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COLOMBIA EL “CORRALITO DE PIEDRA”

Cartagena, la bella
Crónica de una visita a “La Heroica” y su casco histórico, uno de los más bellos de América
latina. La Cartagena turística y la cotidiana, con sus ecos de historia trágica y su presente
abigarrado. Y junto a ella las islas rodeadas de mar turquesa, paraíso del Caribe sur.

Llegamos apenas despuntaba la mañana. Habíamos pasado casi tres interminables días mirando Colombia desde la
ventana de un micro. Mientras intentábamos estirar el cuerpo y nos restregábamos los ojos, en nuestros rostros
cansados se adivinó una sonrisa de emoción por lo que vendría. Es que no era un momento más en nuestras vidas:
era el último tramo de un extenso viaje que emprendimos junto a mi compañera por la Sudamérica profunda de los
Andes, sus valles, el Amazonas y la costa del Pacífico. Y una de las intenciones siempre fue, sin apuros, terminar
nuestro periplo en el llamado Caribe sur, donde termina el norte, o dicho por la afirmativa, donde empieza el sur.
Para nosotros, la cuestión era simple: necesitábamos un buen descanso luego de muchos meses de patear la ruta y de
transitar vivencias, iluminadoras y de las otras también, que sólo se sienten cuando se genera esa alquimia tan
especial entre juventud y viaje, entre la inexperiencia y la sed de querer vivirlo todo. Parar la pelota, hacer una pausa
y realizar así un balance de lo vivido. Esa era la sensación que nos atravesaba al llegar a Cartagena, principal meca
turística de la intrincada, atractiva e intensa Colombia.

VAGABUNDEOS POR CARTAGENA Pero otra sensación, repetida y novedosa a la vez, nos asaltó súbitamente
mientras dejábamos atrás la Terminal caribeña, en los confines de la ciudad, y se hizo carne mientras nos
adentrábamos en los calles de la otra Cartagena, donde no hay ampulosidades de cotillón para el turista, sino que se
revela en toda su dimensión la vida cotidiana de una urbe latinoamericana. Repentinamente irrumpió el goce de
adentrarse en algo de lo inabarcable que prometía la nueva comarca que nos recibía... Esa sensación se fue
consolidando durante todo el recorrido en colectivo (o “buseta”, al decir colombiano) y le puso el tono justo a ese
primer vagabundeo por Cartagena, en el que fuimos testigos privilegiados de su despertar ciudadano al ritmo del
gentío, que andaba de acá para allá hacia sus distintas actividades. Al mismo tiempo olfateábamos el olor a fritanga
de los puestos de comida callejeros y escuchábamos al pasar que, aquella noche, la ciudad amurallada comenzaba un
festejo de cuatro días en conmemoración de los 198 años de independencia de la corona española.

Al calor de ese frenesí, Cartagena fue dando paso a barrios más coquetos, propios de la alta burguesía local, y luego
aparecieron la zona moderna en todo su esplendor, los rascacielos imponentes, los hoteles cinco estrellas, mientras a
lo lejos llegamos a divisar el Atlántico caribeño. Sucesivamente vimos en un relampagueo el puerto principal de la
ciudad y llegó el aviso del chofer: habíamos llegado a nuestro destino, el centro histórico, que los nativos llaman “el
corralito de piedra”. Eran las 10 de la mañana, la mezcla de calor y humedad era sofocante, y la gente –en su
mayoría negros y negras, y algunos mestizos y blancos– parecían mirarnos con una mezcla de curiosidad y hastío,
pero siempre mostrándose atentos, desprejuiciados y muy sociables. Reflejaban, claro está, el afamado carácter
caribeño, alegre y extrovertido, aunque también sufrido y acostumbrado a un servilismo impuesto de larga data.

Luego de estas primeras aproximaciones al “ser caribeño”, nos adentramos en la parte histórica. Muertos de calor y
ansiosos por dejar nuestras mochilas, desayunar y comenzar la recorrida, nos hospedamos en un hostel económico
dentro de la ciudad amurallada. Revitalizados por unas clásicas arepas colombianas con maicena rellenas de huevo y
un jugo de fruta, decidimos aprovechar el resto de la mañana. Ya habría tiempo para descansar.

IMAGENES CARTAGINESAS Hay varias Cartagenas. La popular, la de las barriadas, donde se agolpan
pequeños y variados comercios, con su cumbia, salsa o el vallenato típico de la región sonando a todo volumen,
junto a los clásicos mercados donde se encuentra absolutamente de todo, menos turistas disparando flashes por
doquier, y alguna que otra industria. Arrabales tropicales donde la calle es sinónimo de trabajo y supervivencia.
Después aparece la Cartagena moderna, con sus grandes hoteles, su célebre playa Bocagrande, la zona del puerto y,
por último, el casco histórico. En esta fragmentación se sintetiza la historia cartaginesa, pero la vida turística se
condensa en los dos últimos trazos. En Cartagena casi todo el mundo tiene alguna relación con el turismo y subsiste
directa o indirectamente por él. La cantidad de vendedores ambulantes es inconmensurable. En las playas céntricas e
incluso en las cercanas, como en La Boquilla (a 25 minutos del casco antiguo), se torna complicado pasar más de
cinco minutos contemplando el mar sin recibir ofertas de masajes, cremas solares, jugos de frutas, patas de rana,
antiparras o cualquier otra cosa de dudosa utilidad.

Apenas el viajero se adentra en el “corralito de piedra”, se siente sumergido en un museo viviente que sintetiza el
orgullo imperial de la otrora todopoderosa corona española. Las casonas esplendorosas con los infaltables balcones
de madera, como la Casa del Marqués del Premio Real o la Casa de la Aduana; la Torre del Reloj; las relucientes
plazas siempre cobijando alguna orgullosa estatua de los conquistadores, como la principal Plaza de los Coches, que
muestra al fundador Pedro de Heredia; las iglesias ornamentadas y las impresionantes fortificaciones generan un
estado de ensueño colonial en el que Cartagena se muestra como réplica de la civilización señorial de la España
aristocrática. Por momentos lo colonial se maquilla de criollo: aparece la plaza Bolívar, rodeada de pizzerías y
restaurantes de comida italiana, y hasta hace su aparición una parrilla argentina. Cambian algunos nombres y
estatuas, pero la forma no altera el contenido. Lo que sí sucede con frecuencia es que la arquitectura colonial se
asocia con una estética actual, como en el Hard Rock Café, que funciona en una tradicional casona totalmente
restaurada.

En la calle Libertad, una de las pocas que no llevan los nombres de los “héroes” de la corona española, entramos
derecho hasta el estante de historia colombiana. Un hombre de unos 60 años, negro como noche sin luna y de altura
considerable, nos mira de reojo y dice: “Historia trágica la de mi Colombia”. “La del continente”, le respondo. “Pero
todavía no terminó”, retruca. Sonríe con los ojos bien abiertos, los dientes blanquísimos, y se va de repente. En el
estante de al lado, un libro de Walter Benjamin nos recuerda una frase leída alguna vez: “Las ciudades también son
lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida. Son vastos depósitos de
historia que pueden ser leídos como un libro si se cuenta con un código apropiado; son como sueños colectivos cuyo
contenido latente se puede descifrar”. Dejo el libro, me paso la mano por la frente traspirada y salimos junto a mi
compañera en busca de una cerveza helada y algún “corriente” (almuerzo para los colombianos) para recuperar
fuerzas. El día avanza, la temperatura debe estar superando los 40 grados. Estamos en el Caribe. No vale quejarse.
Mañana nos esperan playas blancas y agua cristalina. Hay que alejarse de la ciudad para conocerlas.

ARCHIPIELAGO, ARENA, MANGLARES La Isla de Barú o Playa Blanca es un pequeño archipiélago ubicado
al sur de la bahía de Cartagena, a sólo hora y media de viaje. Con hermosas playas de arenas blancas, aguas
transparentes, manglares y corales multicolores. Hay disponibilidad de cabañas para alquilar, aunque los viajeros
más osados y gasoleros pueden rentar hamacas paraguayas en la playa. Se puede llegar por tierra cruzando el Canal
del Dique desde Pasacaballos (vía Mamonal), tomando un colectivo que sale del Mercado Central (la forma más
económica), o por vía acuática atravesando la bahía de Cartagena.

El otro archipiélago son las Islas del Rosario, formadas por más de 30 islas, cayos e islotes de aguas transparentes,
que se prestan para el buceo recreativo, con hermosos paisajes submarinos, múltiples peces de colores, riqueza de
algas y corales. Los tours ofrecen por lo general tres opciones: Isla del Sol, Isla del Pirata, Isla del Encanto, un
magnífico paseo a un espectacular arrecife de coral, mar turquesa y muchas bellezas naturales. Para llegar a
cualquiera de estas tres islas se toma una lancha rápida que tarda 45 minutos. Si se quiere pasar la noche, tener en
cuenta que el hospedaje y la comida tienden a ser más caros que en el resto de Cartagenaz
Cartagena de Indias (Colombia) La llaman “la heroica” y es, sin duda, una de las más
hermosas ciudades coloniales de las Américas. Cartagena de Indias, sobre el Caribe colombiano,
mira hacia el Caribe desde las murallas de su casco histórico: desde el Muelle de los Pegasos
hasta las plazas y monasterios, sin olvidar el Portal de los Dulces que inspiró a García Márquez,
se puede respirar una historia de siglos. La literatura y el cine, con un importante festival anual,
la convierten además en un importante centro cultural, en tanto la alegría nocturna de sus cafés la
hacen ideal para la vida social. Las playas públicas de la ciudad ofrecen aguas cálidas, pero
sometidas al acoso constante de la venta ambulante: por eso muchos prefieren las áreas privadas
de los grandes hoteles, agrupados en una punta de la ciudad. Sin embargo, el Caribe típico de las
fotos no se encuentra aquí sino en las islas del Rosario (se visitan en el día) o bien en la isla de
San Andrés, algo más lejos. Combinar alguna de ellas con Cartagena es la mejor opción para
tener al mismo tiempo historia, cultura y playa.
www.cartagenacaribe.com
COLOMBIA > UNA VISITA A BOGOTA

A vuelo de chamán
De paso hacia Cartagena de Indias o las playas de San Andrés, un recorrido por la capital
colombiana para conocer el deslumbrante Museo del Oro y las callejuelas coloniales del barrio
La Candelaria.

