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Trabajo final del seminario

“Visiones de la corporalidad en la filosofía francesa


contemporánea”
(FFyH, UNC, 2009)

Docente: Esteban García


Alumno: Gonzalo Gutiérrez Urquijo
El valor parece no poder definirse sino para los seres vivos, sus necesidades, sus deseos y, sin embargo,
él trasciende la vida. La verdad, la belleza, la justicia, el poder, el amor, no son sino simples expresiones
de la vida orgánica. Las vocaciones espirituales no toman nacimiento sino de los hombres vivientes, pero
sería absurdo reducirlas a fenómenos de desarrollo orgánico. El adolescente descubre los valores ideales
al mismo tiempo que desarrolla sus órganos genitales; se siente a la vez el parentesco y la desemejanza
de los dos hechos.

Raymond Ruyer, Filosofía del valor

¿Veis este huevo? ¿Se derriban con él todas las escuelas de teología y todos los Templos de la tierra?

Diderot, Le rêve d'Alembert

I. Introducción

Este trabajo se enmarca en una investigación más amplia -pero apenas esbozada- sobre los caminos
del vitalismo como pensamiento de frontera entre la filosofía y la biología. La razón para adecuar
los problemas propuestos en el seminario “Visiones de la corporalidad...” a esta investigación, y
situar la noción de cuerpo en la más general de vida; radica en que es Georges Canguilhem quien ha
sabido asestar uno de los más profundos golpes al mecanicismo fisiológico; otorgando así al
vitalismo, contrapartida natural de la anterior postura, un nuevo medio intelectual para renacer y
multiplicarse. Apuntamos, entonces, a desentrañar la relación cuerpo-mente a partir de la definición
canguilheana de vida como posición inconsciente de valor. No obstante, creemos que la definición
en sí misma merece una atención especial y suscita unos problemas definitorios a la hora de
concebir la naturaleza de la corporeidad.
A falta de un estudio más profundo, debemos comenzar por abordar el vitalismo en su
definición más general: aquella que defiende algún tipo de irreductibilidad de la vida frente a la
materia y las leyes físico-químicas. Es en Máquina y organismo donde Canguilhem invierte la
relación explicativa que desde principios de la modernidad -y en filosofía a través de Descartes-
había establecido el cuerpo propio con la máquina. Debemos notar allí una primera característica
vitalista: la defensa de una diferencia. En el caso que nos ocupa, ella enfrenta dos concepciones de
la corporeidad radicalmente opuestas: el cuerpo mecanicista, por un lado, es ciego y automático; su
coherencia orgánica resulta de la previsión de un Dios-ingeniero; el cuerpo que reclama
Canguilhem es, contrariamente, un cuerpo activo y perseverante que encarna el lugar de la
valoración. Pero es al menos paradójico que una nueva concepción de la corporalidad traiga
aparejada una noción tan incorporal como la de valor.
Ahora bien, si entre el cuerpo axiomático de Descartes y el cuerpo axiológico de
Canguilhem hay un amplio abismo de sentido, ¿desde dónde decir que uno es más correcto que
otro? En tanto historiador de la Ciencia, será el propio Canguilhem el encargado de recorrer los
sinuosos caminos que desembocan en la biología moderna. Así, en muchos de sus escritos, se pone
de manifiesto como -en más de una ocasión- el iatromecanicismo derivado de Descartes es relevado
por explicaciones que atribuyen al fenómeno vital una causalidad singular; algo del orden de la
totalidad orgánica que escapa a la analítica mecanicista. Pero en tanto metafísico, avocado a la
definición del concepto de vida, es necesario procurar ver desde dónde es que Canguilhem reclama
un nuevo lugar, una nueva vida para el cuerpo. Puede que allí la disputa con Descartes sea de otra
naturaleza que la implicada en la historia de la medicina y la fisiología. Y es que este último, en
tanto personaje conceptual de la modernidad, goza de una vigente persistencia a pesar de los
contrasentidos de su obra. Hay algo tan nuestro en Descartes, tan cercano, que la amplitud e
indeterminación de ese pronombre provoca miedo. Sólo y en medio de la oscuridad, desapegado
respecto a todo lo que el pensamiento hereda, Descartes anda a tientas. Pero al replegarse sobre sí,
vencido, ve surgir las coordenadas y, desde el abismo más profundo de la indistinción, recupera
para la humanidad entera el pensamiento; la luz natural. Reflejado en su ipseidad, el cogito refleja el
mundo y legitima el conocimiento salvándolo de la crisis escéptica.
Si bien hoy en día resulta común señalar las inconsistencias de la obra cartesiana, anudadas
alrededor del ocacionalismo divino y la interacción de sustancias, comprender los esquemas que
han de sustituir completamente su legado es aún una tarea pendiente. Si Descartes tiene más
presencia que Spinoza, a pesar de las explícitas e intachables críticas de éste a la filosofía de aquél;
es quizás porque lo que hemos heredado de la modernidad no concierne principalmente a los
conceptos en su composición ideal, sino en su compleja relación con el mundo a través de diversas
prácticas. Georges Canguilhem contribuye al trabajo de actualización conceptual ocupándose
específicamente de la herencia mecanicista. El vitalismo que defiende puede enfrentar tal
explicación reclamando la singularidad del fenómeno viviente, como ha sucedido en varias
ocasiones de la historia de la ciencia y la filosofía. No obstante, las consecuencias ontológicas de
este reclamo no van de suyo; y aquí se revela la importancia de lidiar con la otra gran herencia
cartesiana: el dualismo. Por eso, antes de abordar la crítica canguilheana al mecanicismo a través de
su lectura de Descartes, presentaremos un breve recorrido por las presentaciones del cuerpo en la
obra de este último. De esta manera, buscamos iluminar la relación entre el dualismo y el
mecanicismo; pues al ubicarse en el límite de lo material, lo irreductible de la vida no sólo enarbola
una nueva visión del cuerpo; sino que también prepara la pregunta por la consistencia de aquello
otro que se diferencia de la materia.

II. Línea problemática del cuerpo en Descartes

En la medida en que complejiza la distinción entre las sustancias extensa y pensante, el cuerpo
adquiere en la obra cartesiana -desde las Reglas hasta Las pasiones del alma- el progresivo estatus
de problema ontológico central. Pero esto no significa que el misterio de la interacción de sustancias
adquiera un único y mismo sentido en cada oportunidad. En los apuntes del seminario “Visiones de
la corporalidad...” se señala una inconsistencia entre las cartas a Elisabeth (1643) y la última obra
de Descartes (Las pasiones... de 1649): en la primera, el dato de la unión substancial que provee el
cuerpo es presentado como noción innata y, consecuentemente, se le impide al entendimiento una
mayor comprensión de aquello. Pero en Las pasiones, esta noción innata e incuestionable suscita la
necesidad de una explicación fisiológica: la certeza de la unión parece entonces no ser lo
suficientemente apodíctica como para dispensarnos de una explicación causal, pues aunque
podamos determinar qué corresponde a la extensión y qué al espíritu, desconocemos cómo y en qué
medida se componen en nuestro cuerpo. Ignorar esta razón nos impide determinar con certeza los
límites de una y otra sustancia, volviendo siempre necesario un trabajo de delimitación de las
jurisdicciones material y espiritual. En este sentido, podemos entender al cuerpo como el lugar en el
que una certeza y un problema se sostienen mutuamente. O bien el cuerpo es el modelo
paradigmático de toda interacción causal (seguimos en esto la interpretación de Daniel Graber1), o
bien es el lugar donde la causa y el efecto nunca logran encontrarse.
En las Reglas para la dirección del espíritu, compuestas alrededor de 1628, encontramos la
primera formulación del cuerpo como materia informada por el alma. Inmediatamente, Descartes se
excusa de no poder abordar en toda su extensión este complejo problema. Su intención se limita a
establecer los preliminares necesarios para una ciencia omniabarcante, la Mathesis universalis,
encargada de apreciar el orden y la medida en todos los asuntos que la luz natural sea capaz de
iluminar. Se ha hecho notar que -en este sentido- Descartes no altera demasiado el modelo
aristotélico legado por la escolástica. Pero en el hylemorfismo antiguo, el alma es parte de una
escala ontológica y representa el principio de movimiento que explica la forma adquirida. En la
modernidad del siglo XVII esta escala no está dada, representa -más bien- un desafío
epistemológico que el investigador debe superar teniendo en cuenta tanto la naturaleza de su
inteligencia como la de las cosas. Si bien es cierto que ambos filósofos singularizan el alma racional
al concederle la propiedad de existir sin un vínculo material, la luz natural no ilumina el mismo
universo en cada caso. Tomemos por ejemplo la sexta regla, donde se instancia esta diferencia:
Regla VI: Para distinguir las cosas más simples de las que son complicadas y poner orden en su
investigación, es preciso, en cada serie de cosas en que hemos deducido directamente unas verdades de
otras, caer en la cuenta de qué es lo más simple y de cómo todo lo demás está más, menos o igualmente
alejado de ello.
Aun cuando esta proposición no parezca enseñar nada realmente nuevo, contiene sin embargo el principal
secreto del arte y no la hay más útil que ella en todo este Tratado. Ella nos enseña en efecto, que todas las
cosas pueden ser distribuidas en determinadas series, no ciertamente en cuanto son referidas a algún
género de ser, siguiendo la división que de ellos han hecho los filósofos en sus categorías, sino en tanto
pueden ser conocidas las unas por las otras (…).

