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Novela

Por
Tomás Caicedo

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Primer día / Tarde y noche

1.
Cuando abrió los ojos estaba rodeado de gente. Y esa fue la primera sorpresa.
Las caras que se aproximaban por los costados de su cuerpo extendido en medio
de la avenida para verificar que aun vivía, que no se estaba desangrando, que no
tenía huesos rotos y nadie se atrevía a tocar, habían sido durante sus cuarenta y
tantos años de vida sólo voces, olores y formas difusas. Nunca había visto una
cara, las imaginaba por lo que parientes cercanos y lejanos decían en casa, en
ese momento las descripciones de cómo eran los otros volvían como un recuerdo
distante. Las expresiones dramáticas y bulliciosas, tan cercanas que sólo
alcanzaba a ver partes de ojos desmesurados, de bocas llenas de dientes
amarillos, de labios rojos (así debía ser el color tantas veces hablado en los labios
de las mujeres), de pelos que medio tapan bocas abiertas mientras gritan y, sobre
todo, el olor profundo y desagradable de cuerpos apiñados sobre él, en nada se
parecían a lo que siempre escuchó.
Cerró los ojos, lo hizo más por el miedo que le produjo la gritería y el
amontonamiento que por algún dolor en el cuerpo, en los brazos, o en las piernas.
Mientras el bullicio exterior iba y venía hizo un recuento mental de las partes de su
cuerpo en busca de algún dolor o incomodidad, se recorrió de pies a cabeza y no
encontró nada anormal, tampoco sintió la humedad de la sangre, sólo el pelo
mojado, como si estuviera sudando pero ningún dolor. Tranquilidad y una especie
de viento reparador entraba por todos los resquicios de su cerebro. Algo que
nunca sintió antes, como si las puertas de una habitación cerrada desde siempre
se abrieran súbitamente y la luz pudiera entrar a sus anchas por los rincones para
dar forma y color a todo lo que hasta ese momento había sido penumbra y
soledad.
Las voces a su alrededor gritaban consignas de todo tipo, que no lo muevan, que
lo dejen quieto, que sólo le tomen el puso, que no se amontonen, que si alguien
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conoce al muerto. Cuando escuchó decir muerto desde su lado derecho, abrió los
ojos por segunda vez y su cerebro se inundó de la misma luz y formas
amenazantes a las que no estaba acostumbrado. Entonces una voz sonó por
encima de las otras y aún por encima de la algarabía del tránsito. Era una voz de
mujer y venía del lado opuesto al hombre que lo consideró muerto.
La silueta blanca se acercó al cuerpo tendido en el asfalto, él la vio, pero esta vez
no fue el bulto desenfocado, esta vez distinguió una figura bien precisa, con
brazos, piernas, cuerpo, cabeza, cabello y manos que lo palparon, luego sintió el
perfume y una voz de mujer susurró en su oído ¿me escucha? cómo se siente, ¿le
duele algo? Esperó unos segundos y agregó, si me escucha mueva la cabeza.
Movió la cabeza como ella le pedía y dejó los ojos abiertos. Si le duele haga lo
mismo, repitió la voz de la mujer y cada vez que palpaba o ejercía presión sobre
alguna parte de su cuerpo esperaba el movimiento confirmando el golpe o el dolor,
como no hubo otras reacciones pasó su mano varias veces frente a los ojos
abiertos, la sombra atrajo su mirada, era la primera vez que veía una mano de
mujer ir de un lado a otro. Sus pupilas fueron y regresaron tras ella.
Tiene un golpe en la cabeza, dijo la voz suave, ¿siente dolor? Otro movimiento de
cabeza confirmó que no. La mujer agregó, el golpe fue muy fuerte pero reacciona
bien y rápido, es posible que no tenga trauma craneal ni daño más grave, ¿se
puede levantar? preguntó pero después de una pausa corta agregó, mejor
quédese quieto hasta cuando llegue la ambulancia. Entonces el accidentado
habló. No, dijo, no llame ninguna ambulancia, estoy bien, aturdido nada más y con
un movimiento de su brazo tocó el punto donde había recibido el golpe, sintió la
humedad de la sangre y la inflamación pero, impulsado por el descubrimiento de
recuperar la vista, se sentó sin ayuda de nadie.
Todo cambió de perspectiva, lo que vio sólo lo conocía por boca de otros.
Cuerpos, caras, colores, ojos, agrupados a su alrededor lo miraban como una
pieza de exhibición. Ninguno de los presentes hubiera podido imaginar que ese
hombre, vestido de color oscuro, delgado y de apariencia frágil, estaba estrenando
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mirada. Era la primera vez en su vida que veía personas, expresiones, ropas; por
primera vez veía el cielo, aunque el día era gris como el interior de un domo y los
edificios como columnas se levantaban para sostenerlo. Sintió un ligero
desequilibrio cuando se puso de pie pero la mujer vestida de blanco lo previno y
aseguró que era consecuencia del golpe en la cabeza. A pesar de que podía tener
razón él pensó algo distinto pero no lo dijo. La causa del mareo era la falta de
práctica para dominar sus ojos nuevos, medir las distancias, distinguir las luces y
las sombras, las perspectivas, el movimiento. Sobre todo el movimiento de
personas y cosas no le dejaba un segundo de reposo. El vértigo lo obligó a bajar
la mirada, entonces palpó su cuerpo para confirmar que era realmente él, su
pecho, sus costados, sus bolsillos. Estaba vestido de negro. No hubiera podido
decir por qué, pero tuvo una sensación de desagrado, la ropa que llevaba no era
lo que imaginaba a pesar de lo poco que podía imaginar. Nunca había visto nada y
siempre debió atenerse al gusto y los comentarios de su madre y su tía. Cuando
falleció, dependió de la ayuda de Emiliana, la tía, hermana menor de su madre,
algunos años más joven que él que se ofreció para acompañarlo y en la medida
de lo posible cuidarlo.

2.
No lograba, todavía, gobernar sus ojos en consonancia con el enjambre que lo
rodeaba, cuando un hombre, cinco centímetros más alto que todos, vestido con
ropa pesada de trabajador de la construcción incluido el casco amarillo y las botas
de seguridad de doble remache llegó hasta él, le preguntó si se sentía bien y,
antes de que respondiera, agregó que había sido un accidente. Uno de los obreros
dejó caer un recipiente de limpieza, dijo y mostró un balde de aluminio deformado
por el golpe. Es nuestra responsabilidad, murmuró el hombre, y aunque veo que
no recibió heridas graves aquí tiene las direcciones y teléfonos de nuestros
servicios de asistencia para que entre en contacto con ellos ya mismo y lo pongan
en observación, si lo desea. Con esas cosas no se juega, sentenció mientras
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dejaba unos documentos en manos del accidentado y con suavidad lo empujaba
lejos del grupo de personas que había comenzado a disolverse.
A propósito, preguntó el hombre después de algunos pasos, ¿cuál es su nombre?
Amadeo, respondió el accidentado. ¿Amadeo qué? insistió, es para prevenir el
servicio de asistencia. Duque, dijo el accidentado que en ese momento se dio
cuenta de que no llevaba el bastón, herencia de su padre. Lo perdió cuando el
mundo le cayó encima. Era el bastón perfecto para él y para de su madre que
nunca aceptó sus ojos como eran y lo prefería en lugar del blanco que distingue a
los ciegos. Amadeo Duque caminó en silencio al lado del emisario hasta el cruce
de dos avenidas, se detuvieron y el hombre preguntó ¿hacia donde va? Amadeo
miró para todos lados, no podía recordar de donde venía, el golpe, los ojos
nuevos, la gente a su alrededor lo habían desorientado y los olores o sonidos que
le servían de guía cada vez que hacía el recorrido para volver de la biblioteca
habían desaparecido. No quiso parecer perdido y señaló hacia la izquierda por la
avenida más amplia. Voy para allá, dijo y se despidió. No olvide la revisión, repitió
el emisario y regresó hacia el lugar del accidente.
Amadeo caminó unos treinta pasos tan derecho como pudo, la costumbre de llevar
el bastón delante como un periscopio que previene de cualquier obstáculo dificultó
los primeros metros de la nueva vida que se abría sin límites. Los pensamientos y
deseos acumulados salieron a flote sin control, al mismo tiempo recordó a su
madre, a la tía Emiliana, a los compañeros de lectura en la biblioteca. Recordó el
sueño de subir a lo más alto de un edificio para mirar la ciudad. Recordó que
quería montar en bicicleta sin la ayuda de nadie; recordó todo, deseó todo y
súbitamente sintió hambre. No lejos de allí debía estar la cafetería donde fue
varias veces después de la biblioteca, pero ¿dónde? ¿en qué dirección? estaba
perdido y mientras caminaba en la dirección que dijo al hombre de la construcción,
constató un hecho molesto y sobre todo, grave. No sabía leer. Los avisos de los
almacenes, los letreros de los buses, los carteles de publicidad, los de las ventas
ambulantes. No entendía nada de lo que anunciaban. Por supuesto que sabía
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leer, pensó, y alargó la mano para tocar las letras de un cartel pegado entre dos
puertas con la esperanza de encontrar los relieves del Braille, pero no encontró
nada, estaba liso. Apegado a lo que hubiese pensado en su vida anterior, allí no
había nada escrito. Entonces sintió miedo. Estaba desorientado, el golpe, la
sorpresa de ver, el deseo de partir del lugar del accidente sin que lo involucraran
en nada, ni lo llevaran a una clínica, incluso había olvidado a la mujer vestida de
blanco y apenas en ese momento la recordaba; lo mismo que el bastón, la perdió
de vista, ahora podía hablar de esa manera como cualquier otro, la perdió de vista,
cuando el hombre con ropa de trabajo apareció y ella se desvaneció. Ni siquiera le
dio las gracias.
Recordó el teléfono celular en el bolsillo interior de su chaqueta negra y pensó en
llamar a la tía Emiliana, reconocía las teclas al tacto pero se arrepintió ¿y qué le
diría? ¿Tía Emi, recuperé los ojos? Ella no le creería y con la poca paciencia que
mostraba en los últimos tiempos, le ordenaría que regresara. ¿Y si le dijera que
estaba perdido? Peor. Con el paso de los años, llevaban más de diez
compartiendo el mismo apartamento, la tía Emiliana se había vuelto temerosa,
todo la asustaba, y en una situación así era capaz de desmayarse con el teléfono
en la mano. Lo mejor era no avisarle. Palpó el reloj para saber la hora, las tres y
media de la tarde, no era posible, el reloj debía estar parado, todos los días dejaba
el salón de lectura a las cuatro menos cuarto, debían ser, después de lo sucedido,
las cuatro y media o muy cerca de las cinco. De nuevo sintió hambre. Tenía hasta
las seis para llegar a casa, después de esa hora la tía Emiliana se preocuparía.
Caminó algunas calles más en la misma dirección. La costumbre de esperar el
timbre del semáforo que indica el momento de pasar a la otra acera por poco es
causa de un accidente. En la mitad de la cuadra entró a un almacén con la
curiosidad de quien descubre y quiere tocar lo que encuentra pero un vendedor no
lo desamparó. Hubiera querido una camisa o un pantalón distinto a los que llevaba
pero la insistencia del empleado y su inseguridad para decidir y entender lo que
estaba marcado en las etiquetas lo obligaron a salir sin preguntar la hora siquiera.
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Se dejó llevar por sus pasos con ojos de turista, cada metro era una revelación en
imágenes y colores. Era muy distinto hacer el recorrido al oído, al tacto y al olfato.
Nada de lo que podía ver ahora era completamente desconocido, tenía el
sentimiento de haberlo visto antes, de haberlo olido, de haberlo escuchado,
incluso de haberlo tocado, pero era distinto, ahora eran todas las dimensiones en
una. Todos los sentidos reunidos en los ojos.
Tanto detalle, tanto objeto, tanta luz, tanto movimiento desperdigaba su atención.
Chocó contra una mujer gruesa y bajita, con una bolsa enorme, que venía en
sentido contrario y por poco la hace caer. Tuvo una reacción inmediata, extraño en
alguien que, menos de una hora antes, no tenía razón para demostrar agilidad
física. Tomó a la mujer por el brazo y tartamudeó una excusa, la mujer lo miró de
mala gana. Amadeo aprovechó para preguntar la hora. De mala gana, la mujer
dijo, deben ser las cinco. Amadeo palpó su reloj Braille, continuaba en las tres y
media. Disculpe señora, estoy perdido, dijo Amadeo, en que dirección está la
estación de metro. La mujer no dejó de mirarlo de mala gana, lo analizó de arriba
abajo y es posible que haya descubierto la figura de un recién llegado, no sólo a la
ciudad, sino al mundo. No sé, respondió y siguió su camino sin esperar más
preguntas, quizá, porque no tenía respuesta para ninguna.
Caminó hacia el poniente hasta encontrar un café, con mesas y sillas cerca de un
ventanal de lado a lado de la fachada para separar el interior de los ruidos y la
polución de la avenida que no era tan ancha como hubiera imaginado antes del
incidente. Entró al local y para no mostrar inseguridad eligió la primera mesa que
encontró cerca. Una de las que lindaban con el ventanal. El café estaba desierto.
Antes de sentarse esperó, unos metros adentro del local, para escudriñar en la
penumbra mientras sus ojos se acostumbraban. Una sensación desconocida. Las
luces de neón que adornaban el mostrador en el extremo más profundo no
cesaban de repetir brillos de rutina. Los ojos inexpertos de Amadeo pasaron de un
punto a otro sin descanso, de las luces a las mesas, a los rincones, a las
imágenes en blanco y negro, supuso por referencias de antes, que cubrían los
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espacios libres de los muros con hombres y mujeres en bares y casas o en calles
de ciudades lejanas. No sabía decir si el café era elegante o barato, si era
heladería de jovencitos o bar de gente mayor, por lo único que podía identificarlo
era por los olores. Al cabo de la observación, decidió que olía a limpio, era buen
signo, y no había música.

3.
Ocupó la mesa cerca a la ventana y esperó. Mientras alguien se acercaba para
atenderlo miró hacia la calle. La gente de prisa, los buses desbordados de
pasajeros, los taxis por oleadas, los automóviles particulares también, un ajetreo
difícil de imaginar. Recordó haber pasado a través de ese muro de gentes y de
máquinas, cientos, tal vez miles de veces para ir y venir de la sala de lectura en
Braille de la biblioteca y nunca sintió la angustia que lo acosaba en ese momento,
desconocer esa realidad o conocerla sólo por olores y sonidos había sido su
protección. Afrontarla, así, de súbito, con ojos y sin preparación, era una prueba.
Hasta el momento en que decidió llamar a Emiliana, nadie lo había atendido,
tampoco ningún cliente había entrado al local.
Tía Emiliana, dijo cuando escuchó el ¿aló? característico de su tía, susurrado,
largo, invitador. Ese ¿aló? era un engaño para quien lo escuchara sin conocerla,
ella era distinta a esa voz. Tía Emiliana, repitió, estoy cerca de la biblioteca y
llegaré más tarde. El tono de voz que llegó a sus oídos estaba más acorde con
ella, quiso saber con quién estaba y cómo iba a llegar más tarde, hay muchos
peligros en la calle dijo en un tono que lejos de mostrar angustia parecía una
orden de cumplimiento inmediato. No te preocupes, murmuró Amadeo y cortó.
Apenas dejó el celular en el bolsillo interior de su chaqueta una joven que podía
ser un muchacho se acercó.
Según su madre y la tía Emiliana, las mujeres no estaban para exagerar, debían
llevar el cabello sobre los hombros; poco maquillaje; falda a la rodilla; si era
necesario pantalones; senos no muy grandes y sobre todo, no mostrar mucho. Las
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mujeres, decía su madre, deben ser discretas. Decidió que la persona de pie
frente a él era una mujer porque su figura le hizo pensar en otras, escuchadas
aunque no vistas. La voz que Amadeo registró era masculina y no correspondía
con la figura, lo mismo que su tía. ¿Primera vez que vienes? A esta hora no
tenemos servicio a las mesas, debes ir al bar, dijo con voz amanerada de hombre
en cuerpo de mujer. Amadeo estaba confundido. La mujer notó su desconcierto y
preguntó, ¿Qué ibas a pedir? No sé, respondió Amadeo. Una cerveza, un vino, un
café, ¡ah, no!, se interrumpió con pestañear incesante, ya no servimos café, si
quieres lo que te dije o un trago, whisky, ron, vodka, aguardiente, remató el
hombre en cuerpo de mujer, lo que quieras y como eres nuevo voy a hacer una
excepción, yo misma te lo voy a traer. No sé, repitió Amadeo, arrepentido de haber
entrado allí. ¡Ay, querido! se quejó o se alegró la mujer mientras lo miraba a los
ojos moviendo las pestañas. ¡Ya sé! agregó con alegría exagerada ¡Una cerveza!
eso es lo que quieres ¡Ya vuelvo..! anunció con voz musical mientras su figura de
mujer con voz de hombre se alejó dejando en el aire un cierto tintineo y un
perfume irreconocible pero intenso.
Afuera, la luz del día cedía lentamente su espacio a la noche. A esa hora todavía
era posible distinguir, con algún esfuerzo, personas, formas o colores. Adentro
estaba oscuro y las luces bajas, casi pegadas a las mesas, apenas dejaban
adivinar las sombras del bar y la silueta femenina que pasaba con agilidad entre
las sillas. Afuera, los movimientos de dos jovencitas vestidas con ropa anticuada,
Amadeo lo dedujo por recuentos de la moda en los años cuarenta o cincuenta
escuchadas en alguna parte, llamaron su atención. Estaban en la acera casi frente
a su mesa y parecían esperar que alguien pasara cerca. Desde su puesto,
Amadeo vio por primera vez la risa nerviosa y los gestos retenidos de quien está al
acecho. No trató de disimular su interés y ellas lo notaron. Una, delgada y
pequeña, parecía una niña, lo miró fijamente, dijo algunas palabras y le hizo una
seña amenazante con un objeto brillante que pasó de un lado a otro de su cuello.
Por los ojos y el movimiento de sus labios dedujo que era con él, pero ella no lo
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miró más y Amadeo se quedó mirándolas inmóvil tras el ventanal del café. De
repente se hizo una aglomeración en la acera, mientras la que amenazó a
Amadeo intimidaba una mujer con el mismo objeto brillante, la otra arrebataba con
fuerza el maletín colgado de su hombro. Luego desaparecieron. La mujer atónita,
no despegó los ojos del ventanal del café y tampoco atinó a gritar. Los transeúntes
al no ver sangre seguían su camino sin prestar atención. Los ojos de la mujer eran
como un imán con poder sobre los de Amadeo y ambos quedaron rígidos, ella por
el susto de la agresión, él por la sorpresa de ser testigo de un atraco como tantos
que escuchó mencionar en su casa, en el salón de lectura, en la radio y nunca
había imaginado cómo era, qué pasaba antes, incluso qué pensaban los
participantes. Constató entonces que el muro de protección construido a su
alrededor era invisible. Ahora que tenía la posibilidad de ver, de ir más allá de lo
que el tacto, el olfato y el oído permitían, ya no había protección posible, estaba
expuesto, como todos, a presenciar y, por qué no, a participar. Ya no eran
sombras y bultos en movimiento o amagos de colores lo que el nervio óptico
transmitía hasta su cerebro, eran figuras precisas, personas con cara y expresión,
con cuerpo y actitud, amenazantes o amigables, poco importaba. Ahora
constataba que la protección corría por su cuenta, dependía de él.
La voz musical lo liberó de la mirada obsesiva de la mujer atacada y de sus
pensamientos, y un hermoso vaso con líquido dorado y burbujeante, su cerveza,
nunca antes vio una, apareció cerca de su mano. Un poco más allá un recipiente
pequeño con crispetas hasta el borde. Invitación de la casa, dijo la mujer con voz
de hombre. Me caes bien y te voy a atender hasta cuando quieras, mi mono
hermoso, agregó con cadencia. Hizo una pausa, se sentó en la silla frente a
Amadeo, alargó su mano con cinco dedos coronados por uñas largas y rojas, tomó
una crispeta, la acercó a sus labios, la dejó allí apenas rozándolos y dijo, te voy a
decir un secreto pero no te asustes, anunció subiendo el tono, mi nombre es
Marcos, pero me puedes llamar Vanessa, si me dices Marcos no te respondo, y
como si se arrepintiera por lo dicho acercó su cara maquillada para esconder los
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rasgos de hombre y murmuró, ¡mentiras, mi mono, llámame como quieras! Puso la
crispeta en su boca, se levantó, miró con dulzura a Amadeo que no sabía qué
hacer y fue hacia el bar esquivando las mesas con agilidad femenina.
Cuando Vanessa se alejó, Amadeo buscó la mujer en la calle pero sólo encontró
el vacío y los transeúntes que pasaban apresurados sin desviar su mirada del
frente como si temiesen alejarse de una ruta marcada de antemano. Preocupado,
intentó ver más allá de lo que permitían los obstáculos, incluso se levantó un poco
pero la oscuridad era más densa que el día y no la vio. Una lluvia fina, comenzó a
caer. Dos sorbos de cerveza sirvieron para calmar un poco su ansiedad por la
suerte de la mujer y por su propia suerte, ahora que el azar lo puso frente a sí
mismo sin intermediación posible, ni de su madre, ni de su tía, ni de sus
compañeros del grupo de lectura a pesar de que ellos no eran causa de
preocupación, estaban en el estado anterior al que él ostentaba. Se escuchó
pensar la palabra “ostentaba”, y le pareció pretenciosa. Encontraba todo sucio,
oscuro, quizá gris, pero, ¿cómo era el gris? Las pocas cuadras que caminó desde
el lugar del accidente hasta el café de Vanessa, fueron una muestra, aunque no
sabía qué tan suficiente para determinar si el resto era igual. Las prevenciones de
su madre sobre los peligros, lo sucio y lo feo que parecían exageradas, ahora las
encontraba cercanas a la realidad. Sin embargo, apenas unas horas después de
estrenar ojos, no podía asegurar que no había nada bueno, que todo era malo y
decadente, pero le preocupaba su ignorancia, no conocía nada, no había visto
nada, no sabía leer ni escribir, sólo en Braille, no conocía los colores, ni las
texturas, ni el mar, ni el cielo, ni las montañas y no distinguía un árbol de otro, sin
duda se perdería fácilmente en esa, o en cualquier ciudad. Era un recién nacido,
tan desprotegido como un recién nacido, pero grande. Entonces tomó una
decisión, la única que lo abrigaría de todo y contra todos. No hablaría con nadie de
sus ojos nuevos.
Un golpe en el vidrio lo distrajo de sus temores. Era la joven vestida con ropa
anticuada. De cerca parecía aún más niña a pesar de estar metida en ropas de
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mujer mayor, las expresiones de su cara sucia y el brillo de los ojos delataban sus
pocos años, también su manera de comportarse, de saltar frente a él al otro lado
del vidrio. La niña se ufanaba por señas de lo hecho a la mujer y en cierto
momento mostró algunos billetes, resultado del trabajo. Se puso seria, sacó el
objeto brillante del interior de sus ropas, era un cuchillo amarrado con alambre en
la empuñadura, y repitió la amenaza de pasarlo de lado a lado de su cuello,
entonces, con los ojos brillantes, fijos en Amadeo, cruzó su boca con el dedo
índice para ordenar silencio y guardó el cuchillo en el bolsillo del vestido antiguo.
Era una figura cómica, el contraste entre la cara sucia de niña y la ropa de
anciana, hizo sonreír a Amadeo. Ella asumió la sonrisa como una forma de
aprobación y de nuevo comenzó a brincar y a bailar en frente del ventanal. Un
silbido, la interrumpió, miró hacía dónde venía el llamado e hizo una seña de
paciencia, entonces pegó su boca al vidrio, justo a la altura de la cara de Amadeo
que se retiró sorprendido por los labios y lengua estampados tan cerca de él. Se
mantuvo así unos segundos y cuando se retiró soltó una risita infantil y maliciosa.
Luego se volteó con rapidez y se alejó hacia la calle, dio algunos pasos rápidos,
una pequeña carrera, se detuvo y mirando hacia la calle se levantó la falda hasta
la cabeza para mostrar a Amadeo sus nalgas desnudas, de niña, como un
relámpago enceguecedor.
Amadeo quedó sin palabras. El vaso de cerveza y las crispetas estaban casi
intactas. Por primera vez desde que recuperó los ojos sintió verdadero miedo,
hasta ese momento lo alcanzaron temores menores, no tanto por el peligro que
representaban como por lo inesperados. Ahora presintió algo distinto. Quería
evitar la calle, quizá cambiar de mesa, desaparecer a ojos de la niña y sus amigos
pero la curiosidad pudo más y cuando volvió a mirar con sus ojos nuevos, recién
estrenados, fue testigo, otra vez, de un atraco idéntico al que sucedió con la mujer.
Ahora la víctima fue un hombre. Al grupo de amigos de la niña se sumó un
muchacho, tal vez un poco mayor pero igualmente joven, con pantalones tres o
cuatro tallas más grandes y camiseta con letreros en varios idiomas que llegaba
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hasta sus rodillas. Mientras hacían el trabajo, la niña hizo una seña con el pulgar
levantado hacia donde se encontraba Amadeo. Luego desaparecieron en la
oscuridad. El hombre, igual que la mujer, quedó sin saber qué hacer, ni para
dónde mirar, como si no lo creyera palpaba con ambas manos su pecho, sus
brazos, sus costados y, lo mismo que la mujer, fijó su mirada en Amadeo que, a
esa hora y por las pocas luces que venían del interior era una silueta inmóvil, algo
así como la esfinge que vigila y gobierna sobre ese tramo de acera. El hombre no
se movió Amadeo, tampoco.

4.
Te voy a bajar de esa nube, dijo Vanessa a dos pasos de distancia de la mesa,
¿Qué te pasa, mono precioso, estás enamorado? ¿tienes problemas? ¿con tu
mujer?, hace un alto en las preguntas, reflexiona y vuelve a insistir. Porque tienes
mujer, o no. Amadeo responde que no con un movimiento de cabeza. Vanessa se
acomoda en el asiento frente a él y antes de preguntar más mira hacia la calle
donde el hombre continúa con los ojos fijos en ellos. Vanesa se da cuenta, decide
ignorarlo y como había previsto desde cuando decidió alegrar la vida del solitario,
dejó caer con suavidad su mano sobre la de él y susurró en el tono más cariñoso
que Amadeo había escuchado ¿no te gusta la cerveza, mi mono precioso?
¿quieres que te traiga otra cosa? sintió la piel suave, femenina, sobre su mano. El
calor y las pulsaciones de mujer en una mano de hombre le parecieron extrañas
pero no retiró la suya. Siempre creyó, siempre, significa antes de aquel día, que
entre piel masculina y femenina había diferencias fáciles de palpar, quizá por las
cremas que terminaban por cumplir su labor suavizante, pero aún así, algo en el
tacto femenino que lo diferenciaba del masculino era evidente cada vez que
cerraba la mano de alguien que por alguna razón no hubiese hablado, por
supuesto, también estaban el olfato y los otros sentidos que puso en práctica a
falta de la vista, pero eso era otra historia, eso era antes, por ahora, la piel de

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Vanessa lo sorprendió hasta el punto de despegar sus ojos de la figura del hombre
apabullado al otro lado del vidrio.
¿No te gusta la cerveza? preguntó por segunda vez Vanessa, sin abandonar su
mano. No hay problema, replicó Amadeo, es que bebo despacio y me distraigo
con facilidad, dijo intentando una mentira que resultó ser verdad. ¿El hombre, allá
afuera, te está molestando? preguntó Vanessa en tono protector ¿Cuál? mintió
Amadeo. Ese, señaló Vanessa con un movimiento de ojos hacia la izquierda. No,
mintió de nuevo, pasa mucha gente y también muchas cosas en esta calle, agregó
Amadeo con sus ojos puestos en la cara maquillada del hombre, mujer, en frente
suyo; él, ella, también lo miraba con su permanente movimiento de pestañas.
Cuando se decidió a mirar de nuevo hacia afuera el otro ya no estaba allí, menos
gente pasaba por la acera, la lluvia pertinaz humedecía el ambiente y el tráfico
disminuía. Con una presión suave en la mano de Amadeo, Vanessa susurró,
mono hermoso ¿eres gay? ¿Qué? preguntó Amadeo sin comprender. Te voy a
decir algo replicó Vanessa en su tono musical, estás en un café gay, sólo los que
ya salieron del armario y no les importa que todo el mundo se entere, y los que
ignoran dónde están, ocupan las mesas cercanas al ventanal donde la gente que
pasa los ve, como en una pecera, querido, y sucede que, a veces, hay gente que
se para afuera y molesta a los que están dentro. ¿Era eso lo que hacía ese
hombre? Vanessa calló unos segundos y luego murmuró, creo que tú eres de los
ignorantes, no tienes nada de nosotras, pero no te preocupes, mono divino yo te
cuidaré. ¿Un café gay? murmuró Amadeo. Vanessa lo miró con cariño, tal vez con
ganas de abrazarlo y estamparle un beso, se veía tan desprotegido el pobre, te
voy a traer otra cerveza, esa ya se calentó, ¡La casa invita! remató con alegría y
volvió hasta el bar esquivando los obstáculos con gracia, tal vez, midió Amadeo,
con demasiada gracia. A esa hora, debían ser las ocho y media de la noche, si no
fuera por dos hombres sentados en el bar de espaldas a la sala, el lugar
continuaba desierto.

