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La caída de la URSS

Época: Postmodernidad
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000
Antecedente:
Democratización de la URSS

En un libro que parecía apocalíptico y que resultó profético, el disidente Andrei


Amalrik había previsto para 1984, fecha de la obra de Orwell, la descomposición de la
URSS. Se equivocó, pero tan sólo en dos años, pues en 1986 comenzó ese proceso, que
resultaría imparable. Vino facilitado por unos antecedentes históricos que constituían
una mezcla de brutalidad, heterogeneidad efectiva, apariencia de vertebración plural y
realidad centralista. Baste con recordar, respecto a la brutalidad, que el conglomerado
humano de una de las naciones enviadas hacia el Este por Stalin cuando se produjo la
invasión alemana fue expulsado en tan sólo tres días.
La estructura territorial de la URSS había sido la consecuencia convergente de las
sospechas del dictador soviético con respecto al federalismo y de sus necesidades
tácticas de dar una apariencia de satisfacción a las reivindicaciones de pluralidad. En la
práctica, las decisiones federalistas que fueron tomadas tuvieron escasa eficacia, porque
Stalin no hizo otra cosa que nombrar desde arriba a los responsables políticos. Pero la
existencia de pasaportes internos con mención de la nacionalidad y del principio
constitucional de autodeterminación acabó por revelarse de una considerable
importancia, a pesar de que, hasta el momento, el centralismo del Partido Comunista se
hubiera impuesto de modo abrumador.
Cuando se produjo una liberalización, aunque fuera inicial, todo el complicado sistema
de organización territorial de la URSS -en el que las repúblicas podían tener 147
millones de habitantes o tan sólo dos y en el que existía, además, un mosaico
caleidoscópico de unidades políticas menores- acabó quebrando. Característico de
Gorbachov fue no haber ofrecido absolutamente nada respecto a esta cuestión, que muy
pronto se convirtió en la más importante de la política soviética. Da la sensación, por
tanto, de que ni siquiera la clase dirigente la consideraba como un peligro en el más
remoto horizonte.
La primera explosión nacionalista apareció en 1986, en Kazajstan, cuando elementos
dirigentes comunistas locales se rebelaron ante la intromisión de las autoridades
centrales. A continuación y de forma inmediata, en el Cáucaso se produjo un fenómeno
de pura y simple "libanización", entendiendo por tal una extremada fragmentación unida
al empleo generalizado de la violencia.
El primer conflicto fue el que, en 1987, enfrentó a Armenia y Azerbaiyán por el
territorio de Nagorno-Karabaj. Pero pronto la conflictividad se incrementó de forma
incontenible: cerca de medio millón de armenios vivían en Azerbaiyán, mientras que
200.000 azeríes lo hacían en Armenia. Los armenios, que recordaban el exterminio de
1915 y por ello tendieron a solicitar la protección soviética, no la consiguieron de forma
efectiva, demostrándose la imposibilidad de convivencia entre dos culturas nacionales
distintas incluso en materia religiosa. Pero no se detuvo ahí la confrontación. En abril de
1989, hubo matanzas en Georgia, donde dos repúblicas autónomas -Osetia y Abjacia-
reivindicaban un mayor grado de autonomía.
Si la violencia y la fragmentación protagonizaron los sucesos del Cáucaso, la
unanimidad y la actuación pacífica fueron los rasgos distintivos de la reivindicación
nacionalista en los Países Bálticos. Articulados los nacionalismos respectivos en frentes
populares, donde se integraron inicialmente los partidarios de la Perestroika, en sólo
cuatro meses a partir de la celebración de las elecciones de junio de 1988 triunfaron por
completo, adquiriendo una hegemonía que sería irreversible. De noviembre de 1988 a
julio de 1989, los tres Estados bálticos -Estonia, Letonia y Lituania- proclamaron su
soberanía; en 1989, la reivindicación se extendió a Moldavia, en la frontera meridional
con Rumania. En agosto de 1989, una cadena humana en la que participó el 40% de la
población -cinco millones de personas- testimonió la decidida voluntad de los habitantes
de los Países Bálticos por desligarse de la URSS.
Gorbachov que, a trancas y barrancas, fue consiguiendo pacificar temporalmente el
Cáucaso -hubo nuevos incidentes en Azerbaiyán por estas mismas fechas- cuando visitó
Lituania no logró los éxitos personales que obtenía en sus desplazamientos al
extranjero. A comienzos de 1990 inició presiones más serias. Lo más probable es que
quisiera amenazar, pero no llegar nunca a utilizar la violencia. Para ello, disponía de un
arma esencial: la interrupción de los suministros de petróleo. Sin embargo, no habiendo
reconocido hasta el momento los Estados Unidos la incorporación de los Países Bálticos
a la URSS, lo que sucediera en ellos podía suponer un serio peligro para la política
exterior de Gorbachov.
Los meses finales de 1989 y los iniciales de 1990, cuando se estaban autodestruyendo
ya las democracias populares de la Europa del Este, constituyeron una etapa cardinal en
los planteamientos de Gorbachov.
En el mismo hubo una auténtica revolución de carácter personal. Por vez primera, según
luego contó, leyendo a Solzhenitsin se dio cuenta de que no ya Stalin sino el propio
Lenin podían haber cometido errores de bulto en la manera de organizar la URSS. Esto,
sin dotarle de mayor claridad, le hizo enfrentarse ya a los más conservadores, incluso
aquellos que habían colaborado con él. En marzo de 1990, de un plumazo desapareció
en la URSS el papel dirigente del PCUS, al que nadie utilizó como una especie de
maquinaria política oficial o de partido autónomo. Ello le sumió en la impotencia, para
indignación de los más ortodoxos.
Además, desde 1987 los problemas económicos se multiplicaban y, en 1990, el nivel de
vida se desplomó. El intento de encauzar la economía por parte de Rizkov se sumió
pronto en un mar de contradicciones con los sucesivos consejeros económicos de
Gorbachov, siempre tenaz en aplazar sine die las inevitables elevaciones de precios.
Abalkin presentó a continuación un nuevo plan económico, pero el propio Gorbachov lo
rechazó. Petryakov, su nuevo consejero, acabó por enfrentarse a Rizkov y, cuando
Shatalin propuso un plan de 500 días, que pretendía en tan sólo 100 llegar a la
privatización y monetarización total, arreciaron las protestas de los conservadores.
Además, en este mismo momento se estaba planteando la nueva organización territorial
del Estado y fue esta urgencia política la que evitó que pudiera ponerse en práctica
programa económico viable alguno. En efecto, dados los problemas existentes con los
Países Bálticos, Gorbachov promovió en abril de 1990 la aprobación de una ley que
serviría para los casos en que fuera intentada una escisión. En realidad, hubiera sido
más bien una ley para impedir la secesión, puesto que establecía un plazo de seis años
con un referéndum previo que exigía una mayoría de dos tercios y todo tipo de
aprobaciones previas por parte de la URSS en cualquier momento.
