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Se puede hablar de un mal del escribir.


No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que
podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.
Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de
escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir.
Al contrario.

Marguerite Duras, “Escribir”, Tusquets, 1994


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EDITORIAL
La Reconstrucción
MARTA ALICIA ORTIZ
Cabe preguntarse, cuando el almanaque se acelera y se acerca fin de año,
cómo fue que volvimos del sismo, de la noche que cayó entera, sin miga de
luz, sobre el taller. Tal vez la imagen sea muy fuerte, pero es la más fiel a la
sensación que sobre nosotros quedó flotando–es decir, sobre cada martes a
partir de agosto del año pasado- después de la partida de Oscar Tartabull, amigo,
compañero y colega entrañable con quien veníamos compartiendo escrituras,
alegrías y tristezas desde el año 2005. El piso se movió o el techo se cayó y ya
nada fue igual.
Ardua tarea, recuperar la llama chamuscada. Difícil, por no decir imposible. No
obstante y a pesar del tiempo adverso, continuamos con las reuniones, martes a
martes, pero sosteníamos apenas una pequeña mecha con escaso combustible.
Corolario: la revista anual Ópera Prima no se editó en 2009. Sí un grupo que no
había participado de El libro de los talleres III en 2008, editó en El libro de los
Talleres VII, editorial DUNKEN, Buenos Aires 2009.
Pero así como el tiempo lija, pule, talla y cambia la fisonomía absolutamente
de todo, se podría decir que a la noche sucedió el día y que alguna fuerza sub-
terránea barrió los escombros y renovó el combustible. Nos hicimos fuertes, in-
corporamos nuevos acólitos, nuevas pasiones, retomamos la letra propia y la
ajena. No es casual que Marguerite Yourcenar haya titulado a una de sus grandes
novelas: El tiempo, gran escultor. No es casual como no lo es que haya salido de
imprenta en estos días Debe Haber Cuentos, por Editorial Ciudad Gótica, el libro
que juntos pergeñaron Marta Rodríguez y Oscar Tartabull, libro que estaba ya listo
para su edición antes de aquel fatídico agosto de 2009. Marta y Andrea Tartabull
se ocuparon de llevarlo a buen término.
Del mismo modo se ganó ritmo, se sumaron las escrituras y quisimos volver a
editar la revista del taller y también cambiarle la cara. Cabe aquí entonces el capítulo
que reúne los agradecimientos y la bienvenida. Agradecimientos a la
Diseñadora Gráfica Evangelina Bianchi quien desde el inicio de la revista se hizo
cargo de su diseño y edición, incluyendo el reconocimiento en la edición 2008, al
trabajo que sobre la idea original, aportó la Diseñadora Gráfica Constanza Enderle.
Esta nueva presentación le da la bienvenida a la Diseñadora Gráfica e Ilus-

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tradora Romina Biassoni, quien desde este año forma parte además, del bizarro
y voluntarioso grupo de escribientes que da cuerpo al taller. Y aquí se aplica con
toda la fuerza el espíritu de la frase de Marguerite Duras que elegimos como lema
para esta edición (no ha de ser casual que esta nota editorial se funde sobre dos
Margaritas insignes): “Se puede hablar de un mal del escribir. No es sencillo lo
que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas
de todo el mundo. Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura
de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al con-
trario.” Y si escribir tiene que ver con la pasión que nos acerca a la sana locura
que no cede ni corta jamás el hilo de tinta, tiene que ver también con el acto
complementario de dar a leer lo escrito: el trecho que cierra el círculo y provoca
cambios en quien escribe y en quien lee. Permeables, uno a permitir que su texto
sea devorado por un “otro”, y ese “otro” lector, que en el acto de masticar el texto
ajeno permite que su paisaje interior se transforme.
Un buen consejo entonces, para lectores ocasionales y dirigidos: dondequiera
que se encuentre, dedicarse a disfrutar de estas páginas que alguien habrá dejado
caer entre sus manos. La lectura de Hendra, el cuento de Amankay, lo llevará a
seguir el caprichoso vuelo de un pañuelo de seda roja capaz de unir destinos
distantes. Confirmará que es una carta póstuma el objeto del que se vale Vicky
para definir el futuro de su personaje en Misterioso encuentro. Pulseras, el relato
de Isabel, rescatará del olvido otro objeto: las “esclavas” de plata que su narradora
no volverá a usar. Marta entrega dos microficciones: Mar mareado, una presencia
inmutable que una ventana cerrada para siempre deja afuera, y Reflejos, donde la
letra se juega en la imagen entre dos espejos enfrentados.
El humor llega de la mano del completo y originalísimo Catálogo de Narices reu-
nidas por Romina, así como la tormentosa relación de Laura y su gata en Blanca y
yo. Delante de mí, de Fiama Colello, relata la búsqueda obsesiva de alguien inha-
llable que paradójicamente parece estar siempre al alcance. La narradora de Él o
yo, de Silvia Cerejido, le pone fin a una vida de papel para empezar a vivir la propia,
de carne y hueso; por su lado, Silvia Pavía entra a la escena de lo que será una
noticia policial a partir de la inoportuna tormenta que se desata en Granizo. Trofeo
inesperado, en la voz del personaje de Elisa, cuenta una accidentada visita a una
casa de campo que parece habitada solo por alimañas ponzoñosas.
Esta muestra 2010 materializa con creces los beneficios de no apartarse nunca
del “mal del escribir” que refiere Duras. Para lectores exigentes.