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5.
Lo único en la calle era la lluvia y una que otra persona preocupada por la hora
que pasaba casi corriendo sin desviar su atención del camino. En el mismo
momento en que la niña vestida con ropas de abuela como su vestido negro,
reapareció detrás del automóvil parqueado entre la acera y la avenida, justo en
frente de su mesa, sonó el celular en el bolsillo interior de la chaqueta. Era la tía
Emiliana. Alcanzó a decir ¿aló? y la voz femenina, entre histérica y dominante se
desató al otro lado del aparato. ¿Dónde estás? ¿con quién? he llamado a todos
tus compañeros de la biblioteca y todos dicen que saliste antes de terminar la
sesión. ¿Donde estás Amadeo? ¿Qué te pasa? me tienes preocupada, la comida
ya está fría. Te exijo, te ordeno que vengas ya mismo, no sabes los peligros que
corres, ¿quién te va a traer? He llamado a todos los hospitales. Tu teléfono no
responde, es la décima, qué digo, la centésima vez que te llamo, en la empresa de
celulares me dijeron que la línea estaba buena ¿por qué no contestas? ¿estás con
una mujer? Claro que no me importa, tienes todo el derecho, pero debías por lo
menos avisarme, debías compadecerte de mí que dediqué la vida a cuidarte y
mira como me pagas, abandonándome, sin decir nada, sin prevenirme. Y ahora
decides no hablar, no responder. Amadeo, ¿estás ahí? ¿me escuchas? ¡Ah! que
tan bonito, claro, qué le voy a responder a esa vieja loca, estarás pensando...
¿Amadeo? ¿Amadeo? Sí tía, aquí estoy. ¿Amadeo estás con una mujer? me vas
a enloquecer, si repites esta juerga sin prevenirme, me voy a morir, me entiendes
¿Amadeo? ¿Amadeo?
Mientras la tía hablaba sin parar, la niña jugaba al escondite. Desaparecía detrás
del automóvil, reaparecía por la parte delantera. Amadeo alcanzaba a ver su figura
ir de un lado a otro de la carrocería iluminada con una linterna, de repente se
desvanecía por completo y luego aparecía en otro lado. En una ocasión se
demoró más de lo habitual y cuando resurgió pegada al ventanal del café con la
luz de la linterna dirigida a su cara, soltó una carcajada que se escuchó en todo el
vecindario. Incluso la tía, al otro lado del celular la escuchó. ¡Estás con mujeres!
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gritó. Amadeo pensó en lo inútil que sería negarlo y prefirió el silencio. Claro,
continuó la tía Emiliana, el señor necesita mujeres y se va solo a buscarlas... Pero
mi amor, la tía cambió el tono, por qué no me lo dices, por qué no me cuentas lo
que te pasa, ¿ya no confías en mí? ¿recuerdas cómo jugábamos antes? hizo una
pausa, corta, como si un recuerdo o una culpa la alcanzaran... ¿Es por lo que
pasa con Aníbal que te fuiste hoy donde esas mujeres? Debes entender, está
enamorado de mí y quiere que nos casemos, me dice que se ocupará de nosotros,
que tú no tendrás que volver a la biblioteca, que leer o enseñar el Braille, no sabe
lo que haces allá, no es para ti, y me promete amor y seguridad, se siente solo
desde que quedó viudo. ¿Amadeo? ¿Amadeito? ¿Me escuchas? Si quieres te
ayudo a conseguir una mujer para que te relajes, pero aquí en la casa, no me
importa, y te prometo que no diré nada a nadie.
Vanessa llegó con la cerveza recién servida, más dorada y provocativa que la
primera, la dejó cerca del mono precioso y lo escuchó murmurar, tía Emiliana, voy
a colgar, en una hora llego a casa, no te preocupes, estoy con amigos que no
conoces. Vanesa pensó que estaba discutiendo con su mujer. Amadeo apagó el
aparato con el desespero de su tía pegado al oído, la imaginó en el apartamento
que heredaron de su madre, caminando de un lado para otro del salón, subiendo
los pies en la mesa de centro como lo hacía cada vez que estaba desesperada, y
con seguridad llorando. Pero un pensamiento detuvo los otros, ¿Acompañada? ¿la
tía Emiliana? dudó, ¿estará con el viudo enamorado que no ve la hora de casarse
con ella? ¿será cierto? Tal vez un día resulte verdad, pensó dejando el celular en
el bolsillo de la chaqueta.
Mientras los ojos nuevos pasaban del vaso de cerveza reluciente, a la sonrisa
igual de Vanessa y volvía a las muecas graciosas de la niña cara sucia, iluminada
desde abajo con su linterna para parecer un espanto, tomó otra decisión, si era
verdad, presionaría a su tía para que se casara con Aníbal y lo dejara solo en el
apartamento, ella se opondría a la idea, patalearía, rayaría aún más la mesa de
centro son sus zapatos, encontraría la propuesta descabellada. ¿Cómo él, limitado
16
como estaba, iba a vivir solo. ¡Ah!? Pero encontraría la forma de hacerlo, sin que
supiera lo de sus ojos nuevos, estaba muy recién desempacado todavía en el arte
de manejar ojos para anunciar así, sin más ni más, su nueva condición a la tía
Emiliana y al posible futuro marido.
Ahí está Milagros, dijo Vanessa mientras acomodaba el vaso y el recipiente, esta
vez con maní, cerca de la mano de Amadeo. ¿Se llama Milagros? preguntó
Amadeo. No sé de dónde viene, respondió Vanessa, pasa los días por aquí, en la
esquina pidiendo limosna o por ahí, atracando a los que ve muy despalomados.
¿Y de dónde sacó esa ropa? Con seguridad se la dieron en el albergue. Cuando
desaparece, un mes o dos, hemos llegado a pensar que está muerta, que la
mataron o se quedó atorada en alguna sobredosis, pero siempre vuelve, por eso
Lola y yo la llamamos Milagros. ¿Lola? ¿No sabes quién es Lola?, se ocupa del
bar, ¿la ves? es la que está conversando con aquellas clientas. Amadeo miró
hacia el fondo del local y distinguió los mismos tres hombres que ya estaban allí
cuando quiso saber la hora. Nosotras le damos comida y ropa, pero ella siempre
regresa estrenando, ahí donde la ves, agregó Vanessa, no ha llegado a los quince
pero parece de treinta, sobre todo, vestida con esas ropas de señora.
Milagros no dudaba que estaban hablando de ella y sus piruetas se hicieron más
movidas, como si estuviera bailando alguna danza que ni Vanessa, ni Amadeo con
su oído sensible, escuchaban. Cuando te vayas le das algo, un poco de dinero
para pasar la noche, agregó Vanessa en el momento en que un grupo de seis
personas entró al café, entre ellos iban dos mujeres, pero ocuparon mesas
separadas, hombres por un lado, mujeres por el otro.

17
Primer día / Noche

1.
Los ojos del taxista no lo abandonaron desde el momento en que ocupó el asiento
de atrás. Lo escudriñó con insistencia, al milímetro. Era parlanchín y estaba
buscando en la figura del nuevo pasajero algún indicio, una clave que le diera
luces sobre un tema para conversar mientras duraba el trayecto, una media hora.
Cuando anunciaron por el radioteléfono un pasajero en el bar de Lola y Vanessa,
se apresuró a responder, en general esos maricas eran inofensivos y buenos
conversadores, lo que necesitaba para no dormirse mientras manejaba. Aunque el
hombre no parecía gay, su pinta era más bien pasada de moda y su corte de
cabello parecía hecho por el enemigo, pensó el taxista, tal vez no se ha mirado en
los últimos días a un espejo. Por fin se decidió por romper el hielo con una
conversación directa. Caballero, dijo sin quitar los ojos del espejo retrovisor, yo no
tengo nada contra los maricas, incluso me caen bien y me gusta conversar con
ellos, pero, usted no es ¿cierto? ¿Sabe por qué se lo pregunto? Porque desde que
se subió al taxi, noté que no era de aquí, que era extranjero y con seguridad no
sabía dónde estaba, aunque, se lo digo con toda sinceridad, no tiene por qué
preocuparse, ese bar es de los más seguros de la ciudad, qué digo, del país, Lola
y Vanessa son inigualables, queridos, amables, serviciales.
El hombre pareció reflexionar y agregó, o, si es gay, entonces conoce a las
dueñas del café mejor que yo ¿Si o qué? Pero lo que sí es cierto, y en eso estoy
seguro de no equivocarme, es que usted es extranjero, ¿de dónde viene? ¿do you
speak english? ¿Ah? o ¿parlez-vous français? o italiano, o portugués, dígame qué
habla y verá que no dejamos de entendernos. Hizo una pausa y después de
considerar a Amadeo que no había quitado los ojos de la ventanilla obnubilado por
la primera vista nocturna de la ciudad, en toda su vida, agregó ¿hasta cuándo se
queda? Amadeo quería silencio, estaba convencido de que el silencio era una
ganancia pero no podía ser descortés con el taxista, entonces, para cortar los
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avances se atrevió a decir, no, señor, no soy extranjero, vivo aquí y Vanessa fue la
primera persona amiga que encontré cuando abrí los ojos. Hubiese sido mejor
guardar silencio, cuando escuchó la voz y el acento de los que viven entre las
montañas, el taxista pareció alegrarse. ¿Conoce a Vanessa desde niño? Eso si
que es una sorpresa, y la estaba visitando, ya decía yo que usted no tenía cara ni
figura de gay, claro, agregó, uno puede tener los amigos que quiera y no ser como
ellos ¿sí o qué?. Yo tengo un amigo que vende droga en una esquina del barrio, lo
conozco desde la escuela, a veces tomamos cerveza juntos y eso no quiere decir
nada, él hace lo de él y yo lo mío.
Entre la ciudad que desfilaba ante sus ojos y la conversación, a la que decidió
responder con monosílabos, Amadeo se fue haciendo un plan de situación. Hasta
el momento en que bajara del taxi sería una persona normal, incluso podía ser
gay, a ojos del chofer, pero cuando descendiera volvería a ser el Amadeo de
siempre, hábil, sólo guiado por el olfato, el tacto o el calor que rodea los objetos y
las personas, pero, sobre todo guiado por la memoria a prueba del tiempo. Ahora
que no iba a tener más función de ojos, la memoria es como unos ojos para los
que no ven, la convertiría en herramienta, aunque todavía no tenía claro para qué
o cómo. En esta etapa de descubrimientos, colores, tonalidades y proporciones,
eran el aprendizaje y la memoria estaba ahí para recordar o reconocer lo no visto
con su bagaje de formas, tiempos, distancias, incluso olores o sentires. Sin
embargo, en esa perspectiva halagadora, la tía Emiliana aparecía como una
barrera, su exceso de celo, a veces no sabía si era real o fingido, lo sacaba de
paciencia, si se preocupara menos, si no lo vigilara. Siempre, aun antes de este
día cuando el desvalido era él, hubiese sido más sensato que los cuidados y la
vigilancia fuesen al contrario. La tía Emiliana era débil, impulsiva y fantasiosa.
El taxi hizo alto en un semáforo, Amadeo observó con detenimiento la avenida de
seis carriles, con iluminación central hacia ambos lados y alguna gente en las
aceras o esperando pasar al otro lado. Todos parecían solos. Había cesado de
llover pero los pocos transeúntes llevaban paraguas o protectores de plástico. El
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taxista no dejó de hablar de las bondades de la ciudad, de la gran cantidad de
visitantes que llegan para conocerla. Amadeo, se limitaba a murmurar sonidos que
no significaran participación en el tema. Unos malabaristas ejecutaron un número
con antorchas frente a los automóviles entre los cambios de luces, el hombre iba a
decir algo sobre ellos pero un pito, “ta, tara... tara... ta, tara... tara...” y una voz a la
izquierda, lo interrumpieron, ¡Eh... Mauro! ¡Mauro! El taxista reconoció un colega
en el carril contiguo. ¡Quiubo, hermano..! ¿Cómo está la cosa? Bien, respondió el
otro, apenas ahora me dieron el turno. ¡Ah! gritó Mauro, yo arranqué temprano.
¿Nos vamos a ver mañana donde las cuchas? Claro. Hoy trabajo hasta tarde, pero
mañana no hermano, mañana me parcho donde las cuchas desde la hora del
partido. De buenas usted parce, dijo el otro cuando la luz pasó a amarillo, ¡Nos
vemos mañanaaaa..! y sus palabras se desvanecieron entre los aceleradores y el
ruido de otros automóviles.
El taxista arrancó despacio, dejó que el otro se adelantara y de nuevo pegó los
ojos al retrovisor para tener con quien conversar y no quedar dormido en el puesto
de trabajo. Ese amigo mío, señor, ¿lo vio? dijo mientras aceleraba, se salvó de
milagro, este oficio tiene sus peligros y uno nunca sabe quién está montado ahí
atrás, por eso prefiero cuando me piden la carrera por radioteléfono, no crea que
yo recojo gente que me levanta la mano en la calle, ¡no señor! dijo subiendo el
tono para exagerar su manera de afrontar el oficio. En cambio, agregó, hay
colegas que por meterse unos pesos al bolsillo le paran al primero que los llame y
ahí es donde está el peligro. Imagínese, continuó, con los ojos más pendientes del
retrovisor que de la calle, que ese compañero recogió un día tres señores a las
siete y media de la mañana en una avenida como esta, pero por allá más abajo,
¡Ah!, se interrumpió, pero si usted es de aquí, claro que sabe, en la avenida
Guayabal. La verdad, no sé por qué pensé que era extranjero. Bueno, mi amigo le
paró a los señores y ellos le preguntaron que cuánto les cobraba por llevarlos a
Heliconia, un pueblito a cincuenta kilómetros; imagínese arrancar para un pueblo
apenas empezando el día; yo hubiera dicho que no pero mi compañero se puso a
20
negociar. El trabajo era llevarlos, esperar allá mientras hacían una diligencia y
volver con ellos. Trescientos mil pesos pidió para que dijeran que no, pero ellos
dijeron que sí y arrancaron. Cuando iban por la carretera uno de los señores dijo
que tenía ganas de orinar y ordenó a mi amigo, se llama Carlos ¿ya le había dicho
que se llama Carlos?, que parara después de una curva al lado de la carretera y
se bajaron los tres. Dicen que nadie orina solo, ¿ha escuchado, cierto? Amadeo
murmuró algo parecido a un sí, mientras pensaba que ahora con ojos nuevos, se
estaba demorando más para llegar a su casa que antes. Se dio cuenta que estaba
separando los hechos y lo que viene con ellos entre los de antes y los de ahora,
pero abandonó la sospecha porque no tenía elementos para comparar, sólo eran
suposiciones, alguna herencia que apenas descubría; recordó a la tía Emiliana y
las conjeturas en que se enredaba por el miedo permanente a creer todas las
cosas que ella misma inventaba.
Amadeo perdió el hilo de las palabras del taxista mientras navegaba en sus
corrientes interiores y cuando las escuchó de nuevo tuvo la sensación de haber
perdido buena parte de la historia, pero no se atrevió a pedir explicaciones.
...Entonces lo encañonaron y le dijeron que lo iban a matar ahí mismo porque no
podían cargar con él para ninguna parte. Parece, agregó el taxista, que Carlos
lloró, imploró que no le hicieran nada, que tenía mujer e hijos y su única fortuna
era el taxi con el que se ganaba la vida. Sin lugar a dudas, las lágrimas
conmovieron a los hampones, lo amarraron de pies y manos con cuerdas que
encontraron en la maleta y lo encerraron allí mismo.
El taxista hizo una pausa y como notó, por el retrovisor, que el pasajero estaba
distraído mirando desfilar la ciudad por la ventanilla, llamó su atención asegurando
que era verdad, que Carlos, el otro taxista, se lo había contado con esas palabras
¿Usted qué opina? preguntó, ¿cómo le parece la inseguridad a la que hemos
llegado? Amadeo tuvo, en ese momento la visión de su tía Emiliana al timón del
taxi, su voz, sus quejas, sus gestos, sólo faltaba que estuvieran en el salón de su

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casa y ella, en señal última de impotencia, subiera los pies a la mesa de centro,
poco importaba si llevaba tenis, tacones punta de aguja o si estaba descalza.
¿Y qué pasó? La pregunta llegó como un bálsamo para el chofer que creyó haber
perdido el interés de su oyente. ...Imagine, retomó con nuevos bríos, que Carlos
estuvo encerrado más de una hora en la maleta del taxi, ¡más de una hora en la
maleta del taxi¡ repitió levantando la voz para agregar dramatismo al caso, luego
vino una pausa corta y agregó, los tres asaltantes no se detuvieron en ninguna
parte. Parece, continuó el taxista, porque Carlos tampoco recuerda con exactitud
cómo sucedió, que sintió un calambre y al intentar un movimiento para estirar la
pierna sintió floja la cuerda que lo ataba y con dos estrujones rápidos logró
deshacer el nudo. Apenas se liberó de pies y manos, trató de reconocer algún
ruido que delatara el lugar donde estaban pero no escuchó nada. Por suerte, él lo
sabía, algunas herramientas estaban sueltas detrás de la llanta de repuesto y
haciendo contorciones de equilibrista, logró sacar un punzón y un martillo con los
que rompió la cerradura y pudo levantar la tapa unos centímetros. No me pregunte
cómo lo hizo, o si me cree o no, porque él tampoco sabe como fueron las cosas,
ambos, él y yo, imaginamos que fue así, aclaró el taxista, para que usted vea que
le cuento las cosas tal y como las conocí.
Pues bien, continuó después de hacer pausa en una esquina donde cedió el paso
a un automóvil particular, cuando Carlos se dio cuenta de que iban por una
carretera pavimentada y a poca velocidad, levantó la tapa lo suficiente para pasar
el cuerpo y se dejó caer, con tan buena suerte, si se puede llamar “buena suerte”
tener que saltar de su propio carro en movimiento, murmuró el taxista, que no le
pasó nada. Apenas cayó al piso, Carlos dice haber sentido la serenidad de
encontrarse libre, pero al mismo tiempo, el miedo de que lo vieran por los espejos,
por eso, por miedo y no por marrulla, se quedó quieto contra el piso lo más
estirado posible para que su cuerpo se notara como un resalto extraño de la
carretera. Menos mal, dice el taxista que contó Carlos, ese día su mujer lo obligó a
estrenar camisa y pantalón, gris ratón, que mimetizaron su cuerpo con el asfalto.
22
Amadeo escuchaba entre perdido y encontrado. Por momentos perdido en
intentos vanos por descifrar letreros en fachadas o avisos publicitarios
incomprensibles aunque ilustrados con objetos, o mujeres y hombres, casi
siempre jóvenes pero no tan bellos como los imaginaba cuando su madre, la tía
Emiliana o algún participante en los salones de lectura de la biblioteca se atrevían
a describirlos. ¿Cómo será el gris ratón? se preguntó cuando el taxista mencionó
la ropa de Carlos, pero no preguntó para no alargar la historia. La desconfianza en
todo y en todos, que no quería sentir, inculcada por la tía salió a flote y tuvo la
corazonada de que el trayecto iba a ser tan extenso como la historia que contara
el chofer. Sin embargo, no se atrevió a contradecirlo o apresurarlo, con toda
sencillez le preguntó la hora y si aún faltaba mucho para llegar, me están
esperando quiso mentir, pero la imagen de la tía Emiliana en la sala del
apartamento, descompuesta por su tardanza, la esperanza puesta en la presencia
de Aníbal y los pies sobre la mesa de centro en señal de inconformidad le
recordaron la situación que iba a encontrar en el momento de abrir la puerta.
El taxista debió sentirse aludido porque sobre las palabras de Amadeo dijo, no se
preocupe, ya vamos a llegar lo que me da lástima es que se va a perder el final.
Ya lo conozco, respondió Amadeo, Carlos volvió a manejar su taxi. Sí, claro, dijo el
chofer, ¿pero no quiere saber cómo atraparon a los bandidos? La sensación de
estar cerca, la misma que sintió siempre al aproximarse a su calle, el aroma
particular de plantas propias, acompañado del ruido esforzado de los motores al
subir los últimos quince metros, que tenía perfectamente medidos en la memoria,
le obligaron a prometer, la próxima vez que nos veamos me cuenta el final, creo
que llegamos.
Para asumir el papel de antes, el que conocía tan bien, preguntó, ¿el edificio de
puertas metalizadas está a la izquierda o a la derecha?. El chofer lo miró por
encima del hombro y para su sorpresa encontró un hombre ágil para descender
del automóvil, pero que medía las distancias y los espacios con los otros sentidos
porque la vista estaba ausente. A la derecha, señor, dijo. Amadeo puso un billete
23
en sus manos y preguntó si alcanzaba para pagar el servicio. Sí señor, respondió
el chofer, es suficiente.

2.
Los cinco escalones, las puertas metalizadas que abren a distancia con la ayuda
de un control, a esa hora los porteros han terminado su jornada. El ascensor al
fondo del vestíbulo, doce pasos lo separan de la puerta; el botón de llamado a
nivel de la cintura, a la derecha; la campana mecánica que anuncia la llegada del
aparato y el ruido aceitado de las puertas que deslizan; el espacio reducido, un
espejo al frente, carteleras con anuncios de actividades y el reglamento de la
administración a los costados. Entra al aparato, dos pasos solamente. Las puertas
cierran, los tableros de comando a lado y lado. Tres botones más arriba del que
tiene un punto es el de su piso, apoya el dedo índice y espera, el aparato sube.
Amadeo conoce el recorrido de memoria.
Esta vez Amadeo entra al ascensor como siempre lo hizo antes, es decir, durante
los últimos veinte años. Ejecutó, sin temor a equivocarse las acciones conocidas.
Hubiera podido hacerlo con los ojos cerrados, estaba acostumbrado, pero la
curiosidad de los ojos abiertos pudo más y por primera vez en su vida se encontró
en el espejo, frente a frente, con él mismo. Se vio como era, como era de verdad,
no como su madre o la tía Emiliana querían que se imaginara.
La sorpresa fue grande, enorme. Su primera reacción fue creer que el reflejo era
equivocado, alargó la mano para palpar las facciones pero se encontró con la
superficie fría del vidrio. Entonces recorrió su cara al milímetro con las puntas de
los dedos. Fue la prueba de veracidad, el movimiento de sus manos confirmó la
realidad de quién estaba en frente. Parecía mayor de lo que imaginaba, su
expresión era dura. Quizá por la sorpresa del primer encuentro, hizo como la
gente cuando está frente a un desconocido, escondió la mirada con timidez. Sintió
pena por intentar escudriñarse de manera abusiva. Casi a hurtadillas, midió
arrugas, nariz grande, ojos juntos, pequeños, boca recta con pocos labios, no vio
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dientes. Frente alta, cabello abundante, descompuesto, como salido de un
vendaval. De nuevo sintió incomodidad por la ropa negra, algo en ella no le
gustaba, pero no sabría decir qué. La puerta del ascensor se abrió en el cuarto
piso, su piso, cuando todavía buscaba en el espejo indicios de la persona que
siempre creyó era él, o por lo menos las descripciones que tenía de él.
La voz de la tía Emiliana, retumbó en sus oídos. Apenas alcanzó a percibir la
sombra que se abalanzó cuando las puertas se abrieron. Amadeo, mi amor, ¡al
fin!, ¿qué te pasa? entre quejas y lloros se abrazó a su espalda con fuerza, sin
esperar que volteara. ¿Dónde estabas? no imaginas cómo hemos sufrido. Aníbal
bajó a su apartamento pero ya viene, también está muy preocupado, temimos un
accidente, o un atraco, dijo que si en media hora no llegabas llamáramos a la
policía. Las puertas automáticas golpearon el cuerpo de Emiliana que no había
entrado por completo y entonces notó que no le había dado tiempo de girar y era
posible que el hombre a quien estaba aferrada no fuera su sobrino. Las puertas se
abrieron de nuevo y Emiliana, asustada por el posible error, dio algunos pasos
hacia atrás hasta el vestíbulo frente al apartamento abierto. Amadeo la escuchó,
sin hablar, concentrado en reasumir el papel de antes, de siempre, de toda su
vida, el de los ojos vacíos y la mirada perdida. Cuando giró, la puerta comenzó a
cerrarse sobre ellos y en un segundo de inatención, de desconcentración o temor
por el encuentro, alargó su brazo para detenerla. Amadeo notó el error de
inmediato y aunque hubiese podido justificar la acción por el roce de los metales y
su oído sensible, el movimiento de los ojos no hubiese pasado desapercibido para
otra persona más advertida.
La tía Emiliana no se dio cuenta, sólo tenía palabras para hacer sentir al sobrino el
vacío tremendo de su ausencia, el temor de un accidente, o algo peor. Amadeo se
dejó conducir al apartamento, no tanto para dar veracidad al apoyo que recibía de
la tía llevándolo pegado de su brazo, como para disimular el temor de entrar por
primera vez con todos los sentidos a su casa, donde vivió desde la juventud, pasó
alegrías y tristezas, murió su madre y posiblemente moriría él, la casa que conocía
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de memoria pero no había visto nunca. Sabía dónde estaba cada objeto, cuántos
pasos había entre una silla y otra, entre una puerta y otra, a qué altura guardaban
los vasos o el lugar exacto de los alimentos en la nevera.
Se dejó llevar. En el vano de la puerta se detuvo con la cabeza alta, como gustaba
a su madre que la llevara siempre y con ojos ávidos miró para todos lados. La tía
Emiliana, lo dejó entrar un paso antes que ella, no notó la expresión de ansiedad
de su mirada. Lo que vio no lo sorprendió. Siempre imaginó su casa con muebles
y adornos más antiguos que modernos y también un poco oscura, suficiente para
descansar cualquier esfuerzo que estuviera obligado a hacer con sus ojos. A la
izquierda, el comedor con ocho sillas, un mueble de madera y una fuente con
frutas de cerámica contra la pared, un cuadro con marco de madera que parecía
ser un bodegón y un poco más allá la puerta de entrada a la cocina. A la derecha
el salón. Cuatro sillones, un sofá y la mesa de centro, depósito de las
lamentaciones de la tía Emiliana. En la pared detrás del sofá un paisaje
enmarcado, no alcanzó a distinguir detalles aunque podría decir que lo conocía de
memoria, como todo en esa casa, por las descripciones que cientos de veces
hicieron su madre y su tía. Una puerta ventana abierta a esa hora sobre el balcón,
dejaba ver las luces de la ciudad en la noche. La fatiga por la emociones del día y
la poca luz no le permitieron entrar en detalles. Siguiendo su costumbre fue hasta
una de las sillas que daba la espalda a la noche y se sentó. Lo hizo bien, de
memoria y sin dejar notar la novedad de sus ojos. Apenas se acomodó pidió a la
tía Emiliana que cerrara la puerta, la noche está fría, dijo. La tía no había cesado
de murmurar frases hechas y repetidas cientos de veces mientras esperaba, que
la soledad, que los peligros, que tú no estás en condición para andar la calle como
cualquier otro, que debías tener más cuidado, que por favor no vuelvas a hacer
eso, que hasta Aníbal está preocupado por ti y pronto vendrá, bajó a su
apartamento, ella no sabía para qué. Cuando escuchó la voz de Amadeo
pidiéndole que cerrara la puerta del balcón, dejó de murmurar y le preguntó si
todavía, a esa hora, quería comer algo. Por primera vez desde el suceso, Amadeo
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sintió hambre y respondió que no había probado nada desde el almuerzo. Yo
tampoco, con la angustia que pasé se me olvidó hasta comer, dijo la tía Emiliana
en el mismo tono de reproche y fue hacia la cocina.
Por alguna sensación que no alcanzaba a describir, Amadeo sintió timidez de
visitante y no se atrevió a dejar el sillón. Se sintió extraño en la actitud de quien
respeta las intimidades de un lugar desconocido pero aunque deseara lo contrario,
así era, era nuevo en esa casa y como todo recién llegado debía guardar distancia
y esperar. Pero era su casa, la conocía al milímetro, nadie mejor que él podía
decirlo, cada objeto, cada rendija, cada cajón. Amadeo sabía dónde estaba lo
divino y lo humano en esa casa pero ahora, por obra y gracia de un incidente, no
lo iba a llamar accidente, y también por obra y gracia del temor a ver y confesar
abiertamente que había recuperado los ojos, prefería observar desde la penumbra
como espectador de su vida de antes. Pensó en ese momento que ver y parecer
que no, era una limitante mayor que no ver. Por una intuición, quizá un
presentimiento que duró sólo unos segundos o un minuto después de que la tía
Emilana desapareciera en la cocina, descubrió mientras observaba los objetos, los
muebles, los rincones, las sombras, las luces, con ojos y postura de visitante, que
alguien lo espiaba. Tal vez era el peso de la novedad que se hacía sentir con sus
ojos clavados en él, en su cabeza, en sus hombros, en su espalda. Era una
mirada precisa. Creyó que alguien desde el pasillo de las habitaciones, que
conocía a la perfección, detrás a su izquierda, lo tenía bajo observación. No supo
si fue un escalofrío, presagio de enfermedad por estar en la calle sin protección
contra el frío o la lluvia, o un temblor simple, presagio del miedo, pero un
estremecimiento lo sacudió y los ojos no lo abandonaron. Los sintió cuando la tía
Emiliana entró en la cocina. Pensó preguntar en voz alta si había alguien más en
casa pero no lo hizo por la timidez del visitante y porque el efecto de ser objeto de
análisis y sentirlo, por primera vez en la vida, lo intimidó aún más. Sentirse bajo
observación era algo desconocido, con seguridad le sucedió antes, cuando las
posibilidades de que lo notara eran escasas, la falta de referencia de otros ojos, de
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otras miradas, le impedía ver si era observado, sin embargo, ahora que podía
darse cuenta, incluso participar de la aventura de mirar y ser mirado, la
experiencia lo abrumó de tal manera que deseó estar solo, en su habitación o en
su oscuridad, pero solo.
En buen momento la tía Emiliana salió de la cocina con platos y cubiertos para
arreglar la mesa y organizar tres puestos. El detalle llamó la atención de Amadeo
que confirmó la presencia de una tercera persona, estuvo a punto de preguntar
quién estaba con ellos pero hubiese sido un error imperdonable. Antes de que la
tía regresara con las fuentes de comida para que cada uno se hiciera el servicio,
como era la costumbre cuando había visita, Amadeo se levantó del sillón y fue, al
tacto, hasta su lugar en la esquina a la derecha de la cabecera, el puesto que
siempre ocupó su madre y desde su muerte permaneció sin ocupar. Era extraño
que la tía Emiliana pusiera cubiertos y platos en ese puesto y, sin saber por qué,
quizá liberación de la timidez recién adquirida, cambió su lugar de siempre y
ocupó el de su madre. La tía Emiliana llamó su atención sobre el error que estaba
cometiendo. Amadeo respondió que se había distraído, preguntó si podía
quedarse en ese puesto y aprovechó para palpar a su derecha los cubiertos en el
lugar que desde siempre le correspondía. ¿Y por qué hay tres puestos, tía? Aníbal
dijo que vendría a comer con nosotros pero que podíamos comenzar sin él. La tía
Emiliana sirvió el plato de Amadeo, como siempre lo hizo, la carne o el pescado a
la derecha, la verdura a la izquierda y los carbohidratos, papas o arroz al frente, en
el lugar más alejado del plato. Nunca tomaban sopa en la noche, sin embargo,
Amadeo preguntó si quedaba del almuerzo, era de zanahoria y le gustaba repetir
el chiste de los conejos que no necesitaban gafas. Cuando la tía regresó de la
cocina con el plato servido, Amadeo agregó, para verte mejor e hizo la misma
mueca de lobo de toda la vida. Ella lo miró sin sonreír y por supuesto, sin saber
que él la estaba viendo.
Comieron en silencio. Mientras Amadeo daba cuenta de la crema de zanahoria,
Emiliana terminó las verduras, no se sirvió pescado porque no dormía, comer más
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de un bocado o dos, máximo, en las noches, le interrumpía el sueño. Se demora,
dijo Amadeo con la mirada sin referencia puesta al frente cuando terminó la
crema. ¿Te parece si como aunque no haya llegado? Sin responder, la tía
Emiliana levantó el plato de sopa vacío y acercó hasta un punto preciso el otro ya
servido, acomodó algunos utensilios al otro lado de la mesa y sin mirar a Amadeo,
consideraba que no había que mirarlo, dijo, Aníbal me volvió a proponer
matrimonio hoy, y le voy a decir que sí; cambió el tono de voz y como un reproche
agregó, no soportaría otro día como este, si él estuviera aquí, se ocuparía de tí y
de mí, de nuestra seguridad y no tendrías que ir a esa biblioteca, la odio, por ir allá
es que pasan las cosas, mira hoy, nadie sabía dónde estabas, y volverá a suceder
me lo aseguró Aníbal. La tía Emiliana hizo una pausa y por primera vez desde que
estaban en la mesa, miró a su sobrino, pero lo miró sin definición, sin verlo, no
había necesidad de que él se diera cuenta de que quien le hablaba lo miraba
también. Cuando retomó la palabra ya no había reproche en su voz, había una
decisión tomada, me voy a casar con él, repitió, tú necesitas un padre y yo un
marido.
Amadeo movió su cara hacia ella. Por primera vez veía a su tía, siempre escuchó
decir que ella y su madre eran muy parecidas, entonces las vio a las dos al mismo
tiempo. Podía observarla con tranquilidad porque ella le hablaba sin mirarlo, era
bonita, fue bonita, sus facciones eran precisas y finas, los ojos más grandes y
separados que los suyos y como él, la frente alta. El cabello casi en los hombros,
le sorprendió la boca tan parecida a la suya, recta y casi sin labios, aunque podría
decir que tenía más que él. Ese día la tía Emiliana llevaba un pantalón azul, de
tela de jeans, pensó que se aproximaba a las descripciones, y una blusa azul
también, de manga larga, cerrada hasta el cuello. Desde su llegada no la había
mirado a los pies. Pensé que Aníbal estaba en casa, dijo Amadeo recordando los
ojos que lo espiaron y ahora no sentía por la distracción de la comida y las
palabras de la tía. No, respondió ella, te dije que bajó a su apartamento y ya
regresa. Amadeo insistió ¿estamos solos tía, no hay nadie más que tú y yo en
29
casa? No, dijo ella mientras hacía movimientos para organizar la mesa por si
Aníbal llegaba. Me alegra que te cases, agregó, yo también creo que es hora de
que encuentres un marido y vayas a vivir con él a su casa, yo también quiero vivir
solo, tía, no es justo que sigas desperdiciando tu vida cuidándome, ya me sé
cuidar y vas a ver, seremos más cercanos cuando vivas en su apartamento que
ahora.
Algunas cosas, quizá muchas, como la angustia de esa tarde por la demora de
Amadeo y las palabras que venía de escuchar, que sacaban de casillas a la tía
Emiliana. Se paró como un resorte y con movimientos agresivos fue hasta el
ventanal del balcón, nueve pasos contó Amadeo que conocía la distancia de
memoria. ¡Ah! dijo, gritó, la tía. Así es como me agradeces, pidiéndome que me
vaya. Claro, el señor, fue capaz de llegar una noche tarde y ya se cree el hombre
mundo, el don Juan, quién sabe con que putas estabas que crees que te puedes
valer solo. No señor, Aníbal y yo viviremos en esta casa, y te cuidaremos hasta
cuando San Juan agache el dedo, eso prometí a tu madre y eso voy a hacer, y por
favor, jovencito, agregó la tía Emiliana haciendo énfasis en el calificativo y con la
mirada clavada en Amadeo que no se había movido del puesto de su madre en la
cabecera de la mesa, ¡no me vuelva a mencionar que quiere vivir solo y que usted
ya puede con su vida, usted me necesita a mí y punto! Aníbal me necesita también
y tendrá su parte, pero que no se les ocurra a ninguno de los dos...
Iba a continuar sin detenerse a respirar, cuando sonó el timbre de la puerta. La tía
Emiliana se irguió como un gallo de pelea sorprendido fuera del ruedo, alisó su
peinado y las faldas de la blusa que llevaba por fuera y caminó los dieciséis pasos
que la separaban de la puerta. Cuando pasó al lado de Amadeo murmuró, ¡ni una
palabra de esto! ¡A nadie! ¿Me entiendes? Sin mirar para ningún lado Amadeo
escuchó los pasos hasta la puerta, luego los sonidos metálicos de la chapa al
correr el cerrojo y los chirridos, que según él, eran falta de grasa en las bisagras.
La hoja de la puerta se abrió a medias, ese detalle extrañó a Amadeo que supuso
la llegada del pretendiente con la puerta abierta de par en par. Una voz joven
30
confirmó que no era Aníbal. Por el tono amable pero seco y dominante con que la
tía Emiliana dijo dos veces no, una vez sí, y se despidió diciendo mañana por la
mañana es mejor que vuelva mañana, Amadeo supuso que el visitante no podía
ser otro que Albeiro uno de los empleados del edificio. Escuchó la puerta volver a
su punto de origen, luego el doble giro mecánico de los cerrojos que se ajustan
con los seguros para pasar la noche y contó los siete pasos de la tía Emiliana
hasta la mesa. Aníbal no puede venir esta noche, dijo, tiene un inconveniente,
vendrá mañana, puedes ir a tu habitación, yo arreglaré la mesa. Amadeo hizo
ademán de ayudarla pero ella insistió en que lo haría sola, le dio un beso en la
mejilla y murmuró en su oído, acuéstate, debes estar cansado.