Ni los problemas económicos ni los territoriales encontraron solución, mientras que un
hecho de carácter político sentó las bases para el posterior desarrollo de los
acontecimientos. Las elecciones celebradas en Rusia en mayo de 1990 por primera vez
establecieron una representación en estricto acuerdo con la población y sin un
componente corporativo, como las celebradas anteriormente en el conjunto de la URSS;
no hubo, además, distritos sin candidatos y la censura prácticamente desapareció a partir
de este momento.
El Congreso elegido fue más bien moderado: de los diputados unos 423 estaban con
Yeltsin, 327 en contra de él y unos 250 oscilaron entre ambos sectores. Pero Yeltsin
ganó la presidencia, aunque sólo por cuatro votos, a otro candidato y esto le hizo titular
de un poder político excepcional porque no sólo se refería a la mayor parte del territorio
de la antigua URSS sino que, además, a diferencia del de Gorbachov, tenía un carácter
netamente democrático.
Eso obliga a tratar de quién habría de ser el personaje político del futuro con alguna
mayor detención. A diferencia de otros dirigentes soviéticos de la época, su abuelo
había sido un rico agricultor. También su familia pasó por los padecimientos del
estalinismo: su padre y su tío fueron condenados a tres años de cárcel por criticar al
régimen. Su carrera política personal tuvo alguna peculiaridad. Nunca fue un miembro
del aparato del partido sino más bien una especie de director de empresa que utilizaba la
política para actuar con mayor eficacia.
Eso, no obstante, no quiere decir que se permitiera heterodoxia alguna, pues todavía en
junio de 1988 hablaba contra el multipartidismo. A partir de la Perestroika, Yeltsin
prosperó merced principalmente a su crítica de la nomenklatura; tuvo también más claro
que Gorbachov el hecho de que el final del proceso llevaba al mercado y a la
desaparición del partido único, aunque dudara en los medios a emplear para esos
resultados. Su sentido teatral e histriónico ayudó a que Gorbachov y tantos otros le
subestimaran, pero, además, les resultaba imposible situarle en un extremo para él
mismo ubicarse en el centro porque cambiaba siempre de posición de forma
imprevisible.
La reunión del Congreso, en marzo de 1990, permitió a Gorbachov convertirse en
presidente de la URSS, un cargo ahora mucho más importante y semejante en la
amplitud de sus funciones a la Secretaría General de antaño. Al mismo tiempo, hizo
patente su giro hacia una posición conservadora, coincidente con la disminución de su
popularidad interior, en la que mucho tenía que ver la acumulación de problemas de
todo tipo. En diciembre de 1989, conservaba todavía el apoyo del 52% de la población,
pero un año después a Yeltsin le apoyaba el 32% y a él tan sólo le quedaba el 19%. Al
embajador norteamericano, Mattlock, sorprendido por sus bruscos cambios de actitud,
le contó que se veía obligado a una política de "zigzag" porque el país estaba al borde
de una guerra civil. La realidad era que se veía obligado a mostrar una constante
separación tanto de la derecha como de la izquierda, pero conservando cada vez menos
espacio -y menos confortable- de actuación.
Habiendo prescindido ya de Ligachov a fines de 1990, Gorbachov reemplazó también a
Rizkov al frente del Gobierno. En el nuevo que se formó, Pavlov actuó por libre, como
si no dependiera de quien le había nombrado, pero sin tampoco demostrar sus propias
capacidades. El invierno 1990-91 transcurrió en medio de una histeria política que
explica acontecimientos posteriores. En el momento más dramático, en diciembre de
1990, se produjo la dimisión de Shevardnadze, que había sido co-protagonista de la
política exterior soviética desde 1985. No se lo anunció previamente a Gorbachov
quien, a estas alturas, quizá quisiera que pasara al puesto decorativo de vicepresidente o
sacrificarlo ante las quejas de los sectores más conservadores por la unificación
alemana. Lo importante es que en el momento de informar de su dimisión, el ministro
denunció también la inminencia de una dictadura.
Datos objetivos para considerar que se iba a producir un endurecimiento no faltaban. A
comienzos de 1991, las fuerzas soviéticas ocuparon el edificio de la televisión lituana,
con el resultado de catorce muertos. Gorbachov negó su responsabilidad en esta acción,
pero de esta eventualidad se había tratado en su presencia y nunca pensó en castigar a
los culpables de los hechos. Ni siquiera dijo quién había dado la orden, aunque
asegurara que él no había sido. En esos primeros meses de 1991, hizo, además, patrullar
tropas por el centro de las principales ciudades, quizá por una reacción
desproporcionada ante un posible desorden público. En la fase final de su mandato, dio
la sensación de que Gorbachov permanecía al frente del Estado resistiendo a unas
tendencias que él mismo había provocado y que cada día eran más independientes de su
voluntad.
El principal protagonismo de la política en la URSS se centraba ya en la nueva
organización territorial. En marzo de 1991, Gorbachov ganó, con el 70% del voto, un
referéndum acerca del mantenimiento de la URSS, pero la victoria resultó tan pírrica
que en nueve meses había desaparecido no sólo la URSS sino también el puesto que
desempeñaba el líder soviético. En abril, se llegó al acuerdo de Novo-Ogarevo,
destinado a hacer posible esa nueva vertebración. Gorbachov quería una nueva unión
pero quiso imponerla a la población y a Yeltsin, y ambos no la aceptaron. Fue, por
tanto, la propia Rusia quien acabó con la URSS. Pero nada de esto se entiende sin tener
en cuenta el conjunto de la evolución política del momento.
Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, el creciente poder político de Yeltsin quien,
como sabemos, había conseguido en 1990 una victoria parlamentaria muy justa pero a
quien favorecían crecientemente las encuestas de opinión. Un año después consiguió
ratificarla y ampliarla mediante una elección directa su puesto de presidente de Rusia.
Yeltsin logró la victoria gracias a su alianza con Rutskoi, un personaje más joven, más
nacionalista y militar, que había organizado un grupo autodefinido como "comunistas
por la democracia". La campaña duró sólo tres semanas entre mayo y junio de 1991 y
Yeltsin venció con el 57.3% del voto mientras que Rizkov, el antiguo primer ministro,
sólo logró el 16.9. A partir de este momento, Yeltsin eligió el camino de la
confrontación con Gorbachov y con la estructura central de la URSS. Impidió que el
PCUS tuviera organizaciones en los lugares de trabajo y pretendió quedarse con los
campos petrolíferos que venían a ser lo mismo que las divisas. Frente a esta situación
Gorbachov no fue capaz de reaccionar. El malestar contra él era creciente y nacía de
sectores antagónicos. Si la elección de Yeltsin testimonió la existencia de un sector
radical que le superaba por la izquierda en abril de 1991, 32 de los 72 secretarios del
Comité del partido en la Federación Rusa afirmaron que había que pedir
responsabilidades a Gorbachov.
