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La nación y la historiografía reciente

Módulo 2
La Revolución de Mayo y la construcción del Estado nacional

Índice
Módulo 2
La Revolución de Mayo y la construcción del Estado nacional ..................................................1
¿Una nueva y gloriosa nación?.................................................................................................2
1. ¿una nueva nación?............................................................................................................2
2. ¿Qué querían decir cuando decían…..................................................................................3
Ciudades y provincias .............................................................................................................6
1. La ciudad.............................................................................................................................7
2. La provincia..........................................................................................................................8
La unidad y la identidad............................................................................................................9
Sugerencias para el trabajo en el aula...................................................................................12

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¿Una nueva y gloriosa nación?

Aunque inmediatamente después de los sucesos de mayo de 1810 la situación y el destino del
Río de la Plata se prestaban más a confusiones que a certidumbres, como consecuencia de la
dinámica y cambiante coyuntura local e internacional, desde muy temprano los principales
protagonistas de la Revolución intentaron darle un sentido a los sucesos que estaban
protagonizando. Inspirados en las celebraciones de la Revolución Francesa, muy pronto
comenzaron a festejar las Fiestas Mayas. Los objetivos de estas celebraciones eran varios:
avivar el espíritu guerrero en plena guerra revolucionaria, consagrar la legitimidad de la
Revolución y de quienes gobernaban en su nombre. Se trataba de cantar a la Revolución, de
celebrar la Revolución, convertida en el mito de origen de un nuevo (y confuso) estado de
cosas y en principio de legitimidad de los nuevos gobernantes. Así, la celebración de las
Fiestas Mayas, con la consiguiente conversión del 25 de Mayo en un mito fundante, puede
rastrearse hasta los propios contemporáneos del proceso. La Marcha Patriótica, luego
convertida en Himno Nacional Argentino, fue uno de los instrumentos de esa conmemoración.
En adelante, y muy especialmente a partir de la generación romántica de 1837, que –como
vimos– fue la primera en proclamar la existencia de una nacionalidad argentina, políticos,
publicistas e historiadores recurrirán a la Revolución como forma de discutir el problema del
Estado y el de la identidad común de sus miembros.

1. ¿una nueva nación?

Como hemos visto, desde los primeros meses que sucedieron a la Revolución ya estaba
presente la idea de que aquello que estaba apareciendo era una nueva nación, al menos así
está expresado en la Marcha. Más tarde, la historiografía nacional, a la que nos hemos referido
en el primer bloque, asimiló la nación a la que se refiere López y Planes con la Argentina. Pero
en esa asimilación hay un problema.
Sabemos que cuando los revolucionarios de Mayo desplazaron a Cisneros, su intención era
doble: por un lado mantener la unidad administrativa del virreinato, y a la vez, reservar para
Buenos Aires el lugar de control que venía ejerciendo en el marco virreinal. Por eso, cuando a
los pocos días de instalada la Primera Junta se envían emisarios al interior para obtener
adhesión al nuevo régimen y pedir el envío de diputados para un eventual congreso, estos
emisarios van debidamente acompañados por fuerzas armadas que, como quedó claro con los
fusilamientos en Córdoba, estaban dispuestas a obtener dicha sumisión a cualquier precio.
Pero esta ilusión no podía sino fracasar, en tanto debía enfrentar dos problemas de enorme
envergadura: por un lado, la unidad administrativa del Virreinato del Río de la Plata era
demasiado nueva y, en consecuencia, endeble. Por otro lado, tres décadas y media no habían
apagado los rencores y recelos de quienes se habían visto afectados por la medida de Carlos
III de crear el nuevo Virreinato del Río de la Plata. Un claro ejemplo lo constituía el Alto Perú,
cuya elite mantenía lazos estrechos y seculares con Lima, una capital que no se resignaba a

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perder esta zona rica en recursos mineros y mano de obra. No por casualidad fue el Alto Perú
el último foco de resistencia realista, sofocado recién en 1824. En contraste, Buenos Aires –
hasta 1776 un poblado marginal del Virreinato del Perú– era una ciudad que muy lentamente
se colocaba a la altura de la tarea que le había conferido la monarquía.
La historiografía argentina, ha conceptuado como “pérdidas” nacionales la imposibilidad de
realizar el proyecto de los revolucionarios. Hay una nación, la Argentina, que sucede al
virreinato de pleno derecho, y que “pierde” enormes espacios a favor de otras naciones. Sin
embargo, en cuanto se mira un poco más allá de las fronteras geográficas de la Argentina y de
las fronteras intelectuales de esta historiografía nacional, no es difícil advertir que lo que
sucede en el virreinato rioplatense no es muy diferente de lo que sucede en buena parte de las
unidades administrativas de la América hispana a partir de la crisis revolucionaria. La guerra y
sus múltiples necesidades (en especial hombres y recursos) generaron una notable dispersión
del poder político. Es de esa dispersión que nacieron las naciones actuales en un camino que,
además, no es ni lineal ni unívoco. En conclusión: de la crisis del Virreinato del Río de la Plata
no nacerá “una nueva y gloriosa nación” sino cuatro naciones:

• Argentina,

• Paraguay,

• Bolivia,

• Uruguay.
Más aún: alguna de ellas hasta podría no haber nacido y, otras podrían haber nacido con
contornos y peculiaridades muy diferentes de los actuales. Las naciones modernas son
resultado de una historia, pero esa historia no es la evolución de una esencia nacional que
estaría ya en la base de esa misma historia: los revolucionarios de Mayo no solo no hicieron,
sino que ni siquiera imaginaron algo parecido al Estado-nación argentino. No podrían haberlo
hecho.

2. ¿Qué querían decir cuando decían…

a. Un problema metodológico
Los historiadores utilizan documentos escritos como base para construir sus análisis e hipótesis
sobre el pasado. Ciertamente no son los únicos documentos que usan, pero son sin dudas los
más importantes. El análisis de esta documentación presupone un problema que no siempre
logramos resolver adecuadamente: los documentos del pasado son escritos cuyo significado se
inserta en un sistema de creencias, convicciones, visiones que no son los nuestros. Pertenecen
a otra época, a otra sociedad.
A veces, entender esto es fácil. Por ejemplo, el historiador francés Marc Bloch cuenta que en el
momento de estallar la Guerra de los Cien Años (siglo XIV), el rey de Inglaterra Eduardo III
envió a un obispo, Francisco, como embajador ante el dux de Venecia para obtener su apoyo.
Entre los argumentos del obispo Francisco para descalificar las pretensiones de Felipe de
Valois al trono francés, dijo “Si Felipe de Valois es, como afirma, el verdadero rey de Francia,
que lo demuestre exponiéndose a los leones hambrientos, ya que es sabido que los leones

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jamás acometen a un verdadero rey”. Para historiadores del siglo XXI no es difícil entender que
este criterio de legitimidad política forma parte de un sistema de creencias y que, en rigor, no
hay modo de que un león reconozca a un rey, salvo que, previsiblemente, los leones no estén
tan hambrientos como se afirma (porque antes algún fiel sirviente se ha encargado de darles de
comer en abundancia), con lo cual aun el más común de los plebeyos salvaría su vida
(obviamente, nunca lo sabremos porque antes le sería impedida la entrada). Pero, para un rey
y una sociedad que cree sin dudas que el monarca es un enviado de Dios en la Tierra, la
actitud de los leones muestra naturalmente la intervención divina en favor de su representante.
La concepción del origen divino del poder y de la realeza es tan lejana a nuestras convicciones,
que no nos resulta complicado estudiar sus rituales. Es fácil advertir que de lo que se trata es
de entender a quienes piensan de una forma tan diferente. Otra cuestión es si el ritual es bien
comprendido por el analista, pero ese es otro tipo de problema.
Pero a medida que aquello que analizamos se acerca a la propia experiencia vital del
historiador, las cosas a este respecto se hacen más complicadas. No solo se hacen
complicadas porque compartimos un sistema de creencias con nuestro objeto, sino además
porque a veces no es tan claro qué se comparte y qué no.
b. ¿Qué es una nación?
Si bien la definición sobre qué es una nación aún en nuestros días se puede prestar a
controversias, seguramente una buena parte de las definiciones admitirían que una nación es
un grupo humano que comparte una serie de atributos, que pueden ser culturales, étnicos, un
lenguaje y, además, diríamos que una de esas características es compartir un pasado, una
historia. También que este grupo humano puede o no formar un Estado independiente, pero en
general el ideal es que toda nación lo tenga. Por eso, en nuestra época se habla de los
Estados-nación como la forma más natural, habitual y aceptada de conformar un Estado. Sin
embargo, tenemos bien claro que en términos puramente analíticos, nación y Estado no son la
misma cosa: una alude al grupo humano, la otra a la organización de un poder político
independiente. La palabra patria funciona casi como un sinónimo de nación; así entonces
consideramos a la Argentina nuestra nación y, por eso, nuestra patria. Por esa razón, cuando
entonamos las estrofas del Himno Nacional no tenemos dudas: “el gran pueblo argentino” al
que saluda el verso alude a quienes hoy consideramos a la Argentina como nuestra patria; la
“nueva y gloriosa nación” es el Estado nacional llamado Argentina.
Pero a comienzos del la primer mitad del XIX, cuando López y Planes escribió esos versos, las
cosas no eran así. El vocablo “nación” era sinónimo de “Estado” o “corona” ya que indicaba la
presencia de un cuerpo político regido por un rey. Un dato clave: la pertenencia a este cuerpo
político de ninguna manera suponía la existencia de un grupo humano con una identidad étnica
o cultural común. Por el contrario: lo propio de las monarquías modernas era que los reyes
gobernaban sobre sociedades por demás diversas y variopintas. Incluso solían tener lenguas
muy diferentes. Nadie creía que compartieran una historia común, ni siquiera las mismas leyes,
ya que cada provincia, región o reino tenía sus propios estatutos y su propia relación jurídica
con el rey. El rey era, entonces, lo único que en principio compartían los miembros de un reino,
como por ejemplo, el español.
En cambio, la gente se identificaba con lo que hoy llamaríamos "el pago chico", es decir la
ciudad, la aldea o la región: a este lugar lo llamaban "patria", es decir, utilizaban el vocablo en
su sentido más literal, la tierra de sus padres. La patria, en el lenguaje de aquella época,
constituía una comunidad real.