Al salir del aeropuerto de El Dorado rumbo a la ciudad de Bogotá, la mayoría de los viajeros que llegan por primera
vez se sorprenden bastante. Se recorre una amplia y luminosa autopista mientras a los costados se extienden barrios
enteros que responden al mismo patrón de elegantes edificios bajos con ladrillos a la vista y muchos espacios verdes
alrededor. Quien se quede unos días descubrirá que el perfil urbanístico de Bogotá se repite bastante y que el
agradable aspecto inicial de la ciudad no es exclusivo de un solo sector.

En segundo lugar a Bogotá se la percibe a simple vista mucho más segura de lo que uno suele imaginar. Aunque
también es cierto que la presencia constante de la seguridad privada, según como se la mire, puede llegar a
intimidar. En verdad Bogotá ya no es la que era, porque ha cambiado mucho en los últimos dos lustros resultado de
dos gobiernos municipales de centroizquierda a los que se les ha reconocido, casi por unanimidad, el éxito en
cambiarle la cara al espacio público, incluso en los barrios más pobres de los suburbios. Comparada con otras
capitales latinoamericanas a Bogotá se la ve bastante más habitable y no se trata simplemente de la recolección de la
basura sino que hubo también un cambio fundamental en el transporte público, gracias a la creación del
Transmilenio. Esto implicó por un lado el reemplazo de viejos autobuses por otros de color rojo, espaciosos y bien
ventilados, que van de a dos unidos por un fuelle como los que se ven en las calles de La Habana. Pero lo singular es
que circulan sin atasco alguno por carriles exclusivos que van por las principales avenidas y calles de la ciudad. En
ese sentido remiten un poco a los viejos tranvías que no se salían nunca del circuito preestablecido. Pero además los
pasajeros esperan el Transmilenio sobre plataformas con puertas de vidrio automáticas donde hay paradas para las
diferentes líneas. De alguna manera, suplen la ausencia de un metro en la ciudad.

Gracias al Transmilenio no sólo mejoró la circulación sino que se redujo a niveles asombrosos la polución (es más
cómodo el Transmilenio que el auto común, sobre todo en el centro). Por otra parte en Bogotá no se vive la
sensación de hacinamiento y falta de horizonte visual que ocasionan las hileras de rascacielos, ya que por estar en
zona sísmica no se construyen muchos edificios altos. Además hay cantidad de espacios verdes en cada barrio y 200
kilómetros de ciclovías. Existe por supuesto un distrito moderno con altos edificios espejados y también barrios con
marcada identidad, como el muy inglés La Merced o el colonial de La Candelaria. Este barrio es sin dudas el más
interesante de la ciudad y un adelanto de lo que espera a los viajeros de paso hacia Cartagena de Indias. “Esta casa
fue la última que albergó en Bogotá al Libertador; de aquí salió el 8 de mayo de 1830 para no volver jamás”, reza un
letrero en una hermosa casona colonial color pastel con patio interno en la Calle 5. En La Candelaria todavía
sobreviven los viejos techos de tejas rojas de las casonas de dos pisos con ventanas muy altas con hojas y rejas de
madera torneada. También llaman la atención las veredas muy angostas y el deslumbrante frente de la catedral de la
ciudad, frente a la gran Plaza Bolívar, donde también está el Palacio de Justicia, escenario de aquella famosa toma
del M-19 en 1985.

Pero más allá de su impronta colonial, La Candelaria también tiene el espíritu propio de una zona bohemia y
universitaria, con barcitos llenos de jóvenes que a la salida de clase, a pleno sol, se bailan una salsita o un vallenato
entre cafés y almojábanas.

ORO PREHISPANICO En La Candelaria está el famoso Museo del Oro de Bogotá donde se exhiben 50.000
piezas de oro, cerámica y piedra, consideradas una de las colecciones de orfebrería prehispánica más completas del
mundo.

En el segundo piso del museo se exponen las obras de las culturas Tumaco, Nariño, San Agustín, Tierradentro,
Tolia, Quimbaya, Calima, Sinú, Tairona y Muisca. En el tercer piso están algunas de las piezas más deslumbrantes,
verdaderas obras de arte con sello único de autores anónimos que abarcan 1500 años de producción artística. Pero la
pieza emblemática del Museo del Oro es una balsa en miniatura de la cultura Muisca cuyo contenido simbólico
encierra gran parte de la cosmogonía indígena de la región. Esta balsita de oro encontrada en Pasca en 1969 tiene
una relación directa con la figura del chamán, quien en sus trances alucinatorios volaba hacia otras dimensiones y
entraba en contacto directo con los espíritus. En sus rituales el chamán usaba máscaras, coronas de plumas, maracas
y sonajeros que ahora se exhiben en el museo.
¿Cuál es la relación entre la balsa de oro y el rito chamánico? La respuesta la da el cronista español Juan Rodríguez
Frayle en un relato de 1636: en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos. Desnudaban al “cacique en carnes
vivas y lo espolvoreaban con oro molido de tal manera que la balsa iba cubierta toda de ese metal. Hacía el indio su
dorado ofrecimiento echando todo el oro y las esmeraldas que llevaba en medio de la laguna”. Esta ceremonia de
investidura de los caciques la celebraban las tribus Muiscas en la laguna de Guatavita, cerca de Bogotá. Bajo la
mirada del pueblo congregado y con la supervisión de los chamanes, el ritual servía para ofrendar a las divinidades
una serie de riquezas que en realidad estaban siendo devueltas a su dueño –la Madre Tierra– para conseguir a
cambio cosas para la comunidad. Así se completaba también el ciclo vital: el oro se extrae, se lo trabaja, se usa y se
ofrenda para volver a la tierra, lanzándolo al fondo del lago.

El punto culminante de la visita es la Sala de las Ofrendas ubicada al final del sector dedicado al Vuelo Chamánico.
Allí los visitantes esperan turno para ingresar en grupo a una sala circular con una puerta automática que se cierra
dejando al público a oscuras. La música comienza a crear un clima misterioso y las luces se encienden de a poco. En
el centro de la sala circular, bajo el suelo, se ilumina un hoyo con un juego de espejos que simboliza la laguna de El
Dorado. En el fondo de ella se ven tesoros de oro puro dispuestos en forma circular y que parecen infinitos gracias al
reflejo de los espejos. Pero la iluminación sigue revelando secretos de a poco: en las paredes circulares de la sala se
descubren millares de piezas de oro que parecen brillar con luz propia en la oscuridad, como suspendidas en el aire.

DATOS UTILES
• Un pasaje de avión por Avianca a Bogotá y Cartagena, ida y vuelta desde Buenos Aires cuesta U$S 981
con impuestos incluidos. Reservas en la calle C. Pellegrini 1163 P.4. Buenos Aires. Tel.: 4322-2731
begin_of_the_skype_highlighting 4322-2731 end_of_the_skype_highlighting Sitio web:
www.avianca.com
• Embajada de Colombia. C. Pellegrini 1363, p. 3, Buenos Aires. Tel.: 4325-0258
begin_of_the_skype_highlighting 4325-0258 end_of_the_skype_highlighting.
COLOMBIA > UNA JOYA COLONIAL SOBRE EL CARIBE

La heroica, Cartagena
Cartagena tiene castillo, ciudad amurallada, claustros florecidos de verde tropical y un encanto
imperecedero, acunado por las olas del Caribe que le bañan los pies. Sus plazas y balcones
resumen el alma hispana de la heroica ciudad colombiana.

La primera impresión es a veces la más duradera. Y en Cartagena, una de las primeras impresiones es el color, que
reina sin perturbaciones desde las fachadas de las casas en la ciudad amurallada –el antiguo corazón cartagenero
para defenderse de piratas y otros codiciosos atacantes– hasta la vestimenta de las vendedoras ambulantes, las
mercancías de los carritos callejeros y la exuberante vegetación tropical que da un tono vivo a los muros, las rejas y
los balcones. Color... y calor: un calor constante a lo largo del día, que titubea en las primeras horas de la mañana
cuando el cielo todavía amanece cubierto, y se despliega con todas sus fuerzas con el sol del mediodía y las primeras
horas de la tarde. Cuando anochece, el mar regala generoso la brisa que alivia y parece desparramar en el aire los
ritmos caribeños que un grupo de muchachos toca en la plaza de Santo Domingo, uno de los lugares de reunión más
lindos de la ciudad antigua. Allí mismo los turistas se sacan fotos junto a las rotundas redondeces de una estatua de
Botero, mientras otros se pierden con curiosidad en el laberinto de calles estrechas en busca de las preciadas
esmeraldas que se ofrecen, brillantes y tentadoras, desde todas las vidrieras.

Así, a primera impresión, Cartagena es una ciudad feliz que crece sin sobresaltos a orillas del Caribe, ese mar que
aquí tiene colores dignos del Atlántico pero temperaturas tibias que acarician la piel. La realidad, claro, es algo más
difícil: no cuesta nada adivinarlo en la insistencia de los vendedores de artesanías, en los tantos hombres que están
solos y esperan mientras se les desliza entre las manos un tiempo sin ocupaciones, en la mirada de los chicos que
luchan por recibir la atención de los turistas, esos mismos turistas que representan una de las grandes fuentes de
ingresos para la otrora heroica Cartagena. Pero donde hubo fuego, cenizas quedan: y hoy, como el Ave Fénix, la
ciudad tiene un nuevo empuje. Mira hacia el pasado –allí están el castillo, los baluartes, los monasterios, las
iglesias– y tiene un pie en el futuro. Los cruceros vuelven a convertirla en escala durante sus travesías por el Caribe,
y el centro histórico revalorizado por la Unesco recupera sus colores de antaño. Sin contar con los sueños marítimos
que se acunan a pocos kilómetros de sus costas, entre manglares e islas que parecen perlas de un collar, como un
olvidado tesoro bordado de coral.

