LA PURA FELICIDAD
Suicidio
La pura felicidad está en el instante, pero el dolor me
ha expulsado del instante presente, hacía la espera del
instante futuro en que mi dolor será calmado. Si el dolor
no me separara del instante presente, la "pura felicidad"
estaría en mí. Pero ahora, hablo. En mí, el lenguaje es el
efecto del dolor, de la necesidad que me ata al trabajo.
Quiero, debo hablar de mi felicidad: debido a ello me
invade una desdicha incomprensible: el lenguaje ―con
que hablo― está en busca de un futuro, lucha contra el
dolor ―aunque fuera ínfimo― que es en mí la necesidad
de hablar de la felicidad. El lenguaje nunca tiene como
objeto la pura felicidad. El lenguaje tiene como objeto la
acción, cuyo fin es recobrar la felicidad perdida, pero la
acción no puede alcanzarla por sí misma. Si fuera feliz,
ya no actuaría.
La pura felicidad es negación del dolor, de todo dolor,
aunque fuera la aprehensión del dolor; es negación del
lenguaje.
En el sentido más insensato, es la poesía. El lenguaje
obstinado en un rechazo, que es la poesía, se vuelve sobre sí
mismo (contra sí mismo): es análogo a un suicidio.
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Subsiste la visión del instante presente, que aparta al ser de
la preocupación por los instantes venideros. Como si
hubiera muerto la serie de los instantes, que ordena la
perspectiva de trabajo (de actos cuya expectativa convierte
al ser soberano al que ilumina el sol del "instante
presente", en subordinado).
El suicidio del lenguaje es una apuesta. Si hablo,
obedezco a la necesidad de salir del instante presente.
Pero mi suicidio anuncia el salto al cual se arroja el ser
liberado de sus necesidades. La apuesta exigía el salto:
el salto que la apuesta prolonga en un lenguaje
inexistente, en el lenguaje de los muertos de aquellos a
quienes la felicidad devasta, a quienes la felicidad
anonada.
Insomnio
¡Trabajar para vivir! Me agoto con el esfuerzo y ansío
descansar. Y entonces ya no es momento de decir: vivir
es descansar. Me siento entonces perturbado por una verdad
decepcionante: ¿acaso vivir podría pensarse de otro modo
que bajo la forma del trabajo? La misma poesía es un
trabajo No puedo consumirme como una lámpara que
alumbra y que nunca calcula. Me hace falta producir y no
puedo descansar sino teniendo la sensación de haberme
incrementado produciendo. Para ello debo reponer mis
fuerzas, acumular nuevas. El mismo desorden erótico es
un movimiento de adquisición. Decirme que el fin de la
actividad es el libre consumo (el consumo sin reservas de
la lámpara) me da por el contrario la sensación de un
intolerable abandono, de una dimisión
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Me quedo allí, desamparado, como un caballo fiel
cuyo dueño se ha caído.
Por la noche, sin aliento, aspiro a relajarme y tengo
que engañarme con algunas posibilidades atractivas.
¿Leer un libro quizás? No puedo disfrutar de mi vida
(del encadenamiento en perspectiva y en vista del cual
me he cansado) sin darme una nueva meta, que me
sigue cansando.
Escribir: aunque al instante haya preferido renunciar...
Antes que responder a las necesidades de mi vida...
Escribir —a fin de renunciar― sigue siendo un nuevo
trabajo. Escribir, pensar no son nunca lo opuesto a un
trabajo. Vivir sin actuar es impensable. Al igual que no
puedo imaginarme que estoy durmiendo, no puedo
imaginarme que estoy muerto.
* * *
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trabajar para introducirla. Todo se me escapaba y me
entregaba a la insignificancia.
¿Escribir lo anterior...?
¿Llorar...?
Olvidar a medida que subía un sollozo... Olvidar todo,
hasta ese sollozo que subía.
Ser finalmente otro, distinto a mí. No el que ahora me lee,
al que le doy una sensación de pena. Más bien cualquiera de
los que me ignoran, tal vez el cartero que llega, que toca el
timbre, que hace resonar en mi corazón la violencia del
timbre.
¡Cuan difícil es dormirse a veces! Me digo: por fin me
duermo. La sensación de dormirme se me escapa.
Cuando se me escapa, en efecto, me duermo. ¿Pero
cuando persiste...? No puedo dormirme y tengo que
decirme: la sensación que tuve me ha engañado.
No hay diferencia entre la autenticidad del ser y nada.
¿Qué nada? La experiencia es posible a partir de algo,
que suprimo mediante el pensamiento. Del mismo
modo, no puedo alcanzar la experiencia de "lo que no
sucede" si no es partir de "lo que sucede". Para acceder
a "lo que no sucede", hay que llegar como un ser aislado,
separado, como un ser "que sucede".
