dichos; ahora, que sé quién soy, sé también que sus manos, corceles briosos que
galopaban chacareras, zambas y vidalas, entregaron a las mías ese secreto del
fuego por el que el dolor se vuelve canción. Mi abuelita Pepita, abuelita, jamás
abuela para ninguno de sus nietos, punteaba las cuerdas tensas de su tristeza y
su dolor. Nuestros ojos veían sus falanges achatadas, los puños veloces que se
cerraban y abrían al tocar, las danzas de sus dedos que emigraban sin cesar de
nota a nota. Pero su voz parecía salir de un lugar donde se ahogaba su alma, y
era posible escuchar ese ahogo y sentir la fuerza con la que respiraba en el canto,
para luego volverse a hundir. Como decía un verso de una vidala que recogió de
ella Leda Valladares en sus grabaciones sobre cantores de patio; como decía ese
verso que resuena en mi alma con su voz, “no porque yo cante,/ay, vidalita,/ crean
que estoy alegre;/yo soy como el cisne,/ay, vidalita,/que canta y se muere”.
Antes de que nadie pudiera explicarme lo que era una vidala, mis oídos
ya habían recibido la fuerza del lamento grave que apenas puede levantarse del
dolor. Amé con toda mi alma una que mi abuelita cantaba siempre, la “Vidala para
mi sombra”, la amé de niña, de adolescente, de joven…, la amo hoy. Ella fue el
libro de lectura que leyó para mi alma la soledad; la leyó con voz triste y
resignada, en la voz alta del dolor de los hombres, en la voz de las penas que no
pueden llorar. Sus sílabas quedas me abrieron la puerta de una infinita soledad,
como un atajo oscuro por el que mi niñez no temía transitar, porque mis ojos
caminaban iluminados por el soplo cálido que brotaba de una voz.
Casi nada supe por sus labios de su abuelo ilustre, aunque una foto
grande de Luquitas llenaba la pared de la sala. Un hombre delgado con un niño en
los brazos; nada de sillones de gobernador, nada de leyes ni decretos, ni
amistades políticas, ni heridas de guerra. Ninguna banda cruzaba su cuerpo: toda
la vida pública quedaba fuera, exilada de los zaguanes y las conversaciones
íntimas, lejos de los arpegios de su guitarra. Era ésta su luz y sus palabras, y el
cuadro de su abuelo permanecía callado a sus espaldas.
Tal vez por eso he llegado a pensar que esa voraz curiosidad por los
hechos de los hombres a veces nos aleja insoportablemente de ellos. Porque hay
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hombre y mujeres a los que una pasión consume: en ella duermen, en ella sufren,
en ella mueren. Todo lo demás poco importa y el secreto de su ser no se devela
porque exhumemos los pequeños o penosos detalles de sus días. Se me antojan
viajeros que han transitado desiertos o ciudades insignificantes llevando
escondido en su cuerpo un objeto valioso y amado; ese objeto al que basta tocar o
recordar para que la vida valga la pena; ese objeto al que los hombres y mujeres
sin pasiones desprecian, porque sólo conocen la sucesión de los días sin fuego, el
lento movimiento de los cuerpos al caminar. Cuando los veo colocarse sus
chaquetas blancas y abrir su maletín de especialistas; cuando los veo hurgar sin
piedad en la vida de los apasionados y diluir sus pasiones en la ecuación del
estado de sus cuentas, el historial de sus enfermedades y los detalles de su vida
íntima, mis manos se aferran a la voz ahogada de mi abuelita. Y su guitarra es la
espada que mi alma esgrime contra todos los desapasionados y sus palabras
analfabetas de pasión.
Quizás porque no fui su hija, sino su nieta; quizás porque contaba con
una abuela y una tía abuela maternas hábiles en cocinas, dibujos y puntadas;
quizás porque su inutilidad era en mi vida una inmensa sonrisa de ternura, mis
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vibrante del triunfo no celebraba ya la caída de los realistas, como antaño, sino la
victoria de su música sobre el dolor.