1 Ver Daniel Graber, Descartes embodied (2001). Understanding Interaction. What Descartes should have told
Elizabeth. Citado en los apuntes del seminario “Visiones de la corporalidad en la filosofía francesa contemporánea”
El alma cartesiana no recorre ya la armoniosa escala aristotélica, sino que más bien salta de relación
en relación, intentando determinar en cada caso qué es lo simple y qué lo compuesto. Lo
importante, en esta situación, no es el esquema global que señalaría la identidad del pensar
conceptual con el orden de los géneros y las especies de la creación; sino el método local a través
del cuál se puede avanzar, paso a paso, en la compleja urdimbre de las series proliferantes. El
intelecto, es cierto, es la única facultad capaz de percibir la verdad; pero esto no quiere decir que la
verdad sea de naturaleza exclusivamente intelectual. Las naturalezas simples que nuestra alma capta
intuitivamente son tanto espirituales como materiales o mixtas2. Incluso lo absoluto mantiene una
posición relativa respecto a lo derivado:
En cuanto a lo relativo es lo que posee la misma naturaleza o al menos uno de sus elementos en
participación, en virtud de lo cual puede ser referido a lo absoluto y ser deducido de ello constituyendo
una serie; pero encierra además, en su concepto, otras cosas que yo llamo relaciones. Así ocurre con todo
lo que se denomina dependiente (…). Estas cosas relativas se alejan más de las cosas absolutas cuanto
contienen más relaciones de esta clase subordinadas las unas a las otras. (…)
Y el secreto del arte en su totalidad consiste en darse cuenta en todo cuidadosamente de cuanto hay de
más absoluto. Porque hay ciertamente cosas que bajo un determinado punto de vista son más absolutas
que otras, pero que, consideradas de otra manera, son más relativas. (…) Consideramos aquí series de
cosas que hay que conocer y no la naturaleza de cada una de ellas.3

Para nuestro objeto de estudio -el cuerpo y su relación con la vida- la acentuación del
carácter epistémico por sobre el ontológico redunda en un programa de investigación que remite,
justamente al espíritu, la capacidad de determinar las relaciones que componen el cuerpo. Pero el
alma se encuentra en una particular posición: informa el cuerpo e interactúa con él, pero debe
separarse cuidadosamente de la materia con la que lo conforma para que las facultades -canales de
información- no perturben su diáfana función. Así, se deduce que el alma debe alejarse del cuerpo,
al que está unida, para comprenderlo mejor.

Es en la Regla XII donde se esboza una teoría de las facultades que pone en práctica el
paradigma relacional anteriormente citado. Allí, las disposiciones materiales de los objetos se
expresan en formas susceptibles de ser transportadas por los sentidos, la imaginación y la memoria
hasta el entendimiento (y viceversa). De esta manera, las diferencias entre -por ejemplo- los olores,
los sabores y los colores se traducen en variaciones formales: la infinita multiplicidad de las figuras
basta, dice Descartes, para expresar todas las diferencias de los objetos sensibles4. Es preciso aclarar
que estas figuras que surgen relacionando los puntos materiales no tienen una existencia ontológica
en sentido estricto. Los sentidos, definidos de manera totalmente pasiva mediante la metáfora del
sello y la cera, transportan las figuras al sentido común; pero esto se da “en un mismo instante y sin
paso real de ningún ser desde un lugar a otro”5. Hay un movimiento analógico por el que llega la
2 Cfr. Descartes. Reglas para la dirección de la mente, Regla XII. p. 208
3 Íbid. Regla VI. p. 168
4 Íbid. Regla XII. p. 202
5 Íbid.
forma hasta el intelecto, pero su inmediatez nos hace pensar que en ningún momento se trata de dos
substancias en contacto, sino de una relación materia-forma que -aprehendida de alguna manera por
el intelecto- logra despojarse de su componente material. En este momento de la obra cartesiana
podemos proyectar la idea de que, si el alma toma las precauciones suficientes, podrá encontrar el
orden y la medida según la cuál se componen todas las cosas. No hay razón para pensar que el
cuerpo representaría una excepción en este orden geométrico para el que la Mathesis universalis se
presenta como la ciencia adecuada; después de todo, materia y forma no son dos cosas separadas; y
mientras la primera ocupa el espacio, la segunda abarca las relaciones entre los términos. No
obstante, debemos notar aquí esa dualidad del alma que la acechará hasta las obras finales: en tanto
sujeto de conocimiento, este intelecto inmaterial puede -y debe- volverse sobre su propia
constitución corporeizada para distinguir lo propio de lo impropio; las facultades, mediante las
cuales cuerpo y alma confluyen, son un potencial obstáculo para el entendimiento desatento. En el
terreno de lo esencial, el cuerpo ya no es necesario; es el imperio dentro del imperio, aquello que ve
la vista, que oye el oído y que se entiende al aplicarse a sí. Lo no esencial representa la prueba del
efectivo contacto con la materia y, por tanto, de una continuidad substancial que pone en peligro la
autonomía espiritual. En este sentido, podemos decir que el alma es una y dos; y que es dos cuando
se contempla a sí misma como una (en tanto unida al cuerpo), y que es una cuando comprende que
es dos (diferencia ontológica de las substancias). De un lado el proyecto mecanicista de
investigación del cuerpo como emplazamiento del alma, que separa el alma cognoscitiva de él; y del
otro, el proyecto gnoseológico del entendimiento, que necesita del cuerpo (y lo supone) como
mediación para conocer el mundo.

Habiendo entonces descartado el modelo aristotélico según el cuál el alma era principio de
movimiento, se vuelve necesario explicar mecánicamente todas las funciones corporales6. Este
proyecto será puesto en marcha en el Tratado del hombre (redactado en 1634), texto que condensa
el mecanicismo cartesiano en lo que al ámbito orgánico respecta. Un paso decisivo en este camino
que sumariamente recorremos a través de las obras de Descartes, es la introducción del concepto de
“espíritu animal” para dar cuenta de los movimientos corporales, tanto voluntarios como
involuntarios. Hemos de notar una complejización de la fisiología rudimentaria de la Regla XII que
indica una mayor presencia del problema de la interacción, pues ya no se trata de formas que se
transportan automáticamente, sino de corpúsculos sutiles como el viento (o como una llama muy
viva7) que median entre el sentido común -ubicado ahora en la glándula pineal- y el cuerpo a través
de un sistema de cribas, barreras y pasos. La composición de estos espíritus les permite hacer de
6 No obstante, podemos decir que la inteligencia, si bien sustancialmente distinta del cuerpo, es también en cierta
medida un mecanismo, pues su función se identifica con el cálculo y -como vimos respecto al texto anterior- la
elucidación de relaciones y proporciones. Aquello del plano espiritual que no puede ser sometido al paradigma
mecanicista (y en consecuencia determinista) es la volición, contracara de las pasiones.
7 Descartes, Discurso del método. Quinta parte. p. 91
vínculo entre el sistema nervioso y el sistema circulatorio8: en el primero se asienta el alma, o más
bien: los caminos que conducen a ella; mientras que en el segundo se encuentra el motor de la vida:
el corazón y su producción de calor vivificante que, a través de la sangre, es repartido por todo el
cuerpo. Debe notarse que la vida es comprendida como una reacción de naturaleza química (un
fuego sin luz) inherente a los materiales con los que Dios compone el animal-máquina9.

No obstante, mientras la noción dual de “espíritu animal” sugiere cierta coexistencia de


substancias, en realidad, responde a otro problema y camufla la cuestión de la interacción; que sólo
será retomada luego de las insistencias de la princesa Elisabeth. Se trata de forjar los conceptos
necesarios para una explicación mecánica del mundo, ya que -desde el siglo XV- es la técnica
maquinista la que le ha dado a la racionalidad calculadora el mayor espacio para desplegarse en
libertad. Así, cuál si procediese a una privatización de las funciones del alma, Descartes parece
decir que nada de lo que pertenezca al espíritu, y pueda ser explicado mecánicamente, permanecerá
en manos del espíritu; concluyendo así en una real identidad entre máquina y organismo. No hay, en
el cuerpo, ninguna inteligencia, ninguna intención. Cada parte ha sido cuidadosamente dispuesta
por Dios, que cede al alma el lugar de control.

