En este artículo se analizan, en primer lugar, los cambios que están teniendo
lugar en el contexto de la educación superior, especialmente en la española y en la europea.
A continuación, se presentan algunas ideas acerca de cuál debería ser la respuesta de la
educación superior frente a estos cambios, con el fin de que las universidades sean capaces
de seguir sirviendo a la sociedad, sobre todo a la nueva, que llamamos del conocimiento.
Neste artigo, são analisadas, em primeiro lugar, as mudanças que estão
acontecendo no contexto da educação superior, especialmente na espanhola e na européia.
A seguir, são apresentadas algumas idéias a respeito de qual deveria ser a resposta da
educação superior frente a estas mudanças, com o objetivo de que as universidades sejam
capazes de seguir servindo à sociedade, especialmente à nova, que chamamos a do
conhecimento.
Revisaremos, en primer lugar, algunas ideas sobre los modelos históricos de la educación
superior. Los universitarios solemos estar muy orgullosos de la vieja y larga vida de las
universidades, que se remonta a la Edad Media. Sin embargo, las universidades, tal como
hoy las conocemos, son mucho más recientes. Fue a principios del siglo XIX cuando tuvo
lugar el gran cambio de la universidad medieval a la universidad moderna. En ese momento
aparecieron tres modelos de universidades con organizaciones diferentes, que se
corresponden con otras tantas respuestas a la sociedad emergente del siglo XIX. Esta
sociedad se caracterizaba por dos hechos: en primer lugar, se trataba de una sociedad en la
que adquiría importancia como nuevo modelo de organización social el Estado-nación
liberal; en segundo lugar, era la sociedad en la que se estaba produciendo el desarrollo
industrial. Ante ese fenómeno común en Europa y en los nuevos Estados americanos:
surgimiento de los Estados nacionales y de la era industrial, los países respondieron con
diferentes modelos de organización de sus universidades. Dichos modelos se pueden
agrupar en tres tipos:
Los tres modelos de universidades que surgen en los inicios del siglo XIX, han ido
entremezclando sus características con el paso del tiempo. Por ejemplo, la investigación
científica, una característica típica del modelo alemán a la que eran ajenas las universidades
anglosajonas, se incorporó a algunas de ellas a finales del propio siglo XIX. Sin embargo,
las universidades francesas o algunas otras instituciones de educación superior de ese país,
como las O
, siguen siendo ajenas a la idea de que la investigación es una
parte esencial de la vida universitaria. Podemos apreciar que algunas cosas que los
universitarios consideramos fundamentales, como la investigación, son ajenas a la
universidad antigua, pero también a muchas universidades modernas. Este es un buen
ejemplo de que la universidad tiene menos principios sagrados y generales que los que los
propios universitarios solemos creer.
España es un caso típico de modelo napoleónico de universidad, aunque las reformas que
tuvieron lugar durante los años 80 nos separaron algo de ese modelo. Sin embargo, y a
pesar de la autonomía y de la formal separación del Estado, las universidades siguen siendo
instituciones con un fuerte carácter funcionarial, con un gobierno burocrático, y, sobre todo,
con una fuerte orientación profesionalizante (Mora, 2004). Esta última característica de la
universidad española, la orientación profesionalizante que compartimos con muchos otros
países, especialmente con los latinoamericanos, merece que se le preste especial atención.
El sistema de educación superior, y de alguna manera el del conjunto del sistema educativo,
daba respuesta a estas necesidades específicas del mercado laboral. La palabra
«licenciado», de tanto arraigo en nuestros sistemas universitarios, representa bien ese
sentido que se le ha dado a la universidad como otorgadora de licencias para ejercer las
profesiones. Lógicamente, si se trataba de formar para pro-fesiones que además iban a ser
estables durante mucho tiempo, las universidades formaban enseñando el estado del arte en
cada profesión. Todos los conocimientos que podían ser necesarios para ejercerla debían
ser inculcados en los jóvenes estudiantes. La hipótesis era que todo lo que no se aprendía en
la universidad ya no se iba a aprender después. Los profesores, actores principales del
proceso educativo, debían procurar que los estudiantes aprendieran el máximo de
conocimientos específicos que fueran a ser necesarios en la vida laboral, pero, sobre todo,
que los profesores deberían garantizar que ningún estudiante que obtuviera el título
académico (que igualmente era el profesional) careciera de esos conocimientos
imprescindibles para el ejercicio de la profesión. La universidad y el profesor eran ±y
siguen siendo± garantes de que los graduados tengan la competencia profesional necesaria.