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DIRECCIÓN
Marta Alicia Ortiz

DISEÑO
www.estudiobiassoni.com

CONTENIDO
Editorial / 03
Amankay Appezzatto Scropanich / 06
Victoria Pesado Castro / 08
Isabel Sagarevich / 10
Marta Rodriguez / 12
Romina Biassoni / 14
Fiama Colello / 16
Silvia Pavía / 18
Silvia Cerejido / 20
Elisa De Seta / 22

ILUSTRACIONES
Ornela Pendica
Romina Biassoni

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Hendra - El pañuelo de seda rojo -
AMANKAY APPEZZATTO SCROPANICH

Le Ballon Rouge (1956)

No lograba recordar cuándo fue la primera vez que lo vio. Él era pequeño, eso
lo sabía, y pasó de las manos de su abuela a las de su madre. Solo las mujeres
de la familia podían usarlo; quizá algún día él se lo daría a su posible esposa.
El pañuelo, noble trozo de seda romboide con tenues rayas violáceas, nació
con una simple tradición familiar.
A él no le importaba el pañuelo, sino el olor a jazmines que el retazo de seda
tenía. No recordaba si alguna vez le echaron perfume, o si quizá de tanto estar
guardado en el cajón el pañuelo se había impregnado de alguna esencia floral.
Una noche de tormenta, cuando se cortó la luz y no lograba encontrar el
camino al dormitorio, en esos segundos perdidos entre el ataque de pánico y
la epifanía, se guió por el aroma del pañuelo que se encontraba colgando fuera
del placard, al lado de la cama.
Un día de otoño lo llevaba atado en su cuelo y el viento se lo robó, lo arrebató
ante sus ojos. Al principio trató de perseguirlo pero la ráfaga se volvía veloz
a cada paso que él daba persiguiéndola. La ráfaga, llevándose al pañuelo de
seda como rehén, dobló con violencia en una esquina, y él no lo pudo encontrar.
No se dio cuenta de que el pañuelo había quedado enredado entre las ramas
de un paraíso con hojas amarillas.
El pañuelo permaneció en ese árbol mucho después de haber caído la última
hoja rozando sus miles y miles finísimos hilos de seda. En ese desperezar em-
pezó a caer, con lentitud, para posarse en la cabeza de una muchacha.
Ella sintió una suave caricia en su frente al tocar su cabeza con los dedos.
Dudando del incierto origen de tal demostración de afecto, tomó el pañuelo.
Miró a los caminantes de la vereda y nadie le prestó atención. Hizo el intento
de buscar al dueño, pero los seres humanos portan esa horrible cualidad de no
querer ver ni escuchar al universo de las cosas de todos los días. Así fue como
se lo llevó con ella.
No era un pañuelo desagradable, emitía un embriagador aroma a jazmines.
No tardó mucho en usarlo como chalina.
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Es extraño, solo a veces, el movimiento descoordinado de algunas estre-
llas. Retroceden, dan vueltas; así es como ellas enhebran el destino, también
lo modifican y reescriben sobre él. Así, de similar forma, creen moverse los
hombres como si en un acto de prestidigitación se pudiera cambiar lo que a las
estrellas les costó tanto trazar.
Ocurrió cuando los brotes empezaban a formar nuevas hojas, en esta locura
donde vino a enredarse tanta gente, entre tantos ruidos y vueltas que acortaron
las distancias. Ella, que empezaba a utilizar el pañuelo, y él, quien lo había per-
dido, colisionaron cuando ella salía de una librería y él quería entrar.
En ese mismo instante, el universo de las cosas de todos los días empezó a
oler a jazmines.