En estas circunstancias ha de entenderse el intento de golpe de Estado de agosto de
1991. Lo primero que llama la atención al respecto es la participación en él del círculo
político más íntimo del propio Gorbachov. "¿Cómo podían tomar el poder quienes ya
estaban en el poder?", se preguntó el general Lebed, una figura política de importancia
creciente. Fue algo así -interpretó un analista norteamericano- como si el secretario de
Defensa y el de Estado, junto con los directores de la CIA y del FBI, se dirigieran al
Congreso para dar un golpe de Estado contra el presidente norteamericano. Los
conspiradores, principalmente el ministro de Defensa y el responsable del KGB,
tuvieron una relación ambigua con Gorbachov, de vacaciones en Crimea, en la que le
aseguraron que harían el trabajo sucio por él, pero también le mantuvieron aislado.
Por su parte, el líder soviético no estuvo involucrado en el golpe, pero es posible que
deseara que se diera y que no hizo nada con antelación para evitarlo. El propio
embajador norteamericano tenía noticias de que podía suceder algo parecido: el alcalde
de Moscú, Popov, le había informado de ello, incluso con los nombres de las personas
implicadas y, posteriormente, Bush llegó a decirle a Gorbachov quién había sido su
informante. Pero, por fortuna, los conspiradores fueron también extremadamente
incompetentes e indecisos: ni se ocuparon de las autoridades ni tuvieron al frente a un
líder popular e hicieron depender su éxito en exclusiva de la posición de Gorbachov.
Cuando trataron de dar una rueda de prensa lo hicieron en un indescriptible estado de
confusión provocado por una borrachera. Más que un golpe, lo sucedido pareció
realmente un espectáculo.
Con el intento, cuya peligrosidad fue mayor de lo que podía esperarse de su dirección,
terminó la decisión de una persona, Yeltsin, y la actitud de fondo de los militares más
jóvenes. Se ha podido calcular que el 40% de los soviéticos simpatizaba de un modo u
otro con los sublevados. Muchos de los dirigentes de las repúblicas adoptaron, además,
actitudes pasivas y entre quienes hicieron lo propio fuera de la URSS estuvo el propio
presidente francés, Mitterrand. La huelga general declarada para enfrentarse con los
golpistas no llegó a triunfar. El momento decisivo tuvo lugar en la noche del 20 al 21 de
agosto, cuando las unidades militares acabaron obedeciendo a Yeltsin en mayor medida
que a los golpistas. La interpretación que Gorbachov -cuya esposa sufrió dos años de
enfermedad como consecuencia de los hechos- hizo de lo sucedido es que "si el golpe se
hubiera producido un año y medio o dos años antes, presumiblemente habría podido
triunfar". Esta afirmación parece cierta, pero el propio Gorbachov, en un artículo
publicado días antes del golpe, citaba dos veces a Lenin y consideraba que la
adulteración del régimen había tenido lugar a causa de Stalin. Esto demostraba que si
había desempeñado un papel decisivo en el comienzo del fin del sistema soviético ahora
ya estaba desplazado por los acontecimientos.
Las consecuencias de la derrota del golpe de Estado fueron decisivas para el destino de
la URSS. La ruptura de la unión se produjo porque Yeltsin no concibió otro modo de
acabar con Gorbachov y porque éste y los militares se negaron a actuar por la fuerza o
ni siquiera concibieron la posibilidad de hacerlo. Fue Yeltsin quien llevó la iniciativa de
los acontecimientos: suspendió al Partido Comunista mientras que Gorbachov dio la
sensación de seguir considerándolo reformable. Además, no nombró nuevo primer
ministro y aceptó de forma pasiva lo dispuesto por Yeltsin.
Resulta muy posible que si en septiembre Gorbachov hubiera dimitido Yeltsin hubiera
mantenido la URSS. Ya en noviembre, las cosas habían cambiado. En un momento
inicial estaba dispuesto a aceptar alguna fórmula de Estado federal pero en realidad los
visitantes extranjeros parecieron siempre más preocupados por la descomposición de la
URSS que los propios políticos que la habían dirigido. A la separación de los Países
Bálticos le siguió la de Georgia, Moldavia, Azerbaiyán..., etc. Nada decisivo sucedió
hasta que en diciembre de 1991 Ucrania decidió no entrar en una organización federal
que tuviera un sistema de dirección en forma de organismo común. En realidad, sólo
con la presencia de Ucrania podía tener sentido una unidad política semejante a la
antigua URSS.
A comienzos de ese mismo mes, Rusia, Ucrania y Bielorrusia decidieron crear una
Comunidad de Estados Independientes (CEI), a la que se sumaron las otras repúblicas,
pero que habría de ser una especie de cascarón vacío de contenido al estar ligada por
unos vínculos muy laxos. Rusia heredó el puesto de la URSS en el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas y la disposición sobre las armas nucleares aunque
debió negociar con otras repúblicas (por ejemplo, Ucrania, Kazajstán...) sobre este
punto.
La CEI condenó a la desaparición de la magistratura ocupada hasta entonces por
Gorbachov y, por lo tanto, de su relevante papel en el primer plano de la política
interna. A fines de ese mismo mes, hizo su última intervención pública desde el poder.
Había sido "una especie de Moisés", que pudo conducir a su pueblo a la tierra prometida
pero sin entrar en ella. Ni la liberalización del régimen ni la misma revolución final
fueron causadas por la política de Reagan sino por la impregnación de los "valores
humanos" auspiciados merced al protagonismo de quien había sido el séptimo secretario
general del PCUS, cuya relevancia histórica difícilmente puede ser, por tanto,
exagerada. Le esperaba, no obstante, un destino poco prometedor. Nobel de la Paz en
1990, cuando abandonó la política de su país, Yeltsin le prometió que podía seguir
ejerciendo un papel en ella gracias a la creación de una Fundación. Pero cuando ésta o
quien la presidía actuó de forma crítica frente al nuevo dueño del Kremlin, perdió el
apoyo estatal. Todo sucedió -asegura Gorbachov en sus memorias- de una forma muy
característica de Yeltsin, es decir con ruido, con rudeza y sin habilidad alguna.

Democratización de la URSS
Época: Postmodernidad
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000
Antecedente:
Postmodernidad y globalización
Siguientes:
De la "perestroika" a la "glasnost"
La caída de la URSS
La Rusia de Yeltsin

El final del siglo XX ha tenido como protagonista fundamental un fenómeno casi por
completo inesperado. De toda la historia del comunismo, lo más sorprendente es cómo
abandonó el escenario histórico, de un modo prácticamente irreversible y en medio de
una auténtica estupefacción entre los observadores del momento. En 1985, no parecía
posible una Unión Soviética fragmentada ni con una industria o una agricultura que no
estuvieran colectivizadas; en 1991 lo primero era una evidencia ya consolidada y a lo
segundo parecía conducir un proceso ya incontenible. Resulta, por tanto, correcto,
describir lo sucedido allí como una segunda revolución rusa, de importancia semejante a
la primera.