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c. La “argentina” antes de la Argentina: el lenguaje político de la Revolución
El historiador José Carlos Chiaramonte se ha dedicado a estudiar este problema: ¿cuál era el
significado de las palabras en 1810? Empecemos por la más significativa, el vocablo
“argentina”. En principio, deriva del latín argentum, que significa "plata". Fue utilizado por
primera vez en 1602 en un poema de Martín del Barco Centenera, como un recurso poético
para nombrar a la región cercana al Río de la Plata que todavía formaba parte del Virreinato del
Perú. Cuando en 1776 se crea el Virreinato del Río de la Plata con capital en Buenos Aires, su
uso era más común, siempre para nombrar a la zona rioplatense y a la población oficialmente
blanca instalada en la zona, sin importar que hubiera nacido en España o América. No se
utilizaba el sustantivo Argentina, sino el calificativo, argentino/a. En cambio, no existía nada
parecido a un gentilicio que nominara específicamente a los habitantes del virreinato, ya que
este era sólo una unidad de tipo administrativo y de ella no se desprendía ningún tipo de
identidad común.
Tomemos un par de ejemplos citados por Chiaramonte. Un nativo y habitante de la ciudad del
Tucumán se identificaba primero como perteneciente a la nación española en oposición a los
súbditos de otras monarquías como Francia o Inglaterra; se decía americano frente a los
nacidos en España; finalmente era tucumano para distinguirse de los peruanos o los cuyanos.
Su nación era España, pero su patria era Tucumán, ya que la palabra patria definía al “pago
chico” donde se había nacido. De igual forma, un nativo y habitante de la ciudad de Buenos
Aires era miembro de la nación española, americano y rioplatense o argentino. La palabra
rioplatense o argentino remitía a la patria de esta persona, es decir a la región donde había
nacido, pero de ninguna manera a su nación, que no era otra que España. Tampoco existía
todavía una nación americana, ya que la palabra americano era utilizada para distinguir a los
súbditos españoles nacidos en América de aquellos nacidos en la península: era sinónimo de
criollo.
Sin embargo, a comienzos de siglo XIX se registra un leve cambio: argentino/a comienza a ser
utilizada como sinónimo de habitante del virreinato, manifestando el poder que Buenos Aires
comenzaba a ejercer sobre el resto del territorio. Pero, sugiere Chiaramonte, este uso solo se
daba cuando el emisor era un observador externo: para los habitantes del virreinato, y en
particular los del interior –como el caso de nuestro tucumano–, argentino seguía definiendo a
un habitante de Buenos Aires, de ninguna manera a él mismo.
La captura del rey de España por parte de Napoleón complicó mucho más las cosas. Sin un rey
legítimo: ¿quién gobernaba, entonces, los reinos y vicerreinos que componían la monarquía?
Sabemos que en muchas ciudades de España se formaron juntas que asumieron el poder y se
organizaron para resistir la ocupación francesa. En América sucedió algo parecido: las juntas
de gobierno que aparecen durante el año 1810 replicaron lo que estaba sucediendo en España.
El argumento –denominado de “retroversión de la soberanía”– era que en ausencia de un
monarca legítimo la soberanía volvía a su tenedor originario. Desaparecida la autoridad central,
el poder político se fragmentó y cada una de estas nuevas autoridades (las Juntas) se
transformó en un Estado potencial, es decir, según el lenguaje de la época, en una nación
potencial. Este es el sentido que la expresión nación argentina tiene en la Marcha Patriótica de
López y Planes: define al nuevo cuerpo político rioplatense que se da sus propias autoridades
aunque, en principio, lo hace en resguardo de los derechos de Fernando VII, preso en Francia.
Sin embargo, esta forma de identidad no se utiliza con mucha frecuencia, sobre todo en
comparación con la de americano, que cobra una gran fuerza a raíz de la guerra contra los

