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 En este artículo se analizan, en primer lugar, los cambios que están teniendo
lugar en el contexto de la educación superior, especialmente en la española y en la europea.
A continuación, se presentan algunas ideas acerca de cuál debería ser la respuesta de la
educación superior frente a estos cambios, con el fin de que las universidades sean capaces
de seguir sirviendo a la sociedad, sobre todo a la nueva, que llamamos del conocimiento.

 Neste artigo, são analisadas, em primeiro lugar, as mudanças que estão
acontecendo no contexto da educação superior, especialmente na espanhola e na européia.
A seguir, são apresentadas algumas idéias a respeito de qual deveria ser a resposta da
educação superior frente a estas mudanças, com o objetivo de que as universidades sejam
capazes de seguir servindo à sociedade, especialmente à nova, que chamamos a do
conhecimento.

(*) Director del Centro de Estudios en Gestión de la Educación Superior de la Universidad


Politécnica de Valencia, España.

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Los universitarios tienen cierta tendencia a creer en la inmutabilidad de los principios


universitarios. Existe una idea, o al menos una sensación compartida, de que los principios
que inspiran la organización educativa, el proceso de enseñanza, las relaciones con la
investigación, por poner unos ejemplos, han permanecido sin cambios a lo largo de los
años, y de que forman parte de las esencias de las instituciones universitarias. Es curioso
que los universitarios, muy críticos con la mayoría de los aspectos de la ciencia o de la
sociedad, sean tan respetuosos con lo que se llama la cultura universitaria (Sporn, 1996). En
consecuencia, las universidades, dirigidas en muchos países por los propios universitarios,
se comportan como instituciones conservadoras, sobre todo en los momentos de grandes
cambios. Vivimos ahora unos momentos en los que la sociedad está sufriendo mutaciones
muy profundas, y sería necesario que la universidad se adaptase a ellas si no quiere verse
convertida en una institución obsoleta que ya no responde a las demandas sociales. En este
artículo revisaremos algunos de los cambios que están teniendo lugar en la sociedad y que
afectan al mundo universitario, para pasar después a proponer algunas respuestas que ese
mundo debería dar a estos cambios de contexto.

Revisaremos, en primer lugar, algunas ideas sobre los modelos históricos de la educación
superior. Los universitarios solemos estar muy orgullosos de la vieja y larga vida de las
universidades, que se remonta a la Edad Media. Sin embargo, las universidades, tal como
hoy las conocemos, son mucho más recientes. Fue a principios del siglo XIX cuando tuvo
lugar el gran cambio de la universidad medieval a la universidad moderna. En ese momento
aparecieron tres modelos de universidades con organizaciones diferentes, que se
corresponden con otras tantas respuestas a la sociedad emergente del siglo XIX. Esta
sociedad se caracterizaba por dos hechos: en primer lugar, se trataba de una sociedad en la
que adquiría importancia como nuevo modelo de organización social el Estado-nación
liberal; en segundo lugar, era la sociedad en la que se estaba produciendo el desarrollo
industrial. Ante ese fenómeno común en Europa y en los nuevos Estados americanos:
surgimiento de los Estados nacionales y de la era industrial, los países respondieron con
diferentes modelos de organización de sus universidades. Dichos modelos se pueden
agrupar en tres tipos:

¢ El alemán, también llamado humboldtiano, se organizó mediante instituciones


públicas, con profesores funcionarios y con el conocimiento científico como meta
de la universidad. En ella, el objetivo era formar personas con amplios
conocimientos, no necesariamente relacionadas con las demandas de la sociedad o
del mercado laboral. La idea que sustentaba el modelo (heredada del idealismo
alemán del siglo XVIII) era que una sociedad con personas formadas
científicamente sería capaz de hacer avanzar al conjunto de la sociedad en sus
facetas sociales, culturales y económicas. De hecho fue así durante más de un siglo,
y las universidades alemanas ayudaron no poco a convertir al país en una potencia
científica y económica.
¢ El modelo francés, también llamado napoleónico, tuvo por objetivo formar a los
profesionales que necesitaba el Estado-nación burocrático recién organizado por la
Francia napoleónica. Las universidades se convirtieron en parte de la administración
del Estado para formar a los profesionales que ese mismo Estado necesitaba. Los
profesores se harían funcionarios públicos, y las instituciones estarían al servicio del
Estado más que al de la sociedad. El modelo, exportado a otros países del sur de
Europa, tuvo éxito también para la consolidación de las estructuras del Estado
liberal.
¢ El modelo anglosajón, al contrario de los dos anteriores, no convirtió en estatales a
las universidades, manteniendo el estatuto de instituciones privadas que todas las
universidades europeas tenían hasta principios del siglo XIX. En las universidades
británicas, cuyo modelo se extendió a las nor-teamericanas, el objetivo central fue la
formación de los individuos, con la hipótesis de que personas bien formadas en un
sentido amplio serían capaces de servir adecuadamente las necesidades de las
nuevas empresas o las del propio Estado. Este modelo, como los otros, también tuvo
éxito en los países en los que se aplicó, pero, a diferencia de los otros, resistió mejor
el paso del tiempo y parece estar más adaptado al contexto actual.

