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Antonio Fernández Benayas

Civilización, Religión y
Democracia en España
CIVILIZACION, RELIGION
Y
DEMOCRACIA EN ESPAÑA

Antonio Fernández Benayas

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“Para no abusar del poder se hace
necesario disponer las cosas de forma
que el poder modere al poder”
Montesquieu - El espíritu de las leyes.
"Se precisa una ciencia política nueva
para un mundo totalmente nuevo."
Tocqueville - La Democracia en América
“Los débiles representan un peligro tan
grande para los fuertes como las arenas
movedizas para un elefante”
Mario Zagari – El Desafío Europeo

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INDICE
Introducción, 5
Primera parte: LARGA MARCHA HACIA LA LIBERTAD POLITICA
1.- Luz, más luz, 9
2.- El fenómeno humano, 14
3.- Pensar ¿para qué?, 16
4.- Libertad y responsabilidad personal, 21
5.- La Ley Natural y Sociabilidad, 23
6.- Los hebreos y la “Ley de Moisés”, 29
7.- ¿La gran esperanza del “Pueblo Elegido”?, 37
8.- Magistral lección de amor en libertad, 44
9.- La herencia de Grecia, Roma e Israel, 57
10.-La impronta del Cristianismo en el Poder Civil, 65
11.- La Hispania romana y cristiana, 74
12.- El poderío godo y la “voz del Pueblo” en la España Medieval, 81
13.- Ocho siglos de guerra y paz entre cristianos y musulmanes, 90
14.- El derecho de propiedad, los cristianos y el progresismo burgués, 105
15.- ¿Es el hombre la medida de todas las cosas?, 114
16.- La trampa del “eius regio cuius religio”, 120
17.- La españolización de Medio Mundo, 129
18.- Los desvaríos de la razón insuficiente, 138
19.- De la Ilustración a la Crítica de la Razón Pura pasando por la
Revolución, 155
20.- Materialismo académico e idealismo hegeliano, 167
21.- La dictadura de los mercados, 173
22.- De los socialismos utópicos al llamado socialismo científico, 180
23.- Moral estática y moral dinámica, 196
24.- La clásica, la “liberal”, la “popular” y otras “democracias”, 216
25.- Aportaciones a la Democracia de Aristóteles, Montesquieu y
Tocqueville, 230
26.- El compromiso democrático de los cristianos, 243
Segunda Parte: CAMINO DE ESPAÑA HACIA SU PROPIA DEMOCRACIA
1.- Desde la Guerra de la Independencia a la Restauración, 253
2.- Irreconciliables particularismos y sentido común, 261
3.- Lo español ante el fundamentalismo materialista, 275
4.- ¿Porvenir religioso y democrático de España?, 280
3
5.- ¿Es la República más democrática que la Monarquía Constitucional?,
290
6.- Aprendices de caudillo en democracia, 298
7.- Luces, sombras y fantasmas del franquismo residual, 303
8.- La Constitución Española de 1978, 308
9.- Viejos y nuevos valores, 316
10.- Necesaria revisión de una gigantesca y anquilosada burocracia, 321
11.- Entre la demagogia y la política de evasión, 325
12.- Desde los gregarios particularismos al paganismo nacionalista, 329
13.- Criminales proxenetas de la libertad, 337
14.- La Oclocracia, grave consecuencia de una torpe gestión política, 340
15.- Oportuno apunte de memoria histórica, 348
16.- Entre la sociedad opulenta y el tercer mundo, 359
17.- Legítima persecución de la felicidad, 367
18.- Hacia la Igualdad desde la Libertad, 374
19.- Reafirmación de la Economía social de Mercado, 378
20.- ¿Cauce cristiano para la propiedad de los modos y medios de
Producción?, 388
21.- El humanismo integral en la política del siglo XXI, 396
22.- Necesidad de un viable y sugestivo proyecto de acción en común, 403
Conclusión: Difícil, pero no imposible recuperación, 417
Bibliografía, 425

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INTRODUCCIÓN
Bien creemos que es la Democracia la menos mala de las vivencias
políticas al uso de los ciudadanos del mundo industrial; claro que,
para su difusión, eficacia y permanencia, la tal vivencia política
necesita bastante más que una Constitución con todas sus
derivaciones burocrático-legales: precisa del alimento producido por
un complejo equilibrio de tradición, valores morales, propicios modos
y medios de producción, mínima estabilidad económica y, sobre todo,
buenas dosis de lo que podemos llamar “resignación democrática”,
una especie de brida que mantenga al pie del cañón a cuantos
distraen muchas de sus buenas ilusiones y capacidades persiguiendo
utopías.
Si, preocupados por la “cosa democrática”, buceamos en la
Antigüedad Clásica, estamos obligados a fijarnos en lo ocurrido por
tierras de Grecia allá por el siglo V antes de Cristo. En razón lo que
nos muestra la Historia, diríase que, entre todos los sistemas políticos
de entonces, fue la Democracia la que abrió horizontes de más
equilibrado progreso, al menos, en los órdenes comercial y artístico-
cultural.
¿Resultó así porque algunos poderosos de entonces hicieron de ella
un arma de dominio o cohesión hasta el punto de llegar a
establecerse una especie de “imperialismo democrático” liderado por
Atenas e impuesto a múltiples y variopintas colonias, explotadas,
mantenidas y defendidas a la mayor gloria de la Metrópoli? ¿era aquel
modo de hacer “democrático” una manera de defenderse de
exteriores fundamentalismos oligárquicos como el de la vecina y no
menos poderosa Esparta? ¿es mejorable aquella expresión de “poder
popular” como medio de progreso en todos los órdenes, incluido el de
buen entendimiento entre personas, grupos sociales y pueblos?
No es nuestra intención perdernos en nostálgicas divagaciones
sobre cuestiones con más o menos fundamento histórico y sí tomar el
hilo de la Historia como vía de búsqueda y razonamiento sobre las
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cuestiones que más directamente nos atañen a los que poblamos la
Aldea Global en el siglo XXI para, luego y siguiendo el más razonable
de los supuestos en la reflexión política, declararnos demócratas y
plantearnos ¿qué “cosa” es la Democracia? Y, en el supuesto de que
sea el mejor de los sistemas de gobierno entre los probados por los
seres humanos ¿cómo se consolida una Democracia? ¿es nuestra
“Democracia” la menos mala de los posibles?
El historiador ateniense Tucídedes (460 a. C. - 396 a. C.) puso en
boca de su compatriota, el celebérrimo “caudillo democrático” Pericles
(495 a. C.- 429 a. C.), la siguiente descripción de la Democracia:
Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes
de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre,
como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es
Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la
igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los
honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una
categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la
pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir
servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su
condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y
respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día,
ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos
nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y
al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los
asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en
cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas
sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a
cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida..
(Tucídides – Historia de la Guerra del Peleponeso, Discurso fúnebre de
Pericles, p. 37)
Si fue tal cual Pericles la define, una democracia nace de la voluntad
popular y se alimenta del servicio indiscriminado a los ciudadanos, no
podemos tomar a la ateniense por una democracia muy consolidada
en cuanto que, no muchos años más tarde, la clase política ateniense,
sin rebozo alguno, estrangulaba la libertad de expresión de los
discrepantes en actos como la condena a muerte del mismísimo
Sócrates (470 – 399 a. C), cuyo oficio fue el de ayudar a pensar en
libertad, y el mismo Pericles, a quien nos hemos permitido calificar de
“caudillo democrático”, pecó no pocas veces de intolerante
autoritarismo y, también, de “centripetismo” (que hubiera podido

6
decir nuestro Ortega y Gasset) si veía en peligro los intereses propios
o de su clan que, como buen político profesional, se cuidó siempre de
identificar con los del “Estado”, sin perder (eso nunca) el hilo del
discurso democrático. Por demás, la tal Democracia seguía los
vaivenes del flujo y reflujo de tal o cual clase dominante, la cual, tal
vez con mayor descaro a como ocurre en la actualidad, colocaba los
“derechos” de los suyos por encima de los debidos al resto de los
ciudadanos; por no hablar de lo que ocurría con los que “no tenían
otra cosa que perder que sus cadenas” y la propia vida, tratados al
nivel de las bestias de carga.
Claro que aquellas eran circunstancias muy distintas a las de ahora:
se vivía en lo que no dudamos en calificar el primitivo ciclo de la
humanidad, aquel en el que todos los resortes del poder (incluido el
de la cultura) estaban al servicio del más fuerte con olímpico
desprecio a los derechos elementales del ser humano o grupo social
situado en el nivel más bajo de la escala social ¿quién podía entonces
imaginarse eso de “los últimos serán los primeros”?
Aun así, desde el punto de vista humano es de rigor reconocer que
el “imperialismo democrático” de Atenas marcó una gigantesca
diferencia con el “imperialismo oligárquico” de su vecina Esparta, que
se mantenía a base de militarizar las conciencias y formas de vida de
sus ciudadanos: mientras que en Atenas y sus colonias o “estados
asociados”, se cultivaba un claro amor a la vida expresado en un
orden social con cierto respeto a la discrepancia y se promovía el
desarrollo de las bellas artes, el ansia de saber y el goce placentero
de la paz, en Esparta de sacralizaba el hecho de morir en combate
fuera por la causa que fuera, lo que condicionaba hasta extremos
hoy inconcebibles todas las etapas de la vida de las personas, incluso
desde el mismo momento de nacer.
No debe sorprendernos que esa espartana fiebre guerrera
despertara réplicas del mismo género por encima de la bonhomía de
personajes como Arístides, llamado el justo, cuyos sueños de paz
fueron reducidos a la nada por la necesidad de supervivencia de la
que hicieron bandera otros “demócratas atenienses” como el célebre
“estratego” Alcibíades (450-404 a. C), cuyo es el discurso que nos
transcribe el ya citado historiador Tucídedes:
"A nuestros aliados de allí juramos defenderlos y no para que deban
acudir aquí a defendernos, sino para que ocasionen dificultades a

7
nuestros enemigos de allí e impidan que vengan a atacarnos. Así es como
hemos construido nuestro imperio(...) asistiendo a los que reclamaban
nuestra presencia. Porque no sólo hay que defenderse cuando se es
atacado, sino que hay que anticiparse para impedir. Y no es posible
determinar con precisión la extensión que queremos darle a nuestro
imperio, sino que, en vista de lo que hemos conseguido, es necesario
conspirar para prolongarla, porque, si dejáramos de gobernar a otros,
estaríamos en peligro de ser gobernados. No podéis mirar la inactividad
desde el mismo punto de vista que los demás, a menos que os preparéis
para cambiar vuestro modo de vida y que sea como el suyo."
Salvando las circunstancias de tiempo y lugar ¿No parece eso un
anticipado reflejo del actual “imperialismo demócratico” (“café para
todos”) del que se hace gala en USA?
En ese orden de cosas y puestos a buscar paralelismos en lo de
entonces y nuestras circunstancias de tiempo y lugar, no resulta difícil
encontrar similitudes entre un artífice de prosperidades democráticas
cual acreditó ser Pericles y alguno de los protagonistas de la
Transición Política Española del mismo modo que podemos
encontrarlas de sentido contrario sacando a colación la degradación
democrática que sufrió la propia obra de Pericles por la torticera
acción de unos pocos políticos de oficio, cuya inepcia se tradujo en
galopante decadencia con la consecuente subordinación al Exterior
(triunfo de Esparta en Egospótamos -405 a. C) y subsiguiente toma
del poder por los llamados “Treinta Tiranos”.
Si asumimos el compromiso de hacer lo que esté en nuestras manos
para resolver los problemas que a todos nos afectan, empezaremos
por reconocer que, en nuestra época y lugar, ese fenómeno de
degradación democrática es doblemente “escandalizante” en cuanto
que, desde hace ya más de dos mil años, contamos con valores de
referencia que, hasta el año 0 de nuestra Era, solamente captaba y,
consecuentemente, cultivaba algún que otro héroe de la acción social
positiva y, a nivel de grupo, parte de un reducido pueblo ubicado en
lo que hoy llamamos Oriente Medio.