Las universidades no sólo dan la habilitación académica sino también la profesional, al
contrario de lo que sucede en el mundo anglosajón, en el que la habilitación para el
ejercicio profesional la otorgan los gremios profesionales y no las universidades. Este es un
hecho relevante que podría cambiar pronto, y que supondría una auténtica revolución en el
modelo tradicional de las universidades.
Este modelo educativo, que se creó hace dos siglos, sigue presente en buena medida en la
universidad española. Una reciente encuesta (Teichler y Schonburg, 2004) realizada a
graduados universitarios europeos y españoles, muestra el parecer que estos graduados
tienen sobre el tipo de formación que han recibido en la universidad. La encuesta se realizó
en el año 1999 a personas que habían terminado sus estudios cuatro años antes. Por tanto,
se trataba de opiniones de graduados que habían asistido a la universidad en la década de
los 90, es decir, durante la época de las reformas educativas que tuvieron lugar a principios
de ese período en España. Los resultados de una de las cuestiones planteadas (el énfasis que
se hacía en la universidad sobre una serie de aspectos) se muestra en la tabla 1. En la
primera columna se presentan los resultados referidos a Europa, y en la segunda los
correspondientes a España.
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(Indicador que toma valores entre 0 y 10)
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(Indicador que toma valores entre 0 y 10)
Un tercer aspecto que hay que resaltar de la sociedad global es la competencia global de
instituciones de educación superior. Las rondas gatt insisten en la inclusión de la educación
superior como un servicio más sometido al libre intercambio que se promueve desde la
Organización Mundial del Comercio (Deupree y otros, 2002). Estados Unidos y Australia,
dos países típicamente exportadores de educación superior, son los patrocinadores de este
proceso de liberalización, que puede representar un cambio enorme para el futuro de las
instituciones universitarias y para la formación que ellas imparten. En dicho sentido, uno de
los cambios más «peligrosos» para la actual estructura de las universidades tradicionales es
la posibilidad de que éstas pierdan su privilegio nacional de ser expedidoras de títulos
académicos (y en consecuencia de los profesionales, tal como ocurre en muchos países). Si
eso sucediera ±y es verosímil que antes o después suceda±, las universidades tendrían que
competir a un nivel inimaginable en estos momentos.
La universidad del futuro se vislumbra como una institución que suministrará formación a
la gran mayoría de la población a lo largo de toda la vida. Una universidad como ésta,
extendida a una gran parte de la población, a través de toda su vida, y accesible en todo
lugar, no es igual ni puede funcionar del mismo modo que la vieja, todavía muy reciente, a
la que sólo ingresaban los pocos jóvenes que disponían de recursos elevados y que
provenían de los estratos sociales y culturales más altos de la sociedad. La universidad
universal debe plantearse nuevos objetivos y nuevos modos de funcionamiento, que no se
corresponden con los que han estado vigentes desde la Edad Media hasta hace muy poco
(Mora, 2001).
En Europa, uno los cambios que hay que tener más en cuenta en el contexto de las
universidades es el actual proceso de armonización de la educación superior, conocido
como proceso de Bolonia. La preocupación por los problemas de la educación superior
europea llevó a 29 ministros de educación del continente a firmar la Declaración de Bolonia
(1999), que ha sido el punto de partida del importante proceso de renovación en el que hoy
están inmersas las universidades europeas.