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realistas. Se ha dicho que el espíritu americanista de San Martín y Bolívar constituía una gran
excepción hija de su genio y, sin embargo, este era el único espíritu posible para los guerreros
de la independencia, ya que los nuevos Estados (ellos mismos por demás endebles) aún no
conformaban ningún tipo de identidad “nacional” particular. En cambio, la palabra argentina
sigue teniendo una referencia demasiado ligada a Buenos Aires, y si se utilizó es, justamente,
porque el movimiento de mayo de 1810 es un movimiento nacido esencialmente en el ámbito
porteño. Pero en cuanto trascendió a esa ciudad siempre quedó opacada frente al gentilicio
americano.
Al mismo tiempo, se produce una extensión de la idea de patria al calor de las guerras
revolucionarias: los revolucionarios se llaman a sí mismos patriotas, lo cual significa a la vez
americano y revolucionario. Tomada del lenguaje de la Revolución Francesa, la palabra patriota
indica ahora la comunidad fraternal (no por casualidad la palabra “fraternidad” forma parte de la
famosa tríada revolucionaria francesa junto con igualdad y libertad) que adhiere a la nueva
situación política en nombre de la libertad.

Ciudades y provincias
Corría el año 1854. Buenos Aires, ya no formaba parte de la Confederación Argentina,
gobernada por Justo José de Urquiza y con capital en la ciudad de Paraná. La revolución del
11 de septiembre de 1852 había llevado el enfrentamiento entre los liberales porteños y el jefe
federal al campo de batalla. La Constitución de 1853, carta de nacimiento de la Confederación
Argentina, no involucraba todavía a la provincia bonaerense. Por eso, la provincia, que
funcionaba como un verdadero Estado independiente, discutía su propia Constitución. En ese
congreso constituyente se planteó un espinoso debate, en ocasión de la discusión del problema
del ejercicio de la soberanía exterior de la provincia: ¿cómo debía ubicarse la provincia en
relación con la Confederación? Por un lado, los autonomistas, liderados por Valentín y Adolfo
Alsina, sostenían una posición muy dura en favor de la autonomía provincial. Por otro lado, los
nacionalistas, liderados por Bartolomé Mitre, sostenían que la Constitución no debía incluir
ninguna cláusula que entorpeciera la futura unión. El principal argumento para defender su
posición fue la historia. Leamos sus frases:
“Hay, señores, un pacto, un derecho, una ley anterior y superior a toda Constitución, a esta
Constitución, así como a cualquier otra que nos demos más adelante. Hay, señores, una
Nación preexistente, y esa Nación es nuestra patria, la patria de los argentinos. El pacto social
de esa Nación. El derecho, la ley preexistente que debe servirnos de norma, se halla aquí en
este mismo recinto. Allí está: es el acta inmortal de nuestra independencia, firmada en
Tucumán el 9 de julio de 1816 por las provincias unidas en congreso.”
El argumento es bien claro: la nación argentina preexiste a las provincias. Sus derechos son
anteriores a ellas (incluyendo Buenos Aires) desde el momento en que se realizó la jura de la
independencia en 1816. Esta idea anticipa otras que Mitre volcará en su Historia de Belgrano, y
especialmente su hipótesis de que el principio de identidad nacional aparece en el Río de la