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Primera Parte
LARGA MARCHA HACIA
LAS LIBERTADES POLÍTICAS

1
LUZ, MÁS LUZ
¡Dios nos libre de intentar explicar la raíz y carácter de cosas y
fenómenos sin más luces que la que nos prestan nuestros sentidos,
asistidos (eso sí que sí) por nuestra personal capacidad de deducción.
El afán de ver no justifica la directa y prolongada mirada al sol sin la
adecuada y prudente protección. Las cosas pueden ser tal cual nos
parecen, pero ¿quién nos puede demostrar que en su trasfondo no
haya algo que se difumina en el Misterio?
Son muchos los que, para rehuir la humilde aceptación del posible
Misterio, esgrimirán el eco social de los dichos de tal o cual vivo o
muerto relevante personaje. Al respecto, adelantamos nuestra
absoluta falta de respeto hacia la autoridad de los nombres, por muy
cacareados que ellos sean en academias, medios de difusión o halo
histórico, al tiempo que procuraremos no desdeñar aquellas de sus
aportaciones que, según nuestro “leal saber y entender”, sigan la
línea del sentido común tan bien expresado por tantas y tantas
personas de buena voluntad, que nunca desfallecen en su ansia de
saber desde la humilde aceptación de sus limitaciones. Estos buenos
maestros nos vienen desde todos los niveles de “cultura” y, por
supuesto, desde todas los ámbitos territoriales y sociales, sin que ello
quiera decir que, previamente, hayan sido reconocidos como
9
respetables pensadores tanto por las academias como por los más
celebrados medios de “difusión cultural”.
La pedantesca pretensión de explicar el origen y expresión de
todas las cosas y fenómenos, en la que incurrieron los Hegel, Marx,
Nietzsche, Spengler, Sartre, etc., etc., y que, ya en nuestro tiempo,
siguen defendiendo no pocos de los que se dicen “progresistas” lleva
al vacío existencial que cualquiera de nosotros puede apreciar dentro
de sí mismo, si, prendido por una racha de inoportuna simplicidad, a
unos y a otros otorga ciega confianza. Respecto al conocimiento de la
verdad asequible a la humana inteligencia la nuestra es una
pretensión considerablemente más modesta: luego de plantearnos y
dejar a la libre asimilación la cuestión del qué y del para qué del ser
humano en sociedad y frente a su circunstancia, abordaremos la
responsabilidad político-social que corresponde a cualquier ciudadano
que vive en comunidad más o menos democrática, sin descuidar su
papel cuando esa misma comunidad sufre los avatares de tal o cual
forma de tiranía. Será ello sin alharacas y sin buscar la facilidad de un
atajo con destino no muy claramente definido.
En cualquier sorpresiva o comprometedora situación, nos brota la
pregunta: ¿por qué y para qué estoy yo aquí? Ésa pudo muy bien ser
la actitud del primer ser racional apabullado por la inmensidad de lo
que no acertaba a comprender y ésa sigue siendo la pregunta más
común cuando cualquiera de nosotros se interesa por lo mucho que
no acierta a comprender.
¿Existe Dios? Nosotros creemos que sí pero no faltará quien diga
que no tenemos pruebas irrebatibles de que sea así; claro que
tampoco las tienen los que dicen que la “cosa” fue realmente distinta
y, en consecuencia, parten de que la nada o la inmensidad indefinible,
por sí misma, todo lo que forma parte de este universo del que
nosotros no formamos más que una ínfima parte. Nos creemos más
realistas en cuanto nosotros no creemos que pueda existir un reloj sin
que alguien (o “algo”) lo haya fabricado luego de haberlo concebido o
desarrollado tal cual lo vemos y utilizamos. No puede existir este
universo ni nosotros mismos sin que un Creador Autosuficiente, que
pudo y puede decir “Soy el que soy”, lo haya proyectado y esté
haciendo realidad de una manera concorde con una inteligencia,
voluntad y poder superiores a la propia obra. Creemos en ello desde
la más elemental lógica. Si se nos pide una exhaustiva explicación

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sobre el “desde qué”, el “cómo”, el “porqué” y el “para qué”, es tan
grande nuestra inepcia y desorientación que, en lugar de hablar de
verdades y mentiras, certezas o imaginaciones…, preferimos no salir
del mundo de lo aparente para, entre las posibles interpretaciones,
desechar las incoherentes u obscuras y aceptar, aunque sea
provisionalmente, las más coherentes y claras. Con ello, en nuestra
manera de razonar, procuraremos barajar los conceptos obscuro y
luminoso en lugar de erróneo o verdadero; tanto mejor si este
posicionamiento nos ayuda a encontrar el mejor sentido a la propia
vida sin refugiarnos en ningún cómodo fundamentalismo.
¿Es autosuficiente y libre para ser lo que puede ser la Materia,
cuya inmensidad puede llegar hasta los “limites” del Universo? Sin
lograr traspasar el ámbito de lo probable, la mecánica cuántica
muestra lo absurdo de concederle autosuficiencia a la Materia a partir
de una retahíla de indemostrados supuestos: la auténtica ciencia se
ve obligada a introducir conceptos como el de incertidumbre,
indeterminación o cuantificación aproximada… sin desestimar la
evidencia de una más que probable y necesaria realidad, cuyo
conocimiento es más certero desde todo lo demostrado hasta la
infranqueable frontera del Misterio: la existencia de Alguien
omnipotente y eterno, que por sí mismo hace posible el principio y fin
de todas las cosas, el ser y el poder ser de la Materia.
Teylhard llega a hablar del “poderío espiritual de la materia”
reconociendo que no hay identidad alguna entre el espíritu y la
materia, pero tampoco oposición: merced al soplo creador de Dios,
viene a decir, la Materia ofrece una paradójica fragilidad nacida de su
multiplicidad, su complejidad … y de un esclarecimiento unido a su
finalidad espiritual… Ambigüedad y poder… oscuridad y transparencia
caracterizan a esta realidad fundamental que no puede ser
comprendida más que desde un esfuerzo por asociar el progreso
hacia arriba y la interiorización… Como la carne de Cristo, en la cual
se nos ofrece el Verbo Eterno, la Materia resulta ser el soporte de la
revelación y contemplación de Dios. Consecuentemente, luego de
rechazar la indemostrable identidad entre Espíritu y Materia, sí que
podemos apreciar que todo lo Real se manifiesta y puede
manifestarse desde una dimensión llamémosla espiritual incluso con
mucha mayor incidencia en nuestra propia vida que la “dimensión”

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estrictamente material; lo que no quiere decir que minusvaloremos
todo lo que para nuestro vivir y esperar representa la Materia.
Y clásica es la Bendición de la Materia según expresión del propio
Teylhard de Chardin (1881-1955):
Bendita seas tú, poderosa materia, evolución irresistible, realidad
siempre naciente, tú, que haciendo estallar en todo momento nuestros
límites, nos obligas a perseguir la Verdad cada vez más lejos. Bendita
seas tú, universal Materia, Duración sin límites, Éter sin orillas, Triple
abismo de las estrellas, de los átomos y de las generaciones, tú, que
desbordando y disolviendo nuestras estrechas medidas, nos revelas las
dimensiones de Dios. La potencia espiritual de la materia, 1919.
Obligados con Teilhard a “perseguir la Verdad cada vez más lejos”,
vemos con él que la tal “potencia espiritual de la materia” es el “sello”
del absoluto poder de Dios, Principio y Fin de todas las cosas.
También nos enseña Teilhard que es muy poco lo que sabemos o
vemos en relación con la inmensidad que nos falta por saber o ver.
Pero si esto poco que sabemos o vemos ya nos resulta
extraordinariamente complejo e inmenso ¿qué no será lo que nos
falta por saber o ver respecto a lo que podemos y debemos hacer?
¿para qué la inmensa máquina del Universo, de la Tierra, este
diminuto punto azul en medio de las indescriptibles e
inconmensurables inmensidades, de nosotros mismos con tantas y
tantas cosas que queremos y podemos (¿?) hacer?
Repitiendo lo ya apuntado en el libro Lecciones de Amor y de
Libertad (PS Editorial – 2004), con el aval de una parte de la Ciencia
actual y atreviéndonos a extrapolar lo apuntado por el Génesis,
suponemos una “historia del Universo” y del propio papel dentro de
ella al estilo de:
En principio, el Universo era expectante y vacío; las tinieblas
cubrían todo lo imaginable mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre
la superficie de lo Inmenso. El Espíritu de Dios es y se alimenta por el
Amor.
Dios, el Ser que ama sin medida, proyecta su Amor desde la
Eternidad a través del Tiempo y del Espacio. Producto de ese Amor fue
la materia primigenia expandida por el Universo por y entre raudales
de Energía: “Dijo Dios: haya Luz y hubo Luz”.
Es cuando tiene lugar el primero (o segundo) Acto de la Creación:
el Acto en que la materia primigenia, ya actual o aparecida en el
mismo momento, es impulsada por una inconmensurable Energía a
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realizar una fundamental etapa de su evolución: lo ínfimo y múltiple se
convierte en millones de formas precisas y consecuentes.
Lo que había sido (si es que así fué) expresión de la realidad física
más elemental, probablemente, logra sus primeras individualizaciones
a raiz de centro o eje que, al parecer, ya han captado los ingenios
humanos de exploración cósmica: un “momento” de
Compresión-Explosión que hizo posible la existencia de fantásticas
realidades físicas inmersas en un inconmensurable mar de “polvo
cósmico” o de “energía granulada”.
La decisiva primera etapa hubo de realizarse a una velocidad
superior, incluso, a la de la misma luz, fenómeno físico que, según
Einstein, produce en los cuerpos el efecto de aumentar (y acomplejar)
su masa.
Desde el primer momento de la presencia de la más elemental
forma de materia en el Universo, se abre el camino a nuevas y cada
vez más perfectas realidades materiales, todo ello obedeciendo a una
necesaria Voluntad y evolucionando o siguiendo un perfectísimo Plan
de Cosmogénesis.
Se trata del Plan de Aquel que ama infinitamente e imprime amor a
cuanto proyecta, crea y anima. Y lo hace según una lógica y un orden
que El mismo se compromete a respetar.
En consecuencia con los respectivos caracteres, con el estilo de
acción y con las etapas y caminos que requiere el PLAN DE
COSMOGENESIS, superan barreras y logran progresivas parcelas de
autonomía las distintas formas de realidad. En ese intrincado y
complejísimo proceso son precisas sucesivas uniones (¿reflejo de ese
Amor Universal que late en cuanto existe?) o elementales expresiones
de afinidad primero química, luego física, biológica más tarde y
espiritual al fin.
Desde los primeros pasos, hay en todo lo que se mueve una
tendencia natural que podría ser aceptada como “embrión de libertad”
y que se gesta en armonía y orientación precisas hacia la cobertura
de la penúltima etapa de la Evolución, que habrá de protagonizar el
Hombre.
El Hombre, hijo de la Tierra y del aliento divino, está invitado a
colaborar en la inacabada Obra de la Creación. Habrá de hacerlo en
plena libertad, única situación en que es posible corresponder al Amor
que preside todo el desarrollo de la Realidad.
Es de esa forma como el ser humano, nosotros, avanzará,
avanzaremos, hacia lo mucho que puede, podemos, ser y, como tal,
formar parte activa a favor del progreso real de la sociedad de la que
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formamos parte. Reconozcamos que, para la comprometedora acción
que nos proponemos, ello representa un punto de partida menos
obscuro que el nihilismo radical en el que habríamos de movernos si
aceptásemos como punto de partida el supuesto de que Dios no
existe y, consecuentemente, todo (incluidos nosotros mismos) lo que
existe, vive, ama y actúa a lo largo y ancho del inmenso Universo es
consecuencia de la simple y pura casualidad ¿por ventura es esto
último más consecuente y luminoso y, por ello, más gratificante que el
aceptar que nosotros, como parte del Todo, venimos de un Dios
Todopoderoso, que nos invita a colaborar con él usando de nuestra
libertad hasta cumplimentar su PROYECTO DE AMOR UNIVERSAL?.

2
EL FENOMENO HUMANO
En la historia del universo ocupa un lugar destacado el fenómeno
humano: hace muchos años (¿cientos de miles?) cobró vida sobre la
Tierra un animal con capacidad para conocer y obrar en libertad.
Probablemente, fue el resultado de un largo período (un “día” del
Génesis) de una magníficamente proyectada y elaborada gestación a
través del providencial encauzamiento de las virtualidades de la
materia “espiritualizada” consecuentemente gracias al soplo divino.
Ese providencial encauzamiento de las virtualidades de la materia
es como un “Plan de Cosmogénesis” cuyo inicio pudo ser coincidente
con el hágase la luz del Libro Sagrado. Es entonces cuando la materia
prima elemental en uso de las energías “exterior e interior” (Teilhard)
, va cubriendo sucesivas etapas en base a la pertinente agrupación
de partículas elementales en átomos, de éstos en moléculas de más
en más complejas hasta llegar a ciertos “albuminoides” que, en
ambiente adecuado y a través de “saltos”, hoy por hoy absolutamente
inexplicables, darán paso a la vida, la cual, por complejidades aún
más inexplicables, harán posible la aparición de la inteligencia. La vida
y la inteligencia llegan a su máxima perfección sobre la tierra en el
hombre, un ser excepcional dotado de alma y cuerpo: “Yahvéh Dios

14
formó al hombre con polvo del suelo y le insufló aliento de vida” (Gen
2, 7), se lee en el Génesis.
Hombre, del latino homo, es un término emparentado con humus
y viene a significar “nacido de la tierra”. Se le llama “rey de la
creación” como en eco de lo que canta el coro en el “Antígona” de
Sófocles: “muchas cosas grandiosas tienen vida, pero nada aventaja
al hombre en majestad”.
Aunque haya de atender sus necesidades materiales al igual que
los otros seres vivos que pueblan la tierra, a diferencia de todos ellos,
el ser humano, hombre o mujer, cuenta con la inteligencia (el aliento
divino) como sello distintivo de su majestad, lo que, en prosaico
apunte de Marx, le otorga la capacidad de “producir lo que come”
mediante una serie de herramientas y útiles que ha ido
perfeccionando progresivamente a lo largo del tiempo.
Matices circunstanciales aparte, es innegable que el ser humano,
hombre o mujer, goza de la facultad de personalizarse mediante su
“cabeza” y sus manos siguiendo los dictados de su memoria, su
entendimiento y su voluntad en el tratamiento y moldeo de las cosas.
Admitido esto, se impone otra constatación: esas facultades del alma
(memoria, entendimiento y voluntad), en grado e intensidad, son
diferentes en cada ser humano de forma tal que dos ejemplares,
aparentemente iguales, pueden reaccionar de forma muy diversa
ante las mismas circunstancias.
De ahí sacamos dos conclusiones: primera, el ser humano goza de
indiscutible libertad de opción y, segunda, no todos los seres
humanos pueden ni se sienten inclinados a hacer las mismas cosas.
A renglón seguido, si nos preocupamos por conocer más en
profundidad las capacidades y distintas cualidades de todos y de cada
uno de los elementos que componen un grupo de seres humanos,
descubrimos que, curiosamente, cada uno de ellos parece
especialmente dotado para una específica función, como si alguien se
hubiera previamente preocupado de que lo que es capaz de hacer uno
llegue a complementar lo que le falta por saber hacer a otro.
Dicho esto, es fácil imaginar que, en un primitivo grupo de
homínidos inteligentes, no todos ellos disponían de la suficiente
agilidad y maña para subirse a los árboles, de la destreza en el
manejo del utillaje, de la paciencia o esmero en el cuidado de los más

15
débiles, de la facilidad en la transmisión de experiencias, de la
sensatez ante un acuciante problema o de la energía para resolver
discrepancias … ¿no es en razón de ello como se impuso determinada
pauta de utilidad o un cierto orden social?
Por demás, cada ser humano, hombre o mujer, nace con el ansia
de conocer y de abrirse al exterior aunque ello sea a cambio de ir
rompiendo las ataduras, que, aparentemente, coartan su libertad;
puede entonces decirse que es la suya una libertad en fase de
proyecto hasta que comprende que es en el servicio a los demás en
donde empieza a sentirse progresivamente más libre.