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Misterioso encuentro
VICTORIA PESADO CASTRO

La carta decía que llegaba el miércoles 10 y que se alojaría en un hotel en


las afueras de la ciudad. El telegrama con la noticia de la muerte de mi mejor
amiga me afectó más de lo esperado. Nos habíamos comunicado por teléfono
dos semanas atrás. Es cierto que su voz tenía un tono un tanto apagado. Noté
que no era la Eva se siempre. Ella me tranquilizó diciendo que todo estaba bien.
Me hubiera gustado que nos encontráramos enseguida pero mi trabajo y la
distancia me lo impidieron. Ahora, al enterarme de que su abogado deseaba
comunicarse conmigo, me sorprendí.
Eva vivía sola y no tenía una gran fortuna. Nos hicimos amigas en la secun-
daria. A los dieciocho años se enamoró de un vecino cuya familia estaba ene-
mistada con la suya. Decidida a no abandonar a su amor, una noche huyó con
él. Fueron a la estación, tomaron un ómnibus de larga distancia y se establecie-
ron en un lejano pueblo de Misiones. Al año siguiente su compañero murió. Ella
siguió viviendo en la misma casita trabajando como modista para mantenerse.
Cuando nos encontrábamos Eva siempre se quejaba de la mala situación
económica en que vivía. Muchas veces quise ayudarla pero nunca lo permitió.
¡Qué fácil hubiera sido volver a su casa, a la comodidad del hogar, protegida por
sus padres! “Pero eso, nunca jamás”, solía decir con orgullo.
La bocina de un auto me sacó de mis recuerdos. El remise había llegado. Lue-
go de darle la dirección al chofer me arrebujé en el asiento. Hacía un frío gélido y
el viento soplaba desaforado. El coche avanzaba a gran velocidad por las calles
solitarias. Me pareció que no llegaba nunca. De pronto el vehículo se detuvo
frente a una fachada amarillenta. “Hotel Iberia” decía un bamboleante cartel
a la entrada. El hombre apagó las luces del auto. Habíamos llegado. Luego de
indicarle que me esperara, bajé. Al cruzar la entrada me sacudió un escalofrío.
Miles de dudas se apoderaron de mi cabeza. ¿Y si todo era una trampa? ¿Y si
no existía el tal abogado? ¿Dónde me había metido?
-¿Puedo ayudarla en algo, señora? -me preguntó con amabilidad el empleado
detrás del mostrador.
-Sí, busco al señor Perelló -le respondí en un hilo de voz.
-A ver un segundito. Habitación 37, le aviso -Tomó el teléfono: Una señora lo
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busca. -Enseguida baja -dijo mirándome de modo inquisitivo.
Al cabo de cinco minutos lo vi venir. Un hombre mayor que caminaba con
cierta dificultad. Bajo el brazo llevaba un abultado portafolio. Luego de pre-
sentarnos nos sentamos en los sillones de la recepción. Con gran parsimonia
extrajo un sobre de su maletín y me lo entregó. Estaba dirigido a mi nombre.
Tomé la carta doblada en cuatro con manos temblorosas. La desplegué y ob-
servé las líneas borrosas que se desparramaban irregulares conformando un
extraño diseño sobre el papel.

Querida Martina:
Sé que esta carta te tomará de sorpresa. Pienso que es la
única salida que encuentro para morir en paz. Estoy sola y muy enferma. Debo
confesarte un secreto. Cuando decidí huir con Roberto estaba embarazada.
Tuvimos una hija, pero, como nos era imposible criarla, la dimos en adopción.
Su tutora, una amiga nuestra, murió hace un tiempo. La nena vino a vivir con-
migo. Tiene siete años y es hermosa. Mis dolores son cada vez más fuertes. Te
ruego te hagas cargo de ella. El señor Perelló está a tu disposición. Sé que no
te negarás. Que Dios se apiade de mí. Te quiere
Eva
No pude reprimir las lágrimas.
-Pero entonces se suicidó -dije con voz cortada.
-Si señora. Me dio esta carta antes de matarse de un tiro a la cabeza.
Sentí que el mundo se desplomaba encima de mí. No podía dejar a la nena

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abandonada. Cerré la carta y la guardé en la cartera. Luego, casi en un arrebato,
le prometí al abogado que yo me ocuparía de todo. Nos seguiríamos manteniendo
en contacto.
Al subir al remise sentí que el corazón me galopaba en el pecho. ¿Cómo
tomaría mi marido la noticia de una nueva hija? ¿Estábamos preparados para
este cambio? Estas preguntas y muchas más quedaron flotando en el aire
mientras me perdía en el monótono paisaje de la ciudad dormida.

