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Josefina
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González de
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la Garza
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Artículos periodísticos

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(mayo de 1984- diciembre de 1985)

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La tragedia de Clipperton, la isla de la Pasión

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Josefina González de la Garza
(1925-1999)
Artículos publicados en el periódico ―El Diario‖ de Nuevo Laredo,
Tamaulipas

Título Fecha de publicación


1984
Cupidos de plaza 2 7 de marzo
Franqueza norteña 17 de abril
En Laredo brillan más las estrellas 24 de abril
El Casino de Nuevo Laredo 30 de abril
Alcancía de amor 9 de mayo
Los presentes muy presentes 16 de mayo
Los traga-fuego 24 de mayo
Palabras y cosas 30 de mayo
¡Botellas que vendan! 8 de junio
Los trabajadores del metro 15 de junio
Retrato del marchante 6 de julio
Mi perrito es plateado 13 de julio
La juventud se va 19 de septiembre
Diversiones de antes 1 de octubre
¿La caja idiota? 6 de octubre
¿Te comes las uñas? 14 de octubre
Mamá decía... 3 de noviembre
1985
¡Qué cosas! 12 de febrero
Todo por un peso 19 de febrero
Sismo: convulsiones de muerte 26 de septiembre
Una historia... 3 de octubre
Mayor desconfianza 17 de octubre
Desinformación: engaño 11 de diciembre
27/III/84

Cupidos de plaza
Casi todos los habitantes del Nuevo Laredo de los cuarenta sabrán a qué se
refiere el título que antecede a estas líneas. La figura de los cupidos de aquel
entonces en la Plaza Hidalgo distaba mucho de la de los cupidos de las
pinturas antiguas: rubios, regordetes, portando un arco y una flecha. Los de
Nuevo Laredo eran niños mexicanitos de la clase baja, morenos,
platicadores, mal vestidos, algunos hasta descalzos y en lugar del arco y la
flecha traían un ramo de gardenias.

¿Qué muchacha que iba a la serenata de la Plaza Hidalgo los jueves y los
domingos no recibió una o varias gardenias? Las gardenias, que en otros
lugares se usan para adornos mortuorios, en Nuevo Laredo eran emisarios
del amor. Traían prendido un papel de china blanco con algunas palabras
escritas en una vieja máquina: "te quiero", "eres mi amor", "siempre te
amaré".

Los niños tenían un doble papel: eran vendedores de las gardenias y


enviados de los compradores a entregar la flor a su predilecta a la que los
niños localizaban en base a descripciones diversas y a veces hasta gracio-
sas: "Mira, se la das a la chaparrita de vestido blanco", "a aquella delgadita
güera con el pelo liso", "a la de la falda ampona", "a la que tiene las chapas
muy pintadas", "a la del pelo rojo con una banda en la cabeza", "a la
morena del permanente". Los niños identificaban a la "afortunada" (quien
debía mostrarse un poco sorprendida y sobre todo no parecer ansiosa por
recibir la gardenia) corrían a alcanzarla y caminaban junto a ella: "dice el
muchacho alto de traje crema que si la acompaña", "se la manda aquel que
está parado en la esquina, viendo pa'ca".
Más elocuentes que los recaditos eran las miradas. Como las muchachas
bajo el son de la banda municipal, caminábamos en sentido inverso a los
muchachos, era muy emocionante sentir unos ojos fijos al tiempo que las
amigas, apretando el brazo decían: "Mira, ahí viene".

Cuántas miradas diferentes se cruzaron en la Plaza Hidalgo, la del bello reloj


que implacable nos marcaba la hora de regresar a casa: las diez de la
noche. Había miradas ansiosas, coquetas, enamoradas, indiferentes,
despectivas, embelesadas y hasta iracundas, todo bajo los árboles cargados
de pájaros dormidos y el incitante perfume de las gardenias.

¡Cuántas de aquellas gardenias quedaron aprisionadas en gruesos libros


como testigos mudos de unas miradas que se encontraron para separarse
después! Y los cupidos de la Plaza Hidalgo que tan alegremente cumplían su
cometido y que fueron en tantas ocasiones portadores de felicidad... ¿dónde
están ahora?...

Plaza Hidalgo, Nuevo Laredo, Tamps.


17/IV/84

Franqueza norteña
La proverbial franqueza norteña tiene sus bemoles. No me negarán que la
aprovechamos para decir nuestras verdades, algunas veces antecedida por
aquello de que: "Como yo soy muy franca..." y zácatelas, ahí va el
ramalazo. Sobre todo cuando una vive lejos del terruño, antes de hacer uso
de este privilegio de decir las cosas tal cual, lo anuncia para que su
interlocutor se prepare: "Ya sabes que yo soy de Laredo, así que soy muy
franca por lo que..." como "sobre aviso, no hay engaño", ya la gente sabe lo
que le espera.

Una comadre de Chela, mi hermana, de Laredo, le dijo una vez: "Ay,


comadre, tú eres tan franca que un día te van a dar una cachetada". Esa
misma comadre le dijo a Chela en una reunión: "Oye comadre, ¡qué buenos
te han salido esos zapatos, cuántos años te han durado!" A lo que todos
voltearon a ver los zapatos, pensando más en lo segundo que en lo primero.
O también ese cumplido de: "Cómo me encanta tu vestido, me acuerdo que
lo estrenaste en el 'shower' de Irma". Como la niña mayor de Irma en este
momento acaba de entrar a primaria, el cumplido es algo dudoso. Esto, por
cierto, entra en una costumbre norteña de decir una cosa buena antes de una
mala, como por ejemplo: "¡Qué bonita es fulanita, lástima que esté tan
arrugada!", ¡"Tanto dinero que tiene Laura, lástima que sea tan paya para
vestirse!" o "La nena tiene una cara preciosa, pero cómo ha engordado". En
realidad, esta costumbre do una buena y una mala no es por maldad sino
para atenuar la segunda parte porque ¿no creen que dicha así,
directamente, se oiría muy feo?

Ahora bien, ¿cómo ven nuestra franqueza norteña desde fuera? ¿Qué
piensan de nosotros, "la gente franca y sencilla del norte", como nos dicen?
Creo que, en general, confían en nosotros, dicen: "Los norteños no son
hipócritas, con ellos sí sabe uno a qué atenerse pues dicen lo que piensan.
Son muy derechos y lo que dicen, lo dicen de corazón, no de dientes para
afuera".

Sin embargo, hay gente que se ofende por esta forma directa de expresarse
de los norteños. Una amiga capitalina mía -esto es cosa aparte- una vez que
en un restaurante pedí la carne asada término medio, pero más bien
crudona, me dijo "me había olvidado que tú eres de los bárbaros del norte",
bueno, pues ella, con su fina ironía, me comentó hace poco:

"¡Gente franca y sencilla del norte! Lo que pasa es que son ustedes unos
malvados para decir las cosas. ¿Sabes qué me dijo una sobrina política de
Torreón? Pues me dijo: Oye tía, ¡tenemos que ir a una barata en una
zapatería de Av. Revolución, donde hay unos zapatos que te van a encantar
porque son de ese tipo antiguo, antiguo que a ti te gustan". Ella opina que
una gente del sur no habría dicho cosa tal.

Y yo pienso, pues sí, sí somos distintos pero nos gusta como somos, con
nuestra franqueza y con nuestro modo directo de decir las cosas; así pues,
que nos tomen tal y como somos o nos dejen ya que no tenemos intenciones
de cambiar.
24/IV/84

En Laredo brillan más las estrellas


Mucha gente se extraña cuando platico que en Nuevo Laredo, durante el
verano, dormíamos en el patio. Obviamente en ese tiempo en la casa no
teníamos aire acondicionado, sólo teníamos un abanico eléctrico giratorio
que papá había comprado y que era motivo de orgullo para nosotros porque
era grande, fuerte y aparentemente indestructible como papá. Sin embargo,
no bastaba para disipar el tremendo calor. Así que, poníamos nuestra hilera
de catres en el patio y antes de dormirnos platicábamos bajo las estrellas. En
ocasiones hacía tanto calor que yo rociaba las sábanas con agua; mamá
decía que esto me iba a ocasionar reumas pero no fue así, lo que quiere
decir que no todo lo que las mamás dicen que le va a suceder a una, le
sucede. Lo cierto es que en el patio dormíamos muy frescos, hasta nos
bañaba el rocío en la madrugada y nos dábamos el lujo de taparnos con
frazadas pero el lujo mayor era el de dormirnos cobijados por las estrellas.

Cuando yo era chica pensaba que las estrellas eran algo particular de
Nuevo Laredo pues se veían tan cerquita que hasta parecía que las podía
una tocar con la mano. Más tarde, aunque me di cuenta que no eran de
nuestra exclusiva propiedad, las sentía muy mías. Como mamá nomás me
dejaba salir los jueves y los domingos (de ocho a diez de la noche para ir a
la Plaza Hidalgo a la serenata) muchas noches que los demás salían, me
quedaba yo en la casa y me acostaba a ver las estrellas. El cielo estaba tan
lleno de estrellas que no era posible contarlas y a la que una se quedara
mirando en particular, ésa, en respuesta, lanzaba destellos especiales. A
veces caían aerolitos, en cuyo caso una debía pedir un deseo que por lo
general no se cumplía. Parece tonto decirlo pero yo establecía un diálogo
con las estrellas; pensaba y pensaba cosas mientras las veía y me respon-
dían resplandeciendo más. Yo no platicaba de esto a nadie en ese tiempo
porque lo que les decía a las estrellas era y sigue siendo un secreto entre
ellas y yo. Lo que sí decía era que estaba segura que en ningún otro lugar del
mundo podían tener más brillo las estrellas ni podían estar más cerca de la
gente.

Tal vez ahora, a las generaciones acostumbradas a la refrigeración, esto de


los catres y las sábanas rociadas con agua les parezca deprimente; el caso
es que no lo era; era una experiencia muy bonita por la oportunidad
irrepetible (al menos para mí) de dormir bajo las estrellas.

En ese tiempo, yo creía que nunca iba a salir de mi Laredito -así le decía yo
al Nuevo Laredo de entonces- pero sí salí y de eso hace muchos años.
Después he estado en muchos lugares y he comprobado que, en realidad, la
impresión que yo tenía sobre las estrellas es cierta. Las estrellas brillan más
en Nuevo Laredo. ¿O será cuestión mía? ¿O tendremos los de Laredo un
pacto secreto con las estrellas y por eso allí son más brillantes? Si no lo
creen, fíjense cuando vayan a otra parte y verán que en Laredo las estrellas
brillan más.

Avenida Guerrero, Nuevo Laredo, Tamps. 1923


30/V/84

El casino de Nuevo Laredo


El Casino de Nuevo Laredo era toda una institución, sede de la mayor parte
de los acontecimientos sociales importantes, como bodas, posadas, bailes
de Fin de Año, tertulias, bailes de Pascua y otros más. Era, desde luego, un
símbolo para los neolaredenses.

Los bailes allí eran muy lucidos, no porque el local fuera elegante, sino por la
concurrencia. Nuevo Laredo siempre ha tenido fama de tener muchas
muchachas bonitas así que era todo un espectáculo ver tanta muchacha
vestida de gala. En aquel tiempo, para los bailes formales, se usaba el
vestido largo. Los había de tul, de brocado, de tafeta, de encajo, de tela
metálica, etc., por su parte, los muchachos no se quedaban atrás: había
cada muchacho guapo que cuando iban muchachas de fuera nos moríamos
de celos pensando que nos iban a birlar a nuestros galanes, "nuestros",
porque eran "local boys".

¡Cuántos tipos de bailes diferentes nos tocó bailar en el Casino!: entre otros,
el "sing", el danzón, la conga, la bamba y la raspa con la raspa retumbaba
el casino en forma tal que parecía que se iba a venir abajo.

De hecho, el edificio del Casino ya estaba algo venido a menos y en


realidad no era tan hermoso, lo que pasaba era que nosotros, al subir las
escaleras, nos sentíamos como princesas ascendiendo las escalinatas de un
palacio. Sin embargo, en ciertos aspectos, no privaba tanta formalidad. Por
ejemplo, para pedirle a una muchacha la siguiente ―parada", los
muchachos, desde lejos, hacían una seña, un medio círculo con el índice que
quería decir: "¿Bailamos la que sigue?" A veces, las muchachas
contestábamos con un doble movimiento que significaba: "De ésta a la otra".
Otro dato curioso es que los papás y las mamás iban sin fallar a los bailes
importantes; algunos, a divertirse por su cuenta, pero los más, a vigilar a sus
niñas. Mamá, aunque trabajaba los 365 días del año para sostenernos,
hacía también el sacrificio de ir a "cuidarnos" a Chela, mi hermana, y a mí.
Con su fino y elegante cuello tenía mucha facilidad para localizarnos en la
pista de baile. Cuando volteaba yo a verla, me hacía una discretísima seña
con el índice o con una elocuente mirada de sus grandes ojos moros que
quería decir que no bailara cerca de mi pareja, sino que observara lo que le
habían enseñado a ella, de acuerdo a los cánones Porfirianos: bailar a la
distancia del brazo: tipo vals. Para evitar tales anacronismos yo le
recomendaba a mi acompañante que no bailáramos cerca de donde estaba
Mamá.