En su desarrollo, dicha Declaración señala que, para el año 2010, deberá haberse
establecido el Espacio Europeo de Educación Superior, con el fin de alcanzar estas tres
metas:
Todos los cambios de contexto que hemos mencionado conducen a la definición de lo que
podríamos llamar un nuevo modelo de universidad, caracterizado por la globalización
(compitiendo en un entorno global), por la universalidad (sirviendo a todos y en todo
momento), y por la necesidad de dar respuesta a las nuevas demandas de la sociedad del
conocimiento. El proceso de Bolonia no es nada más que la concreción a nivel europeo de
este nuevo cambio de contexto que se extiende mucho más allá. Sin embargo, aunque las
tendencias generales parecen claras, el nuevo contexto, precisamente por ser nuevo, es
incierto y complejo. Si bien se pueden prever las grandes tendencias, los detalles exigen
una actitud de constante reflexión y análisis, con el fin de que las universidades sean
capaces de responder con rapidez y solvencia a los cambios de contexto. La universidad no
es la misma de antes. Es una nueva institución que debe adoptar nuevos objetivos y acoger
mecanismos flexibles de adaptación continua a esos objetivos. Todo un reto para unas
instituciones como las europeas, en buena medida lastradas por el conservadurismo.
Hemos revisado en el apartado anterior algunos de los aspectos que marcan el cambio de
contexto al que se enfrenta la educación superior. La cuestión ahora es tratar de analizar
cuál debe ser la respuesta de la educación superior a ese cambio de contexto. En este
apartado señalaremos algunos de los aspectos que, en nuestra opinión, deben ser cambiados
en las universidades para dar una contestación adecuada a las demandas de la sociedad.
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En la encuesta ya citada se instaba también a los graduados europeos a que valoraran las
competencias que eran requeridas en sus puestos de trabajo, así como en qué medida habían
adquirido dichas competencias, bien durante los estudios, bien durante el tiempo que
llevaban trabajando. La tabla 3 muestra la valoración que dichos graduados hicieron de las
competencias exigidas por sus puestos laborales. Como se puede ver, todas ellas están
referidas a actividades y a actitudes como son la capacidad de realizar el trabajo
independientemente, la de resolver problemas, la de comunicación oral, la de saber asumir
responsabilidades, la de saber administrar el tiempo, la de saber planificar, así como las de
tener iniciativa, adaptabilidad y lealtad. Se aprecia con claridad, según las opiniones de los
propios graduados, que los puestos laborales necesitan un conjunto de competencias que no
son las que tradicionalmente preocupan, ni por tanto las que se enseñan en los sistemas más
tradicionales de educación superior, sobre todo en los modelos más profesionalistas como
el español.
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(Indicador que toma valores entre 1 y 5)
Basada en los datos de la misma encuesta, la tabla 4 muestra las diferencias entre los
valores exigidos y obtenidos de las competencias, ordenados por la mayor o menor
diferencia entre el valor requerido y el adquirido (para resaltar las tendencias más
relevantes sólo se han incluido las competencias que aparecen en ambos extremos de una
larga lista). Una vez más apreciamos que los déficit en competencias de los graduados
universitarios están en los relacionados con habilidades y actitudes, mientras que los
graduados manifiestan que existe un exceso de competencias en conocimientos generales y
teóricos. Por fortuna, una habilidad tan importante como es la capacidad de aprendizaje
parece que está bien asimilada por los graduados. La otra competencia en la que los
graduados muestran superávit es, curiosamente, el dominio de idiomas extranjeros. Ni el
valor requerido ni el adquirido son muy altos, lo que demuestra que la utilización de
idiomas extranjeros en Europa es todavía mucho menor de lo que se supone.