Para conocer la ciudad De los varios barrios de Cartagena, dos se conocen primero: Bocagrande, donde se
encuentran las playas urbanas y buena parte de los hoteles (en la zona cercana al aeropuerto, sobre la llamada
Ciénaga de la Virgen, también hay resorts con cuidadas playas privadas que conforman el polo turístico de mayor
desarrollo actual), y la ciudad amurallada situada algo más al norte. Entre ambos sectores hay dos lugares que
forman parte de la historia cartagenera: el Convento de la Popa y el Castillo de San Felipe de Barajas. Se puede
tomar un city tour para ir de uno a otro y tener una vista panorámica de Cartagena, pero también un taxi –que
conviene sea de confianza, o recomendado por algún hotel– puede hacer el recorrido, que dura aproximadamente
tres horas. Otra alternativa, pintoresca como pocas, es hacer el recorrido en “chiva”, esos ómnibus con carrocería de
madera multicolor que cuando transportan campesinos llevan mercadería hasta en el techo, pero que también se usan
para paseos diurnos y nocturnos por toda la ciudad.

El Convento de la Popa

Desde el convento, que pertenece a la orden de los agustinos recoletos, se divisa un espléndido panorama de
Cartagena, con sus ciudades antigua y nueva, abrazadas por el mar. Este lugar hoy apacible y acogedor tiene, sin
embargo, una historia agitada: se cuenta que a principios del siglo XVII la Virgen se apareció a un monje agustino y
le ordenó construirle una iglesia en la montaña más alta que viera al llegar a la bahía de Cartagena. Montaña que
resultó ser la Popa, así llamada por su semejanza con la forma de un barco. Los habitantes de la Popa, numerosos
mestizos, indígenas y negros, adoraban allí a una suerte de dios-demonio llamado Buziraco, representado a veces en
la forma de un macho cabrío llamado Urí, con danzas, alcohol y tabaco que propiciaban largas orgías. Las prácticas
se interrumpieron con la llegada del agustino, que junto con un grupo de españoles irrumpió en medio de una de las
fiestas y arrojó la imagen del Cabrón Urí por el precipicio al que da una de las laderas de la colina: cuenta la leyenda
que la venganza del diablo llegó entonces bajo la forma de fuertes huracanes que asolaron el Caribe, pero lo cierto es
que finalmente se construyó sobre la Popa la iglesia y el monasterio que existen hoy día.
Castillo de San Felipe

El otro emblema de la Cartagena histórica situado fuera de la ciudad amurallada es el castillo de San Felipe de
Barajas, una fortaleza construida a partir de 1656 con el objetivo de defender la ciudad de sus enemigos. Levantado
sobre la colina de San Lázaro, el castillo parece trasplantado del paisaje europeo a las costas colombianas: túneles,
desniveles, torres, rampas y baterías invitan a recorrerlo con tiempo y ánimo de explorador, sintiéndose como en
tiempos de asedios y piratas. Antiguamente, el castillo defendía el único acceso posible a Cartagena desde tierra: por
eso está amurallado del lado del continente, y no tiene en cambio defensas del lado de la rampa que mira hacia la
ciudad antigua. Y en caso de que la defensa no funcionara, toneles de pólvora acumulados en las galerías
subterráneas tenían prevista una rápida voladura de la fortaleza: todo antes de rendirse, para “la heroica” Cartagena,
como la bautizó Simón Bolívar. Aunque diga un poema muy conocido del poeta local Luis Carlos López que “ya
pasó, ciudad amurallada, tu edad de folletín... Las carabelas / se fueron para siempre de tu rada... / ¡Ya no viene el
aceite en botijuelas! / Fuiste heroica en los tiempos coloniales, / cuando tus hijos, águilas caudales, no eran una
caterva de vencejos. / Mas hoy, plena de rancio desaliño, / bien puedes inspirar ese cariño / que uno le tiene a sus
zapatos viejos... ”. Tan populares son estas coplas que hay, al pie del castillo, un monumento a los zapatos viejos
que bien vale la pena detenerse a visitar, aunque más no sea por la espléndida silueta de la fortaleza que se adivina
detrás. Y si se quiere cumplir cabalmente con el rito turístico, manda la tradición meterse dentro de los zapatos, de
cuerpo entero, para sacarse una foto de recuerdo.

La ciudad antigua

El castillo mira, entonces, hacia la ciudad amurallada que tanto se esforzó en defender. Volviendo hacia ella se pasa
por el Muelle de los Pegasos, donde hoy salen las embarcaciones turísticas hacia las islas como el archipiélago del
Rosario, y se ingresa al casco antiguo por la Puerta del Reloj, dominada por una alta torre que se divisa desde todos
los alrededores. La puerta da acceso a la Plaza de los Coches, donde antiguamente se detenían los carruajes y hoy
todavía se pueden contratar paseos en coches tirados por caballos. Allí mismo está el Portal de los Dulces
inmortalizado por Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera.

Por las calles del centro viejo se pueden seguir distintos itinerarios, que llevan sucesivamente hacia la Plaza de la
Aduana, la plaza de San Pedro Claver, el claustro de Santo Domingo, el baluarte de San Francisco y la Casa del
Marqués, entre otros monumentos y edificios donde la herencia hispánica nacida y cultivada durante el barroco
europeo se mestiza con la cultura caribeña. Bien lo muestra el Palacio de la Inquisición, que llevó a Indias las
prácticas atroces de los tribunales “antiherejes” españoles. Pero tal vez una de las formas más lindas de recorrer
Cartagena sea dejarse ir, sin demasiadas guías, por las calles y recovecos que invitan a cruzarse de calle en calle
siguiendo solamente la intuición o el llamado de los balcones que compiten en elegancia, color y pintoresquismo,
hasta convertirlos en uno de los símbolos de la ciudad, repetidos al infinito en miniatura en las casas de recuerdos.
Justamente, casas de recuerdos es lo que hay en el extremo norte de la ciudad vieja, el sector conocido como las
Bóvedas, una armoniosa sucesión de 47 arcos y 23 bóvedas que en tiempos coloniales se usaron con fines militares
y como cárcel, hasta que fueron restauradas y convertidas actualmente en negocios de artesanías y antigüedades. A
pasos de allí, el monasterio Santa Clara –hoy convertido en un hotel cinco estrellas– ofrece la frescura de su claustro
matizado de exuberantes plantas tropicales, para sentarse a tomar un café a la sombra de las palmeras y las
buganvillas. En esta parte de la ciudad se está cerca de la estatua de la India Catalina, situada en la parte exterior de
las murallas. El monumento se inspira en una estatuilla que desde los años ‘60 se da como premio del Festival de
Cine de Cartagena, y no al revés como podría pensarse: sea en su forma pequeña o en la estatua de grandes
dimensiones, la India Catalina es un homenaje a la indígena guerrera que fuera capturada por los españoles y
vendida como esclava en Santo Domingo, donde al parecer aprendió el castellano tan bien que se convirtió en
intérprete del fundador de Cartagena, Pedro de Heredia. “Inteligente y de bonitas facciones, de trato simpático y
maneras distinguidas”, como la recuerdan las crónicas, Catalina se casó con el sobrino de Heredia y su rastro se
perdió en Sevilla, adonde emigró luego de su casamiento.

Islas del Rosario

No todo es historia, claro, en Cartagena: basta recordar que a sus pies se extiende el Caribe, nombre que abre las
puertas a todos los sueños imaginables sobre unas vacaciones al borde del mar. Desde muy temprano a la mañana,
en torno de las siete, ya se puede ver a quienes se dan un baño antes de ir a trabajar, en las playas urbanas. Algo más
lejos, en el sector cercano al aeropuerto, también hay grandes hoteles con playas privadas, que permiten el pequeño
gran lujo de comer junto al mar: el plato más típico es pescado con arroz al jugo de coco y patacones (rodajas de
plátano frito). Sin embargo, es cierto que el Caribe no cumple aquí con la postal de aguas transparentes inscrita en el
imaginario colectivo: para eso hay que tomarse una lancha hasta las Islas del Rosario, un archipiélago cercano donde
se encuentran lugares espectaculares para practicar buceo con equipos o, más simplemente, snorkeling.
Las lanchas turísticas zarpan del Muelle de los Pegasos, junto a la ciudad vieja. En algo más de una hora de travesía
se llega a las islas, formadas por una principal –la Isla Grande– y otras más pequeñas de nombres sugestivos: la Isla
Tesoro, Isla Arenas e Isla del Pirata. El paisaje es digno de un sueño: un mar extensamente azul, verde y turquesa,
que se posa transparente y manso sobre las playas de arenas blancas. A lo lejos navegan las barcas de algunos
pescadores, y en el fondo se divisan sin dificultad los arrecifes de coral donde van y vienen, como en un juego de
mimetismo y escondidas, los peces de colores.

La mayoría de las excursiones que van por el día se dirigen hacia la Isla Grande, dividida en numerosas playas
privadas –todas de nombre distinto, como si fueran islas diferentes– donde suelen permanecer los turistas. Las
playas son un excelente lugar para nadar, descansar en las hamacas tendidas de árbol a árbol y avistar la “maría
mulata”, el ave más típica de Cartagena, que se acerca sin miedo con su brillante plumaje negro a pocos centímetros
de los visitantes. Si se elige practicar snorkel, el grupo se llevado en canoa por un instructor hasta algún muelle
cercano, donde se recibe una breve instrucción y los equipos. Luego se regresa para el almuerzo, y finalmente en
torno de las tres de la tarde empieza el lento regreso hacia Cartagena.

Y como siempre, heroica, allí está la ciudad amurallada para dar la bienvenida a los viajeros, mirándolos con sus
balcones como ojos de madera y cristal, y con sus brazos de piedra tendidos para abrazar el mar y aún más allá.

COLOMBIA > SANTA MARTA, SAN ANDRES Y LAS ISLAS DEL ROSARIO

Caribe colombiano
El Caribe colombiano está recibiendo cada vez más viajeros argentinos. Casi todos combinan los
días en las bellísimas playas con una visita a la histórica ciudad de Cartagena de Indias. Santa
Marta, las islas del Rosario y San Andrés son las principales opciones para disfrutar de un mar
azulísimo que esconde increíbles sitios de buceo. Precios y alternativas para planificar unas
vacaciones con mucho ritmo de salsa.

