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LA LUNA BAJÓ A LA SELVA

Os voy a contar un historia que ocurrió no hace muchos años en la selva.

Fue justamente aquí, en el Territorio Sur, donde yo vivo. Os podría contar

otras muchas, pues por estos lugares hay gran cantidad de ellas; cada tribu

tiene las suyas y todas son muy antiguas; todas, excepto ésta. Algunos de los

que la vivimos todavía estamos aquí, y seguimos transmitiéndola a todas las

criaturas que habitan en la selva. Yo me llamo Pek, y pertenezco a la antigua

manada que vive cerca de la bahía. Soy el más viejo de todos y conservo todos

los recuerdos que mantienen viva nuestra mayor leyenda, la más importante.

Es una historia sencilla, y habla de lo mismo que hablan otras muchas, de la

luna. La luna es amiga de los lobos desde tiempos inmemoriales, y siempre ha

estado allí arriba alumbrando nuestras cacerías nocturnas, incluso en las

nubladas noches de primavera, cuando apenas se podría entrever en el centro

de un halo de neblina anaranjada, sabíamos que estaba allí. Pero no sólo hemos

sido los lobos los que la hemos mirado; también los elefantes, las serpientes,

los murciélagos, y hasta los escarabajos, tienen historias sobre ella. Son

bellos relatos dignos de ser escuchados, como el de los elefantes, que sueñan

con llevar a la luna sobre sus hombros y pasearla por la selva, porque dicen que

algún día habrá alguno tan grande que llegará hasta ella, y podrá montarla

sobre sus espaldas. O la historia de las serpientes, que dicen que cuando

alguno de los huevos que han puesto no llega a romperse es que en realidad es

un trozo de luna que conservan con mucho celo y se alegran grandemente.

También los escarabajos tienen la suya; cuando escarban en el suelo y

encuentran algún grano de arena blanca, piensan que es una mota y los van

almacenando así, todos en el mismo sitio, porque están convencidos de que la

luna está cayendo poco a poco y creen que algún día estará completa en la

selva.
Hay muchas más historias, que van de un lugar a otro por los cinco

territorios, trasmitidas de boca en boca y de generación en generación. Pero

la que os voy a contar ahora, es la más sencilla de todas, la más real. Yo fui

testigo, y os tengo que decir que desde que ocurrió, sólo vivo para ella.

Escuchad:

Llega un momento en la vida de un lobo en que debe encontrar La Roca en

la que hacer La Gran Llamada. En las noches de luna llena, los lobos se suben a

La Roca y, mirando a la luna, aúllan lo más fuerte que pueden para llamarla y

pedirle que baje, y según la leyenda, esto se viene haciendo desde que el

primer jefe de manada pisó el Territorio Sur. Y algún día la luna responderá.

Pues bien, aquí empieza la historia que os dije os contaría. Todo comenzó

cuando yo no era más que un joven lobato y corría todo el día por la selva.

Éramos cinco hermanos: Hocico-Verde, Albino, Rápida, Cola-Cortada, y yo, el

menor de los cinco, por lo que me llamaban Pek. Recuerdo también a Papá-

Lobo, al viejo Papá-Lobo que cada luna llena subía a La Roca para hacer La

Gran Llamada y su grito traspasaba todo el territorio. En cierta ocasión, me

escapé con uno de mis hermanos, y tras los arbustos, pudimos contemplar a lo

lejos, su figura mimetizada sobre la oscuridad del cielo mirando hacia la luna.

Papá-lobo no nos contó nunca qué significaba aquello. Sólo sabíamos que lo

venía haciendo desde hacía muchos años y que continuaría así hasta el fin de

sus días.

-Es mi destino- nos decía. Después sonreía dulcemente y seguía su

camino. Así era siempre. Nosotros nos quedábamos jugueteando en la caverna

la mayoría de las veces, escarbando en el suelo, buscando a alguien que se

escondía o tirando con los dientes de una hoja de kentia entre varios para ver

quién se la llevaba, aunque siempre se acababa pronto el juego porque la hoja

se rompía. Pero, en otras ocasiones, bajábamos a la bahía para buscar


luciérnagas y jugar con ellas, o íbamos a la laguna para cazar ranas o algún

otro pequeño bicho.

