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Intención y silencio en el Quijote

El libro de Ricardo Aguilera, « Intención y silencio en el Quijote », es el resultado


de las meditaciones del autor sobre la maravillosa obra de cervantes, meditaciones
que han surgido de la reiterada lectura.
Desde el principio, Aguilera no se muestra de acuerdo con la acepción de que el
Quijote había sido escrito por Cervantes para ofrecer una ocasión de
entretenimiento y para combatir los libros de caballerías, llamando esta visión
« tan universal coincidencia ». Por esta razón intenta de combatirla, mostrando que
se trataba de una obra preñada de intenciones y de elocuentes silencios,
demoledora en su dura crítica social, valiente hasta la temeridad en su función
acusadora, hecho que era captado, a lo sumo, como algo sin trascendencia ni
significación. Para Aguilera, el Quijote es un trabajo muy meditado, elaborado
mental y previamente como un todo armónico, trazado con estudiada técnica y
gran lujo de precauciones. Con todo esto, no afirma que fuese el resultado de un
trabajo lento y en extremo pulido. Explica la frecuencia de las contradicciones, de
los anacronismos, de los olvidos y de los errores (defectos todos epidérmicos, que
no lesionan la perfecta unidad de la obra) por el hecho de que Cervantes tenía prisa
– estaba detrás su necesidad y también el editor prestatario – por entregar en un
plazo perentorio sus originales.
Afirma una y otra vez que es una obra muy meditada y trazada con habilidad
singular, porque cree en la « intención cervantina ». Cervantes sabe (ya lo dice en
la misma novela) que el Quijote será un libro universal y permanente. ¿Por qué
sabe esto? ¿Es admisible que una novela para entretener, una obra reducida a tan
superficial objetivo, amén de pretender acabar con la lectura de los libros de
caballerías, pudiera ser inmortal? Cervantes sabe que su novela vivirá en todas las
generaciones porque ha puesto en ella una « intención » que el lector captará de
alguna forma, quizá sin que él mismo se percate de ello.
Aguilera llega a definir lo que él llama « intención cervantina » como algo que late
en dos medios de expresión: lo que no se dice y está al alcance del lector, aunque
no se le diga, y lo que, diciéndose, es al mismo tiempo negado. La « intención »
pues, se apoya en palabras que faltan y en palabras que sobran.
Cervantes se esfuerza en convencernos que sólo trata de acabar con los libros de
caballerías. Lo afirma repetidamente; tuvo buen cuidado de advertir, con
insistencia sospechosa, que su deseo no era otro que poner en aborrecimiento de
los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías. El
libro de caballerías era una verdadera peste, un foco de infección, como secuela de
la sociedad feudal. No puede dudarse que Cervantes, al ridiculizar en don Quijote
al caballero andante, combate aquel estado de cosas. El gusto por los libros de
caballerías estaba periclitando y en trance de extinción total. Contra cuanto tan

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rotundamente se afirma, el Quijote no acabó con los libros de caballerías porque
los libros de caballerías estaban ya acabados.
Lo que ocurre es que Cervantes se sirve de esta vía libre que su época le ofrecía
para hacer campear su espíritu crítico al socaire de tan laudable causa. El combatir
los libros de caballerías es una eficaz e inteligente manera de ocultar su propósito
crítico y censor.

Don Quijote está loco. Ha perdido el juicio leyendo libros de caballerías. El más
« delicado pensamiento » que había en la Mancha ha sido perturbado por las
disparatadas aventuras de los caballeros andantes. Su locura, sin embargo, no
afecta más que a una parcela de su cerebro: aquella que registra las aventuras
caballerescas. Y por estar loco se justificarán sus excesos, sus audacias… Sólo a
un pobre hidalgo de extraviado juicio le pueden ser permitidas ciertas expresiones,
ciertos atrevimientos, ya que todo se justifica ante el lector (y ante el censor). Este
desvarío de don Quijote nos lo ofrece Cervantes en términos contradictorios y de
significativa confusión. Don Quijote sabe que dice disparates y que sus andanzas y
lances son aún más disparatados: « ¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que
vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y
no será mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra
cosa. Pero con todo eso, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni
tan menguado como debo haberle parecido… » (II, 17) ; y más adelante: « pero yo
no debo estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso… » (II, 47).
Esta confusión conviene a la « intención cervantina ». El lector avisado intuye el
carácter pretextivo de la locura del protagonista. La contradicción es también un
elemento que entra en el juego del autor para cargar sobre el ánimo de sus lectores,
formando así una imagen imprecisa que conviene al fin que persigue. He aquí la
habilidad de Cervantes, porque está decidido a descargar esta obra lanzada a la
posteridad cuanto latía en su ser íntimo. Don Quijote no se enfrenta con sierpes,
endriagos, gigantes ni seres fabulosos; se enfrenta con cuadrilleros y guardias, con
frailes y canónigos, con las autoridades. El « loco » sabe a quiénes acomete
cuando apostrofa con los más duros epítetos y ataca con furia a aquellos dos
« bultos negros » que traen presa a una princesa en el coche, pues al autor se le ha
escapado ese « ya os conozco » que no puede referirse precisamente a los bultos
negros, sino a los tales frailes de San Benito.
Sancho no está mejor que su amo, pues llega a creer que verdaderamente puede
ser alzado al gobierno de un estado, ínsula o provincia: « A fe, Sancho, que, a lo
que parece, que no estás tú más cuerdo que yo » (I, 25). Dentro de su rusticidad se
cree merecedor de tales honores y también capaz de salir airoso de su empresa.
Y al socaire de personaje tan simple, Cide Hamete Benengeli puede permitirse
burlas y sentencias que alcanzan hasta las más graves disposiciones de los
monarcas. Y no se resigna, sin embargo, a confiar su mensaje en el curso de la
acción de sus figuras alienadas, sin advertir al lector que, a veces, no le será

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posible llegar demasiado lejos. Es una tácita invitación a que se penetre en su
propósito « leyendo entre líneas ».