Los espíritus animales, entonces, recorren un espacio al que el alma no accede, el del propio
cuerpo. Hay cierto devenir-sutil de la materia en su estado de espíritu animal; cierta tendencia a
enrarecerse y, al agolparse, lograr formas que coinciden en sostener la glándula de determinada
manera. Moviendo la glándula a voluntad, el alma controla el movimiento centrípeto de estas
partículas y su aferencia a los distintos centros motores. En definitiva, es imposible saber si el alma
controla o no el cuerpo, pues por un lado interrumpe y redirige los impulsos, pero por otro no ha
constituido el circuito y no lo conoce por completo. Tal será el problema en que todo derivará hacía
el último texto: ¿qué poder tiene el alma sobre las pasiones (esos mixtos mentales en cuanto a su
efecto y materiales en cuanto a su causa)?

Antes de abordar directamente este problema de orden ético y práctico, Descartes apuesta
todavía por el poder técnico-racional en el Discurso del método (1637). Vemos allí con mayor
claridad como el proyecto epistemológico cartesiano depende, por un lado, del mecanicismo y, por
otro, del dualismo de sustancias. El primero organiza la materia de manera que la mente pueda
idóneamente captar sus relaciones determinísticas; y el segundo asegura la distancia y autoridad del
cognoscente sobre lo conocido. Si bien una tensión se perfila entre estos dos aspectos, dado que el
mecanicismo consecuentemente aplicado puede volver superflua la necesidad de una sustancia

8 En la parte quinta del Discurso del método Descartes recapitula los “descubrimientos” que ha expuesto en el
Tratado del hombre, texto que no fue publicado en vida; allí es donde podemos ubicar tal descripción del
funcionamiento del cuerpo según sus funciones.
9 Descartes, Discurso del método. Parte quinta. p. 83
distinta para caracterizar la mente10, su identificación con el alma (es decir, la identificación de la
sustancia espiritual con el acto cognoscitivo de la intuición) asegura que siempre habrá una plano
externo a la materia desde donde comprender sus relaciones y nunca quedar supeditados a
relaciones constitutivas e inexplicables. Es el alma la que asegura el éxito del proyecto de
dominio/conocimiento de la materia, pero para esto debe elevarse sobre su emplazamiento material.
A su vez, el conocimiento de los mecanismos naturales la lleva a penetrar más y más el propio
cuerpo y a descubrir que el núcleo esencial-racional-voluntario -con el que nos identificamos- nada
tiene que ver con los innumerables procesos fisiológicos que conforman la vida del cuerpo (del que
forma parte). Liberada de todo compromiso corporal, el alma/mente cartesiana se reivindica
estrictamente humana y racional. Las consecuencias de esta redistribución de funciones son vastas y
alcanzan nuestra época: por un lado, la deposición de las causas finales como explicaciones
científicamente válidas en lo que concierne a las leyes naturales; y, por otro, la afirmación del salto
cualitativo entre el animal y el humano como correlato del proyecto racional de dominio sobre la
naturaleza.

Al oficializar la caducidad de la causa final, Descartes reduce la clasificación aristotélica a la


mera eficiencia. Con la conservación del movimiento a través de los estados sucesivos del mundo,
el intelecto accedía de inmediato a la unidad substancial del universo y podía afirmar entonces la
identidad de causa y razón: causa sive ratio. Se sigue entonces que para comprender basta
reconocer en un hecho un proceso mecánico; al alma no le hace falta más para juzgar, y mientras
pueda juzgar, se presentará como distinta. Cuanto más maquínico, Descartes es más divino; es esa
su propia trampa: quitar a Dios de la causalidad pero para ponerlo al principio y al final del alma,
sin saber qué hacer con ese intermedio en que el conocimiento se experimenta como vivido y
creado. Al fin y al cabo, por inmediato, el acto del entendimiento no está exento de un ritmo
particular. Sabemos del laberinto que el personaje cartesiano recorre; todo un tanteo, un proceso de
asistencia que necesita recomenzar cada vez. Esto se traduce también en la ciencia, que requiere de
la imaginación y el hábito, facultades mecánicas no muy racionales11. Sin ir más lejos, es
Canguilhem quien, al citar aquél pasaje con el que comienza el Tratado del hombre, pone de
manifiesto la petición de principio cartesiana: el cuerpo es dado como modelo antes de la
construcción de la máquina: “supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de
tierra que Dios forma exprofeso para conferirle la máxima semejanza posible con nosotros”12. La
teleología que no se encuentra en el mecanismo se encuentra en el punto de partida, por lo que la
causalidad mecánica no da cabal cuenta de toda causalidad.

(…) para comprender la máquina-animal, es preciso percibirla como precedida, en el sentido lógico y
10 El mecanicismo de La Mettrie alcanza esa conclusión.
11 Esto es expuesto por Ferdinand Alquie en su texto: “La idea de causalidad de Descartes a Kant”
12 Canguilhem, El conocimiento de la vida. “Máquina y organismo”, p. 130
cronológico, a la vez por Dios, como causa eficiente, y por un viviente preexistente a imitar, como causa
formal y final.(...)
La construcción de la máquina viviente implica, si uno sabe leer bien este texto, una obligación de imitar
un dato orgánico previo. La construcción de un modelo mecánico supone un origen vital (…).13

No obstante, aquella suficiencia del mecanismo como explicación no es un acto voluntario,


sino una verdadera fascinación. En el siglo XVII, la complejidad de las construcciones técnicas era
mucho mayor que la de las explicaciones fisiológicas; de modo que no es sorprendente que una se
aplique a la otra como la explicación más plausible de nuestra experiencia de vida corporeizada.
Lewis Mumford ha llamado “era de la técnica” a la creciente proliferación de máquinas y productos
manufacturados que, a partir del siglo XV, diversificaron la vida europea. Y respecto de ese proceso
que encuentra expresión en Descartes, Paula Sibilia comenta:

Los aparatos mecánicos comenzaban a automatizar las más diversas funciones y a transferir sus ritmos,
su regularidad y su precisión a los cuerpos y rutinas de los hombres. Se había puesto en marcha el largo y
decidido proceso de mecanización del mundo, acompasado por la cadencia exacta de los relojes.14

No es de extrañar, entonces, que el reloj de bolsillo sea la máquina que fundamenta todas las
analogías máquina-organismo; ni que el corazón lleve su ritmo hacia un cuerpo extraño, que poco a
poco emerge a la luz de las velas de los anatomistas. Es justamente en la segunda de las
meditaciones metafísicas donde Descartes utiliza la figura del cadáver para representar todo aquello
que el alma cree ver como posesión del cuerpo 15. Intelecto y vida sólo se alcanzan externamente por
medio de la técnica científica.

Pero tanto en el Discurso como en las Meditaciones (1641) vemos a Descartes afirmar el
dato de la unión substancial: “la naturaleza me enseña también, mediante los sentidos del dolor, del
hambre, de la sed, etc. que no sólo estoy presente en mi cuerpo como el navegante en el barco, sino
que estoy unido a él estrechísimamente y como mezclado, de manera que formo una totalidad con
él”16. Pero el foco no está ahora puesto en el mecanicismo como heurística explicativa del cuerpo,
sino en la capacidad auto-validante del espíritu como principio del conocimiento. Luego de los
conocidos rodeos escépticos y las validaciones deístas, Descartes afirmará en la meditación sexta
que, a pesar de identificarse con una cosa que piensa y no necesita de cuerpo alguno para subsistir,
éste puede ser afirmado pues encontramos en el alma una idea precisa de él. Esto no implica una
revalorización de los sentidos, que tienden a mostrar como claras percepciones que el intelecto, al
examinarlas, descubre como confusas; pero sí el reconocimiento de un ámbito donde el alma
reacciona al cuerpo y viceversa. Tal es el caso de una pasión como el dolor:

Por lo demás, cuando el cuerpo es herido, yo, que no soy más que una cosa que piensa, no sentiría dolor,
por tanto, sino que recibiría esa lesión en el mero intelecto (…), y no tendría las confusas sensaciones del