Recuerdo que una noche quise encontrar algún lugar donde poder hablar

yo también con la luna; pero sabía que no podía hacer todavía La Gran Llamada,

pues era muy joven y no sabía andar por la selva. Por eso, sin alejarme mucho

de la caverna, busqué un lugar lo suficientemente clareado de vegetación para

poder mirar hacia arriba y ver el cielo despejado. Aproveché que papá-lobo

estaba en La Roca y que los demás estaban distraídos, y salí sin que nadie se

diera cuenta. Caminé un rato hacia el Norte y pasé por lugares que nunca

había visto hasta que llegué a un pequeño claro en donde el cielo se veía

perfectamente, sin ningún obstáculo, pero la luna no pasó aquella noche por

allí. Estuve largo rato mirando hacia arriba, contemplando las estrellas, pero la

luna no apareció. A lo lejos, oía los aullidos de papá-lobo y algunos graznidos de

un ave extraña, y cuando me cansé de esperar volví a la caverna. Me encontré

con que hacía ya rato que papá-lobo había vuelto, y con el ceño fruncido se

acercó al verme llegar, me miró fijamente y me dijo:

- Pek, es peligroso andar por la selva a estas horas. Os tengo dicho que

no salgáis en mi ausencia.

- Quería hablar con la luna, papa-lobo-contesté yo.

Acto seguido hubo un corto silencio, papa-lobo se dio la vuelta y se echó

para descansar.

Pasaron varias lunas llenas, y yo, desobedeciendo las órdenes de papa-

lobo, a veces con lágrimas en los ojos, me escabullía de la caverna y me dirigía

al claro esperando que esa vez la luna apareciera, pero todo era inútil. Llegaba

cada noche a casa cabizbajo, e intentaba que nadie se diera cuenta de mi

estado. A veces "Rápida" se acercaba a mí, se quedaba mirándome, y me

preguntaba:
- Pek, ¿quieres un poco de miel?- o me ofrecía su vientre como almohada.

Pero nunca me preguntó qué me pasaba. También Cola-Cortada, una noche en la

que yo estaba especialmente triste, volvió más tarde que yo a casa, y para no

despertar a papá-lobo se acercó sigilosamente hasta mí y con su hocico muy

cerca de mi oreja susurró:

- He oído cantar a las luciérnagas- yo pensé que sería una de sus

fantasías inventada especialmente para alegrarme, porque Cola-Cortada era

muy fantasioso, y siempre estaba inventando cosas que incluso terminaba por

creérselas. Papá-lobo le había reñido ya muchas veces por esas invenciones y

le había dicho que no debía decir mentiras. Verdaderamente, la de las

luciérnagas era una bella invención, y por eso volví la cabeza y le concedí una

sonrisa. Pero yo seguía triste. Me puse a soñar despierto, pensando en aquello

que quería ver hecho realidad y sin darme cuenta se me escaparon unas

palabras en voz alta que papá-lobo, misteriosamente (pues estaba durmiendo),

oyó: “nunca podré hablar con la luna”. Papá-lobo, que tenía recostada la cabeza

sobre sus patas delanteras, volvió su mirada hacia mí, se levantó, y con

parsimonia vino hasta donde yo estaba. Se detuvo un instante delante mía, se

agachó, y me lamió el hocico. En ese instante, comprendí que él siempre había

sabido lo de mis escapadas en las noches en que él hacía La Gran Llamada.

Aquello fue para mí encontrar un camino abierto. Comprendí que lo que yo

hacía significaba algo, y desde aquel día, en las noches de luna llena salíamos

los dos juntos de casa. Una noche en la que la luna no había salido, Cola-

Cortada vino a buscarme.

- Pek, ¿te vienes a oír cantar a las luciérnagas? -Yo pensé que Cola-

Cortada había terminado por creerse su propia invención otra vez.

