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*CAPÍTULO 4. LOS SOFISTAS Y SÓCRATES.

Tal y como habían acordado, Carlos y Pedro se reunieron después de comer en la puerta
de la biblioteca municipal. Los dos llegaron en sus bicicletas de montaña con una
bandolera a la espalda en la que portaban todos los útiles necesarios para después ir a
pescar, incluidas las cañas, debidamente desmontadas y guardadas en sendos tubos de
cartón.
-¿Seguro que abrían a las cuatro y media? -cuestionó Pedro mientras unía las dos
bicicletas a la verja con una cadena.
-Que sí, que ya está abierta.
-Pues venga, a ver si acabamos pronto, que va a quedar una tarde estupenda para probar
los cebos nuevos.
-Por cierto, ¿has pillado algo en casa? -preguntó Carlos al entrar en el edificio.
-¡Qué va, no me ha dado tiempo a mirar!
-Yo he buscado en una enciclopedia, pero venía muy poco.
-No importa, digo yo que aquí tendrán algún material que nos valga...
En la sala de lectura, la bibliotecaria estaba subida a una escalera de aluminio colocando
algunos libros. No había nadie más. Los dos muchachos se acercaron a ella y le
preguntaron por lo que buscaban. La mujer bajó los peldaños hasta llegar al suelo.
-¿Sócrates y los sofistas? -miró a ninguna parte-. Veamos si hay algo en la sección de
filosofía.
Los tres se dirigieron a una estantería al fondo de la sala. En ella se hallaban las obras
más significativas de la historia del pensamiento, junto con unas cuantas monografías
sobre diferentes filósofos y cuestiones filosóficas.
La mujer efectuó un breve repaso con el dedo índice y seleccionó cuatro volúmenes.
-Yo creo que con esto vais a tener suficiente: un diccionario filosófico, el tomo
dedicado a la Antigüedad de esta buena enciclopedia, un pequeño estudio sobre
Sócrates, y otro sobre Sócrates y los sofistas.
-Bueno, pues vamos a sentarnos a echar una ojeada -dijo Carlos-. Ah, y muchas gracias.
-Si necesitáis algo más no dudéis en pedírmelo. Da gusto ver a unos jovencitos tan
majos como vosotros interesándose por estos temas
Los dos chicos se sentaron allí mismo, en una mesa alargada para diez o doce personas.
Pedro salió un momento a la taquilla para buscar un par de bolígrafos. Cuando regresó,
Carlos le propuso leer dos páginas de la enciclopedia en las que se exponía una
caracterización general de los sofistas, en tanto que él tomaba algunas notas del librito
dedicado a Sócrates.
-Trae acá -accedió Pedro.
-Venga, vamos al lío, que no hay que hacer esperar a las truchas.
En cuanto oyó la palabra “truchas”, Pedro atrajo hacia sí el tomo y empezó a leer con
avidez:
Los sofistas.

Nos encontramos en Grecia, en la segunda mitad del siglo V a. C. El enemigo persa,


tras una larga serie de batallas, al fin ha sido derrotado. Este hecho, unido a un creciente
desarrollo de la agricultura y del comercio, traerá consigo el advenimiento de unas
décadas de prosperidad y esplendor.
En las polis o ciudades-estado se han establecido regímenes de gobierno que intentan
imitar el modelo de democracia instaurado por Solón en el 594 a. C. Pero es en Atenas,
centro cultural por excelencia, bajo la tutela de Pericles, donde la democracia adquiere
su máxima expresión.
En este enclave a orillas del mar Egeo, en efecto, todos los hombres libres mayores de
veinte años pueden intervenir en las Asambleas en las que se toman las decisiones
relativas al gobierno. También pueden ser elegidos representantes en una especie de
parlamento, en el Consejo de los Quinientos; incluso pueden formar parte de los
tribunales de justicia... Por ello en Atenas, más que en cualquier otro sitio, puede
resultar muy conveniente ser un buen orador, ser alguien con cierta cultura, alguien
capaz de convencer a los demás haciendo uso de la palabra. Pues bien, justamente para
cubrir este tipo de necesidades es para lo que van recalando en Atenas los sofistas.