Pulseras
ISABEL SAGAREVICH

El domingo, después de ver en la televisión la película Frida, Anuska se


levantó y al pasar por el dormitorio vio el cajón de la cómoda semiabierto.
Se acercó y lo abrió.
Revisó las cajas, una por una. Encontró los prendedores de su abuela pa-
terna, camafeos con las bordes de filigrana y las alianzas de oro 24 kilates de
un centímetro de ancho traídas de Rusia, junto a una pequeña mamushka,
que a pesar de los años se mantenía intacta, al igual que una estampita de
Nuestra Señora de Slovenko. En la segunda caja estaban el relicario con la
foto de su abuela materna, un mechón de cabellos negros y otra foto, de
un hombre, que no era su abuelo y que decía en italiano: “Donde sea que
estés yo siempre estaré a tu lado. Francisco.” Francisco era el nombre de
su segundo hijo, nacido en Argentina. En las otras cajas había collares de
perlas cultivadas, aros de todo tipo, forma y colores y anillos, muchos anillos
y otras chucherías, pero lo que más llamó su atención fue una bolsita roja
de gamuza.
No recordaba su contenido, pero al abrirla se le estrujó el corazón. Eran
sus pulseras de plata. Las había ido comprando de a una por vez y ninguna
era igual a la otra. En total eran diecinueve. Las sacó, y después de contem-
plarlas un rato, las llevó a su corazón y las mantuvo apretadas durante un
largo rato. Las lágrimas mojaban sus mejillas y los sollozos la estremecían
una y otra vez, le cortaban la respiración.
Se sentó en el sillón hamaca y al compás del balanceo cerró los ojos y se vio
muy joven, con su vestido rojo y blanco de pollera minifalda, aros rojos haciendo
juego con las sandalias de tacos altos y en la muñeca de su brazo izquierdo las
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pulseras de plata tintineando cada vez que movía las manos y que hacía que
todos supieran que ella estaba allí, feliz y contenta, con ganas de vivir.
Llegó el invierno, otra primavera y otra hasta que un dos de noviembre,
cuando viajaba a Buenos Aires, en el auto con su esposo y su madre, todos
muy tristes por la muerte de Faby, el sobrino de Anuska, al darse vuelta para
alcanzarle un mate a su madre, oyó el tintineo de las pulseras, que no se
había quitado por el apuro de salir. Se las sacó inmediatamente y las guardó
en la cartera. Al volver a Rosario las colocó en la bolsita roja al fondo del
cajón de la cómoda. Había perdido la alegría.
Con el paso del tiempo se fue recuperando del dolor, pero jamás volvió a
usar las pulseras de plata.

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Reflejos
MARTA RODRIGUEZ

La gran casa ha quedado desierta de muebles y personas. Sólo quedan dos


perros y dos espejos antiguos muy grandes. Uno frente a otro.
Los perros persiguen mis pasos, se han duplicado, el ladrido rebota en los
cristales, no se reconocen y yo parada en el medio, inmóvil.
En la penumbra las sombras se vuelven fantasmas. Las siluetas
se acercan y se ríen de mi.
La amplitud de los espejos refleja todo, mi tristeza y tu ausencia.
Grito con todas mis fuerzas, el eco se quiebra en cada uno y el silencio se hace
más profundo. Tiemblo.
Entonces bailo, giro y giro y en ese instante el otro espejo calca mi figura.
Apoyo las manos, los dedos se tornan infinitos, muevo uno y luego dos, ya
completé cinco y ahora la otra mano también. Quedan rígidos. Veo catedrales
muy delgadas y altas que parecen tocar el cielo mientras miro en el espacio
libre mi rostro que pronto desaparece, y se inicia otro que ya no es el mío.
¿Podré reconocerlo?

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Mar mareado
MARTA RODRIGUEZ

Se levantó con esfuerzo, cerró la cortina y el mar se borró como por encanto.
Para él ya no existía, nunca volvería a mirarlo, no lo iba a imaginar tampoco. El
ruido de las olas y sus playas de arena habían desaparecido de su vida.
¿Cómo hacer para olvidarlo? La memoria repetía una y otra vez las escenas
de tiempo atrás. Había conocido a Eugenia cuando era un adolescente y ella
una mujer madura. No importaban la lluvia ni el viento cuando soplaba fuerte y
arrastraba la arena que pegaba en la cara como clavos de punta fina. Los meses
de verano los pasaban juntos. Fue creciendo con ella, abandonó la casa de los
padres, y se quedó allí. Hacían trabajos manuales para vender y la morosidad
que el tiempo parecía tener en ese lugar, les permitía vivir con plenitud sin
ambicionar riquezas materiales.
En los meses de verano salían muy temprano a recorrer la playa, se bañaban
en el mar y luego preparaban las cosas que tenían para ofrecer. Ese verano
trabajaron mucho y el cansancio se le iba acumulando a él, ya no se desper-
taba tan temprano, a veces Eugenia salía sola a recorrer la playa y se daba la
zambullida de siempre. Un día de esos no regresó.
Las ventanas que daban a la playa quedaron cerradas para siempre. Y el mar
se convirtió en un extraño para él.