3.
Amadeo no prendió la luz del pasillo para ir hasta su habitación, conocía de
memoria el recorrido, los obstáculos, las distancias. Mientras medía los quince
pasos hasta su cuarto recordó que la memoria es los ojos de los que no ven.
Hubiera querido prender la luz para reconocer paredes, puertas, adornos,
porcelanas, cuadros. Una cosa era pensar en…, creer que..., y otra, muy distinta,
era ver. Pero no lo hizo para no llamar la atención de la tía Emiliana que lo
observó inquieta desde la puerta de la cocina hasta que se perdió en la penumbra
del pasillo.
La de aquella noche, mientras comían, había sido la primera diferencia, el primer
amago de discusión entre ellos desde el día en que la tía Emiliana se hizo cargo
de Amadeo y eso la incomodaba. Por supuesto, la ausencia de Aníbal también la
sacaba de casillas, y contribuía a estimular su ánimo irritable, a pesar de que no
tenía razón para indisponerse. El matrimonio, la idea de vivir en el mismo
apartamento, la relación amorosa, el interés de Aníbal por la vida, el trabajo, en
fin, el futuro de Amadeo eran, en cierta forma, invento suyo, resultado de dos
encuentros casuales en los primeros días de la viudez de Aníbal. El primero fue en
el descanso de las escaleras, el ascensor estaba en revisión, ella subía con
31
algunas compras, él salía de su apartamento y muy amable la invitó a entrar para
que descansara, le ofreció algo de tomar y le habló de la soledad que abruma
después de estar casado por más de treinta años y encontrarse solo de un
momento a otro. Ese día, Aníbal rozó sus manos con las de ella, se sentó cerca,
estuvo a punto de inclinar la cabeza sobre su hombro, eso creyó ella, pero se
arrepintió en el último momento. La tía Emiliana recuerda aquellos primeros
instantes del encuentro con emoción, el tono recio pero amable de su voz, su
gentileza y el aroma de la loción que no pudo remover de sus manos ni de su
recuerdo. Así sucedió la primera vez, corta pero intensa, por lo menos para ella y
no había razón de pensar que para él no había sido igual.
La segunda fue en el hall de entrada del edificio. Emiliana regresaba de
acompañar a Amadeo a la parada de bus para la biblioteca y coincidieron al abrir
la puerta metálica, él desde dentro y ella desde la calle. El encuentro no pareció
preparado y la sorpresa de ambos fue real, aunque más tarde la tía Emiliana dudó,
por una simple pregunta de Aníbal a propósito del transporte de Amadeo hasta el
centro de la ciudad. La sospecha fue suficiente para desbordar el sentimiento que
Aníbal despertaba en ella. Su gentileza, su interés por todo lo de ella, la seguridad
de su voz y su actitud cuando estaban juntos, le confirmaron, en ese encuentro,
que el hombre se había propuesto encontrar un camino común. Fue entonces
cuando no se pudo contener y mencionó por primera vez los avances del vecino
viudo, recordó la preocupación de Amadeo y su cambio de actitud progresivo, se
volvió huraño y silencioso, incluso una vez llegó tarde, claro que no tanto como
aquella noche, y se disculpó diciendo que estaba retrasado por culpa de un
compañero.
Ya en la cocina, después de que Amadeo entró en su habitación la tía Emiliana
dudó si había exagerado al insistir que Aníbal deseaba casarse con ella y que los
tres juntos vivirían bajo el mismo techo, a pesar de que sabía bien, porque le
había sucedido antes, que su imaginación era caprichosa, incontrolable y a veces
asumía los deseos como hechos cumplidos. Esa noche, se arrepintió, se dejó
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llevar por el impulso como si no supiera que los deseos imaginarios unas veces se
cumplen y otras no.
Pero eso no era todo. Desde el segundo encuentro en el hall, Aníbal desapareció.
No se habían vuelto a cruzar en las escaleras o el ascensor, hablaron en varias
ocasiones por teléfono porque ella lo llamó, pero habían sido charlas
intrascendentes en las que ella preguntaba por cosas que con seguridad él no
tenía, como abono para plantas, o también, para que dijera a Albeiro el trabajador,
si se encontraba en su apartamento, claro, que cuando terminara de trabajar con
él pasara donde ella para que le ayudara a cambiar unos bombillos. La disculpa de
los bombillos la inventó sobre la marcha de la conversación para que Aníbal se
ofreciera a hacerlo, pero no dio resultado. En las dos o tres ocasiones que
hablaron quedaron de encontrarse, tomar el té en casa de él o de ella, pero las
promesas no pasaron de ese punto.
El matrimonio, el interés de Aníbal por Amadeo, la necesidad de vivir los tres bajo
el mismo techo y el resto, fue todo invento suyo para hacer realidad sus deseos,
como le había enseñado Manuel Salomé, el brujo, que hiciera cuando algo difícil
de alcanzar se atravesara en su camino. Según él uno podía atraer las cosas y las
personas hablando de ellas aunque lo que dijera fuera sólo producto de la
imaginación. Pocos, fuera de los parientes, conocían la inclinación de la tía
Emiliana a dejarse llevar por las fantasías de su imaginación. Amadeo lo notó pero
era algo tan personal, tan de su vida privada que nunca le preocupó. La madre de
Amadeo también, pero murió sin corregir a su hermana; otros parientes lo intuían
pero ninguno se atrevió nunca a enfrentarla, y todos concluían, era un secreto a
voces, que la pobre era mentirosa por esencia, desde niña, y nunca se iba a
corregir aunque se lo dijeran, ese era un vicio que llevaba al mentiroso a creer que
lo suyo es cierto y, como si nada fuera, culpar a los otros porque no le creen y
acusarlos de mentirosos.
Aunque Amadeo sabía de las inclinaciones de la tía Emiliana, en el momento de
entrar en su habitación era lo que menos le preocupaba, la escena en la mesa era
33
una especie de gimnasia interior resultado del convencimiento que debía ejercer
sobre sí misma para persuadir a otros. Amadeo dudaba de las intenciones de
Aníbal pero si era cierto su interés por la tía, ahora que todo había cambiado, el
tema de discusión en la mesa se convertía en realidad. Sin embargo, por eso y por
mil razones más, no consideraba llegado el momento de hacer partícipe a nadie
del cambio en sus ojos.
Amadeo cerró la puerta a sus espaldas y quedó en la oscuridad, como siempre
antes. Conocía a la perfección los movimientos para no chocar contra el escritorio
o la silla, para no golpearse la rodilla con el borde de la cama. Sabía que tres
pasos a su derecha estaba la puerta del baño que su madre incluyó en la reforma
para que no tuviera que salir de noche al pasillo; sabía que a tres pasos a la
izquierda y luego dos a la derecha se iba a encontrar frente a la puerta del balcón.
Sabía todo al detalle, no tenía necesidad de prender la luz, podía hacer lo que
quisiera en esa oscuridad propia, memorizada. Por eso, ahora que quería prender
la luz para ver cómo había vivido buena parte de su vida, no sabía dónde estaba
el interruptor, ¿izquierda, derecha?. ¿Había? ¿Sí, no? ¿Dónde? Era posible que
no. También era posible que se encontrara en el pasillo. Entonces hizo algo que
nunca creyó posible, esperar que sus ojos se acostumbraran a distinguir formas,
siluetas, volúmenes entre las sombras y reflejos que subían de la calle.
Se sintió como el viajero que llega a una habitación de hotel desconocida. Era un
juego de antes. Jugaba a estar perdido en algún lugar extraño y para salvarse, o
encontrar la salida, lo imaginaba en la oscuridad total porque tenía la capacidad de
sentir entre las sombras, los sonidos, el calor de los cuerpos, los olores, como si
fueran ojos precisos, exactos, milimétricos. Sin embargo, ahora que podía ver, la
oscuridad hacía de su habitación un lugar irreconocible en un país lejano. Todavía
de pie y recostado contra la puerta imaginó que estaba en Calcuta, no recordaba
el nombre del hotel pero era el mismo del “Nocturno hindú” la novela que una vez
leyó, en Braille, en la biblioteca. Sintió el aroma del incienso mezclado con
gengibre. El calor y la humedad subieron de la calle y entraron por el balcón.
34
Roces de muchedumbre en movimiento, gritos, voces de vendedores, de
voceadores de periódicos o de ayudantes de transporte lo incitaron a dar los cinco
pasos hasta el balcón, tres a la izquierda y dos a la derecha. Esta vez no hizo el
recorrido de memoria, lo hizo mirando sus pies, esquivando los salientes de la
cama y la silla donde su madre, antes, y ahora la tía Emiliana, se instalaban para
conversar o leer en voz alta.
De repente, cuando Amadeo estaba frente a la ventana, la luz se hizo. ¿Qué
haces? preguntó la tía desde la puerta, vine para ver si necesitabas algo, olvidaste
traer el agua, aquí está, dijo y la dejo en el lugar de siempre. Gracias, respondió
Amadeo con los ojos fijos en la calle. ¿Te sucede algo? preguntó la tía Emiliana,
¿estás enfermo? No, murmuró Amadeo, ¿prendiste la luz? Sí, dijo ella y quiso
insistir en su salud pero él cortó sus palabras, déjala, esta noche quiero dormir con
la luz prendida, me voy a la cama ya mismo, agregó para acelerar la salida de la
tía y como antes, caminó guiado por su memoria hasta el cuarto de baño. La tía
Emiliana le dejó el paso libre y salió cerrando la puerta tras ella.
Tantas intenciones se apretujaban alrededor de sus ojos que no sabía para dónde
mirar. ¿Al espejo, para ver la figura que otros conocían más que él? ¿A la
habitación, para reconocer los objetos que lo habían rodeado desde siempre?
¿Abrir el armario incrustado en la pared, para ver la ropa que utilizaba a diario?
¿Mirar en los cajones del escritorio para descubrir sus secretos? Dudaba que
tuviera alguno material, la memoria era el único lugar donde conservarlos de toda
curiosidad, lo sabía. Entró al baño y murmuró frente al espejo ningún secreto
como éste, mientras pasaba una mano cerca de los párpados como un secreto
precioso.
Permaneció un buen rato frente al espejo, analizó cada milímetro de su piel. Se
desconoció. Su madre y Emiliana le hablaron muchas veces de cómo era, del
parecido con el padre que decían ellas era idéntico a un actor de cine y él
construyó una figura distinta, muy distinta, demasiado, de la que mostraba el
espejo. De repente quiso mirar fotografías de cuando era niño, o más joven que
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ahora, dudó que hubiera en su habitación, las fotos son recuerdos inútiles decía la
tía, por eso las debía buscar él mismo sin preguntar para no correr el riesgo de ser
descubierto. Después de pasar un buen rato mirando su cuerpo, la cicatriz en el
mentón, resultado de un tropezón en bicicleta con los primos, llamó su atención.
Ellos insistieron que se subiera, él dijo que no sabía montar, ellos lo subieron a la
fuerza, y lo empujaron por el sendero empinado detrás de la casa. No supo en qué
momento perdió el equilibrio, por el viento en la cara creyó que iba sostenido en lo
alto del sillín pero cuando intuyó que algo iba mal era tarde, el golpe fue como si el
mundo le cayera encima. Recobró el sentido unos minutos después, los gritos
lejanos de los primos culpándose entre ellos porque ninguno quería reconocer la
culpa de haber empujado la bicicleta por la pendiente, lo asustaron más que el
dolor. Amadeo recordó el alarido de su madre cuando lo vio bañado en sangre, fue
lo único que conservó en el recuerdo. Lo que siguió, otros gritos, el dolor, la
carrera hasta la clínica de urgencias, los cinco puntos para cicatrizar la herida y el
dolor en todo el cuerpo que con el tiempo se redujo a la cabeza, lo olvidó a
conciencia. No era bueno pensar en eso, sobre todo porque en represalia por el
desmán de montarlo en una bicicleta y lanzarlo cuesta abajo, su madre no volvió a
esa casa y se alejó de su prima hermana, la madre de los primos.
Al salir del baño, Amadeo se da un tiempo de espera para estudiar el espacio de
la habitación. No reconoce nada pero identifica los olores y los sonidos, el
zumbido del reloj eléctrico con lectura Braille sobre la mesa de noche; el ruido del
agua que corre en el baño de la tía Emiliana, al otro lado de la pared donde hay un
cuadro que recuerda por la descripción de su madre; el taconeo de la vecina del
quinto piso que llega avanzada la noche y recorre su habitación de lado a lado
antes de quitarse los zapatos; el olor a comida en sazón que sube de las cocinas
del edificio. Ruidos, sonidos mínimos, aromas, es lo que Amadeo está
acostumbrado a reconocer, podría decir la hora en que se produce cada uno,
tienen secuencia, se repiten sin alteraciones día a día, se repiten. A veces sonidos
extraños, inesperados, se intercalan entre los habituales pero son raros, ese
36
mundo es tan previsible como las rutinas de la gente y si uno está acostumbrado a
guiarse por ellos, es fácil identificar momentos y procedencia. Otra cosa es cuando
al ruido se mezcla la visión, tan atractiva, tan total, tan poderosa que las imágenes
se sobreponen a todo, incluso a los sonidos y estos se desvanecen, tienden a
convertirse en sombras, volúmenes, colores, formas. Por falta de experiencia
visual, lo que sucede a Amadeo mientras observa desde la puerta del baño, es
que no reconoce nada y lo que ve se sitúa por encima de lo que hasta ese
momento era suyo, lo que antes identificaba y era medida de lo propio, de su
intimidad, de sus cosas, de la habitación de toda la vida, es reemplazado por algo
que no domina y se siente perdido, extraño en su propia habitación como si se
encontrara en el hotel de la novela en Calcuta.
Se sienta en el borde de la cama de espaldas a la ventana. Su ánimo está en
algún punto entre perdido y desconcertado. Mira el reloj, reconoce el zumbido
eléctrico, pero no sabe leer la hora, lo alcanza con la mano y palpa los símbolos
en relieve para ver, utiliza el verbo sin pensar, que son las once y diez de la
noche. Por primera vez desde el golpe tiene tiempo de pensar sin que algo o
alguien lo interrumpa, a menos que la tía Emiliana sienta necesidad de una de sus
rondas nocturnas haciendo ruidos y prendiendo luces para ahuyentar ladrones.
Intuye que para recuperar la vista por completo, veinte veinte, como tantas veces
escuchó decir antes que era la visión perfecta, debía hacer viajes permanentes de
ida y regreso en la memoria. Cada objeto, cada forma, cada volumen, cada textura
requiere una gimnasia entre el tacto que identifica y reconoce como antes, y el ojo
que descubre, la mayoría de las veces asombrado, que pocas cosas son como las
imaginó, incluso como se las describieron. Con los colores, las luces y las
sombras era distinto porque no tenía referencia y la identificación debía hacerla
corriendo el riesgo de su intuición o haciendo el intento de buscar en libros
clasificaciones hechas por expertos.
El cajón de la mesa de noche estaba bien ordenado, condición básica para quien
nada debe cambiar de lugar por temor a estropear el contacto. Sin embargo, a
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primera vista no reconoció nada, debió tocar para distinguir el papel de una libreta,
la textura de una caja donde sabía que guardaba las tabletas de práctica Braille.
Las encontró bellas, totalmente blancas, curtidas por el uso pero con los relieves
en perfecto estado. No había secretos como siempre pensó que guardaban los
cajones. En el espacio inferior del mueble que creyó vacío, su madre nunca
guardó nada allí, encontró una caja de tamaño preciso, apretada, difícil de sacar
de su escondite. Tuvo que acomodarse mejor, casi de rodillas frente al mueble y
con ambas manos la desligó de los costados. Era pesada. La tapa también
parecía pegada y debió repetir el esfuerzo para levantarla. A primera vista
encontró papeles, bien ordenados y con rastros de perfume. Reconoció el aroma
lejano, de un lugar, o quizá de una persona que lo rodearon de inmediato. Sintió
angustia de encontrarse así, de buenas a primeras, con lo que pudiera ser un
secreto, cerró los ojos para volver a su estado anterior y poner orden en la
memoria. Un amasijo de situaciones, ruidos, olores se agolpó entre sus ojos y
cuando los abrió de nuevo estaba confundido. Volvió a sentarse en el borde de la
cama, de espaldas a la ventana y desde allí consideró la caja abierta. Todo pasó
por su mente, cartas, documentos, testamentos, papeles legales, fotografías,
declaraciones, recibos y facturas, imaginó que estaba frente a una historia de
familia o, por lo menos, de una parte de ella. Pero no tuvo el valor de mirarlos, ni
siquiera de tocarlos, había algo en esa caja, tal vez el perfume que liberó al
levantar la tapa le impedía la curiosidad. Constatar que nunca nadie la mencionó y
que vivió con ella, enterrada prácticamente, al lado de su cama desde quién sabe
cuándo, lo intimidó, era posible que guardara cosas de las cuales no se debía
enterar.
Por primera vez desde que entró en la habitación se recostó en la cama como lo
hacía antes cada vez que alguna zozobra lo alcanzaba, con la cara fija en el techo
y el cuerpo rígido. La diferencia ahora era que tenía ojos para ver. El ángulo,
inesperado, desde donde estaba mirando la habitación lo distrajo del encuentro
con la caja, ¿había encontrado su historia? Dejó vagar los ojos por la superficie
38
blanca, lisa, del techo donde las sombras del exterior se mezclaban entre ellas
hasta perder la forma. Miró las paredes, el marco de las dos puertas frente a la
cama, el armario incrustado, recordó que no lo había abierto pero no tenía fuerzas
para hacerlo en ese momento, miró la pared contra la cabecera de la cama, sin
espaldar porque su madre temía que se golpeara. Unos centímetros, veinte,
treinta, encima de su cabeza, una forma rectangular sobresalía del muro. En la
perspectiva de su mirada entró una imagen, el cielo de día con nubes, en la parte
de arriba y abajo, una casa que parecía en la oscuridad de la noche. Una lámpara
de alumbrado público iluminaba parte de la fachada. En ese momento no captó la
inconsistencia del día y la noche en la misma imagen pero recordó que su madre
la había descrito el día que la colgó allí, “El imperio de las luces”, dijo cuando
terminó de pegarlo contra la pared. Amadeo no tuvo fuerzas para levantarse y
mirarlo de frente pero como siempre, le pareció curiosa la división del día y la
noche en esa pintura, Magritte tal vez, era el nombre del artista. Entonces recordó
la pregunta con voz premonitoria con que su madre terminó la tarea de colgar lel
cuadro aquel día, ¿cómo te parece Amadeo, lo estás viendo, te gusta? Recordó
también que aquella frase fue dicha un día de celebración familiar y apenas su
madre terminó de hablar, el movimiento de zapatos que se deslizan incómodos y
el roce de cuerpos que se estrujan para salir de la habitación, dieron cuenta de la
incomodidad de los presentes, la tía Emiliana, el tío José Antonio, su mujer y sus
tres hijos, unos muchachitos que no fueron capaces de contener las risas y correr
al mismo tiempo hacia la puerta de la habitación. Fue lo que más estruendo causó.
Amadeo recordó a su madre mientras miraba la pintura en perspectiva.
Había sido un día con mucha aleluya, pensó, y la palabra “aleluya” le hizo sonreír,
le trajo el recuerdo de Gracia, una compañera de lectura Braille en la biblioteca.
Era graciosa, de ahí su nombre decía ella, estaba alegre todo el tiempo y siempre
encontraba una manera distinta de calificar las personas, los días o las cosas,
“aleluya”, o “caramelo”, eran palabras comunes en ella. Cada vez que faltó a la
lectura le completaba alguna frase con “apareció el socorrido”. Gracia y Amadeo
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eran amigos, conversaban y tomaban café en los descansos pero ella se iba antes
de terminar la sesión, tal vez venían a recogerla por otra puerta, lo cierto es que
nunca salieron al mismo tiempo. No era extraño que la recordara, sucedía con
frecuencia y siempre porque alguna de sus gracias lo hacía sonreír, aunque ese
día quien se había hecho pasar por “socorrida” era ella, no llegó a la lectura, él se
dio cuenta, pero tanta aleluya desde el golpe distrajo, incluso debió hacer un
esfuerzo para recordar en ese momento qué habían leído.
Amadeo cerró los ojos, no era que la memoria, sus ojos hasta ese día, fallara, los
acontecimientos se presentaron de una manera tan abrumadora que hasta el más
ducho hubiese quedado “subsumido” un calificativo que Gracia utilizaría para la
postura de quien se encontrara en el mismo trance que ella. Con los ojos cerrados
intentó imaginar una Gracia que nunca había visto. Conocía su voz, no tenía duda
de que era tan alta como él y talvez un poco gruesa, no por el tono con que
siempre hacía sus comentarios, sino, por su permanente preocupación por los
kilos. Por esta razón, también, la imaginó joven, no era una mujer mayor, eso lo
hubiera notado. A parte de charlar a la hora del café, en general sobre la lectura
de la sesión, escuchar la razón de ser de su nombre y reír por las ocurrencias que
decía, no sabía nada de ella y nunca se atrevió a preguntar. No sabía de dónde
venía, si la recogían o hacía sus trayectos sola, como él. Decidió que la recogían y
a horas muy precisas por el afán que dejaba notar siempre antes de la hora. Pero
desconocía el resto, tampoco sabía nada de sus ojos, nunca lo preguntó. Por el
lugar donde se encontraron lo más lógico era pensar que estaban montados en el
mismo barranco, como diría ella, pero nunca lo hablaron, nunca lo dijeron y cada
uno asumió al otro como llegó, como apareció, sin verlo y sin preguntar, eso fue lo
que él hizo y supuso que para ella era igual. Recordó cómo la conoció cuatro
meses antes, cuando comenzó el semestre de lecturas programadas, en el mismo
lugar que ocuparon de ese día en adelante para tomar el café. Aquella tarde él
casi derrama su taza encima de ella porque la joven que se la entregó no pensó
en decirle que alguien había tomado su puesto. Amadeo sintió la presencia en el
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sitio que imaginaba libre, el calor del cuerpo presente y el perfume de azahar
inconfundible y tranquilizador, la anunciaron. Al mismo tiempo una voz que vino de
abajo, la intrusa lo había presentido también, dijo, hola, un poco más a tu izquierda
y llegarás al paraíso. La duda duró segundos. La voz inesperada de mujer, el tono
alegre con que mencionó el paraíso, y el azahar, obraron a favor de ella. Amadeo
agregó dos pasos a su movimiento y tomó el lugar que la mujer indicó, luego su
voz vino desde el mismo nivel de su cara, no te preocupes, dijo, estás bien vivo,
en este paraíso no hay serpientes, ni manzanas y yo no me llamo Eva, me
llamaron Gracia desde que nací y así me quedé, aunque hay quienes me agregan
más gracias de las que llevo dentro. Amadeo no supo qué decir y guardó silencio,
cuando regresó del azahar y la presencia inesperada, murmuró, gracias. Gracia,
respondió ella, así, sin ese al final.

4.
Amadeo, el cuerpo rígido como pegado a las cobijas y al colchón, no lograba
detener sus ojos imparables, iban de un lado a otro, de una esquina a otra, de una
sombra a otra. El cuadro en perspectiva justo encima de su cabeza entró varias
veces en su campo de visión, la casa de noche y el cielo de día lo desconcertaron
cuando su madre hizo énfasis en cosas que ahora le parecieron naturales,
ventanas iluminadas en la noche y oscuras en el día, como ojos abiertos o
cerrados según la hora. Ella insistió en lo claro y lo oscuro, una alusión a ver y no
ver, pensó Amadeo, como un cambio de luces, prender y apagar, abrir y cerrar,
así de fácil, era lo que su madre deseaba para él, así, de un momento a otro, sin
dolor. Ojos que se prenden como la luz de una habitación por obra simple de un
interruptor que acciona o aísla. La pintura del día y la noche al mismo tiempo fue
una premonición, ¿su madre lo intuiría? quizá sí pero no alcanzó a verlo, no
imaginaba cómo podría suceder ¿caído del cielo en forma accidental y
directamente a su cabeza? No lo hubiese creído.

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Después de tanta aleluya los ojos de Amadeo pesaban. Una sensación nueva.
Antes, cuando el sueño lo alcanzaba, la placidez suave del sopor arrancaba desde
la parte de atrás del cerebro y circulaba por el cuerpo. Al llegar a las puntas de los
pies ya estaba dormido, pocas veces logró seguir el recorrido completo. Esa
noche, ligado a la cama y con ojos que podía prender y apagar cómo y cuándo
quisiera, como un bombillo, el sueño no llegó por la parte posterior del cerebro,
como siempre, llegó por los ojos que se escondían detrás de los párpados
pesados. La sensación era la misma pero el comienzo distinto. Sin darse cuenta,
como antes, se quedó dormido, pero no tan profundamente como se dijo siempre
“Amadeo duerme lento por eso es demorado para despertar.” Esta vez no fue así.
Un sobresalto lo despertó en la puerta de los recovecos del sueño, como un salto
al vacío. Abrió los ojos y se encontró en la posición del comienzo, el lugar era el
mismo pero el vacío quedó instalado en el pecho. Cerró los ojos y sobreaguó la
inconsciencia.
Entre dormido y despierto pasó un buen trecho de la noche, recuerdos buenos y
malos pasaron, todos los consideró de antes y eso lo tranquilizo. Sin embargo, un
cuento leído con el grupo de la biblioteca, llamó su atención con insistencia, la
memoria no le trajo el título o el autor, sólo Bedoya el personaje central apareció
con claridad. Era un hombre maduro, quizá más joven que viejo, casado. Amadeo
no recordaba si la historia incluía familia, poco importaba. Una mañana, el sol
estaba aún por despuntar, Bedoya fue al cuarto de baño a orinar, con cuidado
para no despertar a su mujer, el apartamento era pequeño y cualquier tris, un
estruendo. Mientras estuvo en la penumbra no sintió nada particular, al prender la
luz una extraña sensación en los ojos lo terminó de despertar. Se movían sin
control. Como locos acercaban y alejaban los objetos, los enfocaban y los
desenfocaban y mientras regresaban al punto de partida con imagen nítida, el
zumbido de un motor eléctrico retumbaba justo en el centro de la frente. Bedoya
era arquitecto, pero su afición era la fotografía, incluso tenía alguna fama entre

42
colegas por imágenes que abarcaban temas diversos e iban más allá del registro
simple de edificios, planos o proyectos.
Lo primero que sintió al prender la luz aquel amanecer fue la sensación de estar
mirando por el visor de una cámara. Las inscripciones como barras de medición o
columnas con números y símbolos que aparecían en las cámaras, hacían parte de
sus ojos y como sucedía cada vez que debía hacer una nueva fotografía comenzó
por buscar el mejor encuadre, acercarse un poco, cortar a la derecha, subir el
lente, lo hizo mecánicamente, así fue siempre, sin embargo esta vez notó que sólo
pensar la acción era suficiente, el zumbido del motor ejecutaba el resto. Como
prueba, pensó “zoom adentro, zoom afuera” y sus ojos obedecieron, pero fueron
tantas las órdenes que quiso ensayar en pocos segundos que no cesaron de ir y
venir, enfocar, desenfocar, y debió recostarse contra el muro para no caer. Se
sintió mareado y sin destapar el inodoro de sentó en él.
Dejó pasar el tiempo suficiente para reponerse de la sorpresa, nunca había
escuchado hablar de alguien que fuera habitado por su propia aficiónç Por
supuesto, relatos de pasión por lo que se hace abundan, pero que la afición
misma se convierta en sentido y sujeto, cuerpo y alma, eso, no lo había
escuchado nunca. La personalidad del fotógrafo salió a flote y con los ojos
cerrados para no desatar acciones incontroladas, evaluó la calidad de la cámara
que adhirió a sus ojos. Hasta ese momento sintió que sus funciones iban de un
lente de ángulo amplio a uno de mayor acercamiento, para comprobarlo abrió los
ojos y se concentró en uno de los frascos sobre la repisa de vidrio debajo del
espejo. El zumbido lo acercó hasta la etiqueta. Con solo pensarlo las letras
llenaron sus ojos hasta convertirse en formas ilegibles, luego calculó la orden
inversa hasta que las formas y colores del frasco se hicieron reconocibles. Desde
el inodoro, alcanzó a leer las instrucciones de uso en el frasco, era algo que en
circunstancias normales sólo hubiese podido hacer con dificultad y lentes de
aumento.

