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CORPOREIDAD-CORPORALIDAD

1. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS. De los griegos procede la primera


caracterización filosófica del cuerpo. Este fue tratado desde el comienzo de la historia
de la filosofía como pura materia opuesta al pensamiento, al ->alma. Simplificando la
cuestión puede afirmarse que, para Platón, el cuerpo es una cárcel para el alma, a la que
contamina, y la máxima aspiración del hombre es liberarse de las impurezas del cuerpo
o la materia. El dualismo platónico nos sitúa ante dos realidades radicalmente
diferentes, una de las cuales, el cuerpo, no es sino un objeto entre los demás objetos, no
dotado de ningún valor singular para el ->individuo. La entrada en escena de la obra
aristotélica supone un giro y la consideración de la absoluta intimidad entre los dos
elementos que constituyen la realidad humana: sólo cuando hay materia y forma unidas
hay substancia Hombre. Lo que podría considerarse un paso adelante en el tratamiento
filosófico de la persona, encierra un problema, ya que se rompe con la individualidad
personal: no puede hablarse de subsistencia del hombre después de la ->muerte y lo que
en realidad nos caracteriza como especie, sigue siendo el entendimiento. Se apuesta en
definitiva por una naturaleza humana exclusivamente racional. Por lo demás, el
principio supremo, o el Dios del pensamiento griego, es un principio racional, no un ser
personal, incapaz, por tanto, de relaciones personales y, en lo que atañe al problema del
cuerpo, un ser incapaz de encarnación.

La inspiración última del personalismo hunde sus raíces en la antropología cristiana,


que trajo consigo una nueva imagen de Dios y del ->hombre. Para el pensamiento y la
sensibilidad del mundo griego, la aparición de los elementos que configuran el
pensamiento cristiano supusieron una verdadera revolución. Algunos de dichos
elementos son los siguientes: La individualidad humana es un todo indisoluble, cuya
raíz está en el alma racional. El hombre no está sometido al destino, sino bajo un Dios
que es él mismo personal, ha dado su persona para cambiar el curso de la historia
humana, y propone a cada persona una relación personal basada en la intimidad, el
diálogo y la libertad. Es, pues, el hombre un ser libre y es un ser encarnado, que se
encuentra a medio camino entre el cielo y la tierra, entre la carne y el espíritu. La
encarnación, el compromiso del ser humano en las estructuras del mundo, le lanza a
salir de sí mismo y a presentarse como un ser que no está solo, que se hace en
comunidad y en diálogo. En el problema que nos ocupa es de destacar un doble aspecto
de la asunción del cristianismo por la filosofía. De un lado, los Padres de la Iglesia
adoptaron la filosofía platónica y neoplatónica para su especulación sobre el problema
del hombre, heredando así la noción de cuerpo, y en sentido amplio de materia o de lo
sensible, que seguirá siendo fuente de impureza y algo no propiamente humano. De otro
lado, el mundo entero y todos los entes que lo constituyen son fruto de la creación
amorosa de Dios y, por ello, merecen una consideración positiva: aquello que proceda
de Dios no puede ser radicalmente malo.

Desde el siglo XIII, la tradición cristiana se ha mantenido fundamentalmente fiel al


esfuerzo por cristianizar el aristotelismo, llevado a cabo por santo Tomás en su obra, y
dentro de ella, a la concepción del alma humana como forma substancial de la realidad
corporal del hombre: anima forma corporis. Corrigiendo o completando la teología
medieval anterior a él, santo Tomás trató de resolver tales problemas mediante una
metafísica y una antropología cristianas, pero de inspiración auténticamente aristotélica.
Algunos puntos esenciales de dicha filosofía son: que el alma es forma substancial del
cuerpo y sólo animando el cuerpo puede el alma realizar lo que esencialmente es; que lo
que llamamos cuerpo es la materia informada por el alma, no preexiste a esta y sin ella
no hay verdaderamente cuerpo, sino materia; que, del mismo modo, tampoco el alma
preexiste al cuerpo, pero sí es incorruptible y puede existir más allá de la muerte; lo más
importante, que el alma no es hombre ni persona, que sin el cuerpo no hay persona
humana. La antropología tomista, culminación de la medieval, constituye una clara
superación del dualismo anterior a ella y en el que incurrirán más adelante los
representantes de la modernidad filosófica.