Quien la protagonizó fue una sociedad que se había beneficiado de un cierto cambio en
lo que respecta a los niveles de consumo desde la época de Kruschev y también en lo
relativo a una evidente difusión de la educación. Sin estas dos realidades, simplemente
no puede ser entendida la transformación política de la antigua URSS. Pero, en esta
ocasión en la Historia humana, como también en muchas otras, lo sucedido no puede
entenderse sin una iniciativa política en la que el factor individual jugó un papel
decisivo. Tampoco sin tener en cuenta lo sucedido en la clase dirigente soviética puede
llegar a comprenderse la Perestroika y la posterior democratización de la antigua URSS.
Mijail Gorbachov, llegado a la Secretaría general de un PCUS, que había consumido
tres personas en ese cargo en el plazo de otros tantos años, pareció desde el primer
momento, por edad y por características personales, muy distinto de sus antecesores.
Nacido en 1931 en Stavropol, a los diecinueve años ingresó en el Partido. Pertenecía a
una generación que no hizo ya la Guerra Mundial y que recibió una educación
relativamente elevada. De todos modos, la lectura de sus memorias constituye un buen
ejemplo de los sufrimientos del pueblo ruso desde los años treinta a los ochenta.
Su hogar consistía en una sola habitación común, de modo que su padre le hizo
abandonarla cuando llegó la hora de tener un nuevo hermano, para que su madre
pudiera parir; en ella, había iconos junto a los retratos de Lenin y de Stalin. Uno de sus
abuelos fue enviado a Siberia por oponerse a la colectivización y otro, durante la gran
purga de los años treinta. El abuelo de su futura mujer fue ejecutado y su familia no
recibió el certificado que servía de testimonio de su rehabilitación hasta 1988, es decir
en plena Perestroika. Durante la hambruna de los años treinta, varios de sus parientes
murieron; en la escuela donde inició sus estudios no había libros impresos y los
alumnos tenían que fabricarse la tinta para escribir.
Estudiante en la Universidad de Moscú, vivió con otras veintiuna personas en una única
habitación. Allí tuvo como compañero a un futuro disidente checo, Mlynar, indicio de
que un mínimo de tolerancia ideológica era ya posible en aquellos medios. Gorbachov
ascendió en la carrera política de forma muy rápida: con treinta y cinco, años era el
equivalente a alcalde de una gran población. Esto, además, le permitió establecer
contactos con la clase dirigente del régimen.
Su región natal, en la que ejerció el poder político, era conocida por sus instalaciones
termales y turísticas, lo que contribuye a explicar que conociera a mucha gente
importante en un plazo corto de tiempo. Aunque su carrera política no pasó de discreta
en cuanto a los resultados efectivos conseguidos, había obtenido ciertos éxitos en la
dirección de la política agrícola. En 1980, antes de alcanzar la cincuentena, formaba ya
parte de una dirección política del PCUS que tenía, como media, setenta años. Da la
sensación de que Andropov preparó su propia sucesión en beneficio de él. En sus
memorias, recuerda Gorbachov haber asistido al funeral de Berlinguer, ocasión en la
que descubrió una nueva cultura política, incluso entre sus correligionarios italianos;
tanto esta ocasión como el anterior momento de estudios universitarios constituyen
otros tantos indicios de una apertura hacia otros mundos, que luego su contacto con los
líderes mundiales confirmó y aceleró.
Los occidentales que le conocieron en la etapa inicial de su carrera apreciaron en él un
estilo por completo distinto del habitual en la dirección de su partido. Aunque
inequívocamente ortodoxo, carecía de la dureza y la inaccesibilidad de la generación
dirigente anterior. Pero, sin duda, estaba, además, muy bien entrenado para ejercer el
mando con toda decisión en el seno de la política de la URSS. Actuó con firmeza y
rapidez a la hora de hacerse con el poder tras la muerte de Chernienko y, en tan sólo
unos meses, concentró en sus manos todo el poder, desplazando no sólo a posibles
rivales de la vieja generación sino también de la propia. Verdad es que todas las
circunstancias favorecían un relevo generacional al frente de la URSS.
Con Gorbachov llegó al poder un equipo político nuevo que le ayudó a la conquista del
poder aunque luego, con el transcurso del tiempo, se enfrentara con él. Le ayudó
especialmente a consolidarlo Ligachov, a quien consideró en un principio como número
dos de su equipo. Aunque luego personificaría el sector más conservador, no era en
absoluto un estalinista (su suegro había sido ejecutado sumariamente en 1937). Diez
años mayor que el secretario general, Ligachov fue en los momentos iniciales quien
reclutó los nuevos cuadros directivos al servicio del nuevo dirigente (incluido su
posterior adversario, Yeltsin). Shevardnadze, a quien Gorbachov nombró ministro de
Asuntos Exteriores, había sido un amigo de épocas anteriores, alto cargo del partido en
Georgia como él mismo en Stravropol.
El hecho de que no tuviera experiencia diplomática no fue un obstáculo para su
nombramiento sino que primó la relación personal. Además, Gorbachov desde un
principio hizo percibir a Gromyko su voluntad de ocuparse personalmente de la política
exterior, lo que supuso la jubilación del veterano ministro. Shevardnadze hasta los años
cincuenta ni siquiera hablaba bien el ruso; el secretario de Estado Baker descubrió con
sorpresa que su mujer, también georgiana, era partidaria de la independencia de su país
natal. También su padre había sido purgado en la época estalinista: en su patria natal,
una décima parte de la población desapareció como consecuencia de la emigración
compulsiva ordenada por Stalin cuando se produjo la invasión alemana. Como se ve,
cualquiera de las biografías de los dirigentes sirve para percibir la magnitud de la
tragedia vivida por la URSS a lo largo de los años.
Para comprender la figura y la obra de Gorbachov, es esencial considerarle como un
reformador decidido, pero un tanto perplejo e incluso confuso en cuanto a los objetivos.
Tuvo muy clara la idea de sustitución de lo existente pero nunca llegó a saber bien qué
remedios emplear para producir cualquier reforma ni, menos todavía, con qué iba a
sustituir definitivamente aquello de lo que tenía conciencia que necesitaba cambiar. "No
podemos seguir viviendo de esta manera", aseguró desde un principio, y en sus
memorias revela cómo descubrió que un país como la URSS, el primer productor
mundial de energía, podía tener problemas de abastecimiento en poco tiempo, debido a
la mala organización de la explotación y la distribución.
Pero la impaciencia reformadora no le proporcionó en absoluto claridad respecto al
futuro. Como tantos otros dirigentes soviéticos -Kruschev, por ejemplo- descubrió que
el mundo occidental no era lo que la propaganda soviética describía. Gorbachov,
además, rompió de forma más decidida con el modelo de comportamiento del dirigente
soviético, incluso por el mismo protagonismo que a su lado tuvo su esposa. Eso explica
sus fulgurantes éxitos de popularidad en este aspecto de su gestión, que generaron en él
una manifiesta vanidad y un autoconvencimiento de su capacidad de seducción, tanto en
política exterior como en la interior.
