Introducción
Para el abordaje de este tema, no partiré haciendo un análisis histórico del trabajo social, dado
que no es el propósito de este documento hacer una revisión histórica de la asistencia social, de
lo cual por cierto, se encuentra una amplia variedad de literatura al respecto. Pero sí vale
recordar, que existe en la génesis de la asistencia social, una fuerte influencia del cristianismo por
un lado, y luego ya en el proceso de profesionalización de la ayuda social, una concepción de
carácter racionalista, fundamentada en términos generales, en una combinación de la razón y la
empiria, por un lado, y de la ciencia y la técnica por otro, característico del paradigma dominante
de la modernidad, y que permitió entre otras cosas, el auge del capitalismo. Sobre ello Ibáñez
(2001: 84) nos ilustra al señalar que:
“La modernidad nace a la par de un conjunto de innovaciones tecnológicas, que darán origen a un
nuevo modo de producción. Este se irá configurando lenta mente como el modo de producción
capitalista dando luz al proce so de la industrialización”.
Es así entonces que esta nueva forma de mirar el mundo social, sustentada en la racional idad, no
sólo permite el auge del capitalismo, sino que el trabajo social como parte de este modelo, está
fuertemente dominado por la concepción racionalista.
Esto en el ámbito de la asistencialidad, se traduce, no sólo en la profesionalización de la ayuda
social, sino que además en la tecnificación en dicho proceso. Entonces en este sentido, a pesar de
que no profundizaré en el desarrollo histórico del trabajo social, igual me aventuraré en
desarrollar algunas reflexiones críticas respecto de la génesis de la profesión. A partir de ello, iré
armando ciertos lineamientos, para respaldar mi primera tesis: el trabajo social surge desde el
interior del capitalismo y en consecuencia, ha reproducido la exclusión social o mantenido un
statu quo.
Por lo tanto se sostiene que el pecado original -por decirlo de alguna forma- del trabajo social, es
ser producto del capitalismo, y haber continuado su desarrollo ligado a éste, y no enfrentado con
el capitalismoi. Pero además de operar como un recurso de éste, para minimizar, invisibilizar o
negar determinadas prácticas de dominación, explotación y exclusión social, hoy llevadas a un
extremo darviniano, con el triunfalismo del neoliberalismo en la mayoría de los países
latinoamericanos, y particularmente en Chile, en donde el ethos neoliberal cobra mayor sentido y
significado, no sólo por las desigualdades que ha provocado, o por sus efectos nefastos en toda la
dinámica social y cultural, sino por la forma misma en que éste se impone.
Vale mencionar que el neoliberalismo en Chile irrumpe en el mundo por la mano sanguinaria de
la dictadura de Pinochet, una dictadura facista que duró diecisiete años que dejó instalado un
sistema jurídico, social, cultural y ético, que los gobiernos de la Concertación ii no han sido
capaces –o no han tenido la voluntad política- de cambiar, sino que, por el contrario, han seguido
administrando, salvo algunos maquillajes que más que en un cambio real, se dan en el ámbito del
discurso y la retórica. Pero como bien lo refiere el dicho popular, aunque la mona se vista de seda
mona queda. Lo que bien podría ser que, aunque el neoliberalismo se vista de humanista y
democrático imperialista se queda.
La segunda tesis guarda una estrecha relación con lo planteado anteriormente y, por lo tanto, se
sostiene lo siguiente: el trabajo social ha negado su rol político como mecanismo de
autorrepresión respecto de su propio sometimiento a la ideología capitalista-neoliberal, y a los
intereses y prácticas dominantes y hegemónicas de este sistema. Pero asimismo esta negación, en
la práctica se traduce en una inconciente o irreflexiva acción política, que ubica al trabajo social
como un eficiente recurso de contención de las prácticas y movimientos emancipadores que
podrían generarse desde los sectores excluidos. Por lo tanto, este no-cuestionamiento demanda de
la profesión, una profunda revisión ética y política de nuestras prácticas y nuestros saberes.
Entonces, a partir de las dos tesis anteriores es que se postula como una síntesis, que el trabajo
social debe emanciparse de la dominación ideológica del neoliberalismo, y asumir su inmejorable
rol político e histórico en la dinámica social, y en la utópica aventura de construir una sociedad
más justa, más solidaria y más democrática. En este espacio de relaciones de poder, es que el
trabajo social en cuanto sistema de representaciones sociales e ideológicas debe definir, clarificar
políticamente en qué lado del conflicto se sitúa, lo cual significaría en definitiva, reconocerse
como un recurso instrumental de la ideología dominante y hegemónica, o como un espacio y
mecanismo de lucha de los sectores dominados.
