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Soy Ártemis, hija de la divina Leto, diosa de la noche y del

gran Zeus, padre de todos los dioses y hermana de Apolo, el del arco
de plata, nieta de Febe, la de la corona de oro y de Ceo el inquisitivo,
padres de mi madre y de Cronos y Gea, padres de mi padre y
también padres de los padres de mis padres.

Cuando Hera descubrió que Zeus era nuestro padre, prohibió


a mi madre que diera a luz en tierra firme o isla del mar. Pero Leto
encontró una isla flotante que había sido creada recientemente,
llamada Ortigia, rodeada de cisnes. Allí nací yo. Después ayudé a
mi madre a dar a luz a mi venerable hermano. Cuando nacimos
nosotros, la isla pasó a llamarse Delos, la fijó al fondo del océano y
fue consagrada a Apolo.

Soy la diosa de la caza y de la naturaleza salvaje. También de


la altura, la pureza, la belleza o la eterna juventud. Pero, quizás el
rasgo más destacado es mi distanciamiento de los hombres, pues soy
por voluntad propia, una diosa virgen. Mis santuarios están siempre
alejados de las ciudades y cerca de los bosques, donde vivo con mi
séquito de fieles seguidoras también vírgenes. A estos santuarios los
griegos los llaman “eschaitiái”

Soy una diosa que nunca llegaré a la madurez y pasaré la


eterna existencia siendo joven. Por esto, soy la patrona de las jóvenes

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mortales hasta que contraen matrimonio y les llega el momento de
perder su virginidad.

También tengo fama de ser muy vengativa. Quizás a los que


me escuchan hoy y se sientan a mí alrededor, les sirva de lección un
castigo ejemplar que di al orgullosos y deslenguado Orión:

Orión, sí, Orión. Me acuerdo de él simplemente por el castigo


que le impuse y que para su desgracia no consiguió derrotar.

Orión era hijo de Posidón, el de los terremotos, y podía andar


sobre las aguas. Era un muchacho fuerte, hermoso y un magnífico
cazador, pero muy orgulloso. Cometió un terrible error: presumió de
cazar mejor que nadie y de ser capaz de dar muerte a cualquier
animal o fiera que se cruzase en su camino. Se jactó de ser tan gran
cazador que me desafió a mí. ¡A mí! Mi sangre hervía, bullía y me
quemaba dentro del cuerpo. Creé un escorpión gigante, tan grande
como mi rabia y como su presunción. Orión luchó contra el terrible
escorpión valientemente, sí, pero murió en el intento. Murió por un
picotazo del animal en el talón, como si de una flecha hacia el talón
de Aquiles se tratase. El vanidoso cazador se derrumbó, se quedó
paralizado y después murió. Zeus, amontonador de nubes, quiso
recompensar su bravura y le colgó del cielo. También hizo una
constelación del gigante escorpión que causó la muerte del cazador.
Pero yo no estaba contenta. Me había desafiado y su desfachatez
había sido recompensada siendo parte del firmamento. No podía
permitirlo. Propuse un trato a Zeus: que nunca estuviesen juntas
ninguna de las dos constelaciones. Por eso Orión sale siempre por
Occidente huyendo cuando el escorpión sale por Oriente.

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