Los tres modelos de universidades que surgen en los inicios del siglo XIX, han ido
entremezclando sus características con el paso del tiempo. Por ejemplo, la investigación
científica, una característica típica del modelo alemán a la que eran ajenas las universidades
anglosajonas, se incorporó a algunas de ellas a finales del propio siglo XIX. Sin embargo,
las universidades francesas o algunas otras instituciones de educación superior de ese país,
como las O 
, siguen siendo ajenas a la idea de que la investigación es una
parte esencial de la vida universitaria. Podemos apreciar que algunas cosas que los
universitarios consideramos fundamentales, como la investigación, son ajenas a la
universidad antigua, pero también a muchas universidades modernas. Este es un buen
ejemplo de que la universidad tiene menos principios sagrados y generales que los que los
propios universitarios solemos creer.

España es un caso típico de modelo napoleónico de universidad, aunque las reformas que
tuvieron lugar durante los años 80 nos separaron algo de ese modelo. Sin embargo, y a
pesar de la autonomía y de la formal separación del Estado, las universidades siguen siendo
instituciones con un fuerte carácter funcionarial, con un gobierno burocrático, y, sobre todo,
con una fuerte orientación profesionalizante (Mora, 2004). Esta última característica de la
universidad española, la orientación profesionalizante que compartimos con muchos otros
países, especialmente con los latinoamericanos, merece que se le preste especial atención.

El modelo dominante en Latinoamérica se asemeja en lo fundamental al napoleónico, y está


concebido para dar respuesta a las necesidades de un mercado laboral caracterizado por:

¢ Profesiones bien definidas, con escasa intercomunicación, con competencias


profesionales claras, y, en muchos casos, hasta legalmente fijadas. La escasa
intercomunicación que las profesiones tienen entre ellas, hace que las competencias
requeridas sean siempre específicas y relacionadas con un aspecto concreto del
mundo laboral.
¢ Profesiones estables, cuyas exigencias de competencia profesional apenas cambian
a lo largo de la vida profesional.

El sistema de educación superior, y de alguna manera el del conjunto del sistema educativo,
daba respuesta a estas necesidades específicas del mercado laboral. La palabra
«licenciado», de tanto arraigo en nuestros sistemas universitarios, representa bien ese
sentido que se le ha dado a la universidad como otorgadora de licencias para ejercer las
profesiones. Lógicamente, si se trataba de formar para pro-fesiones que además iban a ser
estables durante mucho tiempo, las universidades formaban enseñando el estado del arte en
cada profesión. Todos los conocimientos que podían ser necesarios para ejercerla debían
ser inculcados en los jóvenes estudiantes. La hipótesis era que todo lo que no se aprendía en
la universidad ya no se iba a aprender después. Los profesores, actores principales del
proceso educativo, debían procurar que los estudiantes aprendieran el máximo de
conocimientos específicos que fueran a ser necesarios en la vida laboral, pero, sobre todo,
que los profesores deberían garantizar que ningún estudiante que obtuviera el título
académico (que igualmente era el profesional) careciera de esos conocimientos
imprescindibles para el ejercicio de la profesión. La universidad y el profesor eran ±y
siguen siendo± garantes de que los graduados tengan la competencia profesional necesaria.
Las universidades no sólo dan la habilitación académica sino también la profesional, al
contrario de lo que sucede en el mundo anglosajón, en el que la habilitación para el
ejercicio profesional la otorgan los gremios profesionales y no las universidades. Este es un
hecho relevante que podría cambiar pronto, y que supondría una auténtica revolución en el
modelo tradicional de las universidades.

Este modelo educativo, que se creó hace dos siglos, sigue presente en buena medida en la
universidad española. Una reciente encuesta (Teichler y Schonburg, 2004) realizada a
graduados universitarios europeos y españoles, muestra el parecer que estos graduados
tienen sobre el tipo de formación que han recibido en la universidad. La encuesta se realizó
en el año 1999 a personas que habían terminado sus estudios cuatro años antes. Por tanto,
se trataba de opiniones de graduados que habían asistido a la universidad en la década de
los 90, es decir, durante la época de las reformas educativas que tuvieron lugar a principios
de ese período en España. Los resultados de una de las cuestiones planteadas (el énfasis que
se hacía en la universidad sobre una serie de aspectos) se muestra en la tabla 1. En la
primera columna se presentan los resultados referidos a Europa, y en la segunda los
correspondientes a España.

El modelo pedagógico del sistema universitario español queda perfectamente definido en


los resultados de esta tabla. Los graduados creen que la universidad hace hincapié en la
transmisión de teorías y de conceptos, mientras que el aprendizaje independiente, el
conocimiento instrumental, el aprendizaje basado en problemas y en proyectos, las
actitudes y habilidades sociales y comunicativas, la adquisición directa de experiencia
laboral, no superan el valor central del 5. Además de teorías y de conceptos, el sistema
concede importancia a la asistencia a clase y al consiguiente valor del profesor como fuente
fundamental de información.


