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El Pecado

por J.C. Ryle


El Pecado

por J.C. Ryle

"El pecado es transgresión de la ley" (1 Juan 3:4)

Quien desee tener nociones claras sobre la santidad cristiana, debe empezar
estudiando el vasto y solemne tema del pecado. Si se quiere edificar muy alto,
primero se ha de cavar muy hondo. Cualquier error sobre este punto es fatal. Por
lo general, las ideas equivocadas que sobre la santidad se tienen son resultado de
nociones erróneas con respecto a la depravación de la naturaleza humana. Para
una comprensión apropiada del teme de la santidad, hay que entender primero el
tema del pecado.

Es evidente, y bíblico al mismo tiempo, que el conocimiento del pecado constituye


la raíz misma de la fe cristiana. Sin él, doctrinas tales como la justificación, la
conversión, la santificación, no son más que meras palabras que no aportan
conocimiento alguno a la mente. Cuando dios se propone hacer una nueva
criatura en Cristo, lo que primeramente hace es enviar luz al corazón del pecador,
a fin de que éste puede ver su estado de culpabilidad. La creación material del
Génesis empezó con luz, y con luz empieza también la creación espiritual. Por la
obra del Espíritu Santo, Dios brilla en nuestros corazones, y es así como la vida
espiritual empieza (2ª Corintios 4:6). Gran parte de los errores, herejías y doctrinas
falsas tan comunes en nuestro tiempo, se originan y tienen su causa en ideas
poco claras y poco profundas sobre el pecado. Si una persona no se ha dado
cuenta de la peligrosa naturaleza de la enfermedad de su alma, no nos extrañe
que se contente con remedios falsos o imperfectos. Una de las necesidades más
imperiosas de nuestro siglo ha sido, y es, la de una enseñanza más clara y
completa de lo que es el pecado.

I – Definición de pecado.

Todos estamos familiarizados con los términos ‘pecado’ y ‘pecadores’. Con


frecuencia hablamos del ‘pecado’ en el mundo, y de personas cometiendo
‘pecados’. Pero ¿qué es lo que queremos decir cuando usamos estos términos y
estas frases? ¿Comprendemos lo que decimos? Mucho me temo que sobre este
tema reina mucha confusión y mucha oscuridad. De una manera tan breve como
pueda trataré de definir lo que es el pecado.

Como se declara en una de nuestros artículos doctrinales, el pecado ‘es la culpa y


corrupción de la naturaleza de cada hombre que desciende de Adán; y por la cual
el hombre está muy lejos de la justicia original, y por propia naturaleza está
inclinado al mal; de manera que la carne codicia continuamente contra el espíritu;
por consiguiente, y en toda persona nacida en este mundo, el pecado merece la
ira y condenación de Dios’. El pecado es, pues, aquel mal tan común y universal
que aflige a toda la raza humana, sin distinción de rango, clase, nombre, nación,
pueblo o lengua; es un mal del que sólo se libró un hombre: el Señor Jesús.

Además, y de una manera más particular, el pecado consiste en hacer, decir,


pensar o imaginar, cualquier cosa que no está en perfecta conformidad con la ley
y mente de Dios. Como dice la Escritura: ‘El pecado es la transgresión de la ley’.
El más insignificante alejamiento (externo o interno) por nuestra parte de la
voluntad revelada de Dios, constituye pecado y nos hace, por consiguiente,
culpables delante de Dios.

A los que con atención leen la Biblia no es necesario que les diga que aunque una
persona no cometa abierta y externamente un acto malo, en su corazón y en su
mente puede haber traspasado la ley de Dios. En el Sermón del Monte el Señor
Jesús estableció, sin dar lugar a dudas, esta posibilidad (Mateo 5:21-28). Con gran
acierto ha dicho uno de nuestros poetas: ‘Un hombre puede sonreír y sonreír, y
aún así ser un villano’.

Tampoco es necesario que haga observar al estudiante diligente del Nuevo


Testamento, que hay no sólo pecados de comisión, sino también pecados de
omisión; y que a menudo pecamos por ‘haber hecho las cosas que no debíamos
haber hecho’, como pecamos también por ‘no haber hecho las cosas que
debíamos haber hecho’. Esto bien claramente se prueba por aquellas palabras del
Maestro que encontramos en el evangelio según San Mateo: ‘Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno; porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed
y no me disteis de beber’ (Mateo 25:41-42). Profunda y acertada fue la confesión
de aquel santo hombre, el arzobispo Usher, antes de morir: ‘Señor, perdona todos
mis pecados, y de una manera muy especial, mis pecados de omisión’.