“Buenos días, me llamo Lenin, voy a ser el guía de ustedes y mi función será que la pasen rico en Santa Marta”,
dice un mulato color café al grupo de viajeros. “Esta es la tierra de Carlos Vives y del Pibe Valderrama, de quien
ahorita mismo vamos a ir a ver una estatua de siete toneladas de bronce frente al estadio Eduardo Santos.” Y así es:
un coloso de asombrosa cabellera con rulos amarillos y porte a lo David de Miguel Angel, dedicado a una persona
viva que goza de buena salud.

Si de realismo mágico se trata, en el Caribe colombiano uno puede ir a una feria y comprar aceite de tiburón para
aplacar la gripe mientras por las calles suenan a todo volumen la salsa y el vallenato. Pese a la constante
informalidad, las personas se tratan por lo general de “usted”, incluso entre padres e hijos pequeños. Y si el destino
específico del viaje es la isla de San Andrés, se descubrirá que allí todo el mundo escucha reggae y habla el inglés
creole de los negros antillanos.

SANTA MARTA

La ciudad de Santa Marta es el balneario más popular de Colombia y está ubicada en el noroeste del país. Su playa
más famosa es El Rodadero, una franja de arena blanca bordeada de palmeras donde hay incontables hoteles,
restaurantes, camping y hasta cines. Sin embargo, las playas más intimistas y paradisíacas están dentro del Parque
Nacional Tayrona, a 34 kilómetros de Santa Marta. Dentro de este parque de 15 mil hectáreas se recorren senderos
entre la selva tropical que desembocan en algunas playas desiertas cuyas aguas concentran toda la gama de verdes a
azules que sea posible imaginar.

El Parque Nacional Tayrona se puede visitar con una excursión en el día desde Santa Marta, aunque lo ideal es
alojarse allí. Las alternativas van desde dormir en una simple hamaca colgada en un quincho casi al aire libre, hasta
un camping o un complejo de confortables cabañas circulares con vista al mar. Durante la estadía los viajeros
alternan las distintas playas, una de ellas llamada Cañaveral, famosa por los atardeceres que se contemplan desde un
hermoso acantilado. Además tiene una pequeña ensenada donde se forma una piscina natural.

Las costas de Santa Marta se consideran el mejor lugar del país para la práctica de buceo y snorkelling. Y el punto
de partida para la excursión de buceo es un idílico pueblo de pescadores llamado Taganga, a 20 minutos de la
ciudad, con playa propia. Aunque no se vaya a bucear vale la pena visitarlo una tarde y acaso almorzar junto a la
costa un pescado del día acompañado con arroz y patacones (plátano verde frito).

Desde Taganga las compañías de buceo llevan a los viajeros en una lanchita hasta una isla cercana que se utiliza
como base de actividades. Quienes quieran hacer su “bautismo” de buceo deben practicar en la costa antes de
lanzarse al mar. Ya en el mundo surrealista que vive bajo el agua aparecen el sugestivo pez torito, de forma
triangular y con dos cuernitos; la morena, que merodea con la boca amenazante aunque nunca muerde; o el pepino
de mar, un pez sin cabeza ni cola que suele verse en las salidas de buceo nocturno. Los corales más llamativos tienen
la forma de un abanico entretejido que se mece junto a otros conocidos como “cerebro” por la textura de su
superficie. Entre ellos deambulan el pez arco iris, el mariposa –que tiene un ojo falso en la cola para desorientar–, el
trompeta, el aguja y el piedra, que se mimetiza con las rocas.

ISLAS DEL ROSARIO

El casco colonial de la ciudad de Cartagena –el mejor conservado de todo el continente– es la razón turística
principal para visitar Colombia. Por eso la ciudad está incluida en todo paquete turístico y también está en el
itinerario de todo viajero independiente que llega a Colombia. Pero el viaje a Cartagena no está completo si no se
dedica un día para conocer las islas del Rosario, aunque lo ideal es quedarse al menos una noche.

El archipiélago de Nuestra Señora del Rosario, que está a 46 kilómetros de Cartagena, en la costa norte de
Colombia, es un Parque Nacional creado para conservar el frágil ecosistema marino y la gran barrera de coral que
rodea las 27 islas, islotes y cayos de arena blanca.

Desde la bahía de Cartagena, las lanchas turísticas tardan una hora en llegar a la Isla Grande. Al caminar por los
senderos de esta isla se atraviesan manglares, lagunas costeras y un bosque seco tropical. Pero las excursiones más
interesantes son los paseos por el mar. Hay quienes se calzan unas patas de rana y nadan plácidamente hasta una isla
vecina. Otros salen a navegar en lanchitas fuera de borda conducidas por lugareños, y los más deportistas alquilan
un kayak de fibra de vidrio para recorrer las islas y sumergirse de vez en cuando hasta la barrera de coral. Los que se
alojan en las islas suelen visitar un oceanario perteneciente al Centro de Investigación, Educación y Recreación,
donde el atractivo principal son los delfines amaestrados.

SAN ANDRES

El archipiélago de San Andrés tiene 300.000 kilómetros cuadrados. Su principal isla se llama como el archipiélago,
seguida de Providencia, otro destino turístico de playas. La isla San Andrés mide apenas 27 kilómetros cuadrados y
tiene una población estable de 67.000 habitantes. La ciudad colombiana más cercana es Cartagena de Indias –a 700
kilómetros–, mientras que Nicaragua está a 125 kilómetros. Debido a su ubicación geográfica, San Andrés está más
ligada culturalmente a la gente de las Antillas. Sus ritmos musicales son el reggae y el calypso, y su casa tradicional
es típicamente antillana, con dos pisos elevados sobre pilotes, puertas y ventanas abiertas y construcción en madera.
Pero como toda vieja tradición en casi todo el mundo, la casa antillana también está amenazada por las oleadas de
modernidad que traen los materiales nuevos y más baratos. Sin embargo, las casas antiguas, con algo de estilo inglés
y holandés, están por toda la isla. En una de ellas –la Casa Museo Isleña– se exhibe el mobiliario típico de estas
casas alegres, espaciosas y coloridas, muy bien adaptadas al clima y a la geografía del universo caribe.

La isla de San Andrés está prácticamente rodeada por un anillo de arenas doradas, o sea es casi una única playa sin
fin que se extiende por todo el perímetro isleño. Pero los dos lugares más bonitos son el cayo Johnny y el cayo
Haynes (más conocido como “el acuario”). Estos cayos están a cinco minutos de lancha desde la isla y son las dos
excursiones imperdibles de San Andrés. Visto desde la lancha, el Johnny Cay parece un oasis de palmeras
amontonadas en el poco espacio de una pequeñísima isla rodeada por aguas de un color turquesa furioso. Aquí están
las playas más hermosas del archipiélago, donde hay un restaurante dedicado a platos de mar que prepara un trago
tradicional de la zona conocido como “cocoloco”.

“El acuario” –o Haynes Cay– es el otro cayo donde los visitantes creen encontrar un símil del paraíso. El
sobrenombre del cayo no es exagerado, ya que el lugar parece un acuario natural. Allí uno puede irse caminando
500 metros sobre un banco de arena con el agua hasta las rodillas, entre peces de colores que retozan sin cesar. Justo
enfrente del cayo hay otra pequeña isla a la que se llega caminando. El Haynes Cay carece de palmeras para
guarecerse del sol, pero hay en cambio un restaurante típico con techo de palma donde se vende pescado frito. Y
mientras se come en una mesa a un metro del agua, no es casual ver bajar de una lanchita a un isleño con pescados
en las manos que en instantes son freídos en la sartén. Del mar directo al plato. ¿Que más se puede pedir?
COLOMBIA EN LAS SALINAS DE ZIPAQUIRA

La catedral de sal
Muy cerca de Bogotá existe una catedral única en el mundo, excavada bajo tierra en lo que fue
una mina de sal. Un laberinto de 8500 metros de socavones, cámaras intermedias, nichos y
altares, donde los pisos, techos y paredes fueron cinceladas sobre sedimentos de sal.

“Una cosa es levantar una catedral en las escarpadas alturas de una montaña, como acercándose al cielo, y otra cosa
es levantarla en los subsuelos oscuros donde habitan los demonios.” Así describió el poeta paraguayo Elvio Romero
a la Catedral de Zipaquirá, en un encuentro de poesía realizado unos años atrás en la atmósfera misteriosa de este
lugar, entre estalagmitas y estalactitas que brotan a 180 metros de profundidad.

Cada año pasan por Zipaquirá unos 300 mil peregrinos que llegan de todo el país a esta localidad del departamento
de Cundinamarca, a una hora de Bogotá. Conviene llegar temprano para sentir en soledad el silencio penumbroso de
esta rareza como no existe otra en ningún otro lugar del mundo. Y hay algo que debe quedar en claro de antemano: a
pesar de que a simple vista todo parece de piedra, tanto los techos, pisos y paredes, como las columnas, las cruces y
hasta una virgen, están tallados en sal. Todo es de color oscuro en lugar de blanco –porque la sal no es pura–, salvo
en algunos sectores donde las filtraciones de agua limpian y cristalizan la sal, que parece entonces brotar de las
paredes como si fuese nieve.

Se entra por un largo túnel parecido a un catafalco y se va avanzando en la oscuridad, un poco a tientas, pero sin
peligro, a lo largo de las catorce estaciones de un Via Crucis donde en verdad no hay imágenes del suplicio más
famoso de la historia sino simples cruces muy gruesas talladas en sal. De repente, el paseo desemboca en una gran
nave central cuyas proporciones impresionan por su mera descomunalidad. Un sutil juego de luces tenues subraya lo
importante: la cúpula de donde brotan estalacticas como lágrimas colgantes; una gran cruz de 16 metros en
bajorrelieve sobre la pared; un altar mayor tallado en un solo bloque de sal; la infaltable Piedad, y una enorme
columna circular que parece de cemento, pero también es de sal. En este lugar se respira un leve aroma a azufre y
corre un agradable frescor matizado por los murmullos del agua que se filtra entre las grietas desde las
profundidades de la tierra. En una cámara circular junto a un confesionario, el eco de las palabras retumba hasta lo
increíble, y muchos aprovechan el fenómeno y la intimidad para cantar en libertad.