Uno de sus colaboradores, Gratchov, ha llegado a escribir que, al final de su etapa de
gobierno "había convencido tan bien al mundo de su capacidad para hacer milagros
políticos que empezó a creérselo él mismo", de modo que, a base de escucharse a sí
mismo, se tomaba por su propio interlocutor y se persuadía a sí mismo sin llegar
convencer a los demás. Pero el vértigo de los acontecimientos y la ausencia de un
meditado y claro programa de reformas le hizo estar dominado por los acontecimientos
en vez de dirigirlos. Otro de sus colaboradores, Guerasimov, asegura que los dirigentes
del PCUS estaban, en la época de la Perestroika, tan ocupados por los acontecimientos
cotidianos que apenas tenían tiempo de pensar. Eso explica los sucesivos deslizamientos
desde la ortodoxia más estricta hacia actitudes que denotaban un progresivo y cada vez
más rotundo alejamiento de ella.
El propio Yakovlev, principal colaborador de Gorbachov en materias ideológicas en el
período decisivo, había sido un ortodoxo del leninismo, cuyos principios sustituyó por
un ideario que no superó un nivel superficial y periodístico. Las críticas de Ligachov a
Gorbachov tampoco deben ser desdeñadas, a pesar de la posición ideológica del
primero. Impresionable, incapaz de tomar medidas impopulares, atenazado por el temor
de ser destituido de forma súbita como Kruschev, reaccionó siempre con lentitud ante
los acontecimientos y al final acabó dominado por los mismos.
En definitiva, Gorbachov nunca decidió claramente si quería ser Lutero o el papa del
sistema en el que ejerció su responsabilidad política. Probablemente, quiso ser lo
segundo, pero a muchos les pareció lo primero y finalmente presidió, hasta la misma
recta final, el derrumbamiento del sistema que presidía. El caso de China demuestra de
forma clara que era posible realizar una transformación gradual pero efectiva, aunque en
última instancia se plantearan también en este país idénticos problemas de
perdurabilidad del comunismo que en la URSS.
De cuanto hasta el momento se ha apuntado, se deduce que para entender lo sucedido en
la Rusia de Gorbachov resulta imprescindible partir de la comprensión del ritmo de los
acontecimientos, porque éstos tuvieron como consecuencia la radical modificación de
los programas de reforma. En 1985, el propósito del nuevo dirigente soviético se
inscribió en una línea que, en definitiva, resultaba muy tradicional en el sistema
soviético. No se trataba de cambiar el sistema político sino de multiplicar su eficacia
económica a partir de la constatación de que estaba acosado por los graves problemas
que hemos podido apreciar anteriormente. Luego, a partir de 1988, se produjo un
deslizamiento hacia el predominio de lo político, planteado como una exigencia previa y
fundamental. La reforma económica se esfumó del horizonte ante esta urgencia y ello
agravó una situación ya de por sí complicada. Cualquiera de los observadores de la
URSS en proceso de cambio -soviéticos o extranjeros- pudo constatar que en un primer
momento no había ningún programa económico; cuando los hubo resultaron demasiado
divergentes y sólo engendraron polémica política interna. Pero casi nada se llevó a la
práctica, con el resultado de que, a comienzos de la década de los noventa, la antigua
URSS se despeñaba en el abismo de la catástrofe económica.

De la "perestroika" a la "glasnost"
Época: Postmodernidad
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000
Antecedente:
Democratización de la URSS

El punto de partida reformista de Gorbachov fue, por tanto, modesto, teniendo en cuenta
la posterior evolución de la URSS. Se trató, en suma, de la sustitución de una clase
dirigente gerontocrática por otra que, en el estilo propio de quien la dirigía, desde el
principio pareció semejante a la característica de un político occidental por su carisma,
determinación y apariencia de eficacia.
Pero, de cara a la política interior del partido, el estilo de Gorbachov experimentó
menos cambios. "Tiene una sonrisa amable, pero dientes de acero", aseguró de él
Gromyko. Lo importante, sin embargo, estriba en que, en realidad, la Perestroika se
enmarcaba en su momento inicial en un tipo de comportamiento habitual en el seno del
régimen soviético. Se trataba de lograr un uso más apropiado de los medios económicos
de los que se disponía, porque se admitía ya la existencia de un abismo entre la realidad
y lo oficial. Este nuevo impulso reformador incluyó la purga de una burocracia ineficaz
y la voluntad de implicar al conjunto de los ciudadanos en la tarea colectiva de
reconstruir la economía nacional. Lo auténticamente novedoso fue, por tanto, la
sensación de inevitabilidad en la autocrítica y la urgencia de resolver los problemas
productivos, así como la amplitud de la revisión a emprender.
Pero Gorbachov era, y siguió siéndolo, un pragmático y no un teórico. Por más que él
mismo -y, sobre todo, alguno de sus colaboradores iniciales, como Yeltsin- utilizara un
lenguaje desgarrado, su universo intelectual permanecía en la ortodoxia del sistema. A
lo sumo, decía inspirarse para sus planteamientos en alguna fuente inesperada, como las
obras del último Lenin. Pero para él, al menos tal como lo expresó en sus comienzos,
Stalin fue "históricamente necesario", la Revolución rusa resultó, en su momento,
positiva e incluso no estaba justificado someter a crítica el comportamiento de la URSS
en la primera parte de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soviéticos fueron aliados
de los nazis.
En el origen de la Perestroika estuvo, sin la menor duda, una voluntad de reforma
económica, pues éste era el aspecto más grave de la situación de la URSS a mediados de
los ochenta. Pero aunque Gorbachov presentó el cambio necesario en esta materia como
una imperiosa necesidad, no lo fundamentó en una teoría acerca de él. Pareció, por el
contrario, inspirarse en el conocido lema de Lenin: "Lo más importante es implicarse en
la lucha y aprender qué hacer a continuación". En su caso, esa interpretación fue en
exceso optimista, porque el programa de reforma no llegó a esbozarse y, además, con el
transcurso del tiempo, la economía se convirtió en un rehén de la política.
Aun así, resulta de interés mencionar el primer diagnóstico que la dirección política
soviética hizo acerca de los males de la situación y los remedios que se pretendían para
resolverla. En primer lugar, la descripción que en esos medios se hizo fue que se trataba
de "un fenómeno de crisis" por lo que no bastaba una simple aceleración. Aganbegyan,
el primero de los consejeros económicos de Gorbachov, afirmó que en un 40% de las
ramas de la industria se habría producido una disminución de la producción y que,
además, existía "una degradación de la agricultura".
Pero llama la atención que, ante esta realidad, sólo propuso reformas de los
procedimientos de gestión tendentes a dar más autonomía a la empresa, a procurar un
mayor rendimiento por trabajador o al aumento de la calidad sin cuestionar en absoluto
el conjunto del sistema. Cuando tímidamente se introdujeron actividades económicas
privadas, se hizo con un casuismo exasperante. Nunca, a lo largo de toda la duración de
la Perestroika, se discutieron las alternativas económicas existentes en otros países del
área socialista. Las pocas medidas que realmente se adoptaron no fueron discutidas de
forma efectiva, como fue el caso de aquellas que permitían capital extranjero. Un chiste
acerca de Gorbachov, que le describía como una persona que tenía cien consejeros
económicos pero no sabía cuál era el bueno, ilustra la situación de perplejidad de la
clase dirigente soviética que demostró mucha más capacidad de destruir que de
construir.
