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rotundamente se afirma, el Quijote no acabó con los libros de caballerías porque
los libros de caballerías estaban ya acabados.
Lo que ocurre es que Cervantes se sirve de esta vía libre que su época le ofrecía
para hacer campear su espíritu crítico al socaire de tan laudable causa. El combatir
los libros de caballerías es una eficaz e inteligente manera de ocultar su propósito
crítico y censor.
Don Quijote está loco. Ha perdido el juicio leyendo libros de caballerías. El más
« delicado pensamiento » que había en la Mancha ha sido perturbado por las
disparatadas aventuras de los caballeros andantes. Su locura, sin embargo, no
afecta más que a una parcela de su cerebro: aquella que registra las aventuras
caballerescas. Y por estar loco se justificarán sus excesos, sus audacias… Sólo a
un pobre hidalgo de extraviado juicio le pueden ser permitidas ciertas expresiones,
ciertos atrevimientos, ya que todo se justifica ante el lector (y ante el censor). Este
desvarío de don Quijote nos lo ofrece Cervantes en términos contradictorios y de
significativa confusión. Don Quijote sabe que dice disparates y que sus andanzas y
lances son aún más disparatados: « ¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que
vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y
no será mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra
cosa. Pero con todo eso, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni
tan menguado como debo haberle parecido… » (II, 17) ; y más adelante: « pero yo
no debo estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso… » (II, 47).
Esta confusión conviene a la « intención cervantina ». El lector avisado intuye el
carácter pretextivo de la locura del protagonista. La contradicción es también un
elemento que entra en el juego del autor para cargar sobre el ánimo de sus lectores,
formando así una imagen imprecisa que conviene al fin que persigue. He aquí la
habilidad de Cervantes, porque está decidido a descargar esta obra lanzada a la
posteridad cuanto latía en su ser íntimo. Don Quijote no se enfrenta con sierpes,
endriagos, gigantes ni seres fabulosos; se enfrenta con cuadrilleros y guardias, con
frailes y canónigos, con las autoridades. El « loco » sabe a quiénes acomete
cuando apostrofa con los más duros epítetos y ataca con furia a aquellos dos
« bultos negros » que traen presa a una princesa en el coche, pues al autor se le ha
escapado ese « ya os conozco » que no puede referirse precisamente a los bultos
negros, sino a los tales frailes de San Benito.
Sancho no está mejor que su amo, pues llega a creer que verdaderamente puede
ser alzado al gobierno de un estado, ínsula o provincia: « A fe, Sancho, que, a lo
que parece, que no estás tú más cuerdo que yo » (I, 25). Dentro de su rusticidad se
cree merecedor de tales honores y también capaz de salir airoso de su empresa.
Y al socaire de personaje tan simple, Cide Hamete Benengeli puede permitirse
burlas y sentencias que alcanzan hasta las más graves disposiciones de los
monarcas. Y no se resigna, sin embargo, a confiar su mensaje en el curso de la
acción de sus figuras alienadas, sin advertir al lector que, a veces, no le será
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posible llegar demasiado lejos. Es una tácita invitación a que se penetre en su
propósito « leyendo entre líneas ».
La obra nos ofrece un talante acerado y denso en su función crítica sobre las
costumbres y la sociedad que a Cervantes le tocó vivir. Talante que ha de alcanzar
al tema religioso, verdadera piedra angular de tales edificios. Así vemos a don
Quijote en conflicto con las prácticas y las costumbres, con el régimen político y
social de la Iglesia y su influencia decisiva en la vida civil y en la organización del
Estado. Un conflicto que lo expresa en acciones, en silencios y en alguna palabra
que le hace traición, cerrándose en una táctica extremada de precauciones y « …
temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de nuestra fe… » (II,
62) no sólo sus palabras, sino la tensión y el ambiente que sus silencios crean,
pues es consciente que el tema es intocable y hay que pasar sobre él como sobre
ascuas.
Cervantes se hace llamar al orden por sus propias figuras. Don Quijote ha creado a
Dulcinea; necesita de su dama para que su vida caballeresca tenga sentido, para
que le asista en los trances de peligro, para que pueda invocar su nombre al
lanzarse al riesgo y al combate: « Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta
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que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo » (I, 3).