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Plata, en un sentido estructural por su situación marginal en el imperio español, y en un sentido
más coyuntural a partir de fines del siglo XVIII por las invasiones inglesas: Mitre identifica la
identidad criolla-americana con la identidad nacional argentina. No es difícil reconocer este
argumento: ha sido la base sobre la cual se han desarrollado varias décadas de historiografía.
Así, por ejemplo, nos hemos acostumbrado a entender el período que se abre en 1820 como el
de la “anarquía” o “las guerras civiles” en tanto se da por supuesta la existencia de una nación
y de una identidad nacional (un ejemplo típico de esta confusión es el debate sobre el carácter
“argentino” de José Gervasio Artigas, un debate que –como hemos visto– carece de todo
sentido en el marco de las identidades de las primeras décadas del siglo XIX). Esto le permitió
a Mitre identificar a los caudillos provinciales como los principales obstáculos para la formación
del Estado nacional, símbolos a la vez de la anarquía y de la ausencia de instituciones. Pero, lo
que tal vez era un poco más cierto en los años en los que a Mitre le tocó ser presidente,
cuando el Estado nacional ya existía y caudillos como Felipe Varela o el Chacho Peñaloza lo
enfrentaban (aunque es importante recordar que la última provincia que se alzó en armas
contra el Estado nacional fue la propia Buenos Aires en 1880), no lo eran (es decir, símbolos de
la anarquía) en momentos en los cuales dicho Estado no existía.
Podría decirse que la imagen mitrista de la historia argentina presupone la existencia de una
nación y, en todo caso, conflictos y anarquías dentro de ella. Pero en nuestros días no es esa
la visión que prevalece. Ya los autores de la Nueva Escuela habían advertido sobre el rol de los
caudillos provinciales en la construcción del Estado. Las hipótesis más consensuadas en
nuestros días han invertido la secuencia del problema: lejos de partir de una unidad nacional
del todo inexistente en 1810 o 1816, trabajan sobre la destrucción de la unidad administrativa
virreinal y el fracaso de los dos intentos unificadores (el porteño y el artiguista), para llamar la
atención sobre otro problema: el de la dispersión del poder provocada por la revolución pero,
sobre todo, por la guerra que le sigue. La guerra, al multiplicar las situaciones de hecho, es
decir, al otorgar poder a aquellos que son capaces de reclutar gente y pertrechos, hace de los
jefes guerreros los hombres fuertes de la situación. Esto es una novedad: hasta 1810 los
militares no solían ocupar una posición relevante, al menos en un virreinato dominado por una
ciudad más bien dedicada al comercio que a la guerra. El más temprano y notorio ejemplo es el
de Artigas, no porque fuera él mismo un personaje marginal –ni él ni su familia lo eran– sino
porque es toda la banda oriental del Uruguay la que gracias a la guerra pasa a ocupar un lugar
privilegiado en la política rioplatense, un lugar que hasta el estallido de la Revolución jamás
hubiera imaginado ocupar. Pero sería un error creer que esta dispersión del poder se dio en el
marco de la ausencia de instituciones legales o de visiones e ideas políticas. Los jóvenes
románticos, con Sarmiento a la cabeza, popularizaron la idea de que los caudillos eran jefes
militares arbitrarios y que sus regímenes carecían de todo marco legal; sin embargo, las cosas
no eran así. La dispersión del poder se dio en el marco de una serie de ideas jurídicas propias
del mundo hispano y, a su vez, influidas en mayor o menor grado por otras ideas provenientes
de las grandes revoluciones producidas en Francia y en los Estados Unidos.

1. La ciudad

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Hemos dicho: desaparecido el poder del rey, la soberanía volvía a sus depositarios originales.
Pero, ¿quienes eran esos depositarios originales? El pensamiento político moderno, de raíz
francesa, respondería: el pueblo. Es el pueblo el depositario último de la soberanía. ¿Qué
entendemos hoy por pueblo? Nuestro uso moderno de la palabra pueblo mezcla dos
significados, que a su vez provienen de diferentes tradiciones.
1. El pueblo como el colectivo político que forma un Estado. En este sentido, se trata de una
noción abstracta derivada del contractualismo ilustrado: el pueblo es el conjunto de individuos
que, en goce de su libertad y de su razón, se entregan voluntariamente al cuerpo político del
Estado a través de un pacto o contrato. Ese es el sentido de la palabra pueblo presente en la
Constitución: no importa el lugar que se ocupa en la sociedad, si se es rico o pobre, todos
formamos parte del pueblo. El sufragio universal e igualitario es la encarnación institucional
más acabada de esta idea de pueblo: a despecho de toda otra evidencia, el sufragio consagra
una total igualdad política.
2. El pueblo como sinónimo de “pueblo pobre”. En este caso la palabra pueblo identifica a un
sector de la sociedad, que se distingue de la “elite”, la “clase dominante”, la “oligarquía” o, más
genéricamente, de los “ricos”. El origen de esta concepción es el romanticismo, que hizo de
este pueblo, además, el objeto de todas las virtudes.
Para 1810, la versión romántica aún no se había desarrollado, en cambio la versión ilustrada
era clave en la Revolución Francesa. Pero no era a este pueblo moderno al que remitía la
juridicidad española en sus teorías de la retroversión: en las monarquías de Antiguo Régimen
la idea de una igualdad entre todos los individuos era por demás extraña. Por el contrario,
prevalecían nociones corporativas y desiguales de la sociedad. En el caso de los franceses, la
representación del reino se producía en los Estados Generales, donde los diputados se dividían
entre aquellos que representaban al primer estado (eclesiástico), al segundo estado (nobiliario)
y al tercer estado (todos los demás franceses). En España, las cortes estaban compuestas, en
cambio, por diputados de las ciudades. No de todas, solo de aquellas que tenían “derecho de
corte”. En este sentido, la ciudad hispana no era solo un hábitat, una forma de asentamiento
urbano, sino una entidad corporativa con existencia jurídica y política. Por eso, cuando el rey
fue capturado, jurídicamente la soberanía del reino debía volver a las ciudades: esto se impuso
tanto en España como en América, y explica la importancia de los Cabildos, institución urbana
por excelencia, como así también el uso del plural “los pueblos” en lugar de “el pueblo” en los
documentos de la Primera Junta y los gobiernos que la sucedieron. Cada “pueblo” es, en
definitiva, una ciudad.