Pero particularmente en los tiempos en que vivimos, creo que es necesario


recordar a mis lectores que una persona puede cometer pecado, y aunque sea tan
ignorante del mismo que se imagine inocente, no por ello deja de ser culpable. No
puedo encontrar la sanción bíblica a la aserción moderna de que ‘el pecado no es
pecado, a menos que seamos conscientes del mismo’. La Palabra de Dios nos
enseña todo lo contrario; en los capítulos 4 y5 del libro del Levítico (por cierto tan
descuidado) y en el 15 de Números, encontramos que de una manera clara se
enseña a Israel que había pecados de ignorancia que dejaban al pueblo en una
condición impura y un necesidad de sacrificios expiatorios. Y según las palabras
tan evidentes del Señor Jesús, al siervo que ‘no entendió e hizo cosas dignas de
azotes’, no se le excusó a causa de su ignorancia, sino que fue ‘azotado’ o
castigado (Lucas 12:48). Haremos bien en recordar que si hacemos de nuestro
conocimiento y conciencia (tan miserablemente imperfectos) la medida de nuestra
pecaminosidad, nos colocaremos en terreno muy peligroso. Un buen estudio del
libro de Levítico nos puede ayudar mucho en este aspecto.

II – Causa y origen del pecado.

Mucho me temo que sobre este particular la manera de pensar de muchos


cristianos es tristemente defectuosa y poco sólida; por eso no dejaré sin tratar este
punto. Acordémonos siempre de que la pecaminosidad del hombre no viene de
fuera, sino que brota del interior de su corazón. No es el resultado de una
formación deficiente en la infancia; no se debe a las malas compañías y a los
malos ejemplos, como muchos cristianos débiles con demasiada indulgencia
conceden. ¡No! Es una enfermedad familiar que todos hemos heredado de
nuestros primeros padres Adán y Eva, con la cual hemos nacido. Nuestros
primeros padres fueron creados ‘a imagen de Dios’ y en estado de justicia e
inocencia, pero cayeron de esta justicia original y se convirtieron en pecadores. Y
desde aquel día, todo hombre y mujer que viene a este mundo nace con la imagen
del Adán caído, y en consecuencia hereda un corazón y una naturaleza inclinada
al mal. ‘El pecado entró en el mundo por un hombre’. ‘Lo que es nacido de la
carne es enemistad contra Dios’. ‘Porque de dentro, del corazón de los hombres
(como si fuera una fuente), salen los malos pensamientos, los adulterios, las
fornicaciones’ y cosas semejantes (Romanos 5:12; Juan 3:6; Efesios 2:3;
Romanos 8:7; Marcos 7:21).
El más hermoso de los bebés que haya nacido este año, y que se ha convertido
en el centro de los afectos y atenciones de la familia, no es, como favoritamente lo
llama su madre, un ‘pequeño ángel’ o un ‘pequeño inocente’, sino un ‘pequeño
pecador’. ¡Ah! Por mucho que sonría y se mueva en la cunita, pensad que en su
corazón lleva las semillas de la iniquidad. Vigiladle estrechamente mientras crece
en estatura y su mente se desarrolla, y pronto descubriréis en él una tendencia
constante hacia aquello que es malo, y un alejamiento de todo aquello que es
bueno. Descubriréis en él los brotes y los orígenes del engaño, de un
temperamento malo, del egoísmo, de la voluntad propia, de la obstinación, de la
avaricia, de la envidia, de los celos y de las pasiones que, de no ser reprimidas y
controladas a tiempo, se desarrollarán con dolorosa rapidez. ¿Quién enseñó al
niño estas cosas? ¿Dónde las aprendió? Sólo la Biblia puede dar respuesta a
estas preguntas. De todas las tonterías que cualquier padre puede decir de sus
hijos, la peor es aquella de que ‘en el fondo mi hijo tiene buen corazón’. ‘No es lo
que debería ser, pero es que ha caído en malas manos. Las escuelas públicas son
lugares malos... Los maestros descuidan a los niños y..... Pero aun con todo, en el
fondo, tiene buen corazón’. Pero en realidad, la verdad es lo diametralmente
opuesto a las afirmaciones del padre: la causa primera de todo pecado está en la
corrupción natural del corazón del muchacho y no en la escuela o las compañías.

III – El alcance del pecado.