A las doce en punto, Mamá, como el hada madrina, sacaba su varita


mágica y nos indicaba a Chela y a mí que ya era hora de irnos. Así que, con
un suspiro, bajábamos la escalera, no sin echar antes una última mirada al
baile que apenas estaba en su apogeo. Como casi nadie se iba a esa hora y
nosotros no teníamos carro, muchas veces nos íbamos del Casino a la Av.
Galeana, donde vivíamos, a pie. Visto en retrospectiva, esa imagen me
produce ternura: caminando con nuestros zapatos plateados, con la
anchísima falda de tul en la mano para no pisarla y a veces con la cabeza
cubierta por una de aquellas chalinas de encaje muy lindas con piedras
brillantes —rhyme stones- que trataban de competir con el maravilloso cielo
estrellado. Así, entre piedras y hoyos, llegábamos a la casa de regreso del
esplendoroso baile del Casino.

¡Cuántos romances se iniciaron en el Casino! Algunos culminaron en


matrimonio; algunas Romeojulietescas no lograron cristalizarse; de todos
modos, creo que somos muchos los neolaredenses que recordamos el Casino
con añoranza.

Desde hace muchos años, el Casino ya no existe. Cuando lo derrumbaron


nos rompieron algo muy dentro del corazón, pero mientras haya quien lo
recuerde, no habrá desaparecido del todo. Cierren los ojos, los antiguos
asistentes al Casino, y nos verán a todos nosotros formando un grupo alegre,
multicolor, lleno de vida y de juventud haciendo al Casino retumbar con la
"raspa" o dándonos el consabido abrazo en las fiestas de fin de año: "¡Feliz
Año! Happy New Year! Happy New Year! ¡Feliz Año!

A los que recuerdan el Casino: ¡Felices recuerdos!


9/ V/ 84

Alcancía de amor
Últimamente ha habido una serie de "consejos" publicitarios, principalmente
radiofónicos, con un objetivo muy claro y definido: mejorar la actitud de los
padres hacia los hijos. Tal vez ustedes han escuchado algunos como: "Platica
con tus hijos", "dedica tu tiempo libre a jugar con tus niños‖, "haz un
esfuerzo por comprender a tus hijos", ―tus hijos son lo más importante" y otros
más. Todos ellos de "TÚ", pues ahora, en la capital, les ha dado por tutear a
los destinatarios de algunos anuncios en un intento de acercamiento y eso no
a todos les cae bien. Piensan que con tutear a la gente van a ganarse la
confianza y la credibilidad de quienes los leen o los escuchan. Como esos
anuncios de: "Gana ciento veinte mil pesos mensuales en tus tardes libres,
acude a…" Luego resulta que se trata de venta de libros a comisión, que la
cifra prometida es pura engañifa y que el hablar de tú es solo para dorar la
píldora…

Pero volviendo a la publicidad mencionada al principio, creo que es


gubernamental y no me parece mal pues todo lo que sea tendiente a unificar
a la familia es digno de encomio. Lo que me preocupa es una cosa. No sé si
ustedes estén de acuerdo. Toda esa publicidad está volcada a despertar e
impulsar la obligación de los padres hacia los hijos pero jamás he oído que
se les aconseje a los hijos que traten de comprender a sus padres ni que se
les sugiera que sean un apoyo moral para sus progenitores aún después de
haberse separado de la casa paterna.

Y me pregunto: ¿No será un tanto arriesgado fomentar, en la nueva


generación, la llamada ley del embudo? ¿No considerarán, luego, los hijos
como cosa natural que la obligación, inclusive moral, debe ser unilateral?
Hay algo implícito en los anuncios que parece señalar, no una interrelación
familiar, sino un papel definido de los padres de dar, dar y, dar y de los hijos
de recibir, recibir y recibir.
Lo que se inculca a los niños tiene repercusiones importantes en sus
razonamientos y en su comportamiento futuro. Recuerden la historia de la
frazada: el hombre que le dijo a su hijo, niño aún, que fuera a dejar a su
anciano padre al bosque pues ya no les era útil y allí lo abandonara a su
suerte, pero eso sí que le dejara una frazada para que se resguardara de las
inclemencias del tiempo. Ya entrada la noche, regresó el niño con la mitad
de la frazada y la siguiente explicación: "Esta mitad la traje para cuando yo
te mande tirar a ti".

Con esto no quiero decir -que quede claro- que los integrantes de la clase
media pretendamos que nuestros hijos sean una inversión para nuestro sostén
económico en la vejez. Rudyard Kipling lo explicó en unos versos a su hijo:
―Nunca en mis afanes por verte contento he trazado signos de tanto por
ciento‖. Más adelante, el poeta dice lo que de acuerdo con las leyes de la
vida sucederá: ―Un agente mío llegará a cobrarte, será un hijo tuyo, sangre
de tu sangre, y a él, hijo mío, deberás pagarle‖.

Además, por fortuna, con deshonrosas excepciones, los mexicanos, somos


buenos hijos. Los extranjeros que radican temporalmente en México se
sorprenden agradablemente ante la unión existente en la familia mexicana,
no sólo en el estricto núcleo familiar, sino incluyendo abuelos, tíos y primos,
lo que no sucede en otros países donde los viejos están implacablemente
relegados.

Estoy de acuerdo con Kipling en que no hacemos cuentas de tanto por ciento
al educar a nuestros hijos, pero no me negarán que consciente o
inconscientemente, sí sentimos que son una inversión de cariño, algo así
como una alcancía de apoyo y de amor.

Entonces, hay que cuidar nuestra alcancía; que nadie demerite nuestro papel
de padres, que no se menosprecie el esfuerzo, que en cumplimiento de
nuestra obligación, realizamos día con día.

Que no nos destruyan el cochinito que debe contener monedas de amor para
los padres
16/V/84

Los presentes muy “presentes”


La palabra regalo, en un diccionario de sinónimos, trae, entre otras, las
siguientes anotaciones: obsequio, ofrenda, don, dádiva, donación, recuerdo
y presente. Presente viene del latín præsens: que está delante o en presencia
de uno. Una vez que mamá le dijo a Wicho, mi hermano: "Hijo, a
dondequiera que volteo en mi recámara, pienso en ti porque veo regalos
tuyos", él le contestó: "Por eso se llaman presentes, mamá". Y es cierto, el
objeto regalado recuerda la presencia del dador.

Los regalos se han acostumbrado desde la antigüedad. Recordemos los


cuentos de hadas en los cuales éstas concedían preciosos dones a sus
protegidos. La Biblia que relata la peregrinación de los Tres Reyes Magos
para llevarle valiosos presentes al Niño Dios; hasta los mismos sacrificios de
nuestra cultura pre-hispánica eran ofrendas, regalos a los dioses para
congraciarse con ellos.

Así que el regalo ha existido y existe en todas las culturas. En la nuestra se


dan obsequios para festejar infinidad de acontecimientos como bautizos,
primeras comuniones, cumpleaños, bodas, graduaciones, aniversarios,
Navidad, y otros más. Les regalos casi siempre son agradables y suelen
proporcionar alegría, tanto al que los da como al que los recibe.

Todos tenemos atesorados en nuestra memoria regalos inolvidables que han


quedado presentes para siempre. Cuando cumplí ocho años, papá me
regaló un anillo con un pequeño brillante y me dijo: '"Como eres chiquita, el
brillante es chiquito: cuando seas grande, te compraré un brillante grande".
Como el hecho de que yo fuera grande y papá estuviera presente no llegó a
cristalizarse, traigo en el dedo meñique de la mano derecha el anillo con el
brillante chiquito, sin ningún brillante grande a su lado que lo opaque. Al
verlo, tengo presente a papá y sus ilusiones de darles a sus hijos brillantes y
otras cosas más.

Hay otros regalos que aunque no tengan el fulgor ni la resistencia de un


brillante, permanecen presentes en la imaginación. Yo atesoro uno de esos
que recibí el día que cumplí diez años. Cuando era chica los días de mi
cumpleaños eran muy especiales, no solo por los regalos que recibía, sino
porque mamá me daba la opción de ir a la escuela o quedarme en la casa,
me preparaba un menú a mi gusto y, aunque los tiempos eran críticos,
siempre estrenaba vestido, ya que mi madrina Inés me confeccionaba un
modelo excepcional, para esas ocasiones.

El día que cumplí diez años amaneció como cualquier otro día frío de fines
de noviembre en Nuevo Laredo, pero no era un día como cualquier otro: era
un día muy particular porque en esa ocasión el número de mis años iba a
constar, por primera vez, de dos cifras. Al abrir los ojos, me pareció un
enorme caramelo el vestido a rayas que mi madrina había terminado el día
anterior y había colgado cerca de mi cama. Encontré, también, un regalo,
recuerdo con agrado el crujir del papel de china al romper la envoltura para
ver el contenido que ya olvidé.

Ya estaba vestida de caramelo cuando entró Wicho a felicitarme. Traía en


las manos un enorme cartón que despertó, de inmediato, mi curiosidad.
Wicho era un niño inquieto, cariñoso, inteligente y generoso. En sus ojos se
reflejaba el agrado que pensaba producir con su regalo. De pronto, volteó
el cartón para que yo lo viera y, como si se tratara de una marquesina
brillante y multicolor apareció lo siguiente:

JOSEFINA
10

Con paciencia infinita y gastando sus quintos de no sé cuánto tiempo, Wicho


había comprado cientos de chicles de a centavo, con envolturas de diversos
colores y los había pegado con engrudo al cartón, dándole a mi nombre y a
mi edad gloria y esplendor a través de su cariño fraternal.

Me quedé fascinada por la originalidad del presente y durante algunos días


lo guardé intacto en mi cuarto, hasta que un día:
-¿Me das un chicle?
-Bueno

Así que, los chicles los mascamos y algunos los pegamos indebidamente
debajo de la mesa del comedor; los envoltorios multicolores que le daban a
mi nombre un aspecto festivo y alegre, los tiramos y el cartón, cuando al fin
quedó desposeído de todos los chicles, fue a dar a la basura, pero el
presente, en esencia, quedó presente para siempre en mi memoria.

Nunca imaginó Wicho esa mañana que me había presentado un regalo


eterno. Cada día de mi cumpleaños, revivo esa escena y lo veo entrando
sonriente a mi cuarto llevando en las manos su original presente:

JOSEFINA
10
24/V/84

Los “traga-fuego”
El subempleo impera no sólo en la capital, sino también en algunas
provincias. En la Ciudad de México hay infinidad de hombres y mujeres en la
calle que, durante los altos de los semáforos ofrecen en las esquinas las
chácharas más variadas que pueden ser accesorios para coche: espejitos,
tapetes; juguetes para niños: pizarrones, caleidoscopios; juguetes para
grandes: monitos para colgar en el coche, ranitas que brincan; material
informativo: periódicos, revistas; guías para desplazarse por la ciudad:
mapas, guías Roji; chicles; cosas de comer como paletas, morelianas,
muéganos y hasta aguacates. Ya llegando al reino vegetal, no hay que
olvidar la diversidad de plantas que venden, con o sin maceta y ramos de
flores que van desde la exóticas orquídeas a las incomparables rosas y hasta
las modestas margaritas. Luego, llegamos al reino animal: en la calle le
ofrecen primorosos cachorritos, albos conejos y hasta pollitos recién salidos
del cascarón; bueno, ya nada más falta que vendan bebés de verdad, de
esos que traen las peyorativamente llamadas "Marías" en el rebozo.

Además, no como objetos de venta, sino como integrantes en miniatura del


subempleo, hay una nube de niños de ambos sexos que limpian los
parabrisas de los coches con unas jergas de tan dudosa limpieza que a
veces dejan los cristales más empañados que antes.

A todo esto, se ha sumado ahora una legión de indígenas danzantes


(matachines) que trabajan individualmente, cada uno en una esquina,
ataviados como cuando van, por su mero gusto, a bailarle a la Virgen de
Guadalupe el día 12 de diciembre. En la cabeza traen unas plumas multico-
lores muy venidas a menos y se cubren con una capa raída de algo que en
sus buenos tiempos fue terciopelo. Tocan una flauta con unos sones muy
tristes tal y como corresponde a su triste condición. La gente les da dinero
pues tal vez aprecia que hagan este esfuerzo en lugar de convertirse en
asaltantes.

Lo más inquietante de todo este gremio desprotegido de todos los derechos


que marca la ley para los trabajadores son los tragafuego, un "oficio"
vistoso, impresionante y peligrosísimo. Por lo general son jóvenes, algunos
adolescentes y como la mujer, especialmente en la clase baja, se ve
obligada a luchar por la sobrevivencia lo mismo que el hombre, últimamente
he visto mujeres tragafuego.

Los tragafuego toman su puesto en alguna esquina de la ciudad, esperan el


alto del semáforo, se echan en la boca un trago de petróleo y empiezan a
lanzar enormes lenguas de fuego multicolor. Recuerdan a los dragones que
de acuerdo con las fábulas arrojaban lumbre para combatir a los caballeros
que intentaban vencerlos. ¿Y los tragafuego, a quién combaten? ¿Al
hambre? ¿Al desempleo? ¿A la inflación? ¿Al sistema?

Los conductores de los coches y los transeúntes adoptan actitudes diferentes


en cierto aspecto: algunos les dan dinero y otros, no, pero casi ninguno se
atreve a verles de frente las caras quemadas, ennegrecidas e hinchadas
porque cada uno, de alguna manera, se siente culpable, sin saber precisar
la razón, de que estas cosas sucedan en nuestro país.