3
PENSAR ¿PARA QUÉ?
Se cifra en no menos de 3.000 millones de años la larga marcha de
la materia viva hasta adoptar en el ser humano, “rey de la Creación”,
su forma inteligente. Y es en su inteligencia en donde el ser humano,
“rey de la Creación”, encuentra su principal fuerza tanto en la
necesaria adaptación a un medio ambiente más o menos hostil como,
a diferencia del resto de los animales, en la íntima invitación a “ser
más”.
En la necesaria adaptación a un medio ambiente más o menos
hostil, el ser humano, de configuración física más débil y vulnerable
que la de no pocos otros habitantes de su entorno, fue
multiplicándose y cubriendo progresivamente la más propicia
superficie del planeta hasta hacer historia humanizando sierras,
llanuras y, también, algún que otro desierto o selva, siempre en uso
de sus manos y de su capacidad de reflexión. No se lo ponían fácil las
fieras ni la propia naturaleza con sus altibajos de frío y calor, luces y
sombras, escasez o abundancia de recursos imprescindibles para su
alimento y abrigo.
16
Inventó armas de caza y defensa , descubrió la utilidad del fuego y
tomó conciencia de las ventajas de vivir en un círculo social o grupo
más amplio que la propia familia, sin duda alguna, surgida de forma
natural.
Ese círculo social o grupo, compactado por la mutua conveniencia,
iría de aquí para allá hasta descubrir las ventajas del sedentarismo y
hacerse ganadero y agricultor. Sin duda que hubo de hacerlo dentro
de un orden tal vez trazado y presidido por el que, dentro del grupo,
“tenía madera de líder”; podría ser un orden similar al que la moderna
sociología industrial encuentra en los llamados grupos informales,
según el cual, un conjunto de personas dejadas a su albedrío tienden
a agruparse en número variable según las circunstancias pero siempre
bajo el impulso de una de ellas, revestida de una especie de liderazgo
natural. De ser ello así, la formación de clanes o tribus podría haberse
llevado a cabo sin traumas y de forma espontánea o, digámoslo,
“natural”.
No es eso lo que pensaba Heráclito, el oscuro (535-484 a. C.), para
quien “la guerra era la madre de todas las cosas” como contundente
solución para un ser que, pese a gozar de capacidad de conocimiento
y libertad, no deja de manifestarse como una verdadera fiera: es la
definición que, tres siglos después de Heráclito, nos ofrece el
comediógrafo Tito Marcio Plauto (254 a. C. - 184 a. C.) en su
Asinaria: "Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non
novit", que, traducido, viene a significar “Lobo es el hombre para el
hombre; no es hombre cuando desconoce quién es el otro”.
Uno y otro incurren en malévola exageración: Desde siempre, al
lado de los presuntos lobos con su torcida voluntad de dominio o
atropello, seguro que no faltaron más o menos tibios “constructores
de tolerancia” e, incluso, alguna que otra persona con voluntad de
aceptar de igual a igual al semejante que no le ha hecho ningún mal.
Es así como, repasando el primer ciclo de la historia de la Humanidad
(el anterior a Cristo), tropezamos con personajes como Séneca (4 a.C-
65 d.C.) para quien el “otro” puede ser alguien de quien fiarnos y, por
lo tanto, digno de respeto: “Homo, sacra res homini” (El hombre es
algo sagrado para el hombre), tal como escribió en carta a Lucilio
(XCV, 33); pudo ser así en plena efervescencia de la cultura pagana,
dentro de la cual, algunos testigos de todos sus atropellos, injusticias
y discriminaciones, se veían obligados a reconocer a la templanza,

17
saber hacer y buena voluntad como valores constituyentes de una
sociedad genuinamente humana. Con la llegada del Cristianismo y
consecuente comienzo del segundo ciclo de la historia de la
Humanidad, el “otro” ya no solo era digno de respeto, sino de un
amor de hermano similar al que uno se concede a sí mismo.
Ello no obstante, a dieciocho siglos de Plauto y como situándose en
el primer ciclo de la historia de la Humanidad, por necesidades del
guión que se había propuesto con su Leviatán, en el que defiende la
legitimidad de la tiranía, Thomas Hobbes (1588-1679) presta un más
drástico significado a lo de “homo homini lupus” y sostiene que, “en
estado de naturaleza” el hombre es lobo para el hombre lo que le
lleva a definir a la sociedad primitiva como de guerra de todos contra
todos. De ser así la sociedad humana se habría visto reducida a la
nada en la primera generación; no ha ocurrido tal cual puesto que, de
una forma u otra y a lo largo de la historia, algunas sociedades han
mostrado suficiente capacidad para superar baches de lo que
podemos llamar irracional animalidad.
¿Podemos llamar a esa “virtualidad” grito de una conciencia
específicamente humana y con suficiente entidad para desarrollar un
cierto espíritu comunitario capaz de neutralizar lo del “hombre lobo
para el hombre”? Conforme con el hecho de que una guerra coloca al
victorioso en la situación avasallar (e, incluso, exterminar) al vencido,
pero, en algún momento y por muy cruel que sea, ha de cejar en su
obsesión criminal para permitir que la historia continúe; es entonces
cuando se siente la necesidad de reanudar la normalidad con
participación activa de los tolerantes con más o menos abundante
secuela de comerciantes, servidores del orden, profesionales de
diversas especialidades, trabajadores por cuenta ajena, etc., etc…,
Buceando en el pasado con el ánimo de conocer los modos de vida
e inquietudes de nuestros más remotos ancestros, descubrimos,
además de armas y herramientas o armas-herramientas, vestigios de
acatamiento o culto a entidades o fuerzas exteriores a ellos mismos:
se muestra así que, además de “animales políticos”, los homínidos
inteligentes eran “animales religiosos”, lo que nos invita a pensar que,
probablemente, hacían de una religión, más o menos estructurada,
una fuerza de cohesión político social. Remontándonos hasta el
Neolítico, podemos sacar conclusiones similares a las que nos dicta la
historia de las más antiguas civilizaciones, desde la sumeria o china

18
hasta la greco-romana, en la que encontramos sobradas pruebas de
que la Religión estaba indefectiblemente ligada a la Política.
Cuando, merced a su fuerza física o tirón personal, el caudillo o
líder se impone al resto de los miembros de su tribu en la dirección
del proyecto de vida en común, sin duda que tomará conciencia de la
temporalidad del ascendiente logrado: si, acatado por sus posibles
rivales, goza de la fidelidad de la mayoría del clan o tribu, una de sus
principales preocupaciones será la de “cultivar razones de
conveniencia” para el mantenimiento del orden establecido desde su
posición de jefe.
En lo de cultivar razones de conveniencia es ese mismo caudillo,
líder o jefe el principal interesado en no desestimar a esa fuerza de
cohesión social que, desde los albores de la Humanidad, ha
representado la Religión: aunque no la tome en serio como motor de
la propia conciencia, hará de ella uno de los principales soportes de su
autoridad.
Es así como estrechamente vinculada al jefe es mantenida la
función de chamán o hechicero en las sociedades primitivas, cuya
línea jerárquica, en la mayoría de los casos, se expresa en una
pirámide con la cúspide ocupada por el poder político-religioso (a
veces personificado en un mismo individuo); en un segundo nivel se
mantiene la clase o casta de funcionarios sin otra voluntad que la del
jefe; el tercer nivel es para los ministros del culto ligados
“profesionalmente” al chamán o hechicero; en el cuarto nivel
vivaquean los guerreros “naturalmente” motivados por la devoción al
jefe, perspectivas de aventura o especial aprovechamiento de un
eventual botín; vienen luego los mantenedores de la economía del
clan sean cazadores, recolectores, agricultores y ganaderos en
distintos grados de servidumbre entre sí y respecto a los situados en
niveles superiores.
Sin duda que ya en el mundo primitivo hubo distintas clases de
sociedades: desde la sociedad patriarcal en la que el jefe del clan
carece de espíritu expansionista y ejerce una función económico-
político-religiosa en el respeto de todos y como estancados en su
espacio y tiempo hasta la sociedad de los que entendían (y siguen
entendiendo) a la política como el ejercicio del poder como
instrumento de opresión y avasallamiento de propios y extraños
rompiendo barreras de tiempo y lugar. Cabe creer que también
19
existiría otro tipo de sociedad cuya máxima aspiración era lograr y
mantener la autosuficiencia dentro de un armonioso concierto de
pueblos: no perdería energías en guerras que no fueran de legítima
defensa y aplicaría lo mejor de sus afanes tanto al desarrollo y
equitativa distribución de los bienes naturales como a discurrir sobre
los mejores caminos para un tranquilo y progresivo bienestar.
Es, a caballo del afán de acaparamiento de recursos naturales,
como surgieron y se alimentaron, surgen y se alimentan los conflictos
entre distintos grupos humanos y toman forma sociedades en las que
imponen su ley personas o grupos esencialmente acaparadoras: son
las que peores resultan para un equilibrado y progresivo bienestar de
los miembros que las integran puesto que sus líderes viven
obsesionados por enriquecerse a costa de empobrecer o avasallar a
los demás (incluidos sus propios súbditos) sin querer darse cuenta de
que es ese irreal empeño uno de los más enconados enemigos de su
propia felicidad en cuanto pone artificial freno a la libertad de que se
alimenta la buena voluntad.
Pensar ¿para qué? es el título del presente capítulo. Respondemos
que la utilidad de la facultad de pensar queda demostrada en cuanto
nos ayuda a ver lo conveniente para el propio bien. A la pregunta
¿dónde está el propio bien? Respondemos que en la progresiva
realización del poder ser de cada uno.
Para cuantos pasaron por la Tierra en el primer ciclo de la historia
de la Humanidad (no había nacido aun Jesús de Nazareth) no era fácil
acertar con lo más conveniente para la progresiva realización del
propio poder ser; ello no quiere decir que en determinadas
circunstancias de tiempo y lugar no aparecieran excepcionales
personajes con mayor clarividencia que sus “compañeros de viaje”,
entre los cuales sí que hubo quien se preocupaba del bien común. En
razón de ello, observando, enseñando y dirigiendo, apuntaron a
sistemas de convivencia más propios de seres inteligentes que
quieren vivir con la mínima cantidad de entorpecimientos posibles; si
tal empeño despertaba eco en quien tenía poder para hacerlo
realidad, el bien común quedaba mejor servido, situación que, desde
muy antiguo y con mayor o menor propiedad, lleva el nombre de
Democracia.
Que la Democracia es una expresión política más humana que la
Tiranía no requiere demostración alguna. Si ello es así ¿Por qué la
20
Democracia ha mostrado tanta debilidad en sus incontables
manifestaciones a lo largo de la Historia?
Pensando, pensando… para actuar en consecuencia, sigamos
adelante con el afán de encontrarle más sólidos puntos de apoyo de
forma que, sin placebos ni dormideras de ningún estilo, la propia
Democracia aúne voluntades y produzca mayores bondades para
todos los que poblamos el ancho mundo.