No nos equivoquemos en este particular. Veamos cuál es el testimonio de la


Escritura con referencia a los límites del pecado. ‘Todo designio de los
pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal’. ‘Engañoso
es el corazón más que todas las cosas, y perverso’ (Génesis 6:5; Jeremías 17:9).
La enfermedad del pecado corre por todas las partes de nuestra constitución
moral y por todas las facultades de nuestro ser. Los afectos, las facultades
intelectuales y la voluntad, están todas, más o menos, infectadas por la plaga del
pecado. Incluso la conciencia es tan ciega que no constituye un guía seguro del
cual podamos depender, y si no es iluminada por el Espíritu Santo, muy
posiblemente nos llevará por un sendero equivocado. En resumen: ‘Desde la
planta del pie hasta la cabeza, no hay en él cosa ilesa’ (Isaías 1:6). La enfermedad
quizá esté encubierta bajo una delgada capa de cortesía, educación y decoro,
pero se encuentra arraigada en lo profundo de nuestra naturaleza.
Admito plenamente que el hombre, aun después de la caída, posee grandes y
nobles facultades, y que en las ciencias, en las artes y en la literatura da muestras
de una capacidad maravillosa. Pero en lo que a las cosas espirituales concierne
está totalmente ‘muerto’, y carece de u verdadero conocimiento, amor y temor
natural de Dios. Lo mejor del hombre está tan mezclado con la corrupción, que el
contraste aún pone más de relieve la verdad y alcance de la caída. Como
resultado del pecado, en el hombre se dan grandes contrastes: en algunas cosas
puede ascender a grandes alturas y en otras descender a un nivel muy bajo; en la
concepción y realización de cosas materiales puede ser sublime, pero en sus
afectos ruin y despreciable; puede diseñar y construir edificios como los de Karnak
y Luxor en Egipto y el Partenón de Atenas, y sin embargo adorar a grotescas
divinidades, a pájaros, animales, reptiles; es capaz de producir tragedias como las
de Esquilo y Sófocles e historias como las de Tucídides, y sin embargo ser
esclavo de vicios abominables, tales como los que se nos describen en el primer
capítulo de la epístola a los Romanos. Este contraste constituye una gran
dificultad para aquellos que se burlan de la Palabra de Dios y se ríen de nosotros
como pobres ‘biblistas’. Sin embargo, nosotros, con la Biblia en la mano, podemos
explicar el porqué de esta contradicción en el hombre. Reconocemos y podemos
ver en el hombre las huellas y señales de lo que en un principio fue un templo
majestuoso; un templo en el que Dios llegó a morar, pero que ahora, después de
la caída, está completamente en ruinas. Una ventana rota aquí, una puerta y un
pasillo aquí, todavía nos dan idea de la magnífica estructura original; pero con
todo, se trata de un templo que ha perdido su gloria y que ahora permanece en
ruinas. Nada puede explicar la presente condición del hombre a no ser la doctrina
del pecado original y las consecuencias de la caída.

Recordemos, además, que cualquier parte y rincón del mundo nos ofrece
testimonio de que el pecado es una enfermedad universal de la raza humana.
Escudriñad el globo de este a oeste y de polo a polo, investigad cuidadosamente
todas las clases sociales de nuestro país desde las más altas a las más humildes,
y lo que descubriréis será siempre lo mismo. Las islas más remotas del Océano
Pacífico (completamente separadas de Europa, Asia, África, y América, y
habitadas por gente que ignora completamente o que sean los libros, el dinero, la
pólvora, el vapor, y que no ha sido influenciada por los vicios de la civilización
moderna), una vez fueron descubiertas, manifestaron que en ellas también
reinaban las formas más bajas de la lujuria, la crueldad, la superchería y la
superstición. Por ignorantes que hayan sido los moradores de estas islas,
¡siempre han sabido pecar! En todas partes el corazón humano es por naturaleza
‘engañoso más que todas las cosas, y perverso’ (Jeremías 17:9). El poder,
alcance y universalidad del pecado, para mí constituyen la prueba más
convincente de la inspiración del Génesis y la narración mosaica del origen el
hombre. Una vez se acepta el hecho de que el género humano proviene de Adán
y Eva, y de que éstos, tal como dice el Génesis, cayeron en el pecado, entonces
se entiende y tiene explicación el estado y condición presente de la raza humana.
Pero de negarse la narración del Génesis (como hacen tantas personas) se cae
en dificultades insuperables. La prevalencia y universalidad de la depravación
humana viene a ser para los incrédulos una dificultad que no pueden evadir ni
explicar.

Una de las pruebas más evidentes del alcance y poder del pecado la constituye el
hecho de que, aún después de la conversión, y cuando la persona ya ha venido a
ser el objeto de la obra del Espíritu Santo, el pecado todavía persiste y hace mella
en el creyente. Esto se expresa en el Artículo Noveno de nuestra confesión con
aquellas palabras de que ‘la infección de la naturaleza por el pecado, permanece
incluso en los que han sido regenerados’. Las raíces de la corrupción humana
están tan profundamente arraigadas aún después de haber sido el creyente
regenerado, lavado, santificado, justificado y hecho miembro vivo de Cristo que, al
igual que la lepra en el cuerpo, el creyente no podrá verse completamente libre de
estas raíces hasta que el tabernáculo terrestre se haya deshecho.

Cierto es que en el creyente el pecado ‘ya no tiene más dominio’ sino que gracias
al principio liberador de la gracia, es reprimido, controlado, mortificado y
crucificado. La vida del creyente es una vida de victoria y no de derrota. Sin
embargo, las luchas que tienen lugar en su interior, la vigilancia tan estrecha que
debe ejercitar en todo momento sobre su íntima personalidad, la contienda entre la
carne y el espíritu, los ‘gemidos’ interiores que sólo el creyente conoce, todo, todo
esto evidencia la misma gran verdad: el enorme poder y vitalidad del pecado. En
verdad debe ser poderoso cuando, aún después de haber sido crucificado,
¡todavía está vivo! Bienaventurado el creyente que ha entendido esto y se goza en
el Señor Jesús, pero que no tiene confianza en la carne; y mientras dice, ‘Gracias
a Dios que nos da la victoria¡, nunca se olvida de velar y orar para no caer en la
tentación.

IV – La culpabilidad y carácter vil y ofensivo del pecado.