Rizhkov, el presidente del Consejo de Ministros nombrado por Gorbachov y persona
clave para ejecutar la reforma económica, simplemente permaneció en la pasividad y,
como veremos, cuando ya la situación empezó a convertirse en patética sólo fue uno de
quienes propusieron una serie de planes de acción contradictorios que concluyeron en
una situación insoluble. En lo que abundó la primera fase de la Perestroika fue en
medidas morales, como, por ejemplo, combatir el uso del alcohol. Según fuentes
oficiales, en 1986 se habría producido una disminución de hasta el 36% del consumo.
Pero, aunque ése era un problema objetivo de la sociedad soviética, como es lógico,
estaba muy lejos de ser el primero.
Del final de la guerra fría se tratará en otro epígrafe, pero es preciso en este momento
tomar nota de la estrecha relación existente entre la sentida necesidad de reforma
económica y la política exterior. El nuevo estilo del secretario general, capaz de
mezclarse con las masas durante sus visitas a Occidente, cordial y sonriente, explica
buena parte de su éxito. El primer impacto de Gorbachov en los medios internacionales
se produjo ya antes de ser responsable principal de la política soviética, pero cuando
alcanzó ese puesto llegó a alcanzar mayor popularidad que los líderes democráticamente
elegidos de los países que visitaba. Lo cierto es, sin embargo, que su éxito nacía de la
debilidad. Si multiplicó las iniciativas en política exterior tendentes a la distensión fue
porque sentía la necesidad de "concentrarse en la labor dentro de la propia sociedad".
De cara al interior de la URSS, se justificó inicialmente la nueva posición en política
exterior como producto de un necesario "tiempo de respiro". Pero pronto la situación
cambió. De forma rápida, en las declaraciones de los dirigentes soviéticos empezó a
percibirse como positivo un sentido de interdependencia entre el mundo capitalista y el
soviético. La lucha de clases desapareció como epicentro de la política internacional y,
en cambio, la paz fue vista como un bien objetivo y para todos. Gorbachov empezó a
hablar de un "hogar común europeo" a pesar de la radical diferencia existente entre las
instituciones políticas; esta evolución, que pudo ser tildada de puro cambio táctico,
acabó por traducirse en un giro de fondo con el paso del tiempo.
A medio plazo, en efecto, tuvo lugar una verdadera impregnación de los valores
humanistas en la mentalidad de la dirección soviética. De momento hubo, al menos, un
cambio sustancial en las prioridades de los dirigentes: el examen de sus discursos
testimonia una radical disminución del interés por los países socialistas y por el Tercer
Mundo y, en cambio, una creciente preferencia por las relaciones con los países
occidentales. De esta manera fue posible una "impregnación" de valores democráticos.
Resulta obvio que el balance de la política exterior fue no sólo positivo sino brillante
para Gorbachov. El optimismo generado por este resultado fue un factor que contribuye
a explicar que, aunque ése no era su propósito original, la Perestroika derivara hacia una
reforma política. La palabra glasnost, desde muy pronto considerada un complemento
de la primera, significó desde el punto de vista político algo así como una actitud de
buena voluntad gubernamental para aceptar un debate crítico sobre determinadas
materias siempre que fuera constructivo. Glasnost en ruso quiere decir apertura,
publicidad o voluntad de decir las cosas tal como son, pero no en sentido propio,
libertad de expresión, sino genérico deseo de llegar a una apreciación más realista de las
cosas. Su sentido, en el marco de una Perestroika dirigida de forma fundamental al
cambio económico, consistió originariamente en provocar un planteamiento realista de
los problemas y a animar a los ciudadanos a involucrarse personalmente en la reforma.

Ahora bien, a partir de 1988, de este propósito inicial se pasó a una auténtica revolución
en los medios intelectuales y periodísticos que desbordaron los proyectos iniciales de
los gobernantes, tomaron la iniciativa y acabaron influyendo en los acontecimientos de
un modo decisivo. En realidad, Gorbachov no dio libertad de prensa, sino que las
diferentes publicaciones se la fueron tomando. "Un pescado muerto se pudre en primer
lugar por la cabeza", afirma un proverbio ruso. Como en tantas revoluciones, la difusión
de principios contrarios a la esencia misma del sistema contribuyó a destruirlo.
Relacionada con esta actitud, se debe citar también la condescendencia con una
oposición intelectual que, quizá, apenas estuviera formada por un par de millares de
personas, pero que estaba destinada a jugar un papel decisivo en los medios
intelectuales y periodísticos. La liberación de Sajarov, a fines de 1986, fue un gesto
dirigido hacia el exterior y un testimonio de flexibilidad interna pero, además, le
convirtió en un protagonista de la vida pública. En ésta no faltaron las polémicas.
Durante la primavera de 1988, se produjo en los medios de comunicación un amplio
debate en torno a Stalin. Aunque Ligachov afirmó no haberlo provocado, los sectores
más conservadores vieron siempre las actitudes autocríticas como el resultado de una
conspiración de las potencias occidentales para dividir a la clase dirigente soviética.
Pero el momento decisivo, que amplió considerablemente el contenido de la glasnost,
tuvo lugar en abril de 1989, con ocasión de la avería en la central nuclear de Chernobil,
que produjo una catástrofe ecológica sin precedentes, con el obligado traslado de más de
135.000 personas para evitar el efecto de la radiación. Durante aquellos días, Pravda
hizo mención en su primera página a acontecimientos tan lejanos a esa catástrofe como
la visita del ministro de Asuntos Exteriores chipriota. El mismo Shevardnadze cuenta en
sus memorias que quince embajadores extranjeros le habían pedido audiencia para tratar
de los efectos de lo allí sucedido antes de que él mismo recibiera información alguna
sobre el particular. Chernobil aceleró la liberalización de los medios de comunicación y
ésta facilitó la confrontación política.
Al margen de las polémicas sobre el pasado soviético, la tensión fue especialmente
grave en Moscú. Yeltsin, la máxima autoridad del partido, había hecho allí afirmaciones
estridentes contra los anteriores responsables, como la de "Cavamos y cavamos y no
llegamos al fondo de la corrupción". Gorbachov le apartó en noviembre de 1987 de sus
responsabilidades en la capital, otorgándole un puesto menor, si bien de rango
ministerial. En adelante, siempre pensó acerca de él que era un demagogo irresponsable,
deseoso de notoriedad y capaz de traicionarle. Sin duda, siempre fue poco estable y
propendió a la fabulación y a la desmesura, pero eso no obsta para que muy pronto
tuviera el aura de un apoyo popular excepcional para lo que era habitual en la clase
dirigente del régimen. En 1988, enfrentado con Ligachov, constituía ya una alternativa
posible en una lucha interna del PCUS en la que Gorbachov ocupaba el centro. Además,
a esas alturas, como veremos, había hecho acto de presencia otro motivo de
confrontación interna que ni siquiera había sido imaginado en un principio: la
efervescencia entre las nacionalidades.