4
LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD PERSONAL
La reflexión, peculiaridad genuinamente humana, representa una
clara superación del instinto. Por la reflexión, el ser evolucionado
reacciona de forma única frente a situaciones o acosos de la realidad
dirigidos en la misma medida a distintos individuos de su especie.
Cuando, por virtud de la Evolución, la presión de la circunstancia
motiva una respuesta personal, el individuo ha dejado de ser
algo o elemento-masa para convertirse en alguien.
Para el hombre, ello es tanto como manifestarse "ser que
reflexiona" o ser que. sin dejar de ser èl mismo, posee la virtud de
sobrepasar el estricto ámbito del propio ser para reflejar en sí mismo
lo otro, fenómeno que, en idea de Aristóteles, "es una forma de
incluir en sí mismo todas las cosas".
Puesto que tal inclusión es de carácter absolutamente inmaterial,
las cosas nada pierden de su propio ser en el acto de ser vistas o
consideradas.
Contrariamente a lo que sostienen algunos llamados materialistas,
el conocimiento o "inclusión en sí mismo de todas las cosas" no es del
carácter de la imagen proyectada por un espejo: presionan la
conciencia del ser que reflexiona el cual, en razón de tal reflexión,
posee la facultad de obrar de una u otra forma sobre las mismas
cosas o no obrar en absoluto si así lo ha recomendado la

21
consideración que implica el acto reflexivo o las propias cosas
resultan inasequibles a la capacidad de acción del sujeto.
Ello se explica porque, a continuación de incluir en sí mismo
todo aquello que se presenta a su consideración, el homínido
evolucionado ejercita la capacidad de optar por una de entre varias
alternativas.
Vemos cómo, acuciado por el hambre, el animal no racional
percibe y ataca a su víctima, corteja y posee a su hembra, se defiende
de las inclemencias de su entorno.... de un modo general y de
acuerdo con el orden natural de las especies.
No sucede lo mismo en el caso del homínido evolucionado: éste
es capaz de superar cualquier llamada del instinto merced al acto
reflexivo: la realidad inmediata, el análisis de anteriores
experiencias, el recuerdo de un ser querido, la percepción de la
debilidad o fuerza del enemigo, el conocimiento analítico de los
propios recursos... le permiten la elección entre varias alternativas o,
lo que es lo mismo, trazar un plan susceptible de reducir riesgos e
incrementar ventajas.
Gracias, pues, a su poder de reflexión el hombre usa de libertad
para elegir entre varias alternativas de actuación concreta. Por
supuesto que la elección más adecuada a su condición de hombre
será aquella que mejor responda a las exigencias de la Realidad.
Y la más positiva historia de los hombres será aquella jalonada por
capítulos que hayan respondido más cumplidamente a la genuina
vocación del Hombre: la humanización de su entorno por medio del
Trabajo solidario con la suerte de los demás. Cuando ello se ejercita
sin presión exterior, la Libertad resulta ser el soporte principal de la
acción personal a favor del bienestar y progreso de la Comunidad y
puede muy bien ser reconocida como “responsabilidad personal en
acción”: es una Libertad Responsabilizante.

22
5
LEY NATURAL Y SOCIABILIDAD
En el ser humano, animal que reflexiona, la ley natural del
comportamiento se expresa como en un continuo susurro a la
conciencia: es una voz interior no tan fuerte como para llegar a
aturdirle ni tan débil que no resulte capaz de hacer llegar su eco
hasta el punto de arranque de la voluntad. Sin duda que ello ocurrió
desde que el ser humano buscaba en la propia razón la guía tanto
para cubrir “humanamente” lo necesario para su desarrollo y
supervivencia como para romper con la rutina diaria y perseguir una
mejor situación dejándose llevar por el libre afán de entender el
sentido de la propia vida
Llamamos Ley Natural a la expresión de un orden que facilita la
existencia y fecunda comunicación o interdependencia de fenómenos,
seres vivos y cosas siguiendo la necesidad de ser lo que tienen que
ser. En animales “sociales” como las hormigas y las abejas, ese orden
se expresa en la continuidad de ciclos según un predeterminado
proceso y en la “natural” asignación de funciones a las distintas
“clases” de individuos que componen la colonia, sin otra modificación
que la que marcan las circunstancias de tiempo y lugar: ninguno de
los individuos puede por sí mismo dejar de hacer lo que le impone su
carácter y situación “naturales”.
Aceptemos que, en el ser humano, el don de la libertad es
consecuente con la posibilidad de elegir entre varios caminos hacia el
propio desarrollo personal y, también, con la invitación a sentirse
solidario de la suerte de su comunidad de muy distinta manera a
como ocurre en un hormiguero o colmena. En éstos la Ley Natural no
deja que individuo alguno actúe de forma personal ni, tampoco, que
desestime la función que le corresponde en directa relación con las
necesidades de su colectividad mientras que, en la comunidad
humana, en tanto en cuanto están integradas por personas con
libertad de opción, algunas de las expresiones de esa Ley Natural no
pasan de la categoría de invitación: si quieres, puedes ayudar a tu
prójimo en esto o en aquello; puedes evitar que el instinto anejo a tu
23
condición de animal pensante enturbie los dictados de tu razón…,
etc., etc.,
En paralelo con la libertad de opción de que goza el ser humano,
diríase que en la misma Naturaleza, merced a su rica y compleja
variedad de recursos, la familia humana puede abrirse camino
aplicando a distintas formas de trabajo las capacidades de unos y
otros de forma que, en libertad y solidaridad, ninguno de sus
miembros carezca de lo necesario. Diríase que “por Ley Natural”, la
inteligente y solidaria aplicación de las diversas capacidades humanas,
a pesar de no pocas reticencias hijas de la flagrante e histórica
insolidaridad entre personas y pueblos, posibilita el que nada de lo
necesario falte a los seres inteligentes de más en más numerosos.
Todo ello dentro de la previsora armonía por que parece regirse la
Madre Tierra, cuyos hijos pueden y deben vivir unos para otros y
todos como elementos de un complejo organismo, que vive y
desarrolla la función de superarse cada día a sí mismo en continuo
ejercicio de amor y de libertad.
Si ese carácter previsor de la Madre Tierra está en ella desde sus
primeras etapas de entidad física, podría pensarse que cataclismos
como los glaciares eran especie de palpitaciones de vida que se
renueva en el propósito de construir el escenario propicio a
un acontecimiento magnífico y sin precedentes: la manifestación
natural de la Inteligencia personificada en el Hombre.
Y resultó que en uso de su Libertad, hija natural de la
Inteligencia, el Hombre se mostró capaz de acelerar e incluso
mejorar el proceso de auto perfeccionamiento que parece seguir el
mundo material; pero también se ha mostrado capaz de, justamente,
lo contrario: de terribles regresiones o palmarios procederes contra
natura.
Destino comprometedor el del Hombre: abriendo baches de
degradación natural y en línea de infra animalidad, el hombre ha
matado y mata por matar, come sin hambre, derrocha por que sí,
acapara o destruye al hilo de su capricho u obliga a la Tierra a
abortar monstruosos cataclismos.
Claro que también puede mirar más allá de su inmediata
circunstancia, embridar el instinto, elaborar y materializar
proyectos para un mayor rendimiento de sus propias energías,
amaestrar a casi todas las fuerzas naturales, deliberar en
24
comunidad, dominar a cualquier otro animal, sacrificarse por un
igual, extraer consecuencias de la propia y de la ajena
experiencia, educar a sus manos para que sean capaces de
convertirse en cerebro de su herramienta: Puede TRABAJAR Y AMAR
o trabajar por que ama.
En el campo del Amor y del Trabajo es en donde debía encontrar
su alimento el destino comprometedor del Hombre. Amor simple y
directo expresado en trabajo de variadísimas facetas, con la cabeza
o con las manos, a pleno sol o desde la mesa de un despacho,
pariendo ideas o desarrollándolas. Gran cosa para el Hombre la de
vivir en TRABAJO SOLIDARIO. Una posibilidad al alcance de
cualquiera: hombre o mujer, negro o blanco, pobre o rico...
empresario o trabajador por cuenta ajena, sea en el Campo, en la
Industria o en los Servicios, canales necesarios para amigarse con la
Tierra y facilitar el desarrollo físico y espiritual de toda la Comunidad
Humana.
Pero no es el amor moneda corriente entre los seres humanos,
mientras que, con frecuencia, el “antinatural” uso de la libertad se
convierte en causa de división o enfrentamiento en alas de
incontenidos egoísmos. Ello, llevado a sus extremos, derivaría en la
irremediable mutilación e, incluso, esterilización de la propia
inteligencia humana hasta el punto de convertir en bestias a los que
fueron creados para señorear el mundo en que vivimos.
Por ello, entre los seres humanos, desde muy antiguo se hizo
necesario una regulación de comportamientos con directa incidencia
en la libertad de maniobra de los más rebeldes o menos generosos;
así nos lo muestran algunos maestros de la Antigüedad, entre los
cuales destaca Aristóteles (s. IV a. C.), para quien, tal como nos lo
deja claramente expuesto en su “Ética a Nicómaco” existe notable
diferencia entre las leyes de oficio o convencionales (las promulgadas
por el poder político) y la Ley Natural que, grabada en la razón
humana, puede siempre resistir a opiniones más o menos extendidas
en el entorno social.
Henri Bergson, maestro de nuestro tiempo, verá en esa Ley
Natural la raíz de la “Moral Dinámica” y la de la “Moral Estática” en los
rutinarios usos y costumbres que, atemperados o no por la Ley
Oficial, privan en tal o cual sociedad según las circunstancias de
tiempo y lugar. De tal constatación bien podemos deducir que el
25
progreso en todos los órdenes no puede prescindir de la participación
y compromiso de pocos o muchos “héroes de acción”, cuyos dictados
de conciencia marcan la pauta a la libertad y generosidad con que
enriquecen sus propias vidas. Así es en nuestra época y así hubo de
ser en la más remota Antigüedad, con la salvedad de que en aquellos
siglos se carecía de claras y útiles referencias sobre lo que hoy
llamamos eternos valores.
Por la tal acusada carencia de útiles referencias, diríase que en
aquellos siglos, que nos atrevemos a denominar primitivo ciclo de la
Historia de la Humanidad, se buscaba a tientas y desde
inconvenientes posiciones de privilegio bases de apoyo para la
necesaria (digamos que imprescindible) cohesión social. De ello
vemos clara expresión en el Código de Hammurabi, cuya antigüedad
se cifra en cerca de cuarenta siglos.
Hammurabi (1728–1686 a. C.), sexto rey de Babilonia, era de la
estirpe de los amorreos, belicoso pueblo del que hace frecuente
mención la Biblia. Según se cree, habitaba las tierras altas de
Palestina a la llegada de los hebreos y, empujado por éstos, se
extendió por nuevas tierras llegando a arrebatar a los acadios el
enclave babilónico. De la ciudad estado con poco más de 50 Kmts2,
que había heredado de su padre, hizo Hammurabi la capital de un
imperio que se extendía desde el Mediterráneo hasta Susa (en el
sudoeste de lo que hoy es el Irán) y desde el Kurdistán hasta el Golfo
Pérsico. Más que de los éxitos guerreros, recuerda la historia su
compendio de leyes civiles, reconocido como Código Hammurabi:
creado en el año 1760 a. C. (según la cronología media), es uno de
los conjuntos de leyes más antiguos que se han encontrado y uno de
los ejemplares mejor conservados de este tipo de documento creados
en la antigua Mesopotamia (Wikipedia)
Lo que se cree el original de dicho código fue descubierto por
Jacques de Morgan en 1901 y puede ser contemplado en el Museo de
Louvre: se trata de una estela de diorita de 2,25 mts de altura
coronada por un bajo relieve con la representación de Hammurabi
recibiendo de un dios las instrucciones reproducidas en escritura
cuneiforme a lo largo y ancho del resto de la pieza. Son hasta cerca
de 300 leyes, con dictado de expropiaciones, multas o contundentes
condenas de muerte o mutilación, por lo general, según una ley del
Talión que se cuida de establecer diferencias en razón del nivel social