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(Indicador que toma valores entre 1 y 5)
Por último, la tabla 5 muestra los resultados de una regresión ordinaria, en la que la variable
dependiente era el salario de los graduados universitarios, y las variables explicativas eran
un grupo seleccionado de competencias junto con un cúmulo de variables de control
(características personales, del puesto de trabajo, de los estudios, etc.) que garantizaran la
validez estadística del análisis. Las competencias que fueron incluidas en el análisis se
presentan en esta tabla ordenadas de mayor a menor influencia sobre los salarios. Los
resultados confirman una vez más la importancia que el mercado laboral está dando a las
habilidades y a las actitudes de los graduados, por encima de la que se da a los
conocimientos. Según este estudio, las competencias que son más influyentes en el salario
son: saber asumir responsabilidades, tener capacidad de planificar y de resolver problemas,
poseer aptitud para trabajar bajo presión, y contar con habilidades de comunicación oral. El
resto de variables, incluyendo el conocimiento teórico y metodológico del campo específico
en el que se ha formado el graduado, no parece influir en los salarios. Bien es cierto que los
conocimientos teóricos y metodológicos quizás sean la condición necesaria para poder
haber optado al puesto de trabajo que se ocupa, por lo que tampoco hay que re-ducir su
importancia. El hecho es que no son los conocimientos los que marcan la diferencia en
salarios entre los graduados, sino sus actitudes y su predisposición hacia el puesto laboral.
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Todos estos resultados muestran que los sistemas de educación superior de algún modo
deberán tratar de formar a los graduados en esas actitudes y habilidades que demanda la
sociedad. No es posible sostener por más tiempo que los sistemas de educación superior
sólo sigan centrados en la formación de conocimientos, sobre todo de conocimientos
teóricos, cuando las demandas de la sociedad del conocimiento y del mercado laboral en el
que van a trabajar los graduados exige también la formación en otro grupo más amplio de
competencias (Valle, 2000; CINDA, 2004). Es necesario transmitir los valores del mercado
laboral, aunque, dada la gran diversidad de empleadores (públicos y privados, y, dentro de
estos, de múltiples tipologías), tales valores han de ser también generalistas (Kogan y
Brennan, 1993). Hay que transmitir también los valores generales relacionados con la
cultura del trabajo: mayor atención al entorno laboral, más énfasis en los nuevos estilos de
gestión, y mayor importancia a los aspectos culturales y humanos del proceso productivo
(OCDE, 1992).
La cuestión es cómo modificar los métodos de enseñanza para poder transmitir esos
objetivos. Desde el punto de vista de nuestro análisis, los métodos de enseñanza pueden
clasificarse en dos tipos: reactivos y proactivos. En los primeros el profesor actúa y el
alumno responde; en los segundos es el alumno el que actúa, mientras que el profesor es
ante todo un guía. Los primeros (clases teóricas y prácticas, incluso laboratorios con
prácticas dirigidas) permiten suministrar conocimientos e incluso destrezas, pero no
competencias metodológicas, sociales o participativas. Para formar en los segundos se
necesitan mecanismos educativos distintos: seminarios, aprendizaje interactivo, técnicas de
discusión y de presentaciones, técnicas de tomas de decisiones, períodos de prácticas en
empresas, etc. Es preciso introducir métodos proactivos que transmitan las competencias
que van a necesitar los futuros trabajadores (Mora, 1997). Este es, en esencia, el objetivo
que señala la Declaración de Bolonia cuando pide a la educación superior europea que sea
capaz de mejorar su empleabilidad. En estos momentos, una educación activa que
desarrolle las potencialidades individuales y sociales que el alumno va a necesitar en el
futuro debería ser el principal objetivo pedagógico de las universidades y de los enseñantes
españoles y europeos.
Conviene resaltar una cuestión importante, que, si bien en apariencia resulta simple,
produce más confusión de lo que parece. La formación teórica es un concepto antagónico al
de formación práctica, mientras que la formación general es antagónica con la formación
especializada. Da la impresión de que con frecuencia se confunde la formación práctica con
la formación especializada. La necesidad de desarrollar mucho más la formación práctica
en los planes de estudio no debe llevar aparejado el desarrollo de la formación
especializada; antes al contrario, la formación en competencias (entendida en un sentido
amplio) exige impulsar mucho más la formación general que la específica. Por supuesto,
una formación general que a la vez sea una formación práctica, en la que los estudiantes
tengan la oportunidad no sólo de saber muchas cosas sino de aplicarlas.