43
Mil preguntas lo asaltaron. La primera fue la memoria, quiso saber si, como las
cámaras modernas, la nueva condición incluía capacidad de almacenamiento.
Abrió los ojos, no imaginó movimiento alguno para mantenerlos en un sólo punto y
deseó que la memoria viniera al primer plano físico de sus pensamientos, el
mismo donde el zumbido se producía, de inmediato, sin control, vio desfilar ante
sus ojos lo grabado hasta ese momento desde la entrada al baño hasta la etiqueta
del frasco. Si su configuración traía memoria incorporada, con seguridad la
posibilidad de conectarse a un proyector venía también incluida y si estaba en lo
cierto se convertiría en reproductor de lo visible, pero claro, eso era lo de menos,
lo de más era esa misma posibilidad con respecto a lo invisible, a todo aquello que
pasaba inadvertido a ojos desnudos, al descuido con que la gente miraba y la
cantidad de detalles que, de notarlos, hubiesen cambiado cientos por no decir
miles de situaciones sin salida. Y era él, en ese momento, un momento
intrascendente de su existencia, el elegido. Se vio de inmediato como un hombre
ayuda, con una capacidad insospechada que nadie más, en la vida real, tenía.
Estaba a punto de elaborar el nivel máximo de alcance de su nueva situación
cuando tres golpes fuertes en la puerta y la voz de su mujer pegada a la madera lo
desconcentraron ¡Eh! Bedoya, su mujer siempre lo llamó por el apellido, ¿te fuiste
por el hueco del inodoro? La ignoró, desde hacía algún tiempo prefería ignorarla
para evitar discusiones interminables, sólo murmuró, me afeito ahora salgo.
Escuchó un gruñido al mismo tiempo que el roce de pies contra el piso rumbo a la
escalera. Todo sucedió mientras Bedoya se encontraba sentado sobre la tapa del
inodoro con los ojos cerrados para no desperdiciar energía, imaginó que con las
funciones de la nueva configuración, también era necesario considerar el
funcionamiento por baterías y debía, mientras no probara lo contrario,
economizarlas. Aunque ese día al despertar sintió más hambre que de costumbre,
no se le ocurrió endosar lo uno a lo otro.
Adquirió, como sucede siempre con esos poderes por obra y gracia del infinito,
una capacidad que nadie más poseía, desconocía la existencia de otro caso y su
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misión tenía dos objetivos, el primero, mantener su nuevo poder secreto, no podía
ni debía dejarlo conocer por nadie, al menos por ahora y quienes estuvieran al
corriente debían ser pocos. Y segundo, su poder debía estar al servicio de los
indefensos, de los que ven y no se dan cuenta de nada, ni siquiera de lo que
sucede bajo sus narices. Era una especie de súper-héroe, al mismo estilo de
todos los conocidos pero sin uniforme o ropa vistosa.
Otros tres golpes más fuertes que los primeros sonaron en la puerta. Era de nuevo
su mujer ¿estás enfermo? ¿qué te pasa? Nada respondió, me voy a demorar un
poco, ¿por qué no vas al baño de abajo? La mujer renegó de nuevo y dijo en voz
alta para que todo el que se encontrara cerca pudiera escuchar, ¿Te estás tiñendo
las canas? Bedoya ¿te estás tiñendo las canas? Y refunfuñando incoherencias se
fue escaleras abajo. El roce de pies contra el piso indicó el camino por donde se
alejó. Bedoya pensó la hora y de inmediato el zumbido prendió luces en su
cerebro que lo obligaron a abrir los ojos y confirmar con ellos bien abiertos pero
estáticos que eran las seis y cincuenta y dos minutos. Tenía menos de una hora
para dominar sus ojos, tomar decisiones y salir para la oficina Su mujer se iba
siempre media hora antes que él por lo que decidió no abrir la puerta del baño
hasta cuando la escuchara partir, que crea lo que quiera, pensó. Entonces se
dedicó a hacer ejercicios, zoom adentro, zoom afuera; arriba, abajo; entrecerrados
y abiertos del todo; para afeitarse hizo un acercamiento macro y podría decir que
cortó pelo por pelo de su barba; escudriñó cada milímetro de su piel y encontró
lunares y accidentes de los que desconocía la existencia; tomó una ducha larga
con los ojos cerrados por temor al agua que podía afectar, no sabía cómo, su
mecanismo; y sintió pánico cuando una gota de champú se deslizó en el ojo
izquierdo y el escozor lo obligó a frotarlo con una toalla, temió haber rayado el
lente por la fuerza con que lo hizo. De nuevo frente al espejo confirmó que todo
estaba en orden, el nuevo mecanismo con que lo dotó la naturaleza seguía intacto
y en ese momento, más que unas horas antes, dispuesto a enfrentarse al mundo.
Las últimas palabras, “enfrentarse al mundo” lo llevaron a llamar al celular de su
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secretaria, estaba en el Metro, para anunciarle que ese día no iría a trabajar,
mintió que tenía algunas visitas para hacer y agregó que se mantendría en
contacto permanente. Sin más, apagó el celular con la intención de no prenderlo
ese día y comenzó a vestirse con prendas entre formales e informales para pasar
desapercibido en todos los lugares a donde fuera, el primer día de no sabía aun
qué.

5.
Amadeo no recordó más de aquella historia leída algunas semanas antes en el
salón de Braille de la biblioteca. Hubiera podido hacerlo si quisiera pero alguna
razón inconsciente se lo impidió. Encontró coincidencias entre lo sucedido a
Bedoya y su propia aventura, ambos con mirada nueva, que temió llegar al final de
aquella historia. Sin saber por qué dudaba que presagiara algo bueno y entonces,
por puro instinto de conservación, enterró en lo más profundo de su memoria el
resto de la historia de Bedoya con el firme propósito de no rescatarlo por ningún
motivo, incluso deseó tener la posibilidad de hacer desaparecer apartes de la
memoria con sólo la orden de una función tecnológica que le permitiera borrar
aquello de una vez por todas pero tuvo que contentarse con ser un simple mortal
con ojos nuevos y la facultad de alojar lo no deseado en el olvido hasta nueva
orden.
La imposibilidad de saber hasta donde lo llevaría su nueva condición lo desveló.
Con los ojos cerrados no pasaba del espacio intermedio entre dormir y estar
despierto, se movía en la cama de un lado a otro. Las sombras cambiantes de los
movimientos en la calle lo mantuvieron despierto y por primera vez experimentó un
ejercicio que la tía Emiliana le dijo que ponía en práctica cuando no lograba
dormir. Amadeo recordó el entusiasmo con que lo mencionó y recordó también
que después de comenzar se interrumpió como si hubiera cometido una
indiscreción y lo dejó solo. Era la época en que estaba recién llegada al
apartamento poco después de la muerte de su madre y muchas veces se
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comportó, sin darse cuenta, como si él pudiera ver lo mismo que ella y siempre,
como la vez del juego, lo dejó solo abruptamente. Por supuesto Amadeo nunca
dijo nada, en realidad, aquella falta de consideración a su incapacidad no lo
afectaba. Nada de lo que hiciera la tía lo afligía, o lo ofendía, nada. Sentía cariño
por ella, agradecía su buena voluntad pero deseaba, siempre fue así, que ella
viviera a su manera y permitiera que él hiciera lo mismo, aunque aquello era difícil
por la intransigencia que con frecuencia mostró.
El ejercicio consistía en hacer figuras con las formas que proyectaban los objetos.
Emiliana, según sus palabras, lo hacía a menudo con las sombras de muebles,
floreros o árboles, también con nubes cuando estaba en la calle y lo mismo con
las que proyectaban las personas quietas o en movimiento, a pesar de que era
menos evidente. Aquella noche de insomnio Amadeo navegó por el techo de su
habitación invadido por sombras en movimiento, era tan nueva la sensación que
no atinó a preguntarse si por la novedad de la situación para sus ojos inexpertos o
por alguna celebración especial en la calle. Estaba agobiado por la emoción del
incidente de aquella tarde, los recuerdos y las ideas lo atropellaban al mismo
tiempo y no alcanzó a percibir el silencio afuera. Por primera vez y quizá por falta
de experiencia, la imagen se impuso al sonido en su entendimiento. Un viento
suave y permanente, presagio de lluvia nocturna, no dejó nada quieto, las cortinas
se movían, los árboles se movían y las lámparas del alumbrado público
proyectaban sombras ampliadas sobre las superficies cercanas, como el techo de
su habitación.
Tampoco era sencillo descubrir parecido con algo al amasijo de sombras que
cruzaban el techo. La tía Emiliana se vanagloriaba de encontrar en esas formas,
sin significado para otros, siluetas de jinetes apocalípticos, veleros impulsados por
el viento o, en algunos casos, la suerte. La tía aseguraba haber identificado
números que le dieron satisfacciones a pesar de que nunca ganó nada importante.
Aquellos recuerdos iban y venían mientras observaba con detenimiento las formas
que se arremolinaban encima de él, tal vez con demasiado detenimiento, y no
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lograba avanzar. Constató que era lento. Falta de práctica, se dijo, sabía que iba a
necesitar tiempo, pero no sabía cuánto, para tener la agilidad y sobre todo la
capacidad que, en apariencia, tenían los que siempre tuvieron dos ojos bien
puestos, con todas las de la ley, donde debía ser. No sólo la sorpresa de la
novedad lo confundía, la ignorancia que le impedía distinguir, también. La mirada
era inmediata, poderosa, sin preámbulos ni distancias, era distinta al olfato o al
tacto que necesitaba de tiempo y cercanía.
Era tarde, más de media noche. Estaba más cerca del amanecer que del día
anterior. La oscuridad, a pesar de los reflejos dispersos era profunda. A esas
horas, Amadeo lo sabía bien, nada era sencillo, fácil y con solución. A esas horas,
todo eran impedimentos y problemas, lo grande se volvía monstruoso y lo
pequeño tomaba el tamaño de lo sin solución. A esas horas, quien estuviera
despierto se encontraba en el ojo del huracán que tenía por fin único destruir y si
no lo lograba, perseguir hasta hacer imposible el sueño del desvelado. Amadeo lo
sabía bien, no sólo porque le había sucedido antes, sobre todo después de la
muerte de su madre, sino porque, ella misma sufría de insomnios crónicos y
siempre quedaba hecha trizas. En pocas palabras, acostumbraba a decir, de
noche nada tiene solución, los problemas aumentan en cantidad y tamaño, y
persiguen sin misericordia. Lo bueno, si hay algo bueno, es que al otro día cuando
llega la luz, regresan a su dimensión real. Amadeo lo sabía y esa noche, la
primera completo, con todos los sentidos al punto, la inseguridad y los temores por
lo que veía (ahora podía utilizar el verbo) venir, lo tenía literalmente pegado al
colchón de su cama, con la única posibilidad de mover lo que hasta ese momento
nunca tuvo, los ojos.
A medida que pasaban las horas se daba más cuenta de las dificultades, el
aprendizaje a marchas forzadas y en silencio que vendría. Por todos los costados
aparecían dudas, debería buscar un trabajo, su profesión de lector de Braille en la
biblioteca no era mucho para afrontar la situación. Antes, de una manera u otra se
sentía protegido, allí estaba la tía Emiliana y los compañeros del Braille, y tal vez
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Aníbal a pesar de las invenciones de la tía y en general los parientes, aunque
tenían poca relación con ellos. Siempre que vinieron a visitarlos fueron cariñosos y
comprensivos con él, pero ahora, ahora que era como todos, le exigirían, tendría
que exponerse, buscar, batallar y lo peor, no estaba en condiciones, se sentía
perdido, ignorante, tendría que comenzar por aprender a leer. Nada de lo visto le
agradaba, ni Vanessa el travesti del bar, ni Milagros la niña disfrazada de mujer
grande de la calle, ni el chofer del taxi con su palabrería sin fin y la gente temerosa
que iba hacía el Metro, y menos aún los que robaron frente a sus ojos, nuevos e
inexpertos, pero eso sólo lo sabía él y nadie más. Y volvió a pensar en la tía
Emiliana y su compromiso inventado con Aníbal, ¿y si era cierto? Si era cierto que
él quería tenerla por compañera, otro escollo bien distinto tendría que salvar.
Todo, todo le caía encima, todo aparecía y desaparecía de su memoria o recuerdo
o entendimiento para abrir paso a otra cosa peor, más difícil y sin solución.
Preocupado porque era demasiado en poco tiempo y además, con ojos nuevos,
volvió a mirar sin detenimiento el techo donde las sombras hacían su juego a
pesar de estar quietas. Era tarde y hasta las sombras descansaban, todo el
mundo descansaba, menos él. Allí entre formas, apareció una silueta que él
prefirió de mujer con aire de Gracia. Fue un respiro. Ver a Gracia sin poder
alcanzarla era como tener hambre con el bizcocho al otro lado de la vitrina, sonrió
al pensar que ella en su lugar habría dicho algo parecido. La figura en el techo se
movía como si jugara con el viento, le pareció algo gruesa y quizá un poco grande
para él, en el espejo del baño se reconoció delgado, no muy alto y con apariencia
debilucha. Tal vez por eso Gracia era especialmente gentil con él. Pensó que
exageraba y alcanzó a atribuirlo a los excesos que vienen con el insomnio y la
oscuridad pero el recuerdo de su voz y los apuntes que siempre tenía al punto no
podían ser de una persona de contextura distinta. Su deseo buscaba el calor de
un cuerpo abundante que lo abrazara, lo rodeara y lo cubriera con la seguridad
que necesitaba. Era imposible imaginar la voz de Gracia en el cuerpo delgado, no
llegaría a decir flacuchento de una mujer de las proporciones de Vanessa, el
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travesti, o de la tía Emiliana, a pesar de que ellas también debían ser capaces de
dar amor y cariño y seguridad. Lo de él en ese momento era distinto, era Gracia
propiamente y no sabía exactamente por qué, ¿estaba enamorado y sólo allí se
atrevía a reconocerlo? ¿la tenía en la memoria porque era la única mujer que
frecuentaba, sin contar, claro está, la tía y las parientes que de vez en cuando
los visitaban? No se trataba de eso, simplemente no quería otra experiencia como
la que apareció una vez de improviso cuando alguien llamó a la puerta del
apartamento, fue a abrir porque estaba solo y se encontró con una mujer que lo
sedujo con su perfume, y con voz melosa, un poco exagerada, lo obligó a entrar
con ella a la sala con la disculpa de conversar mientras esperaba que el vecino del
piso superior llegara y también porque necesitaba reposo, le pidió un vaso con
agua, luego que la besara, le ofreció su cuerpo para acariciarla y cuando le insinuó
que la desnudara ella misma guió sus manos por el cuerpo delgado, tembloroso y
los pezones protuberantes. Fue lo que más se grabó en su memoria. Amadeo
recordaba aquella ocasión con frecuencia y tuvo erecciones recordando aquella
mujer que no dijo su nombre, sació el deseo mutuo y se fue sin despedirse. Varias
veces se masturbó con ella en la mente, entre las almohadas y el aroma de su
cuerpo ligado a sus manos. En más de una ocasión sintió su perfume en lugares
distintos pero nunca se atrevió a preguntar quién lo portaba. Esa experiencia lo
llevó a pensar que una mujer de cuerpo menudo se iba a deslizar lejos de él como
en aquella ocasión. Lo inseguro de la noche, la soledad del insomnio y las
preocupaciones salidas ya de sus dimensiones normales, lo llevaron a desear la
seguridad de Gracia porque el tono de su voz determinaba el calor y la amplitud
del cuerpo que necesitaba para abrazar allí mismo.
Amadeo se abrazó a la almohada con cariño y en esa posición soñó que el cuerpo
de Gracia lo invadía. En esa misma posición abrió el ojo cuando la luz de un día
gris afloraba en la ventana. Lo primero que sintió fue tranquilidad porque las
palabras de su madre se cumplían, a la luz del día nada parecía inalcanzable,
además, el temor a un despertar en el estado anterior, después del sueño, quedó
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anulado, sus ojos estaban tan nuevos como a partir del incidente, sin embargo,
con las experiencias vividas hasta ese momento, la certeza de no revelar a nadie
los cambios sucedidos, se afianzó en él.

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Segundo día / Mañana

1.
La sensación de luz en la ventana me despertó antes de las seis. Apenas abría el
amanecer y no se escuchaba, todavía, ruido en la calle. A esa hora el alumbrado
público apaga y sólo queda la luz natural. Me froté los ojos para confirmar que no
soñaba, que era cierto, que lo sucedido el día anterior era cierto, incluso la
discusión con la tía Emiliana y los temores por lo que pudiera suceder si alguien
se entera de mi nueva condición. Pero no estaba intranquilo, sin saber cómo, ni de
dónde, una especie de confianza me invadió, tenía ojos, eran míos y podía ver lo
que quisiera con ellos. Crucé los brazos detrás de la cabeza y me apoyé en la
almohada con fuerza como si estuviera tomando impulso para arrancar el día con
buen pie.
Sólo en el momento en que la tía Emiliana dio tres golpes suaves en la puerta y
entró sin dar tiempo de nada, me di cuenta de que estaba desnudo. El sueño con
Gracia pensé. Tuve la suficiente presencia de espíritu para no hacer movimientos
inesperados y me quedé tal cual, como si no lo supiera. Lo que me sorprendió fue
que la tía Emiliana también estaba desnuda, bueno, ella llevaba una levantadora
abierta y en cada movimiento dejaba ver su cuerpo. Venía con una bandeja
pequeña donde sobresalían dos vasos, uno transparente, agua, y otro con líquido
amarillo. Tus jugos dijo y acomodó la bandeja en un lugar preciso marcado por
cuatro trozos de madera, como cuñas, en la mesa de noche. En el momento de
depositarla su levantadora se abrió de lado a lado, ella no hizo nada por ajustarla,
no era necesario. Miré de reojo y pude ver su cuerpo delgado, bien formado,
piernas largas, vientre liso, senos pequeños y pezones protuberantes. No era el
cuerpo de una adolescente pero era bello, la tía era todavía joven, más que yo,
cercana a los cuarenta. Deslicé mis ojos nuevos por su piel, a pesar de la poca
experiencia los deslicé a la perfección sobre las líneas de su cuerpo, hasta sus
senos, los pezones protuberantes llamaron mi atención, el recuerdo de aquellos
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que una vez acaricié en el sofá de la sala, volvió a mi memoria y una erección
saltó de inmediato. La tía Emiliana acomodaba la bandeja en el lugar previsto, no
notó el brinco de mi sexo y me dio tiempo de hacer un movimiento de piernas
suficiente para subir la sábana hasta la cintura. Cuando preguntó, como todos los
días, si quería escuchar la radio y lo hacía aunque respondiera que no, yo estaba
terminando de acomodarme con la espalda contra la pared en posición que
facilitara alcanzar los vasos. Sí, préndela, tal vez hoy recibamos sólo noticias
buenas, le dije como chiste. No me miró. Se movió de un lado a otro del cuarto,
abrió cortinas, recogió ropa, entró al baño y acomodó cosas, escuché el ruido de
frascos y objetos al cambiar de lugar y regresó a la habitación con la levantadora
abierta por completo cuando yo tomaba el segundo sorbo del jugo de naranja. De
repente se detuvo como si algo llamara su atención, sentí un frío total recorrer mi
cuerpo, ¿qué habrá descubierto?, pensé, hice un recorrido rápido de todos mis
movimientos desde la noche anterior y no recordé nada fuera de lugar, sin
embargo una expresión de duda se dibujó en su rostro.
Era gracioso verla desnuda, con cuerpo bonito, por primera vez lo noté, parada
frente a mi cama como si yo no existiera y ella, sin saber qué hacer por culpa de
una falla de memoria. La duda duró unos segundos, suficientes para ver en su
cara la desazón del olvido. Intentó pensar en otra cosa, reanudar su acción por
otro lado pero no lo hizo. Era obstinada y no aceptaba el vacío. Fueron sólo
segundos. Con la misma rapidez que la duda apareció se desvaneció, la tía
Emiliana recobró el movimiento y en tres pasos llegó hasta la mesa que hacía las
veces de escritorio, tomó la radio de pilas entre sus manos y la prendió.
Escuchamos un ruido gangoso, incomprensible, la tía lo sacudió como si estuviera
encalambrado, a los pocos segundos la voz del presentador llegó un poco más
limpia. Hay que comprar pilas para este aparato, dijo y salió de la habitación
dejando tras ella el vuelo de los faldones de su levantadora y un aroma que
imaginé parecido al de la mujer incógnita de aquel día lejano. Imposible, pensé,
son suposiciones inútiles y atribuí la duda a la coincidencia que la tía Emiliana, era
53
la primera mujer desnuda que había visto en mí vida. Antes, las pocas mujeres
que conocí las conocí por el tacto, también por el aroma y sobre todo por su calor
particular.
La voz de la radio era un murmullo incomprensible y lejano. A pesar de que desde
tiempo atrás decidí no escucharla pensé, la tía tiene razón, necesita pilas. Cuando
venía por las mañanas muchas veces le dije que no la prendiera pero ella siempre
lo hizo, desde entonces cerré oídos y sólo escuché el murmullo. Esa mañana me
costó aislarme del ruido gangoso de las voces que brotaban del aparato. No bastó
el intento de cerrar mis oídos como antes, el deseo de ver abarcaba todos los
sentidos y fue imposible aislar ninguno. La radio necesita pilas confirmé. En otros
tiempos, antes de ayer, no le hubiese prestado atención, la falta de pilas era una
muestra de mi desinterés. Palabras sueltas, preguntas o respuestas de entrevista,
o de llamada telefónica que yo hacía lo posible por no escuchar se interrumpieron
cuando la tía regresó a mí habitación, esta vez vestida y maquillada. Apagó el
aparato para que la escuchara bien. Voy a salir, dijo. Volveré después de
almuerzo. ¿Te vas a ir? ¿me vas a dejar solo? pregunté para confirmar mi suerte.
Nunca te abandonaré, respondía siempre, sin embargo esta vez dijo, sí, tengo cita
con Aníbal, anoche me llamó y quedamos de hablar hoy, es una sorpresa, dijo.
¿Una sorpresa? pregunté. Ya te he dicho cómo es él pero no te preocupes, nunca
te abandonaré, estoy segura de que hoy va a confirmar lo del matrimonio. La tía
se interrumpió unos instantes y lanzó una mirada evocadora hacia la ventana, hoy
es el día, agregó y creo que le voy a responder que sí, necesitamos un hombre en
esta casa y él una familia, nunca pudo tener hijos con su mujer, ahora, viudo no
tiene a nadie, está solo. Entonces, pregunté sin mirarla, ¿Aníbal se quiere casar
contigo para tener compañía? No sólo eso respondío la tía Emiliana sacando
pecho, también me quiere, la última vez que hablamos juró que nunca antes vio
una mujer como yo, dedicada, atractiva, seria, no creas, agregó, que estoy
inventando fue lo que me dijo y por eso, estoy segura, hoy vamos a formalizar el
matrimono, ojalá definamos una fecha cercana, nosotros también necesitamos
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compañía. Tía, dije, ¿te acuerdas de nuestra conversación de anoche? ¿Cuál?
preguntó con inocencia. Tía, insistí, recuerda lo que te dije en la mesa anoche.
¿Qué me dijiste? no me acuerdo de nada y agregó mirando el reloj, ya estoy
retrasada. Aníbal no quiere que nadie del edificio sospeche nada y menos las
solteronas que viven frente a él y lo vigilan todo el tiempo. Me citó en el Jardín
Botánico, murmuró, y mientras llego allá será tarde, ojalá tenga paciencia, dijo
mientras se arreglaba el pelo, distinto al de la noche anterior, se acomodaba el
sostén por encima de la blusa y alizaba la falda verde de las grandes ocasiones.
Hizo esto como nadie la estuviera mirando.
Cuando partió y escuché cerrar la puerta de la calle, una sensación de libertad, un
sentimiento de autonomía, de soledad obligada en lugar propio, donde todo lo
conozco, donde todo lo veo, donde sé qué hay hasta en los más mínimos lugares,
me invadió. Claro que no podía estar seguro, debía haber muchas cosas
ignoradas en los recovecos escondidos que abundan en todas las casas.
Entonces recordé la caja en la parte baja de la mesa de noche, era el momento de
sacarla y mirar su contenido pero, no sé explicar qué, me lo impidió, algo parecido
a un temor, quizá un indicio o una señal. La libertad para ver, para moverme por
todas partes y la inseguridad frente a lo que podría, en el momento menos
pensado, saltar a mis ojos nuevos, me acompañaron aquella mañana de
descubrimiento solitario de la casa de toda la vida o, por lo menos, de una buena
parte de ella.

2.
Pasé un buen rato clavado en el sillón de la sala después del primer recorrido por
las habitaciones. La de mamá parecía detenida en el tiempo. En alguna ocasión
escuché decir a la tía Emiliana que estaba como ella la dejó aquel jueves por la
tarde cuando entró al cuarto de baño y no volvió a salir con vida. En el
desbarajuste del miedo por la catástrofe que representaba su muerte, la tía no fue
capaz de encontrar el fajo de llaves de la casa y tuvieron que llamar un cerrajero
55
para que abriera la puerta. Más tarde, días o meses, no me atrevo a asegurarlo, la
tía Emiliana dijo que había conservado la habitación de mamá tal y como estaba el
día de su partida. No me atreví a entrar y sentarme en la única silla al lado de la
ventana tapizada con paño florido, como gobelino antiguo, temí que se
derrumbara bajo mi peso. La sensación de aire detenido me confundió. Nunca
desde el miércoles anterior al día de su muerte había vuelto a entrar allí, la tía
Emiliana me tuvo siempre alejado con argucias del estilo: “tu madre duerme,
déjala descansar” o “No he quitado el polvo, cuando lo haga te aviso”. Era infantil
pero nunca tuve la intención de oponerme a sus deseos. Ni ese ni ningún otro. Tal
vez por eso mi reacción en la mesa cuando mencionó la nueva vida en familia
después de su matrimonio con Aníbal la sorprendió hasta casi sacarla de quicio.
No fui más allá del vano de la puerta. Desde allí recordé la última vez que entré,
con mamá en vida, el día anterior a su muerte. Ella se acomodó en la silla de
flores y yo en otra que trajo del comedor. Ese día leyó el periódico, era un
momento que esperábamos con apego, las noticias nos daban tema para
conversar, aunque, cada vez eran peores, decía mi madre. En otras épocas,
decía, era posible leer los periódicos sin sentir miedo, lo más grave eran los
escándalos de borrachos después de una fiesta y de vez en cuando un muerto. Si
era de muerte natural no pasaba de la página de los obituarios y todo el mundo se
preparaba para ir al entierro; pero si era un muerto por asesinato o accidente la
conmoción era nacional y salía en la primera página. En esa época no había
futbolistas o actrices famosas y los políticos eran noticia casi siempre social,
cuando recibían visitas, asistían a banquetes o recepciones oficiales y estaban
obligados a pronunciar uno que otro discurso. Nadie se preocupaba y ellos hacían
lo que les daba la gana, por eso estamos como estamos, decía mamá desde su
silla de flores, entre párrafo y párrafo o antes de comenzar la lectura. Tengo un
vago recuerdo de lo que leyó aquel día, vivíamos una época de atentados de
narcotraficantes, zozobra y la mayoría de las noticias tenían relación con muertes
violentas, sangre y lágrimas. Aquel día mamá pasó por alto, o apenas mencionó,
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las elecciones regionales y terminó pronto la lectura. Por el roce del papel contra
la madera de la silla y luego contra el piso de tapete delgado, que siempre fue tan
difícil de mantener limpio, me di cuenta que había dejado caer las hojas y quizá
estaba mirando por la ventana. De pronto, con voz cansada dijo, esto está muy
difícil, tal vez no vale la pena seguir. Sentí el calor suave de su mano sobre la mía
y de nuevo su voz como una promesa, pero no te preocupes, ya verás como
salimos al otro lado. Sus palabras me llevaron por un túnel largo, larguísimo,
eterno, con un punto de luz difuso en lo más lejano y una oscuridad profunda a las
espaldas, sin duda marchábamos hacia la luz, pero era esquiva, aparecía y
desaparecía, se hacía pequeña y luego diminuta hasta convertirse en algo que
rebotaba contra todo como una pelota de tenis.
Desde la puerta recordé aquel día, el último que entré allí. Como impulsado por su
mirada, ella nunca imaginó el cambio radical de mi condición, seguí por la ventana
las líneas de los edificios que limitaban con el nuestro por la parte de atrás, mi
habitación miraba hacia el frente, hacia la calle. Los muros de ladrillo rojo, los
balcones con sillas para descansar o conversar; en algunos había ropas recién
lavadas, en dos había hamacas, la mayoría de las puertas comunicaban con el
interior y estaban abiertas, no ví movimiento, a esa hora nadie parecía vivir en
aquellos espacios quietos y oscuros. Mi madre vio lo mismo el día antes de su
muerte y algo debió presentir porque se atrevió a prometer la salida del túnel.
Calculé que pocas cosas habían cambiado desde aquella última mirada, tal vez el
edificio de fachada blanca, casi diez pisos más alto que el nuestro sería nuevo a
ojos de ambos. Desde la misma ventana recorrió con la mirada el filo de las
montañas gigantescas de occidente, verde azules y tan altas como el cielo, ahora,
años después yo repetía su mirada. La sensación de llevar en mis ojos, nuevos,
recién estrenados, la mirada de mi madre, me estremeció. No tuve el valor de
acercarme a las fotografías familiares al lado de la cabecera de la cama,
enmarcadas con madera oscura, quizá yo estaba en ellas. Me retiré por el pasillo
que terminaba en el salón comedor.
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No alcancé a llegar hasta la luz que entraba por el ventanal del balcón principal.
La habitación entreabierta de la tía Emiliana llamó mi atención, temí que estuviera
de regreso. Llamé y no hubo respuesta, empujé la puerta con la punta de los
dedos tan suave y sin ruido como fue posible. El perfume ambientador que
siempre la distinguió fue más intenso cuando la puerta se abrió por completo y me
encontré en una habitación opuesta, a la de mamá que más parecía un museo, un
mausoleo, impregnado de incienso en todos sus resquicios. Yo tenía poca
referencia de discotecas, bares de encuentro, salones de belleza o sitios públicos
de máximo movimiento, con el único que podía acercar alguna comparación era
con el bar gay de Vanessa, donde fui después del incidente, no lo llamaré
accidente. En comparación con la habitación de la tía Emiliana, el bar parecía un
convento formal y ensimismado. Concluí que las paredes eran rosa intenso por las
descripciones escuchadas antes pero no estaba seguro. Fotografías enormes de
hombres con figura de artista, incluso uno con el sexo en llamas, llenaban la pared
frente a la puerta, grupos musicales posaban con guitarras y baterías. Hubiera
podido asegurar sin equivocarme que eran Los Rolling Stones, pero no me atreví,
tendría que escucharlos o preguntarselo a ella.
Aunque no debía desconocer que los contrastes saltarían a mis ojos sin prevenir,
el choque que me produjo el circo, no encontré otro calificativo, de la tía Emiliana
me dejó estancado en la puerta. Mientras me acostumbraba a la nueva luz, la
curiosidad despertó. No sentí la misma barrera de lo intocable que me produjo la
habitación de mamá, aquí era una exigencia entrar, sentarse en la cama, mirar al
detalle, abrir cajones, observarme en el espejo. Eso hice. Me acomodé en un
banco pequeño y estrecho frente al tocador amplio como el reflejo de la
habitación. Había de todo allí, a primera vista en desorden pero después de
considerarlo era un orden especial comprensible sólo para quien estuviera
acostumbrado, labiales con labiales de mayor a menor, tijeras de todas formas y
corte en cajas de tamaño preciso; limas de papel, de cartón, de metal al lado de
diez o doce frascos pequeños, de colores, con tapas de punta levantada alineados
58
contra el espejo. Tomé uno, lo destapé y el olor penetrante del disolvente identificó
los esmaltes de uñas, lo reconocí por las tantas veces que acompañé a mamá y
también a la tía mientras se pintaban la uñas. Recordé entonces las uñas largas y
rojas de Vanessa y lamenté no haberlas observado con detenimiento, estaba
confundido por otras cosas. Reparé en las cabelleras de colores, desde claro, casi
blanco, hasta el negro intenso organizadas en un perchero cerca del espejo y
recordé cuando la tía pasó por mi habitación antes de partir, su peinado era
distinto al día anterior cuando llegué a casa, incluso distinto al de esa misma
mañana cuando caminó desnuda por mi habitación, en ese momento era amarillo.
Imaginé que la tía Emilana cambiaba con frecuencia de peinado y deduje una
cierta coquetería que antes quizá noté pero no pasó de ser un detalle sin
importancia. Antes, no la veía.
Durante una hora o dos, estuve en la habitación de la tía. Miré todo lo que era
posible ver sin abrir cajones o puertas y sin tocar nada. No me atreví, era mejor ir
por etapas. Era una habitación de mujer, con olor a mujer y objetos de mujer. Por
supuesto, no era la primera vez que entraba allí, antes lo hice en algunas
ocasiones pero siempre hasta el mismo lugar, el banco frente al tocador. Antes no
me importaba encontrarme frente a un espejo, ahora que puedo verme y también
verla a ella, aunque esté ausente, sus objetos la representan, presiento que la tía
Emiliana es una persona muy distinta a la que siempre creí, no sé si por su
manera estricta o por los temores que siempre salieron a flote en cualquier
conversación la imaginé como una matrona anticuada y gruesa. A pesar de que su
voz no tenía ese timbre, tampoco tenía el de una persona como la que estaba
descubriendo. El lastre que cargaba de inventar situaciones, personas o cosas y
creer en lo que inventaba, me pareció que cazaba bien con su habitación, quizá
por eso no me atreví a abrir nada, ni puertas ni cajones, ella nunca hubiera
imaginado tener en mí un espectador de su intimidad. En lo que había allí
expuesto había más verdad que en todo lo que hiciera o dejara de hacer.