2. La provincia

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Sin embargo, la dinámica de la guerra muy pronto desplazó, o al menos acotó, la importancia
de las ciudades. La necesidad de recursos y brazos para las tropas hizo que el campo
comenzara a convertirse en una zona políticamente relevante. Esta es sin duda una notable
novedad en la política rioplatense, dado que el esquema político español estaba basado
esencialmente en el rol central de las ciudades. Una de las formas en que se descubre esta
nueva situación es la cuestión del sufragio y la representación. En efecto: el Estatuto
Provisional de 1815 otorga el derecho de voto por primera vez a los vecinos de la campaña. De
esta manera surgen las unidades políticas que, en definitiva, serán las que por muchos años
reemplacen al virreinato caído: no una nueva nación, sino varias provincias.
A partir de 1820, una vez que queda consagrada la completa desarticulación del ejército y del
gobierno directorial, las provincias son las únicas unidades políticas realmente existentes.
Ciertamente entre ellas se firman pactos en los que se prometen eventuales uniones, pero
cada una de ellas funciona como un Estado independiente. A su vez, si es que habrá una
unión, cada una de ellas pretende hegemonizar ese proceso. Pero no se trata de una anarquía
que atraviesa a una supuesta nación argentina, sino simplemente una nueva configuración
política nacida de la dispersión del poder provocada por la Revolución y la guerra. Como lo
demuestra el caso uruguayo, cualquier provincia (por cierto, no provincia argentina sino,
simplemente, provincia) podía potencialmente convertirse en un Estado nacional moderno.
Cada provincia decide organizarse institucionalmente a través de sendas constituciones
escritas: se crean las legislaturas, los cargos de gobernador, la justicia, etc.: todos los atributos
de un Estado. Los caudillos, hombres fuertes de las provincias, gobiernan a través de este
entramado jurídico, basado en algunos principios que no se someten a discusión, como por
ejemplo el republicanismo, alguna forma de sufragio, y cámaras representativas. Ciertamente,
como lo ha demostrado Marcela Ternavasio, las prácticas y el sentido de estas votaciones
tienen poco que ver con el significado que les atribuimos en nuestros días, pero eso no
modifica que su presencia era considerada necesaria para construir un régimen legítimo.
En adelante, al menos hasta 1861 (o incluso hasta 1880), la política rioplatense estará signada
por el juego de oposiciones y alianzas entre las diferentes provincias, y por un desplazamiento
cada vez más evidente del poder de las viejas provincias del interior a las más nuevas del
litoral, con Buenos Aires a la cabeza. De hecho, Rosas impondrá el dominio bonaerense sobre
el interior a sangre y fuego, y será otra provincia litoral, Entre Ríos, la que acabe a su vez con
el caudillo porteño. Pero también Urquiza tendrá que aceptar la supremacía porteña, retirando
a sus tropas de los campos de Pavón en 1861. Será Buenos Aires –y su líder, Mitre– quien
comience la tarea de construir el Estado nacional argentino. Finalmente, será este nuevo actor
(y su agente, el ejército nacional) el que impondrá en 1880 la derrota y la sumisión a Buenos
Aires, en las batallas de Barracas y Puente Alsina. Lejos de ser expresión de una anarquía que
divide a una supuesta nación preexistente (para retomar las palabras del propio Mitre), los
acuerdos y desacuerdos entre las provincias fueron la base sobre la cual se construyó el
Estado nacional argentino.

La unidad y la identidad

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En 1820, los intentos de Buenos Aires por dominar el territorio del antiguo virreinato fracasaron
estrepitosamente, por lo cual ese territorio se dividió en nuevas unidades que son a la vez
políticas (porque conforman un Estado) e identitarias: las provincias. Hasta 1852 las provincias
actuaron como verdaderos Estados independientes: evidentemente no existía una nación
argentina, aunque en numerosos pactos los gobernadores de provincia concordaran en que,
tarde o temprano, esa nación debería conformarse. La gran discusión era cómo, y esto es lo
que enfrentó a unitarios y federales.
Habitualmente se ha dicho que luego de 1820 se inicia un período de anarquía y, sin embargo,
esto puede ser discutido. Si uno supone que el Estado argentino ya existía, entonces puede
afirmarse que es así, pero, como vemos, este Estado estaba lejos de existir. En cambio, en las
provincias se organizaron verdaderos Estados consolidados, capaces de poner la
administración más o menos en orden y dejar para un futuro (nunca del todo especificado) la
unidad con las demás provincias para formar un nuevo Estado confederado. Lo que parecía ser
cada vez más claro era que, de formarse esta nueva nación, el nombre incluiría los términos
"Río de la Plata" o "Argentina": otra vez, una manifestación evidente del poder que se le
reconocía a Buenos Aires. De todos modos, el reconocimiento de este nombre para un futuro
hipotético Estado no implicaba una aceptación paralela de una identidad argentina: según
hemos visto, aunque se formara parte de un Estado único (sin importar que fuera unitario o
federal) que podía llamarse rioplatense o argentino, los habitantes de las provincias seguían
sintiéndose tucumanos, salteños, o entrerrianos (por citar unos casos) y, por sobre eso,
americanos, pero nunca argentinos.
Como lo afirma Tulio Halperín Donghi en Una nación para el desierto argentino, la generación
de 1837 creyó, luego de la caída de Rosas, que se beneficiaría con lo que consideraban que
era ya un Estado consolidado: quedaba ahora construir la nación, incluyendo en esta definición
a la identidad común de los argentinos. Sin embargo, descubrieron bien pronto que ese Estado
no existía, y esa fue la tarea a la que se dedicó la política hasta 1880. Como lo ha demostrado
Lilia Ana Bertoni (“Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad a
fines del siglo XIX”), en adelante la preocupación por la identidad nacional (preocupación
acrecentada por la llegada de los inmigrantes) pasó al primer lugar de las preocupaciones, en
especial porque esa nacionalidad era juzgada –con razón– como demasiado novel y por lo
tanto débil. Los mitos y relatos de la nacionalidad argentina estaban empezando a construirse.