 
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(Indicador que toma valores entre 0 y 10)

Podríamos sintetizar la situación, caricaturizándola algo, afirmando que el modelo


pedagógico de la universidad española consiste ante todo en un profesor contando teorías y
conceptos a alumnos sentados con regularidad en el aula. También en Europa (no hay que
olvidar que los datos de esta primera columna incluyen a los españoles, a los franceses o a
los italianos, en los que también impera el mismo modelo educativo) la teoría y los
conceptos son lo más destacado por las universidades, pero, a diferencia de España, el
aprendizaje independiente o el aprendizaje de hechos y de conocimientos instrumentales
supera el punto central de valoración. Sin llegar al punto medio, pero siempre por encima
de la media española, se encuentra el aprendizaje basado en problemas y en proyectos, en el
de habilidades sociales y comunicativas, y en la adquisición directa de experiencia laboral.
La imagen sobre el modelo pedagógico español que ofrecen estos resultados representa
bien a las claras un sistema obsoleto, que responde todavía a las necesidades de un mercado
laboral decimonónico.

La tabla 2, obtenida de la misma encuesta, confirma esa visión de la formación pedagógica


que ofrece la universidad española. Los graduados españoles (como los europeos)
valoraban especialmente el contacto con los compañeros. También superan el valor central
el con-tenido de los programas o la calidad de la docencia. Sin embargo, el diseño del plan
de estudios, es decir, la organización del proceso de enseñanza y aprendizaje, no es
aprobado por los graduados españoles, que igualmente valoran de forma negativa el
carácter práctico de las enseñanzas, el relieve que se le da a la investigación, o las
oportunidades que se les ofrecen para participar en proyectos o en prácticas en empresas.
Es evidente que el problema de la formación que reciben los universitarios no reside en el
contenido de las asignaturas o en la calidad de los profesores, sino en una incorrecta
organización del conjunto de los estudios, con muy escaso acento en la práctica o en el
proceso de aprendizaje mediante la investigación, la participación en proyectos, las
actividades formativas y las prácticas en empresas. Como en la situación anterior, los
resultados para el conjunto europeo son mejores que para el caso español en todos los
aspectos, aunque también los graduados europeos suspenden a sus universidades en cuanto
a la escasa importancia práctica de la enseñanza, a la parca participación en actividades de
investigación, y a las exiguas oportunidades para participar en proyectos o en prácticas en
empresas.


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(Indicador que toma valores entre 0 y 10)

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Como hemos podido apreciar, el modelo de formación universitaria vigente en España,


pero que tiene mucho en común con el actual de buena parte de Europa y de Latinoamérica,
responde a las necesidades de una sociedad y de un mercado laboral que están
desapareciendo. El contexto al que ha de responder la educación superior está cambiando, y
es necesario que también se modifique el modelo de formación si se quiere dar respuesta a
las necesidades de este nuevo contexto. Revisemos con brevedad cuáles son las
características más relevantes de este nuevo contexto para la educación superior.

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La globalización del contexto de la educación superior es casi una obviedad. El mercado


laboral, sobre todo el de los graduados universitarios, se está haciendo global en un doble
sentido: no sólo los graduados trabajan con creciente frecuencia en otros países, sino que lo
hacen en compañías transnacionales cuyos métodos de trabajo, de organización y de
actividades tienen un carácter global. Esa globalización, y, por tanto, la de sus
requerimientos formativos, afecta de manera muy directa al funcionamiento de las
instituciones universitarias, que deberán dar respuesta a unas necesidades de formación que
ya no son las específicas de un entorno inmediato.

Otra característica importante de la globalización es la velocidad con la que se mueve el


conocimiento. La relativa estabilidad de las profesiones, típica de la era industrial, ligada a
unos conocimientos constantes y a un entorno específico, ya no es la situación imperante.

Un tercer aspecto que hay que resaltar de la sociedad global es la competencia global de
instituciones de educación superior. Las rondas gatt insisten en la inclusión de la educación
superior como un servicio más sometido al libre intercambio que se promueve desde la
Organización Mundial del Comercio (Deupree y otros, 2002). Estados Unidos y Australia,
dos países típicamente exportadores de educación superior, son los patrocinadores de este
proceso de liberalización, que puede representar un cambio enorme para el futuro de las
instituciones universitarias y para la formación que ellas imparten. En dicho sentido, uno de
los cambios más «peligrosos» para la actual estructura de las universidades tradicionales es
la posibilidad de que éstas pierdan su privilegio nacional de ser expedidoras de títulos
académicos (y en consecuencia de los profesionales, tal como ocurre en muchos países). Si
eso sucediera ±y es verosímil que antes o después suceda±, las universidades tendrían que
competir a un nivel inimaginable en estos momentos.

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La aparición de la llamada sociedad del conocimiento es otro de los cambios en el contexto


de la educación superior que va a ejercer mayor influencia sobre el funcionamiento de las
universidades (CE, 1995, 1997, 2003). El valor económico de la educación, y en particular
de la superior, ha estado latente desde el siglo XIX, cuando las universidades se dispusieron
a dar respuesta a las nuevas demandas de la era industrial. Sin embargo, fue en la segunda
mitad del siglo XX cuando el valor económico de la educación fue universalmente
reconocido por los analistas (Mora y Vidal, 2003). Durante ese período, que fue testigo de
un gran desarrollo tecnológico, los expertos empezaron a percibir con claridad que ese
desarrollo sólo era posible si se disponía de recursos humanos muy cualificados. En la
sociedad del conocimiento, a diferencia de la sociedad industrial, se considera que son el
conocimiento y la tecnología, y ya no la mera producción industrial, los elementos de
mayor impacto para el desarrollo económico y social de las comunidades.
El entorno de las universidades está cambiando en esta sociedad que emerge, con las
siguientes características (Scott, 1996):

¢ Aceleración de la innovación científica y tecnológica.