59
3.
Fue entonces cuando volví al sillón de la sala, el que parecía ser mi preferido.
Cuando llegué, la noche anterior, el instinto me llevó a sentarme en él, hubiera
podido hacerlo con los ojos cerrados, lo mismo ahora, era más fácil recorrer el
apartamento con los ojos cerrados, como lo hice desde siempre, en lugar de
hacerlo con ellos en plena efervecencia como ahora. Por primera vez se me
ocurrió compararlos con unos zapatos viejos. Antes los sentía cómodos, los
manejaba a mi gusto y mientras los aromas, los sonidos, las texturas, la
temperatura y la memoria, sobre todo la memoria, guiaba mis pasos, no tenía
impedimento. Ahora, con ojos que reemplazan la comodidad de antes me siento
apretado, como enfundado en zapatos nuevos que tallan en la punta, en el talón y
hacen ruido al caminar. Ahora siento más temor que curiosiad. La posibilidad de
ver que me entusiasmó, que entusiasmaría a cualquiera y sería causa de
desfogue sin medida, se convirtió en espasmo, en pérdida más que en ganancia,
en descubrimientos impuestos por la única razón de reconocer cosas que hubiera
sido mejor dejar en el dominio de lo guardado.
Por eso me quedé varias horas clavado en la silla, porque no sabía qué hacer.
Cerré los ojos y repasé los objetos y pasadizos dispuestos para mi facilidad en la
casa, los recorrí con los ojos de la memoria, luego los abrí y constaté, sin
moverme de la silla, que todo estaba en su lugar, incluso reconocí, vi por primera
vez el candelabro de tres velas en pirámide que mamá y después la tía Emiliana
conservaron con especial afecto, había sido propiedad de un antepasado lejano
en el tiempo y en el parentesco. Yo también tenía mis razones para guardar un
sentimiento especial con relación al candelabro pero no era de afecto. Un tiempo
antes del incidente de la bicicleta con los primos, mamá no había roto aún
relaciones con ellos, vinieron de visita, vivíamos en las afueras, y en uno de los
juegos que inventaron yo debía apagar, sin soplar, las velas encendidas del
candelabro. La única manera era apretando entre índice y pulgar la llama hasta
hacerla desvanecer. Lo intenté varias veces sin lograrlo y perdí. Nunca alcancé la
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llama para apagarla pero sí lo suficiente para quemarme porque el candelabro no
se quedaba quieto y no lo sabía aunque lo presentí por la falta y a veces exceso
de calor donde no lo esperaba. Me quemé los dedos, aparecieron ampollas y un
dolor que se convirtió en molestia no me abandonó durante bastante tiempo.
Cuando mamá se dio cuenta del ardor en mis dedos quiso saber qué había
sucedido pero nadie, ni siquiera yo mencioné el juego. El compromiso era que el
perdedor debía guardar el secreto. Con la bicicleta el compromiso era el mismo
pero fue imposible de ocultar y mamá tomó la decisión que tomó con respecto a
los primos.
El radio marca “Blaupunkt” era orgullo de papá, decía mamá. Yo estaba pequeño
pero recuerdo que hablaban de antenas, de ondas cortas y de unas emisones que
sólo ellos entendían y nunca logré escuchar bien por la cantidad de ruidos y
temblores que interrumpían las voces de los locutores. El radio tenía su lugar en
una mesa de esquina al otro lado del salón comedor. Quien llegara la vería desde
la puerta, a la derecha. Siempre estuvo en ese lugar, el orgullo de papá, pasó a
ser el de mamá y todavía estaba allí, quizá era también el de la tía Emiliana pero
ella nunca lo mencionó. Con la aparición de las radios portátiles, la televisión y las
computadoras, el “Blaupunkt” pasó a ser una reliquia. Siempre lo adornó una
carpeta de hilo enredado, “croché” lo llamaba mamá, y una figura de porcelana
encima de la carpeta. Por culpa de esa figura recibí, tal vez, el único castigo de mi
madre, la rompí una mañana por descuido, ella cambió la porcelana, eso creí, y yo
nunca más jugué por aquel pasadizo.
El apartamento aún hoy está organizado como un parque, con senderos fáciles
para la memoria y límites bien definidos donde nada interrumpe la circulación.
Tapetes pequeños para diferenciar la textura del piso guiaron mis pasos de antes,
girar a izquierda, derecha o seguir adelante sin temor. Por eso llegué sin falla al
sillón desde donde, con ojos de ahora, recorro aquellos pasajes con puntos de
referencia, alrededor de la mesa del comedor y al lado, en el espacio cercano al
ventanal donde se encuentra el sofá, los sillones y la mesa de centro, la misma
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que la tía Emiliana utiliza para subir los pies, con zapatos o descalza, cuando sufre
algún alboroto emocional.
En la ruta de mis ojos nuevos apareció, en el extremo más lejano del salón
comedor, la radio “Blaupunkt” nada había encima de ella, ni porcelana ni carpeta,
fue por eso que no la reconocí de inmediato. Hacía años no la escuchaba, nadie la
había vuelto a encender, era más sencillo utilizar las pequeñas de pilas como cada
uno quisiera en su habitación. Quise escucharla porque imaginé, como me dijeron
hace años, que en una radio vieja sólo se oyen voces viejas, lo mismo que en una
comprada en Alemania, por ejemplo, sólo se escucha hablar alemán.
La última vez que alguien la prendió fue un ocho de diciembre cuando el locutor de
turno con voz lúgubre anunció la muerte John Lennon asesinado por un fanático
cuando regresaba a su edificio en Central Park de Nueva York. Fue por hazar que
escuchamos la noticia, la tía Emiliana de visita por aquellos días y mamá que
partiría pocos años después. Al escucharla la tía Emiliana dio un grito como si algo
muy pesado le hubiera demolido un pie. Mamá le llamó la atención y yo me quedé
quieto en el mismo sillón donde estoy ahora. No tengo claro qué hicieron ellas,
pero no fueron muy lejos porque los sollozos de la tía zumbaron cerca el resto del
día. Sólo volví a escuchar la voz de mamá cuando nos llamó para que pasaramos
a la mesa, no me olvido, ese día el almuerzo fue sopa de arroz con albóndigas y
tajadas de plátano maduro. Cada vez que me sirven ese plato una mezcla de
lloros de la tía Emiliana y la muerte de John Lennon me recuerda aquel día. No sé
si fue en señal de duelo, mamá nunca lo dijo, pero la “Blaupunkt” se quedó
apagada. Hasta hoy, dije en voz alta para confirmar mi decisión, me levanté y fui
hasta el otro lado del salón por el sendero claramente marcado pero sin
necesidad, como antes, de guiarme por los cambios de textura en el piso.
No fue fácil prenderla, llegué a pensar que necesitaría la ayuda de un manual para
hacerlo. Era un aparato hermoso, en madera lacada con vetas, quizá proveniente
de la Selva Negra decía papá. Un especie de ventana como un circulo partido por
la mitad se prendió cuandó dí vuelta a botón blanco y negro de la derecha, lo giré
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hasta el tope y un ruido de mosquitero, parecido al que escuché cuando estuvimos
de vacaciones al borde del mar, subió hasta aturdirme y rápidamente lo devolví a
su punto inicial. Entonces lo hice girar hacia izquierda como hacía papá hasta
encontrar alguna voz o música que llegara sin interferencia. Cerré los ojos y
regresé a la época en que todo era fácil, la época en que pesar de no ver, mamá
aseguraba que no era impedimento. Giré el botón y los sonidos de otros tiempos
me atraparon, pitos, carraspeos, intermitencias, me envolvieron en un halo de
pasado que me estremeció. Es cierto, pensé a punto de dar un grito de alegría, las
radios viejas sólo sintonizan emisoras viejas. Escuché, estoy seguro, la misma voz
de circunstacia que anunció la muerte de Lennon, pero las dificultades de la
antena, como las llamaban los grandes siempre que era imposible conectarse
claramente con una emisión, apenas me dejaron escuchar palabras entrecortadas
y sin sentido. Sin embargo, la sensación de estar entre grandes, papá, mamá,
alguna tía mayor, o amigos de la casa, alrededor del aparato a la espera de que
las voces hablaran con claridad se mantuvo mientras tuve los ojos cerrados como
si aún viviera en el antes, cuando el mayor gusto era encontrarme sentado a los
pies de mamá. La distinguía por su perfume de alhelí. Desde mi derecha llegaba el
aroma de tabaco de pipa, fuerte y picante de papá. A veces alguno de los
visitantes fumaba también y la mezcla de tabacos me dificultaba saber quien era
quien, pero el perfume penetrante de la picadura Sir Walter Raleigh que simpre
fumó papá terminaba por distinguirse por encima de las otras. Lo mismo sucedía
con los perfumes de las tías y el de mamá, sólo cuando venía la mujer de Alonso,
un primo cercano de papá, su perfume superaba el de mamá, era más suave, más
terso, provocaba acariciarla. Una vez las escuché hablar de perfumes, ella dijo
que siempre compraba “L‘air du temps” porque el gordo, así llamaba a su marido,
se enloquecía con él. A mi también me gustaba y por coincidencia cada vez que
venían me acomodaba cerca de ella.
El sonido de voces e intermitencias venidas de otras épocas y el recuerdo de los
perfumes, más presente por los ojos cerrados (la memoria, mis ojos de antes,
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tenía la virtud de intensificar más aún que la mirada que apenas comenzaba a
aprender), me inmovilizó frente a la radio como antes, cuando la escuchábamos
en familia. Escuché las voces de los mayores, sentí los aromas de las señoras,
incluso, probé el delicioso dulzor de las milhojas que mamá mandaba traer de la
repostería dos calles más arriba,. No estaba en mí, estaba en otra parte, en otro
momento, en otra hora, otra edad, por obra y virtud del sonido de la “Blaupunkt”,
reliquia familiar, y no escuché, aunque mi oído era poderoso, la llegada de la tía
Emiliana que debió sacudir mi hombro para liberarme del trance. No te has
bañado murmuró, ¿qué haces ahí parado con esa radio prendida? sabes que no
funciona desde que le quitaron la antena y tu mamá la dejó en ese lugar como si
fuera un adorno.
Me sentí sorprendido y la miré con los ojos bien abiertos. Estaba descompuesta,
con la peluca de pelo castaño un poco despeinada y la mirada perdida, parecía
preocupada y no alcanzó a notar que la estaba mirando, que mis ojos eran otra
cosa. Reaccioné con rapidez, ensayé una mirada sin ver y le dije que había
querido comprobar si en los radios viejos sólo se escuchaban voces viejas. Me
miró de reojo, como si me hubiera caido de un segundo piso y agregó, no te burles
de mí y menos ahora que todo es un desastre. Asumí la posición del que no ve,
levanté la cabeza para evitar que la tía mirara mis ojos y regresé, después de
apagar la radio, por el camino que conocía de memoria hasta mí lugar. Ella se
dejó caer en el sillón gemelo al otro lado del salón. Entre nosotros estaba la mesa
de centro. Subió los pies sin quitarse los zapatos y comenzó a frotarlos contra la
madera, no era la primera vez que presenciaba su número de deshaogo, antes
hice presencia pero no vi nada, escuché quejas, burlas, braverías pero nunca tuve
la ocasión de mirarla como ahora. Intuí que tenía la ventaja de encontrarme de
espaldas a la ventana en una posición que para ella sólo era silueta y la observé
sin precaución, estaba tan conmovida que tenía dificultad para mantener los ojos
abiertos sin que las lágrimas nublaran su mirada.

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La tía Emiliana murmuró, sollozó y por fin, después de varios minutos de
desespero reconcentrado en frotar las suelas de sus zapatos contra la mesa, dijo,
no fue a nuestra cita. ¿Quién? pregunté. No escuchó mi pregunta y continuó, no
fue a la cita porque algo malo debió suceder, algo que no quiero imaginar, agregó
levantando la cabeza como si quisiera confirmar que no la había dejado sola.
¿Qué pasó? insistí. Aníbal, no llegó, me dejó plantada. ¿No lo viste? pregunté en
un tono que no dejaba duda del desasosiego que me causaba la noticia. La tía
Emiliana lo notó y recompuso su figura, afinó la voz y dijo, pero no fue culpa suya,
estoy segura que algo muy grave se lo impidió. ¿Qué? pregunté en el mismo tono
para que ella no creyera que había perdido interés. Y lo peor, agregó Emiliana
pasando por encima de mi voz, es que la barrera que se levantó hoy ya no volverá
a caer. ¿Por qué? insistí aunque era claro que hablaría sin necesidad de
interrogatorios, era sólo cuestión de minutos. De nuevo me ignoró, llegué a creer
que ni siquiera me veía, estaba tan acostumbrada a mi presencia sin participación,
a mi necesidad sin fin, que en ese momento o en cualquier otro, sola, por ejemplo,
hubiese actuado igual, no estaba disponible para responder, sólo para murmurar,
decir, hablar, sin necesidad de respuesta, de intervención extraña.
Estoy segura de que Aníbal ya no es de este vecindario y quizá tampoco de este
mundo, dijo por fin después de un largo minuto. Entonces levantó sus ojos y
preguntó, ¿si te pido que lo llames por teléfono, lo harías? Claro que sí, tía,
respondí, qué quieres que le diga, o prefieres hablar con él. De nuevo la tía
Emiliana pasó por encima mis palabras y preguntó, ¿y si nadie responde llamarías
a la policía para denunciar su ausencia? Por supuesto, tía, pero ¿por qué estás
segura de que se fue? Por fin pareció escuchar mis palabras y dijo, anoche me dio
a entender que necesitaba hablar conmigo en persona porque el teléfono le
producía desconfianza, pensé, continuó la tía, que me iba a hablar lo del
matrimonio, bueno, de las cosas que ya te he dicho, pero antes de colgar, de
despedirse con el mismo cariño de siempre agregó que si no llegaba a la cita que

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buscara ayuda para que lo encontraran. ¿Ayuda, dónde? tía. En la policía,
respondió mi tía con la apariencia de quien no saber qué hacer.
Le pedí que me pasara el teléfono para llamar a casa de Aníbal. Estaba dispuesto
a ayudarla en todo lo que ella pidiera. La tía Emiliana se levantó de la silla, era, sin
duda, una mujer bonita. Mientras iba por el aparato en algún lugar cercano a la
radio “Blaupunkt” me pregunté por qué una mujer como ella, en edad de merecer,
no tenía pretendientes más reales, más presentes, más de carne y hueso que
Aníbal, un personaje incógnito, con toda seguridad vecino en los pisos bajos,
quizá el tercero, pero ausente desde siempre y sólo resucitado en los últimos
tiempos para responder al deseo escondido de tener un hombre cerca. Llegué a
esta conclusión en las últimas horas, es decir, después de incidente, que no
llamaré accidente, porque una serie de indicios, voces en la noche, quejidos de
amor y de ausencia, se hicieron más frecuentes en los últimos tiempos,
acompañados de la necesidad permanente de mencionar un nombre, como si de
esa manera lograra su presencia, su interés. Fue en el momento de su reproche
por mi demora en el café de Vanessa, que se abrió ante mí la realidad del Aníbal
que venía escuchando nombrar con más frecuencia de lo corriente. Por supuesto
que Aníbal existía y debía estar en algún lugar, posiblemente en su apartamento,
pero el compromiso, me atreví a pensarlo, sólo era idea de la tía Emiliana.
La observé ir hasta el aparato, su cabello parecía natural bajo la luz reflejo del
ventanal, lo tomó entre sus manos, dudó, lo volvió a poner en su lugar y dijo, creo
que es mejor esperar que llame, si esta tarde cuando regreses de la biblioteca no
he hablado con él lo llamas.

66
Segundo día / Tarde

1.
Nada cambió en las costumbres del medio día. La tía hizo lo necesario para el
almuerzo, puso la mesa para tres, por si alguien, tal vez Aníbal, aparecía a última
hora. Estaba en la ducha mientras ella sacó mi ropa del armario y la dejó en los
lugares previstos. La vestimenta de siempre, pantalón negro, camisa blanca y si
había pronóstico de clima frío o lluvia, una chaqueta negra me esperaba en el
espaldar de la silla al lado de la puerta, por supuesto, ella advertía, ¡dijeron que va
a llover, no olvides el saco! Esta vez el clima será clemente, pensé, porque no
hubo advertencia ni chaqueta a la vista.
Creo que la sorprendí y tal vez fue un error de mi parte cuando al sentarme a la
mesa le pregunté cuál era el color de la camisa que llevaba puesta. Blanca,
respondió. Quisiera ponerme una camisa roja, no sé por qué, pero hoy me veo con
una camisa roja o de cuadros, dije. La tía me miró de arriba abajo. Yo escondí mis
ojos detrás de la mirada sin ver y me mantuve impávido con la cara fija hacia el
ventanal. En ese momento un pájaro pequeño, después dos, hacían piruetas y
revoloteaban entre ellos cerca de la baranda del balcón.
Como si no tuviera suficientes problemas murmuró mientras dejaba la mesa sin
probar la sopa de arroz con albóndigas, la sopa Lennon, para ir a buscar la
camisa. No esperaba esa reacción, yo no sabía si tenía camisas de colores
distinto al blanco o de cuadros. Por la textura de las telas, pantalones y camisas,
siempre fueron iguales, nunca tuve al tacto un material diferente, más abollonado,
peludo, o de doble tejido, nunca. Escuché los movimientos de la tía en la pieza del
servicio, detrás de la cocina, donde dejaban enfriar la ropa recién planchada,
escuché puertas que se abren, objetos que cambian de lugar y se golpean con
otros, pasos que fueron y regresaron. No levanté la cabeza cuando la tía salió por
la puerta de la cocina, hubiera sido un desatino, pero el reflejo blanco que traía en
sus manos avivó mis ojos en su dirección. Esta fue la más roja que encontré dijo la
67
tía con cierto desgaste en la voz y dejó una camisa blanca sobre el espaldar de la
silla frente al puesto del comensal de última hora. Me provocó reir. No mostré
intenciones de mirar hacia el lugar donde quedó la camisa y con los ojos puestos
en los pájaros que no cesaban de jugar en la baranda más allá del ventanal,
pregunté, ¿te parece bonita? ¿Qué? respondió ella sin ganas de continuar la
conversación. La camisa, tía, la camisa roja que trajiste del aplanchadero. Si,
respondió y se concentró en la sopa Lennon.
Podría decir en ese momento que estaba tan desconcertado como ella. Claro, mi
ánimo era distinto, yo tenía la sensación de saber lo que sucedía, ella, estaba
perdida. Fue la única razón para aceptar la mentira que venía de decirme. La tía
estaba pasando por un momento de vacío y yo por uno de bonanza si pudieramos
llamar así el encuentro con mis ojos, aunque, a medida que pasaban los minutos
me daba cuenta de las dificultades de ver, porque no se trataba sólo de ver las
cosas o las personas y lo que hacían, se trataba también de reconocer lo que
dejaban de hacer. Sin contar, claro está, con el aprendizaje obligado, desde
distinguir, hasta leer. Mis sentidos desarrollados para obrar sin el apoyo de la
mirada perdían el norte y se descontrolaban cuando los ojos entraban en juego,
era, supuse, la obnubilación por lo nuevo que invade, como si hubiera recibido un
juguete más divertido y poderoso que todos los otros juguetes juntos.

2.
Como de costumbre la tía Emiliana me acompañó hasta la parada del bus. Por sus
vacíos del momento, no se percató de la falta del bastón, yo tampoco. Lo perdí en
el incidente, o tal vez en la biblioteca, preguntaré en el mostrador de la entrada,
pensé en el momento de subir al bus. Me despedí de la tía con un beso en la
mejilla, mientras ella pedía al conductor que me avisara cuando llegáramos a la
avenida Oriental con Argentina. Algunos choferes ya me conocían y me
guardaban puesto adelante, cerca de la registradora, otros no me habían visto
nunca, el de hoy era uno de esos. Tampoco en ese momento la tía echó de menos
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el bastón. La observé regresar sobre sus pasos desde una de las ventanillas del
costado. Ignoro si el chofer del bus notó un cambio muy abrupto entre el hombre
con limitaciones que una señora ayudó a subir al bus y además le pidió que no lo
dejara pasar del paradero de la avenida Oriental, y el pasajero que no se sentó en
la primera banca detrás de él, como le ordenó la señora, obró a su antojo y fue a
ocupar uno de los puestos de atrás. No sé si extrañó algo y me buscó por el
espejo retrovisor entre el público más numeroso después de cada parada. No volví
a preocuparme por él, había demasiada gente y mi interés por la calle, la gente,
las esquinas, a veces atiborradas con bolsas negras, a veces con gente que
miraba para todos lados sin moverse, a veces con limpiadores de vidrios y
vendedores de prendas o cachivaches a grito herido. A medida que llegábamos al
centro, el ruido y el gentío atropellaba. La ciudad de día entró por mis ojos nuevos,
y me atropelló.
No me despegué de la ventanilla durante el trayecto. Poco más de una hora. No
reconocí nada, distinguía pocas cosas, a veces algún color, amarillo, rojo, quizá
azul y blanco eran ineludibles porque tenían el tono de los reflejos que percibía
con los ojos de antes. Me atreví a reconocer formas, círculos, cuadrados e incluso
botellas o vasos, cosas con las que todo el mundo tiene contacto. Me
deslumbraron los colores en todas partes, sin embargo, donde no logré avance fue
en los letreros, no pude leer ninguno. En un semáforo, mientras el bus esperaba el
cambio de luz y yo trataba de descifrar un aviso, un estrujón de lado me distrajo,
una mano se posó sobre mi muslo y un perfume desconocido se impuso a mi
alrededor, miré la mano, parecía de mujer, cuando busqué la dueña me encontré
con la cara risueña de una mujer parecida a Vanessa, creí que era ella, respiré
tranquilo y mi cara se iluminó, eso la entusiasmó, se acercó más, apretó mi muslo
hasta casi enterrarme las uñas, el humor agrio de su boca tenía inundado mi
cerebro cuando escuché su voz espesa, por fin te encontré papito. Me retiré unos
centímetros para verla completa y la escuché repetir, por fin papito, haga un
esfuerzo para salir de aquí porque usted y yo nos bajamos en el otro semáforo,
69
papito. Pensé en una enviada del chofer del bus para anunciarme la avenida
Oriental. ¿Llegamos a la Oriental? le pregunté alejando un poco más mi cara de la
suya. No sé papito, respondió la mujer, yo tampoco soy de aquí y agregó juntando
otra vez su cara a la mía, lo que sí sé, es que en el próximo semáforo nos
bajamos. La segunda vez que la mujer apretó mi muslo, sentí sus uñas enterradas
en mi piel, vamos pues, papito, murmuró a mi oído, no me obligue a armar un
escándalo para que toda esta gente me ayude a bajarlo a las patadas. Me obligó a
pararme. Estábamos a tres puestos de la puerta de salida, los pasajeros se
apretujaban espalda contra espalda, nalga contra pito (así llamamos en casa el
sexo de los señores), tetas conta espalda, o tetas contra tetas. Debí hacer un
esfuerzo innombrable para pasar los primeros pasajeros después de pararme.
Rocé tetas menudas y un pito enorme se pegó a mi costado. Yo abría paso y la
mujer me seguía. Cuando el bus paró en el semáforo, un estrujón me apretujó
contra una señora gruesa de brazos levantados y olor escalofriante, fue el
obstáculo mayor, casi no logro sobreponerme a él. La mujer seguía detrás pero
tuvo dificultades para rodear a la señora. Me encontré frente a la puerta abierta.
Una voz de hombre gritó al mismo tiempo que me empujaba fuera, si se va a
bajar, ¡bájese y no incomode! Cuando pude recobrar el equilibrio, en la acera, el
bus cerró la puerta y arrancó a toda velocidad por los espacios estrechos que
dejaban los otros vehículos. La mujer que me pellizcó el muslo y tenía cara de
Vanessa no alcanzó a bajar.
En medio de la gente que iba y venía, se apretujaba para ir más rápido, gritaba, o
eperaba, me encontré solo y perdido. No tenía la menor idea de dónde estaba,
nunca había visto ese lugar, ni esa calle, siempre había encontrado choferes de
bus que me indicaban donde bajarme y con la guía del bastón rozando la texturas
del piso iba hasta la biblioteca desde el paradero en la Oriental, no era cosa de
locos. En ese momento era cosa de locos estar perdido en esa calle, con ojos
pero sin bastón, rodeado de olores desconocidos y con dolor en el muslo por culpa
de la mujer. Lo primero que se me ocurrió fue llamar a la tía Emiliana para
70
prevenirla de lo sucedido, pero rechacé la idea, no era necesario avivar
catástrofes entre ella y yo, teníamos suficiente con las de cada uno. Pensé
preguntar por la biblioteca, o en qué dirección estaba la avenida Oriental pero no
lo hice, nadie parecía saber exactamente dónde se encontraba, todos daban la
sensación de moverse por senderos predelineados, aunque sucedía con
frecuencia que uno pisara a otro, lo empujara y lo sacara de su camino, en
algunos casos eso podía ser causa de discusión, incluso de pelea. Íbamos, me
incluyo, tan atareados con nuestros problemas que nadie hubiese puesto pleito
pero me equivoqué. No había avanzado tres pasos cuando una gritería me obligó
a disimularme contra un muro entre dos vendedores de aguacates que gritaban
por turnos, ¡aguacate para hoy, tres por cinco! a mi derecha, ¡aguacate para hoy,
tres por cinco! a mi izquierda. Después de los gritos un hombre corrió entre la
gente seguido por dos uniformados y una mujer con revólver en la mano. Sin
prestarles atención una señora se acercó a los aguacates, los tocó, los apretó,
casi les entierra la uña, como la mujer del bus y dijo, están verdes. Era cierto,
estaban verdes pero de verde intenso, por primera vez el color natural del
aguacate brilló en mis ojos. La mujer se fue sin comprar. Decidí ir en la misma
dirección de los que pasaron corriendo. Avancé diez pasos y todo fue como
siempre lo describieron en casa, un calor insoportable, una multitud de estrujones,
gritos y la sensación de inseguridad, de ataque inminente que no abandona.
Entonces recordé el compañero de la biblioteca que un día me habló de un
hombre, un filósofo, que solía caminar por las calles de su ciudad y se decía
mentiras mientras paseaba, en lugar de ver cielos oscuros, puertas cerradas,
caras acongojadas, imaginaba días de sol, puertas abiertas que desembocaban a
cielos de colores y llanuras reverdecidas, recordé que, según mi amigo, el hombre,
el filósofo, llamaba esto “mentir lo que veía”. No estaba muy lejos de desear lo
mismo, cambiar los gritos por saludos, los estrujones por abrazos, los afanes por
reflejos de curiosidad en las miradas, los desconocidos por amigos, pero no sabía
cómo hacerlo, estaba atosigado, no había avanzado una calle cuando las fuerzas
71
me abandonaron, por primera vez estaba perdido, era una sensación
indescriptible, no sabía qué hacer, y lo peor, el miedo se apoderó de mí.
La curiosidad de descubrir, dio paso al miedo de ser descubierto, al miedo de
mostrar lo que era, un principiante, un novato fácil de engañar. Me paralicé y el
arrepentimiento por no haber dicho a la tía toda la verdad sobre el incidente, me
envolvió. Ella hubiera comprendido, me reproché no haber sido claro. Busqué el
celular en el bolsillo del pantalón para llamarla, recordé haberlo puesto allí cuando
salí de casa. Me detuve en medio de la acera escarbando en los costados del
pantalón pero no encontré nada, me paralicé, ni para delante, ni para atrás, ni
izquierda ni derecha, el estruendo del tráfico y la gente mezclados me llegó de un
lugar lejano que poco o nada tenía que ver conmigo. El estrujón de un hombre que
parecía perseguir una mujer vestida de blanco me borró sin miramientos del lugar
donde me tenía anclado el miedo y fui a dar contra uno de los costados de la
acera, al lado de una vitrina. Sin saber si continuar en el mismo rumbo de los que
pasaron corriendo me deslicé hasta la vidriera y me vi, me asustó aún más mi
presencia doble en aquel lugar y llegué a pensar en un engaño, alguna triquiñuela
de los malos que según la tía no dejaban de estar a la espera. Me escudriñé para
saber si algo se notaba del miedo que me acorralaba. No vi nada delator en mi
cara, si lograba disimular las manos era posible que el temblor pasara
desapercibido, si abría bien mis ojos nuevos, sin temor a que alguien los viera, era
posible que me tomaran por uno de ellos y no por lo que era, el recién llegado,
perdido, que no sabía nada, ni siquiera leer. Entonces mi reflejo en la vitrina se
convirtió en el acompañante protector que impediría el miedo y la soledad del
perdido. No sé cuánto tiempo estuve al lado de mi mismo mirando sin ver el
interior de la vitrina, a la espera de no sabía qué.
Por algún efecto visual a los que estaba poco acostumbrado, una sombra en
movimiento, un objeto brillante a mis espaldas, una luz que se prende o se apaga
al otro lado del vidrio, o una voz que pregunta algo inesperado, mi reflejo se
desvaneció y el lugar para observar los objetos expuestos quedó expuesto.
72
Fueron palabras de mujer. Preguntó si las formas brillantes, en grupos de a tres,
eran de aluminio o de otro metal. No me encontraba en mi mejor momento y no
alcancé a identificar la propietaria de la voz. Ella, después de preguntar me miró a
la espera de una respuesta y me reconoció, Amadeo, dijo, casi gritó, ¿qué haces
aquí? ¿estás esperando alguién? ¿por qué no has ido a la biblioteca? No fue ni su
sorpresa, ni sus preguntas, lo que me hizo reconocerla, fue el énfaisis, el tono. En
otras circunstancias hubiera esperado que dijera algo como, pájaro lejos del nido
vuela con alas propias, Gracia, dije, cómo sabes que soy yo. Amadeo, respondió,
te conozco bien, ¿ahora que vuelas solo olvidaste cada cuánto nos vemos? ¿Nos
vemos? devolví su pregunta. Pareció confundida. Por instinto asumí la mirada
vacía de antes. En ese primer intercambio ella no se sintió mirada, lo haría cuando
se diera cuenta de que estaba solo, mientras tanto me tocaba a mí descubrir qué
hacía ella allí. ¿Y tú? pregunté, ¿cómo llegaste aquí? ¿te trajo alguien? ¿estás
acompañada?
Hubo un silencio que pareció eterno, otra vez el estruendo del tráfico y la multitud
se alejó y sólo quedamos Gracia y yo frente a la vitrina para decirnos lo que
quisiéramos, sin gritar, sin susurrar, sin mentir. Estoy sola, dijo por fin. La pregunta
siguiente hubiera sido ¿cómo llegaste aquí? pero preferí dejarla hablar. Necesito
unos repuestos, pareció una disculpa, y me dijeron que los encontraría en las
ferreterías de por aquí. Hizo una pausa. No la miré de frente para no delatarme
pero su figura no muy alta, tampoco baja y algo gruesa reflejada en el vidrio
coincidió con la imagen que siempre me hice de ella. Sólo su voz era distinta,
cuando me reconoció la gracia pasó a otro plano. Era bonita, Gracia era bonita
pero en su cara se notaba que hubiera preferido quedarse callada y no
reconocerme. ¿Estás acompañada? pregunté. No, dijo, vine sola. ¿Y cómo
hiciste? pregunté otra vez. La segunda pregunta fue el impulso para que regresara
al estado natural. ¿Y tú? devolvió ella la duda con ánimo en su voz, ¿cómo
llegaste hasta aquí?, estás lejos de tu camino, ¿quieres que te acompañe o
esperas a alguien? ¿una mujer? ¿tienes una cita? preguntó sin detenerse, en el
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tono de juego que se acomodaba a su personalidad de siempre. Hubiera podido
responder que sí, que era cierto, que esperaba una mujer que me prometió cariño.
Por un segundo creí mejor decirle que llegué allí por mis propios medios pero
estaba perdido, que nunca había visto nada parecido y eso me tenía
desconcertado. Hubiera querido decirlo directamente a su cara, a sus ojos, pero la
duda, la inseguridad, también el miedo me impusieron un recorrido distinto ¿cómo
supiste que era yo? le pregunté. Te vi, fue su respuesta directa sin quitarme los
ojos de encima, te veo casi todos los días cómo no iba a reconocerte. ¿Siempre
me viste? Si ¿Y por qué no lo dijiste? Porque nadie lo preguntó, supuse que lo
sabías y preferías no decirlo para mantener el tono de la sensación, del tacto, del
juego. ¿No te pareció importante que yo lo supiera? Creí que lo sabías, respondió,
alguien de la biblioteca, un empleado, Sonia la joven de información, alguien te lo
pudo decir, por eso creí que preferías no mencionarlo, era más fácil. Me
engañaste, dije con voz pesada sin quitar mis ojos de su cara. No, dijo ella. Se
engaña por omisión, agregué antes de que quisiera continuar su frase.
Me sentí indefenso, esa misma mañana en la habitación de la tía Emiliana tuve
una sensación de vacío similar, recuperar los ojos me estaba llevando por
caminos azarosos, casi nada era como lo había escuchado o imaginado y
descubrirlo tenía el efecto de un hueco sin fondo. Gracia notó la angustia en mis
ojos y repuntó Y ahora que me ves, ¿me reconoces? Mi voz es como siempre la
escuchaste, mi perfume el mismo, ahora que me ves, ¿crees todavía que te
engañé? En realidad no, no me engañaba, era como la imaginé, sobre todo con la
gracia brillando en sus ojos que no podía despegar de los míos. ¿Ahora que te
veo? dudé, qué te hace creer que te veo, no trates de llevarme por donde no es.
No me engañes Amadeo, replicó con impaciencia, ¿no crees que el brillo de tus
ojos, tu actitud, la falta del bastón, en lugar de ocultar, muestran que algo distinto
sucedió? ¿Cuándo fue? dime, tuvo que ser ayer o antier, eres otro.