Así que, los conductores ven de reojo a los tragafuego que tienen una
mirada de reto; por un momento se quedan pensando en lo terrible de esta
situación; luego siguen su camino y al llegar a la comodidad de su hogar ya
no les resta un solo pensamiento para los tragafuego porque ¿verdad que
uno solo no puede arreglar el mundo?

Hace como dos años vi una entrevista en televisión con un doctor que
advirtió sobre la alta peligrosidad de esta práctica de tragar fuego y dijo
que necesariamente daña al organismo en forma irreversible. Luego se
publicó en la prensa que el gobierno había prohibido tal exhibición
tercermundista y que no se permitiría nunca más.
Allí quedó la cosa. Los tragafuego siguen ardiendo, los conductores siguen
viéndolos de reojo y el sistema aparentemente se olvidó de ellos en aras de
otros asuntos más importantes.

Total, si se mueren unos cuantos tragafuego, ni se va a notar en el próximo


censo. ¿Cómo la ve?
30/V/84

Palabras y cosas
En cada región del país hay diferentes particularidades de habla, no
solo en cuanto a entonación sino con respecto a expresiones y a
vocabulario. Esto causa problemas o simplemente hilaridad por las
confusiones que genera. Hace tiempo una sobrinita mía, norteña ella,
fue a comprar algo en un "estanquillo" en México (tendajo en Laredo) y
como no le entregaban el dinero que le sobraba, preguntó: "Oiga,
señor, ¿y la feria? A lo que el hombre le contestó, muy serio: "No,
niña, la feria en este barrio es hasta el día de San Juan".

Un famoso lingüista suizo dice que la unión formada por un signifi cado
y el nombre que le damos es como una moneda: una cara repre senta
la imagen o la idea que tenemos de una cosa y la otra cara, la palabra
que usamos para nombrarla. Palabra y cosa son elementos diferentes
entre sí, pero el hombre, al dar un nombre a una cosa, establece una
relación entre ellos. Lo que sucede es que esta legislación se nos
escapa cuando nos cambian una cara de la moneda.

Yo recuerdo que cuando llegué recién casada a Orizaba, fui a una


tlapalería a comprar rodadillos, que en Laredo quería decir entonces
algo que se ponía debajo de las patas de los muebles para moverlos.
Me atendió muy solícito el hijo del dueño que ha de haber dicho: ¡Ajá,
muchacha nueva en Orizaba! Bueno, pues cuando yo le dije que
quería unos rodadillos, él me dijo que a la vuelta había una tienda de
artículos de cocina donde, sin duda, podría conseguir el rodillo para
extender la masa que era, de seguro, lo que yo buscaba. Yo le dije que
a lo que él se refería como rodillo, se llamaba palote. Entonces le
expliqué la función de los rodadillos y me dijo que se llamaban
carretillas a lo que le contesté que las carretillas eran para llevar,
jalando manualmente, algún material de construcción. De cualquier
manera salí con los rodadillos, o carretillas, según el muchacho, pero
no dejé de sentirme un poco como extranjera.

Una vez que dije que iba a hacerle la bastilla a un vestido me dijeron:
"Para nosotros, la bastilla está en Francia. Aquí eso se llama
dobladillo". No entendían la palabra matitas por plantas, ni tampoco,
género, por tela, ni calcetín por lo que allí llamaban tobilleras. Ustedes
deben recordar muchas otras palabras más que se siguen usando en
forma diferente a pesar de que ahora, con la televisión se ha unificado
más el vocabulario en el país.

En Orizaba usaban el verbo "chispar", que yo no conocía, en lugar de zafar,


así que cuando la sirvienta me dijo: "la plancha se chispó", yo le dije: "si
echa chispas, ha de tener un corto‖, pero no, no era eso; todo se
"chispaba": "se me chispó el plato", "se me chispó el dobladillo", bueno,
con decirles que hasta los niños se "chispaban": "se me chispó de la mano".

Yo tuve que acostumbrarme a escuchar otras expresiones, algunas graciosas,


como esa usada por la gente del pueblo cuando una muchacha tenía un
bebito sin tener marido, decían: "Nomás le hicieron el favor". Menudo
favorcito, ¿verdad? Tuve, también, que dejar algunas de las palabras
norteñas para que me entendieran o no me malinterpretaran: por ejemplo, si
en Orizaba les decía a mis hijos: "Ay, que güerquitos éstos", la gente creía
que yo decía "puerquitos". Sin embargo, me aferré, hasta la fecha, lo mismo
que a mi identidad norteña, a muchas expresiones de mi tierra.

Por eso, no me sorprendí un día, no hace mucho, que uno de mis hijos -ellos
nunca han vivido en Laredo— llegó a la casa y me dijo: "Qué bonitas están
tus matitas, mamá". Yo sonreí ante el uso norteño de "matitas" y me quedé
pensando que no sólo son las expresiones lo que se transmite sino las formas
de ser y que los hijos de norteña, algo de norteño habrán de tener.
8/VI/84

Botellas que vendan


El botellero tenía un ojo apagado y con el otro veía al mundo con
desagrado como si todo lo viese a través del sucio costal que lo hacía
encorvarse bajo su peso tintineante. Recorría las calles del Nuevo
Laredo de mi infancia con su incesante pregón ante el cual algunas
amas de casa salían a la puerta, contentas de poder realizar esta rara
operación para ellas, de vender, en lugar de comprar y comprar.

Yo lo espiaba tras de la ventana con cierto temor a pesar de que no


aceptaba del todo la idea de que el botellero se llevaba a los niños en
el costal. ¿Quién pudo haberme asustado con tal mentira? ¡Nunca
mamá! Ella jamás trató de infundirnos miedo ni nos inculcó
supersticiones. Una voz cuyo dueño no recuerdo me había dicho: "Son
malos, todos los botelleros son malos...".

Esta falacia de señalar a los botelleros como "robachicos", valiéndose


de su miserable apariencia para atemorizar a los niños es más
censurable aún que la invención del "coco" o de la "mano pachona"
que, aunque temibles, estaban en el mundo de la irrealidad; de
cualquier manera, qué espantable arrullar a un niño al son de:
"Duérmase mi niño y duérmase ya, si no viene el coco y se lo comerá".
Esto era terrible -espero que ya no se estile- pero más condenable
todavía, el tomar a un personaje real, inocente de toda esta urdimbre,
y presentarlo ante los niños como un ser amenazador. El botellero,
ajeno a estas calumnias, en su dura lucha por la vida, transitaba por
las calles con su incesante pregón:
¡Botellas que vendan!
Tras la ventana miraba yo al sucio botellero con una mezcla de
disgusto y compasión. Pasaba siempre inclinado, sin levantar la
mirada al cielo, como si para él no brillara ya la espe ranza, como si el
peso que lo hacía doblarse no fuera solo el de las botellas sino el de
las penas acumuladas sobre sus espaldas haciendo que su paso fuera
lento y cansado y que su rostro trasluciera desencanto, desaliento,
desamparo... Miraba siempre al suelo como si deseara que en lugar
de que él pisara la tierra, ya la tierra pesara sobre él, como si
anhelara poder desprenderse, por última vez, de ese costal al que el
destino parecía haberlo ligado para siempre.
¡Botellas que vendan!

Muchos años después, llegó a mi casa, en Orizaba, otro botellero,


totalmente distinto al de mis recuerdos infantiles: los ojos brillantes y en
lugar de una mueca de desencanto, una sonrisa de esperanza, de con -
fianza y de amor a la vida.

Le vendí unos enormes pomos y contando las monedas me dijo: "No


completo el dinero. ¿Puedo traer lo que me falta después?".

Asentí. Animado por tan inusitada muestra de confianza en su


honradez, señalando los pomos, preguntó: "¿Puedo lavarlos aquí?".

"No" contestó inmediatamente, a través de mí, la niña que espiaba al


tuerto botellero, todavía bajo el influjo de aquella voz que decía: "Son
malos, todos los botelleros son malos...".

Un destello de desilusión brilló en sus ojos pero sin perder del todo la
sonrisa dijo: "Mañana vengo".

"¡Bah! ¡No volverá!", pensé, pero... ¡Volvió! Allí estaba su sonrisa y


del sucio bolsillo del pantalón extrajo unas monedas que me entregó.
Lo vi irse, alegre, despreocupado con el costal al hombro, como si no
le pesara, tal vez porque no contenía, además de las botellas, un fardo
de penas como el de aquel otro.
Y me quedé pensando: ese brillo en los ojos y esa sonrisa, ¿podrán
perdurar en un pobre y humilde botellero?

¡Botellas que vendan!


15/V1/84

Los trabajadoras del metro


La primera vez que entré a la estación Viveros de la línea tres del metro, la
más cercana a mi casa, me invadió un sentimiento de orgullo, de ternura, de
solidaridad hacia los trabajadores del metro: una emoción un tanto
explicable... Desde tiempo antes de que se iniciara la construcción del tramo
que va de la estación Zapata a la de Ciudad Universitaria se había
mencionado la posibilidad de esa importante extensión. Yo leía estos planes
con desasosiego, no solo por el riesgo de que nuestra casa, que está
enfrente de los Viveros de Coyoacán sobre Av. Universidad, sufriera alguna
mutilación, sino, también, porque teñí referencias sobre las molestias y
problemas infinitos que significa tener obra del metro enfrente de la casa.

Una mañana, hace como cuatro años, muy temprano, me encontraba


leyendo en el hall de la parte de arriba de la casa —los demás aún dormían—
cuando oí unos ruidos extraños provenientes de la avenida Universidad. Me
asome por la ventana y ¡allí estaban! ¡Los trabajadores del metro iniciando
sus labores muy temprano en una mañana muy fría! Me quedé mirando la
actividad que llevaban a cabo y súbitamente se transformó la imagen;
realicé una inversión temporal y espacial: ya no era la altiva avenida
Universidad siendo profanada por taladros y picos, sino la avenida Ocampo
en Nuevo Laredo: no hacía frío, sino el asfixiante calor de un mediodía
estival en mi tierra; yo tenía siete años y estaba en la verja de nuestro jardín
esperando a Papá.

La avenida Ocampo tenía ese día una apariencia inusitada: por lo general
tranquila y transitada más o menos por gente conocida, ese día nuestra
cuadra estaba completamente llena de hombres. Parecía como si hubieran
sembrado semillas de hombres en Ocampo y hubieran brotado rápidamente
pues se veían así, plantados, salidos de la tierra. De tantos que eran, a
primera vista daban la impresión de una masa compacta pero en realidad
eran como un sembradío, con surcos bien trazados. Sucedía que en la
esquina de la casa estaba la C.T.M. y habían llevado a estos hombres a
alguna manifestación o la verdad no sé a qué. El caso es que después de
horas plantadas allí, languidecían, se secaban por momentos... el sol
implacable reverberaba sobre sus cabezas y sobre la mía.

De pronto llego Papá. Casi sin decir palabra se quitó el sombrero, se


encaminó a la cocina, buscó la olla más grande que pudo encontrar y la
llenó de agua fresca. En seguida me pidió que le ayudara a llevar unos vasos
con agua y salimos a la calle. Sin decir nada, Papá, como si amorosamente
regara unas plantas, comenzó a repartir vasos agua y los hombres
comenzaron a revivir. Yo, alternativamente, veía las caras de los hombres y
la de Papa.

Otra vez, bruscamente, regresó la imagen de los trabajadores de avenida


Universidad. Efectué un cálculo mental del número de hombres que
laboraban frente a la casa. Me encaminé a la cocina, busqué la pila más
grande que pude encontrar, la llené de agua y como hacía frío, hice café. Al
rato, precedida por el espíritu de Papá y acompañada por mi esposo y mi
hija Linda -cada uno de nosotros con una charola- salimos a la calle llevando
cuarenta vasitos térmicos con café y luego tres charolas con galletas. Los
trabajadores levantaron la cabeza con sorpresa e interrumpieron sus
actividades para tomar el café; los conductores de los vehículos que
pasaban disminuían la velocidad para ver la escena.

La obra del metro frente a la casa duró dos años y medio; constituyó, como
me temía, una serie de molestias y problemas: estacionar los coches a cinco
cuadras de la casa, caminar entre piedras, arena, escombro y lodo, pasar la
calle por un puente endeble sobre un hoyo de 24 metros de profundidad,
tener la casa salpicada de lodo, estar sometidos a los ruidos ensordecedores
de las gigantescas máquinas, de día y de noche y muchas otras molestias
más. Había detalles chuscos, también, como por ejemplo que los
trabajadores, no solo les chiflaban a mis hijas cuando llegaban, sino todos
en coro, a mi esposo cuando salía a correr en "shorts" a los Viveros. En
tiempos de lluvia, como el lodo estaba muy resbaloso, yo salía con unas
botas viejas y los zapatos en la mano; había un muchacho jarocho, jefe de
una cuadrilla, que en cuanto me divisaba comenzar a patinar, me gritaba:
"Espéreme, señito, ahí voy por usted".

Hubo sucesos trágicos también: cerca de la casa hubo dos accidentes en los
cuales murieron varios trabajadores. Por lo general, eran gente del campo
que había venido por primera vez a la gran ciudad: muchos de ellos
pernoctaban en unos cuartos preconstruídos instalados en terrenos de los
Viveros. Los domingos lavaban su modestísima ropa y la tendían en los
árboles. Hablaban su idioma entre ellos y reían muy orgullosos de tener
trabajo y de tomar "Pepsi-Cola‖ en lata.