¢ Rapidez de los flujos de información en una nueva dimensión del espacio y del
tiempo.
¢ Aumento del riesgo en la mayoría de los fenómenos, de la complejidad, de la no-
linealidad y de la circularidad.

En esta sociedad adquieren nueva relevancia la educación superior y las universidades, ya


que éstas no sólo son una de las principales fuentes para generar conocimiento (gran parte
de la investigación que se realiza en los países la llevan a cabo las universidades), sino que
son ellas los centros básicos de transmisión del conocimiento, de la ciencia y de la
tecnología. Si las universidades han sido importantes en la era industrial, su papel en la
sociedad del conocimiento puede ser mucho más importante, siempre que sepan responder
con flexibilidad a las nuevas demandas de esa sociedad del conocimiento. La universidad se
vislumbra como una generadora de conocimiento, aunque no la única, y como una empresa
al servicio de las necesidades de formación y de desarrollo tecnológico del entorno dentro
de la sociedad del conocimiento.

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En las últimas décadas, las viejas instituciones medievales han experimentado la


transformación más importante de toda su historia: pasar de ser unos establecimientos
dedicados a formar a las elites, a convertirse en el lugar de formación de una gran parte de
la población, lo que ha venido en llamarse un sistema de educación superior universal
(Trow, 1974). Las universidades, por primera vez en su trayectoria, se han hecho
universales en tres sentidos:

¢ En su expansión geográfica, ya que se han extendido a todos los lugares, de modo


que apenas es necesaria la movilidad física para poder asistir a un centro de
educación superior. Pero, además, el desarrollo creciente de la educación virtual (a
pesar de las limitaciones que todavía tiene este tipo de educación), permite el acceso
a la formación superior desde cualquier lugar y en cualquier situación.
¢ La educación superior también se está haciendo universal en el sentido temporal.
Mientras que por tradición dicha educación había sido algo preparado casi en
exclusiva para los jóvenes que finalizaban sus estudios secundarios, en la actualidad
existe una tendencia creciente a ofrecer estudios a lo largo de toda la vida para
cubrir las necesidades de formación continua de los profesionales, pero también las
de una demanda cultural creciente de la población adulta.
¢ Por último, la universidad se ha hecho universal en el acceso. En todos los países
desarrollados, así como en muchos otros en vías de desarrollo, una proporción muy
elevada de jóvenes que finalizan sus estudios secundarios accede a la educación
superior.

La universidad del futuro se vislumbra como una institución que suministrará formación a
la gran mayoría de la población a lo largo de toda la vida. Una universidad como ésta,
extendida a una gran parte de la población, a través de toda su vida, y accesible en todo
lugar, no es igual ni puede funcionar del mismo modo que la vieja, todavía muy reciente, a
la que sólo ingresaban los pocos jóvenes que disponían de recursos elevados y que
provenían de los estratos sociales y culturales más altos de la sociedad. La universidad
universal debe plantearse nuevos objetivos y nuevos modos de funcionamiento, que no se
corresponden con los que han estado vigentes desde la Edad Media hasta hace muy poco
(Mora, 2001).

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En Europa, uno los cambios que hay que tener más en cuenta en el contexto de las
universidades es el actual proceso de armonización de la educación superior, conocido
como proceso de Bolonia. La preocupación por los problemas de la educación superior
europea llevó a 29 ministros de educación del continente a firmar la Declaración de Bolonia
(1999), que ha sido el punto de partida del importante proceso de renovación en el que hoy
están inmersas las universidades europeas.

La Declaración de Bolonia señala que es necesario «desarrollar Europa, fortaleciendo sus


dimensiones intelectual, cultural, social, científica y tecnológica». Asimismo, señala que
hay que «asegurar que el atractivo de la educación superior europea sea tan alto como el de
sus tradiciones culturales». Mejorar el atractivo y la aplicabilidad de la educación superior
al desarrollo de la sociedad en el sentido más amplio, son los principios que inspiran la
Declaración de Bolonia.

En su desarrollo, dicha Declaración señala que, para el año 2010, deberá haberse
establecido el Espacio Europeo de Educación Superior, con el fin de alcanzar estas tres
metas:

¢ Mejorar la competitividad y el atractivo internacional de la educación superior


europea.
¢ Mejorar la empleabilidad de los graduados europeos.
¢ Desarrollar la movilidad interna y externa de estudiantes y de graduados.

En el fondo, el proceso de Bolonia es el resultado de dos fuerzas directrices: la necesidad


de adaptarse a la sociedad del conocimiento, y la exigencia de acomodarse a un mundo
globalizado en el que la europeización sea sólo un primer paso. El llamado proceso de
Bolonia es el procedimiento de cambio de la educación superior más importante que ha
ocurrido desde principios del siglo XIX, cuando las universidades europeas se adaptaron a
la era industrial [Hortale y Mora (en prensa)].

