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Pepita Córdoba, cantora de tristezas

Ruth María Ramasco

San Miguel de Tucumán, 21 de marzo de 2011

Pepita Córdoba de Ramasco, mi abuelita, nieta de don Lucas Córdoba


(“el abuelo Luquitas”, como lo llamaba con sus nombres de entrecasa), música y
folklorista por familia, por pasión, por dolor, caminó por la vida entre las cuerdas y
el transporte de su guitarra, el charango que compartía con Julio, su hermano
―guitarrista y ciego, embriagado de tristeza y de silencio, más que de alcohol―,
las teclas del piano donde reconstruía las notas de las canciones que alguna vez
escuchara. En su caminar escuché que hay dolores que sólo podemos atravesar
asidos a las manos tibias del arte, que allí podemos llorar sin que nuestros ojos
lloren; oí sin disfraces ni remiendos de esperanzas que las penas profundas
siempre viven, pero los dedos que ciñen las clavijas pueden hacerlas cantos y los
cantos pueden acariciar el dolor.

Desde que mi padre murió, a los veintinueve años, sus trajes y el


crespón de su guitarra recorrieron todos los tonos del luto. A veces se me ocurre
que eran las variaciones de la tristeza de su alma lo que veía en el negro, en los
grises, en el morado de la cinta que enlutaba su guitarra, como si se tratara de la
paleta de un pintor cuyo pincel hubiera renunciado al rojo, o al verde, o a los
huidizos matices del azul.

Nunca viví con ella; su cotidianeidad fue para mí desconocida. En mi


universo, en mi mundo, mi abuelita era su guitarra, sus manos, su voz. Ahora,
cuando la memoria ha sacudido ya las hojas efímeras de las anécdotas y los
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dichos; ahora, que sé quién soy, sé también que sus manos, corceles briosos que
galopaban chacareras, zambas y vidalas, entregaron a las mías ese secreto del
fuego por el que el dolor se vuelve canción. Mi abuelita Pepita, abuelita, jamás
abuela para ninguno de sus nietos, punteaba las cuerdas tensas de su tristeza y
su dolor. Nuestros ojos veían sus falanges achatadas, los puños veloces que se
cerraban y abrían al tocar, las danzas de sus dedos que emigraban sin cesar de
nota a nota. Pero su voz parecía salir de un lugar donde se ahogaba su alma, y
era posible escuchar ese ahogo y sentir la fuerza con la que respiraba en el canto,
para luego volverse a hundir. Como decía un verso de una vidala que recogió de
ella Leda Valladares en sus grabaciones sobre cantores de patio; como decía ese
verso que resuena en mi alma con su voz, “no porque yo cante,/ay, vidalita,/ crean
que estoy alegre;/yo soy como el cisne,/ay, vidalita,/que canta y se muere”.

Antes de que nadie pudiera explicarme lo que era una vidala, mis oídos
ya habían recibido la fuerza del lamento grave que apenas puede levantarse del
dolor. Amé con toda mi alma una que mi abuelita cantaba siempre, la “Vidala para
mi sombra”, la amé de niña, de adolescente, de joven…, la amo hoy. Ella fue el
libro de lectura que leyó para mi alma la soledad; la leyó con voz triste y
resignada, en la voz alta del dolor de los hombres, en la voz de las penas que no
pueden llorar. Sus sílabas quedas me abrieron la puerta de una infinita soledad,
como un atajo oscuro por el que mi niñez no temía transitar, porque mis ojos
caminaban iluminados por el soplo cálido que brotaba de una voz.