Los sofistas son profesores itinerantes. Viajan de un lugar a otro reuniendo


conocimientos sobre las diferentes culturas que encuentran a su paso. Se consideran
“sabios”, al menos si por “sabio” se entiende lo que la palabra significó al principio:
aquél que enseña a las personas a desempeñar con habilidad una función determinada
que contribuye al desarrollo de la vida en comunidad. Su programa educativo
comprende materias de lo más variadas. Hipias, por ejemplo, gran erudito donde los
haya, impartirá lecciones de geometría, astronomía, música, mnemotecnia, gramática,
interpretación e historia.
Pero donde realmente destacan todos los sofistas es en el ejercicio y en la enseñanza de
la retórica.
La retórica es la disciplina que debe dominar todo aquel que quiera llegar a ser un buen
político. Es el arte de persuadir por medio del lenguaje al que escucha. La retórica no se
preocupa de si los argumentos expuestos en un discurso son verdaderos o falsos. Lo
único que le interesa es que el discurso resulte elocuente y convenza.

La mayoría de los sofistas ofrecían sus servicios a cambio de importantes cantidades de


dinero. Sus clientes solían ser ciudadanos jóvenes pertenecientes a familias acomodadas
que pretendían ganar todos los pleitos en los tribunales con vistas a enriquecerse y a
adquirir cada vez más poder. Por eso, y porque los sofistas se alejaban de la búsqueda
de la verdad que caracterizaba a los filósofos, pronto adquirieron una mala reputación.
Platón fue uno de los autores que más contribuyó a ello. En muchas de sus obras nos los
presenta como enemigos de su maestro, Sócrates, quienes no hacen otra cosa que
intentar engañar o embaucar a la gente con falsos razonamientos. No obstante, lo cierto
es que los primeros sofistas como Protágoras, Gorgias, Hipias o Pródico fueron siempre
respetados y admirados. En cambio, la generación posterior, en la que se incluirían,
entre otros, Antifonte, Dionisodoro, Pólux, Calicles o Trasímaco, corrió peor suerte. En
cualquier caso, se ha de admitir que aunque ha habido momentos en los que estos
personajes han sido muy mal considerados, hoy se tiende a aceptar que fueron maestros
de cultura e introductores del modo de pensar relativista, asunto éste del que nos
ocuparemos a la hora de abordar su teoría ética.
Recién terminada la lectura de estas líneas, Pedro sacó a Carlos de su estado de
concentración:
-Aquí viene bien explicado quiénes eran los sofistas.

-¿Sí?
-Eran unos tíos muy listos -comenzó a memorizar Pedro-. Vivían en la Antigua Grecia.
Sabían utilizar la retórica y por eso eran capaces de convencer a cualquiera sobre lo que
ellos quisieran.
Luego, abrió los ojos, arqueó las cejas y añadió:
-Como los políticos que salen en la tele, que se ponen a hablar y todo Blas termina
creyendo lo que cuentan y votándoles.
-Vamos, que sabían vender la moto.
-Exacto, y si les pagabas, te daban unas clases... ¡y a triunfar en las Asambleas!
-Muy bien Pedrito, ahora dime cuál era su teoría ética.
-Ahí no he llegado todavía, pero está aquí, a continuación.
Pedro señaló con el dedo un epígrafe a la mitad de la página.
-Eso es lo más importante -advirtió Carlos.
-Ya, pero Andrés dijo que también había que incluir una pequeña introducción sobre el
autor o los autores.
-Es verdad. Pues lee lo que pone ahora y después haces un resumen de las dos partes. Y
no lo calques al pie de la letra, que lo que él quiere es que expresemos lo que hemos
entendido con nuestras propias palabras.
-“No problem” –consintió Pedro; luego, se interesó por el trabajo de su compañero:
-¿Qué tal vas tú?
-Bien, estoy apuntando algunos datos. Cuando acabe te los leo.
-¡Tira millas! -le animó su amigo, y acto seguido reanudó la lectura en el punto en que
la había dejado interrumpida:
La teoría ética de los sofistas: relatividad del bien.
Aunque un buen número de estudiosos suele conceder a Sócrates el mérito de haber
promovido el surgimiento de la ética, lo cierto es que semejante distinción también
podemos atribuírsela, sin temor a equivocarnos, a los sofistas.
Los sofistas son los primeros autores que se dedican a reflexionar sobre cuestiones de
carácter moral.
Algunas de estas cuestiones debieron de ser expresadas mediante preguntas similares a
estas: ¿por qué algunas acciones se consideran buenas en unos lugares y malas en otros?
¿Por qué en Esparta se considera bueno deshacerse de las criaturas que presentan
malformaciones al nacer, y por qué en Atenas no? ¿Por qué los egipcios consideran que
está bien que algunas personas sean enterradas vivas junto al faraón que ha fallecido, y
los griegos lo tienen por un acto de suma crueldad?
Pero la cuestión moral que más atraerá la atención de nuestros “sabios” será la que hace
referencia a si las normas morales son normas universales establecidas por la naturaleza
o son más bien normas creadas por los hombres que pueden variar de una comunidad a
otra.
En cualquier caso, lo más importante es que, al hacerse preguntas de este tipo, lo que los
sofistas pretenden es averiguar, ni más ni menos, qué está bien y qué está mal.
Pretenden, en suma, elaborar una teoría ética que nos aclare lo que tenemos que hacer
para lograr una buena vida.
Pues bien, después de haber viajado y haber estado en contacto con muchos pueblos con
tradiciones culturales diferentes; después de haber pensado y discutido con amplitud en
torno a este asunto, las conclusiones a las que van a llegar son las siguientes.

