O el teatro de la soledad
Advertencia
La posibilidad, la intrascendencia: el ser. La inminente levedad: no ser en nuestra
soledad errante que siempre vuelve; el peso. La muerte dificulta nuestros movimientos,
se postra sobre un cuerpo que se encorva y endurece, los enigmas respiran en el acto
sexual que no conoce límites de fidelidad, la pasión humedece nuestras dudas con ese
sudor nervioso y excitado que mira fijamente al abismo, caer, caer, caer, en el olvido y
su vuelta.
Este ensayo tiene como pretexto la obra de Kundera; las posibilidades de sus
personajes, su circunstancia y su ficción (el autor nos recuerda que nada de eso es real),
donde se ilustran dos de las dualidades más poderosas que componen al hombre: el peso
y la levedad, el alma y el cuerpo. Kundera además representa la cotidianeidad de estos
debates existenciales y su impacto en la realidad (el hecho de que nada de esto sea real
no implica que nada de esto sea posible). No se trata de una crítica literaria a esta novela
(La insoportable levedad del ser), ni mucho menos un ejercicio filosófico de su
construcción, sino de la humanidad que pesa en sus páginas, la vitalidad que
experimentan sus personajes principales: Tomás y Teresa, en su escepticismo sobre el
mundo, su obstinación caprichosa, y una coincidencia teñida de destino, ¿cómo es que
la decisión de libertad, de exentarse del compromiso de vivir tejiendo relaciones, puede
llevar a dos personajes a estar tan poderosamente unidos y pesar tan poco dentro de la
circunstancia que los constriñe? ¿Qué son la libertad y la soledad en la vida cotidiana?
Teresa sueña con la infidelidad de Tomás, con los tragos amargos de una relación que
les supera a ambos, un vínculo inevitable que supera la infidelidad, y penetra en un
soledad profunda, una soledad viva: a Tomás y Teresa los une su soledad. Los sueños
son tan reales como lo es la muerte de un personaje en escena; tan fantásticos como lo
es un ejercicio de muerte para un actor en escena. Y ¿dónde es que la realidad toca este
ejercicio de muerte, irreal por definición? En la decisión de ser otro, de asumirse como
suma de identidades, el actor decide concientemente no ser en el personaje sino para el
personaje, y esta renuncia es la manifestación de la franqueza de nuestra levedad, somos
capaces de decidir sobre nuestra identidad, de morir en la fantasía, y retar nuestra única
certeza.
(…) los que crearon estos regímenes criminales (regímenes comunistas) no fueron los criminales,
sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al
paraíso. (…) Más tarde se llegó a la conclusión de que no existía paraíso alguno, de modo que los
entusiastas resultaron ser asesinos.
(…) ¿es inocente un hombre cuando no sabe? ¿un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa
sólo por ser idiota?
(…) Lo sabía (Tomás): en la balanza había dos cosas: por una parte su honor (que consistía en no
retirar las afirmaciones que había hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a
considerar como el sentido de su vida (su trabajo científico y médico). (Kundera; 180-183).
Esta serie de cuestiones van polarizando el honor y la vida. Y no es que la vida sea
deshonrosa o que la solemnidad se dé únicamente en la muerte (a pesar de ser lo más
común), sino que nuestra intrascendencia, nuestra levedad, está plagada de decisión, de
consecuencias y responsabilidad. Esta concepción llega hasta nuestro marco jurídico: la
ignorancia no exime de responsabilidad. Es decir, el peso de la decisión es más que el
de nuestro conocimiento, la responsabilidad cubre aquello que sabemos y aquello que
nos supera dentro de nuestro entorno, nuestro campo de acción. La decisión se traduce
en consecuencia como un estímulo lo hace en acción sobre el escenario; si un
espectador no capta que en escena los dos personajes están en un bosque y
posteriormente en un cuarto cerrado, sin haberse transportado físicamente de lugar,
¿quién es el responsable: el espectador, los actores, el director, el dramaturgo, la obra
misma? Y al final, cuando se recuerde que quizá hubo espectadores que no entendieron
este tránsito, la culpa pesará menos, pues la obra ya habrá terminado, y en el recuerdo
estarán sólo algunos momentos sobresalientes, que no tienen necesariamente que ver
con la obra.
Sobre el alma y el cuerpo (El sombrero hongo o el río semántico)
Desde que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. (…) La
dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos
reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.
Pero basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de
sus tripas. La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa
repentinamente. (Kundera; 48)
La dualidad entre cuerpo y alma es esencialmente íntima, sin embargo nos gusta creer
que podemos separarles indiscriminadamente: somos seres inevitablemente
heterogéneos: nos parece difícil, casi imposible, imaginar el alma con ropa, pero pasa al
contrario al imaginar nuestro cuerpo andar por ahí desnudo. Ambas son concebidas
como atrocidades a sus respectivas partes: andar desnudo por la calle es inmoral, vestir
al alma también es inmoral. El acto sexual se idealiza desnudo, conciente y a puerta
cerrada: la intimidad es moral a puerta cerrada. Su inmoralidad viene cuando se
trasgrede el claustro, cuando se pervierte esa maravillosa imagen de despliegue de
intimidad en un arrebato de pasión pública, en el instinto que desacraliza la dualidad
que compone al hombre.
Sabina, la mejor amiga de Tomás, tenía entre sus pertenencias un sombrero hongo, que
era al mismo tiempo un recuerdo confuso de su abuelo, única herencia del papá, un
accesorio para los juegos eróticos con Tomás (y una vez, aunque más inocente, con
Teresa), un objeto sentimental en el extranjero, una broma para Franz (su otro amante)
en los juegos eróticos. Un sombrero masculino negro unía a Sabina con sus
antepasados, con sus amantes: a Tomás lo excitaba, a Franz le parecía cómico; un
sombrero de impráctico transporte, un sombrero fatalmente imprescindible que era
simultáneamente erótico y ridículo, y Sabina se pregunta: ¿pero es que lo excitante
puede ser también ridículo? Y esto nos lleva a una pregunta terrible: ¿será que lo íntimo
puede ser ridículo? O peor aún ¿el alma puede ser ridícula a través de su cuerpo?