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Todos los cambios de contexto que hemos mencionado conducen a la definición de lo que
podríamos llamar un nuevo modelo de universidad, caracterizado por la globalización
(compitiendo en un entorno global), por la universalidad (sirviendo a todos y en todo
momento), y por la necesidad de dar respuesta a las nuevas demandas de la sociedad del
conocimiento. El proceso de Bolonia no es nada más que la concreción a nivel europeo de
este nuevo cambio de contexto que se extiende mucho más allá. Sin embargo, aunque las
tendencias generales parecen claras, el nuevo contexto, precisamente por ser nuevo, es
incierto y complejo. Si bien se pueden prever las grandes tendencias, los detalles exigen
una actitud de constante reflexión y análisis, con el fin de que las universidades sean
capaces de responder con rapidez y solvencia a los cambios de contexto. La universidad no
es la misma de antes. Es una nueva institución que debe adoptar nuevos objetivos y acoger
mecanismos flexibles de adaptación continua a esos objetivos. Todo un reto para unas
instituciones como las europeas, en buena medida lastradas por el conservadurismo.

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Hemos revisado en el apartado anterior algunos de los aspectos que marcan el cambio de
contexto al que se enfrenta la educación superior. La cuestión ahora es tratar de analizar
cuál debe ser la respuesta de la educación superior a ese cambio de contexto. En este
apartado señalaremos algunos de los aspectos que, en nuestra opinión, deben ser cambiados
en las universidades para dar una contestación adecuada a las demandas de la sociedad.

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       0 %   % 1

El mercado laboral de la sociedad del conocimiento es diferente al de la era industrial.


Salvo excepciones, las profesiones ya no están tan claramente definidas. La
multidisciplinariedad es una necesidad creciente en los supuestos de trabajo. Por otro lado,
los conocimientos se convierten en obsoletos en muy breve período de tiempo. Los
modelos pedagógicos tradicionales, en los que un profesor trataba de enseñar el estado del
arte de una profesión, ya no sirven. Hay que crear un entorno de aprendizaje continuo
alrededor de los estudiantes que les capacite para seguir aprendiendo a lo largo de toda la
vida, y que les permita permanecer receptivos a los cambios conceptuales, científicos y
tecnológicos que vayan apareciendo durante su actividad laboral. Hay que pasar de un
modelo basado en la acumulación de conocimientos a otro fundamentado en una actitud
permanente y activa de aprendizaje. Dado que la transmisión de conocimientos no puede
continuar siendo el único objetivo del proceso educativo, el modelo pedagógico sustentado
en el profesor como transmisor de conocimientos debe ser sustituido por otro en el que el
alumno se convierta en el agente activo del proceso de aprendizaje, que deberá seguir
manteniendo durante toda su vida. La función del profesor será la de dirigir y entrenar al
estudiante en ese proceso de aprendizaje. El nuevo modelo de créditos ECTS, que se está
implantado en las universidades europeas, no es un simple sistema contable sino que
representa (o al menos debería representar) un medio para establecer los nuevos roles de los
profesores y de los alumnos.

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1            

Como hemos visto, el modelo pedagógico de la universidad tradicional, sobre todo en el


caso español y en el de otros países con un modelo napoleónico, y los conocimientos, en
especial los teóricos, son los aspectos a los que mayor importancia concede el sistema
educativo superior. Sin embargo, todo indica que las necesidades del nuevo contexto de la
educación superior exigen, además de los conocimientos, formar a los individuos en un
amplio conjunto de competencias que incluyan por supuesto los conocimientos, pero
también las actividades y las actitudes que son requeridas en el puesto de trabajo.

El conjunto de cualificaciones que necesita un trabajador para ocupar con solvencia un


puesto laboral, es conocido hoy con la denominación de competencias. La definición que
los expertos dan a este término es la siguiente: «Una persona tiene competencia
ocupacional si posee los conocimientos, las destrezas y las aptitudes que necesita para
desenvolverse en una ocupación, si es capaz de resolver tareas independiente y
flexiblemente, y si tiene la voluntad y la capacidad de desarrollar su esfera de trabajo dentro
de la estructura organizativa en la que está inmerso» (Bunk, 1994, p. 9). El siguiente
cuadro, adaptado de Bunk (1994), resume las distintas dimensiones que constituyen el
concepto de competencia:

En la encuesta ya citada se instaba también a los graduados europeos a que valoraran las
competencias que eran requeridas en sus puestos de trabajo, así como en qué medida habían
adquirido dichas competencias, bien durante los estudios, bien durante el tiempo que
llevaban trabajando. La tabla 3 muestra la valoración que dichos graduados hicieron de las
competencias exigidas por sus puestos laborales. Como se puede ver, todas ellas están
referidas a actividades y a actitudes como son la capacidad de realizar el trabajo
independientemente, la de resolver problemas, la de comunicación oral, la de saber asumir
responsabilidades, la de saber administrar el tiempo, la de saber planificar, así como las de
tener iniciativa, adaptabilidad y lealtad. Se aprecia con claridad, según las opiniones de los
propios graduados, que los puestos laborales necesitan un conjunto de competencias que no
son las que tradicionalmente preocupan, ni por tanto las que se enseñan en los sistemas más
tradicionales de educación superior, sobre todo en los modelos más profesionalistas como
el español.