26
de los contendientes: si un sirviente golpea en la mejilla al hijo de su
señor, éste le cortará la oreja (ley 205).
De creer al imaginativo investigador Zecharia Sithin (1920-2010),
en la misma Mesopotamia, varios siglos atrás de la formulación del
Código de Hammurabi, los sumerios disfrutaban de un más alto grado
de civilización aliñado por un también más alto grado de
humanitarismo. Sobre ello transcribimos estos significativos (o
“fantasiosos”) párrafos:
Debido a que las inscripciones asirías y babilonias fueron
descifradas bastante antes que los textos sumerios, se creyó durante
mucho tiempo que el primer código legal fue compilado y decretado
por el rey babilonio Hammurabi, alrededor del 1900 a.C. Pero, a
medida que se fue descubriendo la civilización de Sumer, fue
quedando claro que «los primeros» en un sistema legal, en concep-tos
de orden social y en la administración de justicia fueron los sumerios.
Bastante antes que Hammurabi, un soberano sumerio de la ciudad-
estado de Eshnunna (al noreste de Babilonia) hizo un código de leyes
que establecía los precios máximos de los comestibles y del alquiler de
carros y barcas, con el fin de que los pobres no fueran oprimidos.
También hizo leyes que trataban de los agravios contra la persona y la
propiedad, y regulaciones relativas a temas familiares y a las
relaciones entre amo y sirviente.
Antes de ello, Lipit-Ishtar, un soberano de Isin, promulgó un
código del que sólo quedan legibles en la tablilla parcialmente
preservada (copia de un original que fue grabado sobre una estela
de piedra) 38 leyes, que tratan de las propiedades inmobiliarias, de
esclavos y sirvientes, del matrimonio y la herencia, del contrato de
embarcaciones, del alquiler de bueyes y de las penas por no pagar
los impuestos. Tal como hizo Hammurabi tiempo después, Lipit-
Ishtar explicaba en el prólogo de este código que actuaba por
mandato de «los grandes dioses», le habían ordenado «llevar el
bienestar a los sumerios y los acadios» . Aún así, ni siquiera Lipit-
Ishtar fue el primer sumerio en hacer un código legal. Se han
encontrado fragmentos de tablillas en los que aparecen copias de un
código promulgado por Urnammu, soberano de Ur en los alrededores
del 2350 a.C. -más de medio milenio antes que Hammurabi. Las
leyes, promulgadas por mandato del dios Nan-nar, pretendían
detener y castigar «a los que arrebatan los bueyes, las ovejas y los
asnos a los ciudadanos», para que «los huérfanos no sean víctimas
de los ricos, las viudas no sean víctimas de los poderosos, el hombre
de un shekel no sea víctima del hombre de 60 shekels». Urnammu
decretó también «pesos y medidas honestos e invariables». Pero el
27
sistema legal sumerio y la aplicación de justicia se remontan aún más
allá en el tiempo.
Hacia el 2600 a.C. ya tenían que haber sucedido demasiadas cosas
en Sumer para que el ensi Urukagina tuviera que instituir reformas.
Los estudiosos citan una larga inscripción suya como un testimonio
precioso de la primera reforma social del hombre basada en el sentido
de la libertad, la igualdad y la justicia -una «Revolución Francesa»
impuesta por un rey 4.400 años antes del 14 de Julio de 1789. El
reformador decreto de Urukagina hacía, en primer lugar, una lista de
los males de su época para, después, hacer una relación de las
reformas. Los males consistían principalmente en el uso indebido de
los poderes asignados a los supervisores, poderes que utilizaban en
beneficio propio; el abuso de la condición de funcionario; la extorsión
que suponían los altos precios marcados por grupos monopolizadores.
Todas estas injusticias, y muchas más, fueron prohibidas por el
reformador decreto de Urukagina. Un funcionario ya no podía poner el
precio que le viniera en gana «por un buen asno o una casa». Un
«hombre grande» ya no podría coaccionar a un ciudadano común. Se
restablecieron los derechos de los ciegos, los pobres, las viudas y los
huérfanos, y a cualquier mujer divorciada se le concedía la protección
de la ley -hace casi 5.000 años (Zecharia Sithin –El 12 Planeta)
Para explicar ese supuesto retroceso cultural y moral, según él,
constatable gracias a concienzudas investigaciones arqueológicas (en
especial, a la interpretación de antiquísimas inscripciones
cuneiformes), Z. Sithin usa de su fantasía y aduce el argumento de
una remota colonización extraterrestre. De ser cierta la tal regresión
humano-cultural, caben explicaciones menos rebuscadas: la de la
movilidad geográfica en razón de afanes comerciales, de aventura,
conquista, colonización o (¿porqué no?) catequización respecto a tal
cual contenido religioso. La propia historia nos muestra cómo viejas y
refinadas civilizaciones fueron arrolladas y degradadas por bárbaras
invasiones con la consecuencia de un volver a empezar con mucho de
lo nuevo y parte de lo viejo: La propia Mesopotamia con flujos y
reflejos civilizatorios de acadios a sumerios y viceversa, de caldeos a
hititas, de persas a caldeos…, proceso que, en las mismas u otras
latitudes, se repite entre heleno-macedonios y egipcios para
continuar entre romanos y heleno-macedonios o entre bárbaros y
romanos después, estos dos últimos ya “irremisiblemente”
condicionados por la impronta moral que se inicia en el siglo 0 de la
Era en vigor.

28
Lo que si nos muestra el precedente recordatorio de supuestos y
certezas es cómo los comportamientos de nuestros congéneres de
siglos pasados seguían la pauta de dos corrientes más menos
determinantes según las circunstancias de tiempo y lugar: la corriente
animosa y dinámica de la Ley Natural (principal promotora de lo que
venimos llamando Libertad Responsabilizante) junto con la corriente
restrictiva e inmovilista de la presión social y de determinados
productos de la Ley Institucional, tanto más estática cuanto menos
obedece a inequívocos requerimientos del Bien Común.

6
LOS HEBREOS Y LA LEY DE MOISÉS
Por no huir de la terminología al uso, diremos que, durante unos
diez siglos, los hebreos, pueblo identificado tanto por su “sangre”
como por su religión, vivieron “formas democráticas” de cierta
inspiración teológica en cuanto tomaban como fuerza determinante,
referencia o escusa a la Ley de Moisés, ésta, a su vez, expresión
divina tal como nos enseña la Biblia. En la Historia, ello representa
una excepcionalidad a la que bien vale la pena dedicar los siguientes
párrafos.
“Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra
en pago de haber obedecido tú mi voz” (Gen. 22, 18) fue la promesa
del Dios Único al patriarca Abraham, “padre de los creyentes”. Es de
creer que la divina promesa le llegó al patriarca en correspondencia
a una fe capaz de superar las mayores pruebas y, por lo mismo,
alimento de valores esenciales para formar mundo aparte en un
territorio regido por la ambición, caprichos y vicios del más fuerte y
sus directos e interesados acólitos. Efectivamente: con sus altos y sus
bajos en cuestión de fidelidad a la voluntad divina, mundo aparte ha
representado la historia del pueblo hebreo que, según la tradición
judeo-cristiana-musulmana, encabeza dicho patriarca Abraham,
nacido hace unos cuarenta siglos en Ur de Caldea, antiquísima ciudad
de la baja Mesopotamia.
29
Hoy pocos dudan de que fue la Mesopotamia el foco de las más
antiguas civilizaciones, si entendemos por civilizada a una sociedad
que ha superado la etapa de “inmovilismo tribal” de los pueblos
primitivos. Al parecer, alguna de esas civilizaciones mesopotámicas se
remonta hasta el quinto milenio anterior a nuestra Era; desde
entonces hasta el tercer milenio, proliferaron en la zona más o menos
extensas satrapías y ciudades estado mientras, en otras partes del
mundo, nacían y se desarrollaban imperios como el egipcio.
Una de esas satrapías mesopotámicas estuvo encabezada por la
ciudad de Ur, cuyos más antiguos restos descubiertos pertenece a lo
que los arqueólogos conocen como el “período de El Obeid” (V milenio
antes de C). Según lo atestiguan las ruinas del majestuoso zigurat de
Ur-Nammu, tuvo Ur su época de gloria hasta decaer ante la avalancha
guerrera del acadio Naram-Sin (2254-2218 a. C.), quien logró hacerse
dueño de toda la Mesopotamia y del territorio que va desde la actual
Siria hasta el Sinaí; crecido sobre sus victorias, se autoproclamó dios
con derecho a exclusiva adoración por parte de sus súbditos.
A la muerte del tal Naram-Sin, se desmoronó el imperio por él
creado y Ur recuperó la hegemonía perdida, envidiables niveles de
prosperidad y el culto a sus tradicionales dioses, sobre los cuales, muy
probablemente, no faltaba quien ponía al “Unico Dios de sus padres”.
Se mantuvo tal situación durante unos doscientos años hasta que
Ibbi-Sin, último rey de la llamada “Tercera Dinastía de Ur “, en torno
al año 2000 antes de nuestra Era, hubo de enfrentarse a oleadas de
amorreos que fueron desposeyéndole de de sus territorios del Norte;
poco tiempo después, desde el Este, le llegó la invasión de los
elamitas, los cuales, azuzados por Ishbi-Erra, un alto funcionario de la
Corte, arrasaron la capital e hicieron prisionero al legítimo rey,
poniendo en su lugar al traidor, que, tal cual era habitual entre los
conquistadores, se consideró a sí mismo un dios con derecho sobre
cualquier otro de los tradicionales, entre ellos el considerado “Único
Dios” por la familia de un ganadero llamado Najor. Según la Biblia,
este Najor, descendiente de Sem, primogénito de Noé (Gen. 11, 10-
23), fue padre de Téraj, quien “engendró a Abram (nuestro “padre”
Abraham), a Najor y a Herán” ( Gen. 11, 26).
Se cree que por librar a su familia de la persecución religiosa de
dicho sátrapa Ishbi-Erra,

30
“Teraj tomó a su hijo Abram , a su nieto Lot, el hijo de Harán, y a
su nuera Saray, la mujer de su hijo Abram, y salieron juntos de Ur de
los caldeos (Baja Mesopotamia) para dirigirse a Canaán. Llegados a
Jarán (Noroeste de Mesopotamia), se establecieron allí” (Gen 11, 31).
Unos años después “Yahvéh dijo a Abram: Vete de tu tierra, y de tu
patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti
haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre que
servirá de bendición: Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a
quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”
(Gen. 12, 1-3).
Obedeciendo la voz de Dios,
“tomó Abram a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con
toda la hacienda que habían logrado, y el personal que habían
adquirido en Jarán, y salieron para dirigirse a Canaán” (Gen. 12, 5).
"Por la fe, dice el Apóstol, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció
y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber
a dónde iba" (Hb 11, 8)
Bendecido por Dios, Abraham se abrió camino en el país de los
Cananeos hasta que
“hubo hambre en el país y Abram bajó a Egipto a pasar allí una
temporada pues el hambre abrumaba al país” (Gen 12, 10). Regresado
al país de los cananeos, “Dijo Yahvéh a Abram después de que Lot se
separó de él: alza tus ojos y mira desde el lugar en donde estás hacia
el norte, el mediodía, el oriente y el poniente. Pues bien, toda la tierra
que ves te la daré a ti y a tu descendencia por siempre. Haré tu
descendencia como el polvo de la tierra: tal que si alguien puede
contar el polvo de la tierra, también podrá contar tu descendencia.
Levántate, recorre el país a lo largo y a lo ancho, porque a ti te lo he
de dar” (Gen 13, 14-17).
Nos dice la Biblia que Abram se libró del acoso de sus enemigos
luego de derrotar a cuatro reyes idólatras coaligados contra él,
rescatar a su sobrino Lot hecho prisionero en una de las campañas y
ser acatado por
“Melquisedec, rey de Salem, quien presentó pan y vino pues era
sacerdote del Dios Altísimo y le bendijo diciendo -¡Bendito Abraham
del Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos!-“ (Gen
14, 17-18).
Tiempo después, Abraham fue testigo de la destrucción de las
ciudades de Sodoma y Gomorra. Hay sobrecogedor patetismo en el

31
conocido pasaje bíblico en el que Abraham intercede por la suerte de
dos ciudades sumergidas en el vicio y la ignominia:
“¿De verdad vas a aniquilar el justo con el malvado? Tal vez
existen cincuenta justos en la ciudad ¿de verdad vas a aniquilarlos?
¿no perdonarás al lugar en atención a los cincuenta justos que puede
haber en él? …. Dijo Yahvéh: Si encuentro en Sodoma cincuenta
justos dentro de la ciudad perdonaré a todo el lugar en atención a
ellos. Replicó Abram: -En verdad es atrevimiento mío el hablar a mi
Señor, yo que soy polvo y ceniza. Tal vez a los cincuenta justos
falten cinco; ¿destruirás por los cinco a toda la ciudad?. Dijo: no la
destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco. Todavía insistió Abram:
Tal vez se encuentren allí cuarenta. Contestó: -No lo haré en
atención a esos cuarenta-. Dijo entonces: -Ea, no se enfade mi Señor
si sigo hablando: tal vez se encuentren allí treinta-. Y respondió: -N o
lo haré si encuentro allí treinta. Prosiguió: -En verdad es atrevimiento
mío al hablar a mi Señor: Tal vez se encuentren allí veinte-.
Respondió: -No la destruiré en atención a los veinte-. Dijo: -Vaya, no
se enfade mi Señor y hablaré sólo esta vez: quizá se encuentren allí
diez-. Y dijo: No la destruiré en atención a los diez. Se fue Yahvéh en
cuanto hubo acabado de hablar a Abram y Abram volvió a su lugar”.
(Gen. 18, 23-33)
Fe y devoción que Abraham trasmitió a su hijo Isaac, quien, a su
vez, los legó a Jacob (apodado Israel por aquello de ¿quién como
Dios?), padre de los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus
del pueblo, que, a través de venturas y desventuras a la vez que
rodeado de atávicas religiones y torticeras formas de convivencia ,
mantuvo durante siglos el culto al único Dios.
Sí que, entre fidelidades y tibiezas, gozando de cierta prosperidad
y sufriendo opresiones, pero no de aniquilación porque, sin duda,
“siempre contó con más de diez justos”, el pueblo de Israel adoraba
al Dios de Abraham, Isaac y Jacob más por impulso natural y
devoción trasmitida de generación en generación que por una Ley
reguladora de los esenciales aspectos de la vida comunitaria o
privada. Durante el “Exodo”, fue Moisés quien , siguiendo la
voluntad de Dios, ejerció de legislador tras sus “diálogos con Dios” en
el Monte Sinaí y consecuente promulgación de las Tablas de la Ley,
expresadas en Diez Mandamientos de la Ley de Dios.
Los Diez Mandamientos son mandatos que afectan las obligaciones
fundamentales de religión y moralidad e incluyen la expresión revelada
de la relación del Creador con los hombres y de éstos con Dios y sus