1.- ¿Son los trabajadores sociales y las trabajadoras sociales agentes de cambio?
Si partimos de la tesis de que el trabajo social surge desde el interior del capitalismo, y que por lo
tanto su accionar conlleva a una reproducción de la exclusión social o mantenimiento de un statu
quo, y para aventurarse en responder a este cuestionamiento, vale la pena apoyarse en Barrantes
(1999) cuando se pregunta ¿Qué es eso que llaman trabajo social? Una pregunta que bien podría
ser revisada desde lo ontológico, y desde ahí develar el ser del trabajo social, y
fenomenológicamente sus significados trascendentales de ese ser. O incluso podríamos afirmar
desde un realismo ontológico, que el trabajo social ES, independiente de los trabajadores sociales
y las trabajadoras sociales. ¿Pero cómo llegó a ser? Sería otra pregunta en esta línea. Entonces, si
entramos con este cuestionamiento que hace Barrantes, desde lo ontológico (vale decir que esto
no es lo que desarrolla el autor, a pesar que igual se esbozan análisis en dicha línea, sino más bien
lo que hay es una reflexión epistemológica), lo cual en sí, resulta bastante interesante y
desafiante.
Aprovechándome de la pregunta de Barrantes, nos involucramos en una reflexión ontológica, que
nos permita develar el ser mismo del trabajo social, es decir, qué es el trabajo social. Lo cual
además, desde la fenomenología, podríamos interpelarnos en la siguiente pregunta ¿cuál es la
esencia, su sentido en el mundo de lo social, o en la realidad construida? (realidad construida y no
dada); es decir, cuáles son sus significados en el ámbito de lo relacional, de lo intersubjetivo, de
las alteridades en interacción. Y sobre esto mismo, podríamos ir un poco más allá, y
preguntarnos por su esencia política. Pero aquí es donde chocamos con una muralla que nos
impide avanzar hacia la reflexión de esa dinámica relacional, en donde nos situamos en una
dualidad de roles: de poder y de dominación. Aquí es donde muchas veces, aparecen nuestros
más ocultos, reprimidos miedos, nuestros fantasmas, y nos negamos a preguntarnos sobre este
aspecto oscuro, malévolo y siniestro para ciertos tipos de discurso, tanto dentro del trabajo social,
como fuera de éste, en toda su expresión societal.
Esta no-reflexión política, la negación de lo político es talvez, porque presumimos una respuesta
que no queremos escuchar, o no queremos aceptar, lo que al final significa lo mismo; es decir, en
la práctica todo va quedando igual, se continúa haciendo lo que siempre se ha hecho, lo que se
nos dice que hagamos (ya sea desde lo que la formación define como nuestro quehacer o lo que la
burocracia institucional dictamina en nuestros diferentes trabajos), y como diría Foucault, los
unos siguen de un lado y los otros del otro lado ¿Y en qué lado nos ubicamos nosotros los
trabajadoras sociales y las trabajadoras sociales?
En este último sentido, asumimos el riesgo de un cuestionamiento desafiante, movilizador y
conflictivo, y a la vez político. Porque más allá de una explicación para una pregunta concreta o
la respuesta políticamente correcta de ésta, nos mueve la necesidad de un proceso reflexivo,
crítico que desemboque en una posibilidad revolucionariaiii de cambio social. En este marco no
me interesa entrar a responder si el trabajo social es ciencia o tecnología, o si para unos es ciencia
o para otros tecnología, sino que, al servicio de quién estaría esta ciencia o tecnología, para qué
usos y con qué fines. Es así entonces, que la reflexión y el análisis pasa –o mejor dicho transita-
desde lo ontológico a lo político. Porque es en virtud de los fines declarados en ciertos ethos o
principios, que el trabajo social puede constituirse como un mecanismo de control social o de
mantenimiento de ciertas dinámicas relacionales (Vivero 2007) entre actores participantes en un
proceso de intervencióniv. O por el contrario, romper con esta lógica de dominación, y asumir una
práctica liberadora.