La escuché mil veces contar una conversación de Atahualpa con su


madre, siempre en cama por el dolor de la muerte trágica de uno de sus hijos.
Interrogada por su pena, desde la preocupación del amigo del hijo que no
entendía por qué llevaba tanto tiempo así, mi bisabuela contestó: ―¡Ah, es que
esta pena es la añera!― Y nació en los versos de Yupanqui la dulzura entristecida
de “La añera”. Mi abuelita narraba las palabras de su madre antes de cantarla,
pero no como reclamo de autorías y prestigios, sino con la naturalidad de quien ha
visto el verso proceder de su mesa familiar, las letras que se componen con las
entrañas, el alma que se desata en poesías.
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En sus cuadernos guardaba las estrofas de una canción y la música


que un soldado paraguayo había enseñado a su abuelo, perdidos los dos en los
montes durante la guerra del Paraguay. Sin nadie más que el enemigo también
extraviado, obligados ambos por la vida y su supervivencia, el abuelo Luquitas y el
paraguayo se habían encontrado en la música frente a la cual sólo eran hombres.
No había allí leyendas de míticos payadores: sólo la letra delgada de mi abuela,
las notas sobrevolando las palabras, y la música que hacía olvidar la contienda y
la muerte.

Casi nada supe por sus labios de su abuelo ilustre, aunque una foto
grande de Luquitas llenaba la pared de la sala. Un hombre delgado con un niño en
los brazos; nada de sillones de gobernador, nada de leyes ni decretos, ni
amistades políticas, ni heridas de guerra. Ninguna banda cruzaba su cuerpo: toda
la vida pública quedaba fuera, exilada de los zaguanes y las conversaciones
íntimas, lejos de los arpegios de su guitarra. Era ésta su luz y sus palabras, y el
cuadro de su abuelo permanecía callado a sus espaldas.

Nunca supe, no lo sé tampoco hoy, de dónde había salido ese ceñido


enjambre de músicos que reconocía el nombre del político en su génesis, pero no
su vocación. Porque la música era la trama de sus lazos apretados, la canción que
uno había compuesto, los arreglos musicales del otro, la poesía padecida como
notas y silencios, los pentagramas anotados en los cuadernos. Los cuadernos de
mi abuelita no contenían historias ni crónicas: sólo zambas, gatos, chacareras,
triunfos; y la autoría de la letra y la música, y en casi todos asomaba el nombre de
alguno de sus hermanos. O las estrofas que algunos habían compuesto para una
música y nunca había llegado a ella, como aquellas estrofas de su hermana Laura
a “La tristecita”, de las que sólo recuerdo una: “Me alzo en la aridez/mesmo que el
cardón/pero soy canción/y latido he’i ser/en tu corazón”. No sé sus biografías ni
sus derroteros, casi nunca los traté; jamás me contaron sus vidas, más allá de
algunas noticias lejanas, pero escuché sus penas, escuché su pasión.

Tal vez por eso he llegado a pensar que esa voraz curiosidad por los
hechos de los hombres a veces nos aleja insoportablemente de ellos. Porque hay
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hombre y mujeres a los que una pasión consume: en ella duermen, en ella sufren,
en ella mueren. Todo lo demás poco importa y el secreto de su ser no se devela
porque exhumemos los pequeños o penosos detalles de sus días. Se me antojan
viajeros que han transitado desiertos o ciudades insignificantes llevando
escondido en su cuerpo un objeto valioso y amado; ese objeto al que basta tocar o
recordar para que la vida valga la pena; ese objeto al que los hombres y mujeres
sin pasiones desprecian, porque sólo conocen la sucesión de los días sin fuego, el
lento movimiento de los cuerpos al caminar. Cuando los veo colocarse sus
chaquetas blancas y abrir su maletín de especialistas; cuando los veo hurgar sin
piedad en la vida de los apasionados y diluir sus pasiones en la ecuación del
estado de sus cuentas, el historial de sus enfermedades y los detalles de su vida
íntima, mis manos se aferran a la voz ahogada de mi abuelita. Y su guitarra es la
espada que mi alma esgrime contra todos los desapasionados y sus palabras
analfabetas de pasión.

En una época en que las mujeres hacían gala de sus habilidades, mi


abuelita reía por su inutilidad absoluta. Cuando íbamos a visitarla, llenaba un plato
hondo con miel de caña al que acompañaba con una panera colmada, y sus
manos ponían sobre la mesa una sencilla botella de vidrio llena de un jarabe rojo,
la granadina. Jamás conocí una comida hecha por sus manos, pero recibí de las
suyas la dulzura feraz de la miel.

