Mirad que la Iglesia está cimentada en ellos
y su piedra angular es Cristo.

Por la Encarnación, Cristo se encarna en María; por los Apóstoles, Cristo se


encarna en nosotros. El salmo 50 dice: "Y levantaré al pobre del estiércol y lo
sentaré en medio de los príncipes de su pueblo". ¿Cuál es el pobre? El que se
desprende de todo. ¿Quiénes son los príncipes de su pueblo? Los Ángeles con
respecto a los Apóstoles; los Apóstoles respecto a nosotros. Tenemos que
escuchar ese rumor de la gracia que cual marea poderosa se desplaza de los
Apóstoles y sube incontenible, desbordante, a través de nosotros, renovando
todas las cosas".

Volvamos a su concepción de la esperanza: La Esperanza como fuego. "La


jubilosa Esperanza que troca su vida en canto y el canto es la vida de Dios".

¿Y qué es Dios? ¿Cómo nos lo muestra a Dios? Escuchemos:

"Resulta anacrónico, atrasada en dos mil años, la mentalidad de aquellos


católicos que conciben a un Dios lejano, escondido en un cielo remoto.
Ignoran el tremendo título de nuestro júbilo: Dios mora en nosotros; quiere
brillar en nuestras almas y nuestros ojos y visitar con nosotros a los hermanos
muertos. Ellos y muchos otros intentan vivir una vida menuda. En cuanto
pierden proporción con los tiempos, notan que los cielos están incendiados,
que la tierra hierve en imprecaciones; que todo arde y se agrieta. Estamos en
la Era del Fuego y del Espíritu".
Según Petit, con la Esperanza "descubrimos que el paraíso está a nuestro
alrededor". El paraíso, fin de la vida cristiana, esencia de la vida cristiana.
¿Cómo nos lo explica?

Oigámoslo en la prédica de una hora santa del año 1954:

Jueves Sacerdotal 25 de Noviembre de 1954

"Amados hermanos: Ya sabéis que todas las pláticas de este año las hemos
tomado para explicar los Mandamientos y que, por último, nos hemos
detenido en la Caridad, y en ella estamos, interrumpiéndola según las
conmemoraciones notables para hacer mención a ellas, pero siempre en
tiempos comunes retomamos a este tema de la Caridad.

/...../

"Comprende entonces a ese segundo miembro del primer Mandamiento: tu


prójimo. "Amarás a tu prójimo como a tí mismo". Retorna a la realidad. Si tú
no descubres el alma de tu hermano, señal que estás todavía enterrado en la
pasión. Si tú la descubres, señal que estás embebido en el amor universal que
ha dado origen a la variedad y tú tendrás la inmensa dicha de poseer quizás el
alma de tu hermano mucho más que lo que la posee él mismo. En tu alma
abastecer tus necesidades en lo que puedas. Ante todo en la presencia de Dios.
Con la perfección que tú trates de alcanzar estás levantando el nivel de todas
las cosas. Cada uno tiene que ocuparse mucho de desarrollar al máximo el
grado de perfección que Dios le ha dado, porque de esa manera uno lo eleva
todo. Si nosotros nos ocupamos de ser fieles en el silencio, en el amor, en el
recogimiento, en una fidelidad celosa de aprovechar mucho estos breves días
que se nos otorgan para semejante dicha, si nosotros hacemos eso, todo lo
demás se va levantando, es lo que importa. Comprendamos eso: que el amor
de Dios quiere volvemos a la realidad porque la versión de la realidad que está
en la mente divina es el Paraíso. El Paraíso en realidad es un estado, no un
lugar. Puede ser que sea un lugar, pero ante todo es un estado. Aquella
anécdota que ya he narrado otras veces de aquel hombre que andaba en gran
nostalgia del Paraíso y que preguntaba a todos dónde podía estar el Paraíso; si
ya se lo había perdido para siempre; si se lo podía recuperar... y un día se lo
preguntó a un Ángel, y el Ángel le puso las manos sobre sus ojos y el vio que
el Paraíso estaba a su alrededor. La versión divina de las cosas, ése es el
Paraíso. El Paraíso está dentro del corazón del justo. ¡Si nosotros hacemos
nuestra desdicha y nuestra felicidad! Según el espíritu que tengamos, así será
nuestra vida. Si yo tengo el espíritu de Dios, Dios me entrega la perfección de
todas las cosas. Si me vuelco en la pasión y en el pecado, entonces yo me
estoy ahí enterrando, ahogando, colocándome en los límites mezquinos de la
pasión, y yo hago mi infierno. Entonces comprendamos eso: que Dios es
realidad y Dios es el origen de toda la realidad y que en El y por El hay una
versión celestial de todas las cosas que es la que tendríamos nosotros que
suscitar con nuestro amor".