En otras palabras, lo que es el trabajo social, se presenta cristalizado en una práctica política. Pero
una práctica política negada o invisibilizada desde el mundo de la ideología misma en que se
construye el trabajo social. Pero sin embargo, esta reflexión e interpelación política, no está
presente en las prácticas de los trabajadores sociales y las trabajadoras sociales porque la misma
ideología niega esta posibilidad, lo cual está iluminado por su ethos individualista, pragmático y
tecnoburocrático, lo cual se ve reflejado como suerte de desiderato, en que el trabajador social y
la trabajadora social debe ser imparcial, objetivo y no político. Más bien, el quehacer profesional,
está hoy más que nada fundamentado en una racionalidad de carácter instrumental, que responde
también a su génesis fundada en el positivismo, lo que paradójicamente no sólo es
epistemológico en tanto construcción de conocimiento y forma de dicha construcción, sino que
esta misma concepción que se impone como verdad, es en sí misma política. Pero que los
trabajadores sociales y las trabajadoras sociales prácticos, por estar sometidos a cuantificación y
objetivación de sus haceres, se niegan a sí mismos a detenerse en una reflexión de los
fundamentos y las consecuencias políticas de su quehacer y de los saberes que fundamentan
dicha acción.
Esta negación de lo político en Chile, podría tener como explicación e interpretaciónv, la herencia
autoritaria tanto de la formación del trabajo social, como de todas las relaciones sociales,
contaminadas con los ethos impuestos por la dictadura de Pinochet (Vivero 2007), entre ellos los
miedos y traumas, respecto de lo político. Situación por cierto –con sus naturales y necesarias
diferencias- se presenta en toda nuestra América Latina, que fue azotada por dictaduras militares.
Pero esta negación no sólo se presenta en el ámbito de la práctica cotidiana del trabajo social,
sino que desde la misma formación se minimiza el rol de lo políticovi. Esto, como si la noción
tecnocrática, se tradujera en la cotidianeidad de la acción, que los trabajadores sociales y las
trabajadoras sociales nos transformemos en seres indolentes, sin clase, como si la objetividad y
la neutralidad a la vez signifique la más radical cosificación del otro o la otra y una prohibición
casi religiosa, de cualquier proceso de intersubjetividad con los hombres y mujeres que son
sujetos de la acción social transformadoravii. Es negar la posibilidad de impregnarse, de empapare
de los sentidos, de los significados, de los saberes y de la conciencia revolucionaria que podemos
encontrar en nuestros alter egos.
Esto último sin duda tiene que ver con una construcción de significados de lo político, de la
capacidad de asumir un poder de transformación desde los actores de la marginalidad, lo cual es
negado implícitamente en la intervención social, fundada en la génesis de la profesión. Sobre esto
Martinelli (1997) es bastante claro en el contenido político del hacer del trabajo social; a este
respecto señala que:
"…la profesión nace articulada con un proyecto de hegemonía del poder burgués gestada bajo el manto
de una gran contradicción que impregnó sus entrañas, pues producida por el capitalismo industrial,
inmersa en él y con él identificada, como niño en el seno materno (...), buscó afirmar históricamente (...)
como una práctica humanitaria sancionada por el Estado y protegida por la Iglesia con una mitificada
ilusión de servir".
Entonces, si se puede dar una respuesta al cuestionamiento que subtitula este apartado -¿son los
trabajadores sociales y las trabajadoras sociales agentes de cambio?- , la respuesta sería: No, no
es un agente de cambio. Esta respuesta que tiene el riesgo de ser interpretada como una negación,
o subestimación del rol arraigado en el discurso de los y las profesionales de la acción. Pero en
realidad esta respuesta busca poner en cuestionamiento las connotaciones epistemológicas e
ideológicas que este rol carga en sí mismo, una reflexión de cómo éste puede ser cristalizado en
la acción cotidiana. En este sentido, me resulta un tanto soberbio y arrogante, asumirse como
agentes de cambio, sin considerar que el cambio es construido en la interacción social, con y
desde los sectores subalternos, que luchan diariamente –conciente o inconcientemente- contra la
dominación y la exclusión de la cual son víctimas, desde las más diversas formas y con los más
variados mecanismos simbólicos. Asumirse así, sin cuestionamientos de ser los agentes del
cambio, es ponerse en una condición de superioridad, respecto de los sectores excluidos con los
cuales se desarrolla la acción transformadora, una concepción autoritaria y excluyente, por el
solo hecho de tener un cierto bagaje de conocimientos y saberes técnico-científicos. Más bien
frente a la pregunta que nos interpela, partiría señalando que los trabajadores sociales y las
trabajadoras sociales son partícipes de un proceso de acción social que podría estar orientado al
cambio o la transformación social.
Sobre lo mismo es menester señalar, que no toda acción en la cual se participa, conlleva a un
cambio, y en ciertos casos muchas veces es el y la profesional, quien mandatado explicita o
implícitamenteviii quien coarta la posibilidad de generar un verdadero cambio social o avanzar en
un proceso de acción transformadora. Por otro lado, estimo que el trabajador social y la
trabajadora social en particular y la profesión en general, no son ni serán agentes de cambio, sino
que a lo cual debemos aspirar es a ser parte de ello, con los otros actores, involucrarnos
activamente en dicho proceso, reconociéndonos en la misma clase y con la misma utopía
revolucionariaix.