74
3.
El encuentro con Gracia fue una salvación. Ambos coincidimos en que no iríamos
a la biblioteca, teníamos tiempo para conversar, contarnos, descubrirnos, éramos
desconocidos que se encuentran por primera vez o, como tantas veces escuché
decir a la tía, conocidos por internet, de esos que han conversado mucho pero no
se han visto nunca. Me tomó del brazo, más para guiarme que para sostenerse, y
me llevó entre el tumulto hasta la esquina siguiente, allí se detuvo, me pareció que
también estaba perdida, miró para ambos lados, buscó un punto de referencia en
lo alto, lo encontró y me empujó firme hacia la izquierda para que fuera yo quien
liderara la marcha. Varias cuadras nos deslizamos entre la gente y pasamos calles
sin tropiezo, todos parecían abrirnos paso y no sentí los estrujones y la gritería de
cuando estaba solo. Gracia tenía habilidad para pasar entre tumultos, nadie nos
notó, nadie se incomodó y nadie nos ofreció chicles, botones, gafas de todos los
aumentos, cigarrillos o cachivaches sin aplicación conocida como decía la tía. No
hablamos, nos reservamos para el momento en algún café, la mirada clavada en
el otro con la curiosidad de quien ve por primera vez un continente desconocido.
Bruscamente un apretón en el brazo en el lugar donde debía estar la mano suave
de Gracia me devolvió a la realidad del momento, estábamos a punto de cruzar
una calle cuando un hombre que empujaba un cajón con ruedas, alto hasta su
cintura, se aproximó. Gracia se detuvo y al mismo tiempo murmuró con fuerza ¡no
lo puedo creer! el que no busca encuentra. Es al contrario, quise corregirla pero no
lo hice, la presión de su mano en mi brazo me obligó a detenerme cerca del
hombre y su cajón sobre ruedas. Vi muchas piezas pequeñas separadas en forma
y tamaño por divisones de cartón, aunque parecían de papel por lo delgadas. No
reconocí ninguna, había multitud de formas de todos los tamaños, las más
grandes alcanzaban dedo y medio, y para ver la más pequeña, se necesitaba
alguna ayuda, no pretendí mirarlas, me contenté con esperar mientras Gracia
hurgaba cada compartimento. Busco, dijo Gracia al hombre, unas extensiones de
aluminio flexibles para acometidas de agua a cielo abierto, parecía tan segura de
75
su pedido que el hombre no dudó y como si la conociera de antes replicó,
pregunte por lo que no ve, señora, que sobre estas ruedas hay de todo, se agachó
y escarbó en la parte baja del costado opuesto del cajón. Unos segundos después
levantó la mano con una especie de serpiente articulada y brillante, ¿ésta le sirve?
¿más grande? ¿más pequeña? Gracia midió la pieza con la mirada y dijo, necesito
seis pero un poco más grandes. Para lo que no hay pereza, respondió el hombre
todavía acurrucado al otro lado del cajón. Escuchamos el ruido de metales que se
acomodan de manera distinta y al cabo de un minuto surgió de nuevo el hombre
con seis piezas articuladas y brillantes en sus manos. Sin miramiento las dejó
sobre el resto de cachivaches en los compartimentos de la parte visible del cajón,
se frotó las manos con el trapo colgado a la cintura y esperó mirando a Gracia sin
pestañear. Necesito también cubos de plástico de tres y media para enjuague.
¿Cuántos? preguntó el hombre. Docena y media, respondió Gracia con seguridad.
De nuevo desapareció detrás del cajón, el sonido de metales que cambian de
lugar volvió y yo aproveché para observar a Gracia mientras esperaba la
reaparición del hombre.
Era bonita, llevaba un vestido suelto entre los azules y los lilas, digo esto por
aproximación, nunca antes había visto esos colores, siempre me dijeron que el
cielo era azul, a pesar de que tenía horas y días en que podia ser gris, naranja o
rojizo. Sus manos eran delicadas, parecían frágiles y donde las dejó, mientras
esperaba, sobre aquel enjambre de piezas de todas formas y tamaños, se
recortaban como dos siluetas con textura de porcelana como las figuras que mi
madre acostumbraba a poner de adorno. Una de ellas, lo recuerdo porque pasé
horas escudriñándola con mis dedos, tenía las manos en la misma posición que
las de Gracia en ese momento y en un impulso sin freno dejé vagar las mías sobre
las de ella, como antes sobre la porcelana, cerré los ojos y la sensación que tantas
veces me conmovió por la sencillez del tacto retornó. Me dejé llevar por el placer
seguro que siempre sentí mientras acariciaba la porcelana de mamá. Para mi
sorpresa, esta vez las manos se movieron y una de ellas vino a halagar la mía, no
76
abrí los ojos, no era necesario, entre el tacto y la textura nos observamos. Quizá
Gracia cerró también los suyos.
La voz del hombre surgió detrás del cajón y como la vez anterior, primero apareció
la mano con un objeto brillante en ella, no sé decir si de plástico o no, y después la
pregunta. ¿Son estos? ¿docena y media? llévese las dos docenas que con una
sola no hace nada, esas cosas duran poco, Desde que los traen de China hay que
cambiarlas con frecuencia, no son como los que hacíamos en el país, esos sí
duraban, pero los chinos nos quitaron el negocio y cuando uno no puede con el
enemigo lo mejor que puede hacer es comprarle, ¿si o no? ¿Otra cosita? patrona,
preguntó mientras empacaba en bolsas negras los cubos y las extensiones.
Treinta y cinco metros de alambre forrado para colgar ropa dijo Gracia, sin mover
sus manos de las mías. Mientras ella hacía sus compras yo estaba en una nube,
el placer de su piel era mayor que la fuerza de mis ojos y no los abrí. Treinta y
cinco metros, escuché murmurar al hombre envuelto en el olor de sudor al aire
libre mientras desaparecía detrás del cajón donde, sin duda, había todo lo que
Gracia deseara. Si le hubiera pedido un caballo, un caballo habría en algún rincon
de la bodega inmensa que parecía ser su cajón de trabajo sobre ruedas.
Tres bolsas de plástico negro, aparatosas pero no por lo grandes, por lo pesadas,
nos repartimos antes de seguir entre el público rumbo a un lugar que me iba a
gustar, dijo Gracia, tal vez has estado allí, imposible que no. El trayecto con las
bolsas se hizo difícil, la carga era pesada y con frecuencia, para aligerar, debía
cambiarla de mano. Yo iba con ambas manos ocupadas y poco podía hacer para
ayudar a Gracia que pasaba dificultades con la bolsa que le correspondió. Nos
soltamos, seguimos por trayectos separados, no nos tocábamos. La sensación de
ahogo para moverme entre el gentío me atrapó de nuevo y estuve a punto de
perderla. Parecía que algo o alguien quisiera impedirme, desplazarme, culpé mi
exceso de ojos, demasiado, si tenía en cuenta que sólo horas antes, su falta
hubiese sido, quizá, una seguridad y ahora, mi insistencia en hacer de ellos un
secreto, me obligaba a correr riesgos desconocidos.
77
Igual que frente a la vitrina, la voz de Gracia me apartó de aquellos laberintos pero
esta vez no fue a mí a quien habló. Sus palabras pasaron encima de los sonidos
del tráfico y la muchedumbre. ¡La bolsa y lo que hay adentro es mío! dijo a quien
quisiera escucharla porque no sintió más el peso de los repuestos comprados.
Quedaron regados tras ella como señales para guiar el camino de regreso al
hombre del cajón sobre ruedas. Se acercó a mí con el plástico negro, vacío entre
sus manos de porcelana. Mientras caminaba se rompió, dijo, como cáscara de
huevo recién puesto.

4.
Los rayos del sol golpeaban con luz de atardecer las figuras oscuras, casi negras
y enormes que poblaban la plaza. Gracia tuvo razón al decir que era imposible que
no hubiera estado en ese lugar. Por supuesto había estado allí pero en la
penumbra de formas y sombras que mis ojos de antes alcanzaban a distinguir. Era
distinto ahora. La luz rasante sobre las figuras, varias veces más grandes que las
personas que circulaban entre ellas las convertía en resguardo para los huidizos,
temerosos del sol o fatigados de sobrevivir horas y días bajo sus rayos. Muchos
de los que se recostaban a los pedestales de las enormes figuras infladas como
balones se sujetaban a ellas, por un dedo, por un pie, por la nariz o por el pito, en
busca, tal vez de sostenerse o de atraer la buena fortuna inventada por otros.
Gracia y yo estábamos a la sombra, en la terraza del café llamado igual que la
plaza en frente y el museo a nuestras espaldas.
No hablamos. Durante largos minutos permanecimos en silencio. No sé si era una
maniobra para darme el tiempo de avalar el panorama de la plaza o, intentaba,
como yo, observar lo más antes de distraerse, quizá, con alguno de los temas que
imagino esperaba aclarar conmigo. Hablaríamos de mis ojos, de los suyos, era de
allí de donde partirían las conversaciones que pudieramos entretejer. Era, cai en la
cuenta, nuestro punto en común, ver, observar, reconocer esa posibilidad como
uno más de nuestros sentidos sin avasallar los otros que desempeñaron, durante
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la ausencia de ojos, un papel infinito. Éramos gentes de ojos. Recordé entonces
un decir corriente en casa, ¿qué dice un abogado cuando encuentra otro
abogado? Cosas de abogados. Lo mismo sucede con los cocineros, los
arquitectos, las señoras del servicio, los choferes de bus o los ciegos como
nosotros, porque, a pesar de haberme dado cuenta de que Gracia tenía ojos para
ver y nunca lo mencionó, éramos colegas, utilicé la palabra que mi madre hubiese
querido escuchar en ese momento para hablar de mi condición de antes.
¿De qué hablaríamos entonces? De cosas de colegas. Sin embargo callamos,
teníamos la mirada perdida entre el movimiento de la plaza, quizá yo más que ella.
Tampoco nos miramos, o tal vez sí, por la esquina del ojo que con seguridad ella
manejaba con más agilidad. Todo era imán para mis ojos. Había hombres y
mujeres de pie sobre pedestales diminutos, en comparación con los de las figuras
infladas, vestidos con ropas extrañas e inmóviles hasta que alguien se agachaba
frente a ellos y hacía el gesto de dejar algo a sus pies, entonces cambiaban de
postura con movimientos lentos, se quitaban, con venia, el sombrero y regresaban
a la quietud. Más allá, los fotógrafos acomodaban parejas, familias enteras o
solitarios para el recuerdo. Un payaso rodeado de gente circulaba a gran
velocidad en el espacio estrecho que dejó el público para su número. Los
inmóviles y el payaso atrajeron mi atención. La posición del vendedor de lotería
recostado contra el pedestal de una figura de mujer con espejo me pareció
conocida, me tomó unos segundos darme cuenta que era ciego, no sé por qué no
lo distinguí de inmediato, su bastón blanco era tan evidente, quizá me estaba
eludiendo a mí mismo.
La mirada furtiva de Gracia examinó mi cara y mis manos, hizo un recorrido de
piel. Mi ropa era común y corriente (camisa blanca, pantalón y chaqueta negros,
sin atractivo, incluso me quedaban algo amplios) y no le dedicó tiempo. También
hice lo mío y la obsevé como pude, me pareció de porcelana, destellos de
atardecer venidos por reflejo de la plaza ponían en valor la suavidad de su piel.
Sentí que podía tocarla con la mirada a pesar de mi falta de habilidad para mirar
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de reojo, su piel era lo más cercano al tacto delicado de las porcelanas de mi
madre. No hablamos. Tampoco nadie se acercó para el servicio. Era una especie
de intermedio. Veníamos de descubrirnos, de caminar entre el gentío, de
reconocernos, lo que siguiera estaba en la intimidad que los ojos nos permitieran,
pero no era fácil, sobre todo con miradas inexpertas y ojos que la curiosidad
distrae.
Estábamos frente a dos escenarios, como el circo que vino hace años cuando mi
madre, todavía soltera, fue con sus padres o con amigas. Tenía dos pistas y los
artistas representaban números distintos al tiempo, equilibristas en una y magos
en la otra. Me encontré entre la amplitud de la plaza y la magia de Gracia en
actuaciones simultáneas. Demasiado al mismo tiempo. Antes de oler, escuchar o
tocar, estaba ver. Lo que no entrara por los ojos en ese momento estaba en
posibilidad de ser reconstruido con la desventaja de los vacíos después, por
supuesto. Como ahora tenía ojos, o los ojos me tenían a mí, eran ellos quienes
gobernaban mis actos con euforia de principiante, cualquier movimiento, cualquier
brillo, cualquier esguince, era objeto de atención inmediata.
Entonces de la plaza sobresalió una forma. Tal vez fue una carrera suelta en
sentido contrario, o la desbandada en todas direcciones lo que atrajo mis ojos. No
hubo gritos y tampoco llamadas de atención. Lo que quedó después del primer
movimiento fue una figura menuda, frágil, vestida con ropas que no parecían de
ella, como las mías. Reconocí a Milagros. Yo estaba lejos y ella distraída en algún
asunto para sobrevivir, no era posible que notara mi presencia, sin embargo, era
como si la tuviera al lado. La observé con detenimiento y por unos segundos alejé
mis ojos de Gracia, se dio cuenta y por primera vez, desde que ocupamos la
mesa, habló. ¿Qué te pasa? preguntó dirigiendo sus ojos hacia donde pensó que
iban los míos, ¿viste alguien? Respondí sin dejar de mirar hacia Milagros vestida
con un faldón enterizo de manchas rojas grandes. Esa niña, dije, se llama
Milagros. ¿Cuál?¿la del vestido de flores? ¿Flores?¿esas manchas son flores?
pensé que eran adornos sin forma. No, respondió Gracia, son flores, parecen
80
tulipanes. No las hubiera reconocido, murmuré, sin quitar mis ojos de las manchas
de color que se desplazaban de un lado a otro como si tratara de organizar algo.
Después de haberla visto frente al bar de Vanessa no me quedaba duda de lo que
era capaz de hacer ¿Cómo la conociste? preguntó Gracia, parece una flor
silvestre. No respondí a pesar de que silvestre me pareció una palabra acertada.
La pregunta me puso a prueba, no tenía habilidad para duplicar mis intenciones
con la mirada como en las dos pistas del circo de mi madre, me quedaría una
sensación de pérdida. Decidí, sin embargo contarle cómo la había conocido
mientras observaba las maniobras de Milagros en la plaza. Intuí que Gracia haría
lo mismo y eso ayudaría a sobrellevar mi inhabilidad.
Milagros iba de un lado a otro, a la espera. Al cabo de unos minutos dio algunos
pasos detrás de un hombre y sin que él lo notara hizo señas a sus amigos
disimulados cerca. Caminó más de prisa que él, se adelantó lo suficiente para
fingir un encuentro casual, lo distrajo, le preguntó, le pidió ayuda y mientras el
hombre trataba de responder, los amigos los rodearon y poco a poco los llevaron
detrás de una de las figuras sobre pedestal, la mujer de pie con sombrilla diminuta.
El hombre rígido como las figuras infladas se dejó llevar. Milagros, en cambio,
pataleaba y hacía gestos para deshacer el cerco. Desde mi puesto no tenía vista
del lugar donde lo llevaron. Entonces Gracia interrumpió mi relato, simultáneo con
la acción entre las figuras, de cómo conocí a Milagros a través de un ventanal el
día anterior, para preguntar ¿escuchaste? No esperaba una pregunta, en realidad
no esperaba nada, creí que Gracia estaba tan concentrada como yo en los
sucesos al otro lado del pedestal. Giré mis ojos hasta encontrarme con su piel de
porcelana y sus ojos clavados en mí, ¿escuchaste? repitió. ¿Qué? interrogué más
con los ojos que con la voz. ¿Escuchaste algún grito de la niña?, viste cómo se
debatía para salir del cerco y parecía como si gritara, ¿lo viste? ¿escuchaste sus
gritos? ¿alguien a su alrededor los escuchó? Fue una sorpresa, una constatación
de la invasión de la mirada sobre los otros sentidos tan presentes en la práctica
antes del incidente, rechazo llamarlo accidente. Hice un recuento rápido y no
81
recordé haber escuchado gritos. Parecía como si ella gritara, insistió Gracia,
gritaba para dentro, agregó.
Un tumulto que se inició más allá del pedestal donde disimularon al hombre atrajo
de nuevo nuestra atención hacia la plaza y no alcancé a escuchar las últimas
palabras de Gracia. Tampoco vi a Milagros. Como el día anterior frente al bar de
Vanessa desapareció después del golpe. Gracia repitió, gritaba para dentro, hacía
todo para gritar y no gritaba. Con su mirada clavada en mí dijo, hacemos lo
mismo: tienes más ojos que antes y ves menos, miras para adentro y no
distingues lo de afuera; buscas adentro y como no encuentras referencia te
pierdes, nada es reconocible; como cualquiera, ves un montón de formas y
colores. Si no sujetas los ojos se desbocan y toman el lugar de los otros sentidos,
se convierten en su expresión y te pierdes en lo que ves, como los gritos de la
niña. Pero ella no gritó, dije. Es lo que crees, es lo que te dije.
Me debatía entre seguir pendiente de Gracia o buscar la figura envuelta por las
manchas rojas en la plaza. Pensé que Gracia agregaría reflexiones sobre cómo
ver cuando no se ve, era su tema cuando nos encontrábamos en la biblioteca, lo
hacía con gracia, con chistes y sin la trascendencia que mostraba en ese
momento. Desde que ocupamos la mesa frente a la plaza, las palabras cedieron
ante los ojos; imaginé que esperaba alguna primicia de mi parte pero la aventura
en la distancia con Milagros se hizo más importante que cualquier explicación
sobre la naturaleza de mi cambio, sobre todo después de creer, como lo dijo, que
por la obnubilación de ver, no escuché. Gracia no era la misma de otros días, yo
tampoco, pero en ella era más visible, ahora podía decirlo. El paso de los minutos
la tensionó. De pronto, como si hubiera recibido el impulso de un viento
desconocido, comenzó a hablar sin parar y ya no miró más la plaza, yo tampoco,
si daba muestras de distraerme de ir con mis ojos en busca de Milagros, su mano
de porcelana me devolvía a su lado.
El reflejo del atardecer pasaba rasante entre las formas de la plaza, las sombras
eran cada vez más alargadas, quizá un temor a la oscuridad que nunca había
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sentido, me hizo presentir la voz de la tía Emiliana llamando al celular para saber
dónde estaba y a qué hora regresaría, cerré los ojos para evitar distracciones y la
escuché repitiendo que no hiciera lo mismo del día anterior que no lo soportaría,
incluso Aníbal apareció en mi memoria y desee que lo encontrara, un Aníbal
cualquiera, su Aníbal. Gracia debió sentir el trajin detrás de mis ojos cerrados, dejó
su mano sobre la mía con fuerza y levantó la voz, hace años dijo, vi una película,
una mujer se enamora de un hombre ciego y le dedica su tiempo, se da cuenta de
que una operación podría devolverle la vista y lo convence, para ella sería la
perfección total que ambos pudieran ver. La operación es un éxito, el hombre
recobra la vista y esto le sirve para ver que nada era como lo imaginaron, ni
siquiera su relación, al final, ambos se arrepienten, cada uno sigue por su lado y la
película termina. Sucedió en los sesenta o setenta. Años después, un ciego, joven
como yo en aquella época, entró a trabajar al mismo lugar donde yo hacía una
práctica, nos hicimos amigos, le conté la película y juntos imaginamos cómo sería
si él viera. Nos soñábamos viajando, conociendo, decía que cuando viera estaría
un poco despistado pero en poco tiempo se pondría al día con aquello que por
falta de ojos desconocía. Nada parecía difícil, sobre todo, aseguraba, si yo iba a
estar con él. La hora del almuerzo dedicábamos a planear estudios, viajes, cines.
El juego se volvió necesidad y encontrar la solución, el cirujano, la operación, el
tratamiento, llenó nuestro tiempo libre. Fuimos a clínicas, pedimos citas con
oftalmólogos, buscamos por internet, envíamos correos, nos respondieron,
pidieron exámenes, los hicimos, movímos las barreras que se levantaron. Nadie
dio luz de solución. Con el paso de los días la fogosidad decayó, hablamos cada
vez menos de ver lo mismo, al mismo tiempo y nos dedicamos a nuestro trabajo,
un día nos encontramos a la hora del almuerzo y no hablamos. Al poco tiempo
terminó mi práctica y no lo volví a ver. Lo llamé varias veces y no respondió. Supe,
por un amigo común, que había dejado la ciudad.
Gracia habló con nostalgia. No me atreví a preguntar pero deduje que su
presencia en la biblioteca era una posibilidad, tal vez la única, de encontrar su
83
amigo. Se parece a ti, dijo con la mirada puesta en la plaza donde las figuras, los
pedestales y las personas se confundían en la penumbra del atardecer, casi
noche. Cuando te vi por primera vez en la biblioteca, una tarde que pasé por
hazar, pensé que eras él. En lo único que eres distinto es en la forma de vestir, él
prefería los colores fuertes, para que lo vieran, decía, sin embargo a pesar de tu
ropa negra y blanca eres igual, te mueves, bueno, te movías como él, los ojos
hacia arriba, la cabeza levantada y el cuerpo erguido, tampoco llevaba bastón
blanco. Quizá tú eres más bajo, no lo aseguro, dijo. Hizo el recuento de nuestras
semejanzas con atropello para no intentar una explicación o justificar por qué iba a
la biblioteca. Recordé su insistencia en que la falta de ojos obliga a ver más,
desde ángulos distintos como los pintores o los fotógrafos. La falta de ojos, dijo
cientos de veces, obliga a afilar los que aparecen en otras partes del cuerpo, en
las puntas de los dedos, en la nariz, en las orejas. Su insistencia era una forma de
impedir la ilusión que hizo nacer en su amigo; era una forma de recuperarlo. Por
primera vez no fue su mano de porcelana la que reposó sobre la mía, fue al
contrario. No se movió. Pensé que la hubiera dejado allí todo el tiempo que fuera
necesario sin decir más y sin preguntar, lo importante era lo que venía después,
como en la película.

5.
Cuando mí celular timbró con el sonido mecánico que los distingue, ni Gracia ni yo
pensamos que fuera con nosotros, habíamos estado poco tiempo en silencio, poco
pero con apariencia de mucho. En la plaza ya era noche y las lámparas del
alumbrado público iluminaban los espacios por donde la gente pasaba de prisa.
Llovía. Una llovizna sencilla caía sin parar. Antes de que el celular sonara por
segunda vez, Gracia murmuró, se está cumpliendo el deseo del ciego, “Si yo
viera”, ambos reímos pero la insistencia del timbre robotizado me obligó a buscar
el celular. Era la tía Emiliana. Esta vez no preguntó con quién estaba, dónde o
haciendo qué. Escuché sollozos y una retahila incomprensible. Durante más de un
84
minuto no paró de ligar palabras al lado de otras con poco sentido. Nunca la
escuché así antes. Pensé, por el número de veces que el nombre de Aníbal se
destacó entre el resto de quejas, gritos o murmullos, que había tenido algún
inconveniente, quizá con él, si era real, quizá a causa de eso mismo. Le pedí que
se calmara y apenas estuviera tranquila me llamara de nuevo. Su respuesta fue de
total claridad. Te busqué en la biblioteca y me dijeron que no habías ido en toda la
tarde, llamo a tu celular y no respondes, cuando te dignas hacerlo me pides que
llame más tarde. La claridad de sus palabras duró poco, iba a responderle que
estaba con una compañera de la biblioteca pero el torrente de su voz donde la
mezcla de Aníbal, vecinas, apartamento, harpías, policía, en cuanquier orden
confundía lo que quería decir. Hubo un silencio profundo, al otro lado se
escuchaban sollozos y movimientos. Por la distancia de los ruidos deduje que no
estaba sola.
Al otro lado de la mesa, sin quitar su mano debajo de la mía, Gracia miraba hacia
la plaza con insistencia, tal vez por discreción no quería inmiscuírse en mi
conversación o, había visto el regreso de Milagros y trataba de no perderla.
Mientras duraba el silencio en el celular y sólo llegaban sonidos de movimientos
cercanos que sugerían la espera, seguí el camino de los ojos de Gracia. Ella me
guiaba, sus ojos llevaban los míos de la mano bajo el alumbrado público.
Recorrimos la plaza, tropezamos con personas que no eran Milagros y parecían
no temer la lluvia fina. Nos detuvimos cerca de uno de los personajes estáticos
que hacen venias cuando la gente deja algo frente a sus pedestales pequeños,
recogía cosas en bolsas negras parecidas a las que Gracia recibió del vendedor
de cachivaches. Me pareció ver a Milagros en un claro de luz entre dos sombras
cuando una voz metálica retumbó en mi cerebro, me separó de los ojos de Gracia
y me devolvió a la realidad del celular. ¿Señor Amadeo? ¿Amadeo Duque? habla
con el teniente Gonzaga, Luis Eduardo Gonzaga de la tercera brigada móvil del
CTI, su tía está un poco congestionada y no puede hablar, requiere su presencia,
de paso yo también, necesito hablar con usted personalmente, por celular no es
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posible, ¿quiere que enviemos una patrulla al lugar donde se encuentra? ¿prefiere
que lo esperemos aca en su apartamento? ¿señor Amadeo?
Entre ver a Milagros moverse con desparpajo bajo la luz del alumbrado público sin
temor a la lluvia, y la voz metálica, ácida, haciendo esfuerzos por parecer amable
del teniente, prefiero a Milagros y la prefiero más si estoy acompañado por Gracia,
pero la tía Emiliana sollozaba y sus lamentos me alcanzaban con fuerza. Iba a
pedir al teniente que pasara a la tía cuando su voz de hombre grueso, con barriga
y bigote, como siempre escuché que eran los tenientes de la policía insistió,
entonces señor Amadeo, ¿mando la patrulla? Páseme a mí tía, respondí. No es
posible señor Amadeo, la señorita Emiliana está incomunicada y no puede hablar
con nadie. Esas palabras me alejaron de la plaza, de Milagros, de Gracia, sólo su
mano debajo de la mía me mantuvo ligado al momento. ¿Incomunicada?¿por
qué? ¿Conoce al señor Aníbal Bello? preguntó el teniente, se trata de él y su tía
está involucrada en los hechos. ¿Hechos?¿cuáles hechos? El teniente no avanzó
más en sus explicaciones. Lo único que obtuve por respuesta fue la misma
pregunta ¿mando la patrulla a buscarlo?
Preferí ir en taxi. Cuando salimos del café de la terraza entre el museo y la plaza
del mismo nombre nos dimos cuenta de que no habíamos tomado nada, nadie
había venido a atendernos, quizá nadie nos vio. Uno ve lo que quiere ver dijo
Gracia cuando me besó la mejilla para despedirse.