LA MONTAÑA MAGICA La Catedral de Zipaquirá fue inaugurada el 16 de diciembre de 1995, en reemplazo de


otra similar, pero más pequeña. La vieja catedral –ubicada en las cercanías de la actual– estaba sucumbiendo al
avance de las grietas y a la inestabilidad de sus paredes, como consecuencia de una mala planificación. Pero la
nueva catedral tiene en cambio unos cimientos muy firmes y está en el interior de una montaña donde existió una
mina de sal. Para construirla se extrajo de los socavones una incontable cantidad de toneladas de sal, dejando un
espacio vacío de 8500 metros de longitud donde se construyó la catedral, todo a fuerza de dinamita, pico y pala.

La catedral está dividida en tres partes. Primero está el Via Crucis y luego el coro con el nartex, conformando un
complejo laberinto. Y por último están las tres naves. En su interior caben 3500 personas y para su construcción se
gastaron 4 millones de dólares.

LA LEYENDA DE LA SAL Las salinas de Zipaquirá tienen una existencia milenaria, y fueron explotadas por los
indios muiscas que, además del uso práctico, hicieron de la sal su principal medio de intercambio, o sea su moneda.
La sal fue el origen de varias guerras entre los distintos pueblos muiscas que se disputaban el dominio absoluto de
este bien comercial. Según la leyenda indígena, la sal fue descubierta por un niño muisca que jugaba con sus amigos
en los alrededores de las minas y tuvo un tropiezo. Al caer golpeó su boca contra un trozo de piedra con extraño
sabor y llevó una muestra a sus mayores, que descubrieron en ella un condimento ideal para sus alimentos y un
medicamento efectivo para ciertos males. Losindígenas pronto aprendieron a transformar la sal vijua –o primitiva–
en sal de consumo y en sal compactada. Siglos más tarde, el barón Alexander von Humboldt visitó las minas de sal
de Zipaquirá y aconsejó una explotación comercial, dando origen a la apertura de la primera galería. Hoy en día,
tanto las minas como la catedral están consagradas a la Virgen Nuestra Señora del Rosario de Guasá, conocida
también como la Virgen Morenita en homenaje al segundo apellido de su escultor, Daniel Rodríguez Moreno, un
devoto minero que hacia 1920 moldeó una terracota policromada con esta imagen.
datos útiles

Cómo llegar: Avianca vuela a Bogotá los martes, jueves, sábados y domingos. El precio es de U$S 369 más
impuestos. Reservas en la calle C. Pellegrini 1163 P. 4 - Buenos Aires. Tel.: 4322-2731
begin_of_the_skype_highlighting 4322-2731 end_of_the_skype_highlighting. Sitio web:
www.avianca.com

Dónde alojarse: Hotel Sofitel Victoria Regia de Bogotá, ubicado en la zona céntrica de la ciudad. Tel.: 57-1-
6212666. E-mail: reservas@sofitelvictoriaregia.com.co - La habitación doble cuesta desde U$S 124. Sitio web:
www.sofitel.com

Dónde informarse: Embajada de Colombia, C. Pellegrini 1363 P. 3, Buenos Aires - Tel.: 4325-0258
begin_of_the_skype_highlighting 4325-0258 end_of_the_skype_highlighting. www.catedraldesal.gov.co
- Horarios: de martes a sábado 9 a 17.30, y domingos y feriados de 9 de 18.

COLOMBIA > TESOROS PREHISPANICOS

El Museo del Oro


El pasado mes de diciembre reabrió sus puertas el famoso Museo del Oro de Bogotá, luego de su
ampliación y la instalación de tecnología museográfica de avanzada que acentúa el esplendor de
una de las colecciones de orfebrería prehispánica más importante del mundo. Un recorrido por la
destellante exhibición de 30.500 piezas de oro de las antiguas culturas indígenas de Colombia.

Según los estudios arqueológicos, la zona de la actual Colombia tuvo sus primeros pobladores hace unos 16.000
años. Estos grupos desperdigados comenzaron a establecerse hace 5000 años y nombraron líderes y caciques para
ordenar su vida en sociedad. Pero fue recién hace 2500 años cuando estos líderes incorporaron la orfebrería como
símbolo de poder y surgió el nuevo arte de trabajar el oro, cuyas técnicas llegaron desde el Perú, donde tenía ya mil
años de existencia.

Así, desde el año 500 a.C. hasta la conquista, el trabajo metalúrgico floreció entre las culturas indígenas del área
andina y el litoral colombianos. Con más de una docena de estilos diferentes se elaboraron miles de objetos en
diversos metales que no eran simples adornos sino parte de la simbología ritual ligada al chamanismo. Los
conquistadores españoles no pudieron encontrar El Dorado en esta zona, pero dieron en cambio con deslumbrantes
máscaras de oro, pectorales, brazaletes, diademas, collares, aros y todo tipo de figuras creadas con fulgurante oro.
De las piezas que se salvaron del saqueo español, unas 30.500 permanecen en el Museo del Oro de Bogotá.

Del saqueo al resguardo

Hasta bien entrado el siglo XX en Colombia –año 1939–, cada vez que alguien descubría una sepultura indígena con
su ajuar funerario recogía la serie de brazaletes, orejeras, pectorales y pequeñas esculturas para colocarlas en una
mochila e ir directo al banco o a la Casa de la Moneda más cercana. Allí se pesaba el botín de oro y le entregaban al
portador la contrapartida en billetes de papel. Ni siquiera las señoras tuvieron la extravagancia de conservar
curiosidades indígenas para usar como broches o aretes. Todo iba a parar al banco y de allí directo al crisol de
fundición.

Fue recién en 1939 cuando el gerente del Banco de la República le aconsejó a la Junta del Emisor detener el saqueo
de la memoria americana y comenzar a guardar esos tesoros irrecuperables. Si bien no hubo una sistematización ni
un estudio de las piezas, al menos comenzaron a quedar a buen resguardo. Hay que recordar que el trabajo de
orfebrería indígena prácticamente desapareció como resultado de la colonización, aunque los pueblos nativos
todavía sigan existiendo. En Colombia hay 84 grupos étnicos americanos puros que hablan 64 lenguas e incluso
mantienen algunas religiones paganas que utilizan el oro en su ritualidad.

Hasta 1959 el privilegio de vislumbrar esos tesoros se limitó a los colombianos destacados y delegaciones
diplomáticas. Ese mismo año se habilitó la primera sala de exposiciones en el sótano del banco, que funcionó hasta
1968.
Hoy en día el Museo del Oro ubicado en la casa central del Banco de la República dispone de tres pisos completos
que han sido reacondicionados hace muy poco luego de un año de trabajos que culminaron en diciembre pasado.
Hubo también una ampliación y se aplicaron modernas tecnologías como vitrinas herméticas, iluminación con fibra
óptica, soportes invisibles para los objetos y una sala multimedia. Además se ideó un novedoso criterio didáctico
para organizar las exposiciones.

Hacia la sala de oro

En el segundo piso del museo se exponen las obras de las principales culturas prehispánicas de Colombia: Tumaco,
Nariño, San Agustín, Tierradentro, Tolia, Quimbaya, Calima, Sinú, Tairona y Muisca. Cada una de estas culturas
está tratada por separado con una explicación general y muestras de su estilo alfarero, su orfebrería y objetos de
piedra, huesos y cerámica. En el tercer piso están algunas de las piezas más deslumbrantes del museo, verdaderas
obras de arte con sello único de autores anónimos que abarcan 1500 años de producción artística.

El punto culminante de la visita –y que todos recuerdan por sobre los demás–, es la Sala de las Ofrendas. Allí los
visitantes esperan turno para ingresar en grupo a una sala circular con una puerta automática que se cierra dejando al
público a oscuras. La música comienza a crear un clima misterioso y las luces se encienden de a poco. En el centro
de la sala, bajo el suelo que pisamos, se ilumina un hoyo con un juego de espejos que simboliza la laguna de El
Dorado. En el fondo se ven tesoros verdaderos –de oro puro– dispuestos en forma circular y que parecen infinitos
gracias al reflejo de los espejos. Pero a medida que la luz va alumbrando toda la sala, crece el asombro al descubrir
las millares de piezas de oro que parecen flotar sobre las paredes circulares. Un novedoso sistema de soporte con
varillas de acero abraza los objetos por detrás y los aleja de la pared produciendo la sensación de que estuvieran
suspendidos en el aire.

El vuelo chamánico

La pieza emblemática del Museo del Oro de Bogotá es una balsa en miniatura de la cultura muisca cuyo contenido
simbólico encierra gran parte de la cosmogonía indígena de la región. Esta balsita de oro encontrada en Pasca
(Cundinamarca) en 1969 tiene una relación directa con la figura del chamán, que cumplía un rol fundamental en la
sociedad americana. Era él quien en sus trances alucinatorios se transformaba en ave y realizaba largos vuelos
corporizado en un cóndor, un gallinazo rey, un colibrí o una garza. El chamán muisca de la zona de Ubaque –por
ejemplo– contaba a los españoles que podía volar hasta la ciudad de Santa Marta.

En su vuelo el chamán alcanzaba otras dimensiones y entraba en contacto directo con los espíritus. Los consultaba
sobre enfermedades y el futuro, aprendía sus bailes y cantos, y negociaba peces y animales de cacería con sus
propios “dueños”. En sus rituales el chamán usaba máscaras, coronas de plumas, maracas y sonajeros que ahora se
exhiben en el museo. Alguno de estos iconos prefiguran aves que son el símbolo primordial del chamán, ya que
comparte con ellas la capacidad de volar. Los guacamayos y los loros, por ejemplo, “llevaban” sus recados.