32
criaturas. Ellos se encuentran grabados en el Pentateuco, en Éxodo 20
y Deuteronomio 5, dos veces pero se dan en una forma compendiada
en los catecismos. Escrito por el dedo de Dios en dos tablas de piedra,
este código Divino se recibió del Omnipotente por Moisés en medio de
los truenos en el Monte Sinaí, y así se establece la relación tierra-
trabajo de la Ley Mosaica. Cristo resumió estos Mandamientos en el
mandato doble de caridad--amar a Dios como a tu prójimo--; Él los
proclamó como la Nueva Ley en Mateo 19 y en el Sermón de la
Montaña (Mateo 5). Él también los simplificó o los interpretó,
declarando que no se debía jurar en vano, condenando odio y
calumnia así como el asesinato, mandando incluso el amor a los
enemigos, y condenando los malos deseos como adulterio (Mateo 5).
La Iglesia, por otro lado, después de cambiar el día de descanso del
Sabbat judío, o séptimo día de la semana, al primero, hizo que el
Tercer Mandamiento se refiriera al domingo como el día a ser
guardado como el el Día de Señor. El Concilio de Trento (Sesion. VI,
lata. xix) condena aquéllos que niegan que los Diez Mandamientos y se
dicen Cristianos. (Enciclopedia Católica)
El “Reglamento” (que diríamos hoy) o “interpretativa aplicación”
de esos Mandamientos o “leyes fundamentales” subyace en toda la
Normativa por que se rigió y se sigue rigiendo (con no pocas
intromisiones laicas en razón de las circunstancias de tiempo y lugar)
el que se llamó y sigue llamando el Pueblo de Dios.
Parece inevitable que el tal “reglamento”, en sus primeros siglos
de aplicación, no dejara de tener ciertas afinidades con el Código
Hammurabi y su “Ley del Talión”, que tanto privaba en la época y a
la que nos hemos referido en el capítulo anterior. Al respecto, sí que
cabe recordar las diferencias que, para el público en general, destaca
Wikipedia:
En el Código de Hammurabi : Pena de muerte por hurto de
propiedad de la Iglesia y el Estado o por recibir bienes robados
(Ley 6). En la Ley Mosaica: Se castiga al ladrón resarciendo a
la víctima (Éx. 22.1-9)
En el Código de Hammurabi : Muerte por ayudar a un
esclavo a escapar o por refugiar a un esclavo fugitivo (Ley 15,
16.). En la Ley Mosaica: "No entregarás a su señor el siervo
que huye de él y acude a ti." (Deut. 23.15)
En el Código de Hammurabi : Si una casa mal hecha causa
la muerte de un hijo del dueño de la casa, la falta se paga con
la muerte del hijo del constructor (Ley 230). En la Ley Mosaica:
33
"Los padres no morirán por los hijos ni los hijos por los padres."
(Deut. 24.16). "Y el que causare lesión en su prójimo, según
hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por
diente; según la lesión que haya hecho a otro, tal se hará a él.
(Lev. 24.19)
En el Código de Hammurabi : Mero exilio por incesto: "Si un
señor hombre de alto rango se ayuntare con su hija, harán salir
a tal señor de la ciudad." (Ley 154). En la Ley Mosaica: Pena
de muerte por incesto (Lev. 18.6, 29)
En el Código de Hammurabi : Distinciones de clases: penas
duras para quien lesione al miembro de una casta superior.
Penas leves para quien lesione a miembros de una casta
inferior (Ley 196–205). En la Ley Mosaica: No cometerás
injusticia en los juicios, ni favoreciendo al pobre ni
complaciendo al grande (Lev. 19.15). Si un hombre hiere a su
esclavo o a su esclava con un palo y los mata, será reo de
crimen. Pero si sobreviven uno o dos días no se le culpará
porque le pertenecían (Éxodo 21. 20).
Después de cuarenta años de nomadismo por el desierto, para
los israelitas llegó el momento de asentarse en la “Tierra Prometida”,
ya sin Moisés, su guía y legislador, quien, al final de su vida, había
traspasado a Josué toda su responsabilidad según las siguientes
palabras: :
“Sé valiente y firme, porque tú vas a dar a este pueblo la
posesión que juré dar a sus padres. Sé, pues, valiente y muy firme,
teniendo cuidado de cumplir toda la Ley que te dio mi siervo
Moisés. No te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda para
que tengas éxito dondequiera que vayas. No se aparte el libro de
esta Ley de tus labios: medítalo día y noche; así procurarás obrar
en todo conforme a lo que en él está escrito y tendrás suerte y
éxito en tus empresas. ¿No te he mandado que seas valiente y
firme? No tengas miedo ni te acobardes porque Yahvéh tu Dios
estará contigo dondequiera que vayas” (Jos. 1, 6-9)
Dirigidos por Josué, se asentaron los israelitas en la “Tierra
Prometida” no sin cruentos enfrentamientos con diversos pueblos
idólatras que la ocupaban:
“tal como Yahvé había ordenado a su siervo Moisés, Moisés se lo
había ordenado a Josué y Josué lo ejecutó: no dejó pasar una sola
palabra de lo que Yahvé había ordenado a Moisés. Josué se apoderó
34
de todo el país: de la montaña, de todo el Négueb y de todo el pais de
Gosen, de la Tierra Baja, de la Arabá, de la montaña de Israel y de sus
estribaciones” (Jos 11, 15-16).
A la muerte de Josué, entre fidelidades y apostasías, períodos de
paz y cruentos enfrentamientos entre uno u otros vecinos, vivió Israel
la etapa del gobierno de los “Jueces” de entre los cuales la Biblia
destaca a Otniel, Ehud, Sangar, la profetisa Débora, Gedeón,
Sansón… hasta llegar a Samuel, quien entendió que era llegado el
momento de atender las peticiones del pueblo que pedía un Rey, que
organizase un ejército capaz de neutralizar el persistente empuje de
los filisteos, sus más encarnizados enemigos. Fue así como fue
ungido Saúl, sucedido por David y éste, a su vez por Salomón.
Neutralizados los filisteos, el pueblo de Israel llegó al máximo
poder de su historia habiendo alcanzado con David un largo período
de fecunda paz traducida en buen orden y prosperidad que permitió a
Salomón alzar en honor del único Dios el más suntuoso templo que
uno pudiera imaginarse.
Sucedieron años de desconocida prosperidad material, algo que
corrompió a muchos y ensoberbeció a Salomón, quien, durante unos
años, desestimó los valores que había jurado despertar y ejerció el
poder no de forma muy distinta a la de los sátrapas de su época:
“amó, además de la hija del Faraón, a muchas otras mujeres
extranjeras: moabitas, amonitas, edomitas, sidonias y heteas; de los
pueblos de los que Yahvé había dicho a los hijos de Israel: -No os
unáis a ellos ni ellos se unan a vosotros, no sea que hagan desviar
vuestros corazones tras sus dioses-. A éstos Salomón se apegó con
amor. Tuvo 700 mujeres reinas y 300 concubinas. Y sus mujeres
hicieron que se desviara su corazón. Y sucedió que cuando Salomón
era ya anciano, sus mujeres hicieron que su corazón se desviara tras
otros dioses. Su corazón no fue íntegro para con Yahvé su Dios, como
el corazón de su padre David. Porque Salomón siguió a Astarte, diosa
de los sidonios, y a Moloc, ídolo detestable de los amonitas. Salomón
hizo lo malo ante los ojos de Yahvé y no siguió plenamente a Yahvé
como su padre David. Entonces Salomón edificó un lugar alto a
Quemós, ídolo detestable de Moab, en el monte que está frente a
Jerusalén, y a Moloc, ídolo detestable de los hijos de Amón. Y así hizo
para todas sus mujeres extranjeras, las cuales quemaban incienso y
ofrecían sacrificios a sus dioses. Yahvé se indignó contra Salomón,
porque su Corazón se había desviado de Yahvé Dios de Israel, que se
le había aparecido dos veces y le había mandado acerca de esto, que

35
no siguiese a otros dioses. Pero él no guardó lo que Yahvé le había
mandado. Entonces Yahvé dijo a Salomón: -Por cuanto ha habido esto
en ti y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé,
ciertamente arrancaré de ti el reino y lo entregaré a un servidor tuyo.
Pero por amor a tu padre David, no lo haré en tus días; lo arrancaré
de la mano de tu hijo. Sin embargo, no arrancaré todo el reino, sino
que daré a tu hijo una tribu, por amor a mi siervo David y por amor a
Jerusalén, que yo he elegido-." (1R. 11, 1-13)
A la muerte de Salomón, su hijo Roboán resultó ser un petimetre
que desoyó los consejos de los sabios para seguir el de sus
compañeros de abusos y francachelas: a las peticiones de
moderación, justicia y orden por parte de sus súbditos respondió
Roboán con esta estúpida bravuconada:
Mi padre hizo pesado vuestro yugo,
pero yo lo haré más pesado todavía.
Mi padre os castigó con látigos,
pero yo os castigaré con escorpiones. (1R. 12, 14)
Ante tal actitud, diez de las doce tribus de Israel “se fueron a sus
tiendas” y ofrecieron el poder a Jeroboan, quien se había refugiado
en Egipto por huir de las represalias de de Salomón y Roboán. Es así
como se dividió en dos lo que había sido reino de David y Salomón:
al Norte quedó Israel, agrupando a diez de las doce tribus, con la
capital primero en Siquen y luego en Samaria (fundada por Omrí,
quinto sucesor de Jeroboan) y al sur Judá, territorio de las tribus de
Judá y Benjamín con Jerusalén como capital y el templo de Salomón
como centro principal del culto y de la vida social.
Jeroboán no fue mejor que sus rivales y renegó pronto de Yahvé
levantando templos a los ídolos e incurriendo en los mismos excesos
que antes había criticado.
Junto con períodos de relativa paz y prosperidad, al hilo del
comportamiento de sus principales responsables (reyes y sacerdotes),
la historia de ambos reinos deja constancia de un cúmulo de
infidelidades y apostasías en las que los profetas vieron la razón de
tantos y tantos acosos y guerras a los que, con desigual fortuna,
hubo de hacer frente ese pueblo singular en cuyo seno había de nacer
el Hijo de Dios.
En todo el Pueblo de Israel (los reinos del Norte y del Sur, Judá y
Samaria), frente a los desvaríos de príncipes y notables, son los

36
profetas quienes, a lo largo de unos doce siglos, mantuvieron la fe en
el Único Dios, que es el que es por sí mismo (Ex 3, 13-14). Una fe
que, a escala social y su consecuente proyección moral, sufrió no
pocos altibajos en razón de los avatares más o menos propicios y de
la buena voluntad o tibieza de cuantos presumían de mantenerla en
el fondo de sus corazones; pero que imprime carácter a todo un
pueblo de forma tal que los siglos y siglos de subsiguiente historia no
han borrado una doctrina y una peculiar “moral social” (que diría
Bergson), que seguía y sigue girando en torno al Dios Único, Creador
y Hacedor de todas las cosas.

Entonces verán las naciones tu justicia


y todos los reyes tu gloria; y te será
puesto un nombre nuevo, que la boca de
Jehová te pondrá.
Isaías 62, 2

“Fue suyo el señorío de la Gloria y del


Imperio; todos los pueblos, naciones y
lenguas le sirvieron y su dominio es
eterno, que no acabará nunca y su
Imperio, imperio que nunca desaparecerá”
(Dan.7-14).

7
¿LA GRAN ESPERANZA DEL “PUEBLO ELEGIDO”?
Desde época inmemorial, por encima sucesivas “diásporas” y
excepcionalmente despiadados avatares (el Holocausto Nazi, por
ejemplo), buena parte de los israelitas se han considerado y se siguen
considerando a sí mismos el “Pueblo Elegido por Dios” y a Dios rezan
como “su refugio en tiempos de angustia” (Sal. 37, 39). Es una
actitud respetada por los cristianos de buena voluntad para quienes
el Dios de Israel es el Dios Único, el mismo que, amando a todos los
seres humanos por igual, deja a todos y a cada uno de nosotros la
libertad de ser correspondido a la escala de nuestras respectivas
37
capacidades con un amor que “todo lo escusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta” (1 Cor. 13, 7).
También los cristianos hablan del “Pueblo de Dios” cuando se
refieren a la Cristiandad, pero ello en el ámbito de lo rigurosamente
espiritual mientras que los judíos añaden a ello títulos de sangre o
raza.
Sabido es que religión y raza han formado parte substancial de la
historia del pueblo judío. Puede creerse que a ello ha contribuido
tanto el desarrollo de una cultura popular desde hace treinta y tantos
siglos como el hecho de que esta cultura esté presidido por la fe en el
Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, todo ello en un clima de lo que
podemos calificar de apasionada singularidad. Ha sido y sigue siendo
una singularidad, con harta frecuencia, perseguida o no comprendida
y menos compartida por otros pueblos. No hay en la historia ningún
otro pueblo que se haya mantenido tan fiel a sus orígenes a pesar de
las vicisitudes que ha debido afrontar a lo largo de toda su historia.
Nos dice la Historia que, en torno al año 720 a. C., Sargón II rey de
Asiria, luego de tomar la ciudad filistea de Asdod (Is. 20, 1), invadió el
territorio de Samaría y, para evitar revueltas, asesinó, apresó o hizo
huir a una buena parte de sus habitantes, repoblando los vacíos con
otras gentes, de forma que, generación tras generación, a la par que
la propia religión sufrió un radical cambio, se distorsionó o difuminó
en el tiempo el recuerdo de pertenencia a tal o cual de las diez tribus
con sus respectivos patriarcas, diez de los doce hijos de Jacob-Israel
(Simeón, Dan, Manasés, Isacar, Zabulón, Aser, Neftalí, Rubén, Efraín,
Gad y parte de la de Leví). De ahí parte el presupuesto histórico de
las “diez tribus perdidas de Israel”.
Unos ciento cuarenta años más tarde, el reino de Judá sufrió similar
suerte, esta vez de forma un tanto más ordenada y selectiva, aunque
también con más fuerte impacto en el sentir del pueblo, en cuanto
llevó aneja la destrucción del especialmente reverenciado templo de
Salomón: Es el avatar conocido como destierro a Babilonia,
promovido por Nabucodonosor II:
Años más tarde, en ese trepidante choque de antiguos imperios de
que da cuenta la historia de la Humanidad, Ciro, rey de los persas, se
hace con parte de Asiria, incluyendo Babilonia, y, en 539 a. C.,
permite a los exiliados hebreos el regreso a la siempre ansiada “Tierra