Los trabajadores sí trabajaban desmintiendo a los detractores de la gente del


campo que dicen: "Son unos flojos que no quieren hacer nada‖. Cuando
tienen el aliciente de un salario medianamente decoroso y quien los dirija
acertadamente, hacen las cosas muy bien; quien lo dude, que vea el Metro
de la Ciudad de México.

Así que, no resulta inexplicable que, después de dos años y medio durante
los cuales estuve viendo de enreja la construcción del metro, se me hiciera un
nudo en la garganta al descender las escaleras de la estación Viveros y
pensar en todos aquellos que trabajaron, rieron y murieron en la construcción
de la línea tres del metro que, para fortuna de muchos, llega ahora hasta
nuestra amada Universidad.
6/VII/84

Retrato del marchante


Cuando mamá me visitaba en Orizaba decía que cómo era posible que
además del trabajo que tenía con tantos niños tuviera yo una "clientela"
diaria de limosneros y marchantes. Los marchantes eran los indígenas que
bajaban de los cerros aledaños a vender su mercancía.
Vendían papas, duraznos, manzanitas, tierra para las macetas (le llamaban
zámano) y otras cosas más. Vestían de calzón blanco, no muy blanco, por
razones obvias y calzaban huaraches con suela de llanta. Trabajosamente
hablaban el español, trabajosamente cargaban su mercancía y
trabajosamente sobrevivían. Les comprara yo o no les comprara, ellos
siempre me pedían un taco.
Los tacos de marchante eran famosos en la casa. A mis hijos también les
gustaban ―Hazme un taco de marchante, mamá". Podían ser del guisado
que hubiera quedado, aunque las más de las veces eran simplemente de
arroz y frijoles, pero eso sí, calientitos y con chile jalapeño. A diferentes
horas del día interrumpía yo lo que estuviera haciendo para prepararles
tacos a los marchantes.

Nuestro comedor en la casa de Orizaba era como un aparador, con un gran


ventanal que daba a una privada. Un día, a la hora de la comida, se
apareció por la ventana, que estaba abierta, un marchante: la ventana lo
enmarcaba como a un estrambótico cuadro. A su vez, el cuadro que se
ofrecía ante sus ojos era el de la enorme mesa, con su brillante cubierta de
"formaica", los platos rebosantes de comida y ocho niños comiendo en
ruidosa compañía.

-¿Me compras zámano, rnarchanta?


-No, gracias.
-¿Por qué no quieres? ¿Ya tienes?
-No, lo que no tengo son plantas.

Y pensaba, ¿pero qué tiempo tengo yo para plantas? Si así, no logro un


instante de reposo. Ahora, como raro triunfo, había logrado sentarme ante
un plato de humeante sopa, pero ¿llegaría a tomarla caliente? Seguramente
no.

El marchante seguía fijo en su marco: "Debo levantarme a darle un taco",


pensé, "sí, un taco, ahorita me lo va a pedir". Casi lo oía: "¿Me das un taco,
marchanta?". Pero en lugar de eso, con dignidad pues los indígenas aunque
vistan harapos, están revestidos de una gran dignidad, haciendo un esfuerzo
por no mirar la mesa, ni los platos, ni la comida: "Otro día vuelvo", musitó
casi.

Levanté los ojos: el marco de la ventana lucía extrañamente vacío,


acongojado, un marco desnudo de retrato. ¿Y el marchante? Se fue... sin
taco, sin pan, sin nada...

El tomar la sopa caliente cesó de ser un placer. No era, después de todo,


tan importante. Debí haberle dado un taco al marchante; hubiera significado
tanto para él y para mí ¡tan poco! Solamente tomar la sopa fría o volverla a
calentar... La imagen del marchante me perseguía y me quedé pensando:
"Sí, marchante, otro día, otro día te daré un taco caliente y dejará de
perseguirme tu cara extrañamente enmarcada en mi ventana".

Pero jamás volvió. Y por eso se quedó grabado en mi mente como un retrato
antiguo, de esos que causa dolor ver: el marchante de blanco, no muy
blanco, ofreciendo zámano frente a mi ventana, un retrato que sólo existe en
mi imaginación pues ¿quién ha visto que se retraten los marchantes?
13/VII/84

Mi Perrito es Plateado
Desde hace milenios de años, el perro ha buscado la compañía del hombre.
Tal vez esto se inició debido a que este noble animal no contaba con
elementos suficientes para defenderse de algunos animales salvajes y pensó
que el Rey de la Creación lo ampararía o, tal vez él, en su nobleza, quiso
proteger al hombre. El caso es que ha sido su compañero fiel durante tanto
tiempo que se ha ganado el ser considerado "el mejor amigo del hombre‖.

La compañía entre estos dos seres del reino animal se observa en todos los
niveles: desde los perros de casa rica entrenados especialmente para
defender a sus amos hasta los pobrecitos perros desnutridos que recorren la
ciudad cojeando penosamente, por haber sido atropellados alguna vez,
siguiendo a sus paupérrimos amos en su trabajoso peregrinar. En fin, lo que
puede decirse de los perros es que siempre conocen y cumplen con su
obligación, que es más de lo que puede decirse de muchos seres humanos.

Todo esto viene a colación para contarles de mi perrito que es un primor. Para
empezar, es de color plateado, con ojos del color de la miel cuando está
oscura y unas pestañas tan grandes que ni las más exageradas pestañas
postizas se atreverían a tener tamaño tal. Es muy juguetón, ¡le encanta correr
por el pasto! De pronto, se para: "sniff, sniff" -a oler las flores- ¡eso le gusta!
Cuando siente el perfume de las flores, se estremece todo, en una imagen
perfecta de vida y al mismo tiempo como una prueba de la existencia de Dios,
pues a él también lo hizo Dios.

Pero no les he dicho cómo se llama. Me lo regaló Wicho, mi hermano, e


hicimos concilio familar para elegir el nombre –fluctuábamos entre los
nombres usuales y los exóticos- y no nos decidíamos. El asunto llegó hasta mi
clase de conversación con alumnos extranjeros que tengo en la UNAM, a lo
que un alumno japonés –que no hablaba mucho como nosotros pero más
sustancioso- me dijo:

"En Japón, nombre perrito, no problema: así color perrito, así nombre.
Ejemplo: perrito blanco, Blanquito; perrito negro, Negrito". Ante inferencia
tan práctica, yo me quedé pensando que con razón les queda mucho tiempo
libre a los japoneses para estar ideando calculadoras y otras cositas más. El
caso es que de acuerdo a la teoría nipona, le deberíamos de haber puesto
"Plata" o "Plateado" o algo así. Pero no, le pusimos Melville, como el autor
de Moby Dick.

Bueno, pues Melville es muy obligado: no se duerme hasta que todos los
miembros de la casa llegan en la noche lo que no deja de ser un problema los
viernes y los sábados que mis hijos regresan más tarde. Cuando yo llego en
mi coche, sale a la banqueta y les ladra a los que pasan para que sepan que
él me cuida. En la noche duerme a mis pies con la cabeza reclinada en una
almohada de bebito.

Melville ha tenido muchas peripecias; una vez quise pescar a una rata y
esta le mordió una pata y no lo soltaba; otra vez, saltando en el pasto, se
lastimó un ojito con una rama; otra ocasión, muy temerario, se brincó del
carro en plena Av. Miguel Ángel de Quevedo; todos los carros se
detuvieron y recogimos a Melville sano y salvo.

Melville es muy fiel y muy alegre; lo que pasa es que es un tontuelo que no
sabe que los carros matan. Ya uno lo mató y ahora está acostadito, con su
cabeza reclinada, en su almohada de bebé, pero no en mi cama, sino en un
hoyo, bajo un pastito donde le gustaba correr. Ya no me cuida.
19/IX/84

La juventud se va
La juventud se va y se va de prisa como el viento... así comenzaba
una canción de los años cuarenta y en aquel tiempo la idea me
parecía una falacia. Solo al paso de los años, al recordar la brevedad
de esta etapa, nos damos cuenta de la fugacidad de la juventud, ese
"tesoro divino" que no siempre es apreciado por sus poseedores. Más
tarde, hay quienes darían todo lo que tienen por ser jóvenes y lozanos
de nuevo. "¡Cómo quisiera encontrarme parado en una esquina, sin
nada, con lo puesto nada más, pero joven!" me confió en una ocasión
una persona entrada en años y poseedora de una considerable
fortuna. No sé qué tan sincero haya sido su deseo pero es una
realidad que mucha gente suspira por la juventud perdida.

En la comedia "Noche de Epifanía" de William Shakespeare hay una


deliciosa canción que dice: "la juventud es tela de poca duración". Sin
embargo, a pesar de su "poca duración" y de la escasa experiencia
con que se cuenta, es una etapa en que suelen hacerse decisiones
importantes. En ese lapso los acontecimientos se suceden con mucha
rapidez. La vida nos presenta alternativas cons tantes: seguir este
camino o éste otro y la elección puede ser determinante para toda la
vida.

Lo extraño es que el joven que decide no es exactamente el mismo que


después, de adulto, sufre las consecuencias. El ser humano cambia
mucho a través de su vida. Por ejemplo, el idealismo que es un
denominador común de muchos jóvenes se relega, por lo general, al
paso del tiempo debido a que no funciona muy bien, que digamos, en
este mundo práctico nuestro. Este cambio no es nada nuevo ni
sorprende a nadie pues ha sucedido a través de muchas
generaciones. Esto, entre otras cosas, va creando la llamada brecha
generacional; los padres no aprueban la actitud de los jóvenes; éstos,
a su vez, muchas veces no comulgan con las ideas de sus mayores.
Recuerdo que el protagonista de la novela Catcher in the Rye de J. D.
Salinger, tenía horror a ser adulto porque le desagradaba el papel
que éstos adoptaban pero intuía que irremediablemente
representaban su propio futuro.

La juventud actual es más afortunada que la de mi generación porque


son más dueños de sus personas que lo que nosotros éramos. Se les
concede más el derecho de hacer sus propias decisiones. Antes, en
una familia más que en otras, se ejercía un control tan estricto que en
muchos casos causaba una especie de parálisis interna, una cierta
incapacidad de actuar. Eso era lo que se consideraba conveniente:
que los jóvenes se rigieran de acuerdo al modo de pensar de los
padres. Ahora no es tan fácil; los jóvenes no permiten ciertas
imposiciones; exigen más libertad. Hay quienes opinan que se les
debería cortar las alas pero ese no es nuestro papel; nuestro papel, ya
sea como padres o como maestros, es el de ayudarlos a desenvolverse
para que puedan "volar solos" y hacerlo bien.

Otra característica de los jóvenes es ver siempre hacia adelante


porque tienen perspectivas de un futuro extenso ante ellos, un futuro
que tal vez vislumbren como brillante. A la gente madura el futuro se le
ha reducido así que no puede evitar asomarse a su pasado, examinar
las decisiones tomadas y considerar si el sendero elegido fue el mejor.
El caso es que no se puede echar marcha atrás. "Juventud hay una y
nada más", finaliza la canción con la que inicia este artículo. No se
puede volver a ser joven y comenzar de nuevo. No se puede prolongar
la juventud física más allá de lo que lo permiten los elementos
biológicos; lo que sí podemos lograr es atesorar una juventud
espiritual por medio de una actitud positiva hacia la vida, de alegría
por las pequeñas cosas cotidianas y de interés por los demás. Ah, y no
hay que olvidar, aunque parezca egoísta, hace falta quererse a uno
mismo y consentirse proporcionándose gustos y alegrías. Así, aun que
nadie haya logrado encontrar la fuente de la eterna juventud , se
puede ser joven de corazón.
1/X/84

Diversiones de antes
Una cosa que les llama la atención a mis alumnos extranjeros es la
capacidad del mexicano para divertirse. En cada esfera social se las
ingenian para tener actividades que les proporcionen esparcimiento. Las
diversiones varían también, según la época, de acuerdo a lo que esté de
moda. No sé qué tanto hayan variado las costumbres en este aspecto en
Nuevo Laredo pero las diversiones de antes (hace treinta o cuarenta años)
eran sencillas y al mismo tiempo encantadoras.

Los días de campo a Sabinas eran una diversión favorita para buena parte
de la población de Nuevo Laredo. Nos levantábamos de madrugada para
aprovechar el día y nos íbamos en grupos de familiares, amigos y vecinos.
Unos se iban en carro pero también había gente que se iba en "troca" lo que
resultaba muy divertido; la gente cantaba por el camino y al llegar al Ojo de
Agua, hasta aguacates se podían cortar desde la ―troca‖.

En el Ojo de Agua el paisaje era fascinante; ofrecía un remanso de paz y


frescura -un oasis en nuestro ardiente verano laredense- con el verdor
maravilloso de los árboles y la transparencia cristalina del agua. Había
actividades para todo el día. Nos metíamos al agua sin importarnos mucho el
modelo de nuestro traje de baño, comíamos todos juntos de "pic-nic" y en la
tarde, como broche de oro, había música y baile. Al regresar se sentía una
como que había hecho un viaje más largo.

En realidad, en aquel entonces no viajaba una mucho; es decir, sí salíamos


fuera pero casi siempre a ciudades donde teníamos parientes, casi nunca a
hoteles. (Perdón por la generalización con respecto a los hoteles, la
referencia es a la mayor parte de la gente que yo trataba). De seguro era
por austeridad pero ni cuenta nos dábamos. El hecho de ir a San Antonio, a
Monterrey, a Villaldama, a Saltillo y hasta a la Ciudad de México constituía
una movilización bastante importante. Tal vez sucedía así porque no se oía,
como ahora, tanta mención de viajes a Europa y a otros lugares lejanos. A
nosotros nos proporcionaba alegría viajar a donde podíamos ir.