Sobre este punto mis palabras serán pocas y breves. No creo que desde un plano
natural y como criaturas podamos darnos verdadera cuenta de la tremenda
pecaminosidad que a los ojos de Dios, santo y perfecto, tiene el pecado. Por otra
parte, Dios es aquel Ser eterno ‘que nota necedad en sus ángeles’, y en cuyos
ojos ni aun ‘los cielos son limpios’ (Job 4:18; 15:15). Dios lee los pensamientos,
los sentimientos y las acciones, y ‘ama la verdad en lo íntimo’ (Salmo 51:6). Por
otra parte, nosotros no somos más que pobres criaturas ciegas nacidas en
pecado, que hoy estamos aquí y mañana retornamos al polvo; nuestra morada
está entre pecadores y nuestra atmósfera es de maldad, enfermedad e
imperfecciones. De ahí que no seamos capaces de formarnos un concepto
correcto del carácter vil y terrible del pecado; pues no podemos sondear sus
profundidades, ni tenemos vara para medirlo.

El ciego no puede apreciar diferencia alguna entre las obras maestras de Ticiano o
Rafael y la cabeza de la reina de Inglaterra pintada en una pancarta del pueblo. El
sordo no puede distinguir entre el silbido de un pito de niño y el sonido de un
órgano de catedral. La hediondez que nosotros notamos en ciertos animales está
bien lejos de ser percibida por éstos. Y el hombre, el hombre caído, no puede
hacerse una idea justa de lo abominable que es el pecado a los ojos de Dios, de
este Dios tan santo cuya obra es tan perfecta ya sea mirándola a través de un
telescopio, a simple vista o por medio de un microscopio; perfecta en la creación
de un planeta tan enorme como Júpiter y que guarda un tiempo matemático en
sus vueltas alrededor del sol; perfecta en la creación de más pequeño insecto que
se arrastra sobre un pedazo de tierra menor que una huella de pie.

No nos olvidemos nunca de que el pecado ‘es aquella cosa tan abominable que
Dios aborrece’, que Dios es ‘muy limpio de ojos para ver el mal y que no puede ver
el agravio’, que la más insignificante transgresión de la ley de Dios nos ‘hace
culpables de todos los mandamientos’, que ‘el alma que pecare morirá’, que Dios
‘juzgará los secretos del hombre’, que ‘la paga del pecado es muerte’, que hay un
lugar ‘donde el gusano no muere y el fuego nunca se apaga’, que ‘los malos serán
trasladados al infierno’ e ‘irán a la condenación eterna’ y que no entrará en el cielo
‘ninguna cosa sucia’ (Jeremías 44:4; Habacuc 1:13; Santiago 2:10; Ezequiel 18:4;
Romanos 2:16; Romanos 6:23; Marcos 9:44; Salmo 9:17; Mateo 25:46;
Apocalipsis 21:27). Estas palabras son en verdad terribles, y más aún si
pensamos que se hallan escritas en el Libro de un dios de misericordia.
La cruz, pasión y obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, constituyen la
prueba más abrumadora e irrefutable de la universalidad y profundidad del
pecado. ¡Qué terrible y negra debía ser la culpa del pecado, cuando nada, a no
ser la sangre de Cristo, podía hacer satisfacción por ella! Pesada había de ser la
carga del pecado humano cuando hizo que Jesús derramara sudor de sangre en
la agonía de Getsemaní, y clamara en el Gólgota: ‘Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?’ (Mateo 27:46). Lo que más nos pasmará en el despertar del día
de la resurrección, será la clara visión que tendremos del pecado, y de nuestras
faltas y defectos. Hasta entonces no llegaremos a tener una visión completa de la
‘pecaminosidad del pecado’. Bien podía Whitefield decir: ‘La antífona del cielo
será: ¡Lo que Dios ha obrado!’.

V – El carácter engañoso del pecado.

Este punto es de gran importancia, y mucho me tomo que no se le de la que


merece. Podemos ver este carácter engañoso del pecado en la sorprendente
inclinación que muestra el hombre a darle una importancia muy inferior a la que en
realidad tiene delante de Dios, y a la prontitud con que atenúa, excusa y minimiza
la culpabilidad del mismo. ‘Dios es misericordioso’, se nos dice, ‘se trata de un
pequeño pecado’. ‘¡Dios no es tan estricto como para culparnos de lo que
hacemos por equivocación! Nuestras intenciones, a pesar de todo, ¡son buenas!
¡No se puede ser tan escrupuloso! ¿Dónde está el mal? ¡A fin de cuentas
hacemos lo que hace la demás gente!’.