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Catálogo de narices
ROMINA BIASSONI

En este mundo de agua y tierra hay narices de todo tipo, eso lo sabemos todos.
Cada una nos regala una tradición distinta.
Empecemos por las narices con experiencia; si las observamos desde distintos
puntos de vista puede que no sean lo que parecen, son las narices sabias, por los
años vividos. Siempre encuentran la manera de sorprendernos con su franqueza.
Largas y derechas, son las más campechanas y divertidas; tienen máquinas por
dentro, subís y bajas como por un tobogán, como por una escalera mecánica y
podes hacerlo infinidad de veces.
Hay narices admirables que dieron origen al puntillismo donde la distancia
te lleva de la forma al punto. De aquí surgen las narices salpicadas, nevadas,
espolvoreadas; sí, muchas pecas.
Las ñatas, boxeadoras o también llamadas de hojalata, son tan fuertes que
resisten todo tipo de amenaza, se visten con remaches y costuras.
Las narices de moda, las tuneadas, esas que eran y hoy son otra cosa. Todas
igualitas preparadas para la producción industrial.
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Las zoológicas, raza variada del grupo de las aves; tienen formas, curvas y
colores sorprendentes, una vez me enamoré de una.
La lista es infinita y más allá de la raza, la forma, la dirección y el lugar donde
estén, ellas siempre nos permiten estar cerca…
Sí, cerca. ¿Recordás? ¿Lo sentís? Te ayudo: el aroma del jardín de infantes,
el agua de la pileta en verano, la tierra mojada y los días de lluvia, las cremas,
el viento de la costa y el de la ciudad, las flores, el esmalte de uñas, el olor de
esa persona, las sábanas recién cambiadas; como te dije, ellas, las narices,
siempre nos mantendrán cerca. Aunque estemos lejos.

Blanca y yo
ROMINA BIASSONI

Tengo trastornos de ansiedad y soy algo depresiva en invierno; mi pelo es tan


oscuro y la piel tan clara que parezco una luna por la noche y un flash durante el
día. Cuando era chica mi mamá solía contar las venas que se me notaban, hoy es
uno de mis entretenimientos preferidos, sobre todo después de Blanca.
Soy Laura, nerviosa, taciturna, impaciente, delgada por demás y temerosa.
Odio profundamente dormir dos horas diarias, odio que piensen que soy malhu-
morada… ¿Estos idiotas no se dan cuenta de que no descanso? Hasta me han
dicho que parezco un cactus. ¡Que malos!
Soy Laura, mis pensamientos van más allá de la imaginación de cualquier
persona «normal» y creo que esa tremenda fantasía en la que vivo ha fastidiado
mis horas de sueño, porque yo, Laura, soy lo contrario de lo que digo ser o de
esa en la que me he convertido, excepto por los trastornos de ansiedad. Eso sí es
pura verdad. Como les dije soy Laura, repetitiva, siempre.
Que quede bien en claro: soy Laura y no otra persona. Me dijeron que cuando
uno repite y repite, a quien escucha se le graba en la memoria, y cuando me
cruce va a esta seguro de que yo soy yo y no otra.
Hace meses que no duermo bien, como les comentaba tengo una imaginación
que se me ha ido de las manos, es muy astuta la desgraciada. La desgraciada es
muy astuta, me roba el sueño.
Me acuesto, respiro profundamente y me desinflo. Cierro los ojos y veo dos
luces pequeñas que parecen luciérnagas. Entiendo que me estoy quedando dor-
mida y de pronto aparecen los ojos de Blanca.

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Blanca, la maldita gata peluda y obesa del sexto «C». Blanca es una gata negra
con aires de superioridad, parece ser amigable con su dueña pero conmigo es una
porquería de animal. Quema mis plantas, come la comida de mi canario y a veces
presiento que se lo va a comer a él. Estamos simplemente enemistadas, Blanca y
Laura no son compatibles. Esa gata negra y yo no encajamos.
Pobre gata tonta. ¡Si hubiera conocido su destino! Esa tarde, se limpiaba las patas
y de tan redonda que estaba, se cayó. Solo que no sobre sus cuatro patas.
Por fin sirvió para algo... Ahora, desde mi ventana en el sexto, veo un aterci-
opelado felpudo negro.