13 Íbid. p. 131
14 Sibilia, El hombre postorgánico. p. 72
15 Descartes, Meditaciones metafísicas. p. 36
16 Íbid. p. 72
hambre y de la sed, ya que esas sensaciones de la sed, el hambre, el dolor, etc. no son más que ciertos
modos confusos de pensar producidos por la unión y como por la mezcla del alma con el cuerpo.
Además me enseña la naturaleza que existen varios otros cuerpos a mi alrededor, de los que debo rehuir
unos, perseguid los otros. Ciertamente, del hecho de sentir diversos dolores, sonidos, olores, sabores, el
calor, la dureza, etc., concluyo con rectitud que existen en los cuerpos de los que proceden esas varias
percepciones de los sentidos, algunas variedades correspondientes a aquéllos, aunque quizás no sean
iguales; y del hecho de que unas percepciones me son gratas y otras desagradables, es manifiesto que mi
cuerpo, o mejor dicho, yo mismo en conjunto, en tanto que estoy compuesto de cuerpo y alma, puedo
recibir beneficios y perjuicios de las cosas que me rodean.17

El sentido común sigue siendo radicalmente distinto a los sentidos, pero vemos que depende de un
ámbito de “beneficios y perjuicios” donde el “yo mismo en conjunto” desplaza al “yo soy una cosa
que piensa”. Paradójicamente, este ámbito práctico termina por solventar todas las dudas de las
anteriores “hiperbólicas meditaciones”, pues si bien los hábitos que aprendemos de la naturaleza no
alcanzan el ámbito del conocimiento claro y distinto, “indican con mayor frecuencia lo verdadero
que lo falso respecto a lo que se refiere al bien del cuerpo” 18. Aún si es a través de extravíos,
medicina y metafísica se reúnen; la fisiología es supuesta, pero no es una respuesta en sí misma. El
mecanicismo es una explicación del cuerpo, pero no explica la unión; la propia experiencia del
cuerpo vivido.

En este sentido, las meditaciones prefiguran el argumento que presentará Descartes cuando
en las Cartas a Elisabeth19 afirme que no es posible un conocimiento especulativo sobre la
naturaleza de la unión cuerpo/alma, pues es justamente la idea innata de tal unión lo que nos
permite concebir la interacción causal en general20. Pero lo que se volverá insostenible, aquello en
lo que la princesa no dejará de insistir, es la consistencia que el alma necesita para lograr afectar el
cuerpo. El intento de Descartes por solucionar el creciente contrasentido de la interacción pasa por
subsumirlo a la unión: “os ruego que queráis libremente atribuir esta materia y esta extensión al
alma, pues no es más que concebirla unida al cuerpo”; pero las consecuencias que la princesa
deduce son importantes: el alma, sujeta a la influencia de los humores, podría ser el nombre confuso
para una inteligencia corporal todavía incomprendida. Una vez más, aunque con distinto método,
Descartes se verá abocado -en su última obra- a la tarea de separar la mezcla psicofísica según la
pertenencia de sus funciones a la sustancia extensa o a la pensante. El proyecto de dominio sobre
los mecanismos naturales adquiere ahora la forma más eudemónica del dominio de sí a través del
conocimiento causal de las pasiones. Sin duda se ha recorrido un largo camino desde el carácter
totalmente pasivo de los sentidos en las Reglas hasta las percepciones causadas por el alma misma
que se explican en Las pasiones del alma. Aunque el escollo ontológico del contacto de sustancias
permanezca igual de misterioso que al principio, vemos surgir poco a poco un ámbito intermedio

17 Íbid, p. 72
18 Íbid, p. 77
19 Utilizamos aquí no el texto cartesiano, sino el resumen presentado en el Seminario.
20 Esto se expresa también en la carta a More, de 1649, citada en los apuntes del clase.
que se sitúa luego de la interacción y antes del conocimiento de la unión; allí donde cuerpo y alma
se informan sin producir un conocimiento claro y distinto. Hay cierta producción corporal del
conocimiento, cierto instinto, por el que se asoma una animalidad propiamente humana. Quizás la
noción de “instinto” sea desafortunada para un pensador que negó a los animales toda inteligencia y
los equiparó a puras máquinas; no obstante, si tenemos en cuenta el argumento del modelo mente-
cuerpo como causalidad primordial, deberíamos aceptar la idea de un ámbito en el que alma y
cuerpo se determinan mutuamente antes de poseer el concepto claro y distinto de la causalidad: allí
donde el alma no recoge informaciones del cuerpo sin, a su vez, reaccionar y ser afectada. No
obstante, aún si aventuramos la existencia de este ámbito práctico e instintivo de la interacción, esto
no implica olvidar el hecho central de que -para Descartes- el intelecto y la vida nunca entran en
contacto, sino que mantienen una relación mediatizada por el concepto; y, más precisamente, por el
concepto de explicación mecánica. Cuando tal concepto falla, en la cercanía de la causalidad que
relaciona ambas sustancias, el dualismo acude para justificar el hiato. Manteniendo la
independencia cognoscitiva del alma, el sujeto cartesiano apuesta a poder achicar esa distancia
mediante la ciencia. Pero lo que se ha revelado es que esa distancia es constitutiva, y el alma no
podrá alcanzarla sin eliminarse a sí misma como una entidad innecesaria, lo que daría por tierra
todas las certezas de la investigación.

III. Crítica al mecanicismo fisiológico en Canguilhem

En Máquina y organismo, Canguilhem partirá de una pregunta relativamente simple: ¿Cómo se ha


llegado a la explicación del hombre por la máquina cuando, natural y cronológicamente, es esta la
que es explicada por el ingenio de aquél? La respuesta arriba con la novedad técnica de los
autómatas, máquinas que prescinden de una intervención humana constante, como sí sucedía con
las antiguas máquinas alimentadas por el esfuerzo muscular (humano o animal)21. Invirtiendo la
relación explicativa, se arribará a un punto de vista que no sólo afecta a la concepción del
organismo viviente, sino al conjunto de relaciones que se dan entre ciencia y técnica. Habiendo
mostrado que, en Descartes, la eliminación de la causa final se da sólo bajo la forma
antropomórfica; y que no es posible pensar ni mecanismos ni organismos por fuera de cierta idea
-latente o patente- de finalidad22, Canguilhem se ocupará de entender las máquinas como órganos

21 “(…) la asimilación del organismo a una máquina presupone la construcción por el hombre de dispositivos donde el
mecanismo automático está ligado a una fuente de energía cuyos efectos motores se desarrollan en el tiempo,
bastante tiempo después de cesar el esfuerzo humano o animal que restituyen. Es este desplazamiento entre el
momento de la restitución y el del almacenamiento de la energía restituida por el mecanismo lo que permite el
olvido de la relación de dependencia entre los efectos del mecanismo y la acción de un viviente.” Canguilhem, El
conocimiento de la vida. “Máquina y organismo”, p. 123
22 “Nadie duda que falta un mecanismo para asegurar el éxito de una finalidad; e inversamente, todo mecanismo debe
humanos; de re-inscribir lo mecánico en lo orgánico. Es entonces cuando su anticartesianismo
resulta más patente, pues siguiendo el trayecto en que la técnica influye la concepción del
organismo, así como el organismo modifica su relación con el medio a través de la técnica; nuestro
autor reafirmará la autonomía creadora de las artes -la invención-, frente al ámbito de la aplicación
deductiva del conocimiento.

Ahora bien, es necesario preguntarse también por las condiciones técnicas y de saber que
emplazan el propio discurso de Canguilhem para comprender mejor los conceptos mediante los
cuales dice esbozar un conocimiento de la vida. Si tenemos en cuenta las transformaciones de saber
que tuvieron lugar desde el siglo XVII hasta mediados del siglo XX, la crítica a Descartes aparece
casi como una excusa para volver a tratar el problema de la finalidad y el organismo, apuntando al
mecanicismo de su época; del cuál Descartes es pionero, pero no patrón.