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(   )    #  
(Indicador que toma valores entre 1 y 5)
Basada en los datos de la misma encuesta, la tabla 4 muestra las diferencias entre los
valores exigidos y obtenidos de las competencias, ordenados por la mayor o menor
diferencia entre el valor requerido y el adquirido (para resaltar las tendencias más
relevantes sólo se han incluido las competencias que aparecen en ambos extremos de una
larga lista). Una vez más apreciamos que los déficit en competencias de los graduados
universitarios están en los relacionados con habilidades y actitudes, mientras que los
graduados manifiestan que existe un exceso de competencias en conocimientos generales y
teóricos. Por fortuna, una habilidad tan importante como es la capacidad de aprendizaje
parece que está bien asimilada por los graduados. La otra competencia en la que los
graduados muestran superávit es, curiosamente, el dominio de idiomas extranjeros. Ni el
valor requerido ni el adquirido son muy altos, lo que demuestra que la utilización de
idiomas extranjeros en Europa es todavía mucho menor de lo que se supone.


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(   )     23  #  
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(Indicador que toma valores entre 1 y 5)
Por último, la tabla 5 muestra los resultados de una regresión ordinaria, en la que la variable
dependiente era el salario de los graduados universitarios, y las variables explicativas eran
un grupo seleccionado de competencias junto con un cúmulo de variables de control
(características personales, del puesto de trabajo, de los estudios, etc.) que garantizaran la
validez estadística del análisis. Las competencias que fueron incluidas en el análisis se
presentan en esta tabla ordenadas de mayor a menor influencia sobre los salarios. Los
resultados confirman una vez más la importancia que el mercado laboral está dando a las
habilidades y a las actitudes de los graduados, por encima de la que se da a los
conocimientos. Según este estudio, las competencias que son más influyentes en el salario
son: saber asumir responsabilidades, tener capacidad de planificar y de resolver problemas,
poseer aptitud para trabajar bajo presión, y contar con habilidades de comunicación oral. El
resto de variables, incluyendo el conocimiento teórico y metodológico del campo específico
en el que se ha formado el graduado, no parece influir en los salarios. Bien es cierto que los
conocimientos teóricos y metodológicos quizás sean la condición necesaria para poder
haber optado al puesto de trabajo que se ocupa, por lo que tampoco hay que re-ducir su
importancia. El hecho es que no son los conocimientos los que marcan la diferencia en
salarios entre los graduados, sino sus actitudes y su predisposición hacia el puesto laboral.


 .
&"    )   
   )   
Todos estos resultados muestran que los sistemas de educación superior de algún modo
deberán tratar de formar a los graduados en esas actitudes y habilidades que demanda la
sociedad. No es posible sostener por más tiempo que los sistemas de educación superior
sólo sigan centrados en la formación de conocimientos, sobre todo de conocimientos
teóricos, cuando las demandas de la sociedad del conocimiento y del mercado laboral en el
que van a trabajar los graduados exige también la formación en otro grupo más amplio de
competencias (Valle, 2000; CINDA, 2004). Es necesario transmitir los valores del mercado
laboral, aunque, dada la gran diversidad de empleadores (públicos y privados, y, dentro de
estos, de múltiples tipologías), tales valores han de ser también generalistas (Kogan y
Brennan, 1993). Hay que transmitir también los valores generales relacionados con la
cultura del trabajo: mayor atención al entorno laboral, más énfasis en los nuevos estilos de
gestión, y mayor importancia a los aspectos culturales y humanos del proceso productivo
(OCDE, 1992).

La cuestión es cómo modificar los métodos de enseñanza para poder transmitir esos
objetivos. Desde el punto de vista de nuestro análisis, los métodos de enseñanza pueden
clasificarse en dos tipos: reactivos y proactivos. En los primeros el profesor actúa y el
alumno responde; en los segundos es el alumno el que actúa, mientras que el profesor es
ante todo un guía. Los primeros (clases teóricas y prácticas, incluso laboratorios con
prácticas dirigidas) permiten suministrar conocimientos e incluso destrezas, pero no
competencias metodológicas, sociales o participativas. Para formar en los segundos se
necesitan mecanismos educativos distintos: seminarios, aprendizaje interactivo, técnicas de
discusión y de presentaciones, técnicas de tomas de decisiones, períodos de prácticas en
empresas, etc. Es preciso introducir métodos proactivos que transmitan las competencias
que van a necesitar los futuros trabajadores (Mora, 1997). Este es, en esencia, el objetivo
que señala la Declaración de Bolonia cuando pide a la educación superior europea que sea
capaz de mejorar su empleabilidad. En estos momentos, una educación activa que
desarrolle las potencialidades individuales y sociales que el alumno va a necesitar en el
futuro debería ser el principal objetivo pedagógico de las universidades y de los enseñantes
españoles y europeos.
Conviene resaltar una cuestión importante, que, si bien en apariencia resulta simple,
produce más confusión de lo que parece. La formación teórica es un concepto antagónico al
de formación práctica, mientras que la formación general es antagónica con la formación
especializada. Da la impresión de que con frecuencia se confunde la formación práctica con
la formación especializada. La necesidad de desarrollar mucho más la formación práctica
en los planes de estudio no debe llevar aparejado el desarrollo de la formación
especializada; antes al contrario, la formación en competencias (entendida en un sentido
amplio) exige impulsar mucho más la formación general que la específica. Por supuesto,
una formación general que a la vez sea una formación práctica, en la que los estudiantes
tengan la oportunidad no sólo de saber muchas cosas sino de aplicarlas.