38
Prometida” con la idea principal de reconstruir el Templo en honor de
Yahvé. A ello se refiere la Biblia de la siguiente manera:
En el primer año de Ciro, rey de Persia, y para que se cumpliese la
palabra de Yahvé por boca de Jeremías, Yahvé despertó el Espíritu de
Ciro, rey de Persia, quien hizo pregonar por todo su reino, oralmente y
por escrito, diciendo: Así ha dicho Ciro, rey de Persia: Yahvé, Dios de
los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha
comisionado para que le edifique un templo en Jerusalén, que está en
Judá. Quien haya entre vosotros de todo su pueblo, que su Dios sea
con él, y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa de
Yahvé Dios de Israel; él es el Dios que está en Jerusalén. Y a todo el
que quede, en cualquier lugar donde habite, Ayúdenle los hombres de
su lugar con plata, oro, bienes y ganado, con ofrendas voluntarias,
para la casa de Dios que está en Jerusalén. Entonces se levantaron
los jefes de las casas paternas de Judá y de Benjamín, los sacerdotes y
los levitas, todos aquellos cuyo Espíritu Dios despertó para subir a
edificar la casa de Yahvé que está en Jerusalén. Todos los que
estaban en los alrededores les ayudaron con objetos de plata y de oro,
con bienes, ganado y objetos preciosos, además de todas las ofrendas
voluntarias. También el rey Ciro sacó los utensilios que eran de la casa
de Yahvé y que Nabucodonosor había sacado de Jerusalén y puesto en
el templo de sus dioses. (Es. 1, 1-7)
En el plano político, Judá y Samaría, con separada y relativa
autonomía, constituyeron una satrapía denominada Yehud,
dependiente del imperio persa. A pesar de ciertas discrepancias
doctrinales entre los descendientes de los que no habían sido
deportados y de los que, en la Diáspora, habían sufrido la influencia
de nuevas culturas, hubo entre los habitantes de Judá el suficiente
acuerdo para, en el año 517 a. C., alzar una modesta copia del templo
de Salomón que, quinientos años más tarde, el idumeo Herodes trató
de revestir con la antigua magnificencia y esplendor. Por su parte,
Samaría, celosa de establecer diferencias en fidelidades religiosas,
construyó su propio templo en el monte Garizim años más tarde
(428 a. C.).
Cabe reseñar que, como consecuencia del persistentemente
recordado Cautiverio de Babilonia, para el Pueblo de Israel, en
especial para lo que antes representó el Reino de Judá, la total o
parcial pérdida de la independencia política afectó enormemente a lo
que, para los judíos, había representado la “alianza con Yahvé”: de
una aceptación esencialmente espiritual y, si se quiere, mística, se

39
pasó a una especie de fundamentalismo nacionalista más político que
religioso, lo que, a nuestro entender, desvirtuó la esperanza en un
Mesías Redentor para dar lugar al nostálgico ensueño por un
Libertador con capacidad para imponerse, “de una forma u otra”, a
los gentiles. Según leemos en Wikipedia, ello era como si “Yahvé les
estuviera poniendo a prueba para después producir un milagroso
cambio en las circunstancias, que traería consigo el final de los
tiempos y la imposición del reino judío sobre la Tierra”.
Surgió así una especie de romántico victimismo contra el que,
afortunadamente, hubieron de enfrentarse los creyentes más realistas
de forma que se reaccionó a favor de recuperar lo más valioso de la
tradición hasta constituir una positiva religiosidad en la que pudieran
entrar tanto el “espíritu como la letra” de los Libros Sagrados además
del ejemplo de los más excelsos personajes de la Antigüedad Judía.
Falta hacía para imprimir esperanza y realismo a un pueblo, aunque
probado en mil y una vicisitudes, también especialmente favorecido
por todo lo anejo a la Gran Promesa al patriarca Abraham (Gn 15-17).
Subsiguiente al “Cautiverio de Babilonia”, vivieron los judíos un
período de paz vigilada hasta la entrada en escena del macedonio
Alejandro Magno (332 a. C.), quien, tras acabar con los otros grandes
imperios de entonces, con el ropaje del civilizado helenismo,
pretendió imponer un nuevo orden mundial, que sus sucesores, los
diádocos (tolomeos y seleúcidas, principalmente), tradujeron en más
o menos implacables tiranías, en continua rivalidad unas con otras,
con la consecuencia de que los territorios de Israel, en escasos años,
alternativamente, pasaron de la dependencia de los tolomeos egipcios
a la de los seleúcidas sirios. Se dio entonces la paradoja de que, en
cuestión de religión, podían expresarse con mayor libertad los
residentes en las respectivas metróplis, en especial los que pudieron
ampliar su cultura cabe la famosísima biblioteca de Alejandría. Es
aquí, en donde, durante el reinado de Tolomeo II (281-246 a. C.) un
grupo de 70 ilustrados rabinos tradujeron al griego los Libros
Sagrados, dando lugar a lo que se ha llamado la Septuaginta, que,
siglos más tarde, serviría de base a San Jerónimo para su Vulgata o
Biblia latina.
Por eso de tantos y tantos existenciales desánimos, provocados por
las dependencias de unos y de otros avasalladores, y del contacto
con otras religiones y culturas, entre los judíos, que siguieron viviendo

40
en la tierra de sus padres, cobraron consistencia, al menos, tres
formas de interpretar el legado de la tradición e, incluso, lo
expresado en los Libros Sagrados, ello más o menos al margen de la
fe sencilla y comprometedora del pueblo llano que seguía
medianamente fiel a la “Alianza con Yahvé”. Es así como se puede
hablar de las sectas de los saduceos, fariseos y esenios.
Cuando ya los romanos empezaban a tener peso en la política de la
zona (finales del siglo III y siglo II a. C), llegó a su punto álgido la
rivalidad entre Tolomeos y Seleúcidas, inclinándose la balanza a favor
de estos últimos en las persona de Antíoco IV Epífanes (215-163 a.
C.), quien, para sus campañas guerreras, no encontró mejor forma
de financiación que saquear el templo de Jerusalén y esquilmar a las
más notables familias judías. Por la fuerza del arbitraje que, con sus
legiones, ejercía en la zona el cónsul romano Cayo Pompilio, las
huestes seleúcidas hubieron de retirarse del territorio egipcio, pero no
de la Tierra Prometida en la que Antíoco IV Epífanes hizo ver su afán
de revancha y sectarismo con nuevos desenfrenados pillajes y abierto
proselitismo a favor de los dioses griegos. Encontramos de ello
referencia en la Biblia (2 M 6, 1-4) :
Poco tiempo después, el rey envió a un anciano ateniense para
obligar a los judíos a que desertaran de las leyes de sus padres y a
que dejaran de vivir según las leyes de su Dios; y además para
contaminar el Templo de Jerusalén, dedicándolo a Júpiter Olímpico, y
el de Garizim (Samaría) a Júpiter Hospitalario, como lo habían pedido
los habitantes del lugar (al parecer, los samaritanos sí que se plegaban
a la corriente pagana de los nuevos tiempos). El Templo estaba lleno
de desórdenes y orgías por parte de los paganos que holgaban con
meretrices y que en los atrios sagrados andaban con mujeres y hasta
introducían allí cosas prohibidas.
Ante tal situación, el sacerdote judío Matatías y sus hijos huyeron
a las montañas, en donde lograron formar un ejército que, al mando
del hijo mayor, Judas Macabeo logró entrar en Jerusalén, recuperar el
Templo para el culto tradicional y derrotar a los sirios seleúcidas en
diversas batallas hasta morir en la de Laisa el año 161 a. C.
Como comandante del ejército le sucedió su hermano Jonatán que
ya ejercía de sumo sacerdote y pudo negociar de igual a igual con
nabateos y otros reinos vecinos, cobrando fuerza y prestigio, que su
hermano y sucesor, Simón Macabeo, quien, ejerciendo también de
sumo sacerdote y comandante de los ejércitos, aprovechó para lograr
41
la plena independencia del seléucida Demetrio II Nicátor (161-125 a.
C.), restableciendo una monarquía que reconoció el Senado romano el
año 139 a. C.
Con la autonomía, se desarrollaron las apetencias políticas de
diversas familias que, como suele ocurrir, disfrazaron sus programas
de posicionamientos religiosos. Es así como podemos ver sustanciales
diferencias entre fariseos y saduceos, identificados aquellos con el
partido de Simón Macabeo y sus dos hijos mayores, Matatías y Judas,
mientras que los saduceos apoyaban a un tal Tolomeo, de
procedencia egipcia, mucho más contemporizador en el plano
religioso y con notable relevancia en las esferas del poder como yerno
que era del sacerdote-rey Simón Macabeo. Hubo un conato de guerra
civil que terminó con el asesinato de este último y sus dos hijos, los
citados Matatías y Judas. Se salvó de la refriega Juan Hircano, tercero
de los hijos de Simón, quien logró imponerse a sus rivales y gobernó
desde el 134 al 104 con el título de rey, dando paso a la llamada
dinastía Asmonea, apoyada por los saduceos durante el reinado de los
sucesores Aristóbulo I y Alejandro Janeo; a la muerte de éste el año
76 a. C., ocupó el trono la única reina en la historia de Israel, Salomé
Alejandra, que gobernó durante nueve años con el apoyo expreso de
los fariseos y la oposición de los saduceos.
Si hemos de creer al historiador judío Flavio Josefo, era
esencialmente política la diferencia entre los saduceos y fariseos que
ya hemos citado: los primeros presumían de estar más al día y, por lo
tanto, más abiertos a la corriente paganística que venía de Grecia y
Roma en línea de liberación de ataduras morales y creencias como la
de la existencia de un premio o castigo post mortem mientras que los
fariseos se hacían fuertes en el respeto a la letra de la Ley tal cual sin
concesiones a lo que quisiera imponerse por novedoso, aunque ello
fuera coincidente con la necesaria aceptación de mandamientos como
el segundo que ponía muy en claro lo de amar al prójimo como a sí
mismo.
Entre saduceos y fariseos, el mismo Flavio Josefo sitúa a los
esenios, grupo religioso que hizo de la austeridad y respeto mutuo
norma de conducta en torno a un “Doctor de Jusiticia”, cuya doctrina
acataban como genuino intérprete de la Ley y del legado de los
profetas. Al parecer, mantuvieron una comunidad en Jerusalén y,
ninguneados o perseguidos tanto por fariseos como por saduceos, se

42
retiraron a lugares secretos como las cuevas del Qumram,
precisamente descubiertas por un pastor beduíno a mediados del
pasado siglo XX: por los documentos en tales cuevas encontrados
sabemos que, entre ellos no había tuyo ni mío y que, en la oración y
el sacrificio, esperaban la inminente venida del Libertador o Mesías;
por las pruebas del carbono 14, sabemos que “que la ocupación de
Qumrán fue intensa del 103 al 76 a. C., durante los reinados de
Aristóbulo I y Alejandro Janeo, quienes persiguieron cruelmente a sus
opositores” (Wikipedia)
La Historia nos dice también que, a la muerte de la reina Salomé
Alejandra (año 67 a. C.), sus dos hijos, Hircano II y Aristóbulo II, se
enzarzaron en luchas intestinas y permiten entrar en liza a los
nabateos y a los romanos; unos y otros intentan dirimir sus
diferencias en una guerra abierta que ocasiona miles de muertos y
fuerza la intervención de Cneo Pompeyo Magno, que, con sus
legiones acababa de hacerse dueño de una buena parte del Asia
Menor.
Ofreciéndose como pacificador, Pompeyo escucha a los dos
hermanos para luego erigirse en protector de Hircano II el más
maleable de ellos y que, servilmente, le abrió las puertas de Jerusalén
y colabora en el acoso a los partidarios de Aristóbulo II, que
siembran con su sangre las calles de la Ciudad Santa (doce mil judíos
muertos) y, como último reducto, se refugian en el Templo,
conquistado y ensuciado por Pompeyo, a los tres meses de asedio
(año 63 a. C.).
El caudillo romano dirá luego de atreverse a profanar el Sancta
Santorum: «Nulla intus deum effigie vacuam sedem et inania arcana»
(«No vi ninguna imagen de dios, sino un espacio vacío y misterioso»).
Nos lo recordará Flavio Josefa con el siguiente amargo comentario:
«Nada aflige tanto al pueblo en aquella desventura como el Santuario
hasta ahora invencible, desvelado por extranjeros».
Bajo la directa dependencia de Aulo Gabinio, procónsul romano de
Siria, es a Hircano II, como sumo sacerdote presidente del Sanedrín,
a quien Pompeyo deja con poder nominal sobre Judea, Perea y Galilea
mientras que, como trofeos de guerra, lleva presos hasta Roma a
Aristóbulo II y sus hijos.
Junto con su corte, la pobre réplica del profeta Samuel cual
aparentaba ser ese gobernador-sumo sacerdote cual fue Hircano II,
43
veía legitimado su exiguo poder en una Ley de Moisés muy
desvirtuada por las tensiones más políticas que religiosas entre
fariseos y saduceos, unos y otros apoyándose en un populismo que
hoy llamaríamos democrático. Por demás, ello proporcionaba terreno
abonado a las ambiciones de personajes como Herodes, quien logró
del Senado romano el título de rey en estrecho entendimiento con las
fuerzas de ocupación y cierta autonomía para embellecer a estilo
romano el Templo e impartir su propio estilo de justicia: ha pasado a
la historia la degollina de los Santos Inocentes y otros muchos
crímenes entre los que cabe incluir a no posos miembros de su propia
familia. Le sucede su hijo Herodes Antipas, el mismo que, por
instigación de de su esposa Herodías, mandó ejecutar a Juan el
Bautista y, poco tiempo más tarde, llega a conocer a Jesús de
Nazareth en el memorable encuentro que relata el Nuevo Testamento
(Lc. 23, 6-12) y, en complicidad con la jerarquía religiosa que ha
atraído a su terreno, se ríe de Quien, nada menos, pretende
conquistar el mundo sin otras armas que el Amor y la Libertad: es
como si le mirara desde el pedestal de un poder temporal, que,
andando el tiempo, estuviera llamado a convertirse en el primer
escalón hasta la cumbre, que entonces ocupaban los romanos no más
que como precursores.