He dejado para el final dos textos que me parecen significativos con respecto
al tema de estas jornadas.

El primero, que cobra actualidad por la proximidad del nuevo milenio, del que
tanto se habla y con el cual tanto se lucra. Se venden entradas para cenas de
fin de siglo, se organizan conciertos en lugares insólitos para recibir el año
2000, en fin, mil trivialidades enlazadas con la ingenua creencia que las cosas
cambiarán por el solo transcurso del tiempo.

Atendamos al maestro en una meditación acerca del "Año nuevo":

"No nos atrevemos a pronunciar el lugar común: "Feliz año nuevo". Para
hacerlo sería necesaria mucha rutina o, en su lugar, otro tanto de cobardía e
inteligencia roma.

Mentirnos prometiéndonos un año feliz, sería caer en la violencia irracional


del optimismo. Debajo de cada optimista hay un cobarde, como debajo de
cada pesimista un enfermo de orgullo. Tiene razón Chesterton al decir que el
optimista termina suicidándose, devorado por sus propios problemas que
nunca se atrevió mirar cara a cara.

La verdad es que si la Tierra surcara mares poblados de bestias fabulosas no


estaría la Humanidad entera más minada por gravísimas amenazas.

Es hora de reconocer un hecho que nos debe llenar de alarma: observando los
últimos acontecimientos -la obcecación de las naciones por un lado, de las
clases sociales por otro- , llegamos a comprender que el hombre se ha
disminuido hasta el punto de estar en desproporción para con su propia vida;
lo mismo los pueblos.

Ni en los individuos ni en las sociedades hay una cabeza pujante que ponga
orden y medida al conglomerado de fuerzas que forman la naturaleza humana.

No en vano se ha creído durante siete siglos que la inteligencia era una


facultad vana, gastadora de ingeniosos juegos de salón.

Y, es claro, el hombre pagó caro el desprecio que ha hecho de esa potencia


soberana, la única capaz de leer en la ley eterna el orden y fin de la compleja
naturaleza humana, y aplicarlos con imperio a las fuerzas infrarracionales que
la integran.

Así, abandonados a los apetitos, a los cuales la inteligencia no pone cauce en


la razón de ser de los mismos, el varón y la mujer aparecen desgarrados por
las exigencias estúpidas de esos apetitos salidos de madre, y por los ensayos
clarinescos que la industria, las modas y las malas artes hacen por construir
una bestia inverosímil donde el alma racional del hombre encuentre al fin en
las pobres cosas de la carne y de la tierra, la saciedad perfecta, el júbilo
consumado y la plena felicidad que, en verdad, únicamente en Dios puede
hallar.

Da pena ver cómo, encandilados por esa promesa, hombres y mujeres danzan
alrededor de los ídolos; se entregan con el mayor entusiasmo e
incondicionalmente a todo lo que les va degradando poco a poco.

Cuando un individuo formado en esa escuela de confusión y extravío, es


erigido en jefe de Estado, no por eso cambia dicha mentalidad. Sin cabeza
para ver el último fin de la sociedad y regular los medios con respecto a ese
fin, se encandila con intereses inmediatos animales, llevando los pueblos a la
ruina.

Sobre la efervescencia de una humanidad en proceso de descomposición, no


emerge un Hombre, no emerge la augusta presencia de una inteligencia.

"El Señor miró desde el cielo a los hijos de los hombres, para ver si hay un
inteligente, uno que busque a Dios. Todos declinaron sus caminos y se
hicieron inútiles" (Ps. 13, 3-4).

Este estado de cosas no debe sumir en la desesperación al que lo vea tal como
es.

Sabemos que disponemos -está en el Sagrario- de una Semilla que puede


cambiar la faz de la tierra y que un vaso de agua dado con intensidad de Amor
puede transformar el mundo. Así lo entendió un San Benito y encauzó a todo
un continente en los caminos de una civilización incomparable. Con el mismo
criterio procedieron Santo Domingo de Guzmán y San Francisco de Asís.
Santa Catalina de Siena y San Vicente Ferrer salvaron al mundo de la ruina en
momentos comparables a los presentes.

Si el Señor hubiera encontrado cinco justos en Sodoma, hubiera perdonado a


todo el lugar por amor de los justos.