Sin embargo, únicamente "lo que no sucede" es el
sentido ―o la ausencia de sentido― de mi llegada. Lo
experimento cuando pretendo detenerme, descansar y
gozar del resultado buscado. Incipit comoedia! Todo un
ministerio del tiempo libre expresa con su trabajo ―y su
actividad pública― una sensación de muerte, una
sensación que me desmantela. Pero un ministerio del
tiempo libre, con sus corredores, no es más que un
desvío para evitar la simplicidad del vino tinto, que al
parecer es temible. Me dicen que el vino tinto nos
destruye. Como si de todos modos no se tratara de
matar el tiempo.
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La violencia que excede la razón
Siempre me molestó elaborar mi pensamiento. En
ninguna época trabajé con la regularidad que el trabajo
me exigía. No leí más que una mínima parte de lo que
hubiera debido, y nunca ordené dentro de mí la
adquisición de conocimientos. En consecuencia, hubiese
debido renunciar a hablar. Hubiera debido reconocer mi
impotencia y callarme.
Pero nunca he querido resignarme: me decía que esa
dificultad me retrasaba, pero que a cambio me
distinguía. En los momentos de calma, pensaba que no
era menos capaz que otros. Conocía muy pocas mentes
que me superaran en capacidad de reflexión coherente.
Además tenía la posibilidad de medir su inferioridad en
un punto determinado. Hoy admito que podía rivalizar
con ellos, aun cuando yo tenía una menor aptitud para
el análisis. Esa misma debilidad, al igual que mi trabajo
irregular, se ligaba a la violencia que de alguna manera
no dejaba de enervarme, de hacerme perder pie en todo
momento.
No lo confirmé sino tardíamente. La violencia que me
desbordaba me daba esa ventaja a la cual no debía
renunciar. Ahora no dudo que al rebajarme la violencia
me daba lo que a otros les falta, lo que me hizo percibir
el atolladero en el cual el pensamiento paralizado se
limita y, al limitarse, no puede abarcar la extensión de
aquello que lo impulsa. Al ser lo que paraliza la
violencia en nosotros, el pensamiento no puede reflejar
enteramente lo que es, puesto que la violencia es en su
origen lo que se opuso al desarrollo del pensamiento.
Creo que la violencia se reconcilia con la animalidad,
dentro de la cual la conciencia, atada de alguna manera,
no puede tener autonomía. Pero desatada por el hecho
de que excluyó
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y anatematizó la violencia, como contrapartida quedó
impedida para captar el sentido de aquello que excluía.
Su resultado más visible es la inexactitud, el carácter
esencialmente incompleto del conocimiento de sí. Lo
que se advierte en la deformación, dentro del
pensamiento de Freud, de la noción de libido. Supresión
de una excitación, dice Freud, cuando define el placer
sensual. No puedo oponerle directamente a esa
definición negativa la postura de la violencia, que no
puede resolverse en pensamiento. Pero por fortuna
ocurrió que la violencia se impuso sin descomponer
íntegramente el movimiento de un pensamiento
metódico: entonces se aclara la deformación que se da
en las condiciones comunes; en el animal, el placer está
ligado al gasto excesivo de energía ―o de violencia―, en
el hombre, a la transgresión de la ley ―que se opone a la
violencia y le impone ciertas barreras. Pero esto no
alcanza el pináculo de la reflexión, donde la misma
violencia se vuelve objeto (prohibido, captado a pesar
de la prohibición) del pensamiento, y se ofrece
finalmente como la única respuesta al interrogante
fundamental implícito en el desarrollo del pensamiento:
la respuesta sólo podía provenir del exterior, de aquello
que el pensamiento debió excluir para ser.
La respuesta no es nueva. ¿Acaso Dios no es una
expresión de la violencia dada como respuesta? Pero
dado como respuesta, lo divino era traspuesto en el
plano del pensamiento: la violencia divina tal como la
redujo el discurso teológico se limitó a la moral, su
parálisis virtual. (Remitiéndonos al dios animal,
recuperamos su incomparable pureza, su violencia por
encima de las leyes.)
Al implicar la violencia dentro de la dialéctica, Hegel
intenta acceder sutilmente a la equivalencia entre la
violencia y el pensamiento, pero abre así el último
capítulo: nada puede hacer que, una vez concluida la
historia, el pensamiento no
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que aspiro, frente a la que vivo, es un fin. Al ser un fin,
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La violencia en la que pienso, que sólo tiene sentido en sí misma, indepen dientemente de sus efectos (de su utilidad), no
está forzosamente limitada ;il dominio "espiritual", aunque puede estarlo. Cuando no lo está, sólo puede tener una
consecuencia inmediata. La única consecuencia inmediata de uiu violencia ilimitada es la muerte. La violencia reducida a un
medio es un fin al servicio de un medio, es un dios convertido en sirviente, privado de verdad divina; un medio no tiene otro
sentido que el fin buscado, el medio debr servir a un fin: en el mundo invertido, la servidumbre es infinita.