En el siglo XVII Descartes establece la neta separación entre dos substancias


autosuficientes y autónomas: la res cogitans y la res extensa. La distancia entre
substancia pensante (la más propiamente humana) y substancia extensa es insalvable y
ha tenido grandes y prolongadas consecuencias en la antropología filosófica, donde el
intento por coordinarlas ha hecho nacer desde el ocasionalismo malebranchiano y la
doctrina de la armonía preestablecida hasta desembocar en el análisis humeano de la
causalidad y el sistema categorial de Kant. Se ha oscilado entre el monismo
espiritualista y el igualmente reduccionista monismo materialista, desde la psicología
racional para la que el cuerpo es un instrumento del espíritu, a la psicología empírica
que ha sostenido la tesis del paralelismo y, en última instancia, el epifenomenismo que
niega toda eficacia a los hechos de conciencia.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. La aparición de los grandes sistemas filosóficos es


pareja a la eliminación del cuerpo propio como asunto a tratar, pues el problema del
cuerpo exigiría una consideración del individuo como una realidad irreductible, no
universalizable, en tanto se resiste a ser disuelta en el todo o a ser un mero momento en
el desarrollo de una historia que le sobrepasa, e incluso le ignora. Con las primeras
críticas al idealismo, como la de Bergson por ejemplo, se recupera la noción de cuerpo
como algo específicamente humano, que no es sólo espíritu, pero tampoco es
identificable con la materia en general; es más, el autor de Materia y Memoria trata al
cuerpo como puente entre ->materia y espíritu.

Con el comienzo de la ->fenomenología y sus descripciones del estar en el mundo del


ser humano, se ha recuperado el singular status que ocupa el cuerpo en el análisis
filosófico de la realidad y del existir humano. Son especialmente interesantes las
aportaciones de Sartre y Heidegger (si bien dejan de lado cualquier apertura a la
trascendencia y niegan la condición de persona del ser humano), así como los finísimos
análisis de Merleau-Ponty. El primer filósofo que llevó a consideración filosófica el
tema del cuerpo en términos de vivencia subjetiva fue el francés G. Marcel (1889-
1973), analizando, desde este enfoque, «esa especie de invasión irresistible de mi
cuerpo sobre mí mismo que es el fundamento de mi condición de hombre y de criatura».
Desde entonces se inició un nuevo modo de acercarse al problema de gran fecundidad y
aún por ahondar.

La ->filosofía y el pensamiento no pueden sustraerse al problema que supone el hecho


de que el hombre es un ser encarnado, pues es este un rasgo radical de su ->existencia.
La misión del pensador será poner en claro, tornar inteligible esta experiencia
fundamental. El modo en que podemos proceder es el de explorar la experiencia
concreta del que posee un cuerpo. Según Marcel, filósofo existencialista (con todos los
reparos que cabe objetar a tal clasificación) y de raigambre profundamente personalista,
el punto de partida ha de ser la existencia del hombre, y dentro de este el cuerpo
adquiere el carácter de base radical para el pensar y es el dato central de la metafísica,
por lo que goza de una prioridad absoluta. Lo que, junto a Marcel, nos proponemos es
analizar la existencia humana teniendo en cuenta que dicha existencia personal no es el
cogito cartesiano, pues este sólo atañe a un ->sujeto epistemológico, sino que es una
totalidad que supera la escisión entre lo vital y lo intelectual.

Para poder llegar a determinar qué es el cuerpo, comencemos eliminando las visiones
que pueden inducir a error, o que contradicen a la experiencia vivida que tengo de mi
cuerpo y de la que hemos dicho es el único punto de partida de la reflexión.