Delante de mi
FIAMA COLELLO

Me despierto algo sobresaltado y te busco de tu lado en la cama. No estás, pero


las sábanas aún conservan la calidez de tu figura. Me levanto, me visto y bajo rápi-
damente. Te oigo en la cocina, pero cuando entro solo hay una taza de café frío, a
medio tomar, que tiene en el borde la marca de tu labial carmín. Salgo a la calle y
casi de forma inmediata, un hilito de tu perfume me llega entre los aromas típicos de
la ciudad. Para no perderte el rastro, lo sigo, lo sigo y de pronto veo tu cabellera entre
la multitud. Trato de alcanzarte aunque cada vez estás más lejos. Desaparecés de mi
vista y, algo abatido, recuerdo que tengo el primer turno en el trabajo.
El sol ya está bajando cuando por fin estoy volviendo a casa. Voy a llegar, charlar un
poco con vos, darme una ducha y comer algo. Al entrar a la sala noto que en las pare-
des aún resuena el sonido de tu voz y de tu risa, pero no estás acá. Voy hacia el baño
y veo el espejo empañado de alguna ducha reciente, pero no hay nadie. Me baño
tratando de que el agua caliente calme un poco mis pensamientos aturdidos. Estás
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siempre un paso delante de mí, solo un paso y yo desespero por encontrarte.
Envuelto en la toalla, voy hacia el dormitorio y encuentro en el piso la ropa que
usaste hoy. Siempre la dejás así. La levanto y hundo mi cara en ella. Tiene tu
olor, olor a tu cuerpo, olor a las corridas en el trabajo, olor a tu inquietud durante
el día. Me quedo así, abrazado a tus prendas hasta que de a poco la fragancia va
desapareciendo. No sé qué sucede. Ya sin fuerzas bajo a comer algo. Oigo el ruido
de la vajilla tintineando en el lavaplatos. Entro, y otra vez silencio. Me dejaste la
cena preparada sobre la mesa. Me siento y pruebo unos bocados que son sufi-
cientes para reconocer que fueron tus manos, y no las de cualquier otra mujer en
el mundo las que prepararon esta cena. Termino, y al recoger la mesa veo que ya
hay un plato, un vaso y un tenedor limpios escurriéndose en la mesada y restos de
comida en el tacho de basura. Todo tiene tus huellas. ¿Acaso es un juego? Parecés
una sombra que se me escapa entre los dedos. Ansío encontrarte, encontrarte de
carne y hueso. Tocarte, besarte, probarte como siempre. Dejar de seguir tus huel-
las y llegar a vos. Corro hacia la habitación y antes de entrar escucho a través de
la puerta los ruiditos que hacés antes de acostarte. Tus pasos resuenan de aquí

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para allá poniéndote crema, atándote el pelo, buscando las pantuflas. Quizá si te
agarro por sorpresa no tengas oportunidad de escaparte. Abro desesperado, pero
nuevamente ya no estás. Ni siquiera tu aroma está. La cama perfectamente hecha y
perfectamente vacía. Me acuesto de mi lado, resignado, y le doy la espalda a tu lado
de la cama. No estás, como ya tampoco está tu perfume ni la calidez de tus formas.
Fueron desapareciendo, esfumándose en el espacio. Ya no te encuentro. Con estos
pensamientos molestando en mi cabeza, me duermo y sueño con vos. Me saludás
a lo lejos y yo me quiero acercar para verte, pero no puedo. Trato y trato, pero no
puedo. Vos simplemente me saludás y cada vez te alejás un poco más, hasta que ya
no llego a distinguir tus rasgos. Me levanto transpirado y trato de calmarme. Apenas
está amaneciendo y la habitación en penumbras. Pero ya sé que no estás acá. Como
nunca más vas a volver a estar, ni tus perfumes, ni tus ruiditos, ni tu risa.