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―Yo designo a Dios ―me dice ella recobrando su
firmeza―. Sólo yo he podido designarlo, pero a
condición de destituirme, a condición de morir.
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Razón!
Sin embargo, ¿podré finalmente dejar de reírme de la
risa de la Razón?
Porque Dios...
¿Estará Dios a la altura del accidente que abre los
cuerpos, que los ahoga en sangre, a la altura de esos
dolores que son posibles en cada una de nuestras
vísceras?
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conduce al pacto más acorde con los intereses de una
violencia reducida, tales como la Razón los concibe
(pienso en el cálculo de ambiciones supuestamente
soberanas, sometidas a la adquisición del poder), la
Violencia plena sigue siendo irreductible, se calla.
Cuando las partes no se representan mediante formas
bastardeadas, mediante híbridos, el diálogo no tiene
lugar.
Yo mismo debí fingir un diálogo y para hacerlo tuve
que imaginar falsos pretextos.
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máximo, se refiere a la parálisis que llega a matar.
Imagino el terror que hiere la sensibilidad ante la
cercanía ininteligible de un espectro. Cada cual se
representa lo que no ha conocido.
No puedo describir de otro modo aquello de lo que
hablo y cuyo sentido es el terror sagrado que no suscita
nada inteligible.]
He hablado mientras estaba temblando. Pero mi
temblor me ocultaba. Qué más puedo decir si es cierto
que sin terror no hubiera sabido nada y que, ya
aterrorizado, todas las cosas se me escapaban. De todas
maneras, lo que provocó mi estado me excedía: por eso
puedo reírme de ello, con esta risa que sin duda es
temblor.
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este mundo al cual me he dedicado con el acuerdo de mi
razón tal vez se me haya cerrado.
Pero lo mismo ocurriría si renunciara a la razón, o si
la razón me dejara.
¿Qué podría yo saber en la noche?
Incluso sé lo siguiente: no tiemblo, podría temblar.
Evalúo lo posible de un hombre y desconozco sus
límites admitidos.
El dominio de la violencia es sin límites, o sus límites
son arbitrarios. Al menos las rupturas mediante las
cuales accedo a él son infinitas.
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La alegría la muerte
Si me preguntaran "quién soy", respondería: he
examinado el cristianismo más allá de los efectos de
orden político, y a través de su transparencia he visto a
la primera humanidad presa de un horror ante la
muerte al cual los animales no habían accedido,
extrayendo de allí gritos y gestos maravillosos donde se
expresa una concordancia en el temblor. El castigo y la
recompensa provocaron la opacidad del cristianismo.
Pero en la transparencia, a condición de temblar, he
recuperado, a pesar del temblor, el deseo de enfrentar lo
imposible temblando hasta el fin. El primer deseo...
En la reproducción, en la violencia de las convulsiones
cuyo resultado es la reproducción, la vida no solamente
es cómplice de la muerte: es la voluntad única y doble
de la reproducción y la muerte, de la muerte y el dolor.
La vida no ha sido querida sino en el desgarramiento,
como las aguas de los torrentes, los gritos de horror
perdidos que se funden en el río de la alegría.
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La alegría y la muerte se mezclan en lo ilimitado de la
violencia.
La pura felicidad
(notas)
La multiplicidad como única referencia del ser para
nosotros se opone al principio del individuo aislado
como valor soberano. La multiplicidad no puede hallar
su fin en el individuo, no siendo lo individual más que el
exponente de la mul-
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el triunfo del individuo, a Cristo, de aquellos que lo
llevan a la contradicción de la muerte o de aquellos que
lo habrían señalado previamente como una negación de
la unicidad, la lujuria y el goce de las prerrogativas del
soberano. Tal error no es más monstruoso que el error
contrario y en ese sentido es verdad que sin el
cristianismo las religiones antiguas no resultarían
legibles. Sólo el cristianismo las vuelve legibles al poner
el acento sobre la inevitable negación del individuo,
pero lo hace con demasiada rapidez. Aun cuando el
cristianismo aislado también sea ilegible. Es grandioso a
condición de que a través suyo percibamos la
fantasmagoría del pasado.
Lo que más me atrae es finalmente el sentimiento de
la insignificancia: se relaciona con la escritura (con la
palabra),
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