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NOVEDADES Los actores que hacen la ciudad: nuevas tendencias.
EVENTOS Alain Bourdin, profesor y director del Instituto francés de urbanismo
PRENSA
LINKS Conferencia en la Cámara Argentina de Comercio, 21 de diciembre de 2011
CONTACTO Auspiciada por el Instituto para la Ciudad en Movimiento y la Cooperación Regional de la Embajada
de Francia en Santiago de Chile
BUSCADOR Presentación y traducción: Andrés Borthagaray, director para América Latina, IVM
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En el período reciente, hemos olvidado con frecuencia que el urbanismo es, como lo decía
François Ascher, una función social que supera ampliamente el oficio de urbanista. Nos
contentamos con definir la ciudad por construcciones (inmuebles e infraestructuras) cuya
existencia y forma son determinantes para las opciones económicas de los inversores y
promotores, los planos de los urbanistas y los diseños de los arquitectos, las decisiones políticas y,
raramente, las reivindicaciones de los habitantes. Esto no es falso, pero no deja ver más que una
pequeña parte de la realidad, de otro modo compleja. Varios otros elementos materiales e
inmateriales “hacen a la ciudad” y varios otros actores hacen a su producción.
Ahora bien, el paisaje de los actores que producen la ciudad está hoy en plena transformación a
escala mundial. Para entender bien esta evolución, en primer lugar hay que detenerse un instante
sobre lo que significa “hacer la ciudad”. Desde siempre, el uso que hacemos de una ciudad no se
reduce a su dimensión material. Una ciudad es ante todo un orden (¿o un desorden?) social, una
red de intercambios de todo tipo, ritmos, ambientes, un simbolismo, una experiencia. Producir la
ciudad es a la vez hacer todo eso posible (creando las condiciones materiales) y expresarlo. A lo
largo de los últimos siglos eso se ha hecho a través de los grandes proyectos habitacionales y de
infraestructuras, en consecuencia a través de la transformación material de la ciudad. Esto nos ha
hecho olvidar el resto que se hace sin embargo esencial: unos arquitectos alemanes han
demostrado hace una decena de años que, en su país, el costo global de un edificio sobre la
duración de su amortización (un edificio de oficinas por ejemplo) se repartía de un modo muy
desparejo entre la adquisición inmobiliaria y la construcción muy minoritarias por un lado, y, por
otra parte, la preparación (negociaciones, montaje financiero, etc.), la concepción y la gestión
que representan lo esencial del costo.
No se trata más que de un ejemplo entre otros posibles, pero que muestra cuán importante
deviene desplazar la mirada desde lo que, en la producción de la ciudad, no depende de la
dimensión material, hacia lo “soft”. Hacer la ciudad es, entonces, producir objetos urbanos
(infraestructuras, monumentos, equipamientos, viviendas, eventos, etc.) pero es también:
- Captar la riqueza para hacer beneficiar a la ciudad a través de objetos urbanos o de otras
maneras. Un puerto capta riqueza si permite el desarrollo de actividades científicas sofisticadas,
lo que las autoridades urbanas pueden favorecer de diversas maneras que no se limitan a la
creación, por otro lado indispensable, de grandes plataformas logísticas. Un salón internacional
exitoso (como el mundial del automóvil en París) es otra forma de captar riqueza, que depende de
un juego de actores, de la organización de una capacidad de recepción, de la construcción de una
reputación, mucho más que de elementos materiales.
- Producir y gestionar servicios urbanos públicos o privados. Los elementos materiales ahí tienen
un lugar evidente cuando se trata de transportes, de distribución de agua, de saneamiento o
inclusive de telecomunicaciones o Internet. Pero, en todos esos casos, la infraestructura no es más
que la condición necesaria a la existencia del servicio cuyas características son el hecho urbano
esencial: una metrópoli puede disponer de centenas de kilómetros de vías ferroviarias, pero eso no
significa lo mismo si está organiza un servicio de transporte público intenso o que no haga gran
cosa.