La actividad dominguera comenzaba con el cumplimiento de una obligación


religiosa: la asistencia a misa a la iglesia del Santo Niño de Atocha, única en
ese tiempo en Nuevo Laredo. Por cierto, hay que confesar cuánto se
mezclaba el aspecto social con el religioso. Por lo general, estrenábamos los
vestidos en misa y entre rezo y rezo, estábamos muy al tanto de quién
estrenaba y quién no. Por eso era bueno tener un lugar estratégico desde
donde se pudiera dominar a la concurrencia. Luego, mientras se escuchaba
solemne, la voz del reverendo y muy apreciado Enrique Tomás Lozano, las
muchachas, furtivamente, volteábamos a la parte de atrás de la Iglesia para
ver si habían venido a misa nuestros respectivos novios. Su asistencia les
confería un cierto halo, como una especie de santificación.

Después de misa, la Av. Guerrero se convertía en un vistoso desfile ya que


casi todos, los muchachos con sus trajes y las muchachas, luciendo sus
atuendos, nos íbamos a dar la vuelta o a tomar una coca al kiosko de la
Plaza Hidalgo. (Es curioso, si íbamos "acompañadas" nomás pedíamos una
"soda" para que dos muchachos no gastaran mucho ya que la mayoría traía
poco dinero -en ese aspecto también la cosa era algo austera). En la tarde
era casi obligatorio ir al cine. En aquellos años Nuevo Laredo era pequeño y
"todos" nos conocíamos, así que en el cine saludaba una a "medio mundo".
Había películas muy tristes por lo que Chela, mi hermana, y yo nos
llevábamos pañuelos de mis hermanos como "paño de lágrimas". Una vez
nos preguntó mamá que qué tal había estado la película y le contestamos:
"Muy buena, tres pañuelos cada quien". Eran aquellas películas de "Cuando
los hijos se van" y cosas así que tenían como objetivo principal deprimir a los
espectadores.

A las ocho de la noche en punto ya estaba la juventud de Nuevo Laredo


"partiendo plaza" en la Plaza Hidalgo, donde además de la banda
municipal se escuchaban piropos y risas alegres. Las parejas, cogidas de la
mano, platicaban deseando que el tiempo no corriera tan veloz. El bello reloj
de la Plaza, haciendo caso omiso de esos deseos, se apresuraba a dar las
diez y la plaza quedaba vacía añorando el rumor de los pasos y de las voces
que le habían dado vida y movimiento durante dos horas.

Falta espacio, más no memoria, para recordar otras de nuestras diversiones.


"¡Qué sin chiste!" tal vez piensen ahora pero para nosotros eran
emocionantes nuestras diversiones de antes.
6/X/84

¿La “caja idiota”?


Todos, en alguna ocasión, hemos oído y leído críticas a los programas de
televisión. En realidad, últimamente la programación, al menos en la ciudad
de México ha mejorado mucho; algunos canales se preocupan por tener
programas educativos y amenos a la vez lo que significa un loable esfuerzo.
(Ojalá pronto los pasen también en la provincia).

Hasta las telenovelas, tan criticadas, tienen su punto bueno. En los Estados
Unidos se refieren a ellas como "soap operas" (óperas de jabón) por los
dramones que escenifican y por los anuncios de detergentes que las
acompañaban casi exclusivamente cuando aparecieron en la televisión.
Ahora ya se ha superado esa etapa y anuncian diversas toallas femeninas,
uno que otro desodorante y toda suerte de artículos para animar a las amas
de casa a trabajar con más ahínco.

Aunque no puede negarse que las telenovelas tienen defectos, tienen


también sus ventajas, como la de forzar a algunas amas de casa a un
merecido descanso pues sin la televisión, se seguirían trabajando toda la
tarde, estoy segura. Además, para las personas mayores que ya no pueden
tener muchas actividades fuera de casa son una verdadera bendición pues
hacen un corte en el día que tal vez se haría eterno sin esa distracción; les
proporcionan un tema de conversación y discusión con las amigas, parientes
y vecinas y, de cualquier manera, les ayudan a tener la mente activa pues
tienen que seguir la trama de la telenovela.

Hay quienes se mofan de las personas que ven telenovelas por el contenido
que generalmente tienen (o que no tienen) pero lo importante es que cada
persona esté contenta con sus actividades —ella— no lo que opinen las
demás. La buena literatura o la buena música no pueden recetarse como la
única forma aceptable de diversión ya que a muchas personas no les
divierten.

Ahora bien, con respecto a la población infantil, creo que se comete un


abuso con los menores de edad sometiéndolos (aunque aparentemente es
por su voluntad) a largas jornadas televisivas. "Es que al niño le encanta ver
la televisión, se queda embobado y ya se sabe todos los anuncios". Claro,
vemos a niños de tres años repitiendo: "Si es Kotex, sí confío". Es evidente
que a esta edad los niños no pueden decidir si lo mejor es estar frente a la
televisión o no; esto lo deciden otras personas. Hay niños de dos años que
pasan un mínimo de cuatro horas frente al aparato. Hace tiempo leí un
artículo sobre un estudio realizado en los Estados Unidos en un campo militar
donde vivían los militares con sus familias. Resulta que había muchos niños
pequeños que inexplicablemente padecían vómitos y se descubrió que estas
criaturas pasaban seis horas o más viendo televisión. Desde luego es más
sencillo tener al niño clavado frente a la "caja" que entretenerlo o sacarlo a
un parque pero es una injusticia imponerles esa "actividad". Si un adulto
quiere estar diez horas frente a la televisión, allá él, pero que no se decida
por el niño.

Este afán per adherir a los niños a la televisión ha dado como fruto el horror
de programas con niños "vedettes". Da pena, en algunos casos, ver a las
criaturas contorsionándose con grotescos movimientos eróticos aprendidos
para atraer al público. El resultado es: los niños artistas explotados, extraídos
de su medio ambiente normal y sintiéndose, además, lo máximo, los felices
padres de los artistas acumulando ganancias, los niños televidentes
embobados y contorsionándose en la misma forma desagradable y los
televidentes adultos, cambiando canales furiosamente, en su afán por
escapar de estos "enanos". En fin, creo que la televisión está ya demasiado
saturada de este tipo de espectáculos y conste que esto no incluye los
programas infantiles realizados con profesionalismo.

Volviendo a las críticas a la televisión, por mi parte, no estoy de acuerdo con


una señora que dijo: "un día desconecté la ‗caja idiota‘ y la encerré en un
closet y desde entonces, vivo agusto". La cuestión es escoger los programas
a nuestro agrado y disfrutarlos. Y si no hay nada a nuestro gusto, siempre nos
queda el antiguo recurso de leer.

¿No creen?
14/X/84

¿Te comes las uñas?


Si usted o alguna persona de su familia se come las uñas, ¿se ha
puesto a pensar qué es lo que lo motiva a hacerlo? Según términos
médicos, ésta práctica se llama onicofagia y viene definido en un
diccionario especializado como "hábito morboso de comerse las
uñas". En cuanto a explicación psicológica, leí que se trata de un acto
de autodestrucción. Tal vez sí, porque a veces hasta duelen los dedos.
Yo una vez soñé que me los había mutilado.

Que yo sepa no existe, ni en los Estados Unidos, donde son tan


amantes de tener sociedades de esto y de lo otro, una sociedad (así
como la de Alcohólicos Anónimos) que fuera "Come-Uñas Anónimos",
donde cada quien contara sus problemas. Tal vez porque este vicio no
es tan grave pero, ¿verdad que sí es feo?

Desde luego, hay otros vicios más feos porque perjudican a t erceros,
como el de fumar o el de dar golpecitos al interlocutor al platicar para
darle más énfasis a la conversación. Recuerdo a una conocida en
Orizaba que tenía esa costumbrita y cuando se quedaba junto a mí me
dejaba el brazo adolorido; qué bueno que no me daba los golpecitos
en la espalda pues me hubiera dejado tuberculosa.

Volviendo a lo de comerse la uñas, este vicio es más frustrante para


las mujeres, pues se supone que entre otras cualidades, debemos tener
las uñas largas, largas y rojas, rojas como Jackeline Andere y todas
las artistas de las telenovelas y en lugar de tal lucimiento, ahí está una
con las uñas todas chatas y si se las pinta de rojo, parecen confeti.

Yo me comencé a comer las uñas de chica por imitación y admiración.


Mi hermano, Rodolfo, se comía las uñas mientras se quedaba
pensando y luego decía cosas inteligentes, lo que me hizo inferir que
el comerse las uñas era muy intelectual, como una clara evidencia de
un pensamiento profundo. Luego resultó que no es esa la imagen que
se proyecta, sino que lo que la gente juzga al ver a una persona
comerse las uñas es que está nerviosa, preocupada, indecisa, molesta
o hasta furiosa. Hasta ahora, lo más que he logrado dejarme de comer
las uñas ha sido durante unos meses, pero nunca hasta completar un
año, por lo que no me puedo considerar "rehabilitada".

Ahora bien, independientemente de lo que opinen los demás. ¿Qué


piensa cada uno de los que se comen las uñas? ¿Por qué lo hacen? ¿En
qué momentos? ¿Saben qué los empuja a hacerlo? Yo, hace muy poco,
analicé la situación y me di cuenta de que no me como las uñas por
estar nerviosa de algo que vaya a suceder, sino como una
recriminación de algo que hice o dejé de hacer, algo que dije o debía
de haber dicho, por haber hecho tal cosa o por no haberla hecho.

Si ese es el caso de otras personas, puede que tengamos remedio.


¿Cómo? Siendo menos severos con nosotros mismos. ¿No se ha fijado
que muchas veces nos exigimos más de lo que seríamos capaces de
exigirle a otra persona? Veámoslo de otra forma: si el asunto, de todos
modos no tiene remedio, ¿para qué desquitarse con las pobres uñas? Y
si tiene remedio, pues manos a la obra y no a la boca.

Eso es lo que hay que hacer de ahora en adelante para que ya no


suceda lo de esas ocasiones en que se arregla una muy bien y cree
que no le falta detalle y se siente soñada, para que de pronto alguien
descubra el secreto ese tan evidente, porque está en la punta de los
dedos, y le diga a una en tono de reproche:

"¿Apoco te comes las uñas?".


3/XI/84

“Mamá decía…”
―El fruto del espíritu es amor, gozo, paz...." Ga. 5:22.

Es extraño decir "mamá decía…" Después de tantos años de citarla con


entusiasmo y decir "mamá dice..."; es casi sacrílego utili zar el
copretérito para referirse a mamá así como es casi irreverente hacer
uso del verbo "morir" al hablar de ella. El verbo para mamá es "vivir",
no "morir".

Mamá convirtió su vida en una cátedra del "buen vivir". Supo dis frutar
de las pequeñas cosas y alzarse ante las grandes penas. Se enfrentaba
con alegría a este reto cotidiano que es el vivir y daba gracias a Dios
cada mañana por el regalo grandioso de un nuevo día: "Todas las
mañanas, al despertar, pienso qué maravilla es vivir un día más".

Mucho le preguntaban a mamá el secreto de su longevidad, de su


prodigiosa salud y de su asombroso buen humor. Mamá decía que lo
que ella consideraba un factor determinante para tener una actitud
alegre hacia la vida era haber tenido una infancia feliz. "Si una
persona, como es mi caso, fue feliz de niña, tiene más fue rzas para
soportar los golpes de la vida y uña dosis mayor de alegría".

Una cosa que aconsejaba mamá era realizar las cosas buenas y
agradables y empequeñecer las malas y molestas, tanto en las
personas como en los sucesos. Cuando conocía a una per sona, le
buscaba alguna cualidad hasta encontrarla: "¡Qué bonitos ojos tiene
ésta muchacha! ¿Verdad hija?" o "¡Qué hermoso pelo!" o "¡Qué buen
cutis!" Yo no siempre veía los ojos tan bonitos o el pelo tal hermoso
como lo veía ella. Lo más admirable de esta faceta del carácter de
mamá era su afán por encontrarles aspectos positivos a las personas.
Sobre los sucesos, cuando se trataba de algo molesto, decía que había
que hacer todo lo posible por hacerlo a un lado, olvidarlo, y cuando
era algo doloroso decía que había que tratar de sobreponerse: "No es
bueno rumiar las penas, no se gana nada, lo único que saca la gente
es mortificarse más".

Mamá abogaba mucho por el cuidado en el arreglo personal. Decía


el refrán ese de "mujer compuesta quita al marido de la otra puerta".
Ella nunca salía de su recámara sin peinarse, ni a la calle sin ir
perfectamente bien arreglada.

Mamá fue una admiradora de las bellezas naturales. Salir con ella
era tomar consciencia de las bellezas inesperadas que se pueden
encontrar casi en cualquier lugar: "Mira, hija, qué precioso se ve ese
árbol, lleno de follaje", o "fíjate en éstas florecitas silvestres, no por
humildes dejan de ser hermosas". Disfrutaba, enormemente de los
viajes, reteniendo en la memoria las imágenes de los lugares que
conocía. Le molestaba que algunas personas, cuando ella regresaba,
se interesaran, más por saber qué había comido durante el recorrido.
"¿Por qué le dan tanta importancia a la comida? Lo interesante es
conocer nuevos lugares". Su opinión con respecto a la comida es muy
explicable pues, era muy parca para comer. Jamás mostró, ante un
platillo, el entusiasmo desbordante que demostraba, por ejemplo,
ante una flor.