Lo más brevemente posible, debemos hacer notar algunos cambios supuestos por la
aparición de la biología -a principios del siglo XIX- como ciencia del fenómeno viviente; y cómo
este escenario vuelve a contraponer diferentes explicaciones de la constitución del organismo. Si
bien es un tema extremadamente complejo, podemos ubicar en la figura de Bichat la convivencia de
un modelo químico -sobre el que funda su “histología”- con un principio no reduccionista de los
tejidos vivos, elementos de los órganos y objetos anatómicos. Esta nueva perspectiva que se abría
paso, suele estar asociada con los experimentos de Lavoisier sobre la energética de la “máquina
animal”:

En sus últimos años, Lavoisier realizó sobre los seres vivientes unas investigaciones químicas
independientes, por principio, de toda consideración de los órganos (como desde 1777 en el caso de la
respiración sola) y pudo responder al problema de la sistematización de las reacciones físico-químicas
que observaba mediante la concepción de una unidad funcional del ser viviente; hacia 1790 se determinó
así un punto de paso, sin duda decisivo, entre la química de vanguardia y el programa de la nueva
biología: el organismo viviente iba a ser reconocido como esencialmente obligado a regular sus
intercambios con el exterior mediante una exacta coordinación de sus funciones y como capaz de ello. De
una vez para siempre la fisiología dejaba de resorberse en la animación mecánica de la anatomía (ideal de
Haller). 23

De allí a la definición, por parte de Bichat, de la vida como “el conjunto de funciones que resiste a
la muerte” hay tan sólo un pequeño paso; aún si él mismo rechazase la explicación de los
fenómenos de respiración y calor animal24. Lo crucial, para nuestro desarrollo, es la progresiva
(aunque nunca total) independización de la fisiología respecto de la anatomía mecanicista; y, sobre
todo, el atisbo intencional con el que se califica el vivir: la resistencia -a contrapelo- respecto del
desorden material. Esta singularización de la fisiología -que llevará a la invención de la noción de
tener un sentido, porque un mecanismo no es una dependencia de movimiento fortuito cualquiera. La oposición
estaría, en realidad, entre los mecanismos cuyo sentido es patenta y aquellos en que el sentido es latente. […] no
parece posible negar la finalidad de ciertos mecanismos biológicos.” Canguilhem, El conocimiento de la vida.
“Máquina y organismo”, p. 134
23 Jean Bernhall. Química y Biología en el siglo XIX. p. 384
24 Canguilhem. De lo singular y de la singularidad en epistemología biológica. p. 236
biología, por parte de Lamarck- se había anunciado ya con Stahl quien, en 1707, oponía el destino
de destrucción físico-química de las partes heterogéneas del organismo a un principio de
conservación que no podía ser corporal y que identificaba con el alma. No obstante, a partir del
siglo XIX, la aparición de la ciencia de la vida no implica -en absoluto- una renovación del
animismo y, en general, las consecuencias metafísicas de la noción de vida se diluyen en principios
metodológicos. Canguilhem llama “positivismo fisiológico avant la lettre” a la defensa -por parte
de la escuela de Montpellier- de una ciencia del organismo que no es la extensión de ninguna otra
disciplina, y que propaga a todas las funciones del organismo el poder de reacción sensitiva; una
propiedad sin análogos en los cuerpos inertes25. Pero la liberación respecto a las analogías
mecánicas no implica la liberación respecto a los modelos o las analogías científicas en general, de
ahí que Canguilhem sostenga que:

La fisiología del siglo XIX, a partir de Magendie, debía volver a buscar modelos y analogías físicas y
químicas aptos para desingularizarla, a la espera de que Claude Bernard, a su turno, reivindicara para ella
el derecho a un objeto no insular sino específico. Y eso, en el mismo momento en que la biología
darwiniana reconocía en las pequeñas variaciones individuales -es decir, en suma, en las singularidades
morfológicas o funcionales- la causa de aparición de tipos orgánicos capaces, a despecho de su naturaleza
aproximativa y provisoria, de soportar relaciones de homología sin referencia a un plan de creación o un
sistema natural.26

Tendremos ocasión de mencionar la importancia del evolucionismo para el debate mecanicismo-


vitalismo, pero antes debemos explicitar el rol que el discípulo de Magendie juega en esta transición
de modelos a través de los cuales el conocimiento se aproxima a la vida de la que ya forma parte; y
que en definitiva arribará al propio pensamiento de Canguilhem, si es que podemos desentrañarlo
de sus lecciones epistemológicas.

En otro estudio sobre historia y filosofía de las ciencias, nuestro autor atribuirá a Claude
Bernard la responsabilidad por el pasaje del modelo mecánico de la fisiología a un modelo
económico y político; en donde la noción de “medio interno”, así como la aceptación de la teoría
celular, permitieron pensar el carácter total del organismo como una asociación de individuos, una
“relación de tipo social, [que] suministra a los elementos el medio colectivo de vivir una vida
separada”27. Mientras la fisiología importaba modelos mecánicos -sostiene Canguilhem- el concepto
de totalidad (con el que ya desde Aristóteles se había caracterizado la compenetración de la forma y
la función en el organismo, suponiendo una subordinación de partes a un todo) resultaba
intrínsecamente circular y problemático; pues si las partes se conciben como medios de la finalidad
del todo, el todo -si permanece entendido como una estructura estática- no es más que el producto
de la composición de las partes. La fábrica que Descartes veía en el cuerpo humano implicaba una
estricta rigidez de funciones, pues la disposición de los elementos determinaba su función. En aquel

25 Canguilhem. De lo singular y de la singularidad en epistemología biológica. p. 235


26 Íbid. p. 236
27 Canguilhem. Del todo y la parte en el pensamiento biológico. p. 352
entonces, el alma afrontaba el doble papel de unificar el cuerpo (es decir, totalizarlo) y, a su vez, de
encontrarse con él como ya dispuesto por Dios. No es extraño que, en este sentido, sea necesario
acudir al preformismo para explicar el propio desarrollo y crecimiento de la máquina animal28. Pero
cuando la embriología (otra de las disciplinas que, junto a la fisiología, “se esforzaban por alcanzar
la autonomía de sus métodos y la especificidad de sus conceptos”29) dictaminó (a partir del trabajo
de Wolf) que “el desarrollo o la evolución del organismo procede por sucesión de formaciones no
preformadas (1759 y 1768), [entonces] fue necesario devolver al organismo la responsabilidad de su
organización.”30 También en Máquina y organismo la embriología juega un papel decisivo a la hora
de criticar el modelo mecánico, pues provee ejemplos en los que el todo orgánico no se comporta
como la suma de las partes. Según los experimentos Hörstadius y Driesch sobre huevos de erizo de
mar (donde se cortan, separan o combinan huevos en desarrollo según distintos ejes; sin que el
desarrollo epigenético se vea alterado en modo alguno) permiten concluir “la indiferencia del efecto
en relación con el orden de sus causas”, así como -según el caso- “una indiferencia del efecto en la
cantidad de la causa. La reducción cuantitativa de la causa no acarrea una alteración cualitativa del
efecto”31. En este sentido, Canguilhem hará notar que son las máquinas quienes están sujetas a un
sentido de finalidad más estricto (determinado por su ensamblaje), mientras que los organismos
demuestran cierta polivalencia de sus órganos32: “un organismo, pues, tiene más latitud de acción
que una máquina. Hay menos finalidad y más potencialidades” 33. Nos acercamos aquí a una
definición más positiva de lo viviente, pues la diferencia entre lo orgánico y lo mecánico es
señalada allí donde el animal se reproduce a sí mismo y donde emprende tentativas improvisadas.
Pero, ¿qué es este sí mismo del que se ocupa el animal? ¿Se identifica con el individuo, con la
especie, con algún género? ¿Sigue, acaso, algún código? ¿Implica la totalidad una conciencia de sí?
Y en el mismo sentido, ¿cómo comprendemos esa totalidad, si no es mediante analogías y modelos?
Para Canguilhem, la totalidad viviente:

No es una totalidad nominal (…) percibida y concebida por una conciencia espectadora. La totalidad de
lo viviente es una esencia. Es un concreto de origen que se cumple por sí mismo, y no una yuxtaposición
que se propone a una conciencia para que esta la termine. Los textos mencionados se invocaron en apoyo
a una concepción del organismo a la manera de Hans Driesch, para quien la equipotencialidad
embrionaria -garantía, en las primeras etapas del desarrollo del huevo, de la regulación y la
normalización de todas las disociaciones o asociaciones extraordinarias de partes presuntas- es la

28 “Dado que una máquina no se monta a sí misma y, hablando en términos absolutos, no hay máquinas para montar
máquinas, era necesario que la máquina viviente tuviera relación con algún maquinista, en el sentido del siglo
XVIII, o sea, el inventor o constructor de máquinas. Por ser este imperceptible en el presente, se lo suponía en el
origen, y de ese modo la teoría del encaje de las simientes conseguía responder lógicamente a las exigencias de
inteligibilidad que habían originado la teoría de la preformación. El desarrollo se convertía entonces en un mero
agrandamiento, y la biología, en una geometría (…)”. Canguilhem. El todo y la parte.... p. 347
29 Íbid. p. 347
30 Íbid.
31 Máquina y organismo p. 139
32 Cfr. el ejemplo del ejemplo del embarazo hectópico alojado en un intestino de conejo: Íbid. p 137
33 Íbid. p. 138
expresión del predominio inicial de la totalidad y, por lo tanto, de su presencia ontológica.34

Aceptando que el modelo mecánico es incapaz de atender esta realidad, aún resta la pregunta por
nuestra relación entre la conciencia cognoscente y la vida. Si Claude Bernard rompió el círculo
según el cuál el organismo era totalizado al extremo de no poder ser conocido sin cierta
desnaturalización35, sosteniendo que el organismo es la integración de individuos que a su vez son
todos de menor complejidad (las células); lo hizo recurriendo a una idea trascendente que, al modo
de un gobernante, entrega a cada parte lo necesario para su vida individual. Se diría que, en este
caso, la totalidad se encuentra por sobre el organismo. Pero después de todo, como apuntará
Canguilhem, no hay vida en libertad de las partes más allá del todo que realiza su relación. Citando
a Wolff, el artículo sobre la totalidad explicita: “por un ilogismo del lenguaje, se da a menudo el
nombre de cultivos de tejidos a proliferaciones celulares anárquicas que no respetan ni la estructura
ni la cohesión del tejido del que provienen”36. La metáfora económica falla por cuanto “para el
organismo la organización es un hecho; para la sociedad, un quehacer”37.