Por último, ha sido constatado (Teichler y Kehm, 1995) que en multitud de casos los logros
de los estudiantes, tras obtener su grado, están más relacionados con las actitudes y con las
acciones de los propios compañeros que con el modo en el que se provee la educación
(programas, estilos docentes, etc.). De hecho, la tabla 2 mostraba que la relación con los
compañeros era uno de los efectos más valorados por los graduados en su experiencia
universitaria. Este resultado obliga, como algo importante, a que las instituciones tomen en
consideración la organización de todo tipo de actividades formativas que promuevan los
intercambios entre estudiantes, y de éstos con su entorno social y laboral.
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Las diferencias entre instituciones, y dentro de ellas, deberían ser explícitas a través de la
publicación de los objetivos de los distintos programas educativos y de la información
externa que pueden proporcionar los mecanismos de evaluación y de acreditación
actualmente en marcha. Así, los alumnos tendrían oportunidad de elegir entre programas de
acuerdo con criterios distintos de la mera proximidad geográfica. Esto produciría mejoras
en la eficiencia generadas por la competencia entre los alumnos más aventajados, por la
mejora del prestigio de las institu-ciones, y, en consecuencia, por la obtención de los
recursos financieros ligados a resultados.
Otro aspecto que requiere cambios del modelo organizativo es el de la temporalización del
proceso de aprendizaje. El sistema educativo superior ha estado tradicionalmente enfocado
a atender a jóvenes estudiantes cuando finalizaban sus estudios secundarios. En estos
momentos en los que la sociedad del conocimiento exige la formación continua de todos los
que están inmersos en el proceso productivo, la preparación que proporcionan las
universidades ya no puede estar ni exclusiva ni fundamentalmente enfocada a la formación
de los jóvenes, sino a extenderla a todos aquellos que quieran aprovechar sus enseñanzas a
lo largo de sus vidas. Llevar adelante este cambio supone modificaciones profundas del
sistema organizativo, permitiendo vías mucho más flexibles entre los distintos estudios,
entre los diferentes programas y entre la universidad y el mercado laboral. La
multidisciplinariedad y la intercomunicación de los programas educativos es una necesidad
que debe plantearse dentro de los nuevos modelos organizativos de las instituciones de
educación superior.
De lo que se trataría, por tanto, sería de evaluar en qué medida los grandes objetivos de
formación en competencia son alcanzados por las instituciones de educación superior. Este
enfoque es el que debe estar detrás de los procesos de acreditación que actualmente se están
implantando en Europa. De hecho, el modelo holandés de acreditación y el proyecto de
modelo español tienen este enfoque, centrado en la evaluación de los resultados. Recientes
experiencias latinoamericanas van en el mismo sentido (CINDA, 2004), así como los
criterios que se están dis-cutiendo para iniciar los primeros pasos en la acreditación de
titulaciones, que son los que recoge el documento elaborado por el grupo de trabajo de la
Joint Quality Initiative sobre descriptores compartidos para definir las características de una
titulación (jqi, 2003). Las futuras evaluaciones y acreditaciones de los programas tienen que
estar orientadas a valorar en qué medida son alcanzados los objetivos de formación en
competencias. Eso exige la definición de nuevos instrumentos evaluadores, que, además,
ayuden a las universidades a transformar sus objetivos pedagógicos en el mismo sentido.
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En esencia, el cambio se reduce a abrir las puertas a la sociedad y a escuchar lo que ésta
demanda de las universidades. Eso exige una actitud de servicio social de las instituciones,
y, sobre todo, de cada uno de sus miembros, en especial de los docentes que han de aplicar
estos cambios.
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