¿A quién no le es familiar esta manera de hablar? Con estas frases el hombre


trata de allanar y suavizar lo que Dios ha designado como perverso y ruinoso para
el alma. Con aquello de que una persona es ‘pronta’, ‘achispada’, ‘alocada’,
‘inconsciente’, ‘irreflexiva’, ‘sin ataduras’, etcétera, la gente se engaña a sí misma
con la creencia de que el pecado no es tan ‘pecante’ como Dios dice, y que no son
tan malos como en realidad son. Esto puede apreciarse incluso en la tendencia de
padres creyentes a permitir que sus hijos hagan ciertas cosas que son muy
cuestionables. ¡Qué poco nos damos cuenta de la astucia del pecado! Somos
demasiado propensos a olvidar que la tentación al pecado raramente se
presentará a nosotros en sus colores verdaderos, y diciéndonos: ‘Yo soy vuestro
enemigo mortal y deseo vuestra ruina eterna en el infierno’ ¡Oh, no! La tentación
se acerca a nosotros como Judas, con un beso; y como Joab, con mano amiga y
palabras aduladoras. El fruto prohibido tenía una apariencia buena y deseable a
los ojos de Eva, pero fue la causa de que nuestros primeros padres fueran
arrojados del Edén. Aquel paseo ocioso por la terraza del palacio parecía muy
inocente a David, y sin embargo terminó en adulterio y homicidio. En sus
principios, el pecado raramente parece pecado. Velemos y oremos, no sea que
caigamos en tentación. Podemos dar nombres suaves a la maldad pero no
podemos alterar con ello su naturaleza y carácter perverso delante de dios.
Acordémonos de las palabras del apóstol Pablo: ‘Exhortaos los unos a los otros
cada día, para que ninguno de vosotros se endurezca con engaño de pecado’
(Hebreos 3:13).

Y antes de proseguir adelante en el estudio del tema, deseo brevemente


mencionaros dos pensamientos que con irresistible fuerza se abren paso en mi
mente, El primero es éste: Lo dicho sobre el pecado es motivo más que sobrado
para una profunda humillación por nuestra parte. Parémonos delante de la imagen
que del pecado nos presenta la Biblia, y démonos cuenta de cuán viles,
depravados y culpables somos delante de Dios. ¡Cuán necesario es que en
nosotros tenga lugar aquel cambio total y completo de corazón que se llama
regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué masa de imperfección y
enfermedad se pega aún a los mejores de nosotros y en lo mejor de nosotros!
¡Cuán solemne es el pensamiento de que ‘sin santidad nadie verá al Señor’
(Hebreos 12:14). Al pensar en nuestros pecados de comisión y de omisión, ¡qué
motivos tenemos para clamar cada noche con el publicano: ‘Señor, sé propicio a
mí, pecador’ (Lucas 18:13). Cuán apropiadas son aquellas palabras del Ritual de
nuestra Iglesia: ‘El recuerdo de nuestras ofensas nos es doloroso; nos resulta una
carga insoportable. Ten misericordia de nosotros, Padre de misericordia; por amor
de tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, perdónanos todo lo pasado’. El hombre más
santo, en su propia estimación es un miserable pecador, y hasta el último
momento de su existencia será un deudor de la misericordia y de la gracia.

Con todo mi corazón me identifico con las palabras de Hooker, que cito a
continuación: ‘Examinemos aún las cosas mejores y más santas de nuestra vida
espiritual; por ejemplo: la oración. Es en la oración cuando nuestros sentimientos
hacia Dios más se conmueven; sin embargo, aun mientras oramos, ¡cuán a
menudo nuestros afectos se distraen! ¡Qué poca reverencia mostramos hacia la
sublime majestad del Dios con quien hablamos! ¡Qué poco remordimiento por
nuestras propias miserias! ¡Qué poco gustamos de la dulce influencia de sus
tiernas misericordias! ¿No es cierto que muchas veces no tenemos deseos de
orar? Parece como si Dios, al decirnos ‘Clama a mí’, nos hubiera impuesto una
labor pesada. Lo que digo quizá pueda parecer un poso extremado, pero permitid
que vuestro corazón haga recto examen de todo esto, y veréis que es así. Sabéis
que Dios dijo a Abraham que si encontraba cincuenta, cuarenta, veinte o aunque
sólo fueran diez personas justas, por amor a las tales no destruiría la ciudad de
Sodoma. Imaginad que ahora Dios viene a nosotros con una propuesta distinta: la
de que escudriñemos a todas las generaciones desde la caída de nuestro padre
Adán hasta nuestro día en busca de alguna persona que pueda haber realizado
una obra que ante los ojos de Dios sea pura y sin sombra alguna de pecado, y que
por amor a esta obra inmaculada Dios estaría dispuesto a librar a los hombres y a
los ángeles caídos de la condenación. ¿Creéis que esta obra, este rescate, podría
hallarse entre todos los hijos de los hombres? ¡No! Aún en lo más perfecto que
pueda haber en nosotros hay mucho que necesita perdón’.

Estoy persuadido de que cuanta más luz se tiene, más se llega a ver la
pecaminosidad del corazón; de ahí que cuanto más cerca esté el creyente del
cielo más debe revestirse de humildad. Si estudiáramos las biografías de los
santos más eminentes, como Bradford, Rutherford y McCheyne, nos daríamos
cuenta de que ellos han sido también los hombres más humildes.