86
Segundo día / Noche

1.
El teniente Gonzaga no era grueso, barrigón y con bigote como Amadeo siempre
escuchó decir que eran los tenientes. El teniente Gonzaga era alto, delgado, de
cabello cortado al cepillo y figura de deportista, era relativamente joven y parecía
con experiencia suficiente para manejar situaciones tensas. Cuando Amadeo entró
al apartamento la tía Emiliana ocupaba la silla que según la costumbre le
correspondía a él. El teniente Gonzaga esperaba en la preferida de la tía por su
cercanía con la mesa de centro para subir los pies. Por alguna razón que Amadeo
no imaginó la tía Emiliana cambió de lugar, el único que ocupó durante años,
quizá estaba ensañada con la mesa y alteró los nervios de los presentes. Con el
Teniente llegaron tres agentes, dos uniformados y uno de civil que se movía por el
apartamento como si estuviera buscando algo. Cuando Amadeo llegó sacó una
computadora portatil del maletín de oficial, se instaló en la cabecera de la mesa
mirando hacia el ventanal, la prendió y esperó en posición de tomar nota
minuciosa de lo que sucediera.
Eran casi las ocho de la noche cuando cruzó la puerta, había retomado la actitud
de los ojos vacíos, fijos al frente y la cara levantada como lo describió Gracia.
Cuando lo vio entrar, el Teniente preguntó con ironía ¿mucho tráfico?¿en qué
vino? En taxi, respondió Amadeo mientras se guiaba por el sendero definido para
circular. Emiliana no se movió ni habló. Amadeo alcanzó a notar que estaba
perturbada, sin embargo fue hasta su silla y si no es porque el teniente Gonzaga lo
previene de su presencia se sienta encima de ella. Tía, no te vi, dijo Amadeo con
una sonrisa. El teniente pensó en una patraña para disimular y apenas sonrió,
pero una duda, la primera, se enquistó en su juicio de policía. La tía Emiliana no
se dio cuenta de las palabras de Amadeo y lo miró con apatía cuando lo tuvo
cerca. Los uniformados y el agente vestido de civil no notaron nada, lo que
sucediera allí no les incumbía, era la rutina.
87
El Teniente tomó la iniciativa, pidió a Amadeo que ocupara la silla cercana a la
mesa de centro, él no necesitaba más de un taburete para estar cómodo e hizo
señas a uno de los uniformados para que ayudara al señor a sentarse. Nadie
habló cuando estuvieron instalados, sólo Amadeo escuchó el roce de los zapatos
del agente contra los tapetes del piso al regresar a su lugar al lado de la puerta.
Parece que la visita somos nosotros, dijo en voz alta Amadeo, en nuestra propia
casa, agregó con el mismo tono de burla de sus oprimeras palabras, ¿alguien
quiere tomar algo? preguntó mientras intentaba tomar impulso para levantarse. El
teniente lo retuvo con una mano sobre su brazo y cortó en seco la intención. No,
señor Amadeo, dijo, nadie quiere nada, estamos bien así, mejor cuéntenos qué
hizo hoy, lo buscamos por todas partes y no apareció por ninguna, ni siquiera
cumplió con sus obligaciones habituales. Espero que pueda decirnos dónde
estuvo. Las preguntas del Teniente despistaron a Amadeo, ¿qué importancia tenía
dónde pasó la tarde? Era su tía quien lo preocupaba, estaba desesperada, ¿para
qué lo llamaron, para qué lo buscaron? ¿tuvo un accidente, qué le pasó? Amadeo
no pudo reprimir el giro de su cabeza hacia donde se encontraba la tía Emiliana.
El teniente Gonzaga lo notó, un ciego no tiene la reacción de la mirada, no busca
el objeto de sus palabras con los ojos, para eso tiene el olfato y el oido, o incluso
el tacto, pero no lo dijo, le pareció extraño, nada más, sin embargo hizo registro
mental del hecho.
¿Nos puede decir, o no nos puede decir, dónde estuvo y qué hizo durante la tarde
de hoy entre las dos y diez, hora en que su tía dice que lo dejó en el transporte y
las ocho de la noche hora en que hizo su aparición por esa puerta? ¿Qué hizo?
Amadeo iba a responder, pero la duda se interpuso y mejor preguntó ¿mi tía les
pidió que me buscaran?¿estaba preocupada por mí, un ciego cuarentón? Las
preguntas de Amadeo cayeron en el silencio de los presentes. La tía Emiliana no
hacía intento alguno por mirarlo, por reprocharle su ausencia, su falta de
delicadeza, estaba inmóvil en un lugar que no era el de ella, lejos de la mesa de
centro y abrumada por algo más que el incumplimiento de Amadeo.
88
En vista de que Amadeo no respondía sobre su paradero esa tarde, el teniente
Gonzaga cambió de táctica, ¿conoce al señor Aníbal Bello? preguntó sin prevenir.
He escuchado hablar de él, sí, respondió Amadeo. ¿Pero lo conoce?¿lo ha
visto?¿cuándo fue la última vez que lo vio? insistió el teniente Gonzaga. No lo he
visto nunca, dijo Amadeo con tranquilidad. Era el prometido de su tía, murmuró
cerca de su oído el Teniente ¿y no lo conoce? No señor, respondió Amadeo.
¿Qué hizo hoy, antes de las dos y diez de la tarde? Estuve aquí. ¿Y su tía? Salió
temprano, tenía una cita. ¿Con quién? insistió el teniente. Con Aníbal Bello. Y dice
que no lo conoce. No lo conozco, no lo he visto nunca. ¿Por qué? Por qué soy
ciego, dijo Amadeo. Pero no es sordo ni mudo. No. ¿Habló alguna vez con él?
Nunca, respondió Amadeo con algo de fatiga en su voz.
La agresiva actitud del Teniente hizo efecto en Amadeo que trataba de auxiliar a
su tía por algo que nadie había mencionado aún. Como la única respuesta que
podía esperar del Teniente era otra pregunta y quizá más insidiosa que las
anteriores, Amadeo giró su cabeza (el detalle no pasó desapercibido para el
Teniente) hacia la tía Emiliana y le preguntó ¿estás bien?¿qué pasa?¿qué hacen
estos señores aquí? A ojos de un recién llegado la ciega hubisese sido la tía
Emiliana, no sé nada, respondió con la cara fija al frente, la mirada sin ver y el
cuerpo rígido vestido de negro de pies a cabeza, incluso las medias largas, el
cuello alto del sueter y el cabello liso, negro también, hasta los hombros. Al verla
Amadeo no pudo dejar de recordar la descripción que siempre hizo de la moda en
sus años de juventud, cuando imitaba los existencialistas franceses de los años
cincuenta, como Juliette Grecco, decía, pero ella era la única que la nombraba,
nadie más, por lo menos en la familia cercana sabía quién era.
El teniente Gonzaga frenó en seco los recuerdos de Amadeo, ella no dirá nada,
dijo, está así desde que llegamos, el único momento de euforia, si lo podemos
llamar de esa manera, fue cuando pudimos hacer contacto con usted, de resto
nada. ¿Qué pasó?¿por qué están aquí? preguntó de nuevo Amadeo a quien
quisiera responder, su tía o el mismo Teniente si se sentía aludido y consideraba
89
que debía darle una explicación. La insistencia de Amadeo hizo mella en la actitud
de Teniente y con voz pausada dijo, ella nos llamó para informar la desaparición
del señor Aníbal Bello. Recibimos la denuncia en la Central a las cuatro y
cincuenta y cinco de la tarde, un poco más de dos horas después de que ella lo
dejara en el transporte público, según hemos podido entender. Fue un llamado
urgente, a las cinco y quince llegó la primera patrulla y comenzó el trabajo de
indagación. Por supuesto, continuó el Teniente, la primera persona investigada fue
la señorita Emiliana. Se encontraba conmocionada y no atinó a decir gran cosa,
sólo repetía el nombre de Aníbal y su desaparición. Poco a poco fue soltando
palabras y pudimos armar un escenario donde usted, estimado señor Amadeo
Duque tiene un papel de primera importancia. A propósito, interrumpió el Teniente
su descripción de los hechos, cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su
contra, puede permanecer en silencio si lo desea pero le sugiero que responda a
mis preguntas.
¿Cuál escenario?¿Cuál papel de primera importancia? preguntó Amadeo. Le voy
a responder, dijo el Teniente con irritación en su voz, cuando logramos entrar en el
apartamento del señor Aníbal Bello, estaba cerrado como si no hubiera nadie en
él, no encontramos rastro del señor. Comenzamos por interrogar a los empleados
y ocupantes del edificio, coincidieron en que no lo habían visto en los últimos
tiempos, algunos hablaron de meses. La administradora del edificio nos dijo que
después de la muerte de su esposa el señor Bello se había convertido en un
ausente y se le veía poco, incluso ignoraba si todavía ocupaba el apartamento.
Dos personas dieron pistas sobre la insistencia de su tía en la puerta del
apartamento, pero no le voy a decir quienes porque esa declaración hace parte del
sumario y no es del dominio público. ¿Y qué? dijo Amadeo, eso no quiere decir
nada, mi tía visitaba un amigo. Es posible, respondió el Teniente. Cuando ella
llamó para hacer la denuncia de la desaparición estaba conmocionada y como le
he dicho, hasta ahora no hemos logrado que diga gran cosa, sin embargo hay

90
detalles oscuros, que usted nos debe ayudar a comprender, señor Amadeo ya que
su tía está emocionalmenrte impedida.
Según los empleados de la administración y los inquilinos, el señor Bello no era
visible en el edificio con frecuencia, continuó el Teniente acercando su cara a la de
Amadeo para ver de cerca la expresión de sus ojos, algunos de ellos aseguran
que ya no ocupa el apartamento, incluso que allí no entra nadie. Es la idea
generalizada, sin embargo quiero su opinión sobre lo siguiente ¿qué sucede en
una casa, señor Amadeo, cuando nadie la ocupa por un tiempo prolongado? no
digamos mucho tiempo, señaló, sólo una o dos semanas. Amadeo no supo qué
responder y deseó que el Teniente llegara pronto donde quería llegar. Se cae,
señor Amadeo, oiga bien, se cae, puntualizó, para que Amadeo se diera cuenta de
la importancia de su pregunta, una capa de polvo, blanco como el tiempo cuando
se detiene, cubre todo, muebles, adornos, cortinas; los vidrios de las ventanas y
los cuadros pierden transparencia y es difícil ver lo que hay detrás; las flores se
marchitan, los alimentos en la nevera se dañan. Eso es lo que sucede señor
Amadeo, aquí y en todas partes. Con la misma muletilla de suficiencia que
utilizaba uno de sus intructores cuando quería poner en jaque al otro, agregó,
ahora bien, ¿cómo explica usted que en el apartamento del señor Aníbal Bello, no
haya nada de eso? ¡Está limpio y reluciente como si él viviera allí! La ropa está en
los armarios, limpia; la nevera está llena de alimentos con fecha de vencimiento
sin cumplir; en el mueble del bar hay botellas a medio comenzar, cualquier
persona desentendida diría que allí vive alguien, fue lo que nosotros dijimos, sin
embargo no fue lo mismo que su tía denunció y la mayoría de los habitantes del
edificio aseguraron ¿qué sucede? señor Amadeo, eso es lo que necesitamos que
nos ayude a aclarar. Amadeo siguió callado con los ojos vacíos, fijos al frente. La
tía Emiliana no había cambiado de posición. El Teniente continuó, como puede
imaginar desde el mismo momento en que surgieron las dudas, ordenamos
investigar el paradero del señor Aníbal Bello, recuerde que estamos aquí desde
antes de las cinco, usted quién sabe dónde estaba a esa hora, espero que nos lo
91
diga, agregó con malicia. Bien, suspiró, desde esa hora lo buscamos y no hemos
podido dar con él ¿usted sabe dónde está?

2.
Por alguna razón difícil de explicar Amadeo se sentía atrapado, un humor de
desconfianza ácido rodeaba las palabras y actitud del Teniente que estaba
decidido a encontrar algo, algo grande. Para eso lo habían mandado allí, para eso
le pagaban; él no estaba para hacer visitas de cortesía y menos peinar moños a
locas solteronas y vagos que se hacen pasar por ciegos. Allí había algo y el
teniente Gonzaga tenía entre ceja y ceja descubrirlo. En ese empeño estaba el
humor ácido que rodeaba al Teniente y Amadeo sentía de lleno su agresividad
retenida. En palabras del Teniente, la señorita Emiliana estaba tan confundida que
no ameritaba gastar tiempo en ella, sobre todo porque su personalidad no le daba
para nada distinto a ser instrumento de los designios de Amadeo. Debió ser él
quien la obligó a hacer la denuncia, a fingir la partida y con seguridad la obligó a
aprender de memoria cómo actuar y qué decir, pero nada es perfecto, el falso
ciego, como lo llamaba en su interior el teniente Gonzaga, no contó con que el
ánimo de la mujer se rompería y tampoco contó con que el detalle simple, y por lo
tanto dejado de lado, del apartamento en orden, la pieza clave para descubrir su
patraña. Que la gente no hubiera visto al señor Aníbal no era, en sí, causa de
duda, él mismo no veía a sus vecinos durante largas temporadas, lo culminante en
este caso era la quebrazón de ánimo de la señorita Emiliana que no se pudo
contener y habló, ¿qué dijo? Lo suficiente para dudar de la inocencia de Amadeo.
Por eso el Teniente se ensañó con él, lo imaginaba como el cerebro de una
banda, dueño de doble personalidad, peligroso y capaz de hacer desaparecer al
intruso que descompondría la vida muelle que llevaba, mimado por la tía y con la
ventaja de una ceguera de mentiras.
Por supuesto no fue la tía Emiliana quien dijo al Teniente de las intenciones de
Aníbal de casarse con ella, fueron las vecinas de piso del desaparecido quienes
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hablaron de la frecuencia con que ella visitaba el apartamento, pasaba largas
horas en él y aunque no habían visto al señor desde la muerte de su esposa,
suponían que siempre estaba en su compañía. Según las vecinas, la señorita
Emiliana les habló de las intenciones del señor Aníbal una tarde en el ascensor y
de paso agregaron, por si era de ayuda, que se alegraban por ella pues había
pasado la vida cuidando al haragán de su sobrino, un bueno para nada, hasta
mariguanero y drogadicto, que la hacía sufrir y vivía con ella en el apartamento
que heredó a la muerte de sus padres.
Amadeo ignoraba todo lo que el teniente Gonzaga tenía rastreado sobre él,
ignoraba incluso la sospecha que atizaba la perspicacia del Teniente sobre su
ceguera, sospecha que no lo abandonó desde cuando lo escuchó hablar por
primera vez. Si le hubiera preguntado por qué lo escondía, no hubiera recibido una
respuesta satisfactoria. Para Amadeo recuperar la vista no era lo mismo que para
la mayoría: ganancia incalculable y fuente de seguridad. Para él era lo contrario,
se sentía más desvalido con ojos que sin ellos, como el inmigrante en tierra ajena
(lo había escuchado cientos de veces) donde todo es extraño y, quiéralo o no,
comenzar de cero, de menos cero, era la posibilidad cantada. Tener ojos era tan
difícil y peligroso como caminar sobre una cuerda floja con el abismo bajo los pies.
A pesar de la mirada vacía Amadeo podía ver lo que sucedía alrededor y aunque
no tenía visión general del salón y tampoco podía mover la cabeza de un lado a
otro como cualquiera, se daba cuenta del peso en el ambiente. El Teniente, sus
piernas eran demasiado largas para el taburete donde se sentó, estaba incómodo
para pensar con claridad. Los policías de uniforme recostados contra la puerta,
hacían poses, se apoyaban en una pierna, en la otra, movían una mano hasta la
cintura, la bajaban, acariciaban la cacha del revólver al cinto, se quitaban el
quepis, se lo ponían, no sabían qué hacer, talvez hubieran aceptado un vaso con
agua o una cerveza pero nadie se las ofrecía. El agente vestido de civil, no cesaba
de teclear, a la velocidad del rayo, lo que se dijera. Amadeo dudó de lo que
escribía, no era posible que, con la rapidez del Teniente para hablar, el agente
93
pudiera registrar todas sus palabras. Viéndolo bien, pensó y el verbo le causó
gracia, el único que hablaba era el teniente Gonzaga, los otros guardaban silencio
o se expresaban con frases cortas o monosílabos. La tía Emiliana no parecía estar
allí, con el paso de los minutos su figura se volvía más enjuta, la ropa y la peluca
negra que seguramente la hicieron esbelta y misteriosa otras veces, la convertían
ahora en una figura frágil y quebradiza, a punto de sucumbir.
Nadie habló durante unos minutos. El encarnizamiento del Teniente con Amadeo
cedió pero su actitud pareció más una estrategia para reforzar el ataque que una
pausa. Todos estaban tensos, se podía escuchar el vuelo de una mosca, o los
mariachis del bar de la esquina de abajo del edificio, cerca de la parada del bus,
pensó Amadeo mientras diferenciaba las respiraciones alteradas del Teniente y de
la tía Emiliana, tenían sobradas razones para que no tuvieran el mismo ritmo,
mientras él iba tan rápido como fuera posible tras un culpable, ella reblandecía por
la pérdida del amante imaginado, deseado, inalcanzable.
Sin anunciarlo, el Teniente se levantó bruscamente del taburete incómodo donde
eligió sentarse, dio algunos pasos a la derecha y regresó a la izquierda con la
mirada fija en el vacío. Amadeo siguió la figura, estaba aprendiendo a dominar la
exitación de sus ojos poco entrenados. Cuando el Teniente se detuvo cerca de él,
la sensación de inminencia lo obligó a levantar la cabeza unos milímetros, apenas
milímetros pero suficientes para encontrarse con los ojos del Teniente como
puntas de taladro que lo traspasaban con la intención de llegar hasta las
profundidaes más distantes de su lóbulo occipital para obligarlo a confesar,
¡veo!¡no soy ciego!¡veo!
Lo primero que Amadeo distinguió fue un brillo, exaltado por la luz de la lámpara
central, como una explosión que brotó con fuerza de la mano del teniente
Gonzaga. Pensó en un disparo, pero lo descartó porque no escuchó estampido. El
brillo tomó forma casi rectángular a medida que se aproximaba a él. Como el
Teniente estaba de pie y Amadeo sentado en la silla de la tía Emiliana, el brillo, el
destello o lo que fuera iba en dirección a su cabeza, Amadeo no distinguió el
94
objeto que se demoró segundos para recorrer la distancia que los separaba.
Segundos suficientes para esquivar el objeto y delatar su nueva condición, lo que
equivaldría al triunfo del Teniente, o, para quedarse quieto y soportar el golpe.
Segundos que fueron suficientes para ver que el proyectil abría alas, ligeras y
brillantes al paso de la luz, y escondía un cuerpo oscuro de apariencia sólida que
llevaba la fuerza del impacto. Lo que venía hacia él, pensó Amadeo, se ajustaba al
vuelo de los pájaros que tantas veces escuchó describir, a pesar de que sólo unas
horas de ver le daban argumentos suficientes para dudar de las explicaciones que
siempre le dieron.
No se movió. Lo dominó su esencia de ciego y se quedó quieto. Sintió el golpe en
el pecho, fuerte, y simuló sorpresa, era lo que convencería al teniente Gonzaga de
su ceguera. Sin embargo la curiosidad bajo el dominio de ojos inexpertos era
ingobernable y Amadeo falló, un instante de negligencia lo llevó a bajar la vista
hacia el objeto que lo golpeó, hubiese tenido que palpar con las yemas de los
dedos para reconocerlo pero sus ojos reaccionaron antes. Aunque el movimiento
de cabeza no fue tan importante como para hablar de un cambio de posición, el
teniente Gonzaga estuvo a punto de gritar por el descubrimiento, ¡la sola intención
era suficiente! El Teniente regresó al taburete, con las piernas más largas y más
incómodo que antes pero con un sentimiento de triunfo en su respiración que no
pasó desapercibido para Amadeo. La tía Emiliana no se dio cuenta de nada. Los
agentes de uniforme, tal vez acostumbrados a las ténicas del teniente Gonzaga no
se dieron por aludidos y el agente frente al computador tecleó sin parar los
detalles de lo sucedido.
El teniente Gonzaga recuperó su libreta de apuntes de entre las manos de
Amadeo, estiró sus piernas hasta chocar con las del ciego, lo hizo a propósito, lo
apretujó y en un murmullo le dijo, no se oculte más, usted ve, los amagos de sus
ojos lo traicionan, un verdadero ciego no mueve la cabeza como usted para saber
el origen de un sonido o un olor, la práctica de los otros sentidos es suficiente para
mantener los músculos del cuello y la cabeza sin reacción. Lo traicionan sus ojos
95
mi querido Amadeo, ni siquiera son sus palabras o sus actos, son sus ojos. ¿Por
qué los esconde?¿Qué oculta? Y de esas dos preguntas pasó a acusaciones más
concretas ¿Qué interés tiene en que su vecino del tercer piso no vuelva? ¿Su tía?
¿La soledad? Díganos dónde está el señor Aníbal Bello y acabemos de una vez
por todas con esto, señor Amadeo, por favor, no me obligue a desenmascararlo, si
nos dice por su propia voluntad lo sucedido, le aseguro que las autoridades lo
tendrán en cuenta y su pena será mínima.
Ninguno de los presentes en el salón pareció escuchar las palabras del Teniente.
Las dijo muy cerca del oído y en tono bajo, para que quedara entre ellos, para que
la tía, el Teniente la consideraba víctima de los engaños de Amadeo, no se diera
por enterada y no sufriera más de lo que ya había tenido que soportar. Amadeo
conservó la posición de antes de ver mientras el Teniente habló, no movió un
músculo, las palabras entraban por sus oídos y retumbaban contra las cuatro
esquinas de su cerebro. Hubiese querido cortar la voz, decir que era cierto, que
tenía ojos para ver y boca para hablar, que no estaba engañando a nadie, que
desconocía por completo el paradero de Aníbal Bello porque dudaba que ese
señor, por lo menos en la forma cómo lo describió la tía Emiliana, existiera. Desde
su llegada, mientras estuvo escuchando, observando de reojo a la tía, constatando
su deterioro emocional y también la veracidad enérgica de los argumentos del
Teniente y sus tácticas de interrogatorio aprendidas de algún asesor extranjero,
una pregunta se abrió camino en su interior. ¿Y si nada de eso fuera cierto?
No se trataba de un sueño, por supuesto que no, todo era bien real. Sus ojos, el
miedo de aceptar frente a todos que podía ver, Gracia, la tía y sus desmanes con
la verdad bien conocidos por toda la familia desde siempre, todo eso era bien real.
El teniente Gonzaga y sus dudas, incluso fundadas, también eran reales. Estaba
obnubilado, como quien estrena un juguete, con sus ojos nuevos y le costaba
disimular. Para gentes tan perspicaces como el teniente Gonzaga, detectar la
situación era cuestión de un movimiento, una intención, hasta un pensamiento
salido de control podían poner al descubierto cualquier argucia para engañarlo.
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Eso era lo real. Lo que quizá no fuera cierto, se abrió paso, sobre todo, a partir de
la descripción minuciosa que el Teniente hiciera del apartamento, habitado y al
orden del día de Aníbal Bello. Había en ese lugar, sin haberlo visto y sólo por el
recuerdo de conversaciones anteriores con la tía Emiliana, una sensación de ya
visto, ya escuchado que despertaron la curiosidad de su memoria hasta encontrar
que un lugar parecido había sido evocado en muchas ocasiones, de antes y de
ahora, por la tía, como un paraíso donde ella soñaba pasar sus días. En los
primeros tiempos fue una evocación, nada parecía real, todo era perfecto, nunca
faltaba nada, no hacía frio ni calor y las dudas no existían. Después de unos años
de la muerte de su madre, la figura de un hombre tomó forma, primero sin nombre
ni apellido pero con una capacidad de afecto a toda prueba; luego, no hace mucho
tiempo, la figura masculina tuvo nombre, Aníbal Bello y el paraíso cobró vida.

3.
La voz del teniente Gonzaga lo devolvió a la realidad de los equívocos que lo
rodeaban. Como imagino, señor Amadeo, que usted insistirá en su condición de
limitado visual y de esa manera pretenderá evadir la acción de la justicia, voy a
interponer el recurso médico-científico para comprobar su engaño. Llamaré ya
mismo a la Estación Central para que envíen en el término de la distancia un
especialista que determine con pruebas al apoyo, exámenes de la visión, pruebas
y ejercicos, la calidad de sus ojos. Es infalible, señor Amadeo, no crea que usted
es el primero que se hace pasar por ciego para evadir una responsabilidad o
aprovecharse de los incautos, muchos llegaron antes que usted y los hemos
desenmascarado.
Amadeo lo escuchó manipular su celular, la tecnología tiene timbres partículares,
pensó. Después una pausa lo escuchó hablar con voz enérgica a un subalterno,
¿Rosaura? necesito que me envíe de inmediato al doctor Vega para un exámen
oftalmológico. Sí, repitió, oftalmológico. No, no es para ningun agente accidentado,
es para un sospechoso que intenta engañarnos haciéndose pasar por ciego. Sí,
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dijo depués de un momento, el caso de siempre, agréguelo al expediente y llame
al doctor Vega, ¡que se venga ya mismo! ¿Cómo se llama?¿el sospechoso? Si,
bueno, se llama Amadeo Duque, la dirección está en el expediente, concluyó con
rabia y cortó la comunicación. Trabajar con inexpertos es lo peor, murmuró el
Teniente. El agente de civil, que había tecleado toda la conversación en la
computadora preguntó, ¿era Rosaura la nueva? Sí, respondió el Teniente, no se
sabe las claves de nada y todo hay que repetírselo tres veces. ¿Qué hago, mi
Teniente, borro lo que habló con ella? Claro, Rodríguez, bórrelo y también lo que
hablamos usted y yo, agregó antes de estrujar de nuevo sus rodillas contra las de
Amadeo. Ya viene el especialista, dijo, vamos a ver si es capaz de seguir
escondiéndose detrás de esos ojos.
El ambiente era tenso. Amadeo tuvo la sensación de un aumento desmesurado de
la luz, era la lámpara de mesa dirigida hacia su cara para encandilarlo. ¿Le
molesta? preguntó el Teniente. Amadeo no respondió. ¿Por qué cierra los ojos
con tanta fuerza? dígame qué ve. Nada, respondió Amadeo, veo sombras y ¿un
resplandor? no sé. La brevedad en las respuestas de Amadeo y su aparente
manejo de la situación sacaron de casillas al Teniente que le ordenó ponerse de
pie y antes de que lo hiciera por sus propios medios lo tomó por el brazo y lo
levantó. No sabía cómo, el miedo quizá, había enseñado a Amadeo que podía ver
sin que el otro notara actividad en sus ojos. Por primera vez de pie desde su
llegada al apartamento, Amadeo tuvo una vista general del lugar. La postración de
la tía Emiliana enroscada sobre ella misma, hundida en la silla cercana al ventanal
lo conmovió, pensó ayudarla, levantarla de allí y abrazarla para que sintiera su
presencia, estuvo a punto de hacerlo pero el teniente Gonzaga lo tomó por el
hombro justo cuando iba a hacer el primer movimiento hacia la tía. La tensión de
sus músculos hizo pensar al Teniente en un sobresalto, no se asuste, le dijo, no
voy a hacer nada distinto a observarlo de pie, no sé por qué, agregó con sorna en
su voz, tengo la idea de que es más sencillo disimular recostado en una silla
protegido por las sombras, que de pie a la vista de todos, entonces levantó la voz
98
y dijo en tono de orden para los agentes que lo acompañaban, no quiten sus ojos
de encima del señor Amadeo, analicen cada detalle, cada movimiento de su
cuerpo, sobre todo su cabeza y su mirada; si notan algo fuera de lo normal,
inesperado, contrario a lo que él pretende, me ponen sobre aviso de inmediato, y
agregó, agente Rodríguez, no tiene que registrar nada de esto en el expediente,
por ahora haga lo que ordeno, ya le diré cuándo debe volver a escribir. ¿Me puedo
sentar? preguntó Amadeo girando su cabeza en la dirección opuesta al lugar
donde se encontraba el Teniente. No señor, lo vamos a observar, señor, vamos a
ver quien resiste más si usted en su empecinamiento o nosotros en nuestra
misión.
El timbre de teléfono, imitación épocas pasadas, del celular del teniente Gonzaga
tuvo la virtud de destensionar el momento. El Teniente se alejó de Amadeo para
responder y los agentes se relajaron un poco a pesar de que no desmontaron la
guardia que tenían ordenado mantener sobre el sospechoso. Si Rosaura, soy yo,
dijo con la espalda hacia el salón y la mirada puesta en la fachada del edificio del
frente al otro lado de ventanal. Habló en voz baja, ninguno de los subalternos
escuchó sus palabras pero el oído entrenado de Amadeo sí las distinguió con
claridad a pesar de de la distancia y la posición del Teniente al hablar. Diga
Rosaura ordenó, sí, no se preocupe por los códigos y dígame lo que me va a decir
como si estuviéramos vestidos de civil. ¿No? preguntó el Teniente, con ira
retenida en su voz, ¿Vega no está? ¿ y quién está de servicio? Hubo una pausa,
¿ni Domínguez, ni Pérez, ni nadie? Lo que usted me quiere decir es que no
tenemos profesionales de servicio, ¿y qué sugiere? La pregunta estaba fuera de
lugar, pensaron al mismo tiempo el teniente Gonzaga y Amadeo, ambos sabían de
la incompetencia de Rosaura. El Teniente recapacitó con rapidez y ordenó en voz
baja, mándeme uno de los enfermeros. Hubo otra pausa. Esta vez la voz del
Teniente se elevó lo suficiente para que los presentes, menos la tía Emiliana que
parecía ida de este mundo, voltearan a mirarlo, incluso Amadeo hizo amago de
girar su cabeza hacia él pero se contuvo. ¿No hay enfermeros de servicio? La
99
tensión se notaba en los movimientos sin continuidad que el cuerpo del Teniente
hacía, al parecer sin su consentimiento, estaba fuera de él, renegó, gritó, no podía
creer que una estación de policía no tuviera a esa hora de la noche, un día
ordinario, servicio de salud disponible. De repente el silencio y una calma aparente
volvieron al cuerpo del teniente Gonzaga, ¿mi coronel Pajón? preguntó, Rosaura
¿está segura de que mi coronel Pajón quiere hablar conmigo?, dígale que estoy
en un operativo, ¿ya sabe? ¿insiste? ¿y por qué no me llamó antes? ¿él le ordenó
que no me llamara? Bien Rosaura, agregó el Teniente, dígale a mi coronel que no
me he reportado. Otra pausa. ¿No puede?¿Rosaura, se está burlando de mí?¿por
qué no puede decirle a mi coronel Pajón que no me he reportado? eso no tiene
nada, le ordeno que diga a mi Coronel lo que le acabo de decir, vociferó el
teniente. La pausa que siguió fue más larga que las anteriores, ninguno de los
agente prestaba atención a Amadeo, la curiosidad lo había llevado a perder la
compostura y también miraba hacia el ventanal de donde no se había movido el
Teniente durante la conversación. La única ajena al momento era la tía Emiliana
que seguía inmóvil, quizá dormida sin cambiar de posición en la silla que no era la
de ella.
La voz del teniente Gonzaga llegó con claridad a oidos de Amadeo, ¿mi coronel
Pajón está a su lado?¿todo el tiempo estuvo a su lado?¿no me lo dijo porque no
se lo pregunté? Bien, Rosaura dijo en el mismo tono del interrogatorio el Teniente,
páseme al coronel Pajón. ¿Mi coronel? Sí, mi Coronel. No, mi Coronel. Si señor
este operativo es importante, ¡ah!, agregó el Teniente con sorpresa simulada, allá
me necesitan, ¿es más importante? sí mi Coronel, como ordene mi Coronel ¿y
qué hago con los sospechosos?¿cuáles? Otra pausa. ¿Los sospechosos?
preguntó el Teniente, sí mi Coronel, son la tía loca y el sobrino que se hace pasar
por ciego, ¿qué si estoy seguro? ¡claro que estoy seguro! No señor, no los voy a
llevar para allá, no hay donde ponerlos a dormir, tiene razón mi Coronel. La
obediencia de rango hizo aparición y suavizó la voz del Teniente ¿qué hago con
ellos?¿que me olvide del caso?¿está seguro? como ordene mi Coronel alcanzó a
100
decir el teniente Gonzaga antes de que el Coronel le colgara el aparato sin
prevenirlo y sin despedirse, Amadeo lo notó por la expresión, mezcla de odio y
obediencia, con que el Teniente miró su teléfono. Hubiera querido tirarlo lejos, al
otro lado de la ventana, y deshacerse de una vez por todas de los superiores que
no entendían y sólo esperaban imponer sus órdenes sin importar la opinión de los
subalternos.
El teniente Gonzaga estaba desencajado pero alcanzaba a disimularlo a pesar de
que el ritmo de su respiración cambió. Amadeo lo percibió cuando se sentó en otro
taburete del comedor, alejado de él, hacia su izquierda, cerca de la radio, reliquia
familiar, y de la puerta de entrada donde los dos uniformados hacían poses de
resignación. Estaba a punto de explotar, los botones de su camisa parecían
débiles para resistir la fuerza que hervía en su interior, sudaba frío y tuvo que
buscar un pañuelo en el bolsillo de atrás del pantalón para enjugar su frente.
Nunca le sucedió nada parecido, en los años que llevaba de servicio sus juicios
siempre fueron bien acogidos por sus superiores, incluso por el coronel Pajón a
quien conocía desde los primeros días de su carrera, cuando era capitán. Sin
saber por qué el teniente Gonzaga vio alejarse la posibilidad de ascenso que
acariciaba desde hacía tiempo, quería ser capitán, estaba cansado de operativos y
de sospechosos, y para lograrlo sabía que necesitaba el apoyo y la buena opinión
del coronel Pajón, el mismo que ahora lo ridiculizaba.
Pero el Teniente estaba convencido de que tenía un verdadero caso entre manos,
una desaparición, un crimen pasional, una loca reprimida y un ciego de mentiras,
cerebro de la banda. Si lograba desenmarañarlo y acusar al ciego, con pruebas
claro está, el sendero hacia el ascenso quedaría abierto. Su perspicacia, intuición
y dedicación personal, a pesar de los riesgos, tendrían un valor de primera
importancia en la decisión que tomaran sus superiores para otorgarle la
promoción. Con la seguridad de quien no se equivoca tomó la decisión que sería
la causa de la desbandada que siguió.

101
Rodríguez dijo, empaque esa computadora, nos vamos. Tuberquia, usted también
viene con nosotros. Carrillo usted se queda. Le encomiendo la misión de cuidar al
sospechoso Amadeo Duque hasta nueva orden, cualquier cosa que le suceda es
su responsabilidad, no tiene autorización para dejarlo salir o para permitirle
contactos con el exterior, el señor Amadeo queda incomunicado a partir de este
momento. Si hay llamados de afuera, en la puerta o por teléfono usted es el único
autorizado para responder. Además, agregó con malicia, el señor es ciego, y no
debe causar mayores problemas, ¿cierto? le preguntó mientras empujaba el
cuerpo de Amadeo por el hombro con intención de sentarlo de nuevo en la silla.
Carrillo preguntó ¿y la señora?¿qué hago con ella? La señora, respondió el
Teniente, se va con nosotros, no la podemos dejar aquí, necesita atención, la
llevaremos a la estación y allá buscaremos quien la atienda. Amadeo sintió un frío
recorrer su espalda cuando escuchó la orden. ¡Déjela aquí! dijo con angustia, yo la
cuidaré. ¿Usted? respondió el teniente Gonzaga, usted ya tiene suficientes
problemas con sus ojos para ocuparse de los ojos de otro, no lo ha hecho nunca,
dudo que vaya a hacerlo ahora.
Cuando la puerta se cerró y sólo quedaron el agente Carrillo y Amadeo en el salón
una ola de impotencia sumió a Amadeo en un vacío profundo y no se movió más.

