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V Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)

El evangelio de hoy nos habla de la relación de los cristianos con el ambiente,


con la sociedad, con el mundo. En esa relación siempre existe la tentación de querer
mimetizarse con el entorno, de ser como todos. El Señor hoy nos dice que nosotros
tenemos que ser diferentes a los demás, que entre los cristianos y el mundo existe
una diferencia que debe de ser mantenida, porque es una diferencia querida por Dios,
que marca la misión que Él nos ha confiado. Esa misión consiste en ser luz y sal en
relación al mundo, en relación a toda la humanidad. El Señor no nos ha elegido para
que seamos como todos sino para que siendo de otra manera, constituyamos para
todos una “ciudad elevada sobre un monte”, una “luz puesta sobre un candelero”, una
“sal” que posee un sabor distinto al de los alimentos y que, por ello mismo, los sazona
y les da un gusto especial.
Ser diferentes es una carga. A lo largo de la historia del pueblo de Israel, que
es como un anticipo de nuestra propia historia, en varias ocasiones los judíos se
cansaron de ser diferentes. Por eso le pidieron al profeta Samuel que les diera un rey:
“Asígnanos un rey (…) como todas las naciones” (1S 7,5). Más adelante, en el siglo
IV a. C., “surgieron de Israel unos hijos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo:
«Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que
nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males.» (…) En consecuencia,
levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios,
renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los paganos, y se vendieron
para obrar el mal” (1Mac 1,11-15).
También los cristianos, en la historia de la Iglesia, experimentamos la misma
tentación, la tentación de ser como todos los demás y, en consecuencia, la tentación
de cambiar, adaptándola a la mentalidad común, nuestra manera de pensar y de vivir.
¿Por qué hemos de empeñarnos en que el matrimonio sea indisoluble cuando vemos
que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se casan y se descasan y se
vuelven a casar con tanta facilidad? ¿Por qué hemos de excluir del sacerdocio
ministerial a las mujeres cuando todo en nuestro mundo tiende a la paridad entre
varón y mujer? ¿Por qué hemos de considerar la homosexualidad como una
desviación del plan de Dios sobre el hombre y declarar pecaminosas a las relaciones
homosexuales? Porque Cristo nos ha elegido y nos ha constituido como pueblo para
que seamos una sociedad de contraste, diferente al resto de la sociedad, que permita

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ver a los hombres que se puede vivir de otra manera a como la sociedad dice que hay
que vivir. Si mantenemos este contraste, cumplimos nuestra misión. Mientras que si
nos cansamos de intentar vivir la diferencia que la palabra de Dios nos pide, entonces
somos como la sal que se ha vuelto sosa y que ya no sirve para nada.
Ser luz y ser sal consiste en mostrar y guardar la verdad de las cosas, mostrar
y guardar las cosas en su verdad, es decir, tal como Dios las ha creado y las ha
querido. Somos los encargados de conservar la humanidad del hombre, de hacer que
las cosas no se corrompan, no se estropeen, que conserven su ser, sus propiedades,
su naturaleza. Por eso hemos de vivir el trabajo, el estudio, la sexualidad, el
matrimonio y la familia, la salud y la enfermedad, el sufrimiento y el gozo, todo,
absolutamente todo, según lo que son en la mente de Dios, tal como Él nos las ha
revelado, aunque vivir así contraste mucho con la manera en que vive la mayoría y
haga de nosotros unos “bichos raros” en medio de los hombres de nuestro tiempo.
Mantener la diferencia que marca el querer vivir según la palabra de Jesús y no
la de los hombres, suele acarrear problemas y dificultades. Para decirlo claro: suele
producir el odio hacia los cristianos. El Señor ya lo tenía previsto y por eso nos dijo:
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais
del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al
elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo” (Jn 15,18-19). Pero para
nosotros no se trata de una chulería o de un desafío orgulloso (“a ver quien puede
más, el mundo o nosotros”), sino de la fidelidad a Él: hemos tenido la inmensa suerte
de conocer a Cristo, de encontrarnos con él, y su manera de mirar a los hombres y a
las cosas, su manera de ver la realidad ha cautivado nuestro corazón. Hemos
comprendido que siguiéndole y viviendo como Él nos dice que hay que vivir, es como
somos de verdad nosotros mismos. Traicionarle es traicionarnos, es renunciar a toda
la belleza que Él nos ha permitido ver.
Que el Señor nos conceda toda la humildad y la fuerza necesarias para serle
fieles. Así seremos luz y sal para todos los hombres. Que así sea.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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