En segundo lugar deseo que mis lectores se den cuenta de cuán agradecidos
deberíamos estar por el glorioso Evangelio de la gracia de Dios. Existe un remedio
para las necesidades del hombre que es tan ancho y profundo, como para cubrir
su enfermedad. No debemos, pues, tener miedo de mirar al pecado y estudiar su
naturaleza, origen, poder, alcance y carácter engañoso si al mismo tiempo
miramos a la medicina todopoderosa que en la persona y obra de Cristo tenemos
a nuestro alcance. Aunque el pecado abundó, la gracia ha sobreabundado. En la
obra que Él hizo muriendo por nuestros pecados y resucitando para nuestra
justificación, en los oficios que Él desempeña como Sacerdote, Sustituto, Médico,
Pastor y Abogado, en la preciosa sangre que derramó y que nos puede limpiar de
todo pecado, en la justicia eterna que Él adquirió, en la intercesión continua que
como representante nuestro ejerce a la diestra de Dios, en su poder para salvar al
peor de los pecadores y su buena disposición para recibir y perdonar al más
inicuo, en la gracia que el Espíritu Santo implanta en los corazones de los
creyentes, renovándolos y santificándolos y haciendo que las cosas viejas pasen y
que todas sean hechas nuevas, en todo ese, ¡y qué resumen más breve hemos
hecho!, en todo eso, digo, se descubre una medicina completa y perfecta para la
horrible enfermedad del pecado. Por terrible y espantosa que resulte la visión
correcta del pecado, no hay motivo para desmayar ni desesperar; ¡Miremos a
Cristo! No es de extrañar que el gran siervo de Dios, Flavel, termina cada capítulo
de su admirable obra ‘La Fuente de la Vida’ con aquellas conmovedoras palabras:
‘Bendito sea Dios por Jesucristo’.

En lo que llevamos dicho, no he hecho más que estudiar la superficie del tema, y
es que la amplitud del mismo escapa a los horizontes de este escrito. Quien desee
profundizar más sobre el mismo, tendrá que acudir a los estudios completos y
exhaustivos de los maestros de la teología experimental, tales como Owen,
Burgess, Manton, Charnock y otros gigantes de la escuela puritana. En temas
como el que nos ocupa ningún escritos puede compararse con los puritanos.
Ahora sólo me resta establecer unas conclusiones prácticas que de la doctrina del
pecado podemos inferir.

a. El concepto bíblico de pecado es uno de los mejores antídotos contra la oscura,


vaga y nebulosa teología de nuestro tiempo. La base doctrinas del cristianismo
mayoritario de nuestro tiempo, si bien no podemos decir que no sea evangélica,
tenemos motivos suficientes para sospechar que no da el peso, no llega a los
1000 gramos el kilo. Es un cristianismo en el que, sin duda alguna, ‘hay algo de
Cristo, algo de gracia, algo sobre la fe, algo sobre el arrepentimiento y algo sobre
la santidad’, pero no es la cosa verdadera tal como se encuentra en la Biblia. Todo
se encuentra fuera de lugar y fuera de proporción. En una mezcla doctrinal
confusa, que ni puede influenciar la conducta diaria, ni brindar consuelo en la vida,
ni dar paz en la hora de la muerte; y los que la profesan se dan cuenta de ello
cuando es demasiado tarde. La mejor manera de subsanar un cristianismo
endeble, es predicar y llevar a primer plano la vieja doctrina bíblica de la
pecaminosidad del pecado. La gente no volverá sus rostros hacia el cielo, hasta
que no llegue a experimentar la realidad del pecado y el peligro del infierno.
Esforcémonos para predicar en todas partes esta olvidada doctrina del pecado. No
olvidemos que ‘la ley es buena, si alguno usa de ella legítimamente’ y que ‘por la
ley viene el conocimiento del pecado’ (1ª Timoteo 1:8; Romanos 3:20; 7:17).
Confrontemos a la gente con la ley. Expongamos los Diez Mandamientos y
golpeemos las conciencias con la amplitud, profundidad y altura de sus
requerimientos. Esto fue lo que hizo el Señor Jesús en el Sermón del Monte; y lo
mejor que nosotros podemos hacer es imitarle. La gente nunca acudirá
verdaderamente a Jesús, permanecerá con Jesús y vivirá con Jesús, a menos que
vea su necesidad y sepa por qué ha de acudir. Las almas que verdaderamente
acuden a Jesús, son aquellas a las que el Espíritu Santo ha dado convicción de
pecado. Sin una convicción genuina de pecado los hombres podrán actual como si
en verdad siguieran a Jesús, pero tarde o temprano volverán al mundo.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra la teología
liberal y modernista tan en boga en nuestros días. La tendencia del pensamiento
moderno es la de rechazar credos, dogmas y cualquier encasillamiento doctrinal.
Se considera como principio sabio y sublime el no condenar ninguna opinión, y
considerar a los inteligentes y sinceros maestros de la época como dignos de ser
oídos y respetados, pese a la heterogeneidad de su pensamiento y a los efectos
destructivos de sus sistemas. En pocas palabras: según el sentir de hoy en día
todo el mundo tiene razón y nadie está equivocado. ¡Todo es verdad y nada es
mentira! ¡Todo el mundo se salvará, y nadie se perderá! La obra de la Redención y
de la Sustitución, la personalidad del diablo, el elemento sobrenatural y milagroso
de la Escritura, la realidad y eternidad del castigo futuro, todas estas grandes y
enormes piedras fundamentales son serenamente arrojadas por la borda, como si
fueran maderas, para aligerar el barco del cristianismo y poder así navegar a
compás con el barco de la ciencia. Y si alguien se atreve a alzar su voz en contra
de estas innovaciones, enseguida se le tildará de ignorante, atrasado, y de fósil
teológico. Si citamos la Biblia se nos dirá que ‘toda la verdad no se contiene en las
páginas de este viejo libro judío, y que la investigación actual ha encontrado y
descubierto muchas cosas desde que el Libro se terminó’. Para contrarrestar esta
plaga moderna no hay mejor método que el de predicar claramente la naturaleza,
realidad, engaño, poder y culpa del pecado. Debemos atacar las conciencias de
estos hombres de ‘ideas tan amplias’, con nociones claras sobre el pecado.
Debemos pedirles que con la mano sobre el corazón, nos digan si sus opiniones
favoritas les son de consuelo en los días de enfermedad, en la hora de la muerte,
o junto al lecho de muerte de sus padres, o junto a la sepultura de la esposa
amada o el hijo querido. Debemos preguntarles si una vaga ‘buena fe’, sin
contenido doctrinal definido, puede darles paz en tales circunstancias. Debemos
preguntarles si de vez en cuando no sienten como un corroer interior, y si en
verdad toda esta investigación, filosofía y ciencia del mundo, les llega a satisfacer.
Y hemos de explicarles que este algo que corroe, es un sentimiento de pecado y
culpabilidad que ellos tratan de acallar e ignorar. Sobre todas las cosas debemos
decirles que sólo una sincera sumisión a las viejas doctrinas de la caída y ruina del
hombre y de la rendición a Cristo, pueden proporcionar verdadero descanso.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra un