Se reía también por su incapacidad para dibujar, ni tan siquiera una


mesa; sus manos, sabias en teclas y cuerdas, no podían dibujar las líneas de las
patas de una mesa hacia abajo; en su lugar, parecía ponerle alas a la madera,
como si en vez de sostener su peso, lo alejara del suelo. Y recreaba para
nosotros, expertos escolares de seis o siete años, sus mesas voladoras y el
aplazo de su maestra, con la risa feliz de una niña que ha sido liberada de la
tortura del papel y del lápiz de dibujo.

Quizás porque no fui su hija, sino su nieta; quizás porque contaba con
una abuela y una tía abuela maternas hábiles en cocinas, dibujos y puntadas;
quizás porque su inutilidad era en mi vida una inmensa sonrisa de ternura, mis
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hombros desecharon el peso de los mandatos de quehaceres y habilidades y mis


manos no temieron achatar sus falanges hasta volverse manos de palabras.

Ninguno de nosotros desconocía tampoco la extraña distancia que


guardaba con el espacio. Los rumbos y las calles no podían adherirse a su
memoria. Sin la compañía de alguien, difícilmente podía encontrar un lugar o una
dirección. Mi madre solía contar que una vez la había encontrado, con su cartera
negra fuertemente aferrada a su cuerpo, caminando veloz hacia no sé qué
dirección. ―Doña Pepita, ¿a dónde va tan apurada? ― le había preguntado mi
madre. ―¡Ay, hijita, menos mal que la encuentro, estoy perdida! ― Y su casa
quedaba a una o dos cuadras, en la dirección opuesta a la que sus pasos se
encaminaban. Seguramente habrá muchas razones para esta desorientación, tal
vez ni siquiera este hecho es muy importante, pero sé que sus pasos se perdían al
salir del mundo que habitaba, sé que las calles por las que caminaba con paso
seguro tenía los adoquines del do y el sol y el fa menor, y en estas calles de
cemento y oquedad no había ningún sonido que pudiera guiar sus ojos, ciegos sin
la música.

Del contenido de sus tristezas, de sus sufrimientos o humillaciones, no


me es posible hablar. No fue eso lo que recibí de su voz, sino el sabor exquisito en
que se transformaban al pasar por el trapiche de su guitarra. Porque visitar su
casa era ser visitados por su música y su voz, o adentrarse en la espaciosa sala
donde vivían ella y su música. Cuando la guitarra salía de su estuche, los hechos
y dichos de la vida de mi abuelita ―algunos recogidos y recordados sin cesar por
las risas de sus primas, algunos presentes en el corazón dolorido de sus familiares
o amigos―, esos hechos y dichos corrían obedientes a guardarse en algún
recóndito lugar. Allá quedaban, olvidados por todos, olvidados por ella. Ya no
había ingenuidades ni extravíos, ni dolores callados, ni mordazas. Como decía la
estrofa de un triunfo que cantaba con la alegría y la fuerza de sus rasguidos: “Este
es el triunfo, niña, /de las mujeres,/qué digo, de las mujeres/Y, ay, qué bonito lo
hacen/cuando ellas quieren,/qué digo, cuándo ellas quieren”. Y el rasguido
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vibrante del triunfo no celebraba ya la caída de los realistas, como antaño, sino la
victoria de su música sobre el dolor.

No sé cuál es la memoria que guardan de ella sus otros nietos y nietas.


O sus dos hijas mujeres, que aún viven. En mi fuero íntimo, en el dolor de mi
memoria, sus besos tendrán siempre el inmenso ardor de la tristeza. Besaba a los
hijos de su “Gringuito”, su hijo muerto; y la tristeza de la guitarra enmudecida de mi
padre llegaba a mi alma a través de sus labios cariñosos. Pero cuando sus manos
tomaban la guitarra, la tristeza de su alma dejaba de dolerme. Estaba allí, pero era
música; y yo dejaba de ser un acorde perdido y toda la tristeza se había vuelto
canción.

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