- Pero Cola-Cortada, las luciérnagas no cantan; nunca han cantado - le

dije.
- Pero ahora sí cantan. Yo las he oído en la ensenada - Cola Cortada

insistió, y yo acabé cediendo. Los dos salimos de casa y nos dirigimos a la

ensenada, y una vez allí, sentados sobre un montículo, dijo:

-Y ahora, tenemos que guardar silencio.

Los dos nos quedamos inmóviles sin decir ni una sola palabra. Sólo se

escuchaban los sonidos de la selva. Yo intenté no pensar en nada para

centrarme lo más posible en el supuesto canto de las luciérnagas. Pero,

después de un largo rato de no oír nada parecido, Cola-Cortada replicó:

- ¿No es maravilloso. Pek?

- ¿El qué? - pregunté yo.

- Pues eso que se oye, el canto de las luciérnagas

Yo volví a concentrar mi oído para intentar escuchar lo que Cola-Cortada

parecía oír. Pero de nuevo fue inútil.

- Cola-Cortada, me estas engañando otra vez.

- ¡No, no te estoy engañando! Se oye, se oye muy claro.

Yo me encontraba desorientado porque estaba convencido de que esta

vez, Cola-Cortada, era presa de algo real.

- ¿Por qué no me describes ese canto?- le dije a Cola Cortada.

- No sé cómo decirte. Es como si fueran pájaros que cantan la misma

canción, o a lo mejor como grillos, pero más suave. No sé. No sé cómo

explicártelo.

- ¿Pero dicen algo? - le volví a preguntar.

- No, no dicen nada; sólo cantan.

Al final lo creí, y estuvimos conversando sobre ese canto que él oía un

buen rato.

Después de aquello, cada vez que me encontraba con alguna luciérnaga,

guardaba silencio para ver si podía escuchar algo, pero nunca lo conseguía; sólo

las veía, con su punto fosforescente retorcerse y andar.


Pasó un tiempo, y yo seguía saliendo la noches de luna llena con papá-lobo;

él se iba a La Roca y yo al claro, pero todavía no había pasado la luna por aquel

trozo de cielo. Sólo estrellas y un profundo negro azulado. Cada noche había

salido contento y con un gran ánimo, esperanzado de ver la luna, pero

conforme pasaba el tiempo me encontraba con menos ansia; poco a poco, la

ilusión se apagaba en mí. Yo contemplaba a papá-lobo, y día a día lo veía

envejecer. Ahora comprendo que no envejecía en realidad. Comprendo que le

ocurría lo mismo que a mí, pero de alguna manera su cuerpo, la expresión de su

rostro, todo en él se rendía ante el tiempo, ante el monólogo que todas las

noches cargaba sobre sus lomos. La vieja leyenda se estaba equivocando. La

Gran Llamada no surtía efecto y cada noche de luna llena, papá-lobo volvía más

débil, casi se derrumbaba a veces, y todos lo veíamos, pero sólo yo sentía

dentro de mí el dolor que él estaba viviendo; sólo yo comprendía lo que estaba

sucediendo. Papá-lobo se rendía noche a noche.

Yo deje de salir con papá-lobo, no pude seguirle. Él, cada noche de luna

llena, sin hablar y sin quejarse, dejaba la caverna y se dirigía hacia La Roca.

No puedo por menos que tener grabado en mi memoria la última noche

que pisé el claro en el que siempre esperaba. Aquella noche había luna llena,

pero yo ya no salí; me quedé en esa casa jugueteando con una luciérnaga que

Hocico-Verde había cogido para mí. Papá-lobo salió como siempre. Pero la

selva, esa noche no se comportó igual que siempre. Papá-lobo hizo La Gran

Llamada y fue más débil que nunca, más desnuda y desgarradora de lo que

había sido hasta entonces. Tanto es así, que por unos instantes la selva entera

enmudeció. Todos en la caverna guardamos silencio también, yo dejé de jugar

con la luciérnaga. Y por un momento, todo pareció morir durante un instante,

pero inmediatamente después comenzó de nuevo con más fuerza que antes.

Todas las aves nocturnas cantaron, las serpientes silbaron, los monos no

cesaban de gritar, y hasta los elefantes barritaron como nunca; y entre todos
los sonidos, como una flecha puntiaguda, se alzaba el aullido cansado del lobo

que desde La Roca hacia La Gran Llamada.

