Cualquiera que le viera en el campo un día de caza diría que Félix el
Barbas era un desarrapado. Huesudo, cetrino, de barba cana… parecía moro, pero es que era de la tierra. El chaleco de gastado parecía de papel: el verde pálido, las cartucheras tan dadas de sí que para no perderlos tenia que meter los cartuchos de culetín… tenía hasta los rotos cosidos con cinta americana. Vestía de mono azul y se cubría de visera vieja… daba hasta pena si no le conocías. La escopeta parecía de chatarra, una yuxtapuesta con el guardamanos cogido con cinta aislante y el seguro sujeto con un elástico para que no saltara al primer tiro, llena de roces y arañazos, desbarnizada, medio morroñosa... La pinta se la había ganado a base de jornadas, de madrugones legañosos, de palizas por los terrones, de bregar por lo perdido... Pero con él no había quién pudiera. Se había iniciado de chico, saliendo después de la escuela con la escopeta de otro, cuando cazar era en verdad algo libre y el medio soportaba bien la presión. Empezó saliendo a coturnas, con la fresca del verano, consiguiendo aquellas perchas míticas de hace setenta años, que le doblaban la espalda de infante. Después a las palomas y tórtolas, que como hoy, se cazaban al salto, en los pinares calientes, a la hora mágica de la siesta columbina, cuando en el silencio tórrido te desbocaban el corazón descolgándose de las copas con un ruido alado de mil demonios. Luego se sentaba a la sombra y las pelaba diestro, llevando a casa un manojo de pellicos inertes listos para la cazuela. En la general, de todo. Las liebres, con galgo, como se manda en la castilla plana, con unos animales trabajados, estilizados, vivos, que levantaban y corrían que sé yo las lepóridas por jornada. A las perdices las breaba, persiguiéndolas a trancos, con el hocico cerca de la tierra y la vista lejos, donde apeonaban los bandos. Si se le iban las cortaba, si se ponían nerviosas las templaba y así hacia que se amagasen en los terrones que rastreaba con tesón, o en las pajas que registraba minucioso o en las lindes que recorría sin descanso o si no, las empujaba a los perdederos, a los juncos, las remolachas, los rastrojos altos, que, paciente, recorría despacio, a la espera del despegue estrepitoso, culminando el lance la mayoría de las veces con el pájaro cayendo como un trapo. Se ayudaba de un perro, de su perro, que de último era un pointer desbravado por la experiencia, tuerto, servicial, que no se iba, le hacia las muestras asequibles y le servia la caza en las manos como si fueran regalos. Este perro se le hacia indispensable para el conejo: se desplazaban a las zonas de vivares, buscaba una posición de dominio sobre la mancha y dejaba al can trabajar, sin apremio, sabedor del valor del silencio y la paciencia. El resultado llegaba a ser monótono. También había sido asiduo en la caza de parros al alba, con heladas que pelaban, metido en un chozo que tenía en la laguna del Bajo del Obispo, para las esperas. Eso sí, desplumar un ánsar o un ánade era mas tedioso que buscar una alicortada sin perro. Su morral había cargado de todo. Cayó becadas en los escasos montes de encina del coto y en alguna alameda, agachadizas en los labajos, metido en barro hasta las trancas y avefrías, que aquí llaman quincenas, en los campos recién arados. Contaba que lo mas bonito que había cazado era la cortega, que parecía de oro; y el bicho mas raro, yendo a codornices con Ampelio, un codornizón cuellilargo que resultó ser un güión. Hasta de último dejó constancia de su valía. Con mas de setenta nos había dejado a todos asombrados: si Paco el Bajo rastreaba las alicortadas en la ficción, el Barbas, el primer día de caza, ante nuestros ojos, se echó a cuatro patas, se adelantó a su perro en muestra y cogió con sus manos la perdiz en el arranque. En su última temporada, en ciernes el nuevo año y tras una jornada nefasta que nos había dejado a todos de vacío, apareció él, ajeno desde primera hora, ufano, victorioso, cargado con dos perdices, cinco conejos y media liebre que había cogido en la cama. Ahí queda eso, nos dijo. Pero lo de menos era matar. La gozábamos con él, no nos dejaba parar quietos: nos daba guerra, nos hacia reír, nos pinchaba, azuzaba, felicitaba, gruñía, enseñaba y siempre nos recordaba: ¡Que estáis muy tiernos! Pero a ver quién se le comparaba… la experiencia era su fuerza, la aptitud su destreza y su valor la humanidad. Y ahora se fue, dejando un hueco que se llena con el mito, con las historias crecidas de un predador nato que fue compañero, maestro y amigo. Estará ahora en el cielo de los pueblos cazadores, donde las cacerías se suceden cada alborada y las piezas vuelven a la vida tras el lance, para gozo de su corazón cinegético. Le acompañarán los que se fueron antes, elegirán cuartel, cuadraran la mano y las jornadas serán plenas. Nos vemos Félix, quedamos el domingo, donde siempre.