¿Cuál es la relación entre la balsa de oro y el rito chamánico? La respuesta la da el cronista español Juan Rodríguez
Frayle en un relato de 1636: “En aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos. Desnudaban al cacique en carnes
vivas y lo espolvoreaban en polvo de oro molido de tal manera que la balsa iba cubierta toda de ese metal”. Esto
ocurría en las tribus muiscas en la laguna de Guatavita, cerca de Bogotá. “Hacía el indio su dorado ofrecimiento
echando todo el oro y las esmeraldas que llevaba en medio de la laguna”, aseguraba el español asombrado por el
derroche de tesoros que probablemente haya contribuido a desatar el mito de la búsqueda de El Dorado. Estas eran
las ceremonias de investidura de los caciques. Y además no eran el derroche irracional que parecían sino que tenían
un significado simbólico muy concreto. Bajo la mirada del pueblo congregado y con la supervisión de los chamanes,
el ritual de El Dorado servía para ofrendar a las divinidades una serie de riquezas que en realidad estaban siendo
devueltas a su dueño –la Madre Tierra– para conseguir a cambio cosas para la comunidad. De alguna manera era
como un pago por utilizar sus recursos naturales. Así se completa también el ciclo vital: el oro se extrae, se lo
trabaja, se usa y se ofrenda para volver a la tierra, lanzándolo al fondo del lago. La representación de la balsa de
Pasca parece representar el sentido último de este ritual.

CARIBE LA ISLA DE SAN ANDRES

Reggae colombiano
Declarada Reserva Mundial de la Biosfera, la isla de San Andrés es un paraíso ecológico con
arenas blancas que nunca queman los pies. Está ubicada en un archipiélago colombiano donde se
habla inglés creole y se vive al ritmo del calypso y el reggae.

El lugar es bastante singular para ser Colombia. En primer término, en esta isla no existe la violencia
política ni de ningún otro tipo. El idioma oficial es el español, pero todo el mundo habla inglés creole
como el de Jamaica. Los nativos de la isla son en su mayoría de raza negra de origen esclavo, muy
robustos, pero lo suficientemente mestizados como para tener algunos de ellos una piel de color caoba y
los ojos verdes como el mar, herencia de algún ancestro europeo. Y la religión que predomina es el
protestantismo.

Una historia de conquistas


Colón divisó la isla de San Andrés en su cuarto viaje, pero no encontró motivos de peso para echar
anclas frente a ella. Desde mucho antes los indios miskitos llegaban hasta aquí en canoas y se retiraban
con un cargamento de tortugas. Los primeros en establecerse en San Andrés fueron un grupo de
puritanos ingleses que huían de su tierra por las persecuciones religiosas en 1629.
Rápidamente la isla se convirtió en escenario de las disputas colonialistas entre ingleses, españoles y
holandeses, cambiando de manos a cada momento según el resultado de las batallas, hasta que en
1793 se firmó el Tratado de Versalles en el que Inglaterra reconocía la soberanía española sobre el
archipiélago. Mientras tanto, el legendario pirata Henry Morgan hacía de las suyas con la anuencia de la
corona inglesa, saqueando galeones españoles.
De aquellos tiempos violentos no quedó nada en San Andrés, salvo un tesoro de piratas que apareció
hace un tiempo. Y quedaron las playas, claro, en un estado casi virgen en una isla cuyo suelo es de
origen coralino y no volcánico. Es por eso que las arenas son perfectamente blancas, tan blancas que
reflejan todos los rayos del sol y nunca queman los pies. Además el mar es tan azul y transparente que
las lanchitas atracadas a metros de la costa en los cayos del archipiélago parecen suspendidas en el aire
en lugar de flotar sobre las aguas.

Por la isla
El archipiélago de San Andrés mide 300.000 kilómetros cuadrados. Su principal isla es justamente San
Andrés, seguida de Providencia que es otro destino turístico de playas. San Andrés en sí mide apenas
27 kilómetros cuadrados y tiene una población estable de 67.000 habitantes. La ciudad colombiana más
cercana es Cartagena de Indias –a 700 kilómetros–, mientras que Nicaragua está a 125 kilómetros. Es
por su ubicación geográfica que, culturalmente, San Andrés está más ligada a la Antillas que al típico
colombiano paisa famoso en todo el mundo. Sus ritmos musicales son el reggae y el calypso, y su casa
tradicional es típicamente antillana, con dos pisos elevados sobre pilotes, puertas y ventanas abiertas y
construida con madera. Pero como toda tradición en casi todo el mundo, la casa antillana también está
amenazada por las oleadas de modernidad que traen materiales nuevos y más baratos. Las casas
antiguas, con algo de estilo inglés y holandés, están por toda la isla, pero existe una –la Casa Museo
Isleña– que se ha abierto al público para exhibir el mobiliario típico de estas casas alegres, espaciosas y
coloridas, muy bien adaptadas al clima y a la geografía del universo caribe.

A bucear
Explorar el fondo del mar –ese otro mundo debajo del mundo– es una de las actividades que más se
disfruta en San Andrés. No hace falta haber buceado antes e incluso ni siquiera se requiere saber nadar.
En primer lugar las empresas de buceo ofrecen un curso en aguas bajas donde se practica durante
medio día hasta ganar confianza (en última instancia sólo se trata de sentirse seguro). Y por la tarde los
novatos buceadores se suben a una lancha para lanzarse al fondo del mar y nadar a 20 metros de la
superficie que se ve desde abajo como si fuese un cielo (debajo del cielo). La nueva dimensión es
absoluta: la sensación es la de flotar en cámara lenta; el único sonido que existe es el burbujeo al expirar
el aire y luego no hay más que un silencio sepulcral. La respiración es lenta y profunda, y el único aroma
es el de la goma de la máscara, que debido a su marco sólo permite mirar al frente. La percepción de
este nuevo mundo se completa con esa sucesión de extrañas formas coralinas que desfilan entre los
buceadores y una serie de seres que, si no se los conociera por los documentales, serían
verdaderamente monstruosos, como la impresionante mantarraya que se desliza y se posa en el fondo
del mar para mimetizarse con la arena. Los protagonistas de esta película surrealista proyectada en la
máscara son los cardúmenes de pececitos de colores que pasan como un haz de flechitas veloces y una
serie de peces con sobrenombres muy ilustrativos como el ángel, el globo, el cirujano, el trompeta y la
damisela. También están las barracudas, las langostas y las nada agradables morenas.
¿Cuáles son las ventajas de bucear en San Andrés? En primer lugar, porque la temperatura del mar es
muy cálida y los sitios de buceo están cercanos a la costa, pero también porque las aguas tienen un alto
nivel de transparencia y hay una buena variedad de corales. La desventaja es que la fauna submarina, si
bien es variada, carece de muchos ejemplares de gran porte. La empresa Divers Team ofrece bautismos
de buceo (www.diversteam.net Tel.: 512-7701 begin_of_the_skype_highlighting 512-
7701 end_of_the_skype_highlighting).

Los cayos
La isla de San Andrés está prácticamente rodeada por un anillo de arenas doradas, o sea es casi una
playa sin fin que se extiende por todo el perímetro. Sin embargo los dos lugares más bonitos son el cayo
Johnny y el cayo Haynes (más conocido como “el acuario”). Estos cayos están a cinco minutos de lancha
de la isla y son las dos excursiones imperdibles que hay en San Andrés. Visto desde la lancha, el Johnny
Cay parece un oasis de palmeras amontonadas en el poco espacio de una pequeñísima isla rodeada por
aguas de un color turquesa furioso. Aquí están las playas más hermosas del archipiélago, con toda la
sombra de las palmeras y un restaurante para comer platos de mar y refrescarse con un trago tradicional
de la zona conocido como “cocoloco”.
El Acuario –o Haynes Cay– es el otro cayo donde los visitantes creen encontrar un símil del paraíso. El
sobrenombre del cayo no es exagerado, ya que el lugar parece un acuario de origen natural. Allí uno
puede irse caminando 500 metros sobre un banco de arena con el agua hasta las rodillas, observando
peces de colores que retozan sin cesar. Justo enfrente del cayo hay otra pequeña isla que se puede
alcanzar caminando. El Haynes Cay carece de palmeras para guarecerse del sol, pero hay en cambio un
restaurante típico con techo de palma donde se vende pescado frito.

COLOMBIA - EL MUSEO BOTERO DE BOGOTA

Elogio de la desmesura
Un recorrido por la obra del colombiano Fernando Botero, famoso por la desbordante
voluptuosidad de sus pinturas y esculturas, que se exhibe en el museo de la ciudad de Bogotá
dedicado al artista. En sus salas también se exponen los cuadros de grandes maestros como
Picasso, Dalí, Renoir, Monet y Degas, pertenecientes a la colección personal de Botero, quien la
donó al Estado colombiano junto con gran parte de sus obras.

El Museo Botero de Bogotá exhibe la mejor aproximación que se puede hacer hoy a la obra del pintor latino más
reconocido del planeta, cuyo sello distintivo es la voluptuosidad casi desbordada de las formas en general. Al
recorrer las salas del edificio de dos pisos que alguna vez fue la sede del Palacio Episcopal, nunca falta quien diga
en tono jocoso que éste es el “Museo de los Gordos”. “No son gordos sino sensuales”, le respondería Botero. Su
obra gira alrededor de una idea de monumentalidad de la forma. Pero cabe anotar que ese sentido monumental no
tiene que ver con el tamaño sino con el poder expresivo de los personajes, como en los retratos del guerrillero
Manuel Marulanda “Tiro Fijo”, de su admirado pintor español Velázquez y de la Monalisa, todos muy bien
engordados, irradiando un aura de magnitud y gran solidez. Al hablar sobre el carácter figurativo de sus óleos,
dibujos y esculturas, Botero explica: “Exagero, pero no invento. Eso me distingue del surrealismo y del realismo
mágico. En mis cuadros no hay nada imposible sino improbable”. Tan improbable como el violín muy gordo o la
pera exageradamente pulposa de Violín sobre una silla (1998) y Pera (1997), obras que también se exhiben en el
museo.