Sin pretender simplificar esta dualidad podría comparar el sombrero hongo con el
cuerpo humano, pues este puede ser al mismo tiempo: un vínculo con nuestros
antepasados, cómico para unos, erótico para otros, ¿será que el cuerpo puede aniquilar
la sensualidad de nuestra alma? Pues son dos elementos distintos que se unen en nuestra
humanidad, en nuestra mortalidad. La muerte es sensual porque supone la liberación de
todos nuestros cuestionamientos terrenales, la liberación máxima de nuestra intimidad:
el acto sexual del alma.
Otra perspectiva de esta dualidad reside en la dialéctica, cuerpo y alma son partes
opuestas que generan concepciones morales análogas: la divinidad y la pasión, el
erotismo y el amor, la fidelidad y la traición, el placer y la reproducción: tenemos miedo
de arruinar lo bello del alma con nuestra humanidad inevitable:
Aquella vez, al mirarse al espejo, no vio en los primeros instantes más que una situación graciosa.
Pero inmediatamente lo cómico quedó oculto tras lo excitante: el sombrero hongo no representaba
una broma sino una violencia (…) Se veía con las piernas desnudas, con las bragas de tela fina, a
través de la cual se trasparentaba el pubis. La ropa interior resaltaba sus encantos femeninos y el
duro sombrero masculino negaba, violaba, ridiculizaba aquella feminidad. (Kundera; 92-93)
La violencia no puede ser divina, la sensualidad no puede ser infiel, el amor no puede
ser instintivo. Pero si no puede ser instintivo ni violento ¿puede ser apasionado? ¿puede
el cuerpo ser divino? Estas concepciones morales parecen deshumanizar el amor, la
belleza no está en nuestra naturaleza humana; frustran el acto sexual en la idealización
del ser humano, en su trascendencia teñida de amor perfecto y longevo. Y se podría
entonces sugerir que la dualidad entre cuerpo y alma es también utópica: Los divorcios,
el sexo únicamente placentero (estéril), los juegos eróticos, la homosexualidad,
manchan el kitsch maravilloso del amor.
Nos gusta creer que la intimidad no puede ser violenta, que el cuerpo y el alma están en
constante disputa mientras estamos vivos, que las pasiones son deseos repugnantes que
atentan contra el alma, y el cuerpo habrá de sacrificarse por su mortalidad. La dualidad
entre cuerpo y alma es aterradora porque ridiculiza nuestra sensualidad, porque nuestro
cuerpo viola la divinidad del alma y porque amenaza constantemente nuestra
trascendencia en este mundo. Y nos gusta cargar con la culpa que no nos toca, con
nuestra astucia para burlar las tentaciones de un mundo donde irónicamente, como dice
Kundera: todo está cínicamente perdonado.
Entonces ¿será que el río de nuestra vida desemboca en un nido salado de culpa y
pasión, en un sexo acuático, donde no importa la pureza de nuestra corriente,
terminaremos en la misma salinidad instintiva, como almas en igual estado de
descomposición que no se reconocen siquiera a sí mismas?
(…)Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y
repungnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga
en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura
carecía de fin. Abundaban en corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta
que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas… (Borges; 21)
Entre sus escritos, Cartaphilus, más adelante, aseguró: “Nadie es alguien, un solo
hombre inmortal es todos los hombres.” (Borges; 26) Por lo que podemos decir que la
libertad reside en la muerte; la decisión es la muerte en el momento que define algo en
nuestras vidas, y volviendo a la dualidad del peso y la levedad podemos decir que la
libertad es la fuerza de nuestra vida mortal. Y no es que en este cuento de Borges se
revele la fantasía de no ser lo que somos ahora (mortales no fantásticos), o que el eterno
retorno encuentre una fisura en el río de aguas negras donde los hombres abrevan como
animales y devoran serpientes, sino en los alcances de esa responsabilidad insoportable
que apunta Nietzsche, donde siguiendo este hilo de pensamiento, podrían ser la
tolerancia y el desdén producto del agotamiento del universo humano de la posibilidad.
La fuerza del amor está en la pasión, en su fugacidad, en la excitación del acto sexual,
en el placer de la complementariedad y el silencio posterior de una imagen cada vez
más miope, un laberinto que se debilita: la libertad es la reafirmación de nuestra
intrascendencia en el mundo. Tomás dejó de tener contacto con sus padres, su ex-esposa
y su hijo en aras de una libertad desenfadada, Cartaphilus dio con el río de los
inmortales sin siquiera darse cuenta, después de su encuentro con un guerrero al alba
que le decía que buscaba el río que purificaba a los hombres de la muerte, en el camino
perdió a todos los hombres que le acompañaban. Es decir, ni la libertad puede ser
inmortal ya que aniquila la posibilidad, y el amor más grande que puede tener un
hombre está en la soledad de su intimidad misteriosa, en el desdén de su mundo estéril y
el laberinto infinito de amor y sensualidad.
Bibliografía
Kundera. Milan. La insoportable levedad del ser. 1º Ed. España 1996: Tusquets Editores
2007
Borges, Jorge Luis. El Aleph 5° Ed. Emecé Editores, Buenos Aires 2006
Uta Hagen. Un reto para el actor. 1° Ed (Elena Vilallong trad.) Alba Editorial s.l.u.
España 2002