El siguiente modelo que acaparará las explicaciones del organismo será el informático,
decididamente marcado por el descubrimiento -en 1954- de la estructura del ADN y su rol en el
proceso de herencia. Dado que este descubrimiento sucedió cuando Canguilhem había ya escrito Lo
normal y lo patológico y Máquina y organismo, será interesante preguntarse por algún cambio en su
concepción de la vida a partir de entonces.

IV. Perspectivas vitalistas en genética

Si no hemos mencionado, en la sección anterior, la importancia de Darwin para la historia de la


biología; es porque, a partir de su confirmación desde la explicación genética de la herencia,
constituye el marco racional desde donde hoy se entiende el funcionamiento vital. El
descubrimiento del ADN y la selección natural conforman los pilares de nuestro actual sentido
común en lo que comprensión de la vida refiere. Consideramos necesario el haber expuesto
-sucintamente- los avatares históricos del mecanicismo que Canguihem pone de manifiesto, pues
creemos que este sentido común actual continúa siendo mecanicista y planteando inconvenientes.
Después de todo, la selección natural es un mecanismo; y el ADN no es más que una molécula que
obedece leyes químicas. El acto de la selección no comporta ningún sujeto. Es, estrictamente, un
proceso ciego. A partir de mutaciones azarosas, resulta incuestionable que los organismos más aptos
34 El todo y la parte en el pensamiento biológico. p. 343
35 Cfr. Canguilhem, El todo y la parte... pp. 349 a 351
36 E. Wolff, “Les cultures d'organes embryonnaires in vitro”, Revue Scientifique, mayo-junio de 1952, pág. 189. Citado
en El todo y la parte... p. 354
37 El todo y la parte... p. 355
sobrevivan y que los desfavorecidos perezcan; motivando así, naturalmente, un continuo proceso de
evolución. Pero frente a esta interpretación mecanicista, Canguilhem recordará el cargado
vocabulario axiológico de la teoría darwiniana (ventaja, favor, disfavor, etc.)38 y -como en tantas
ocasiones- separará el hecho de prescindir de explicaciones finalistas para la explicación científica,
del hecho esencial según el cual encontramos en la vida una preferencia por vivir. Para utilizar
términos spinozistas, la vida persevera en su ser; es quizás esa su única y precaria finalidad
inmanente. De esta manera entendemos que:

El hecho de que el arbitraje de las variaciones competitivas por parte del medio sea no teleológico, no
implica por fuerza que el resultado, tratándose de existentes cuya vida es una diferencia de valor respecto
de la muerte, no contribuya a la elaboración de un orden orgánico, elaboración obstinada en su
orientación aunque precaria en sus encarnaciones. La sucesión hereditaria de los seres vivos es una
delegación ininterrumpida de poder ordinal.39

Como dijimos, el modelo vitalista de Canguilhem es axiológico; la vida es polaridad y


puesta en juego de un valor. Según recuerda Raymond Ruyer en su Filosofía del valor, el verbo
latino valeo significaba originalmente: “soy fuerte”, “tengo buena salud”; pero a medida que su uso
fue extendiéndose, derivó en un sentido económico-políticio de valor de cambio:

Los hombres, que pesan todo en una balanza invisible, juzgan instintivamente el peso, la importancia
relativa de los seres y las cosas, según aquello que estarían dispuestos a sacrificar del otro lado de la
balanza. Como si los seres poseyeran, además de su existencia pura, y de cierta manera óptica, una
cualidad dinámica, mensurable por el esfuerzo necesario para obtenerlas.40

Hay, entonces, una dualidad propia del valor que sería articulada por esta cualidad dinámica: el
existir fuera del tiempo, como una esencia; y el estar ligado, a su vez, a una existencia orgánica. En
Lo normal y lo patológico también observamos, de alguna manera, esta oscilación: al sustituir el
dogma positivo de lo normal por la actividad normativa del organismo, la vida pasa a ocupar el rol
de instancia individuante a través de elecciones valorativas, dotando así al organismo de un plano
de referencia a partir del cual se establecen las relaciones entre el medio interno y externo. Así
continúa Ruyer:
En sentido amplio todo valor es normativo. Es decir, demanda realización y según reglas precisas,
además. Pero puede haber normas más o menos valiosas, aunque la norma sea un tipo natural, que la
misma naturaleza, a modo de conciencia activa, parece esforzarse en realizar; por ejemplo, en el curso de
una embriogenia que un accidente o el investigador trastornó. Es normal, pero enfadoso tener apéndice.
Ser normal representa en general un valor positivo, pero un valor entre otros.41

Valor y vida no se confunden, pero están enlazados. La enfermedad es ese fenómeno que pone en
juego el valor de una determinada norma de vida, esta indica que el propio organismo instaura (o
actúa según) una diferencia entre el estado normal y el patológico. Pero el estado normal no existe
en sí mismo, es siempre capacidad de superar los modos de vida establecidos. Por eso es que la

38 Canguilhem. El problema de la normalidad en la historia del pensamiento biológico. p. 166


39 Íbid. p. 167
40 Ruyer, Filosofía del valor, p. 198
41 Íbid. p. 20
salud se entiende como una reserva virtual de normatividad. La vida se compone de las tendencias a
la normalidad y a la anomalía creativa. En medio de ambos extremos, ella es potencia que se
conserva. De esta manera se posicionan y resposicionan -inconcientemente, aclara Canguilhem- los
valores. Pero aunque estos parecen existir en el mundo de las ideas: “El conjunto del fenómeno
valor es relativo por esencia, es relación, pasaje, transición actualizante. (…) valor y acción no
hacen más que uno. (…) El agente no es nada, si cesa completamente de obrar y de actualizar.” 42 El
plano en el que la forma del todo orgánico se altera es ese espacio donde la vida puede generar
diferencias en la materia y por lo tanto someterla. La fuerza del valor podría ser esta retención, esta
variación de intensidad que permite informar la materia (que en sí misma nunca carece de forma).
De la misma manera en que Máquina y organismo se invierte la relación ciencia-tecnica,
vemos anteriormente que en Lo normal y lo patológico la patología -en lugar de proveerle
conocimiento- importa de la clínica la experiencia de la enfermedad que motiva el estudio
fisiológico y la diferenciación a la que refiere el título. Sin embargo, la conciencia de la enfermedad
es una experiencia difícilmente sistematizable; y la definición de enfermedad del médico suele
prevalecer por sobre la del enfermo. Canguilhem adscribe a la frase de Leriche según la cual “la
salud es la vida en el silencio de los órganos”, lo que implica que “el estado de salud es la
inconsciencia del sujeto respecto a su cuerpo”43. La conciencia (humana), en este sentido, sólo
recoge efectos, síntomas, y no participa directamente de la sutil regulación que informa el todo
orgánico. Esta reflexión es útil por cuanto nos venimos preguntando por la relación entre
conocimiento (o conciencia) y vida. Tomemos el ejemplo del sistema inmune: hemos recibido un
corte en la piel y se ha desencadenado un proceso de cicatrización. Este proceso se conforma de
varios otros proceso encadenados que se activan recíprocamente hasta volverse innecesarios. La
herida que portamos puede ser lo suficientemente pequeña como para que el proceso de
cicatrización se haya activado sin que nosotros lo hayamos notado; pero también puede suceder que
sea profunda y peligrosa, que afecte toda nuestra constitución y nuestro comportamiento. Dejando
de lado el intrincado problema que supone determinar dónde y cuándo es que el corte deviene
patológico44, remarquemos el hecho de que la conciencia puede estar separada de las actividades del
cuerpo (de hecho lo está, por cuanto los movimientos involuntarios del cuerpo son la vasta mayoría)
sin que esto deje de implicar una integración de todo el cuerpo en la conciencia; un progresivo
relevo de las relaciones que se remonta hasta el sistema nervioso central. Recordando a Descartes,
podemos decir que sólo el alma duele y que sólo el cuerpo puede ser herido. El alma tiene dos
dominios: el de la forma del todo y el de la conciencia que recibe e interpreta ciertos eventos del