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- Estimular o hacer posible la convivialidad; organizar la vida cotidiana. Este aspecto toma tanta
más importancia cuanto más se diversifican los grupos sociales y se desarrollan modos de vida
diferentes que, en lo que llamamos clases medias en particular, el individuo se convierte en
productor de su propio comportamiento tomando grandes libertades en los modelos que le son
transmitidos por la educación. Las metrópolis funcionan más como juegos de oferta y demanda (no
necesariamente mercantil) que como un orden social. Todo eso puede producir aislamiento,
desesperanza, la “fatiga de ser uno mismo” y más banalmente un gran desorden, como los grandes
embotellamientos de los que no logramos salir jamás. Por eso hacemos la ciudad creando vínculos
sociales u organizando la vida cotidiana.
- Permitir que la hipermovilidad que caracteriza a las metrópolis y lleva su dinamismo pueda
desarrollarse en buenas condiciones.
- Coordinar las acciones que producen todo eso. Entendemos así que la producción de la ciudad
se hace por las políticas públicas, los proyectos, los dispositivos que organizan la acción, las
iniciativas espontáneas: aquellas de los grandes inversores, de los individuos, y de los movimientos
sociales. Los gobiernos urbanos tienen un lugar decisivo en la coordinación de este conjunto (en lo
que corresponde a la noción de gobernabilidad). No son creadores de ciudad por las grandes
operaciones de urbanismo y reguladores del funcionamiento urbano el resto del tiempo, ellos
organizan –bien o mal- por su acción la producción permanente de la ciudad.
Entre los actores que hacen la ciudad encontramos tradicionalmente los poderes locales y las
administraciones locales, las empresas de construcción y de servicios, los profesionales
especializados (arquitectos, ingenieros, urbanistas, etc.) los movimientos organizados de
ciudadanos.
Pero entre esos actores tradicionales algunos han tomado una nueva importancia o se han
transformado, mientras que aparecen otros actores nuevos. Algunos han emergido a lo largo de los
últimos cincuenta años. Han conocido muchas mutaciones y desarrollado considerablemente su
emprise como las multinacionales de la construcción, del medio ambiente y de los servicios. Las
preocupaciones ambientales que se afirman después de la cumbre de Kyoto, con los trabajos del
GIEC (Panel intergubernamental sobre cambio climático), etc. Sumadas al crecimiento fulgurante
de grandes países como China o la India ofrecen mercados inmensos a esas empresas que venden
la ciudad –durable-llave en mano. Otras existían, pero no estaban verdaderamente constituidas
como los actores de la ciudad en que se han transformado: las autoridades portuarias o
aeroportuarias y las compañías ferroviarias se ocupan del desarrollo urbano, las universidades
están cada vez más implicadas en dispositivos tales como los clusters y aun en los proyectos
inmobiliarios, etc.
Las grandes agencias internacionales de arquitectura, diseño o planeamiento urbano, con los
profesionales de la gestión de proyectos juegan un rol muy diferente del que fue el de los
arquitecto o urbanistas que venían (frecuentemente después de largos períodos de residencia) a
aplicar los modelos de los países de referencia (eventualmente colonizadores) en las grandes
ciudades extranjeras (en particular de América Latina). A partir de ahora su oferta se extiende al
mismo tiempo a todo el mundo, pasa por los concursos de arquitectura, se apoya sobre estructuras
técnicas (oficinas de estudio, empresas) muy potentes. Propone no la reproducción del modelo de
un país o de una ciudad, sino un modelo mundial, donde las revistas internacionales y las grandes
exposiciones constituyen la única patria.