La experiencia del propio cuerpo, experiencia que se da ante todo como un sentir, es la
de una indistinción entre cuerpo y yo. No cabe verlos en una relación de interacción o
como sede o serie de procesos paralelos porque «decir mi cuerpo... es colocar entre el
yo, cualquiera que sea su significación exacta, y mi cuerpo, cierta intimidad que no
tendría cabida en el esquema paralelista»1. De dicha intimidad tengo experiencia, una
experiencia radical; no es una afirmación teórica refutable mediante una argumentación
distinta. Frente a la tesis paralelista sólo cabe oponer una fórmula negativa: no tiene
sentido ni es verdad que yo sea algo distinto de mi cuerpo. Distinguir, identificar, etc.
son operaciones comprensibles dentro del campo de la lógica y que pueden realizarse en
relación a objetos; pero precisamente el cuerpo, en tanto que mi cuerpo, el cuerpo que
vivimos, no es un objeto situado ante mí, no es un objeto entre otros objetos. Si no
puedo considerar mi cuerpo como un objeto, quizá pueda considerarlo como un
instrumento del que me sirvo para percibir el mundo, recuperando así la noción
aristotélica de cuerpo. Sin embargo, los instrumentos son sólo recursos para acrecentar
alguna facultad o poder que quien los utiliza ya posee, como ocurre cuando se utiliza un
martillo o unas gafas; estos son potencias que posee un cuerpo orgánico. Así, si mi
cuerpo fuese un instrumento, sólo podría prolongar las potencias o poderes de otro
cuerpo, de manera que según esta tesis, el alma o el yo quedan convertidos en cuerpo.
Se trata, además, de un argumento que remite al infinito: de ser mi cuerpo un
instrumento, lo sería porque amplía los poderes de otro cuerpo, a su vez instrumento de
un tercero, y así sucesivamente. Además, instrumento es algo exterior a mí, un aparato
que se contempla desde fuera y carente de significación personal. No es este el caso del
propio cuerpo, en palabras de Marcel: «En la conciencia que yo tengo de mi cuerpo, de
mis relaciones con mi cuerpo, hay algo que esta afirmación (yo me sirvo de mi cuerpo
como de un instrumento) no revela; de ahí surge esta protesta, casi imposible de
reprimir: yo no me sirvo de mi cuerpo, yo soy mi cuerpo». De igual modo no puedo
afirmar que mi cuerpo es algo que poseo, como si fuese un objeto independiente de mí
mismo, sino que mi cuerpo es la condición de posibilidad misma de toda posesión. Sólo
un ser corporal puede poseer algo en el sentido corriente de esta relación de poseer,
dado que poseer es disponer de algo, tener poder sobre ello, de manera que supone la
mediación necesaria del cuerpo. Surge aquí la necesidad de valorar el aserto
husserliano: «El único objeto en el cual mando y gobierno de manera inmediata es mi
cuerpo». En tal inmediatez reside, según Marcel, un matiz peculiar de la posesión del
cuerpo, hasta tal punto que no puede definirse propiamente como posesión el vínculo
que me une a mi cuerpo. «Mi cuerpo es mío en tanto no lo contemplo, en tanto no
coloco entre él y yo un intervalo, en tanto no es objeto para mí, sino que soy mi
cuerpo»2.