Mamá amaba la paz y ponía los medios a su alcance para lograrla.


Decía que cuando era jovencita, su mamá le había dicho: "Hija, tú
puedes vivir entre herejes".

Aparte de sus hijos, su mayor orgullo era su salud. "Nunca en mi vida


me he enfermado, nunca me ha dado una calenturita, ni un dolor de
cabeza, nada. ¿No te parece raro?" Con respecto a esto, mamá
decía que muchas de las enfermedades se generan en la mente, que
si se piensa que uno no se quiere enfermar, se enferma menos. Decía:
"A mí no me gusta ni hablar de enfermedades. Es un tema muy
aburrido". El caso es que la vida de mamá fue un himno a la vida. Ella
acarició a la vida y la vida, a su vez, la acarició a ella. A su pasó
sembró y cosechó amor y les legó a sus hijos y nietos enseñanzas
fincadas no sólo en el ejemplo sino a través de lo mucho que mamá
decía.
12/II/85

¡Qué cosas!
"Cosas que suceden, que suelan pasar, cosas que ni el alma se puede
explicar…"

Cosa no es una palabra bonita pero debemos admitir que es una


especie de comodín en nuestra lengua. Tiene una gran mul tiplicidad
de usos. La utilizamos para designar objetos, acciones, sucesos,
personas y hasta estados anímicos.

Son incontables los objetos a los que podemos referirnos con la


palabra "cosa". Para muebles: "Hay que quitar esa cosa de allí". Para
ropa: "No sé qué cosa ponerme". Para efectos personales en general:
"Que nadie toque mis cosas". Para acciones: "¿qué cosa le hiciste al
niño?". Para sucesos: "Me pasó una cosa increíble". Para reve lar
sorpresa: "¡Qué cosa!" Para algo extraordinario: "¡Es una cosa nunca
vista!" Para lo contrario: "No es cosa del otro mundo". Para lecturas
''¿Qué cosa estás leyendo ahora?" Para enfermedades: "Tiene una
cosa muy rara". Para medicinas: "¡Qué fea sabe esta cosa!".

"Cosa" suple también el uso de cerca de o poco más o menos: "Hará


cosa de media hora que se fue". Para indicar un estado de ánimo de
mortificación o de pena: "Me da cosa". Como expresión cariñosa a
las personas: ¡Qué cosa tan hermosa!" Para referirse a actos verbales:
"Es muy rara, dice cada cosa..." Para pensamientos: "Las cosas que
se le ocurren a una..."
Usamos "cosas" para hablar de determinada situación: "La cosa está
que arde". Para un asunto: "Se trata de una cosa muy delicada". Para
cuestiones: "La cosa es ver si te conviene aceptar". Para agrupar
multiplicidad de vivencias y sentimientos: "¡Qué cosas tiene la vida!".
Además, es una palabra muy cómoda cuando se nos olvida el nombre
de algo: he aquí una conversación entre dos amigas mías: "Mi suegro
tiene esa cosa del azúcar... ¿Cómo se llama?".
—Irigenio.
—No, diabetes, contestó la otra tristemente.

En expresiones coloquiales se usa para una persona que se subestima:


"Es muy poquita cosa". Al contrario, para alguien que se da mucha
importancia: "Se cree la gran cosa". Cuando se actúa con disimulo:
"Como quien no quiere la cosa". Para algo que es falso: "No hay tal
cosa". Para indicar prevención: "No sea cosa que te descubran". Para
algo que consideramos solo de nuestro interés o incumbencia: "Eso es
cosa mía".

Por supuesto, la palabra "cosa" abunda también en dichos y c anciones


populares como: "Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar" y
"... solo falta allí una cosa que muy pronto ya tendré, como estoy
recién casado, adivíneme lo que es... Rancho alegre..."

"Cosa" viene del latín causa y está definida en un diccionario como


"todo lo que tiene entidad, ya sea espiritual o corporal, natural o
artificial, real o abstracta". El caso es que los humanos vivimos
rodeados de cosas (objetos) que se vuelven indispensables para
nosotros. Entre más elevado es el nivel económico, mayor es el número
de cosas que se requieren. Las cosas se convierten en una especie de
barómetro que registra el buen gusto y el estado financiero de su
dueño: "Se viste muy bien, tiene unas cosas lindas". ―Se rodea de
puras cosas finísimas‖. Las cosas cobran tal importancia que a ellas
dedicamos gran parte de nuestro tiempo, en buscarlas, comprarlas y
mantenerlas en buen estado. Llega a tal grado la asociación cosa -
persona que hay un dicho que reza: "Todas las cosas se parecen a su
dueño".
De pequeños, los niños creen que sus cosas son una extensión de sí
mismos, por eso el niño llora si alguien le pega a su osito o a algún
otro de sus juguetes. La gente, muchas veces, suele cobrarle afecto a
sus cosas ya sea por su utilidad o simplemente por su presencia que
hace agradable su entorno porque son representativas de algo o de
alguien. Hay personas que hasta dejan instrucciones para que alguna
cosa, muy cercana a su corazón, sea enterrada con ellos.

En fin, la cosa es que las cosas, aún siendo inanimadas, tienen un lugar
preponderante en nuestras vidas. ¡Qué cosa! ¿Verdad?
19/II/84

Todo por un peso


El sistema colectivo Metro es, sin duda alguna, un gran auxiliar de los
capitalinos; es rápido, eficaz y, desde luego, muy económico. Yo pocas
veces hago uso de este medio para transportarme, pero reconozco que en
muchas ocasiones resulta mucho más conveniente que ningún otro. Hoy
utilicé la línea tres para ir a la estación Balderas a la de Coyoacán, pasando
por siete estaciones.

La estación Balderas por lo general está llena, a reventar, al llegar al andén,


advertí un grupo de mujeres indígenas que de seguro visitaban la capital por
primera vez. El color y la forma de sus atuendos me hizo pensar que eran
chiapanecas. Las acompañaba un joven indígena quien, según su actitud un
tanto protectora y como de guía, estaba iniciado ya en el ajetreo de la gran
ciudad. Toda la gente veía al grupo con curiosidad y extrañeza, por supuesto
más de lo que suelen mostrar ante un grupo de extranjeros europeos o
norteamericanos y las mujeres se veían temerosas y asustadas. Su estatura
parecía encogerse más aún ante las miradas curiosas. Recordé que mamá
decía de los indígenas: "Ellos son los verdaderos dueños del País, más que
nadie, porque ellos estaban aquí antes de la llegada de los españoles".

Pensando eso, observé a las mujeres pero no parecían sentirse dueñas ni del
País ni de nada, sino que daban la impresión de querer disculparse por estar
ocupando un lugar en el andén y por atraer las miradas de tanto "meshica".

LLegó raudo el Metro y perdí a las mujeres con sus multicolores atuendos.
Subí presurosa a un carro que iba lleno y me así al tubo con ambas manos.
Junto a mí estaba parada una joven con el pelo chino alborotado y unos
pantalones a rayas muy ajustados. Con un equilibrio maravilloso, utilizó
ambos manos para proceder a maquillarse, yo temía que en un frenón
cayera sobre mí pero en la siguiente estación se desocuparon unos asientos y
ambas nos sentamos.

Mientras yo, con mis ojos de viajera del Metro poco experta, me dediqué a
observar a la gente, la niña siguió maquillándose. Subió una muchachita que
vendía agujas americanas de "falluca" a cien pesos el paquetito. No sé
cómo le hacen para vender la "falluca" tan barata. Después de ella, pasó un
hombre: "Perdonen la molestia, señores pasajeros, soy de la huelga de
Refrescos Pascual, bla, bla, bla". La verdad es que la gente ya está cansada
de que "boteen" los de los Refrescos Pascual y pocas personas le dieron
dinero.

Luego subió un hombre que vendía un folletito con chistes picantes que estuve
a punto de comprar pero me contuve pensando en ―qué dirán‖ los del Metro
si lo compro.

Una niña pasó vendiendo pastillas salvavidas a veinte pesos el tubito; se me


hicieron muy baratas y compré dos. Últimamente oscilo entre estos dos
extremos: las cosas se me hacen horriblemente caras o, en vista de la
tremenda carestía, muy baratas.

El carro seguía bastante lleno; subió un cieguito a cantar acompañado por un


niño; aunque cantaba bastante feo, ése sí recogió dinero. La muchacha se
acabó de maquillar; no era bonita, pero tenía el encanto de la juventud y se
veía segura de sí misma, casi desafiante, bajó en !a estación Zapata con su
bagaje de ilusiones y un libro "Cómo hacer teatro" en la mano.

El Metro llegó a Coyoacán, que era mi destino y me bajé pensando cuánto


había recibido por un peso.
26/IX/85

Sismo: convulsiones de muerte


El sismo que sacudió a la Ciudad de México el jueves 19 de septiembre a las
7:19 de la mañana, en el momento en que ocurrió, fue, para muchos
capitalinos, un temblor más que no ocasionó pánico. Estábamos
acostumbrados a que, por lo general, el resultado de los temblores era un
susto y un tema de conversación obligado: "¿qué tal te fue de temblor?". Yo,
en esta ocasión, de lo que sí me percaté fue de que se trataba del temblor
más fuerte que había sentido en los casi veinte años de vivir en esta ciudad
pero jamás imaginé que los estremecimientos de la tierra fueran convulsiones
de muerte y que en ese momento muchos edificios se derrumbaban y los
amados techos que habían constituido protección y abrigo para sus
moradores se convertirían, para muchos de ellos, en lápidas de sus tumbas.

Dos de mis hijos alquilan cada quien un departamento en el tercer piso de un


antiguo edificio en la colonia Roma. Inmediatamente llamé a mi hija quien me
dijo que estaba bien pero allí se había sentido tan fuerte el temblor que se
había tenido que detener del quicio de la puerta para guardar el equilibrio.
Después de esa llamada, el teléfono se descompuso; como la luz se había
ido con el temblor, pusimos un radio de pilas y la voz informativa comenzó a
relatar el horror: lista de edificios caídos, miles de personas atrapadas...

Por momentos, parecía como si una estuviera suspendida fuera de la


realidad o como si lo que escuchara fuera parte de un aterrador programa
de radio.

Mi teléfono, aunque no daba línea, recibía llamadas y así fui teniendo


noticias de mis familiares que se encontraban bien. Aunque el departamento
de mi hijo en la Colonia Roma sí sufrió daños (se cayó la pared de la sala y
parte del techo del comedor se vino abajo), providencialmente, él se
encontraba en Tlaxcala por asuntos de trabajo y su esposa se había ido a
dormir a casa de su mamá. Al regresar él, unas horas después, llegó primero
a dejar unos papeles a su oficina en la Secretaría de Comunicaciones en Av.
Universidad pero el edificio, abatido, era ya sólo un montón de escombros.

Así comenzó el primer día de pánico, muerte y dolor para los capitalinos.
Aún los que no lamentamos desgracias familiares, tenemos el dolor del
sufrimiento ajeno, de aquellos que han perdido a sus seres queridos. Esta
tragedia, principalmente, ha enlutado a la sufrida clase media, a la clase
que lucha por tener un nivel de vida decoroso, que labora incansablemente
y, por lo general, con el fruto del trabajo de toda su vida, logra tener la
seguridad de un apartamento o casa propia. Y ahora, muchas de estas
personas, además de la dolorosa pérdida de sus familiares, han sufrido la de
sus hogares y sus pertenencias.

Ha sido difícil conciliar el sueño en estos días. Al tenderse una en la cama, la


comodidad del lecho parece insultante, como que a nadie le asiste el
derecho de gozar de tal privilegio mientras haya personas atrapadas en
edificios sufriendo lo indecible y mientras los familiares, atribulados y
desesperados, esperan fuera de los cordones de seguridad, alguna noticia
de los suyos.

Dentro de dos horas va a cumplirse una semana del primer temblor; todavía
hay algunos sobrevivientes bajo los escombros. Los socorristas, los bomberos
y los voluntarios han demostrado un valor y una entrega a toda prueba. La
gente ha tendido su mano amiga a los que sufren tratando de aliviar un poco
su dolor. Sin embargo, esto no fue suficiente. Hizo falta coordinación y
organización de parte de las autoridades para las labores de rescate. La
ayuda al extranjero se pidió muy tarde. "The Mexicans are very proud
people", dijeron en cablevisión desde Estados Unidos pero la magnitud de la
tragedia no era para asuntos de orgullo sino de acción rápida y efectiva,
viniera de donde viniera. El gobierno debió haber actuado como un padre
de familia. Si un hijo suyo está en peligro, pide ayuda inmediata a quien sea
para salvarlo. ¿No es así? ¿Por qué en este caso hubo lentitud que resultó en
pérdidas de vidas? ¿Por qué, si había miles de voluntarios haciendo cola
para ayudar, hubo edificios pequeños en donde no se realizaron labores de
salvamento?

En esta gigantesca ciudad de las colas, colas para comprar las tortillas, colas
en los bancos, colas para los espectáculos, para recoger los carros de los
estacionamientos y ahora, en la tragedia, colas de voluntarios dispuestos a
arañar los escombros con las manos, en busca de sus hermanos caídos y por
otro lado la silenciosa cola de los deudos afuera de las improvisadas
morgues para identificar a sus seres queridos y poder darles cristiana
sepultura. El veinte por ciento de los muertos no fueron identificados y fueron
a dar a la fosa común; todos tenían familiares, pero si familias enteras fueron
arrasadas, ¿cómo pueden los muertos reclamar a los muertos?