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En varias ocasiones hemos hablado de algunos de los personajes históricos
convertidos en mitos de la nacionalidad. También, como quedó expuesto en el módulo
1, de cómo las diversas tendencias historiográficas fueron presentándolos y de qué
manera estas tradiciones resistieron por medio de la transmisión escolar, en el
imaginario argentino.
Aquí presentamos algunos testimonios de diferentes épocas sobre dos de las figuras
más importantes del panteón nacional, José de San Martín y Domingo F. Sarmiento, en
formato de vídeo.
Empecemos por los de Sarmiento:
en uno de ellos, bastante reciente y que se puede ver en
http://www.youtube.com/watch?v=4M5rEOB7cnI, el historiador Tulio Halperín Donghi
comenta cómo se ha generado una imagen estereotipada y errónea (y su juicio,
contraproducente) sobre el rendimiento escolar de Sarmiento, que implica además una
lectura equivocada del propio testimonio del sanjuanino en Recuerdos de provincia.
Otra obra suya, Vida de Dominguito, fue la elegida por el director Lucas Demare y sus
guionistas Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, para dar vida a Sarmiento en Su
mejor alumno. El filme, de 1944, ofrece una idealizada visión de su protagonista, que es
deudora de la tradición escolar vigente y a la vez, la alimenta.
Está disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=_QFy5AlHo6g&feature=related
El cine nacional también se ha ocupado del General San Martín: el siguiente es un
fragmento del filme de 1970 El Santo de la Espada, donde se recrea la batalla de
Chacabuco:
http://www.youtube.com/watch?v=rmkaVYHxmIU
La película, de Leopoldo Torre Nilsson, está basada en la novela del escritor e
historiador Ricardo Rojas, de ideas nacionalistas y fue filmada durante la presidencia
de Juan Carlos Onganía. Es interesante tener en cuenta estos datos para ver de qué
manera está presentado su protagonista, como también el hecho de que recién en los
años ’20 y ’30 del siglo XX, el General San Martín se transformó en el prócer nacional
más importante.

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Sugerencias para el trabajo en el aula

Para el Tercer Ciclo y Polimodal

“Se levanta a la faz de la Tierra una nueva y gloriosa Nación, coronada su sien de laureles, y a
sus plantas rendido un león.”
Como puede leerse en estas líneas de la que originalmente fue la Marcha Patriótica
(actualmente el Himno Nacional), la nueva nación no se alzaba pacíficamente: por el contrario,
a sus pies se destaca la imagen contundente de un león vencido. La nación argentina es a la
vez nueva y guerrera. Pero, aun nueva, la nación que nos propone la marcha también tiene su
historia: ¿cuál es esa historia? ¿Cuáles son los elementos del pasado con los que se identifica?
¿Por qué se busca la imagen de un león?
Proponemos que, en primer lugar, los alumnos respondan a estas preguntas y, en segundo
lugar, se pueda organizar un debate a partir de las respuestas encontradas por cada equipo de
trabajo.