Por último, ha sido constatado (Teichler y Kehm, 1995) que en multitud de casos los logros
de los estudiantes, tras obtener su grado, están más relacionados con las actitudes y con las
acciones de los propios compañeros que con el modo en el que se provee la educación
(programas, estilos docentes, etc.). De hecho, la tabla 2 mostraba que la relación con los
compañeros era uno de los efectos más valorados por los graduados en su experiencia
universitaria. Este resultado obliga, como algo importante, a que las instituciones tomen en
consideración la organización de todo tipo de actividades formativas que promuevan los
intercambios entre estudiantes, y de éstos con su entorno social y laboral.

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     & %  

Cuando la mitad de los jóvenes asiste a instituciones de educación superior, no puede


seguir pensándose en la universidad como en la torre de marfil en la que se conserva el
saber para unos pocos y que se organiza como lo hacía en la Edad Media. Aunque tal vez
todos reconocemos este hecho, algunos comportamientos parecen indicar que no todos han
acabado de adaptarse a esa realidad. Si la universidad es un lugar de formación para una
proporción mayoritaria de la sociedad, su principal deber como servicio público será el de
estar atenta a las ne-cesidades globales de esa sociedad, que son muy distintas de las
necesidades tradicionales de las elites o de las del propio Estado. Eso exige nuevos modelos
organizativos bastante más flexibles y ágiles.

El cambio en la misión de la universidad, la necesidad de mejora, la creciente complejidad


de las instituciones de educación superior, la competitividad y la diversificación a nivel
internacional y nacional, hacen que una mayor inclinación de los sistemas universitarios
hacia la sociedad pueda ser un medio poderoso de estimular la sensibilidad de las
instituciones para satisfacer las demandas de esa sociedad (Meek y otros, 1996; Neave y
van Vught, 1991). Esta «marketization» de la educación superior (Williams, 1995) está
basada en la creencia de que la introducción de tendencias de mercado en la educación
superior proporcionará incentivos a las universidades para mejorar la calidad de la
enseñanza y de la investigación, para impulsar la productividad académica, para estimular
la innovación en los programas académicos, y para avanzar en los servicios que
proporciona a la sociedad en general (Dill, 1997). La sociedad del conocimiento exige a la
universidad con-vertirse en una empresa de servicios múltiples, en algo que alguien ya se
ha atrevido a calificar como „  del conocimiento y de las competencias profesionales
(Monasta, 1997).
La universidad ha dejado de ser el lugar de formación de las elites dirigentes del Estado y
de las grandes empresas. Por otro lado, aquella ya no es un centro en donde se puede
cultivar sólo la alta investigación. Cada vez más se le exige que sea el motor de la
investigación aplicada y del desarrollo tecnológico de la comunidad. Este es un hecho
generalizado, y las universidades más dinámicas del mundo son hoy centros de i+d
profundamente imbricados en su entorno (Clark, 1998). A pesar de lo anterior, la
universidad debe mantener la formación de elites, la investigación científica pura y el
análisis critico de la sociedad. No cultivar estos aspectos seria impedir el desarrollo futuro
de la propia institución y de la sociedad.

La no-diferenciación de las instituciones de educación superior, como es el caso español y


el de la mayoría de los países latinoamericanos, hace que ambos tipos de misiones (la
formación de masas y la de elites científicas) estén encomendadas a la universidad. Las
universidades deben buscar un equilibrio razonable entre los dos objetivos. Eso exige un
proceso de diferenciación, tanto entre universidades como den-tro de las propias
instituciones, y tanto en el aspecto docente como en el investigador. Las universidades
deben buscar su mejor nicho para el de-sarrollo de sus potencialidades, que no es
imprescindible que sea el de la excelencia científica o el de la calidad investigadora. Seria
razonable que una mayor proporción de los programas de estudios de las universidades
hiciera hincapié en la calidad de la enseñanza como meta casi exclusiva.

Las diferencias entre instituciones, y dentro de ellas, deberían ser explícitas a través de la
publicación de los objetivos de los distintos programas educativos y de la información
externa que pueden proporcionar los mecanismos de evaluación y de acreditación
actualmente en marcha. Así, los alumnos tendrían oportunidad de elegir entre programas de
acuerdo con criterios distintos de la mera proximidad geográfica. Esto produciría mejoras
en la eficiencia generadas por la competencia entre los alumnos más aventajados, por la
mejora del prestigio de las institu-ciones, y, en consecuencia, por la obtención de los
recursos financieros ligados a resultados.