En el capítulo IX de la novela, Cervantes lanza una nueva andanada de confusión


y de descuido, presentando a don Quijote, Sancho y demás protagonistas como
figuras de lejanos tiempos, de los cuales tratan unos viejos pergaminos escritos en
lengua árabe por el historiador y sabio Cide Hamete Benengeli. No le importa que
el cura, en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, haya afirmado ser amigo
del autor de « La Galatea », ni le importa tampoco que la acción posterior se
desarrolle en el año 1614, según fecha anotada por Sancho en carta a su mujer
cuando gobernaba la ínsula Barataria. Son cosas estas en las que no repara
Cervantes, pues en el fondo le interesa el juego de las contradicciones para que
todo en su novela parezca producto del desvarío. Tales errores pueden cubrir
otros, lanzados como dardos con toda « intención ».
Cervantes no hace las cosas porque sí, ni con un solo objetivo. Llega a más, al
elegir un historiador arábigo: «… pero desconsólole pensar que su autor era moro,
según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna,
pues todos son embaucadores, falsarios y quimeristas » (II, 3). Por aquí penetra
también la « intención cervantina ». ¿Es que vamos a aceptar que Cervantes cree
en serio que los árabes son embelecadores, falsarios y quimeristas? No; eso lo cree
la gente. Y que lo crea la gente es precisamente lo que le sirve a Cervantes. De la
misma manera que unos pobres locos se atreven a decir « disparates » y audacias
que a ningún cuerdo serían toleradas, no ha de extrañar que un árabe diga alguna
cosa poco acorde con la buena moral. He aquí los dos objetivos alcanzados por
Cervantes recurriendo a los servicios del sabio historiador arábigo.

La obra nos ofrece un talante acerado y denso en su función crítica sobre las
costumbres y la sociedad que a Cervantes le tocó vivir. Talante que ha de alcanzar
al tema religioso, verdadera piedra angular de tales edificios. Así vemos a don
Quijote en conflicto con las prácticas y las costumbres, con el régimen político y
social de la Iglesia y su influencia decisiva en la vida civil y en la organización del
Estado. Un conflicto que lo expresa en acciones, en silencios y en alguna palabra
que le hace traición, cerrándose en una táctica extremada de precauciones y « …
temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de nuestra fe… » (II,
62) no sólo sus palabras, sino la tensión y el ambiente que sus silencios crean,
pues es consciente que el tema es intocable y hay que pasar sobre él como sobre
ascuas.

Cervantes se hace llamar al orden por sus propias figuras. Don Quijote ha creado a
Dulcinea; necesita de su dama para que su vida caballeresca tenga sentido, para
que le asista en los trances de peligro, para que pueda invocar su nombre al
lanzarse al riesgo y al combate: « Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta

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que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo » (I, 3).

Vemos a Cervantes acentuar en sus personajes el brío y la pujanza, sufriendo los


golpes de la dura realidad con redoblado aliento y reemprendiendo siempre, con el
ánimo enardecido, la vida de aventuras y su ilusionado empeño en servicio de las
más nobles empresas. Don Quijote y Sancho parecen andar en un campo pleno de
vida y de color, en un atmósfera limpia, ofreciendo imágenes de contraste y de luz.
Su pluma se mueve con vértigo e impaciencia y no repara en las exigencias
gramaticales más allá de lo necesario. Parece que el lenguaje surge de su pluma
con una nueva dimensión. Los diálogos son directos, concisos y breves,
alcanzando valores de expresión que hace contener el aliento del que lee.
El hilo que une las dos partes de la obra permanece firme y sostiene la unidad.
Unidad en el sentido, en la dimensión humanística, en el realismo y, sobre todo, en
la proyección hacia una nueva sociedad, presentida y antevista por Cervantes con
clarvidencia sorprendente.

Las meditaciones de Aguilera se contraen a contemplar el pensamiento y la


« intención » de Cervantes a la luz de nuestro siglo, captando cuando en su pluma
le ha parecido ver de anticipación a la sociedad futura.
Si Cervantes sabe hacernos llegar su ptotesta, a veces encubierta, a veces enfadosa,
lo hace como precursor de una sociedad distinta, desarrollada, ofreciendo las
soluciones que animan a su sentido creador.
Cervantes salpica los distintos pasajes de su Quijote con agudas notas llenas de
sentido creador. En ellas late una proyección nueva de la sociedad, un nuevo
humanismo.
A fin de cuentas, Aguilera confiesa que no le gusta su trabajo, porque han quedado
en el tintero muchas cosas y otras han sido tratadas demasiado ligeramente y con
visible torpeza. Concede a todos el derecho de formarse su visión personal y decir:
así veo yo el Quijote. Que las grandes obras literarias tienen la virtud de ser las
mismas y distintas para todos al mismo tiempo. Ofrece pues, en uso de tal
derecho, su visión del Quijote y bien sabe que no ha de ser demasiado compartida.

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