Mucho rato se alargó esta vez el grito de papá-lobo y cuando cesó, todos

los sonidos fueron apagándose hasta que la noche volvía a ser una noche de las

de siempre.

Cuando papá-lobo volvió a casa, todos nos quedamos mirándolo, y nos

acercamos para estar junto a él. Acostado, parecía inmóvil, petrificado. Albino

y Rápida le lamían, pero él tan solo hizo un leve movimiento con la cola. En ese

momento, me di cuenta de que yo había fallado, cometí un gran error, quizá el

más grande de mi vida. Esa noche tenía que haber salido; tenía que haber ido

al claro y mirar hacia arriba aunque no hubiese aparecido nada, aunque me

hubiesen dolido todos los huesos del lomo al día siguiente. Y ahora no podía

estar más tiempo ahí parado. Me costó un poco decidir lo que debía hacer pero

tan sólo fue el miedo a reconocer que esa noche iba a suceder lo inevitable.

Yo, alejándome un poco de la escena veía a los demás alrededor de papá-lobo,

y a él tendido desplomado, casi sin aliento. Y con algo dentro de mí como una

chicharra que no cesaba de vibrar, salí corriendo hacia el claro más rápido que

nunca, pues esperaba encontrar lo que tanto tiempo había estado buscando.

Al llegar al claro de la selva paré correr, y con un paso cada vez más lento me

dirigí al centro para divisar mejor todo el paisaje. Alcé la mirada y allí estaba;

inmensa, limpia, como estampada en el cielo, y las estrellas, las de siempre,

alrededor suyo eran mucho más alegres que las de siempre. Y yo, con una gran

felicidad, me senté en el suelo y le hablé. No recuerdo qué le dije, pero le

hablé con la misma esperanza con que papá-lobo la llamaba en sus años de

juventud. No era La Gran Llamada, pero le estaba hablando.

A decir verdad, esa hubiera sido una noche como otra cualquiera a no ser

por algo que sucedió que hoy todo el mundo en la selva sabe. Papá-lobo había

llamado a la luna con las pocas fuerzas que le quedaban, le había pedido que
bajara con el mayor ímpetu que pudo. Tal vez papá-lobo estuviese ahora

pensando en la leyenda de los elefantes o en la de los escarabajos, allí,

tendido en el suelo de la caverna. Tal vez los murciélagos o las serpientes

estuvieran ahora contando sus historias. Tal vez yo no fuera más que un simple

lobo de la antigua manada del Territorio Sur, pero estaba hablando con la luna,

y la luna respondió. Yo, entonces, no conocía la historia de La Gran Llamada,

pero la luna me habló y estando sentado en medio de aquel claro en el que

había esperado tanto tiempo, oí un murmullo que salía de entre los árboles y

puse atención para ver qué era.

- ¡Pek, Pek! - me pareció que decía.

- ¿Quién eres? - pregunté.

- ¿No me habéis llamado? Soy yo. Voy a bajar.

- Pero ¿quién eres? - volví a preguntar. Y esta vez no oí nada - Un poco

desorientado miré hacia arriba y entonces me pareció que ahora la voz venía

de la luna.

- Pek, ¿no me ves?, soy yo y voy a bajar - pero yo no terminaba de saber

de dónde venía aquella voz, si de arriba o de abajo, ni qué quería decir. Hubo

un rato de silencio y de pronto oí otra voz, y esta vez muy clara, que venía de

detrás de mí.

- ¡Hola! - me volví rápidamente y vi a duras penas algo de color blanco que

se escondía tras una roca. Y con una gran curiosidad me acerqué

sigilosamente, paso a paso, pero antes de poderme abalanzar sobre ella para

darle una sorpresa, se escabulló con mucha rapidez entre unos arbustos.

Entonces volví a oír la voz a mis espaldas.

- ¡Hola Pek! - y de nuevo me di la vuelta rápidamente, pero otra vez se

perdió entre la espesura de la vegetación. Estuvo jugueteando conmigo un

buen rato hasta que por fin decidió mostrarse.