cristianismo ritualista. Puedo comprender bien que para un alma que no ha sido
iluminada por el Espíritu, una liturgia florida y un ritualismo elaborado tengan un
gran atractivo. Pero me resisto a creer que una vez la conciencia ha sido
despertada y vivificada, un culto ritualista pueda satisfacerle plenamente. Mientras
no tenga hambre, con fastuosos juguetes y sonajeros podremos acallar al bebé,
pero tan pronto como sienta los imperiosos deseos que reclaman satisfacción,
nada lo calmará a no ser la comida. Y así sucede con el hombre en lo que
concierne a su alma. La música, las flores, los cirios, el incienso, etc. Podrán
complacer el alma bajo ciertas condiciones, pero una vez esta alma ‘se levanta de
los muertos’ ya no se contentará con estas cosas; las considerará como bagatelas
y pérdida de tiempo. Cuando un pecador ve su pecado lo único que desea ver es
al Salvador. Experimenta sobre sí los efectos de una enfermedad terrible, y sólo el
gran Médico puede curar sus dolencias. Tiene hambre y sed, y desea el agua de
vida y el pan de vida. No tendríamos tanto romanismo en nuestro país si en los
últimos veinticinco años la doctrina de la pecaminosidad del pecado hubiera sido
predicada.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra las teorías
forzadas que sobre la perfección y santificación cristiana prevalecen en nuestro
tiempo. No me extenderé mucho sobre este punto, y confío que lo poco que diga
no ofenda a nadie. Estoy de acuerdo con aquellos que buscan la perfección en el
uso diligente y constante de los medios de gracia y en el progresivo desarrollo de
las gracias del carácter cristiano. Pero si se nos dice que en este mundo el
creyente puede conseguir un estado libre del pecado, y que puede vivir años y
años en una ininterrumpida comunión con Dios y por largos meses puede no tener
no un solo pensamiento malo, con toda honestidad debe decir que tal creencia me
parece totalmente desprovista de base bíblica. Y aún diré más: tal creencia es
muy peligrosa para el que la tiene, y redundará en perjuicio propio y de aquellos
qe sinceramente buscan su salvación.

No encuentro en la Biblia esta noción de que mientras estamos en la carne


podamos alcanzar tal perfección. Creo que las palabras del Artículo Quince de
nuestra confesión son estrictamente verdaderas: ‘Sólo Cristo fue sin pecado y
todos nosotros, aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, ofendemos en
muchas cosas; y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos y la verdad no está en nosotros’. Aún en nuestra mejores obras hay
imperfección; no amamos a Dios como deberíamos, es decir, con todo nuestro
corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas; no tememos a Dios
como deberíamos; nuestras oraciones están manchadas de imperfección. Damos,
perdonamos, creemos, vivimos y esperamos, pero de una manera imperfecta;
luchamos contra el diablo, el mundo y la carne de una manera imperfecta. No nos
avergoncemos, pues, de confesar nuestro estado de imperfección. Repito de
nuevo lo que ya he dicho: el mejor antídoto en contra de esta ilusión vana de
perfeccionamiento que nubla algunas mentes, es el que se deriva de una noción
clara y profunda de la naturaleza, pecaminosidad y engaño del pecado.