Los que sí podemos reclamar somos los vivos. Podemos reclamar los
derechos que como ciudadanos nos deben asistir. Toda la gente habla
indignada de algo que fue decisivo en la tragedia: la criminal falta de
cumplimiento de los requisitos mínimos de seguridad en la construcción de
muchos de los edificios derrumbados. ¡Castigo a los responsables!
Eje Central después del terremoto

Bajo los escombros


3/IX/85

Una historia
Los primeros días que siguieron a la tragedia que nos enluta
fueron un rosario de historias entrelazadas por las voces, por las
conversaciones sostenidas con familiares y amigos. Cada
persona tenía al menos un amigo, algún conocido o algún
pariente, alguien que milagrosamente se había salvado o que
había sido víctima del terremoto. Cada per sona narraba una
historia.

Yo sí supe que un compañero de mi hijo Fernando, a pesar de que


entraba a trabajar a la Secretaría de Comunicaciones todos los
días a las nueve de la mañana, ese día 19 del noveno mes de este
año del Señor se encontraba trabajando en la Secretaría a las
siete horas con diecinueve minutos porque era muy
"chambeador", tenía mucho entus iasmo por su trabajo y lo había
citado temprano, para avanzar en un proyecto, otro compañero
de trabajo no llegó a tiempo de morir. A esa hora, en el Instituto
Cultural, situado en Miguel Ángel de Quevedo y calzada de
Tlalpan, se encontraba un grupo de veinte n iñas, como de quince
a dieciséis años, que habían comenzado sus clases de laboratorio
a las siete de la mañana. Al comenzar el temblor, la maestra,
como se suponía que era su papel, trató de tranquilizarlas. No
obstante esto, dos niñas, tal vez porque, com o me dijo la amiga
que me lo contó, ―eran muy nerviosas", echaron a correr de
inmediato y alcanzaron a ir de la escuela a tiempo de verla
derrumbarse. Una de ellas le contó a la mamá de una amiguita
suya que pereció que, antes de salir del salón le gritó: "Vente
Cristi, vente". Uno de los sobrevivientes del Conalep estaba en la
calle de Iturbide contó que el maestro les dijo: "no se asusten
muchachos, vamos a bailar un cha-cha-cha al son del temblor".
Ni siquiera se puede culpar a los maestros pues la verd ad es que,
a pesar de vivir en una zona sísmica, ni los maestros, ni los
alumnos, ni la ciudadanía en general teníamos instruc ciones sobre
qué hacer en los casos de movimientos telúricos. En la escuela
San Agustín, en Laredo, Texas, donde yo estudié, ten íamos
simulacros de incendio. Sin previo aviso, sonaba una alarma y
estábamos entrenados para desocupar la escuela en un minuto.
Yo sé que en este sismo con la ende ble y criminal construcción de
algunos edificios, por cierto muchos de ellos oficiales, ni con
entrenamiento hubiera dado tiempo de salvarse, pero no todos
los edificios se derrumbaron durante el primer minuto del temblor
y se podrían haber salvado vidas.

Lo que siempre habíamos sabido, como conseja popular, con


respecto a los temblores, era qu e no había que salirse del
inmueble por el peligro de un cable de alta tensión pero en esta
ocasión más se salvaron los que se salieron que los que se
quedaron. También los que llegaron tarde, los que entraban a l a
siete y por alguna circunstancia no pudie ron llegar a tiempo a su
trabajo, o escuela, salvaron la vida. Hubo un médico del Hos pital
General que tenía un récord impresionante de 365 operaciones
iniciadas a las siete de la mañana, sin un solo retardo. Ese día
amaneció con calentura y llamó dando instrucciones de que
comenzaran la intervención quirúrgica sin él mientras se tomaba
un par de aspirinas y podía irse; otro médico del mismo hospital,
al salir de su casa, vio que una señora se había estacionado
frente a su garaje impidiéndole sacar su coche. Como él la increpó
en una forma airada, ella se negó a mover su carro y a él se le
hizo tarde.

En el segundo temblor la cosa fue distinta, toda la gente que


pudo se salió y muchos se arrodillaron en medio de la calle. Ese
día la esposa del portero del edificio donde vive una prima mía
corrió al elevador y cayó fulminada por un infarto frente a la
puerta, tenía 42 años.

Hay historias muy macabras. Un conocido mío logró recuperar el


cuerpo de su hijo que vivía en las calles de Liverpool. Al estarlo
velando en una agencia funeraria, una per sona de la familia
quiso verlo y se dio cuenta que no era él, que les habían
entregado un cadáver equivocado. Así que tuvieron que ir a
regresar al involuntario huésped y buscar otra vez los restos de su
ser querido. Una sobrina de una amiga mía solo pudo reconocer
el cuerpo sin piernas de su esposo por la piyama. Había venido de
provincia en viaje de negocios y se hospedaba en el Hotel Regis.

Historias tristes, estrujantes, que nos enfrentan a la realidad de la


tragedia que se abatió sobre la Ciudad de México, la Ciudad de
los Palacios, la ciudad rota...
17/X/85

Mayor la desconfianza
El decreto expropiatorio dictado por el Presidente de la República, Lic.
Miguel de la Madrid Hurtado, el día 11 de octubre que afecta siete mil
predios en diversas colonias de la Ciudad de México ha venido a acrecentar
en gran medida la desconfianza en el gobierno que ya privaba en la
ciudadanía. Mucha gente se pregunta quién va a ser, de ahora en adelante,
el insensato que invierta un sólo peso en construir casas o departamentos
para alquilar y quiénes, de los que ya lo tienen, van a gastar en reparar los
inmuebles teniendo sobre sus cabezas la amenaza de una expropiación.

De hecho, la amenaza se cierne sobre todos los que posean un pedazo de


tierra mexicana porque desde el momento en que no se nos ha explicado el
criterio que se siguió para decidir sobre los predios expropiados, nadie
puede asegurar que el suyo no tenga las características que podrían
convertirlo en expropiatorio. Por ejemplo, entre los mismos afectados, hay
397 mayores de mil metros cuadrados y el resto tiene superficies menores,
algunos incluso demasiado pequeños. Si la idea es construir viviendas
populares, parece incongruente hacerlo en terrenos reducidos y
diseminados. Así que no entró el criterio de expropiar grandes extensiones
para edificar conjuntos familiares. Otras personas pensaban que se trataba
únicamente de lotes baldíos o de los terrenos en los que las construcciones se
habían derrumbado pero sabemos que tampoco privó este criterio pues entre
los predios expropiados, los hay con inmuebles que no sufrieron daño alguno
con el terremoto. Tampoco se guiaron, al hacer la lista negra, por el hecho
de que esta se concretara nada más a vecindades ruinosas. En la lista hay
casas habitadas por sus propietarios quienes se encuentran disgustados y
desconcertados ante la decisión oficial. Se incluyeron también algunas
vecindades que ya habían sido adquiridas en copropiedad por los mismos
habitantes de las viviendas; estos se encuentran ahora inconformes y
confusos puesto que acababan de pagar su casa. ¿Y ahora, qué? ¿La van a
tener que volver a pagar?

Hay familias que en la propiedad ahora expropiada tenían su negocio que


constituía su "modus vivendi". ¿Qué va a pasar con ellos? ¿Y qué sucederá
con los que sólo tenían una casa que era su único patrimonio? ¿Se van a
convertir, a su vez, en damnificados, no por el temblor, sino por la
expropiación?

Entre todo el descontento ciudadano por la medida tomada por el


Presidente, he escuchado algunas opiniones a favor. Por supuesto se trata de
personas que no tienen casa propia y esperan que un día con otro en el
Diario Oficial se publique otra lista en la cual aparezcan "premiados" con el
número y la calle en que viven y así poder entrar en "fácil" posesión de una
casa. Lo que no se han puesto a pensar es que ni siquiera se sabe qué tan
fácil va a ser convertirse después en propietarios de las viviendas que se
construyan. Tampoco en esto ha habido una explicación clara. Es posible
que el pago mensual que se asigne en cada caso sea superior a las
posibilidades económicas de los antiguos ocupantes. Es factible, también,
que entren en juego los "compadrazgos" para darles preferencia a unas
familias sobre otras.

Por otro lado, ya ha habido protestas de la Unión de Inquilinos y


Damnificados del centro quienes expresan que "injustamente quedaron fuera
del plan de expropiación" y piden que se expropien todas las vecindades del
centro comprendidas entre la Av. Fray Servando y el Zócalo y entre el Eje
Lázaro Cárdenas y Pino Suárez así que…

Por supuesto, todos estamos de acuerdo en que los damnificados y no sólo


ellos, sino todos los mexicanos, tienen derecho a una vivienda digna y
decorosa. Lo que se cuestiona es la forma en que se pretende hacerlo. La
expropiación es un asunto muy grave, motivo de preocupación no sólo para
los metropolitanos sino para todos los mexicanos. Sin embargo, a pesar de
eso, nuestros representantes en la Cámara de Diputados respaldaron la
medida con una votación de 255 a favor y 33 en contra. Y eso que se
supone que constituyen nuestra voz. ¿Qué le parece?
11/XII/85

"Desinformación": engaño
En su poema "Elogio de la lengua castellana‖ Juana de Ibarbourou
habla de nuestra lengua, a la que llama "habla de p l a t a y c r i s t a l ‖ ,
como la lengua de los cantares, del romancero, la lengua en la que el
p u e b l o c a n t a a l amor, la f e , el hastío, el desengaño; la lengua
en la q u e rezamos, la lengua de l o s osados g r i t o s de guerra, la
que acompaña mejor, l a s quejas de la guitarra…

Lengua castellana mía


Lengua de miel en el canto,
De viento recio en la ofensa
De brisa suave en el llanto.

El poema no menciona la utilización infamante que, de parte de muchos de


nuestros funcionarios, se hace constantemente de la lengua: el pretender
engañarnos al trastocar las palabras como si el castellano no contara con el
vocabulario suficiente para hablar con precisión, para presentar la verdad.
De acuerdo a esta técnica, se hacen a un lado las palabras adecuadas con
objeto de desvirtuar los hechos. Así nos dicen que nuestro volátil peso no se
devalúa -únicamente se desliza- cuando ante nuestros ojos vemos la
cotidiana e inexorable devaluación de nuestra moneda, la peor en la historia
de México. Los precios da los alimentos básicos no suben -sólo se modifican-
pero cada vez es más difícil para el pueblo adquirirlos. Estos "eufemismos"
agravian a nuestra lengua y a nosotros nos menosprecian.

De acuerdo a esto, engañar, o sea mentir, timar, burlar, falsificar, disimular


etc., no es engañar, es "desinformar". La "desinformación", según parece, es
no informar, informar a medias o informar otra cosa que no es la verdadera.
Por supuesto, todos sabemos que es más nueva la mencionada palabra que
lo que representa. Tan estamos acostumbrados a que las autoridades no nos
hablen con la verdad que ya no creemos lo que se nos dice. En otros países
no sucede así. Mis alumnos japoneses dicen que en Japón el pueblo confía
en lo que el gobierno les comunica. Esto es porque a ellos se les informa, no
se les "desinforma" como a nosotros.

Por ejemplo, las cifras de muertos y desaparecidos que se nos han dado
como resultado del terremoto que nos asoló el mes pasado son ridículas. Esto
provoca que se rumoren cantidades muy altas de víctimas, más elevadas tal
vez que el número real. La cuestión es que se nos oculta la cifra verdadera.
Tal vez el día de los muertos lo sepamos. Dicen que el día dos de noviembre
el Zócalo se va a iluminar con multitud de tenues luces -una veladora por
cada muerto por los temblores del 19 y 20 de septiembre-. Si en todos los
casos quedaron vivos para llevar una veladora por sus muertos, ¿cuántas
llamas diminutas se podrían contar representando las almas de los que se
fueron?

Sin embargo, hay algunos funcionarios que piensan que los mexicanos -tal
vez por el promedio tan bajo de escolaridad que tenemos- no manejamos la
aritmética más simple. El día 19 de septiembre en la noche en una aparición
en la televisión (esperábamos la presencia del Presidente que nos había sido
anunciada para esa noche, pero nada) el regente de la Ciudad, Ramón
Aguirre Velázquez, dijo que se habían "colapsado" 250 edificios y estaban
atrapadas mil personas. ¿Cuatro personas por edificio? ¡Inadmisible!

Sabemos que el propio Presidente de la República en turno es blanco de la


"desinformación". Muchas veces, cuando se inaugura alguna obra, ésta se
encuentra sin acabar y al Presidente nomás le muestran la parte terminada.
Hasta colocan pastito artificial a los supuestos "espacios verdes" por donde
va a pasar. Pero el colmo de la "desinformación" fue proporcionarle al
presidente Miguel de la Madrid una lista de predios plagada de errores que
se incluye en el Decreto Expropiatorio del día 11 de octubre. ¿Cómo es
posible que algo tan trascendente se realizara, como han dicho, "sobre las
rodillas" sin haber hecho una revisión profunda y detallada de los predios
expropiados? ¿Cómo es posible que el Presidente tenga colaboradores tan
torpes que se atrevan a empañar la imagen del jefe del Ejecutivo en esta
forma? ¿Cómo puede ser que el descuido y la irresponsabilidad priven en la
elaboración del contenido de un decreto que afecta a tantos mexicanos? Los
resultados fueron tan desastrosos que el Presidente se vio obligado a
publicar, diez días después una nueva lista de predios en el Diario Oficial de
la Federación la cual en los medios informativos se anunció como ―fe de
erratas‖.