Para el segundo ciclo

Investigación sobre el origen de las provincias


Algunas de las catorce provincias originales de la Argentina se formaron a partir de las
ciudades capitales de las intendencias virreinales. Pero también las ciudades subordinadas
dejaron de obedecer a sus antiguas capitales y formaron sus propios Estados provinciales.
Todo esto es síntoma del proceso de fragmentación del que hemos hablado. A partir de esta
breve introducción, proponemos un posible trabajo en el aula cuyo objetivo es familiarizar a los
alumnos con los diseños territoriales de las provincias y su evolución, y hacer más reconocibles
los espacios en los que se desarrolla la historia de la primera mitad del siglo XIX, y sus
notables diferencias con el territorio actual de las mismas provincias y del Estado nacional
argentino.
La actividad se desarrolla en los siguientes pasos:
1. Buscar, en grupos, cuáles eran las intendencias de la época virreinal y sus capitales.
2. Buscar un mapa histórico para visualizar las formas de estas intendencias.
3. Buscar en internet las fechas de aparición de las nuevas provincias, hasta cubrir las 14
provincias originales.
4. Volcar en un cuadro nombres y fechas.
5. Buscar un mapa histórico para visualizar la forma de esas provincias en la primera
mitad del sigo XIX.
6. Comparar con la forma actual de esas mismas provincias.
7. Realizar una presentación –puede ser multimedia– de lo trabajado.

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A continuación les sugerimos algunos sitios en los cuales es posible acceder a
información, documentos originales y otros elementos para seguir investigando o llevar
al aula. Se trata de los siguientes:
Biblioteca Digital Argentina
Este sitio, responsabilidad del Grupo Clarín, cuenta con una enorme cantidad de libros
digitalizados, muchos de ellos pertenecientes a actores de la política del siglo XIX y XX.
Se trata de obras representativas de la literatura nacional, algunas de difícil acceso. Los
textos están publicados íntegramente, respetando, dentro de lo prudente, las
características de las versiones originales.
Está muy bien organizada para encontrar los textos por título o autor. Es muy
recomendable visitar el sitio para saber que disponemos de esos libros en nuestras
computadoras.
El sitio cuenta con enlaces a bibliotecas electrónicas, bibliotecas nacionales y otros
sitios de literatura.
Biblioteca Digital Ayacucho
La Biblioteca Ayacucho, de Venezuela, publicó durante muchos años los textos
clásicos de la literatura y el pensamiento latinoamericano. Hace unos años, la editorial
ha decidido escanear y poner online buena parte de esos libros, muchos de ellos de
enorme interés para los historiadores.
Discursos Presidentes Argentinos
El link corresponde a un sitio de la Universidad de Texas, en el cual se han escaneado
discursos presidenciales de buena parte de los países de América Latina, incluyendo
de la Argentina. En este último caso, incluyen discursos que van desde 1810 hasta la
presidencia de Carlos Menem. En general, se trata de los discursos de apertura de
sesiones de las cámaras, pero hay también otros. Es de muy fácil acceso y lectura.
Historia Política
En esta página podrán encontrar una extensa biblioteca con artículos sobre temas de
historia política argentina. Patrocinada por el
Programa Buenos Aires de Historia Política, en la sección Biblioteca se pueden hallar
textos de interés para el conocimiento de la historia política nacional y también de
problemas teóricos o historiográficos más generales.

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Según hemos estado discutiendo en el foro del módulo 1, la diversidad parece ser un
elemento crucial entre los valores actuales. De hecho, no es casualidad que junto con
estos valores, aparezca una fuerte corriente historiográfica dentro y fuera de la
Argentina que ha puesto en cuestión la naturaleza sustancial y atemporal de la
nacionalidad. Si la diversidad es posible, es decir, si hoy podemos y tenemos el
derecho a pensar la nacionalidad de una manera diferente a la del pasado, entonces la
nacionalidad del pasado no es una y sustancial: también puede ser diversa y, sobre
todo, una creación histórica más que una sustancia.
Sirva de ejemplo uno de los problemas más notables de la historiografía tradicional: la
“nacionalización” de los pueblos indígenas precolombinos. Se hablaba de los “indios
argentinos” o de “poblaciones aborígenes de la Argentina” cuando la identidad
argentina era del todo desconocida por ellos.
Pero el problema es todavía más profundo. Toda la corriente historiográfica sobre el
período revolucionario (hasta 1853) que es tema de este módulo, nos permite
interrogarnos no sólo sobre el sentido de la nacionalidad, sino sobre el propio panteón
histórico que sustenta esa nacionalidad. Dicho de una manera simple: ¿es San Martín
un prócer argentino? ¿Lo son Belgrano, Moreno, Saavedra? ¿Lo es Artigas? ¿Lo son
Ramírez, López o Rosas?
¿Cómo pensar la idea de un panteón nacional, a la luz de estas nuevas posturas de la
historiografía? Dado que en nuestra práctica docente nos topamos todo el tiempo con
los rituales de ese panteón que significan los actos y conmemoraciones escolares,
¿cómo resolvemos este problema?
¿Cuanto derecho tiene el moderno estado nacional argentino, nacido en 1853, a pensar
como propio el legado del virreinato y de la historia que sigue a su caída, habida cuenta
que del virreinato, no nace una sola nación sino al menos cuatro?

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