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Sobre los personajes de las novelas (Sábato)

Todos los personajes de una novela representan, de alguna manera a su creador. Pero
todos, de alguna manera lo traicionan. A medida que esos personajes de novela van
emanando del espíritu de su creador, se van convirtiendo por otra parte, en seres
independientes; y el creador observa con sorpresa sus actitudes, sus sentimientos o sus
ideas. Actitudes, sentimientos e ideas que de pronto llegan a ser exactamente los contrarios
de los que el escritor tiene o siente. A veces mis personajes me sorprenden y hasta me
aterrorizan del mismo modo que el terror que nos producen de pronto fantasmas en
nuestros sueños. El escritor va viendo con perplejidad como surgen "sin querer" vicios y
pasiones que pueden llegar a ser los contrarios de los que el autor manifiesta en su vida
normal. Lo extraño , pero significativo, es que el autor se sorprende de esas irrupciones,
pero suele experimentar oscuros sentimientos de placer o satisfacción, como si esas
criaturas se atrevieran a decir y a hacer cosas que él jamás osaría realizar en la vida
honorable que lleva.

Los seres reales son libres. Si los personajes de una novela no son también libres, son
falsos; y la novela se convierte en un simulacro sin valor. El artista se siente frente a
un personaje suyo como un espectador ineficaz frente a un ser de carne y
hueso; puede ver, puede hasta prever el acto, pero no lo puede evitar (lo que, de
paso, revela hasta qué punto un hombre puede ser libre y esa libertad no es contradictoria
con la omnisciencia de Dios). Hay algo irresistible que emana de las profundidades del ser
ajeno, de su propia libertad, que ni el espectador ni el autor pueden impedir. Lo curioso, lo
ontológicamente digno de asombro, es que esa criatura es una prolongación del artista; y
todo sucede como si una parte de su ser fuese esquizofrénicamente testigo de la otra parte,
de lo que la otra parte hace o se dispone a hacer; y testigo impotente. Así, si la vida es
libertad dentro de una situación, la vida de un personaje novelístico es doblemente libre,
pues permite al autor ensayar, misteriosamente, otros destinos. Es a la vez tentativa de
escapar a nuestra inevitable limitación de posibilidades y una evasión de lo cotidiano. La
vida es libertad dentro de una situación, pero la novela es una doble libertad, pues nos
permite ensayar (misteriosamente) otros destinos: es a la vez tentativa de escapar a
nuestra finitud -valor ontológico- y una evasión de lo cotidiano -valor sicológico-. Pascal
afirma que la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento,
nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede
apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o
suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos
simulacros.
Cuando Shakespeare toma héroes de la historia, los transforma en contemporáneos suyos.
Unica forma de no erigir monigotes que sólo existen en el papel. Al fin y al cabo, lo humano
es eterno: el amor, la muerte y el destino. La mejor manera de hacer hablar a un
personaje histórico como ser viviente es haciéndolo hablar como un ser
viviente, es decir, como contemporáneo. Lo humano es anacrónico.
Shakespeare pone sus propias ideas y sentimientos en esos seres del pasado, y así han
hecho siempre los más grandes creadores. Ibsen confesaba: "Todo lo he buscado en mí
mismo, todo ha salido de mi corazón". De modo tal que ningún escritor puede crear un
personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la historia tratará de achatarlo a su
nivel: el Napoleón de Emil Ludwig no es más alto que su culpable. Al revés: modestos seres
llegan a alcanzar la estatura de sus cronistas. Es muy probable que Laura o Beatrice
hayan sido imperfectas o triviales mujeres, pero fueron levantadas y
eternizadas a la altura de las grandes almas que las cantaron. El novelista, el
poeta, hace con sus mujeres lo que en escala humilde hace todo enamorado
con su amada. Si es cierto que los personajes novelísticos salen del propio corazón del
creador, nadie puede crear un personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la
historia lo bajará hasta su propio nivel. El teatro y la narrativa están atiborrados de
Cleopatras y Napoleones que no son más altos que sus culpables. Al revés, modestos seres
son levantados hasta la estatura de sus grandes creadores. Es probable que Laura y
Beatrice hayan sido mujeres triviales; pero ya nunca lo sabremos, pues las que conocemos
fueron levantadas hasta la cumbre de Petrarca y de Dante.