Otro aspecto que requiere cambios del modelo organizativo es el de la temporalización del
proceso de aprendizaje. El sistema educativo superior ha estado tradicionalmente enfocado
a atender a jóvenes estudiantes cuando finalizaban sus estudios secundarios. En estos
momentos en los que la sociedad del conocimiento exige la formación continua de todos los
que están inmersos en el proceso productivo, la preparación que proporcionan las
universidades ya no puede estar ni exclusiva ni fundamentalmente enfocada a la formación
de los jóvenes, sino a extenderla a todos aquellos que quieran aprovechar sus enseñanzas a
lo largo de sus vidas. Llevar adelante este cambio supone modificaciones profundas del
sistema organizativo, permitiendo vías mucho más flexibles entre los distintos estudios,
entre los diferentes programas y entre la universidad y el mercado laboral. La
multidisciplinariedad y la intercomunicación de los programas educativos es una necesidad
que debe plantearse dentro de los nuevos modelos organizativos de las instituciones de
educación superior.

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Los sistemas de evaluación de cualquier proceso tienen un gran impacto sobre el desarrollo
de ese mismo proceso. En el caso de la educación, es un hecho evidente que el modo de
evaluar hace que los sistemas se adapten más rápido y mejor a los objetivos que ha marcado
previamente el modelo de evaluación. En las últimas dos décadas se han desarrollado en
Europa y en Latinoamérica procesos de evaluación de la educación superior basados casi
siempre en el análisis de los procesos. La hipótesis subyacente consistía en que unos
procesos adecuados deberían producir unos resultados también correctos. Sin embargo, la
experiencia acumulada y los nuevos objetivos de la educación universitaria nos inducen a
proponer nuevos modelos de evaluación que estén más enfocados a la evaluación de los
resultados que a la de los procesos. La razón de este cambio es consecuente por las ideas
que hemos ido presentando. El nuevo modelo educativo deberá estar centrado en el
aprendizaje; por tanto, más en los resultados de ese aprendizaje que en cómo se ha
realizado el proceso. Si el objetivo del nuevo modelo educativo tuviera que ser la
formación en competencias, lo importante sería valorar si tales competencias han sido
adquiridas por los estudiantes, y no tanto el modo en el que han sido adquiridas. Una
evaluación centrada en los procesos, como ha sucedido hasta ahora, sería de algún modo
incompatible con la flexibilidad y con la diferenciación que propugnamos para el nuevo
modelo educativo.

De lo que se trataría, por tanto, sería de evaluar en qué medida los grandes objetivos de
formación en competencia son alcanzados por las instituciones de educación superior. Este
enfoque es el que debe estar detrás de los procesos de acreditación que actualmente se están
implantando en Europa. De hecho, el modelo holandés de acreditación y el proyecto de
modelo español tienen este enfoque, centrado en la evaluación de los resultados. Recientes
experiencias latinoamericanas van en el mismo sentido (CINDA, 2004), así como los
criterios que se están dis-cutiendo para iniciar los primeros pasos en la acreditación de
titulaciones, que son los que recoge el documento elaborado por el grupo de trabajo de la
Joint Quality Initiative sobre descriptores compartidos para definir las características de una
titulación (jqi, 2003). Las futuras evaluaciones y acreditaciones de los programas tienen que
estar orientadas a valorar en qué medida son alcanzados los objetivos de formación en
competencias. Eso exige la definición de nuevos instrumentos evaluadores, que, además,
ayuden a las universidades a transformar sus objetivos pedagógicos en el mismo sentido.

- /   

El cambio de contexto para la educación superior (sociedad global, sociedad del


conocimiento, universalidad, etc.) exige realizar cambios en el sistema educativo superior
para dar respuesta a los nuevos retos planteados. Los cambios que hay que realizar son de
dos tipos: intrínsecos (del modelo pedagógico) y extrínsecos (del modelo organizativo de
las instituciones):

$ La idea esencial del cambio intrínseco se puede sintetizar en la necesidad de cambiar el


paradigma educativo desde un modelo basado casi con exclusividad en el conocimiento, a
otro sustentado en la formación integral de los individuos. Es necesario que los sistemas de
educación superior dediquen una atención especial al desarrollo de las habilidades
metodológicas (en esencia, los viejos principios de «saber leer», «saber hablar y escribir»,
«saber pensar» y «saber seguir aprendiendo autónomamente»), de las sociales y par-
ticipativas (aprender a relacionarse y a entender el mundo del trabajo), y también a
desarrollar los conocimientos de carácter práctico que faciliten la aplicación de los
conocimientos teóricos.

$ El cambio extrínseco, es decir, el del modelo organizativo de las instituciones de


educación superior, debe estar orientado al aumento de la flexibilidad del sistema en un
sentido temporal (facilitando la formación a lo largo de la vida) y operativo (facilitando el
paso del sistema educativo al mercado laboral, y entre programas dentro del sistema
educativo).

En esencia, el cambio se reduce a abrir las puertas a la sociedad y a escuchar lo que ésta
demanda de las universidades. Eso exige una actitud de servicio social de las instituciones,
y, sobre todo, de cada uno de sus miembros, en especial de los docentes que han de aplicar
estos cambios.

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