Cuando en cualquier rincón del mundo -puede serlo muy bien Tucumán-
aparezcan los signos de una conversión al Señor que en intensidad compita
con la iniquidad del mundo, podremos decir: "Feliz año nuevo"." (Cuaderno
Aticus 175 págs, p. 42).

Y el último ejemplo que quiero traerles, es una carta, que aparte de la calidez
que contiene, por su tono epistolar, cobra relevancia por estar escrita pocos
días antes de la muerte de Fray Mario. Está fechada en el Timbó, el 10 de
febrero de 1972, y dirigida a un ahijado suyo que estaba en Alemania, Horacio
Saleme, que además de tener tal padrino tiene otra dicha: su hija Ana Inés fue
consagrada ayer monja benedictina en la Abadía Gaudium Mariae.

Presten atención a la esperanzada angustia que contiene.

/..../

"Fue un acierto venir a Timbó; con razón todo lo que me rodeaba no


pronunciaba otra cosa: lo único que cabía era el destierro voluntario. Todo, sin
excepción, me lesionaba como hombre, como religioso y como sacerdote.
Dije destierro voluntario pero se ha dado la paradoja de siempre: el destierro
ha resultado un casi solemne retorno al universo de Dios y a las almas. Como
al convaleciente de una grave enfermedad se me dan todas las cosas de nuevo;
las estrellas tienen el tamaño que tenían en mi infancia, los follajes se elevan
anhelantes y translúcidos como cuando los descubrí en mi adolescencia y los
ritmos que se multiplican y juegan en las cosas, las ramas, las nubes, las patas
de los caballos, cantan la gloria de Aquél que los hizo. Todo viene a mí denso
y jugoso: los patéticos telones de los crepúsculos de Tucumán -ignorados- que
parecen prontos para correrse y darnos una nueva epifanía del Cristo.

Debajo de todo eso, envueltos por todo eso que no gustan, ausentes, nuestro
pueblo -residuos, ilotas de Buenos Aires-, despojados: terribles en su absoluta
conformidad con el despojamiento. No tienen nada, ni patrón que los explote
pero que, al menos, les dé de comer.

Tengo que olvidar esta comprobación; verlos en los límites de lo que


presentan de inmediato, no reciamente uncidos a una historia inexorable
porque entonces creo que no podría resistir. Todos los pueblos pudieron
desenvolver sus posibilidades -la China, India, Asiria, Grecia- como lo hacen
las plantas, y alcanzaron espléndidas perfecciones; en cambio el nuestro fue
masacrado en cuanto nació. No me digan que el 25 de Mayo y el 9 de Julio
son las fechas de la patria, el 28 de Diciembre es su día: el de la matanza de
los Inocentes. Apenas nacidos, Francia nos mató porque quería matar a Cristo.
E Inglaterra ayudó porque necesitaba comprarnos y vendernos: Lo consiguió.
Hoy, las vidrieras son el paraíso del argentino; el único paraíso.
Veo que mi carta es pesada; lo malo (es) que no puedo hablar de otra manera.
Fabricar optimismo cuando la realidad está herida es propio de cobardes.
Tampoco me pongo de parte del pesimismo. La historia, en cambio, es
intensamente dramática, y la nuestra, su profundidad -para bien de Buenos
Aires- aún no se la ha visto. Nos excede tanto más cuanto que estamos
dormidos.

Ya conozco tu angustiada pregunta: "entonces ¿todo está perdido? Y nosotros


¿qué hacemos?" Ya conoces la respuesta: Forjar un hombre en tí, una mujer
en Ana Inés. ¿Qué es lo positivamente real, lo concretamente real? Tú, Ana
Inés, Pedro y Diego. Si tú plasmas en tí el hombre que Dios quiere en tí, ya
poco importa que Pedro no lo haga.

Sé que están en ese tren, y me consuela.

/...../

Timbó Viejo, 10/2/1972"

Entonces, que nos quede este anhelo: Que cada uno de nosotros sepa forjar el
hombre o la mujer que Dios quiere en nosotros.

Les he hablado del P. Petit. Les he traído apenas partecita de lo que fue su
Apostolado.

"Su sola presencia predicaba el gozo nuevo.

A todos llamó poderosamente la atención el júbilo de su rostro.

Porque había pasado por la Cruz, traía a las almas el esplendor de Cristo
resucitado, de la muerte vencida".

¡Agradezco a Dios por haberle conocido!

Por eso y por ser la primera vez que yo en esta tierra canto, ¡Gloria al Padre,
Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo".
San Luis de Loyola Nueva Medina de Río Seco de la Punta de los Venados,
Junio 13, 1999.

Pascual Viejobueno.

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