102
Segundo día / Noche y amanecer
1.
El golpe seco de la puerta al cerrarse fue una descarga que me dejó fuera de todo.
No vi más, no escuché más, cualquier cosa hubiera podido suceder, mi cuerpo
inmóvil estaba ausente. No sé cuánto tiempo pasó, imaginar a la tía Emiliana
tratada como a una loca en cualquier cuartucho de una estación de policía me
descompuso hasta el punto de hacerme perder el sentido, sí, creo que eso fue lo
que sucedió, perdí el sentido cuando el Teniente me acusó de no ser capaz de
cuidar a la tía. No entiendo por qué se ensañó conmigo de esa manera, me odia,
no cree en mí ceguera, claro que le facilité razones para dudar, un par de veces
mí cabeza actuó sola, por cuenta propia, como si tuviera ojos. Es un hombre
perspicaz el Teniente, más que la tía Emiliana o que cualquiera de los agentes
que lo acompañaban.
Carrillo, el agente que dejaron vigilándome, está sentado en el puesto que siempre
ocupó mi madre en el comedor. Desde la silla cercana a la mesa de centro, la que
siempre ocupó la tía Emiliana para sus desahogos, donde quedé inmóvil no sé
cuánto tiempo, puedo ver la figura del agente dominado por el sueño, su cabeza
se mueve hacia delante hasta que el mentón toca el pecho y rebota a la posición
inicial, erguida sobre los hombros, con sobresalto. Sin despertarse, mantiene los
ojos cerrados, el agente repite el cabeceo como si ese movimiento marcase el
ritmo de sus sueños, porque sueña, murmura palabras indescifrables, sonríe y
repite un nombre que puede ser Rosaura, o Maura, o Isaura, con frecuencia y
parece decir palabras fuertes. Es evidente que sueña y se divierte, a pesar de que
a veces endurece su actitud.
El agente Carrillo es un hombre acostumbrado a dormir en posiciones incómodas,
ninguno de los cabeceos le molesta o aligera la profundidad de sus sueños y por
momentos asume posiciones imposibles para cualquier otro aunque en apariencia
confortables para él, cada cierto número de cabeceos deja la cabeza arriba, voltea
la cara hacia el techo y abre la boca, en esa posición ronca. Cuando la presión de
103
los músculos del cuello lo obliga a cambiar, vuelve a los cabeceos ritmicos. En
ninguna ocasión se recostó por completo sobre la mesa, deduje que era una
precaución para el caso de que súbitamente alguien llegara, un superior, por
ejemplo.
Observé al agente Carrillo un buen momento, hacerlo me distrajo de la angustia
de ver partir a la tía Emiliana en medio de los policías. Cuando me di cuenta de la
profundidad de sus sueños me levanté de la silla y esperé para ver si había
reacción de su parte. Ninguna. Me desplacé unos pasos por el sendero previsto
con texturas distintas en el piso, me detuve y esperé. El agente no volvió de sus
sueños. Entonces, con toda libertad, y haciendo el menor ruido posible, a pesar de
que la precaución me pareció inútil, fui hasta la cocina, serví un vaso con agua y
esperé para escuchar posibles ruidos en el salón pero el silencio era total, sólo los
sonidos de la noche llegaban distantes. Todas las luces de la casa estaban
prendidas, por lo menos las de esa parte, salón y cocina, el teniente Gonzaga
había iluminado bien el lugar de los interrogatorios. Si me atenía a la experiencia
de toda la vida, no necesitaba luces para guiarme por la casa, mí memoria era
suficiente para recordar los senderos, los obstáculos y las guías que siempre,
desde cuando mamá vivía, colocó en lugares precisos inamovibles para que me
guiara. Entonces decidí apagarlas y dejar el apartamento en la más completa
oscuridad. No tenía una razón precisa para hacerlo, la única, en ese momento, era
no perturbar el sueño del agente Carrillo, lo prefería así, dormido, soñando con su
Isaura o con sus superiores y en la incomididad a la que estaba acostumbrado.
Cuando el salón quedó a oscuras, sólo los reflejos de la calle desplazaban
sombras en el techo, no supe qué hacer. ¿Esperar, el amanecer del otro día?,
faltaban cinco horas para eso, ¿esperar la llegada del Teniente y su gente para
seguir el interrogatorio, esta vez con especialistas que debían certificar mi falta o
exceso de ojos? La angustia me alcanzó de nuevo y vino a mi memoria la figura
de la tía Emiliana, enredada como un nudo ciego, sea el caso de decirlo, en el
fondo de la silla que no era la de ella porque estaba lejos de la mesa de sus
104
lamentaciones. Nunca antes la vi, la sentí, en un estado de postración igual,
apenas en ese momento pude calcular la importancia que Aníbal tenía en su vida.
Era posible que existiera, que los pedidos de matrimonio fueran reales y no
invención. Si eso era así, su desaparición entraba en el dominio de lo verdadero y
la investigación del teniente Gonzaga tenía fundamento. El apartamento de Aníbal,
arreglado como si hubiera dormido allí la noche anterior era la prueba de su
presencia y eso parecía suficiente, a pesar de que nadie en el edificio lo había
visto en los últimos tiempos. Pobre tía, pensé, pasa un momento difícil. Llevado
por la emotividad del peso que empezaba a sentir por culpa del alboroto (recordé
a Gracia y su estilo para calificar los acontecimientos), en que la había metido,
tuve deseos de abrazarla y protegerla, decirle que cuidaría de ella, que no se
preocupara.
Un cambio de posición del agente Carrillo, pasó del cabeceo al ronquido con boca
abierta, me sobresaltó más de lo necesario y creí que la tía, el Teniente, los
agentes con computadoras y un especialista con bata blanca estaban de regreso,
pero fue una falsa alarma, no había nadie, el silencio era profundo y extrañamente
los ruidos de la noche eran más lejanos que de costumbre.
Desde el momento en que apagué las luces permanecí al borde de la mesa del
comedor cerca al agente Carrillo. Me pareció que si despertaba y me encontraba
allí, de pie, a su lado podía sospechar una encerrona. Sin hacer ruido, sólo el roce
de mis zapatos sobre los tapetes que marcaban el camino, el agente con
seguridad no escucharía, fui hacia el pasillo de las habitaciones. Cuando pasé
frente a la puerta de la tía Emiliana, un impulso, quizá la esperanza de que ella
estuviera allí, levantó mi brazo y empujó la puerta, estaba entrecerrada y se abrió
hasta la mitad. El interior estaba a oscuras pero una luz distinta al resto, venida tal
vez de los afiches en la pared o de alguna lámpara escondida, me invitó a entrar.
Dudé. Me di cuenta que nunca había tenido que tomar tantas decisiones en tan
poco tiempo, siempre hubo otros que me guiaron para hacerlo. Una vez más, mi
falta de pericia para manejar los asuntos que resultaban de ver se manifestó, pero
105
sobre todo sentí la necesidad de tener la tía cerca. La puerta entreabierta me
atraía. Entré con el presentimiento de que algo me esperaba.

2.
Todo estaba en el mismo lugar donde lo vi en la mañana cuando entré por primera
vez con ojos propios. La memoria de alguna descripción hecha por la tía antes del
incidente, nunca lo llamaré acidente, me guió. En apariencia nadie pasó por allí y
si alguien lo hizo tuvo la precaución de regresar todo a su sitio. Las pelucas
estaban en su puesto, los frascos y útiles para maquillaje en el mismo lugar, su
reflejo alineado en el espejo del tocador. Cerré la puerta detrás de mí para evitar
sorpresas, era posible que Carrillo despertara y nada bueno sería que me
encontrara en la habitación de la tia, cualquier cosa que hiciera o dejara de hacer
podía ser sospechosa a sus ojos. Preparé una respuesta por si me descubría, me
pareció creible decir que las alteraciones del día me habían hecho equivocar de
puerta, pero cuando me senté en el banco frente al tocador y vi mi reflejo en la
media luna con arabescos del espejo pensé que era la excusa más idiota que
hubiera podido imaginar. Nadie se equivoca así en su propia casa y si lo hiciera, la
segunda pregunta se caía de su peso ¿y por qué no corrigió el error? Tal vez al
agente se le ocurrieran otras preguntas que yo no tenía en mente, tal vez pensara
que estaba buscando o escondiendo algo, un secreto familiar, una evidencia
delatora, un tesoro que quisiera para mí, en fin, cualquier cosa. Un rastro de
inseguridad, desconocido antes de tener ojos, se apoderó de mí, sucedió varias
veces ese mismo día pero ninguna con la misma fuerza. La habitación de la tía
Emiliana me atraía, me llamaba, era un imán en batalla contra mi falta de
seguridad interior que hubiese preferido sacarme de allí volando.
No tuve que esperar mucho tiempo para que mis ojos se acostumbraran a la
oscuridad, poco a poco los afiches en la pared principal fueron tomando forma, las
pelucas eran lo más evidente por la luz que las resaltaba como gentes en un
tumulto inmóvil. El armario, cubierto de colorines, formas, letras, figuras de
106
personas, parecía uno de esos puestos atiborrado de objetos de todos los
tamaños en la acera por donde caminé con Gracia en la tarde. Quise atravezar la
pieza y abrirlo pero me frenó la idea de convertirme en profanador de la intimidad
de la tía Emiliana. Varias veces tuve el mismo sentimiento, para donde mirara
había cajones, colgandejos, brillos que atraían mi atención y llamaban para que
los tocara, para que mirara en su interior. En un arranque de voluntad, no sé por
qué lo hice, fui hasta las pelucas, tomé una, la misma que la tía llevaba puesta
cuando regresé a casa por primera vez después del incidente y sin pensarlo la
medí en mí cabeza. Me quedaba precisa. Apenas la ajusté sentí un calor ajeno
invadir mi cuerpo desde el cerebro hasta los pies, era incómodo pero lo ignoré. La
curiosidad que me producía el cambio de figura era más que el desagrado del
amarre caliente y pesado en la cabeza. Sin esperar, como si estuviera de afán
para ir a algún lugar volví al banco frente al espejo del tocador y por poco me
caigo. No era yo quien estaba allí, con cabello liso, castaño claro y peinado de
señora o señorita con algunos años a cuestas. Alguien desconocido me miraba
desde el otro lado del espejo. La penumbra del cuarto hacía todo para que el
reflejo no fuera yo. Cuando la tía cambiaba de peluca seguía siendo la tía a pesar
de todo, distinta pero seguía siendo, al menos, lo que yo imaginaba de ella. Las
pocas veces que la vi desde el incidente no la desconocí, en cualquier parte la
hubiese reconocido. En la confusión que me produjo el reflejo en el espejo me di
cuenta de que estaba comparando cosas sin punto de comparación, sabía de las
pelucas de la tía y estaba preparado para verlas en cabeza de ella, nunca imaginé
una en la mía, tal vez por eso, de un tajo, su peluca me convirtió en otro, entonces
se me ocurrió pensar que era eso lo que la tía buscaba cuando las usaba. Verme
bajo el cabello de otro, o de otra, me vestía de una piel que no me ajustaba bien,
me quedaba grande o estrecha, no lo sé. Es cierto que no tenía la costumbre de
observarme en el espejo, desde el incidente lo hice pocas veces y con desapego,
quizá inconscientemente esperaba momentos mejores, de mayor seguridad para

107
encontrarme con mi figura. La sensación interior de estar en el cuerpo de otro me
hizo sentir ingenuo.
Tantas cosas imaginé distintas por las descripciones escuchadas a otros durante
años que constatar una vez más que nada era como me lo describieron fue tan
doloroso como confirmar la sospecha de que todos, empezando por la tía, Aníbal,
el Teniente y el Coronel y Rosaura y los agentes, Gracia, las vecinas del tercer
piso y ni qué decir de Vanessa y Milagros, y los cientos de desconocidos que no
he visto aún, todos y todo, sin excepción, eran la interpretación acomodada y
lejana de lo que cada uno era capaz y tenía interés de ver. En ese momento por
primera vez, algo que tarde o temprano debía suceder sucedió: deseé no haber
vivido el incidente pero ya era inevitable, más pronto de lo necesario aprendí que
los ojos abarcan todo, incluso lo que no ven. Lloré. Lloré un buen rato. Cuando la
fatiga me doblegó me extendí de lado a lado en la cama de la tía Emiliana y cerré
los ojos con la esperanza de no ver más.

3.
Sucedió una vez hace mucho tiempo, mamá vivía y todavía no habíamos llegado
al juego de la bicicleta con los primos que no volvimos a ver después de eso. Una
tarde, estábamos de visita en casa de ellos, jugamos a los vaqueros que llegan a
un pueblo abandonado y toman posesión del bar. Yo era uno de los que llegaba
acompañado de otro vaquero, uno de los primos, el otro primo hacía el papel de
atender el bar. Una prima segunda, que también estaba de visita aquel día, era la
muchacha que bailaba y conversaba con los clientes. Mi primo y yo, los recién
llegados, éramos cazadores de recompensas y fuimos a ese pueblo abandonado
para sorprender un bandido que en cualquier momento pasaría por allí. Mientras
esperábamos hicimos lo que hacen todos los vaqueros, pedimos whiskis y nos
acomodamos en el bar con cara de pocos amigos. La muchacha revoloteó
alrededor nuestro. Sentí el ruido de un vaso al chocar contra la madera cerca de
mi mano, luego otro y en ese momento la muchacha dijo que le sirvieran uno a
108
ella, quería brindar con nosotros. ¡Salud! Dijo mi primo en el tono de voz de los
malos. ¡Salud! respondí en el mismo tono y saqué pecho para mostrar mi valentía.
La muchacha repitió el brindis y mi primo chocó su vaso contra el mío, yo no
esperaba eso y por poco lo dejo caer, entonces él me animó, no te preocupes
socio, dijo, tómate el trago de una vez hasta el fondo que nuestra presa no
demora. Recuerdo que dudé, pero él insistió, tómatelo, los vaqueros no dudan,
tómatelo de un solo golpe hasta el fondo. Yo no tenía razón para vacilar, no era la
primera vez que jugábamos a los vaqueros y siempre era agua lo que poníamos
en los vasos. No sé por qué esta vez dudé pero como un verdadero vaquero del
Oeste y además cazador de recompensas, me bebí el vaso de un solo tirón. Un
olor que no era de agua entró por mi nariz en el mismo momento en que la oleada
de líquido amargo quemó mi boca. El olor desconocido me atravezó hasta el
cerebro y más de la mitad del liquido pasó por mi garganta, sólo pude rechazar
una parte que escupí con fuerza. Una tos imposible se apoderó de mí y estuve a
punto de vomitar. Mi primo, socio en el juego, me dio una palmada en la espalda y
dijo en el mismo tono de los malos, ¿qué pasa vaquero? ¿le salió malo el trago?
Yo no tenía voz, las palabras se iban para adentro y de mi boca no salía ningún
sonido. El sabor amargo me quemaba el cuerpo y una sensación de mareo me
invadió. A partir de ese momento las voces de los primos vinieron de más lejos
cada vez y el remolino donde zozobré giró con rapidez. No sé si me dormí o perdí
el sentido, todo daba vueltas, me acostaron en una cama que no se detenía y se
inventaron una excusa para decir a nuestras madres. Cuando desperté la cama
aún giraba y el mareo no desaparecía. No recuerdo que nos hayan castigado por
eso, toda la familia creyó que la enorme cantidad de chocolate que comimos esa
tarde me había hecho daño. Ninguno de mis primos se mareó como yo. Fue la
última vez que jugamos a los vaqueros cazadores de recompensas.
Cuando cerré los ojos, la cama de la tía Emiliana giró como aquella vez, sólo que
ahora no era culpa del mareo causado por el trago de aguardiente. Cuando abrí
los ojos, porque la sensación no fue agradable y porque el tiovivo que llevaba
109
dentro me persiguió durante años en las noches y nunca lo soporté, el giro del
mundo a mi alrededor, como si un dependiente en la oscuridad estuviera a la
espera de ver el cierre de mis ojos para conectame o desconectarme de la energía
incontenible, se detuvo. Es una señal, pensé, no me debo acostar en la cama de
la tía, quizá está pasando momentos atroces y trata de anunciarlo. Me senté en el
borde para levantarme y salir rumbo a mi habitación o al salón donde estaba el
agente Carrillo cuando mi mano rozó un montículo disimulado entre las
coberturas. Me pareció extraño, las camas no tienen ese tipo de accidentes.
Entonces toqué con fuerza. Era una forma gruesa y plana, bien disimulada. Pensé
en un secreto de la tía. Casi debí desorganizar por completo la cama para llegar
hasta el paquete con mi brazo estirado entre las cobijas. La cama estaba tibia. El
primer esfuerzo fue inútil, rocé el objeto pero la sobresábana se interponía entre él
y mi mano. Corregí y la segunda vez lo alcancé por donde debía ser, reconocí la
textura del papel y alcancé a tocar la atadura que me sirvió para sacarlo por
completo de su escondite. En la penumbra me di cuenta de que era un paquete de
sobres, cartas o documentos, atados por una cuerda deshilachada en las puntas.
Con el paquete entre mis manos volví al banco frente al espejo en media luna del
tocador y no me sorprendió ver que todavía llevaba puesta.la peluca de cabello
castaño claro y peinado de señora o señorita.

4.
Invadido por la curiosidad y el morbo que produce conocer los secretos de otros,
estuve hasta las primeras luces del amanecer escudriñando los papeles que la tía
Emiliana disimulaba mal, o demasiado bien entre cobijas, cerca de su cuerpo y su
piel. Pocos hubiesen pensado que destender la cama era la clave para llegar al
desenlace de su amor inventado pieza por pieza, palabra por palabra con Aníbal,
el viudo que existió en el edificio, fue objeto de sus avances después del deceso
de su mujer pero cuando quedó solo, se fue, dejando todo en manos de una
agencia de arrendamientos, la misma que la tía Emiliana contactó para alquilar el
110
apartamento propiedad de Aníbal Bello a nombre de un inquilino que por
coincidencia llevaba el mismo nombre de su dueño.
Apenas comenzaron a cantar los pájaros, los que más temprano se levantan, el
agente Carrillo salió de la habitación de la tía Emiliana después de una larga
noche de hallazgos. El agente me encontró en la pieza de la tía como imaginé. En
uno de sus balanceos de cabeza despertó con la duda de haber sido pillado
durmiendo en plena guardia por un superior, pero la sorpresa fue mayor cuando
se encontró solo en el salón a oscuras. Lo primero que pensó fue en un engaño de
mi parte para escapar. Le tomó algún tiempo recordar la sugerencia del Teniente
en el momento de partir: después de cerrar la puerta principal con seguro,
guárdese las llaves en el bolsillo más escondido de su pantalón. Era una
precaución inútil porque yo no iba intentar escapar de allí, por lo menos esa
noche. Desesperado, el agente Carrillo husmeó mi rastro por todo el apartamento
y como siempre sucede, lo decía mi madre, lo perdido se encuentra en el último
lugar donde se busca, me encontró cuando abrió sin avisar la última puerta, la de
la tía Emiliana, convencido de que yo había saltado por una ventana o pasado al
apartamento vecino por el balcón. Su sorpresa al encontrar una mujer vestida
como un hombre, de cabello castaño hasta los hombros, inclinada sobre unos
papeles como si intentara descifrarlos, fue tan grande como la mía al ver su silueta
verde, con quepis y chapa brillante en el pecho, recortada en el marco oscuro de
la entrada. ¡Alto! gritó, ¿qué hace aquí?¿quién es usted? por instinto o por miedo
llevó su mano al lugar donde siempre está el revólver pero no encontró nada, noté
su desconcierto por la esquina del ojo mientras asumía mi situación de ciego, de
Amadeo, pero disfrazado de tía Emiliana. Los instantes de duda del agente Carrillo
por la falta del arma que dejó sobre la mesa del comedor, fueron tiempo suficiente
para recobrar mi posición y decirle sin mover mi cabeza, agente Carrillo, soy yo,
no se preocupe, juego como todas las noches con la tía. ¿Juega? preguntó
incrédulo, ¿juega disfrazado de mujer?¿usted no es ciego? Sus ojos delataron la
angustia de encontrarse en un manicomio. Sí agente le dije, todo es cierto, soy
111
ciego, vivo en esta casa con mi tía y todas las noches, antes de dormir, jugamos a
disfrazarnos con su pelucas. ¿Y cómo hace, si no ve, cómo llegó hasta aquí?
preguntó. Recuerde agente que un ciego no ve, es lo único que le falta con
relación a los otros. Olfato, tacto y memoria son ojos que le sirven para estar en
todas partes, además, no olvide que vivo en este apartamento desde hace años y
sé dónde está todo, los muebles, los adornos, sé dónde está todo, pero eso no me
sucede sólo a mí, ¿usted no sabe dónde está todo en su casa, agente? Me
sorprendió mi reacción y la facilidad con que el agente dejó de ver en mí un loco,
no estaba seguro si ciego o no, disfrazado de mujer, escarbando unos papeles. Su
actitud se suavizó y dio un paso al interior de la habitación mientras ponía en duda
si sabía dónde estaba todo en su casa. Entonces le hablé de nuevo. Agente, dije,
la tía me dejó estos papeles, parece que son importantes pero como usted
imagina no los puedo leer (no sé leer. Ni siquiera con ojos propios funcionando a
la perfección hubiera podido hacerlo), por qué no me ayuda.
Mientras el agente leía concentrado para no perder el hilo, observé nuestro reflejo
en el espejo y lo que ví me hizo sonreir, me hizo temer y por poco me hace llorar
delante de él, estaba grotesco con esa peluca al lado de un hombre que no sabría
detallar, no me inspiraba belleza, en el sentido que siempre me la describieron, y
uniformado, para completar la figura. Por alguna razón no se me ocurrió quitarme
la peluca. Comprendí, a medida que el agente Carrillo avanzaba en las intensas
declaraciones de amor de la tía Emiliana a Aníbal, cada vez más demandantes,
una declaración de soledad infinita que me hacía temblar, con peluca era otro,
quizá más cercano a ella, no era el momento de quitármela.
El agente Carrillo se detuvo como si hubiera descubierto algo. Encontró una carta
dirigida a la tía, firmada, “tuyo, Aníbal” y tan intensa como las de ella. Los planes,
los sueños, los vacíos y las angustias de las horas sin el otro eran idénticas en
tono y deseo a las cartas que la tía Emiliana enviaba, quien hubiera leído una sola
de ellas, había varias de Aníbal, el agente las inspeccionó todas, hubiera creido
encontrarse frente al enamorado infinito, pero al llegar a la tercera o cuarta carta,
112
regresó a la primera, la releyo en voz alta y dijo con voz grave, todas fueron
escritas por la misma persona. Un silencio cayó sobre nosotros. Lo que vi en el
espejo fue la duda reflejada en la posición encorvada y la cabeza baja del agente,
en algún momento me miró para medir mi reacción a sus palabras pero mantuve
la cabeza alta aunque me descomponía por dentro, lo que el agente descifró, yo lo
intuí pero mi limitación para leer me había impedido constatarlo.
Agente, pregunté, ¿están escritas con la misma letra? mi voz venía de un lugar
distinto a mí boca, venía del reflejo en el espejo, para mí, Amadeo, era posible que
la letra fuera igual, pero el personaje bajo la peluca, quizá la tía, no lo pensaba tan
evidente. Todo esto transitó en mí mientras el agente cotejaba cartas, escrituras,
formas de hacer letras con palito para arriba o para abajo, de llenar líneas, de
plegar las hojas. Es igual, dijo el agente. ¿Cómo lo sabe? pregunté. Lo
estudiamos, repondió Carrillo con orgullo, me quiero especializar en grafología,
dejar el uniforme y avanzar a especialista con grado de investigador, dijo como si
estuviera describiendo su hoja de vida para un puesto vacante. No cabe duda,
agregó en tono profesional, todas las cartas fueron escritas por la misma persona,
mire las mayúsculas, dijo alargando una hoja hacia mí, y estas “aes”, es evidente,
confirmó con satisfacción, pero cuando se dio cuenta de que yo no lo estaba
mirando y mi cabeza erguida sostenía el frente, recordó mi situación, murmuró una
excusa y alejó las hojas de mí.
El agente Carrillo no cesó de investigar las cartas ni siquiera después del
descubrimiento. Ya no lo escuhé más. Me dejé llevar por los recuerdos de la tía
Emiliana y toda la vida compartida en ese apartamento desde la muerte de mamá.
Cuántas veces habría intentado hablarme de su soledad y no la escuché, no tenía
razón para hacerlo, la tenía a ella, no necesitaba más; pero ella no me tenía a mí y
su única compañía eran las cartas que ponía en el correo y recibía con albricias,
en palabras de Gracia, como si desconociera el contenido. ¿Y las pelucas?¿Y su
costumbre a estar desnuda en el apartamento? Era su manera de mitigar la

113
soledad, con peluca era otra y desnuda se sentía acompañada, en el tacto, en la
piel, en su propia piel como si ella fuera dos, o más, en una.
No estoy seguro de nada, sólo ahora, cuando hemos llegado al punto de no
regreso comiezo a entender lo que antes no. Iba a comenzar a culparme, cuando
el agente Carrillo abrió el sobre de la agencia de arrendamientos donde estaba el
contrato de alquiler del apartamento del tercer piso a nombre de Aníbal Bello. El
agente leyó y todo coincidía con los datos personales, cédula, dirección, teléfono
de la tía Emiliana, menos el nombre del inquilino, por supuesto. Me pareció ver la
cara de sorpresa, sin sospecha, de la persona de la agencia cuando la tía dijo el
nombre del nuevo inquilino, homónimo del dueño, ¿quién iba a dudar?, una mujer
todavía joven y bonita, que arrendaba el apartamento a nombre de su prometido
con ella misma como fiador. También dijo que el señor estaba fuera de la ciudad y
pronto regresaría para tomar posesión, mientras tanto, agregó, ella se encargaría
de limpiar, amoblar y tener el lugar al orden del día para cuando él volviera, y lo
hizo tan bien que el teniente Gonzaga vio el apartamento como si perteneciera al
propio Aníbal.
El contrato de arrendamiento no era la última hoja plegada en dos del atado
secreto de la tía Emiliana, faltaban algunas más pero lo que venía escrito en ellas
era previsible incluso para el agente Carrillo. Nos quedamos en silencio después
de la lectura del documento. Al cabo de unos minutos el agente murmuró Anibal
Bello si existe pero el que buscamos no es el mismo que desapareció, ése lo
inventó su tía. El agente no cesaba de atar cabos y murmurar, poco a poco
reconstruyó en un orden preciso lo que su superior, el teniente Gonzaga tergiversó
por el espejismo apremiante de mostrar un resultado que le diera puntos para
ascender. En realidad su tía no está loca, agregó, está sola, pobre mujer, yo tuve
una prima como ella pero no alcanzó a llegar hasta dónde llegó su tía, murió
antes, pero no me pregunte cómo.
Lo que siguió por espacio de una hora o más fueron los murmullos del agente,
explicando, argumentando, preguntándose y a la vez encontrando respuestas que
114
fueran convincentes para sus superiores cuando lo interrogaran sobre el
desenlace de la desaparición. Llegó, incluso a decir que el ascenso que despistó
el celo de Gonzaga, no lo llamó Teniente, iba a ser para él, soy yo quien debe
recibir el agasajo. A nada respondí, el agente hablaba como si estuviera solo, con
toda probabilidad cualquier palabra extraña, que no viniera de su propia reflexión,
lo haría regresar del trance profesional donde quedó sumergido tras la lectura de
las cartas. Por momentos su cara se iluminaba, era cuando presentía las
reacciones a su favor por el buen manejo de la situación. Por momentos la duda lo
plegaba por la mitad y en el espejo sólo era visible su cabello revuelto de tanto
estrujarse la cabeza. El agente Carrillo, sin saberlo, estaba siendo presa de la
misma codicia que su superior inmediato y lo peor era que debía hacer su reporte
al Teniente que, con seguridad, se guardaría los laureles para él. El desconsuelo
fatigó al agente Carrillo, dormitó, los bamboleos de cabeza se repitieron y los
ronquidos con la cara volteada hacia el techo y la boca abierta volvieron con ritmo
preciso. Cuando escuchó los primeros cantos de los pájarosn fue a dormir al sofá
del salón, necesitaba estar en buena forma, el siguiente sería un largo día.

115
Tercer día / Amanecer

1.
Alguna vez, mamá vivía, una de sus amigas dijo una tarde que uno siempre volvía
a los lugares donde amó la vida, me parece que la frase la sacó de una canción,
cuando la dijo mencionó a otra señora ¿Chavela Vargas? no lo recuerdo con
exactitud. Años después la tía Emiliana sacó la misma frase o una parecida de los
recuerdos para decir que nadie se iba del todo, que siempre estábamos
regresando, buscando las mismas cosas, diciendo las mismas palabras, por eso,
se aventuró a agregar aquella tarde, era tarde de sábado y no había ido a la
biblioteca, mientras más se revolotée más lento y dífícil será el regreso. Sólo en
aquellas dos ocaciones escuché en forma poética el propósito de desandar el
camino.
Claro que también leí, en libros de policías y ladrones, o en las noticias judiciales
que muchos malandrines (parece dicho por Gracia) fueron pillados cuando
regresaron al lugar del delito. La atracción de regresar para ver cómo quedaron las
cosas, cómo sucedió lo que sucedió, si quedó bien, si se pudo hacer mejor, en fin,
la duda generalizada es lo que obliga a regresar al sitio de los hechos.
En mi caso particular, no hay poesía ni deseo de ver lo qué pudo ser mejor y no
fue. Desde las primeras andanadas del teniente Gonzaga, el deseo infinito de
volver al sitio de los hechos, de mis hechos, no me abandona, no se distrae y
crece sin medida. Ahora puedo decir que vi, ya sé cómo son los colores, las
formas; ya sé cómo es una sombra y cómo una luz; ahora ya comprendo el cielo
de día y la casa de noche en la lámina de Magritte que mi madre colgó en la pared
de mi habitación; ahora no sólo he visto, también he vivido lo visto porque nada
parece ser lo que es y todo necesita interpretación.
No me apena reconocer que me quedaron grandes los ojos, como unos zapatos
dos o tres números mayores que la talla requerida, los pies bailan en ellos y
terminan doloridos y con ampollas, así están mis ojos tres días o dos, después del
116
incidente, no lo llamaré accidente. O, tal vez esté equivocado, no me quedaron
grandes los ojos, me quedaron apretados, dos o tres tallas menos de la medida y
no me dejaron ver, me mostraron sólo lo que pudieron, sin más, en palabras
acomodadas, cumplieron con la tarea, pero no hicieron más, a pesar de saber que
abarcan todo, bueno, no son ellos los que abarcan todo, ellos sólo cumplen.
Si alguien me preguntara en este momento qué vi, mi respuesta sería la del ciego,
¡nada! Vi una oscuridad, nada distinguible, nada apreciable y nada como imaginé
que era, porque todo lo tenía interpretado, todo lo que había visto antes no fui yo
quien lo vio, era lo que otros imaginaban que veían y distinguir lo oscuro de lo
claro o lo lleno de lo vacío, es distinto para todo el mundo.
No fue necesario pasar por la habitación y la lectura del atado de la tía Emiliana
para reconocer todo esto, ya lo intuía, por la historia familiar, porque la tía siempre
tuvo inclinación a imaginar más de lo necesario y porque indícios puestos uno al
lado del otro en estos días de ojos, me han mostrado su soledad, sin embargo,
también me han mostrado la mía, hoy, ahora, en este momento con ojos. Y allí
está el drama.
No sé si las cosas de cada día volverán a ser como fueron. Creo que no. Creo,
incluso, que no volveremos a estar juntos, quiero decir como hemos estado hasta
ahora, será posible que nos visitemos, que hablemos, que recordemos, pero no
volveremos a lo mismo de antes porque ambos hemos dejado algo atrás. Ella no
tendrá más oportunidad de reinventar un Aníbal, no será posible, quienes la
acompañen no se lo creerían y yo no podré decir que no veo porque tampoco me
lo creerían y si insisto, corro el risego de que me tomen por un impostor como
quería el teniente Gonzaga. Allí está el drama.
Como todos los que por diferentes razones vuelven al sitio de los hechos,
esperaré que amanezca, el agente Carrillo tiene el sueño pesado y no notará mi
partida, él no sabe que siempre guardamos una llave de repuesto detrás de los
tarros de la cocina. Abriré la puerta con cuidado, saldré al pasillo, luego al
ascensor y a la calle. Iré a la parada del bus y subiré en el primero que pase, el
117
chofer me avisará cuando lleguemos a la Avenida Oriental y una vez allí buscaré
la biblioteca y después el lugar de donde cayó el peso que me devolvió los ojos
con la esperanza de que caiga otro que me los quite.
¿Y si no lo encuentro? no sé dónde queda. ¿Y si no cae nada? ¿Y si ver es
irreversible? Lo mejor será esperar que amanezca. Recuerdo ahora unas palabras
de mamá, amanecerá y veremos.

Fin

118

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