La busqueda de un estilo
Para bucear en la genealogía del estilo boteriano es necesario conocer un poco la historia de Botero, quien nació en
1932. A los veinte años desembarcó en Barcelona –capital del modernismo en el arte y la arquitectura– pero las
obras modernistas lo decepcionan y a los pocos días se traslada a Madrid. Allí se matricula en la Escuela de Bellas
Artes San Fernando y se dedica a visitar constantemente el Museo del Prado para estudiar meticulosamente los
cuadros de Velázquez y Goya. Luego de un paso fugaz por París y el Louvre, se instala en Florencia en 1953. Es
entonces cuando entra en contacto directo con el arte renacentista de Giotto, Piero della Francesca y Massacio. Las
influencias del “quattrocento florentino” marcaron de forma definitiva el estilo distintivo de Botero, que se nutrió
también con elementos del arte precolombino y el avant-garde neoyorquino de los sesenta. Si bien sus cuadros
reflejan un respeto por el sentido de lo clásico, el artista logra al mismo tiempo una versión moderna de la
figuración. Pero detrás de esa aparente sencillez de figuras fácilmente reconocibles rodeadas de un contexto a veces
idílico –casi ingenuo–, hay un mundo de formas sutilmente revolucionarias que apuntan a una nueva concepción de
la belleza, basada precisamente en el paroxismo de las formas. Ese es, esencialmente, su principal aporte a la
historia de la pintura.
En 1955 Botero regresa a Bogotá para exponer las obras que pintó en Europa. Pero la muestra resulta un verdadero
fracaso; la crítica le es hostil y el pintor no consigue vender un solo cuadro. En 1960 Botero se instala en Nueva
York y logra imponer su arte figurativo en el centro mundial del expresionismo abstracto. Su consagración llega
cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York compra su Monalisa.

El retrato desnudo
Botero manifiesta de forma directa su homenaje a los grandes pintores renacentistas. Por un lado retrata a algunos
grandes pintores de diversas épocas, pero también busca referencias concretas de sus grandes obras maestras. Su
primer desnudo lo pintó copiando a Tiziano. Luego realizó su propia Maja desnuda a partir de Goya y mirando a
Tintoretto pintó su primera mujer con los senos descubiertos. Hasta que finalmente las mujeres desnudas –muy
voluminosas– se convirtieron en uno de los temas principales de su obra pictórica y escultórica.
El anacronismo que rodea a los personajes de sus cuadros es otro rasgo que se distingue al observar detenidamente
las obras que se exhiben en el museo. No hay edificios ni autos modernos, sino casas bajas con tejados rojos y
hombres andando a caballo. Es evidente que se trata del mundo de la infancia del pintor, cristalizado en la década
del ’30. En ese universo los colores de la paleta están limitados al rojo carmesí, el azul cobalto, el amarillo ocre y el
verde renacimiento. Mientras que el uso de la luz carece de un sentido lógico, es decir que la iluminación de un
cuarto es arbitraria e independiente de los rayos que puedan ingresar por una ventana.
En el Museo Botero se puede ver también una muestra de las esculturas de bronce que el artista viene realizando
desde 1983, muchas de las cuales están expuestas en las principales avenidas de ciudades como París, Montecarlo,
Moscú, Madrid, San Petersburgo, Nueva York y Buenos Aires. Su pasión por la escultura lo llevó a mudarse a
Pietrasanta –en la Toscana italiana–, un lugar célebre por sus fundiciones. En la planta baja del museo se exhibe la
enorme Mano Izquierda, una de sus obras más famosas.

Colombia

Un rosario de islas paradisíacas

Frente a la colonial Cartagena de Indias, un archipiélago declarado parque nacional por su


riqueza coralina

SLAS DEL ROSARIO (El Tiempo de Colombia/GDA).- A unos 90 minutos en lancha, saliendo
desde el muelle de La Bodeguita, en la bahía de Cartagena de Indias, y frente a la ciudad
colonial, está el paraíso: las islas del Rosario. Un archipiélago con 27 islas que fue declarado, por
su riqueza coralina, como parque natural nacional. Aquí está uno de los arrecifes de corales más
importantes de las costas del Caribe de Colombia.

Aguas de siete colores, transparentes y apacibles. Playas de arena blanca y cielos azules y
limpios caracterizan esta área insular de Cartagena. Otro mundo, sin duda. Aquí es posible
desconectarse para disfrutar a plenitud del silencio de cocoteros y de la belleza incomparable de
unos mares de aguas tibias que dejan ver sus tesoros naturales sin mucho esfuerzo.

Los amantes del buceo se lanzan con tranquilidad para recorrer el territorio submarino de estas
islas que, según los conocedores, poseen unas 50 especies de coral; cerca de 200, en cada caso,
de moluscos, peces y celentéreos, y más de 400 foraminíferos, entre otras especies, que pueblan
un complejo hábitat de más de 120.000 hectáreas de lecho marino, pantanos, ciénagas y esteros
en los que se encuentran fabulosas praderas y recovecos del mar. Un deleite para los buceadores.

Diariamente, desde el muelle de La Bodeguita zarpan lanchas de turismo que ofrecen paquetes
que incluyen el transporte, la estada y la comida en hoteles construidos a orillas de las playas. A
los viajeros se les brindan almuerzos típicos de la región: plato de arroz con coco, pescado frito,
patacones (tajadas de banana madura) y ensalada.

En una de las islas del archipiélago, San Martín de Pajarales, se encuentra el oceanario,
construido por un defensor de esta rica zona, y en el que los visitantes pueden interactuar con
especies marinas como delfines. De hecho, aquí nació el primer delfín en cautiverio. Auquí se
puede apreciar especies maravillosas como tiburones, tortugas gigantes, rayas y meros.
En Isla Grande, la de mayor dimensión de las del Rosario, hay un hotel para disfrutar el día y la
noche. Está dotado de diversos servicios para atender a los niños; piscina, en caso de querer
cambiar el panorama de la playa, y habitaciones con aire acondicionado. Hay otros hoteles, en
otras islas del archipiélago, con cabañas para seis u ocho personas. Eso sí, sólo ambientes
compenetrados con la naturaleza.

Datos útiles Dónde dormir Hoteles boutique

• San Pedro Majagua, Isla del Pirata, Isla del Encanto, Cocoliso Isla Resort e Isla Paraíso
Beach Resort.

• Las tarifas están entre 235 y 350 dólares por noche, incluyendo comidas y actividades
acuáticas.

Sobre las islas del Rosario:

www.colombia.com/turismo/sitio/islas_rosario
www.turismocartagenadeindias.com/es/isladelrosario.htm

Colombia, el riesgo es que te quieras quedar. Con este slogan partimos deseosos de conocer el
Caribe colombiano y comprobamos cuán acertado estaba. Conocimos Cartagena de Indias y San
Andrés. Sobre Cartagena era sabido que nos encontraríamos con un lugar de gran riqueza
cultural e histórica, por lo que es Patrimonio de la Humanidad. También hallamos bellezas
naturales y una población que simpatiza con los argentinos de manera destacable. ¿Será por el
fútbol? Algo de eso hay, ya que nos encontramos con Messi, Carlitos Tevez y Palermo como
seudónimos de vendedores de las playas.

Entre los vendedores de suvenires y baratijas también estaban las masajistas. Todos acosan a los
turistas en las playas y en las calles de Cartagena. Pero no hemos visto en ningún momentos
pedidos de limosna, como tampoco se ve a limpiavidrios, ni gente revisando la basura.

Cartagena es bellísima y la Ciudad Amurallada, mágica. Se recomienda hacer un recorrido en


Chiva, típico bus colombiano; la caminata por la zona amurallada, y un paseo en carruaje, por las
noches, entre calles, plazas y construcciones -algunas del siglo XVI- artísticamente iluminadas.
También, los paseos por el mar Caribe, especialmente a las Islas del Rosario, Isla del Sol e Isla
Baru.

Respecto de San Andrés, es una isla en forma de caballito de mar, de 26 km cuadrados, que
forma parte del archipiélago formado además por las islas de Providencia y Santa Catalina e
islotes, cayos y bancos. Las aguas del mar, rico en arrecifes y corales, tienen una variación de
siete azules, según dicen los nativos.

El buceo es el deporte predilecto en la isla. Por vía terrestre, recomendamos nuestra experiencia
de recorrerla en todo su perímetro alquilando una especie de carro de golf, respetando una
velocidad máxima de 30 km por hora, lo que nos permitió gozar del bello espectáculo natural.

Además, San Andrés es puerto libre, algo que da acceso a otro entretenimiento, salir de
shopping.
San Andrés invita a un trago

Al son del reggae y con un cocoloco, la bebida típica de esta


isla colombiana, se disfruta mejor del sol y de los
encantos de las playas
SAN ANDRES, Colombia.- "Tómate un cocoloco" es, sin duda, la segunda frase que se escucha
de boca de un isleño cuando se arriba a San Andrés -la primera es para dar un saludo cordial de
bienvenida. Esta mezcla de cinco licores, whisky y jugo de coco es la especialidad de los barmen
del hotel, de los bares, de los puestos de la playa; no hay quien no sepa preparar el trago. La
propuesta suena con eco y se pierde en la voz de Bob Marley que canta Could you be love en
boca de unos y de otros.

Desde tiempos remotos, ingleses, españoles, holandeses y anglo-africanos se rindieron ante el


encanto de esta pequeña tierra de formación coralina, destino inmejorable para quienes disfrutan
de la playa como de pocas cosas en la vida. Porque, sin exagerar, el Caribe que la rodea es el más
lindo que se haya visto: pintado con una paleta de siete colores que sólo tienen a mano los
corales que habitan el fondo del mar.

Nadar con los peces es, aquí, cosa de todos los días. Siempre transparente, el agua templada
invita a ponerse las gafas y distinguir especies, mirarlas de cerca, sin susto. Hay más de treinta
sitios naturales excepcionales para salir de buceo y otros artificiales que ganaron fama gracias a
las formaciones de corales que rodearon los tres barcos hundidos visibles desde el perímetro de
la isla.

Si bien las arenas blancas del centro y del Sur tiene gran encanto, pasar el día en Johnnie Cay es
una escapada obligada. Del incoloro al verde, celeste, turquesa, azul y algunos violáceos. Los
quince minutos de viaje en lancha bastan para comprobar que es cierta la fama multicolor del
agua, ahora cristalina, que descansa en el cayo de costa semirrocosa.