Granizo
SILVIA PAVÍA

No leía novelas. Consideraba que eran para mujeres. Pero esa lo había
atrapado. La había comprado su mujer y él la había hojeado por casualidad, al
encontrarla abandonada en la mesita de luz. Trataba de la esposa enamorada
del hermano del marido, una trama bastante común. Se había casado con él,
solo para estar cerca de su amor.
Tal vez le gustaba recrear esa historia porque era algo que a él nunca podría
ocurrirle. Pensar en su esposa y su hermano era risible. Es cierto que Víctor
siempre había sido mucho más simpático y ocurrente que él, con esa voz pro-
funda de bajo. Hasta él se reía con sus cuentos, en sus frecuentes visitas. Las
mujeres lo seguían como moscas. Pero pensar en él y Gabriela sólo le provo-
caba una sonrisa despectiva.
Ese día tenía una reunión de negocios en las afueras de la ciudad. Pero justo
cuando iba hacia allá lo sorprendió una granizada. Pudo conseguir un lugar bajo
techo, en una estación de servicio casi abarrotada. A los diez minutos cesaron
de caer esas pelotitas de hielo que destrozaban todo a su paso, y comenzó a
caer una lluvia torrencial. En ese momento sonó su celular. No podía ser Gabri-
ela, jamás lo llamaba. Era su socio. La reunión se había suspendido. Ese día no
tenía ningún otro compromiso. Decidió volver a casa.
En el camino, pensó en su esposa. Después de diez años de matrimonio,
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seguía enamorado de ella como el primer día. Gabriela no era como las es-
posas de sus amigos, que hacían escenas cuando se iban de viaje de ne-
gocios, revisaban los bolsillos, olían la ropa en busca de perfumes extraños.
Ella no hacía nada de eso. Tampoco le exigía sexo, cuando él volvía cansado
y nervioso. Siempre lo incentivaba, para que progresara. En recompensa, él le
regalaba dinero para que se comprara ropa, para la peluquería, para que se
viera siempre linda y atractiva. Era la esposa ideal.
Esa tarde de lluvia era para pasarla a solas con ella. Agustín justamente
estaba de viaje, para jugar un partido de fútbol.
No hizo ruido porque quería sorprenderla. El departamento estaba silencioso y
a oscuras. Tal vez Gabriela había salido. O estaría durmiendo una de sus largas
siestas. Abrió la puerta del dormitorio. Dos cabezas emergieron de la cama, sor-
prendidas. Dos cabezas, para él conocidas y amadas. Sin pensar en lo que hacía,
ofuscado hasta el límite, sacó el revólver que guardaba en su mesita de luz.
-¡¡No, no lo hagas!! – suplicaron al unísono, la voz de bajo y la aguda, asus-
tada voz femenina.
En su último segundo pensó, con una claridad meridiana, que nunca podría saber
el final de la novela que vio tirada en el piso, al lado de la cama desordenada.

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Él y yo
SILVIA CEREJIDO (*)

Con él crucé montañas, navegué los ríos, volamos sobre el mar. Tiene todo lo
que a mí me falta. Es audaz, intrépido, simpático, sociable. Todas las virtudes
juntas hacen que quien lo conoce se enamore. No importa sexo ni edad, todos
lo aman. Es verdaderamente fantástico. Las mujeres lo ven como un ideal, los
hombres, como el modelo de héroe a quien imitar o parecerse, pero nadie,
nadie lo ama tanto como yo.
Y hoy, aquí sentada frente a la computadora tengo que tomar una decisión.
Nació un día, hace tanto que ya no lo recuerdo. Estaba yo cursando mi penúl-
timo año de literatura cuando en mitad de la noche me desperté, y tuve que
levantarme a crearlo, a volcarlo en una hoja de papel. Empecé a escribir, a des-
cribirlo, en cada párrafo iba tomando forma. Al terminar me costaba creer que
yo fuese su autora. Lo magnifiqué pensando que mi mano solo había seguido
los impulsos de un ser proveniente de los sueños, que no me pertenecía. Claro,
en mi concepto de escritora mediocre me resultaba difícil aceptar que era capaz
de hacerlo.
Al terminar el segundo libro decidí presentarlo a una editorial, convencida de
que tal como me había cautivado a mí lo haría con los editores. No me equivo-
qué, quedaron embelesados. A la semana me llamaron por teléfono adelantán-
dome que tenían interesantes propuestas para hacerme.
Cuando salió a la venta el primero, fue tal el éxito que tuvieron que hacer otra
edición inmediatamente. Aún recuerdo los celos que sentí cuando me pidieron
autorización para traducirlo al inglés, francés, italiano… La gente no me veía a
mí, solo a él.
Pasaba los días y las noches inventando, imaginando sus aventuras las que
vivía a la par. Me sentía feliz de que estuviésemos juntos al extremo de dormir
poco y comer mal.
Vivo sola en un departamento. Llegué a convertirme en una ermitaña. No
tengo amigos ni novio, mis pocos familiares, cansados de visitarme y de que no
los atendiera se retiraron de mi casa, no tuve mascota para que no me robara
tiempo para estar con él.
Hoy cumplo cuarenta años y no tengo con quién festejar, y él allí entre medio
de las páginas del octavo libro a medio terminar, no es capaz de materializarse
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y salir a brindar conmigo en este día. Hace doce años que estamos juntos. Me
cuestiono, me confundo entre medio del odio y el amor que le tengo porque
me robó la juventud, mis sueños de Susanita familiera quedaron en el pasado,
olvidados. Hasta siento bronca de pensar que esa cuantiosa fortuna que tengo
en el banco, que me permitirá vivir el resto de mi vida sin trabajar, la tengo
gracias a él y solo a él.
Por eso hoy es un día especial. Tengo que resolver qué hacer, meditarlo tran-
quila para no arrepentirme después, aunque ya lo tengo decidido. Es él o yo,
porque mientras él viva yo no lo podré hacer, siempre atrapada entre medio de
sus aventuras.
Tengo cuarenta años, soltera, sola, con una interesante fortuna, sin conocer
nada del mundo. Miro mi departamento oscuro, desordenado, las paredes roí-
das con olor a humedad, no me gusta la imagen que me devuelve el espejo.
Sí, ya lo tengo decidido, en las últimas hojas del libro pondré fin a su vida para
poder vivir la mía.