42 Íbid. p.192
43 Canguilhem, Lo normal y lo patológico, p.63
44 Canguilhem diría que desde el momento en que el paciente lo siente como algo negativamente valuado. Esto implica
la imposibilidad de determinar científicamente una patología.
cuerpo. Hemos intentado exponer cómo estos dos sentidos no lograban conciliarse en la filosofía de
Descartes, y cómo nos llevaban hacia el problema del conocimiento de la vida. Ahora podemos
decir que si los mecanismos de especialización celular implican una división del trabajo, suponen
entonces la existencia de una coordinación recíproca mediante mecanismos de información, una
inteligencia que no es la de la mente; y este es el papel que juega el código genético como
explicación tipo del modelo informático de lo viviente.
Ahora bien, si el papel de conceptos como código, mensaje o consigna, es central para el
modelo informático; cabe preguntarse cómo es que Canguilhem mantendría una defensa del
vitalismo ante doctrinas tan reduccionistas como las del gen egoísta, que se desprenden
naturalmente de la idea que encuentra en el ADN el sustrato del cambio constante que conforma al
ser viviente. Para este propósito, contamos con un texto particularmente importante pues marca
-según podemos apreciar desde los textos leídos, que no son tantos- un cambio en la concepción del
todo orgánico. Nos referimos a “El concepto y la vida”, donde nuestro autor identificará vida,
código, información, conocimiento y concepto.
En la etapa temprana, antes de las Nuevas reflexiones... que conforman la segunda parte de
Lo normal... y del descubrimiento de Watson y Crick; la técnica era revalorizada por Canguilhem
como una estrategia vital, mientras que la ciencia era responsable de una ruptura con el orden vital
que producía una ilusión retroactiva. En este sentido, los diferentes modelos se atribuían la
explicación de lo viviente sin atender a que- en realidad- era lo viviente quien fundamentaba sus
técnicas. Sin embargo, en el período 1963-66, la ciencia pasa a formar parte de la normatividad
social: medio de la normatividad vital antropológica. La ciencia es ahora tan estratégica como la
técnica, y sus conceptos de sentido, información y error proceden de la vida misma45. A partir de
esta correlación entre información genética e información epistemológica, Canguilhem afirmará la
existencia de un logos genómico que a priori determina la estructura de la vida. El conocimiento de
este logos pone en contacto el concepto y la vida: hay conocimiento de la vida pues ella misma
actúa en razón de entidades generales, de formas que busca transmitir. La unidad del concepto es la
unidad del organismo, que lleva a término el desarrollo del todo orgánico desde donde surge el
concepto. En este sentido, Canguilhem se reclamará hegeliano por cuanto, citando a Hyppolite, dice
que “en su funcionamiento, lo orgánico se alcanza a sí mismo. Entre lo que es y lo que busca sólo
hay apariencia de una diferencia, y así es concepto de sí mismo” 46. Es la semejanza de los
individuos donde se verifica la existencia de las especies y los géneros como entidades reales.
Aunque sea el error lo que permite zafar de los límites de la especificación, no hay razón para
identificar la vida con uno de ambos mecanismos, dice allí Canguilhem. Todos los fenómenos de
auto-referencia que caracterizan al viviente (curación, construcción, crecimiento, etc. del todo
45 Cfr. Lo normal y lo patológico, p. 223
46 Canguilhem, El concepto y la vida, p. 368
orgánico) se encuentran dirigidos por una forma a priori que el código transmite: tal es la realidad
de la información. Aquí nuestro autor expresará su preferencia por Claude Bernard y su concepción
de una idea directriz que rige el todo asimilándola a la noción de consigna transportada en los
genes.
Si bien no podemos negar la importancia de la decodificación de la estructura del ADN en la
explicación de lo viviente, ¿estamos capacitados para decir que comprendemos el logos vital? ¿Es
posible pensar que también ahora nuestras posibilidades científicas y técnicas influyen de manera
decisiva en nuestra mirada hacia lo vivo, o es que hemos alcanzado -como suele decirse- “el secreto
de la vida”? La ciencia ha descubierto el proceso de traducción, transcripción y sintetización de
proteínas a través del material genético, ¿pero basta esto para identificar un gen molecular con un
gen de propiedades? Los conceptos de red o sistema abierto son candidatos a reemplazar el
vocabulario genético de los años 60-70 que encuentra en el ADN “la molécula maravillosa”, el
“libro de la vida”, y del que Canguilhem parece ser víctima. Habría que preguntarse, siguiendo su
ejemplo, si el ácido desoxirribonucleico no funciona para cierta biología del siglo XX como el
homúnculo del siglo XVII, es decir: conteniendo en un origen toda la complejidad que no se puede
explicar en el desarrollo del organismo. En este sentido, algunos autores advierten que ya no puede
considerarse al genoma como un programa pues no es coherente, definido ni inequívoco47.
Recordemos que el multimillonario proyecto de desciframiento del genoma humano, que prometía
entender el funcionamiento de la síntesis orgánica e identificar genéticamente las enfermedades,
nunca otorgó los resultados esperados. Más bien, los sentidos del código nunca emergieron luego de
completarse la secuenciación de nuestros 23 cromosomas. Si en los años 90's y a principios del
siglo XXI hubo un auge de expresiones casi mesiánicas respecto al genoma, deben ser
contextualizadas en un proceso técnico donde la producción industrial de bio-moléculas establecía
los estándares funcionales de lo que se entiende como gen.
Es entonces paradójico que Canguilhem hable de logos cuando él mismo sostiene que éste
no funciona más que errando. Relacionando vida, concepto e información; Canguilhem parece estar
más preocupado por el almacenamiento del concepto que por su creación. Y si bien esto forme una
parte crucial del funcionamiento vital, otro tanto lo conforma (cómo hemos aprendido de él mismo)
la capacidad de variar e inventar “nuevos modos fisiológicos de andar”. No por casualidad la tan
valorada embriología estudia un periodo donde el organismo en desarrollo no puede variar su
información sin alterarse completamente. En el huevo ontogenético, la fuerza intensiva que
cohesiona al todo coincide con la forma que adopta en extensión48. Una vez terminada la etapa de

47 Cfr. M. R. Hendrickson, El espíritu de Schrödinger. Reflexiones sobre la asombrosa relevancia de ¿Qué es la vida?
para la biología del cancer.
48 Más preciso sería utilizar formas en plural, pues el huevo/feto no cesa de transformarse y plegarse según nuevos
ejes.
desarrollo, el organismo deberá enfrentarse con el medio y poner a prueba sus umbrales de potencia
por los que buscará establecer estados normales. Pero si su salud es la normatividad -es decir
capacidad de variar la norma- y su forma es un a priori, ¿cómo se produce la interacción entre
ambas instancias? La imprescindible y retroactiva relación entre la estructura y la función, ¿no
supone otro plano que las confunde transversalmente? Mientras el error acaece externamente como
anomalía por mutación, el todo orgánico resulta un producto -más o menos fiel- derivado del a
priori material. Pero:
Si existe hoy casi unanimidad en cuanto a eliminar su apelación a la finalidad [de la adaptación], son
todavía muchos los que estiman que el recurso al azar no es una explicación plenamente satisfactoria. Ni
finalidad ni azar, ¿qué es entonces el oportunismo de los seres vivos?49

Dotar de intencionalidad a la vida es sin dudas engañoso, pues parece implicar la necesidad de
hacer de la vida un sujeto con voluntad. De todas maneras, la palabra sirve para insistir en su
irreductibilidad. Los genes están en un circuito, forman parte del todo; por eso hay que preguntarse
si sólo varían por azar o por algún tipo de “presión selectiva” ejercida dentro del mismo organismo.
En definitiva, creemos que si hay lugar para el vitalismo en la ciencia contemporánea, este debería
estudiar las relaciones entre el cambio somático y el cambio genético. Sin desautorizar la genética
ni la selección natural, sería útil preguntarse si es que son los únicos mecanismos de especiación 50.
Por eso acordamos con Dominique Lecourt en que el texto de “El concepto y la vida” atenta contra
el “contenido polémico” del vitalismo que su autor venía defendiendo hace décadas 51. Para
cuestionar este artículo de Canguilhem, podemos plantearle algunas de sus propias preguntas que
encontramos en otro trabajo de la misma época: “Sobre la historia de las ciencias de la vida desde
Charles Darwin” :
El descubrimiento de la estructura macromolecular de la materia viva permitió reunir en una misma
cuestión, obtenida por regresión histórica, la evolución orgánica y la evolución química. En el punto
exacto en que lo objeto se sustraer al análisis de las estructuras vivas elementales fosilizadas, (…) la
posta es retomada por la biofísica y la bioquímica. El diario del laboratorio sustituye a la historia de la
naturaleza. La síntesis procura imitar los estadios de aparición de una morfología inframicroscópica y
reconstruir de manera racional, en ausencia de todo dato de observación, la evolución al término de la
cual, partiendo de una gran diversidad inicial de elementos químicos, la uniformidad bioquímica obtenida
puede soportar la complejización selectiva de las formas vivas. ¿Puede extenderse de lo biológico a lo
prebiológico el ámbito de validez de la explicación por selección darwiniana? ¿Es la misma evolución
antes y después de establecerse el código genético? ¿Cómo pasar de un caos de reacciones químicas a un
metabolismo organizado para su autoconservación y su autoreproducción?52