"…al analizar las prácticas profesionales de los trabajadores sociales, se capta que si bien ellas llevan
implícito este vínculo (se refiere a lo ético-político), éstos no han sido desentrañados convenientemente
porque no se ha cuestionado sus implicancias por parte nuestra, los profesionales prácticos. Se observa
que se ha tendido a asumir en forma exagerada las ciencias de acuerdo a las coyunturas sociales vigentes
con una falta de criticidad de los aspectos ético-políticos que están presentes en la experiencia profesional".
Continuando con la reflexión que nos interpela este análisis, vemos que por un lado se niega lo
político y por otro, de manera simbólica, se ejerce una acción de carácter estrictamente político,
en donde el trabajo social, es participe de una práctica política, que majaderamente es negada.
Así como es negado en ciertos debates académicos el estatus científico del trabajo social o se le
niega el proceso para avanzar en dicha línea desde la hegemonía al interior de las ciencias
sociales. Pero siguiendo a Foucault (1991: 69) nos señala que:
“…no es en nombre de una práctica política como puede juzgarse la cientificidad de una ciencia (al
menos que esta pretenda, de un modo u otro ser una teoría de la política). Pero se puede, en nombre
de una práctica política, cuestionar el modo de existencia y funcionamiento de una ciencia”
(Paréntesis del autor)”.
Es decir, si estimamos que el trabajo social es una ciencia –sin entrar en el debate académico
sobre ello- es a partir de la existencia, es decir del SER del trabajo social y su funcionalidad en
cuanto a esa existencia, que podemos entrar a discutir ontológica y políticamente la acción del
trabajo social. Incluso podríamos agregar que este análisis también vale, si se estima que la
profesión es una tecnología social.
Entonces, a propósito de lo anterior, podríamos plantearnos las siguientes preguntas: ¿Para qué
existe el trabajo social?; ¿a qué intereses responde? Frente a la pasividad, e irreflexión en el
ámbito de la acción práctica del trabajo social, ante las múltiples formas de exclusión, tanto
objetivas como simbólicas, pareciera que su existencia tiene como finalidad constituirse en un
mecanismo de control social, ante el riesgo de una explosión de conciencia social respecto de su
condición de excluidos, que se traduzca en procesos liberadores de la misma; como síntesis, una
transformación social. Por lo tanto, a lo que vendría responder es a los intereses de una elite
ideológica dominante, que ha tenido el incuestionable logro de invisibilizar lo político, pero no
dejando de hacer política, y en ello el trabajo social ingenuamente en algunos casos y
concientemente en otros –me atrevo a señalar que así ocurrió durante la dictadura en Chile- ha
desarrollado su acción (política) en beneficio de esta élite.
También podríamos advertir que la práctica de los trabajadores sociales y las trabajadoras
sociales evidencia una pasividad ante la preocupante expansión del neoliberalismo globalizante,
que inunda e invade todas las prácticas de la vida social y cultural y de la vida cotidiana en
palabras de Schutz (1964). Pero esta discusión no está presente en la acción profesional, ya que lo
que interesa es cumplir con los objetivos definidos institucionalmente, y no cuestionar o filosofar
sobre algo que no tiene sentido para la intervención científica, aséptica y objetiva. Esta
pragmatización funcional de la intervención profesionalx, es en un sentido dialéctico,
políticamente dominadora.
Pero ante este escenario de globalización neoliberal, resulta ilustrativa la repregunta de Garretón
(2000), respecto de quiénes son los que efectivamente se globalizan: ¿las sociedades y la gente o
sólo sectores dominantes de ellos? Me atrevo a responder que toda la sociedad está globalizada,
pero no todos se benefician equitativamente. Más bien todos y todas contribuimos a que unos
pocos se beneficien de ella, pero de acuerdo con sus posibilidades adquisitivas, infectados por la
lógica del consumo, que beneficia, por cierto, a los que más tienen, y que conlleva a la
darviniana consecuencia de generar cada vez más exclusión y desigualdad social. Es una nueva
forma de esclavización, es la verdadera jaula de hierro de la que nos hablaba Weber (2004) en
su crítica a la racionalidad instrumental, propia de la filosofía de la modernidad, que nos amarra
al mercado como la única forma de ser. Por el contrario, sin capacidad de consumir, no se es y
por lo tanto se genera, como diría Castel (1997), una completa desafiliación social, es decir, la
nada misma.
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