Entre el alma y el espíritu puro hay las mismas diferencias que entre la vida y el sacrificio
de la vida, que entre el pecado y la virtud, que entre lo diabólico y lo divino. Y es el abismo
que separa al novelista del filósofo. Lo que no significa que en las ficciones las ideas no
puedan ni deban aparecer, ya que los seres humanos que las animan, como los de carne y
hueso, no pueden no pensar, y al mismo tiempo que lloran, ríen o se conmueven,
reflexionan y discuten. Pero esas ideas que así surgen no son las ideas puras del
pensamiento hecho sino las impuras manifestaciones mentales del existente. Esos
personajes no hablan de filosofía, sino que la viven. En virtud de esa dialéctica existencial
que se despliega desde el alma del escritor encarnándose en personajes que violentamente
luchan entre sí y a veces hasta dentro de sí, resulta otra profunda diferencia entre la novela
y la filosofía; pues mientras un sistema de pensamiento debe construirse en forma
coherente y sin ninguna contradicción, el pensamiento del novelista se da en forma
tortuosa, contradictoria y ambigua.

No hay que suponer, por otra parte, que por ser personajes de ficción, por el mero hecho de
tener existencia en el papel y ser creados por un artista, los personajes carecen de libertad
y que, en consecuencia, sus ideas no pueden ser sino las ideas, pensadas antes, del propio
autor. No necesariamente, en todo caso. Saliendo, como salen, de la persona integral de su
creador, es natural que algunos de ellos manifiesten ideas que de una manera, perfecta o
imperfectamente, han surgido de la mente del propio artista; pero aún en esos casos, esas
ideas, al estar encarnadas en personajes que no son exactamente del autor, al aparecer
mezcladas a otras circunstancias, otra carnadura, otras pasiones, otros excesos ya no son
aquellas que alguna vez el autor pudo haber expresado desde su propia situación; y
deformadas por las nuevas (presiones que en la ficción suelen ser tremendas y
demoníacas) cobran un resplandor que antes no tenían, adquieren aristas o matices
nuevos, logran un poder de penetración insólito. Pero un escritor profundo no puede
meramente describir la existencia de un hombre de la calle. En cuanto se descuida (y
siempre se descuida) aquel hombrecito empieza a sentir y pensar como delegado de alguna
parte oscura y desgarrada del creador.

Los seres ficticios y hasta los seres fantásticos deben ser descritos con realismo, ya que sólo
nos emociona lo que es real. Así procedieron Dante con sus condenados del infierno,
Shakespeare con sus personajes históricos y Kafka con sus figuras de pesadilla.El escritor
puede elevar a sus personajes a su altura, pero con esto no quiero decir que no se le
escapen; se le pueden escapar, se le escapan casi siempre. Por ejemplo, Madame Bovary
alcanza la estatura que tiene Flaubert. A lo mejor la pobre Madame Bovary que sirvió de
modelo, de maniquí para que él colocara sus pensamientos, sus pasiones, era una pobre
mujer de pueblo. En cambio así, es una mujer memorable, todos hablamos de Madame
Bovary. Es decir, que el creador levanta a un personaje hasta su propia estatura. Es un
poco así lo que pasa con el amor y las pasiones amorosas. El amor a veces es una pasión
tan fuerte, tan poderosa, que transforma a los individuos y los eleva a un nivel que
habitualmente no tienen. Es decir, hasta el hombre más común cuando se enamora
puede llegar a ser una especie de poeta. Y no es muy raro encontrar a tipos que son
de pueblo que han escrito algún versito cuando estaban enamorados. Y también es cierto
que esa pasión produce una especie de magia; se parece mucho a la creación literaria.
Los personajes deben tener realidad humana. Y es imposible que existan arquetipos
humanos puros. Por lo tanto, no existen cerrados arquetipos de personajes ficticios. Uno
de los errores de cierta novelística consistió en creer en los arquetipos, como personajes
cerrados, únicos, duros. No hay tal arquetipo. Todo lo que está en un hombre puede estar
en los demás: abierto o críptico, desarrollado o en germen, nítido o confuso. Un gran
escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar
algunos, pueden juzgarse como "buenas personas". Casi nadie en la gran literatura. Basta
considerar los grandes protagonistas de novelas: siempre marginados, tíos casi siempre
fuera de la ley. No es justificable la existencia de personajes abstractos en la literatura
profunda, que es existencia viva; esta literatura considera la reintegración del hombre, sus
elementos emotivos y su circunstancia particular. La abstracción pertenece al campo de la
filosofía y de la ciencia. Gorki malogró buena parte de sus excelentes dotes por el
acatamiento a una falsa estética, derivada de este cientificismo que estaba en el aire de la
época; afirmaba que para describir un almacenero era menester tomar cien de ellos y
buscar los rasgos comunes. Evidentemente, éste es el "modus operandi" de la ciencia, que
busca lo universal abstrayendo lo particular. Pero ése es el camino de lo muerto y de la
esencia, no el de la existencia viva. Así sucede que los personajes de Gorki nos parecen a
menudo muñecos mecanizados y cuándo no es así es porque, felizmente, el talento
narrativo de Gorki es superior a su dogmatismo.

