Patxi Suárez y Luciano Labajos [1]. Revista El Ecologista nº 39. Primavera 2004.
Son indudables los efectos beneficiosos que reportan los jardines, en especial en las
zonas urbanas: positivas consecuencias sobre la psique del estresado ciudadano,
creación de microclimas favorables, uso sostenible del suelo frente a otros fines más
agresivos y refugio de algunas especies animales y vegetales. Pero estas ventajas no
deben hacernos olvidar la otra cara de la moneda, el impacto ambiental que ocasiona la
jardinería.
Y ¿qué decir de las especies elegidas? En vez de buscar las plantas que se adapten mejor
al entorno circundante, los criterios suelen regirse más por la moda, los gustos del
vecino y las ofertas de los viveros. La utilización excesiva de algunas especies ocasiona
una terrible monotonía en cuanto al diseño se refiere. Pensemos en los kilómetros y
kilómetros de cupresáceas que, cual muros verdes, jalonan toda la Península: aunque
cambiemos de comunidad parece que no nos hemos movido, el paisaje es siempre el
mismo. Además, la falta de variedad ocasiona la aparición de plagas imposibles de
controlar, miles de setos de arizónicas y cipreses se encuentran infestados por plagas de
hongos que ya se están haciendo resistentes a muchos tratamientos. O el caso de los
geranios, que en muchos lugares se emplean como plantas anuales, ya que una mariposa
los devora con tal ferocidad que el empleo de tratamientos fitosanitarios resulta más
caro que la sustitución de la planta.
Pero quizá el impacto más grave de nuestra jardinería se derive del consumo desaforado
de recursos, agua principalmente, y del empleo masivo de plaguicidas y herbicidas.