Los movimientos de ciudadanos se han diversificado y son menos masivos. Los urbanistas no les
rinden justicia cuando los etiquetan con el acrónimo NYMBY (not in backyard) que supone egoísmo
y estrechez de miras, pero eso no impide que su dispersión haga más difícil la construcción de un
discurso alternativo coherente sobre la producción urbana, tanto en su dimensión soft como en
hard y, en el mejor de los casos, no supera las contrapropuestas sobre un proyecto preciso.
El éxito de la producción de la ciudad se apoya en la cooperación entre esos actores. La
cooperación no excluye, por otra parte, ni las relaciones de fuerza ni los conflictos y supone
simplemente que podamos elaborar compromisos y contratos, compartir objetivos, aun parciales,
aun puntuales, y en consecuencia primero comprenderse.
Ahora bien, ahí radica el problema, dado que esos actores no tienen lenguaje común, sus
percepciones de la ciudad son muy diferentes y sus saberes incompletos y muy especializado. Para
trabajar en conjunto deben disponer de un lenguaje y saberes comunes que deben ser construidos.
Fabricar percepciones y conocimientos compartidos está en la base de una buena gestión urbana.
Actualmente el principal saber federador es el de la gestión, tal como es practicado por las
agencias de calificación o mejor aun por los defensores del new public management que aplican a
la gestión pública los cuadros de razonamiento y los métodos de la gestión de empresas. Esto
conduce por ejemplo a acordar una importancia desmesurada a las evaluaciones cuantitativas (no
que no está mal en sí mismo), concentrándolas sobre criterios que requieren de fuertes
discusiones. El lenguaje del proyecto urbano (tal como lo llevan los medios internacionales de la
arquitectura y del urbanismo) da la ilusión de ser muy compartido, mientras que resulta extraño a
la mayor parte de los actores de la producción urbana.
Abrir el lenguaje gerencial actualmente dominante, encontrar los instrumentos para hacer circular
verdaderamente otras percepciones, otros niveles de preocupaciones, sin dejarse descalificar
constituye un desafío mayor para la producción de la ciudad. Los productores del conocimiento y
del discurso, y muy particularmente los universitarios, tienen aquí un rol histórico a jugar.
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a) Un modelo clásico que se basa en una sociedad local y en el cual los actores locales tienen un
lugar central. Ellos tienen una percepción compartida de la ciudad (aun si tienen en esta
percepción posiciones antagónicas). Ellos la imponen a los actores exteriores, aquellos que se
instalan, aquellos que pasan, aquellos con quienes ellos intercambian. La conducción de la acción
pasa por el centro del mundo político (poder local o nacional) que representa los principales
intereses en juego.
En consecuencia, ¿cómo hacer para que se encuentre lo que no se encuentra? Más modestamente,
una vez admitido que la producción de la ciudad es indisociable de su gestión y que implica un
muy gran número de actores, ¿en qué direcciones orientar la organización de la gestión urbana?
- ¿Hace falta un poder de aglomeración controlando un territorio tan vasto como sea posible? La
opinión largamente compartida por los especialistas es que sí. Debemos adherir con la siguiente
reserva: si el poder de aglomeración se convierte en una maquinaria burocrática muy sectorizada
y que se ocupa de todo, hace por lo menos tanto mal como bien. Si sus competencias jurídicas son
muy débiles, no sirve para nada. Su capacidad reguladora supone que sea a la vez fuerte y
flexible, competente y subsidiario, en una palabra que prevalezcan las formas de organización
tratando correctamente el rol de los escalones inferiores y evitando los recortes sectoriales
rígidos.
- En esta perspectiva, la gestión de proximidad tiene un lugar importante. Pero los límites
territoriales tradicionales (las comunas) no son siempre de una gran utilidad. No permiten escapar
a los peligros de la “democracia del sueño” – cuando las comunas donde votamos son aquellas
donde dormimos pero no donde trabajamos o donde nos abastecemos, donde nos distraemos, etc.
Va de suyo que estos esquicios de proposiciones (más o menos puestos en marcha en ciertas
metrópolis) constituyen nuevos desafíos para el control democrático.
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