En último lugar, el concepto bíblico del pecado viene a ser un antídoto admirable
contra el concepto tan pobre que hoy en día se tiene de la santidad personal. Ya
sé que este tema es muy delicado y doloroso, pero no por ello lo pasaré por alto.
Ya desde hace tiempo, mi triste convicción es de que la regla de vida diaria ha ido
descendiendo y va empobreciéndose cada vez más entre los que profesan ser
creyentes. Mucho me temo que aquella caridad a la semejanza de Cristo, aquella
amabilidad y buen temperamento, aquel desinterés y mansedumbre, aquel celo y
deseo de hacer el bien, aquella consagración y separación del mundo, que eran
tan apreciadas por nuestros antepasados, en nuestro tiempo, no tienen la estima
que deberían tener.

No pretendo desarrollar exhaustivamente las causas que han ocasionado este


estado de cosas, sino que haré algunas conjeturas para la consideración del
lector. Quizá se deba a que cierta profesión de fe religiosa se ha puesto tan de
moda y fácil, que las corrientes que eran estrechas y profundas ahora se han
ensanchado y perdido profundidad; lo que se ha ganado en apariencia externa, se
ha perdido en calidad. Quizá se deba a la prosperidad material registrada en los
últimos veinte años y que ha introducido en el cristianismo una plaga mundana de
indulgencia propia y ‘amor a la buena vida’. Lo que antes eran lujos, ahora son
necesidades; la abnegación y el espíritu de sacrificio ahora casi se desconocen.
Quizá la gran controversia religiosa de nuestro tiempo haya secado la vida
espiritual de muchos. A menudo nos hemos contentado con mostrar celo por la
pureza doctrinal del Evangelio y hemos descuidado las sobrias realidades de una
vida de piedad. Sean cuales sean las causas, los resultados permanecen: el nivel
de santidad personal del creyente ha bajado, y ¡el Espíritu Santo está siendo
contristado! Todo esto requiere, por nuestra parte, una sincera y profunda
humillación y un examen de corazón.

El remedio para todo este estado de cosas hay que buscarlo en una comprensión
clara y bíblica de la pecaminosidad del pecado. No es necesario ir a Egipto o
adoptar prácticas semi-romanas para reavivar nuestra vida espiritual. No hay
necesidad de que instauremos de nuevo el confesionario o volvamos al
monasticismo y al ascetismo. ¡Nada de eso! Debemos, simplemente, arrepentirnos
y hacer nuestras primeras obras; debemos acudir de nuevo a las ‘sendas
antiguas’. Debemos arrodillarnos humildemente en la presencia de dios, y mirar de
frente a lo que el Señor Jesús llama pecado y a lo que el Señor Jesús llama ‘hacer
su voluntad’. Démonos entonces cuenta de que es terriblemente posible vivir una
vida despreocupada, fácil y medio mundana, y mantener, al mismo tiempo,
principios evangélicos y considerarnos evangélicos. Una vez nos hayamos
percatado de que el pecado es abominable, que mora en nosotros de una manera
muy intensa y que se adhiere a nosotros más de lo que llegamos a suponer,
seremos llevados a confiar, creer y permanecer más cerca de Cristo. Una vez
cerca de Cristo, beberemos más profundamente de Su plenitud, y aprenderemos
de una manera más real a ‘vivir la vida de fe’ tal como hizo San Pablo. Una vez
hayamos sido enseñados a vivir la vida de la fe en Cristo, morando en Él,
llevaremos más fruto y estaremos más fortalecidos para el desempeño de
nuestras obligaciones, seremos más pacientes en la tribulación, ejerceremos más
vigilancia sobre nuestros pobres y débiles corazones y nos transformaremos más
a la semejanza de nuestro Maestro. En la misma proporción en que apreciemos lo
que Cristo ha hecho por nosotros, nos esforzaremos en vivir y trabajar para Él.
Siendo mucho lo que sintamos haber sido perdonados, mucho le amaremos. En
resumen y como dice el apóstol: ‘mirando a cara descubierta como en u espejo la
gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza,
como por el Espíritu del Señor’ (2ª Corintios 3:18).

A simple vista parece experimentarse en nuestro tiempo un creciente deseo de


santidad. Las conferencias para promover una vida de santidad son muy comunes
y frecuentes. El tema de la ‘vida espiritual’ es el de muchos congresos y el de
muchas reuniones y ha despertado interés general en nuestra nación. De ello
deberíamos alegrarnos. Todo movimiento que, basado en sanos principios, tenga
como meta profundizar las raíces de nuestra vida espiritual y aumentar la santidad
personal, vendrá a ser una verdadera bendición para nuestras iglesias, hará
mucho para reunir a los cristianos y salvar las tristes divisiones entre los
creyentes. Puede traernos un derramamiento fresco de la gracia del Espíritu y
venir a ser vida para los muertos. Pero tal como dije al principiar este escrito, si
queremos edificar alto, primero debemos cavar hondo; y estoy convencido de que
el primer paso para conseguir una santidad de vida más elevada consiste en darse
cuenta de la terrible pecaminosidad del pecado.
Autor: J. C. Ryle (1816 – 1900) Obra: Perlas Cristianas Editada por: The Banner of
Truth

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