Nuestra condición es común a todos los hombres. Es como una infinita, compleja y sutil
trama que pasa a través de todos nosotros: hombres y mujeres, pobres y ricos, reyes y
esclavos. Esa condición en algunos asume estados más eminentes que en otros, en ciertos
casos la envidia pasa a  primer plano y la generosidad desaparece, en otros el odio suplanta
al amor.  En otro momento, en el mismo personaje (o en otro) se invierten los papeles. Y a
eso se debe por lo demás que el novelista pueda crear personajes tan dispares: le basta
acentuar tal o cual matiz de su propia condición, poner en primer plano tal o cual emoción
o pasión: los celos o la indiferencia, la perversidad o la compasión, el amor o el odio, el
rencor o la comprensión. Los personajes centrales de Jean Anouilh, por ejemplo, son casi
siempre muchachos que se aferran al amor absoluto y a la pureza; aun al precio de la
muerte se niegan a madurar, es decir a relativizarse. El tiempo relativiza siempre,
inevitablemente convierte lo puro en impuro, la ilusión en realidad. Madurar es envejecer,
ensuciarse las manos, volverse sensato, aburguesarse, entrar en el juego de las
conveniencias y de la razón; en suma transformarse en un cochino. Creonte es el hombre
maduro. Antígona, la muchacha que se niega a aceptar la vida tal como es, que se resiste a
jugar ese siniestro juego de la existencia. ¿Dónde está Anouilh? Sus sueños, sus ansiedades
más profundas, sus nostalgias más tenaces, están en Antígona. Pero su vida real, su
cotidiano y sórdido heroísmo están en Creonte. Así nos pasa a todos.

En "Abaddón el exterminador", Bruno es un aspecto de mi propia personalidad; tal vez el


más contemplativo, el más abúlico, el menos ofensivo, el más caritativo. Todas las demás
características buenas y malas que no están en Bruno paran en otros personajes, como
Fernando Vidal de "Sobre héroes y tumbas". También allí hay mucho de mí. Es en ese
sentido que toda la novela es una autobiografía, en el sentido trivial y literal del término.
Los personajes de una novela son tan autobiográficos como los de un sueño, aunque sean
monstruosos y aparentemente tan desconocidos que aterran al propio soñador. Cervantes
no es sólo el Quijote, sino Sancho y Teresa Panza y Dulcinea y Maritornes y el Duque.

Los personajes actúan y sólo sabemos de ellos lo que ellos mismos nos dicen, o lo que
hacen y piensan. De modo que si nos colocamos en su yo, podemos descender hasta el
fondo de su conciencia. Este descenso se dirige al misterio primordial de la condición
humana. Allí se plantean inevitablemente los grandes dilemas: ¿por qué estamos hoy y
aquí? Los personajes, al igual que los hombres, deben ser considerados como seres totales,
aunando sus diversos aspectos: sensorial, racional, emocional, instintivo, volitivo, etcétera.
Por eso las grandes novelas apasionan a todos, y de alguna manera todos se sienten
representados en sus obsesiones mas profundas. Todos nacemos, sufrimos, amamos. Yo no
soy viajante de comercio y no vivo en los Estados Unidos, pero "La muerte de un viajante"
me conmueve. ¿Por qué? Nada que sea totalmente ajeno a nuestro espíritu nos conmueve,
por nada que sea inconmensurable con nosotros podemos tener compasión; como la
palabra lo indica es una pasión compartida, es un movimiento en común. Si Hamlet nos
interesa es porque en alguna medida, en algún momento, en alguna pasión hemos sido
Hamlet. También Quijotes y Sanchos, también hemos sentido de una manera o de otra el
deseo de matar a una vieja usurera; y si no hemos sentido o si creemos no haberlo sentido,
ya se encarga ese despiadado novelista de hacernos sentir esa pasión. Así es, exactamente.
En la búsqueda de Martín, en la tenebrosa pasión de Alejandra, en la melancólica visión de
Bruno y en el horrible "Informe sobre ciegos", he intentado describir el drama de seres que
han nacido y sufrido aquí. Pero a través de él, un fragmento del drama que desgarra al
hombre en cualquier parte: su anhelo de absoluto y eternidad, condenado como está a la
frustración y a la muerte. Y a pesar de esa frustración y de esa condena, algo así como una
absurda metafísica de la esperanza. También como en la vida.

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