Todas las contradicciones en las que filosofía y psicología han caído se evitan si, en
lugar de considerar el cuerpo como aparato meramente material, nos colocamos en la
perspectiva del cuerpo vivido. Dicha posibilidad se abre si consideramos la sensación
no como un mero recibir pasivo, sino como una participación. Experimentar es entonces
convertirse de algún modo en la cosa sentida. Podría expresarse igualmente en términos
de intencionalidad: lo importante es ver que la participación reside en un acoger activo,
en un dominio determinado, y que, por ser activo, supone siempre un yo, un para-sí.
Así, el hecho de ser un ser encamado se constituye en un indudable existencial, lo que
existe es un yo encarnado en un cuerpo y manifiesto al mundo. Dicha encarnación no
es, propiamente hablando, un hecho, sino el dato a partir del cual es posible cualquier
hecho. Toda existencia se constituye para mí sobre el tipo y la prolongación de la
existencia de mi cuerpo. El punto de vista existencial sobre la realidad no parece poder
ser otro más que el de una personalidad encamada. Si pudiéramos imaginar un
entendimiento puro (sin cuerpo) deberíamos concluir que para tal entendimiento no
existe la posibilidad de considerar las cosas como existentes o no existentes. En
definitiva, el hombre está inmerso en el mundo a través del cuerpo. Mi cuerpo, el que yo
vivo, es el punto de partida con relación al cual se ordenan las cosas, los existentes. No
podemos ya hablar de dualismo alma-cuerpo, es más, es preferible hablar de
corporalidad, de carácter corporal del hombre, o del hombre como espíritu encarnado,
antes que de cuerpo, pues así nos acercamos más a una comprensión unitaria de la
persona. Mounier sostenía que «no puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo». Y
afirmaba: «Yo soy persona desde mi existencia más elemental; lejos de
despersonalizarme mi existencia encarnada es un factor esencial de mi ser personal»'.
Ser persona es realizar, a través del cuerpo y en unión con el mundo, un destino, un
proyecto fundamental de vida. Porque soy mi cuerpo aparezco ante los demás, soy
presencia para otros, tengo un rostro. Asimismo, la existencia de lo otro, de los otros, se
me da en la experiencia de la encarnación, por ella accedo al dolor e incluso comprendo
la muerte. La forma de ser-en-el mundo viene definida por la corporalidad; a través de
mi cuerpo me abro al otro, al mundo, y es aquí donde tiene cabida mi libertad y mi
amor. En mi compromiso con el mundo siempre puedo fallar, caer en la tentación de
considerar mi cuerpo, y con él todo lo demás, como meros objetos, como meras
funciones y, al hacerlo, negar las presencias que se me ofrecen en el ámbito del ser.
«Cuanto más ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón
umbilical que las liga a mi existencia, tanto más afirmaré la independencia del mundo
respecto de mí, su radical indiferencia a mi destino, a mis fines propios, tanto más este
mundo se convertirá en espectáculo sentido como ilusorio, un inmenso filme
documental ofrecido a mi curiosidad».

III. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS. ¿Cómo debemos, pues, tratar nuestro cuerpo,


tanto en la reflexión como en nuestro quehacer cotidiano? En primer lugar no podemos
reducir el cuerpo, inicialmente el propio, y consecuentemente el ajeno, a mero objeto. Si
así procedemos, le restamos toda dignidad, deja de ser el acceso al mundo y al otro, que
nos presenta en relación de libertad con el mundo y con los otros. La existencia de los
otros se me da en la experiencia de la encarnación: la forma de ser-en-el-mundo,
decíamos, viene definida por la corporalidad, siendo el cuerpo el órgano de apertura del
sujeto a todo lo que es. Porque el hombre es cuerpo, vive relacionado con los otros, en
comunión con ellos. Además, es preciso recuperar y vivir la noción de dignidad del
cuerpo, en tanto que mío y en tanto que de otra ->persona. Pero al hacerlo, no caigamos
bajo la tiranía del cuerpo, riesgo siempre abierto si decido rendir culto a esa bella o
fuerte o placentera realidad material que me acompaña, y que es un cuerpo (pero de la
que me distancio y dejo de considerar como mi cuerpo). El cuerpo es el lugar del placer,
pero también del dolor, del sufrimiento, del amor, de la fidelidad y la esperanza,
experiencias estas últimas que me muestran a mí mismo como un ser abierto al otro. Por
ello, todos hemos sentido la tentación de cerrarnos en el culto a nuestro pedacito de
carne, de dedicarnos a cultivar nuestro pequeño jardín de Epicuro; sin embargo, para
lograr una vida personal abierta a la trascendencia, al tú, al otro, debemos abandonar ese
cómodo, y a menudo vacío, bienestar que logramos al cerramos sobre nosotros.

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