Se pasa por alto que los ciudadanos mexicanos tenemos derechos y uno de
ellos es el de obtener información fidedigna en todo lo que nos concierne.
También se olvida que la función primordial del Estado es servir al pueblo. La
"desinformación" de que somos objeto ni siquiera logra engañarnos -no
somos tan ingenuos- lo que se logra es aumentar nuestra desconfianza y
nuestra inseguridad. Esto no debe seguir así. Queremos ser informados con
la verdad. Queremos que nuestra bella lengua castellana -"la altanera, la
bizarra"- sea, en boca de quienes deben ser nuestros servidores, vehículo de
la verdad y no portadora de viles engaños.
La tragedia de Clipperton, la isla de
la Pasión
Cuando llegamos mi esposo y yo recién casados a Orizaba en 1948, antes
de alquilar una casa, vivimos, como huéspedes, con una familia de apellido
Arnaud. Su casa estaba en el centro de la ciudad, en la calle Poniente 3 no.
4. Era una típica casa orizabeña de ese tiempo con sus rojos tejados e
inclinados aleros para protegerse de la lluvia; tenía el patio en medio con
una fuente de azulejos al centro y las piezas alrededor de tal manera que
todas daban al patio y a la encantadora fuente. La familia Arnaud estaba
formada por Don Ramón, el jefe de la casa, su esposa, su hija Teresita, una
dulce muchacha de 14 años que tocaba el piano, y Ramoncito, un bebé de
seis meses. Aparte de nosotros, sólo había un huésped más, así que
convivíamos como una familia. Tomábamos los alimentos juntos y
platicábamos mucho.

Un tema de interés relevante en nuestras charlas lo constituía el relato de una


historia real que Don Ramón nos contaba. Era la amarga odisea sufrida por
un grupo de mexicanos (unos militares y sus familias) abandonados en la isla
de Clipperton por el gobierno de México de 1914 a 1917. La historia era tan
estrujante que parecía arrancada de un libro de aventuras pero la mayor
prueba de su veracidad era su narrador, Don Ramón, nativo de Clipperton, y
uno de los protagonistas de la tragedia.

La isla de Clipperton se encuentra a mil kilómetros de la costa de Acapulco.


Tiene una extensión de unos tres y medio millas de largo por dos y medio de
ancho. Originalmente formó parte de la Nueva España. Al reconocer España
la independencia de México, se transfirió a nuestro país el dominio de esta
isla llamada isla de la Pasión por los españoles. El nombre de Clipperton le
fue dado posteriormente por un pirata inglés, John Clipperton, quien a
principios del siglo dieciocho la convirtió en su guarida. La situación de la isla
le resultaba ideal para sus actividades: asaltar a los navíos que regresaban
de Oriente cargados de sedas, perlas, piedras preciosas y otras
mercaderías.

Resulta que, en el año de 1900 el gobierno del General Porfirio Díaz destacó
a once soldados a la isla de Clipperton. El objetivo era no sólo cuestionar la
isla sino demostrar de esta forma que México ejercía soberanía sobre ella.
Como jefe del destacamento se escogió al valeroso teniente orizabeño,
Ramón Arnaud Vignon, padre de Don Ramón, a quien se extendió el
nombramiento de Gobernador de Clipperton.

Dejé de ver a la familia Arnaud durante muchos años pero para siempre
quedó ligada en mi recuerdo la isla de Clipperton, la de la inquietante
historia, con Don Ramón. Un día, hace como dos meses, al llegar a mi
Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM me llamó la atención la palabra
Clipperton en un anuncio en la puerta de entrada. Se trataba de la
presentación de un libro titulado La tragedia de Clipperton, la isla de la
Pasión por su autora Ma. Teresa Arnaud. Tan pronto como terminé mi clase
me dirigí al Aula Magna de la Facultad donde tuve oportunidad de abrazar
a Teresita y enterarme de que Don Ramón y su esposa viven en Puebla y se
encuentran bien.

En su libro, Teresita explicó que no la movieron afanes literarios al transcribir


el relato de su padre sino el deseo de ―dar a conocer a nuestro pueblo un
capítulo increíble e ignorado de su historia, perpetuar la memoria de un
héroe mínimo: el capitán Ramón Arnaud, junto con la de su destacamento
mártir; hacer resaltar sus virtudes, valor, espíritu de sacrificio, abnegación y
fidelidad a la patria, superiores al inmenso y legítimo amor que se profesa a
la esposa y a los propios hijos‖.

Teresita incluye información basada en varios documentos históricos sobre la


isla; en lo que se refiere a los sucesos acaecidos al destacamento mexicano,
cita a su padre, deja que Don Ramón sea quien narre lo acontecido en esos
años. Así, volví a encontrarme a Don Ramón en las páginas de este libro
como cuando platicábamos todos reunidos junto a la fuente de azulejos en la
antigua casa orizabeña.
Con respecto a la ocupación de Clipperton por el destacamento mexicano,
la razón por la que México tenía tanto interés en habitar la isla era que esta
venía siendo motivo de una disputa internacional desde hacía ya varios años.
En 1858, una fragata francesa ―L‘Admiral‖ supuso que había descubierto la
isla y los franceses redactaron un documento de toma de posesión de la
misma para su imperio. México protestó por esta violación a las leyes
internacionales. Al enterarse los británicos, arguyeron que, puesto que el
corsario inglés, John Clipperton, había descubierto la isla, ésta debía
pertenecer a Inglaterra. Ante esta controversia, los Estados Unidos se
interesaron también por la posesión de Clipperton a la que consideraban rica
en fosfato. La riqueza que se explotaba allí a principios de este siglo era
principalmente el guano, fertilizante producido por las abundantes aves
marinas habitantes de la isla.

La vida del destacamento mexicano en la isla era laboriosa. Los soldados


hacían también las veces de carpinteros, albañiles, etc. y el teniente
supervisaba las entregas de guano a la compañía extranjera autorizada
para su explotación. Además la hacía de médico y partero cuando se
ofrecía. Los soldados habían llevado allí a sus mujeres; las soldaderas,
mujeres humildes y analfabetas, atendían a la alimentación y atención de sus
familias pero sus hijos crecían como pequeños salvajes.

En 1908, el teniente Ramón Arnaud regresó de la isla de Clipperton a


Orizaba, su ciudad natal, para unirse en matrimonio con la joven Alicia
Rovira, su novia orizabeña. La boda se llevó a cabo en la parroquia de San
Miguel. El elegante traje de novia de Alicia se mandó confeccionar a Paris y
antes de la boda estuvo expuesto durante varias semanas en el aparador de
una famosa tienda en Orizaba. Entre nardos y azucenas y sobre una
alfombra roja de nave central del templo salió la feliz pareja destinada a
pasar toda su vida en la isla de Clipperton.

En la isla, Alicia se dedicó a mejorar la condición de vida de las mujeres y los


niños. La comunicación con el mundo exterior se restringía a la llegada de los
barcos, cada cuatro a cinco meses. Por medio de éstos, recibían también
víveres, ropa y todo lo necesario para su subsistencia.
En 1909, Alicia dio a luz en la isla a su primogénito, Ramón, y dos años
después, a una niña. Ya para entonces había una gran inestabilidad política
en nuestro país; el General Porfirio Díaz, impelido por las circunstancias, salió
del país el 26 de mayo de 1911. Ante estas inquietantes noticias, los
habitantes de Clipperton deseaban regresar a México; sin embargo, no
podían abandonar la isla porque no llegaban relevos y su deber, como
militares, era custodiar ese girón de la patria. En 1913, el teniente Arnaud
viajó con su familia a México a entrevistarse con sus superiores, quienes lo
ascendieron a Capitán Segundo. El destacamento a su cargo fue relevado
pero él recibió órdenes de volver a la isla de la Pasión de donde jamás
regresaría.

La anarquía reinaba en nuestro país en ese tiempo; la lucha entre hermanos


era tan cruenta que cesaban de considerarse como tales. Así las cosas, a
partir de 1914 el gobierno se olvidó del destacamento mexicano en
Clipperton. Si algunos funcionaros se acordaron, no les interesó la suerte de
esa diminuta colonia mexicana; no les volvieron a enviar barcos y quedaron
solos e incomunicados en la isla.

Ese mismo año de 1914, después de abandono sufrido por el valeroso grupo,
llegó a la isla un barco norteamericano, el ―Cleveland‖. El comandante de
ese barco le ofreció al Capitán Arnaud llevarlos a Acapulco; él se negó
diciendo que ―la patria había depositado en él el sagrado deber de velar
por la integridad de su territorio‖ y que mantendría nuestro pabellón sobre la
isla mientras tuviera vida. Después de esto, el Capitán Arnaud llamó a la
pequeña colonia incluyendo a su esposa, a los soldados y a sus mujeres, les
explicó la situación y les pidió que el que deseara irse diera un paso al
frente. Ninguno se movió.

De allí en adelante, el grupo pasó una serie de privaciones, penurias y


penalidades durante las cuales muchos de los habitantes perdieron la vida;
algunos murieron de escorbuto; en mayo de 1915, el capitán Arnaud y cuatro
de sus hombres perecieron tragados por el mar al ir en una canoa a pedir
auxilio a un barco que habían cuidado; mientras, sus esposas e hijos,
horrorizados, desde la isla, presenciaban la trágica escena. Entonces,
quedaron solamente las mujeres desamparadas, los niños enclenques y
harapientos y el guardafaro, un mulato llamado Victoriano que se convirtió
en el azote de todos ellos.

Así se sucedieron dos años más; Alicia llevaba un calendario arrancando


todas las mañanas las hojas de un libro. El 18 de julio de 1917 arribó a
Clipperton un barco norteamericano, el ―Yorktown‖; tenía la misión de
inspeccionar la isla pues los Estados Unidos sospechaban que los alemanes
podrían haber instalado allí estaciones de radio y bases submarinas. En lugar
de eso, encontraron al patético grupo de once sobrevivientes de esta colonia
mexicana olvidada en esa isla desde hacía tres años y medio.

Los norteamericanos rescataron a los sobrevivientes. El comandante del


―Yorktown‖ escribió ese día en su diario lo siguiente:
La única mujer blanca es la viuda del destacamento de la colonia, cuatro de los
niños son sus hijos. Tiene 29 años de edad pero parece de 40. Las otros dos,
cuentan con 22 años; una es la sirvienta de la familia y la otra tiene una niña de
dos años; los otros tres niños son huérfanos de soldados…

El segundo de abordo ―Kerr‖ levantó un acta en una cabaña en donde


encontró a un hombre muerto, cerca del faro, con el cráneo hecho pedazos.
Una de las mujeres lo había matado y daba gracias a Dios haberlo hecho,
pues si en ese momento no se le hubiera presentado la oportunidad, él las
habría asesinado a todas, pues había sido un criminal, un sátiro que las violó
durante todo ese tiempo. Kerr decidió arrojar su cadáver al mar.

Sobre los niños, el comandante observa que visten una áspera funda de lona
y que ―les hemos obsequiado cajas de dulces, pero no tienen la menor idea
de qué hacer con ellos. Me he divertido mucho viendo cómo el pequeño
logró abrir una caja de malvaviscos, se acercó a la orilla del barco y los tiró
uno por uno al mar‖.

Al regresar a México, la viuda del Capitán Arnaud trató de conseguir una


pensión para los sobrevivientes de la tragedia de Clipperton; se entrevistó
con Venustiano Carranza de quien recibió la siguiente respuesta: ―si son
federales, que se mueran‖.
El sacrificio del Capitán Ramón Arnaud y el de su gente fue en vano. En 1931,
el rey Victor Manuel de Italia, quien tenía a su cargo el arbitrio sobre la
posesión de la isla de Clipperton, ―de un plumazo obsequió a Francia aquel
trozo de tierra cubierto de huesos y lágrimas mexicanos‖.

Como epílogo, cabe agregar que en 1980 Don Ramón regresó a la isla que
lo vio nacer después de más de sesenta años de haber salido de allí. Lo invitó
la Sociedad Francesa Cousteau y lo acompañó el propio comandante
Jacques-Yves Cousteau. Al llegar a la isla de los pájaros marinos, el corazón
estuvo a punto de salírsele del pecho a Don Ramón al ver que ―casi el mismo
sitio en que mi padre la izara hace años, ondeaba ahora la bandera
mexicana. ¿Cómo era posible?‖. ―En su honor‖, le explicó el comandante
Cousteau, ―sabemos que así se sentirá verdaderamente en su tierra‖.

Los investigadores franceses le entregaron a Don Ramón una cruz de


madera, para que él mismo la colocara en la isla, con un reconocimiento
extranjero a aquellos mexicanos cuyo gobierno nada les reconoció: ―al
Capitán Ramón Arnaud Vignon y a su heroico destacamento, quienes dieron
la vida en este lugar defendiendo la integridad de su patria: México‖.

Don Ramón termina su relato con estas palabras: ―¡México, querida patria
mía, cuántas atrocidades se han cometido en tu nombre!‖
Sobrevivientes de la isla de Clipperton, 1917

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