Para comenzar, es de prudencia académica apuntar que el libro no se puede desligar del
contexto histórico en el que aparece: una España en la que Alfonso XIII es proclamado rey
de huelgas generales en Barcelona, Bilbao y Andalucía, rey del asalto militar contra Cut-Cut
y La veu de Catalunya, y rey, en fin, del famoso desastre militar en el Barranco del Lobo y la
Semana Trágica, en cuyas imágenes tópicas no es difícil imaginar hombres astillando a
golpes la madera de las tallas, hincados de rodillas para exhumar las tumbas situadas en los
sótanos y patios de las casas religiosas, secándose el sudor frente a la carne incorrupta de
los santos y los huesos de los beatos. Un ambiente, como era de esperar, que acoge el texto
a medio camino entre la devoción y el insulto.
Un tiempo histórico, además, al que Pérez de Ayala llega con alrededor de treinta años y
la convicción de tener madurez suficiente como para volcar su experiencia de antiguo
alumno jesuita en los colegios de Gijón y Carrión de los Condes. Detengámonos aquí un
momento. Cuando digo «madurez» me refiero a una manera distinta de mirar el pasado,
provocada, sin duda, por experiencias vitales. Así pues, dada la carga biográfica que hay en
A. M. D. G., es de recibo estudiar qué acontecimientos llevaron al autor a plantear una
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crítica contra la pedagogía jesuística, en una primera vía de interpretación, y contra toda
forma de clero, en una segunda línea valorativa. Desde luego, en la primera senda marcada
con anterioridad, la de la crítica pedagógica, pueden entreverse dos rasgos biográficos
fundamentales, a saber, el sentimiento de soledad que el espíritu creativo del autor achaca a
una educación sórdida y marcial, y la misma sensación de vacío, pero próxima a una
juventud marcada por la pérdida de la madre y las ausencias del padre ante cuyo dolor ni
una educación religiosa es capaz de aliviar. Del primer sentimiento, somos testigos cuando
el protagonista materializa su descontento con cualquier relación con la Compañía al
desdeñar unos premios escolares: «¡Puaf! Hizo un rollo y los arrojó desdeñosamente por el
agujero, al depósito excrementicio.» Del segundo tipo de soledad, hay un rastro en uno de
los pasajes más intimistas del texto, acaso en aquél donde, por fin, se conoce a Bertuco:
«Solo.
Cuando me acuerdo de mi papá creo volverme loco. No me quiere, ni me ha querido nunca. ¿Por qué
será? Yo soy bueno. El único que me quiere es mi tío Alberto y la pobre Teodora…
Hoy me escribe el tío: “la infeliz Teodora, después de pasar muy mal invierno con sus achaques
reumáticos, ha fallecido. Como de tu padre no se sabe nada y se acercan las vacaciones, lo más probable
es que las tengas que pasar en mi compañía. ¿No te alegras?”
Pues, sí, señor; me alegré, y no sentí remordimiento por haber matado a Teodoro, que yo fui quien la
mató. Pero después, sin saber cómo, me sentí muy solo, muy solo.»
Así, entre contexto y biografía, hemos olvidado la línea argumentativa del libro. Para
esbozarlo, basta dividir su contenido en tres grandes núcleos. Uno primero, que tiene la
finalidad de situar la obra contextualmente y se abre con una descripción de la llegada de
los Jesuitas a Regium, de las mañas que disponen para lograr dinero con el que construir un
centro de estudios, del funcionamiento interno del colegio y la Compañía, el estado
sentimental del protagonista principal y los caracteres personales del grupo de Padres que
componen el cuerpo de profesorado. Uno segundo, de cierto interés para los profesionales
de la educación, donde se muestran de una manera algo costumbrista las líneas generales de
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la pedagogía jesuística, matizadas, sin embargo, por la influencia de la idiosincrasia de los
diversos Padres. Y, finalmente, uno tercero, acaso el más crítico, que contiene los
elementos dramáticos de la novela y ponen de relieve la inutilidad de un sistema hipócrita y
celoso de sí mismo, cuyo final, de carácter simbólico, termina con la marcha del
protagonista y el Padre más culto de la Compañía.
Pero, por encima de semanas trágicas y tumbas profanadas, por encima de un espíritu
creativo sólo y triste en un colegio religioso, por encima del devenir de la historia y sus
críticas implícitas, sobre todo eso, lo que realmente importa es la trascendencia pedagógica
que pudiera extraerse. Desde luego, en el prólogo de la obra, el catedrático Andrés Amorós
señala cinco pilares de la pedagogía ignaciana muy acertados, a saber, la ignorancia, la
disciplina militarista, el miedo a los castigos, la imposibilidad de crítica y su carácter
profundamente acumulativo, pero que no dejan de apuntar a meras cuestiones
metodológicas. Acertados, por tanto, en un contexto filológico, pero insuficientes, sin
embargo, en un análisis pedagógico. En este último, cuando la estructura fragmentaria de la
novela y la posibilidad de inferencia así lo permiten, es menester recrear las líneas de la
educación de los jesuitas respondiendo a preguntas tales como qué rodea a la educación, en
quién recae, quién es el responsable, para qué se lleva a cabo, de qué se nutre, cómo se
realiza, con qué y dónde tiene lugar.
Así pues, si no hay alusión explícita al contexto histórico en que transcurre la novela, sí
lo hay, al menos, al social, al propio de la compañía y al de los alumnos. El primero se
caracteriza por una profunda hipocresía moral que recurre a la educación religiosa como a
una alternativa para dar solidez moral a los discentes. No tanto el ambiente como el engaño
en que viven se refleja a la perfección en el capítulo «fronti nulla fides», más concretamente en
la escena donde un grupo de beatas y un jesuita se reúnen con la propietaria de un burdel
recién abierto en el pueblo, para aconsejarla que deje esa vida, a lo cual, la pobre Celestina
finge aflicción y se despide ofreciendo recuerdos a los maridos y los padres de aquellas
pobres beatas. El segundo comparte el rasgo del anterior y son numerosas las referencias,
por aquí y acullá, a las conspiraciones, el secretismo y la sospecha que los circunda. Por
contraposición, el ambiente de los discentes ilustra una tensión entre los impulsos propios
de la mocedad en que viven y el sometimiento a un sistema militarista y austero. No
obstante, toda esa burguesía a la que aludí con anterioridad confía la educación de sus hijos
a los Jesuitas, quienes, a grandes rasgos, son incultos en su mayoría, a excepción del Padre
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Atienza, que concluye fugándose de la Orden. Desde luego, el sentido teleológico de la
educación participa de la aspiración antropológica del fundador, a saber, un ideal de
hombres recios, cultivados y religiosos. El currículo a seguir se nutre de dos elementos,
principalmente. El primero, lo constituyen los fundamentos religiosos generales, a los que
asistimos por las alusiones a las frecuentes prácticas sacramentales propias de cualquier
institución religiosa, y los propios de la compañía, explicitados en el capítulo «vive memor
lethi». El segundo está conformado sobre un grupo de materias como geometría o
psicología, lógica y ética. Los métodos y las técnicas que se emplean fueron referidas con
anterioridad por Amorós, por lo que no redundaré en ellas, y no me extenderé más allá de
los libros de texto al hablar de los medios y los recursos usados. La institución, en fin, son
internados religiosos.
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