- ¡Bueno, ya está bien! - dije enfadado - ¿Se puede saber qué quieres? - y

entonces salió de entre unos arbustos y apareció delante mía con la sonrisa

más inmensa que nunca se ha visto en la selva.

De verdad os lo digo. Nunca podré olvidar aquel encuentro, porque yo no

conocía ninguna historia, no sabía quién era la luna, ni por qué papá-lobo hacia

La Gran Llamada, no sabía cuán grande era la selva, ni cuántos territorios

tenía, sólo sabía mi nombre y el de mis hermanos y que esto era la selva, el

lugar en donde yo jugaba. Pero la luna estaba ahí, frente a mí, iluminando todo

lo que tocaba. Se me acercó y me tendió su mano; yo le di la mía y nos fuimos a

pasear por aquel sitio. Estuvimos juntos largo tiempo, jugando, buscando,

cantando... Llegó un momento en que estábamos un poco cansados y nos

sentamos a la orilla de la laguna chapoteando con los pies en el agua, y como ya

habíamos jugado a todo lo que sabíamos, nos pusimos a charlar.

- ¿Y por qué has bajado? - le pregunté.

- He bajado para enseñaros a jugar - contestó ella.

Me gustó la respuesta. Yo entendí perfectamente lo que quería decir en

aquel momento, pero, tal vez si sucediera de nuevo ahora, me costaría trabajo.

También hablamos de las flores, de las estrellas, de los escarabajos y de todo

aquello que yo conocía y que me hacía feliz. Después estuvimos un largo rato

en silencio hasta que ella me preguntó:

- ¿Quieres que nademos un rato?

- No sé nadar…

- Bueno, no te preocupes, yo te enseñaré - Ella se lanzó al agua y riendo y

chapoteando cuanto podía, me llamó desde la laguna.

- ¡Venga, tírate! No tengas miedo - Yo vacilé un poco, pero me lancé,

confiando en que ella estaba dentro.

- Pek, mira cómo lo hago yo - dijo. Tienes que mover las patas así, y la

cabeza de esta otra manera - Yo seguía sus instrucciones. De vez en cuando


me hundía, pero entonces, ella, con su gran mano me cogía del pescuezo y me

levantaba. Incluso me enseñó a buscar y a abrir los ojos bajo el agua, porque

así podía ver lo que había en el fondo de la laguna.

Después de estar un buen rato bañándonos, salimos de nuevo y nos

sentamos en la orilla. La luna me contó muchas cosas de la selva; conocía todas

las historias de todas las tribus, sabía dónde estaba cada territorio, cada

montaña, cada árbol, y hasta cada piedra del suelo. Yo, en mitad de aquella

conversación descubrí con la mirada una lucecita verdosa que subía por un

árbol; me di cuenta de que era una luciérnaga y entonces me acordé de Cola-

Cortada, de cuando fuimos a la ensenada y yo no pude oír el canto que él oía.

Quería saber algo sobre aquel misterio y por eso le pregunté a la luna:

- Oye, luna, ¿sabes que han aprendido a cantar las luciérnagas?

- Claro que lo sé, les he enseñado yo - Contestó ella. Yo me asombré un

poco y le volví a preguntar:

- ¿Y por qué Cola-Cortada puede oírlas y yo no ? - a mi pregunta la luna

quedó en silencio, y con un rostro de ternura me dijo:

- Es muy fácil, pero no todo el mundo sabe- Guardó silencio y no me

explicó nada más.

Después de todo aquello, me di cuenta de que me había olvidado de papá-

lobo y los demás, y quise pedirle a la luna que me acompañara a casa para que

todos pudieran verla y estar con ella un rato.

- Luna, es un poco tarde. ¿Por qué no vienes a mi casa para que te vean

papá-lobo y mis hermanos?

- Claro que sí. ¡Vamos! - contestó.

Empezamos a caminar, pero íbamos muy despacio, y nos parábamos en

cada cosa que nos llamaba la atención. A veces, como ella era el doble de alta

que yo, me subía encima y podía coger algunos frutos a los que yo solo no

alcanzaba, y así podíamos comer algo por el camino.