Un kilómetro y medio a la redonda le basta a este lugar para desplegar su encanto. Las palmeras
que crecen en el centro del islote exhiben la bandera roja, amarilla y verde de la cultura
jamaiquina y de entre sus troncos sale el batallón pacífico de negros rasta a ofrecer almuerzos
típicos, vueltas en banana, toldos y sillas. Sí, también cocoloco y cocofresa (helado de fresa y
jugo de coco) para restarle calor al sol.

A las cinco de la tarde suena el último reggae; los isleños lo cantan con el alma, en perfecto
inglés. Después ya no queda nadie; tostados hasta los dientes, todos participan de la fuga en masa
de regreso a San Andrés.

Una vuelta cortita

Además de salir de rumba, sobre una chiva -el colorido ómnibus del Caribe colombiano- se
puede bordear San Andrés en media hora, por el camino de circunvalación.

La ronda hace varias paradas: en Rocky Kay, Sound Bay y en South End el alto se extiende
varios minutos. Un puesto de artesanías le da la espalda a la brisa salada. Pero más que por lo
que vende, El Brujo es conocido porque no hay mujer que se salve del hechizo de su mirada.
Después de una fugaz visita al Hoyo Soplador, se llega a la bahía protegida de Cove Bay. Una
negra peinada con ruleros friega la ropa contra la tabla de lavar junto a la puerta de la casa más
linda. Aunque parezca mentira, en esta isla que si por algo no sobresale es por sus viviendas (el
70 por ciento de los terrenos está sin construir), una vez por año se elige la casa más bella y se la
premia con 550 dólares y varios tarros de pintura.

Vale la pena llevar siempre puesto el traje de baño; la cara oeste sanandresina se caracteriza por
sus piscinas naturales, protegidas de la pesca, pero no de los saltos de trampolín o tiradas de
tobogán. A simple vista se pueden ver el pez cirujano, un azulino que exhibe dos puntas
cortantes en su cola, y el sargento mayor o picapica. Si se tira al agua un puñado de caracol
molido, decenas de especies más se asoman a saludar a los curiosos.

Antes o después de visitar la cueva donde se supone que el malvado pirata Morgan enterró los
tesoros que robaba a los españoles, el ómnibus se aleja de la costa para subir hasta La Loma.

La iglesia bautista de 156 años, construida en Alabama, está en uno de los puntos más altos de la
isla. Religiosamente todos los domingos, por la mañana y después de las tres de la tarde, los
negros isleños se reúnen en la ceremonia de gargantas nativas. Un mimo para los oídos de los
blancos que eriza la piel.

Cartagena
Romántica y colonial

En otra época fue codiciada por piratas, hoy es meca de los


viajeros que buscan combinar días de relax con
pinceladas de historia a orillas del mar
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Viernes 23 de junio de 2000 | Publicado en edición impresa


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Las callecitas angostas del casco antiguo tiene


balcones añosos y esconden leyendas en cada portal Foto: Cecilia Malachowski4

CARTAGENA DE INDIAS, Colombia.- Las murallas que cercan a la vieja Cartagena, secas,
amarillentas, impregnadas de olor a coloniaje y leyendas mágicas, impiden que la ciudad vea el
paso del tiempo. Quizá sea por eso que en sus antiguas callejuelas todavía se escuchan cuentos
de corsarios cojos con cara de malos, negros esclavos, brujos herejes, inquisidores de hoguera.

Algo anacrónico y fantástico se advierte entre sus plazas, antiguos conventos y casas señoriales.
Es la historia que habla a gritos, y sugiere vestirse con traje de buzo para conocer a fondo las
aventuras que, desde 1533, se sucedieron en este atractivo escenario.

Desde entonces, Cartagena de Indias se convirtió en una costa clave del imperio español en
América, segura y necesaria para el intercambio comercial. Consolidado el tráfico de especias y
costosas mercancías, de su puerto zarpaban galeones colmados de oro rumbo a Europa. Esta
intensa actividad no tardó en despertar el apetito de insaciables piratas que, a pesar del parche en
el ojo, vieron la tierra prometida de sus nuevos saqueos.

Por eso Felipe II ordenó que se levantaran paredes de defensa, una obra que demoró 194 años y
sirvió varias veces para defender a la ciudad de ataques tan estruendosos como el de los ingleses,
en 1741.

De la impenetrable, la heroica -como con justa razón apodaron a Cartagena- todavía se


conservan 16 de los 23 baluartes originales, fortines en sitios estratégicos; y quedan 8 kilómetros
de los 11 que formaban el cinturón de muros, el resto fue derribado en 1916.

Recorridos al paso
La Torre del Reloj es la entrada principal al casco antiguo; recorrerlo a pie y perderse
conscientemente en el espectáculo de sus calles angostas es la premisa para descubrir esta
ciudad, declarada Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad por la Unesco.

Al paso, entre la marea humana que se mece de día y de noche, desfilan vendedores de todo. Más
aún en las veredas de la vía Badillo y del Tablón, un mercado donde conviven traperíos, puestos
de fruta, calzado y hierbas que llevan el rótulo de milagrosas. O en las bóvedas, que antes
sirvieron para abrigarse de las bombas enemigas y ahora funcionan como almacenes de
esmeraldas engarzadas en piezas de oro.

El vendedor de peto desaparece de escena si nadie le hace señas para que detenga la marcha de
su triciclo. Mientras pedalea, prepara una pasta dulce de maíz y leche en una cacerola que
transporta sobre un mechero móvil.

La caminata sigue su curso y es imposible obviar el colorido de los balcones cubiertos de


geranios y santa ritas. En otros tiempos, por su tamaño, estas galerías a la calle representaban
títulos de nobleza, marcaban diferencias de clase.

"Existe una suntuosa e imponente casa colonial, una de las pocas reliquias que la picota
demoledora respetó. Su alto y pesado portón, con sus balcones y tribunas antiguas y el macizo
aldabón, trae a la mente la época de esplendor de la ciudad." El historiador Raúl Porto de Portillo
se refiere así a la vivienda del marqués de Valdehoyos, el mayor comerciante de harina y
esclavos del siglo XVII. Justamente por ser conocido como un traficante de negros infelices, a la
calle que ocupa le pusieron el nombre de La Factoría.

Si bien el lugar no está abierto al público para las visitas, es posible echarle un vistazo al
mobiliario francés, subir por la escalera de caracol hasta el mirador y obtener desde allí una vista
del Caribe. Porque para entrar en la mansión, donde se alojó por una noche Simón Bolívar, basta
con llevar encima un puñado de monedas. "Si el turista colabora, yo colaboro", sugiere, por lo
bajo, el guardia apostado en el acceso.

Un cuento en cada esquina

Las páginas de Gabriel García Márquez no desperdiciaron rincón de esta casa y sacaron
provecho de la mala fama de la familia. El escritor colombiano tampoco ignoró las leyendas que
todavía se dejan oír en los pasillos del magnífico hotel Santa Clara, ex convento y hospital de
caridad. Cartagena de Indias está saturada de realismo mágico (ver recuadro), en cada esquina
nace un cuento.

La fábula de la Calle de las Damas dice que el rey de España y los suyos caminaron por allí de
incógnito, vestidos con trajes de mujer, para ver las murallas de cerca. Como éste, varios
caminos empedrados deben su nombre a las habladurías. Uno más.

La Calle de la Mantilla cobija una historia romántica y sangrienta, la de María Encarnación, una
muchacha locamente enamorada que se ahorcó con un velo de seda cuando su prometido se fugó
sin dar aviso.

Sin embargo, los chismes de los cartageneros no siempre fueron inocentes. Cuando en 1610 la
sede del Santo Oficio se instaló en la ciudad para combatir la herejía, varios denunciaron en el
buzón de la ignominia a bígamos, homosexuales y ladrones. Algunos métodos de tortura
frecuentes quedaron documentados en el interior del Palacio de la Inquisición, en la morbosa
Cámara de los Tormentos y el Pabellón de la Brujería.
La ruta turística se toma una tregua en repetidas ocasiones. El calor agobia y la proximidad del
mar no es suficiente paliativo para los más de 30ºC que se sienten a sol y a sombra.

A la vera del Muelle de los Pegasos (allí se toman las lanchas que van a las Islas del Rosario)
varios puestos se distinguen como un oasis. Un jugo de guanábana le sienta muy bien a la pausa
en el itinerario; el licuado de esta fruta fibrosa, de sabor mixto a banana y pera, se sirve helado,
en vasos metálicos que alcanzan un litro. Después de unos cuantos tragos, y por qué no de probar
un buñuelo de gallo capado, se está en condiciones de volver a escena. Salir a la pesquisa de
nuevas anécdotas implica, también, encontrarse con el diablo. Es que entre tantos personajes
amados y odiados no podía faltar éste, que siempre mete la cola.

El muy testarudo -dicen- quiso derribar la iglesia de Santo Domingo ni bien habían terminado de
levantarla, y aunque no pudo salirse con la suya, después de su aparición el edificio quedó fuera
de base y debieron construirse los contrafuertes que estrecharon el actual Callejón de los
Estribos.

Enfrente, la Plaza Santo Domingo se lleva la gracia de la más visitada. Los barcitos mantienen
sus mesas bajo el cielo hasta entrada la madrugada y despachan cada noche infinitos vasos de ron
y tintos, café negro. Sin mañas que valgan, el extranjero caerá en las garras de niños
emboladores (como llaman a los lustrabotas), intérpretes de cumbias sabrosonas, vendedores
hasta de ilusiones. Como en casi todos los sitios adonde uno vaya, también allí estará Julio César
Cruz Pardo, un hombre verborrágico que se gana la vida con un monólogo basado en las formas
que adquiere el sombrero biónico espacial, de creación propia.

Así y todo, con su plaga de turistas y buscavidas, la armonía de este delicioso lugar no se altera.
Algunos colombianos se instalan junto a las farolas con guitarras y maracas. Otros deciden salir
de rumba, mientras sus vecinos ordenan la segunda ronda de cuba libre. Un desinhibido se larga
a cappella por el cancionero de la música popular. Los que se acercan a la plaza contemplan la
calle que se pierde entre luces amarillas hasta chocar con la muralla. Mientras tanto, el reloj
marca vaya a saber qué hora. En esta ciudad con aroma a café no hay síntomas de tiempo nuevo.

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