Primera. Sólo hay dos cosas que se pueden considerar absolutamente buenas y que,
como tales, nos ayudan a conseguir la felicidad: cumplir con las leyes de la naturaleza y
cumplir con las leyes de los hombres.
Las leyes de la naturaleza a las que se alude son concretamente dos. Una es la que
defiende que debemos procurarnos todo aquello que nos produce placer en la medida
que nos sea posible. La otra prescribe que lo justo es que el fuerte domine al débil. Así
pues, lo que se afirma es que cualquier persona, naturalmente, encontrará la felicidad si
le gusta comer y come, si le gusta beber y bebe, si le gusta fumar y fuma, si le gusta
dormir y duerme... Igualmente, será feliz si ejerce el mando sobre los que son inferiores
a él, y se somete a las órdenes de quienes le son superiores.
En lo que se refiere a las leyes establecidas por los hombres, los sofistas mantienen que
acatarlas siempre será bueno, porque al hacerlo respetamos los acuerdos –eso son las
leyes- a los que hemos llegado las personas a través del diálogo para mejorar la vida en
comunidad.
¿Y qué ocurre cuando entran en conflicto la ley natural y la ley de los hombres? ¿Qué
sucede cuando, por ejemplo, la ley natural me impulsa a tomar un baño en una piscina
privada, y las leyes de mi comunidad indican que no debemos usar las propiedades de
los demás sin su consentimiento?
La antítesis entre naturaleza –physis- o ley natural, y ley convencional o de los hombres
–nomos-, es el problema que mayor interés suscita entre los sofistas más jóvenes. Su
solución consiste, desde el punto de vista de todos ellos, en atender a lo natural como lo
universalmente útil, y atender a las leyes de la sociedad sólo cuando las circunstancias
lo recomienden. En este sentido, postularán que cuando estemos en público, lo mejor
que podemos hacer es cumplir con las leyes humanas; cuando estemos solos, sin que
nadie nos vigile, lo mejor es seguir los mandatos de la naturaleza. Leamos lo que
Antifonte nos dice a este respecto en su Alétheia:
“La justicia [dikaiosýne] consiste en no transgredir los preceptos legales de la ciudad de
la que uno es ciudadano. Así pues, un hombre practicará la justicia con notable
provecho propio si obedece a las leyes cuando tiene testigos, mientras que si se halla
solo y sin testigos ha de cumplir las leyes de la naturaleza. En efecto, los preceptos
legales son impuestos; los de la naturaleza obligatorios. Los legales son producto de un
pacto social, no innatos; los de la naturaleza son innatos, no productos de un pacto. De
modo que quien conculca las disposiciones legales, mientras pase inadvertido a quienes
establecieron el pacto, se ve libre de ignominia y de castigo; si no pasa inadvertido, no”.
Segunda. Aparte del cumplimiento de la ley natural y de la ley de los hombres, no hay
más cosas buenas o malas en sí por siempre y para siempre. Nadie puede asegurar qué
otras cosas son invariablemente buenas o malas para la gente de cualquier época. El
bien, lo justo, lo correcto no son algo inmutable o invariable, sino que cambia según las
circunstancias. Es lo que nos advierte Protágoras en el diálogo platónico que lleva su
nombre: “El bien aparece como algo relativo. Para los peces es vital el agua salada, para
los hombres el aire; el sano y el enfermo tienen percepciones distintas de lo agradable y
lo bueno”. (334 a-c) Lo que a uno le parece que está bien, a otro puede parecerle que
está mal. El mismo autor nos dice en su obra Antilogías lo siguiente:

“Los macedonios consideran bello –traducible por “bueno”, “justo”, “ correcto”- que las
muchachas sean amadas y se acuesten con un hombre antes de casarse, y feo después de
que se hayan casado; para los griegos es tan feo lo uno como lo otro... Los masagetas
hacen pedazos los (cadáveres de los) progenitores y se los comen considerando como
una tumba bellísima quedar sepultados en sus propios hijos; pero si alguno hiciera esto
en Grecia sería rechazado y condenado a morir cubierto de oprobio por haber cometido
un acto feo y terrible. Los persas consideran bello –léase “moralmente aceptable”- que
los hombres se adornen igual que las mujeres y que se unan con la hija, la madre o la
hermana; en cambio, los griegos consideran feas e inmorales tales acciones”. (Diels, 90,
2 [12]; [14]; [15])
Tercera. Lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que es injusto, no puede
establecerse siguiendo un patrón universal. Son los seres humanos quienes deben
ponerse de acuerdo para determinar su consistencia. En un escrito titulado Acerca de la
verdad, Protágoras proclama que “El hombre es la medida de todas las cosas”. También
de las cosas morales, es de suponer. Lo bueno y lo malo tienen así carácter
convencional. Son fruto de las convenciones o las decisiones a las que llegan
conjuntamente los miembros de una comunidad. De esta forma, si nos sentamos a
discutir, por ejemplo, si es moralmente admisible o no que los menores de edad
dispongan de elevadas cantidades de dinero para sus compras, y acordamos que no lo
es, entonces quedará establecido que lo bueno es que no puedan gastar mucho dinero, y
lo malo es que sí puedan hacerlo. Ahora bien, si al cabo de un tiempo acordamos lo
contrario, entonces tendremos que lo bueno es que disfruten de un gran poder
adquisitivo, y lo malo que no disfruten de él. Sea como fuere, nunca habrá valoraciones
inmodificables. Lo que hoy nos parece que está bien quizás mañana nos parezca que
está mal. La historia, bien es cierto, está plagada de ejemplos que avalan tal parecer.

Por lo demás, al hilo de esta tercera apreciación, nos encontramos con que al entender
de los sofistas los acuerdos a los que llegamos los mortales son bastante razonables.
Esto se debe a que todos somos iguales por naturaleza: todos estamos destinados a
coincidir en lo que entendemos que es moralmente defendible o rechazable, y todos
estamos destinados a la amistad y a la concordia. Antifonte lo expresa en su obra ya
citada con estas palabras:
“[A los de familia noble] los respetamos y veneramos, pero a quienes no son de familia
noble, no los reverenciamos ni los respetamos. En eso nos comportamos mutuamente
como bárbaros, puesto que por naturaleza todos, tanto bárbaros como griegos, estamos
hechos iguales en todo”.
Pedro había llegado al final del apartado.
-¿Ya has terminado? -preguntó Carlos al ver que no seguía leyendo.
Pedro contestó a su amigo asintiendo suavemente con la cabeza. Estaba pensativo.
Luego le lanzó una pregunta:
-¿Tú crees que hay cosas buenas y malas?
-Claro que las hay.
-A ver, pon un ejemplo.
La respuesta no tardó en llegar:
-Pues... Retozar con una buena moza es bueno y estudiar matemáticas es malo.
-No, en serio.
-Yo qué sé... Robar es malo y ayudar a un pobre es bueno.
Pedro se mostró complacido con la contestación y prosiguió:
-¿Sabes lo que opinan los sofistas? Que fijo, fijo, no hay nada bueno ni malo. Imagínate
que alguien guinda una barra de pan porque no tiene nada para dar de comer a sus
hijos... O que le echas unas monedas a un pedigüeño y las usa para comprar droga...
-Hombre, si lo miras así...
Ahora el meditabundo era Carlos.

-¿Y pegar a un padre? -saltó de repente.


Un joven que se había sentado un par de mesas más allá les pidió con un gesto que
guardaran silencio. Pedro bajó la voz:
-¿Y si se hace en defensa propia, o para evitar que zurre a tu madre o tire por la ventana
a tu hermano?
Los dos chicos quedaron mirándose con gesto dubitativo.
-O sea, que el bien y el mal son relativos -terminó por decir Carlos.
-Sí, dependen de lo que acordemos los hombres.
Carlos le comentó a Pedro que, por lo que estaba leyendo, Sócrates tenía una teoría
totalmente distinta.
-Estoy con la réplica que hace a los sofistas. Déjame ver lo que pone en estas dos
páginas y luego te lo cuento.
Pedro dio su conformidad.
-¿Y qué hago mientras tanto?
-Toma, echa un vistazo a la biografía que he preparado.

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