También encontramos en un pequeño barranco un montón de Kentias con

unas largas hojas, y quisimos bajar un momento a verlas.

- ¿Has visto, Pek, qué hojas más largas? - dijo la luna.

- Sí, pero si fueran más fuertes, me podría llevar alguna y jugaríamos con

ella sin que se rompieran tan pronto -a esto, la luna no dijo nada-. Entonces, yo

le pregunté.

- ¿Por qué no haces que sean más fuertes? Tú sabes mucho - Pero la luna

arrancó varias hojas de una Kentia y delante de mí se puso a trenzarlas.

- No hace falta; mira, te enseñaré a hacer una cosa para que sea más

fuerte - y poco a poco fue arrancando más y añadiéndolas a la trenza, hasta

que hizo una tan fuerte que no hubiéramos podido romperla aunque

hubiésemos tirado de ella los cinco al mismo tiempo. Yo, muy ilusionado con

ese descubrimiento arranqué varias hojas y empecé a construirme otra

trenza, y, aunque un poco peor hecha que la otra, me salió, y me di cuenta de

que podía llevarla a casa y regalársela a mis hermanos y jugar todo el tiempo

que quisiéramos con ella.

La luna me dijo que teníamos que continuar el camino y volvimos a subir

por el barranco. Y cuando ya casi habíamos llegado a casa, ella se detuvo y

rebuscó algo entre unas hojas que había en el suelo, y después de incorporarse

me miró y me dijo:

- Pek, en la selva siempre hay una luciérnaga que puedes escuchar. Yo

haré que la encuentres y que seas capaz de oírla. Así, poco a poco dejarán de

pasarte desapercibidas. - Entonces, abrió la mano y vi que tenía una en ella:

- Ve con él - le dijo. Yo puse mi mano al lado de la suya, y la luciérnaga se

posó sobre la mía. Y en seguida comencé a escuchar como un silbido casi

imperceptible que me llenó de alegría, y pude comprender cómo era el canto

que Cola-Cortada oía cuando bajaba a la ensenada. Así descubrí yo el canto de


las luciérnagas. Así oí por primera vez lo que en adelante, me acompañaría

hasta hoy día en que os cuento esta historia.

Mientras tanto, en la caverna, papá-lobo seguía echado en el suelo, y los

demás, dormían sobre él, Cola-Cortada, estaba en la puerta de la caverna

esperando a que yo llegara. Papá-lobo apenas tenía fuerzas para nada, tan sólo

levantaba levemente la cabeza de vez en cuando para ver si ya había llegado

yo, y en seguida, volvía a posarla sobre sus patas. Verdaderamente, fue una

noche triste para papá-lobo y los demás hasta que llegamos a casa. Cola-

Cortada se volvió corriendo para avisar a los demás:

- Papá-lobo, ya viene Pek - dijo muy alegre. Papá-lobo levantó la cabeza y

masculló unas palabras.

- Es muy tarde para andar solo por la selva.

- No viene solo, papá-lobo -dijo Cola-Cortada - Viene con la luna - Y al oír

esto, papá-lobo se puso en pie de súbito empleando las pocas fuerzas que le

quedaban y caminó todo lo rápido que pudo hacia la entrada de la caverna. No

se extrañó en absoluto de aquello que había dicho Cola-Cortada, a quien él

siempre reñía por las cosas que inventaba. Estaba claro que había llegado la

hora de que sucediera lo esperado durante tanto tiempo. Con la mirada puesta

en el infinito y el cuerpo tembloroso, delgado, tan delgado que se le marcaban

los huesos, avanzó los últimos metros que le separaban de la entrada y se

detuvo unos instantes. En seguida llegaron tras él Cola-Cortada, y los demás y,

se detuvieron junto a él para esperarme a mí, que venía con la luna. Pero yo sé

que papá-lobo, lo que más esperaba era poder ver a la luna, tocarla y hablar

con ella. Mientras me acercaba a casa, comprendí que esto era así, y me

alegraba de ello. Por fin llegamos, y mis hermanos se acercaron a nosotros

lentamente, y contemplaron a la luna con asombro. Pero ella les tendió la mano

y poco a poco comenzaron a dar saltos y a correr alrededor de ella, quien se

reía intentando cogerlos, mientras yo, observaba a papá-lobo, un poco alejado


todavía de nosotros, sobre sus cuatro patas temblorosas y con su mirada

turbia. Me acerqué hasta él y le dije:

- Papá-lobo, ¿no estás contento de que la luna esté aquí? - y papá-lobo me

miró con sus ojos vidriosos y tras una sonrisa casi imperceptible, descubrí una

felicidad que nunca antes había visto en él. Papá-lobo no dijo nada; solamente

caminó unos metros, y cuando llegó a la pequeña algarabía que había montada,

se abandonó suavemente en el regazo de la luna, y esta le acogió con sus

grandes brazos. Mis hermanos seguían jugando alrededor de ella, pero papá-

lobo, sentado en el suelo, acurrucaba su cuerpo sobre su blanco reluciente.

Cuando lo miraba, me parecía ver un niño. Pero aquella noche, la niñez de papá-

lobo fue parte de su sabiduría. A decir verdad, nunca fue más sabio; yo lo vi en

sus ojos cansinos mientras se dejaba acariciar el lomo por la luna.

Al final, también me acerqué yo, y en ese momento me di cuenta de que

la luna era ahora más grande y reluciente que antes. Por eso podíamos estar

todos rodeados por ella. Y desde aquella noche, en que la luna bajó a la selva,

nada fue como antes. Conservo todos los sentimientos y recuerdos de aquel

instante. Sobre todo la última pregunta que le hice y la respuesta que ella me

dio. A punto ya de irse, cuando todos se estaban ya despidiendo de ella, le dije

al oído:

- Luna, yo pensaba que tú eras mucho más grande, ¿cómo es que no es

así? ¿por qué te veo tan pequeña ? - y la luna me contestó:

- Yo soy muy, muy grande. Soy tan grande que la selva entera es pequeña

para mí. Pero me he hecho pequeña como vosotros para estar aquí y que podáis

hablarme y jugar conmigo - Después de decir eso, nos besó a todos en la

cabeza y les dejo una luciérnaga a cada uno, excepto a Cola-Cortada y a mí, y

nos prometió que volvería. Por eso seguimos haciendo La Gran Llamada. Pero

ahora la espera es dulce, porque ella ya ha estado aquí. Y yo, cada vez que

subo a La Roca vuelvo a rememorarlo todo, y me acuerdo de papá-lobo, de


Cola-Cortada, de Rápida, de Albino, de Hocico-Verde..., del claro en donde

encontré a la luna, y en el que creció a la noche siguiente una espesa

vegetación, y de la luciérnaga que me dio de la que he aprendido tanto. Desde

aquí, cada plenilunio, me doy cuenta de que la luna quedó entre nosotros, la

luna, la de los cien nombres; la buena, la incomprensible, la limpia, la juguetona,

la encontradiza, la caprichosa, la-que- regala-luciérnagas... la luna quedó entre

nosotros, porque nos enseñó a jugar, a abrir los ojos en el fondo de la laguna, a

trenzar las hojas de la kentia... pero, sobre todo, nos enseñó a oír cantar a las

luciérnagas, cada luna llena me doy cuenta de ello. Yo ya soy muy viejo, sigo

siendo de color gris, y no estoy tan delgado como papá-lobo, pero mi hocico ya

está descolorido y a veces me cuesta trabajo subir a esta Roca en la que estoy

ahora. Y cuando estoy muy cansado, me bajo a la ensenada oír cantar a las

luciérnagas o me acercó a la laguna para pensar con tranquilidad escuchando el

croar de las ranas.

Todo, absolutamente todo en la selva ha cambiado, y a mí me queda una

alegría indescriptible, cuando pienso que todas las criaturas que habitan los

cinco territorios, los monos, las arañas, los elefantes, los escarabajos, todos,

incluso los mosquitos, las pulgas y las hormigas, hasta cuando duermen saben,

desde lo más profundo de sus sueños, que la luna bajó una vez a la selva,

porque nosotros aun estamos aquí, y vivimos para poder contarlo.

FIN

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