La glasnost había trasladado el centro de gravedad en la tarea de Gorbachov desde la
economía a la política. Como consecuencia de ello, el PCUS inició la senda de un
cambio institucional. En junio de 1988, se celebraron unas elecciones que, sin ser
democráticas, revelaron que la liberalización llegaba también a la política. De un total
de 1.500 puestos electivos, para unos 400 sólo hubo un candidato y en un millar apenas
dos; otros 750 escaños fueron elegidos por las organizaciones sociales. Este segundo
modo de elección revela la desigualdad de los electores: hubo personas que tuvieron
derecho hasta a seis votos.
Pero, a pesar de que casi el 90% de los electos era de afiliados al PCUS, una treintena
de líderes importantes del partido no fue elegida. Más importante aún fue la presencia
de una minoría de reformadores, unos trescientos. Entre ellos, Yeltsin, que logró el 90%
de los votos en Moscú, sin que en ningún momento se pensara en evitar su elección, lo
que resultaba más novedoso aún, pese a que resultara incómoda para el propio
Gorbachov. Hubo regiones en las que el reformismo logró una victoria significativa: los
lituanos en su totalidad eran demócratas. El propio Sajarov fue elegido como diputado
por una organización científica. Lo más decisivo fue que, después de la reunión del
Congreso y de la elección de su presidente, desde el punto de vista político, la URSS
empezó a convertirse en otro país.
Desde el primer momento, en el Parlamento se habló con absoluta libertad, aunque
también con bruscos cambios de actitudes y poca articulación de las mismas. Sólo a
fines de 1990 existió una verdadera y precisa división interna de los diputados,
fragmentados entre docena y media de grupos, de los que el más importante era el
comunista (730 escaños), seguido del conservador Soyuz. Gorbachov nunca trató de
aglutinar a un partido, ni siquiera al comunista, con un programa concreto tras de sí; por
el contrario, se movió en un mundo exclusivamente gubernamental. Ello demostraba su
difícil adaptación al mundo del liberalismo o, más aún, a la democracia. Pero, al mismo
tiempo, en diciembre de 1988 su Gobierno se dijo inspirado por "valores humanos
universales", lo que significaba un rompimiento esencial con los principios del
marxismo-leninismo, que hasta el momento eran la esencia misma del régimen
soviético.

La Rusia de Yeltsin
Época: Postmodernidad
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000
Antecedente:
Democratización de la URSS

Charles De Gaulle dijo en una ocasión que Kennedy era la máscara de Estados Unidos,
pero que Lyndon Johnson era su cara real. Se puede reinterpretar esta sentencia diciendo
que Gorbachov era la máscara de Rusia y que Yeltsin fue la cara real. Si Yeltsin fue
necesario para que el sistema soviético se derrumbara, en el momento en que le tocó
desempeñar el poder se descubrió que tenía mucho más de líder populista que de
dirigente democrático. Su propia biografía oficial afirma que su estilo revolucionario,
intuitivo, directo y abrupto le llevaba a "identificarse con el pueblo y no a adularlo". La
forma en que se tradujo en la realidad esta descripción revela que Rusia no se encaminó
hacia un sistema democrático normal, sino hacia una especie de régimen autoritario
plebiscitario, sujeto a bruscas alternativas y con unas instituciones inesperables y a
menudo en confrontación.
En el momento de su victoria, Yeltsin pareció haber renunciado a modificar la
composición del Parlamento ruso que había sido elegido antes del intento de golpe de
Estado. Pero muy pronto se enfrentó con él y en este hecho es muy posible que un
factor importante fuera el propio desconocimiento del funcionamiento de un sistema
democrático. "En aquel período -cuenta Yeltsin en sus memorias- no estaba claro qué
era un presidente ni qué era un vicepresidente ni la forma que habría de adoptar el
Tribunal Constitucional ruso". Aparte de enfrentarse con esta institución, Yeltsin lo hizo
también con el propio Rutskoi, su compañero de candidatura, porque criticaba la
estrategia de la terapia de choque en el terreno económico.
El aprendizaje de la democracia podría haberse producido por acuerdo: tras
conversaciones con el Parlamento, Yeltsin propuso, para elegir un primer ministro, que
la Cámara eligiera quince nombres; de ellos escogería cinco candidatos y los presentaría
al Parlamento. Pero, cuando se llevó a cabo este procedimiento, no se llegó a una
solución satisfactoria porque optó por la segunda persona en número de votos y no por
la primera. No sólo fue patente esta muestra de predominio del ejecutivo sobre el
legislativo, pues, mientras tanto, el Parlamento protestaba con dureza contra los medios
públicos de comunicación utilizados al arbitrio de quien estaba en el poder.
En septiembre de 1993, Yeltsin procedió a la disolución del Parlamento y a anunciar la
presentación de una nueva Constitución que sería sometida a referéndum. Según sus
memorias fueron sus adversarios quienes tomaron la iniciativa de la violencia, una vez
fracasada la mediación del patriarca ruso. En Moscú, los incidentes de octubre acabaron
con disparos de los tanques contra el edificio del Parlamento y un centenar de muertos.
Pero la victoria de Yeltsin no proporcionó en absoluto estabilidad a Rusia. A partir de
este momento, parece no haber sentido ningún interés en apoyar a Gaidar, su preferido
anterior como primer ministro, a quien ahora sustituyó por Chernomirdin. En algo sí
existió una marcada continuidad: el enfrentamiento con el Parlamento fuera éste el que
fuera.
La intervención en Chechenia, de la que se tratará más adelante, fue repudiada por el
90% de los diputados, pero esto no pareció causar impresión a Yeltsin que, en 1995,
tenía menos del 10% de apoyo en la opinión pública. Contó, sin embargo, con la
aprobación del mundo occidental tanto cuando se produjo el enfrentamiento de 1993
como con posterioridad, en el momento de las nuevas elecciones presidenciales. La
insatisfacción que pudiera sentir Occidente se contraponía a la inexistencia de una
alternativa mejor y a la capacidad de renovación de un populismo que acaba siendo
efectivo en términos electorales.
Pero eso no supone que el sistema político de la nueva Rusia resultara democrático. De
acuerdo con la Constitución de 1993, el presidente de Rusia es elegido por dos períodos
de cuatro años y tiene en sus manos decidir las "líneas básicas de la política interior y
exterior". La Duma o Parlamento está compuesta por 450 diputados, la mitad de los
cuales es elegida por sistema mayoritario. En realidad, es escaso el impacto de las
elecciones legislativas en la determinación de la composición de los Ministerios, que
dependen en exclusiva de la voluntad presidencial. El papel político del Ejército se
configura a través de la existencia de un influyente Consejo de Seguridad. Existen hasta
137 Ministerios, unos 50 más que en la época en que existía la URSS. Quienes habían
sido opositores del régimen soviético -una minoría formada principalmente por
intelectuales- han desaparecido de la vida política.