Ante el hecho de que la organización genética supone ya estructuras estables insertas en un sistema
meta-colectivo de información, la ante-ultima pregunta deviene central. ¿Cuál era el a priori de la
vida entonces? Si ella se haya sobre un plano de composición del que el código forma parte en

49 Canguilhem. Sobre la historia de las ciencias de la vida desde Charles Darwin. p. 150
50 En Mil Mesetas, Deleuze y Guattari hablan (y no son los primeros) de la simbiosis y los agenciamientos territoriales
como mecanismos de especiación.
51 Dominique Lecourt, La historia epistemológica de Georges Canguilhem, p. xxix
52 Canguilhem. Sobre la historia de las ciencias de la vida desde Charles Darwin, pp. 147, 148
relación con otras partes; y dado que todas estas partes pueden variar, ¿no es acaso imprudente
sostener que la forma que se refleja en el concepto está dada y es a priori? Si la vida es información
y asimilación de la materia, el vitalismo debe basarse en la capacidad de proveer un modelo
evolutivo que no descanse ni en la finalidad (lo que nos retrotraería al Dios-ingeniero cartesiano) ni
en el azar ciego (que desingularizaría el fenómeno vital). Lo que hace falta entender, hoy en día, es
la relación entre el cambio somático y el cambio genético, dando por sentado que la herencia de
caracteres adquiridos es un error que está tan enterrado como Lamarck.

V. Recapitulación y conclusiones

Con más interrogantes que certezas, pasamos ahora a una breve recapitulación de algunos puntos
centrales de este trabajo para diferenciar lo qué ha sido expuesto como argumento y lo que queda
sugerido como problemática a profundizar.
En primer lugar abordamos la compleja relación entre dualismo y mecanicismo en
Descartes. Estas doctrinas definen los límites del problema del cuerpo, que es un una máquina
dotada de alma. El problema se centra alrededor del hecho de que, aunque el alma pueda dar cuenta
del carácter mecánico del cuerpo, no puede mantener su distancia ontológica sin renunciar a
explicar su interacción con él, el mismísimo lugar de su existencia. El alma puede experimentarse
como independiente del cuerpo, siempre y cuando se lo mantenga quieto.
El alma se encuentra en un papel doble: es forma total del cuerpo (está estrechísimamente
ligada a él) y parte desvinculada (aunque regente: tiene poder sobre las pasiones, se mezcla sin
llegar a confundirse). Pero aunque Dios recibe crédito por toda la inteligencia fisiológica del
cuerpo-máquina, debe admitirse una zona de interacción donde el cuerpo enseña al alma “lo
provechoso”. En cierto sentido, al utilizar un modelo axiológico del ser viviente, Canguilhem
vuelve sobre este necesidad de valores inconscientes para explicar la realidad vital irreductible a la
materia. Pero habiéndose vuelto Dios un actor innecesario, la distancia estará ahora entre la vida
como capacidad de instaurar procesos normativos, y la conciencia como uno de ellos.
En una primera etapa, Canguilhem explica como el conocimiento da un rodeo para
presentarse una imagen objetiva de la vida a través de la incorporación de sus modelos de
normatividad técnica. Aplicando esta misma idea nos detuvimos en un texto particular que concede
al ADN la función de logos vital. Esto cambia la manera de concebir la actividad intelectual en
relación a la vida, pues crea una correlación directa entre el concepto y la vida en relación a su
carácter (compartido) de forma que se cumple, figura que se auto-conquista. Es el concepto de vida
el que hace de la biología una filosofía. Pero hay distintas nociones asociadas con el carácter auto-
replicante del ADN/Logos. Si Canguilhem mismo invitaba a la revisión de las técnicas que
contribuyen a la creación de un objeto científico, la mejor aplicación de su método consistiría hoy
en esa reactualización crítica del lenguaje genético desde un vitalismo polémico. La memoria
orgánica no puede ser pensada sin su creatividad inherente. No sin recaer en un mecanicismo, claro.
Pero, de nuevo, el mecanicismo nos oculta la razón por la cual eso se ha dispuesto así. Diciendo que
es así, explica la razón de ello. Es lo vivido que busca presentarse como lo viviente. La mente se
identifica con la vida a través del concepto de vida, pero todo concepto tiene que ser creado y
remite a un plano particular.
La paradoja que no hemos dejado de rodear es la siguiente: si el mecanicismo no puede
explicar la experiencia consciente (alma), su sustitución por el vitalismo no nos exime de este
problema. Pero un vitalismo dualista jamás puede ser científico, pues entonces una parte contendría
de antemano la explicación de la otra, pues sería la razón de su comprensión. ¿Qué nos aporta la
crítica al mecanicismo en el planteo del problema-mente cuerpo? Creemos que exponiendo estos
sentidos del texto de Canguilhem hemos planteado un problema que necesita ser continuado. De
todo el pensamiento influido por él, y de todos su alumnos, encontramos en Deleuze el personaje
ideal para tratar estas aplicaciones del vitalismo. En 1969 Deleuze publica Diferencia y repetición,
texto que -como los que hemos citado- también otorga gran importancia a la embriología y su
relación la transformación que experimenta el todo orgánico. En 1972, un pasaje del AntiEdipo se
proclama más allá del vitalismo y del mecanicismo, proponiendo una ontología maquínica que no se
confunde con lo mecánico. También creemos que cierta explicitación de distancia con el maestro es
sugerida en las siguientes líneas de ¿Qué es la filosofía?:
El vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que actúa, pero que no es,
que por lo tanto sólo actúa desde el punto de vista de un conocimiento cerebral exterior (de Kant a
Claude Bernard); o la de una fuerza que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno
(de Leibniz a Ruyer).53

Luego de nuestros análisis, creemos posible determinar que el vitalismo de Canguihlem se ubicaría
en la primer variante, aunque tan sólo nos basamos en el texto polémico y aceptamos de buena gana
el que todo este problema no podría ser planteado sino gracias al propio Canguilhem; por lo que no
buscamos haber construído una crítica sino una experimentación que permita encontrar caminos por
donde recorrer esta intrincada tradición.
Además de Deleuze y Guattari, la lectura de Simondon y su tratamiento de la noción de
información, así como el concepto de espíritu en Gregory Bateson podrían ayudar a ampliar la
resonancia de este conjunto de problemas.

VI. Bibliografía

53 Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía? p. 214-215


* Ferdinand Alquié. “La idea de causalidad de Descartes a Kant”, en Historia de la Filosofía, Ideas,
Doctrinas. Tomo II. François Chatelet (dir.). Espasa Calpe, España, 1976.

* Jean Berhall. “Química y biología en el siglo XIX”, en Historia de la Filosofía, Ideas, Doctrinas.
Tomo II. François Chatelet (dir.). Espasa Calpe, España, 1976.

* Georges Canguilhem, Lo normal y lo patológico. Siglo XXI, Buenos Aires, 1971.


“Máquina y organismo” en El conocimiento de la vida. Anagrama, Barcelona, 1976
“De lo singular y de la singularidad en epistemología biológica”

“Del todo y la parte en el pensamiento biológico”

“El concepto y la vida”

en Estudios de historia y de filosofía de las ciencias. Amorrortu, Buenos Aires, 2009.

“El problema de la normalidad en la historia del pensamiento biológico”

“Sobre la historia de las ciencias de la vida desde Charles Darwin”

en Ideología y racionalidad en la historia de las ciencias de la vida. Amorrortu,


Buenos Aires, 2005.

* Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993.

* René Descartes, Discurso del método. Reglas para la dirección de la mente. Aguilar/Orbis,
Argentina, 1983.

Meditaciones Metafísicas. Las pasiones del alma. Aguilar, España, 1981.

* Michael R. Hendrickson, “El espíritu de Schrödinger. Reflexiones sobre la asombrosa relevancia


de ¿Qué es la vida? para la biología del cancer” en Mente y materia ¿Qué es la vida? Sobre la
vigencia de Erwin Schrödinger. Katz, Uruguay, 2010.

* Raymond Ruyer. Filosofía del valor. FCE, México, 1969.

* Paula Sibilia, El hombre postorgánico. FCE, Argentina, 1999.

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