(*) Este cuento mereció una Mención de Honor en el Noveno Certamen Interna-
cional de Cuento Junín País 2010.

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Trofeo inesperado
ELISA DE SETA

Llevando parte de mi equipaje, mis pasos seguían a Joaquín, el cuidador y


vecino de la zona, quien, llavero en mano, iba abriendo las puertas de mi casita
en las sierras.
Batuque, nombre del perro de las historietas del viejo Billiken, al verme, sintió
una alegría desbordarte. Recogido en uno de mis viajes anteriores, era un in-
cansable y fiel seguidor. ¡No resultaba muy sencillo liberarse de su compañía!
Dejé cuanto habia traído sobre un sofá y salí a recorrer los espacios verdes,
claro está, con mi perro.
¡Qué fácil fue abarcar todo visualmente y qué difícil resultaba descifrar el
sentir que el paisaje despertaba! Sin duda la naturaleza en flor, impregnada de
aromas silvestres, me atrapaba.
Algo fatigada me senté en el patio, frente a la contracara de la casa, a tomar un
café. Mientras pensaba que paredes y aberturas pedían una pronta renovación de
colores, un hecho inusual me sorprendió sobremanera. Una avispa con esfuerzo
denodado arrastraba, pared arriba, una araña pollito, a la que previamente había
aguijoneado para adormecerla. Mis ojos ansiosos buscaban el final de ese reco-
rrido a veces recto, otras zigzagueante. En la puerta de su nido de barro, bajo el
alero, depositó su codiciada presa, que serviría de alimento a sus larvas.
Por varios minutos, mis ojos quedaron clavados en el insensible animal, mien-
tras que mi mente rescataba, de la hábil proeza del insecto, su instinto de
supervivencia.
Pasado el estupor, decidí acomodar mis cosas.
-Vamos –dije, y me encaminé hacia las habitaciones. A pesar de ser la hora del al-
muerzo quise reubicar algunos enseres y dar un vistazo a las habitaciones en desuso.
Al abrir la puerta del cuarto de huéspedes, Batuque comenzó a ladrar, casi a
gemir. Se resistía a entrar. Me incliné sobre su dorso y traté de ver sin avanzar
¡Quedé aterrada! En la cama, enroscada sobre la parte posterior de su cuerpo,
se erguía una serpiente lista para dar el salto.
¡Una víbora! Grité con desesperación. El pánico atentaba contra mi estabilidad.
Estaba a punto de caer. Joaquín trató de calmarme, aunque el horror también se
pintaba en su rostro. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Siempre habrá estado allí? El peligro
era inminente, el animal estaba al acecho.
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A pesar de su experiencia, Joaquín no tenía idea de cómo dominarla en una
base tan mullida como es un colchón. En el piso firme hasta la hubiera podido
enlazar. De pronto, pensó que su horquilla de emparvar le podría resultar útil.
Desde lejos y con certeros movimientos y como quien juega esgrima, logró que
el reptil, clavado varias veces, entrara entre dientes y quedara atrapado. Sin
darle tiempo a zafar lo arrojó por la ventana, mientras él, en rápida persecución,
le daba alcance. La reacción del animal no se hizo esperar. Cuando enroscó la
parte final de su cuerpo y erguido se iba a lanzar al ataque, un certero sablazo,
dado en el aire, lo decapitó.
Tras su exitosa hazaña, Joaquín buscó desvanecer los miedos. Enterró lejos
el cuerpo del reptil pero la cabeza cloroformada, con sus colmillos salientes
como los de Frankenstein, fue durante mucho tiempo su mejor trofeo.

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