La política de Yeltsin se ha caracterizado siempre por permanentes vaivenes y no sólo
por lo que respecta a sus decisiones sobre a quién elegir como primer ministro. Sus
relaciones con el resto de los países de la CEI han sido frecuentemente conflictivas: así
ha sucedido, por ejemplo, con Ucrania, debido a la pugna sobre la Flota rusa del Mar
Negro. Pero también se han producido conflictos en unidades políticas menores. La
Guerra de Chechenia, desde mediados de la década de los noventa hasta la actualidad,
revela no sólo la permanencia de los problemas relacionados con la heterogeneidad de
la antigua URSS sino también la incapacidad del Ejército para resolver una guerra de
guerrillas.
Hasta finales de los noventa, los rusos debieron aceptar una situación de independencia
de hecho con las autoridades de Chechenia firmando tratados con los tártaros y por
Bashkortán que presumían una especie de trato entre iguales. Ni siquiera con la
mención a este conflicto se pueden declarar concluidas las referencias a los problemas
de pluralidad interna de la Rusia actual. Resultan muy frecuentes las quejas de algunas
unidades políticas menores debido al peso de los impuestos que recaen sobre ellas.
Esto nos lleva a plantear la difícil situación económica en que Rusia ha permanecido
durante la década de los noventa. En 1991, empezaba ya a ser desastrosa: ese año se
produjo un descenso de la producción en un 10% en productos energéticos, químicos y
alimentarios, pero lo peor estaba aún por venir. El PIB pudo haber bajado más del 40%
entre 1991 y 1994, aunque las estadísticas parecen poco fiables, por estar sujetos los
datos básicos a ocultación sistemática. En industria, el decrecimiento puede haber
llegado a ser del 50%, mientras que en la agricultura los descensos han sido menores.
Pero lo más grave no es esto, sino que la vida económica no parece sujeta a reglas.
Lo que ha venido tras el régimen colectivista no ha sido el capitalismo ni tampoco el
capitalismo salvaje, sino una especie de lucha tribal de grupos de interés económico al
margen de la legalidad. Yeltsin mismo llegó a decir que el 40% de los empresarios
estaba vinculado a la mafia. Las consecuencias afectaban, como resulta lógico, a la
confianza del capital exterior. En 1984-1994, Rusia recibió tan sólo 7.000 millones de
dólares de inversión extranjera, una cifra muy baja comparada con los 83.000 millones
de China.
La gravedad de la situación económica se aprecia también en el nivel de vida: se ha
calculado que entre 1990 y 1994 murieron un millón y medio más de personas como
consecuencia de su deterioro. En sanidad, por ejemplo, el gasto público viene a ser la
mitad del mínimo imprescindible. La delincuencia, por otra parte, no se limita a planear
sobre el mundo económico, sino que ha adquirido la condición de una plaga habitual: en
tan sólo 1994 se contabilizaron 29.000 asesinatos.
Una situación como la descrita no sólo no ha tenido como consecuencia hacer
desaparecer las pretensiones imperiales del pasado sino que, por el contrario, ha existido
la tentación de incrementarlas para compensar con la grandeza exterior los problemas
del interior; en el fondo, de un modo no tan distinto a como sucedió en la época de
Breznev. Así ha reaparecido una política nacionalista nacida de la oposición a la OTAN
-en especial, a su extensión hacia el Este- y de una eslavofilia que lleva, por ejemplo, a
ejercer una indudable actitud protectora respecto a Serbia.
Esta actitud de creciente nacionalismo ha sido asumida por Yeltsin, incorporando las
doctrinas nacionalistas de los liberal demócratas, la extrema derecha de la Duma rusa.
Al menos en su caso, ha consistido en reivindicaciones ante los países occidentales que
concluyen en la petición de ayuda económica o en la benevolencia de los occidentales a
la hora de admitir en la práctica que buena parte de esos fondos no se emplea con los
propósitos señalados a la hora de concederse los préstamos.
En mayor o menor grado cuanto antecede, que se refiere primordialmente a Rusia,
puede extenderse, en ocasiones con agravantes, al conjunto de los países actuales que en
su día formaron parte de la URSS. Si en Rusia, por ejemplo, el 83% de quienes en 1993
ocupaban puestos de relieve habían sido militantes de Partidos Comunistas el porcentaje
es todavía mayor en Asia Central. En realidad, las instituciones políticas se caracterizan
en casi todos los casos por un presidencialismo desbocado y casi omnipotente frente al
parlamentarismo que ha sido la fórmula habitual en la Europa central democrática y
poscomunista.
En consecuencia, se puede hablar en el mejor de los casos de una "democracia
delegativa", sujeta, más que a control, a plebiscitos ocasionales. Esta situación suele
estar acompañada, en el caso de las repúblicas asiáticas, por un centralismo extremado.
Pero también hay otros casos, en los que la realidad política es una pura y simple
dictadura: éste es el caso, no sólo del centro de Asia, sino también de Azerbaiyán en el
Cáucaso y de Bielorrusia al Oeste. En cuanto a la situación económica, se caracteriza
también por los problemas indicados, e incluso multiplicados.
La reflexión que se impone ante este panorama remite a algunos clásicos del
pensamiento político del pasado y también a lo que han escrito algunos intelectuales
rusos en el presente. Ya Tocqueville afirmó que resulta sencillo hacer una revolución
contra un sistema tiránico, pero lo es mucho menos construir luego una democracia
viable. Quizá tuvo menos razón Montesquieu cuando aseguró que los regímenes eran
como los climas y el ruso se caracteriza por su carácter extremado y sus cambios
bruscos. En el actual, muchos occidentales ven reproducirse los rasgos de
irresponsabilidad, confianza en la buena suerte, ignorancia y mala educación combinada
con el servilismo hacia lo extranjero que tantas veces aparecieron en el pasado ruso.
Toda esta actitud parece basada en estereotipos pero no parece por completo carente de
justificación.
Por su parte, Solzhenitsyn se ha convertido en el representante más caracterizado de ese
patriotismo ruso receloso con respecto a Occidente y entusiasmado con el alma
tradicional del propio país. Para él los reformadores se habrían comportado como
"fanáticos que, obnubilados por una idea fija, empuñan sin la menor duda su escalpelo y
se ponen a cortar y recortar el cuerpo de Rusia"; en este sentido han resultado más los
herederos que los adversarios de los comunistas.
En tono angustioso, se pregunta el escritor sobre la supervivencia de Rusia mientras que
describe la transformación económica como un "pillaje perpetrado en las sombras y
visto como algo irremediable". El juicio de Elena Bonner, la viuda de Sajarov, aun muy
distinto en su fundamento, no resulta mucho más positivo: "Nunca hemos vivido en
democracia, pero en los últimos años hemos conseguido desacreditar la idea misma de
la democracia". De las incógnitas sobre el futuro que tiene la Humanidad al comienzo
de un nuevo milenio, una de las más graves es, en definitiva, la que se refiere a la
antigua URSS.

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