“Brotará una vara del tronco de Jesé y


retoñará de sus raíces un vástago sobre el
que reposará el espíritu de Yavé, espíritu
de sabiduría y de inteligencia, espíritu de
consejo y de fortaleza, espíritu de
entendimiento y de temor de Yavé...
(Is. 11,1-5).
8
MAGISTRAL LECCION DE AMOR EN LIBERTAD
Resultó ser el más importante acontecimiento de la Historia de la
Humanidad, tanto que, fue el tiempo de su paso por el mundo el que
señaló el comienzo de un nuevo ciclo, el del nacimiento y desarrollo
de la civilización del Amor, desde la conquista de las voluntades, una

44
a una, y sin hacer distingos entre razas o clases sociales: magistral
lección de amor y libertad la que dicta el Mundo el mismo Dios, hecho
hombre:
“En principio la Palabra (Verbum o Logos) existía y la Palabra
estaba con Dios, y la Palabra era Dios…. La Palabra era la luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el
mundo estaba, el mundo fue hecho por ella y el mundo no la conoció.
Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en
su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de
deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn.1, 1-13)
Antes de que sucediera ya estaba escrito:
“Belén de Efrata, pequeño para ser contado entre las familias de
Judá, de tí saldrá quien señoreará de Israel y se afirmará con la
fortaleza de Yavé... Habrá seguridad porque su prestigio se extenderá
hasta los confines de la Tierra” (Miq.5,2). “Porque nos ha nacido un
Niño, nos ha sido dado un Hijo, que tiene sobre sus hombros la
soberanía y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre
sempiterno, Príncipe de la Paz” (Is. 9-6).
Efectivamente, nació en Belén, durante la llamada Pax Augusta, y
“fue condenado a muerte por Poncio Pilatos, procurador de Judea en
el reinado de Tiberio”: Tácito, historiador romano del siglo II, da fe
ello; también lo hacen otros escritores de la época, como Luciano,
que se refiere al “sofista crucificado empeñado en demostrar que
todos los hombres son iguales y hermanos”… Son testimonios que
vienen a corroborar la experiencia de cuantos lo conocieron y
pudieron decir “Todo lo hizo bien” y comprobaron su Resurrección. A
muchos de ellos tal testimonio les costó la vida..
Claro que todo lo hizo bien por que sobre El reposa el Espíritu de
Sabiduría y de Inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu
de entendimiento y de temor de Dios. No se guía por las apariencias,
sabe leer en el fondo de los corazones y, por lo tanto, juzga en
justicia a todos los hombres. Y, efectivamente, su prestigio está
llegando hasta los confines de la Tierra.
Por el Evangelio sabemos que se formó y trabajó en Nazareth de
Galilea hasta que, cumplidos los treinta años, inició su vida pública
“predicando y haciendo el bien” por pueblos y ciudades de Israel,
incluida la propia ciudad de Nazareth en la que, precisamente, no fu
muy bien recibido tal como nos relata Lucas:
45
“Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu y su fama se
extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas,
alabado por todos. Vino a Nazareth, donde se había criado y, según su
costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado y se levantó para
hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y,
desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: -El
Espíritu del Señor sobre mí po0rque me ha ungido. Me ha enviado a
anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor-. Enrollando el volumen lo
devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban
fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta escritura , que acabáis de
oír, se ha cumplido hoy” (Lc. 4, 16-21)
Según nos informa el mismo evangelista, los paisanos de Jesús,
ante el insólito testimonio, se escandalizaron de tal manera que
intentaron asesinarle. Nos lo relata así:
“Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y,
levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a una altura
escarpada del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad para
despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó” (Lc. 4,
28-30)
Coeterno con el Padre, el Hijo de Dios, conocido entre los suyos
como Jesús de Nazareth, se hizo hombre viniendo al mundo desde el
seno de la Bienaventurada María y, con este natural acto, inició su
normal pertenencia a la sociedad de la época, de cuyos problemas se
hizo partícipe con una apasionada práctica del Bien y una Muerte
absolutamente inmerecida pero ofrecida al Padre por todos los
crímenes y malevolencias de la Humanidad. Es así como mostró el
Camino, la Verdad y la Vida para la acción diaria de todos y cada uno
de nosotros en todos los órdenes de la vida, incluida la participación
personal en la Política.
Desde la adhesión a Cristo como Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, “resplandor de la gloria divina y prueba
de un Ser que mantiene todo con el poder de su Palabra” (Heb 1,3),
ya contamos con lo necesario para cambiar viejas formas de vida
presididas por el atropello, el egoísmo, el vicio, la superstición, la
tibieza, el relativismo moral y el ideal-materialismo en diversas
formas. Cuando la crueldad, el orgullo, los títulos de propiedad, la
humillación del débil… marcaban la pauta del “orden social”, el Logos,
Verbo o Palabra de Dios nos viene a decir que los “últimos serán los
46
primeros” y que es en el amor en donde está la medida de la dignidad
humana: se conocerá que sois discípulos míos en que os amaréis los
unos a los otros.
Hasta la venida de Dios al mundo, salvo escasísimas excepciones,
privaba entre los pueblos la ley del más fuerte, del más rico o del más
embaucador.
Centros del “nuevo saber profano” como Alejandría, Antioquia,
Pérgamo, Rodas… parecen como vivir a la espera de la respuesta
definitiva en los campos de la lógica, la ética o el trasfondo de la
realidad física (la metafísica); ya no se resignan a “saber que no
saben nada”; pero, ante las dificultades para encontrar categóricas
respuestas sobre lo impalpable y lejano, optan por adentrarse en el
hombre interior que, en aquellas circunstancias, necesita superar el
desencanto ante la ruina y la destrucción subsiguientes al fracaso de
tantas empresas guerreras con sus respectivos sueños de grandeza, a
poco traducidos en realidades de indignidad y miseria. Se diría que a
la preocupación platónico-aristotélica por conocer los secretos del
Universo le seguía algo más terreno y más cercano al ciudadano
medio: ¿qué he de hacer para organizar mi propia vida? Los estoicos
con sus buenas dosis de resignación y los epicúreos con su
obnubilante materialismo ofrecen respectivas líneas de
comportamiento que influyen en el pueblo considerablemente más
que lo habían hecho la Academia platónica o el Liceo aristotélico.
Con el avasallador imperialismo romano el hombre medio se siente
aún más inseguro y más afanoso por encontrar un asidero de vida y
esperanza mínimamente consistente. Es cuando, en una porción de
ese imperio aparece la figura de Cristo, que dice y muestra ser la luz
del mundo y abre el camino para la resurrección y la vida.
Es el mayor revulsivo de la historia de la humanidad: se trata de,
una a una y día a día hasta la consumación de los siglos, cambiar las
vidas de los seres inteligentes que pueblan el ancho mundo. No es
una empresa de avasallamiento y destrucción: es una obra de
contagio en valores como el amor y la libertad sin descuidar
aproximarse al conocimiento de la realidad en todas sus dimensiones.
Por eso, más que neutralizar o extirpar una parte substancial del
saber greco-romano lo que hace es, en parte, absorberlo y, en parte,
encauzarlo hacia lo que realmente importa a personas y pueblos de
todas las razas y culturas.
47
Es la Buena Nueva que abre los ojos a la realidad en todas sus
dimensiones, que promueve la buena administración de las cosas de
forma que a nadie falte lo necesario para vivir, que ilumina la
conciencia de los que buscan la verdad…
“al contemplar vuestros monumentos sagrados, dice Pablo en el
Areópago, he encontrado un altar en el que vi grabada esta
inscripción: Al Dios desconocido. Es a ése Dios, a quien adoráis sin
conocer, al que yo os vengo a anunciar…. En él vivimos, nos movemos
y existimos, como han dicho algunos de vosotros” (He. 17 22-28)
Con Pablo y los otros discípulos de Jesús se produce el entronque
de la Buena Nueva con lo más realista de la vieja filosofía luego de
introducir en ella un substancial matiz: por el pensamiento podemos
descubrir la falsedad del mito y desvelar todas las mentiras con que
nos obsequian los poderosos, mercachifles y embaucadores; por lo
tanto no es el pensamiento una trampa para la esclavitud ni tampoco
un lujo con el que alejarnos de la inmediata realidad: es, más bien, la
principal facultad humana para, en libertad, resultar útil a los demás;
piensa y cree para obrar en consecuencia:
“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga tengo fe sino
tengo obras? ¿acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una
hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de
vosotros le dice -idos en paz, calentaos y hartaos-, pero no le dais lo
necesario para el cuerpo ¿de qué sirve?. Así también la fe, si no viene
acompañada de las obras, está realmente muerta” (St 2, 14-17).
“Amaos como yo os he amado… En esto conocerán que sois mis
discípulos” (Jn 13, 34-35).
Con la Buena Nueva se nos viene a decir que, desde mucho
tiempo atrás, Dios ha hablado a los hombres “muchas veces y de
muchas maneras” (Hb 1,1) y, desde la Encarnación y Resurrección de
Cristo, “nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1,2). Palabra que
es acción creadora: Todo, recordémoslo, se hizo por ella y sin ella no
se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la
luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no le
vencieron (Jn 1, 1-5).
Como hemos visto desde el principio de este capítulo, el
evangelista Juan utiliza el término Logos, Verbum o Palabra para
identificar a la eterna Sabiduría con el Hijo de Dios que se hace
Hombre y que, para difundir su gracia y mensaje, hace uso de su
Palabra, esencial facultad humano-divina con la que, merced a la
48
energía infinita de que se alimenta, contagia amor y libertad a los que
la escuchan y traducen en acción creadora.
Este Logos de San Juan no es el mismo que el Logos criatura de
Filón de Alejandría ni, mucho menos, el Logos satélite de Heráclito o
de los estoicos: es, ni más ni menos, una clara alegoría al Hijo de
Dios, Dios de Dios, coeterno e increado con el Padre y el Espíritu, tres
Personas distintas y un solo Dios verdadero: insondable misterio en el
que, desde sus inicios, se apoya la fe cristiana; insondable pero no
por ello menos aceptable para los limpios de mente y corazón en
cuanto viene avalado por el testimonio de quien “todo lo hizo bien y
dijo verdad” .
Al extraordinario acontecimiento de la venida del Hijo de Dios,
sucede la primitiva y espectacular difusión de la Buena Nueva: es
Pedro el que, apoyado por los otros once apóstoles (ya incorporado
San Matías en sustitución de Judas Iscariote) se dirige a sus
compatriotas para proclamar (Hch 2, 14-39) la Resurrección y
exaltación sobre todo lo creado de Jesús de Nazareth, a quien ellos
habían crucificado. Les habla en nombre de Él, luego de haber
recibido la elocuencia y fortaleza del Espíritu (Ez 36, 27) y les
recuerda que, con ello, se cumplía lo adelantado en las Sagradas
Escrituras: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que
ponga a tus enemigos por escabel de tus pies” (Sal 110, 1).
En el decir del historiador romano Tácito (55-119), desde el siglo
primero, eran multitud los cristianos de Roma y de las otras provincias
del Imperio. Hoy resulta muy difícil de explicar el amplio y rápido
reconocimiento de una doctrina que no venía impuesta por las armas
y sí por el contagio del vivir y pensar entre los más generosos y más
libres de conciencia.
A los ojos de los tibios choca la evidencia de ese fenómeno en el
ambiente de un radical y egoísta materialismo, mundo pagano, en el
que privaba el prestigio del poder y de la fortuna, en el que todas las
satisfacciones de la carne estaban permitidas, en el que las creencias
en un alma inmortal eran rechazadas por la inmensa mayoría del
ámbito intelectual, en el que el derecho civil seguía la línea de la
crueldad y el orgullo de los revestidos de impunidad para aplastar
tanto a sus esclavos como a la llamada plebe o numeroso conjunto de
ciudadanos sin fortuna o favor político.

49
Factor determinante de las primeras y multitudinarias conversiones
fue la directa percepción de la asombrosa e innegable trasformación
de cuantos habían vivido de cerca la vida, pasión muerte y
resurrección de Cristo: obraban prodigios, aparecían revestidos de
fuerte personalidad y hablaban al corazón de forma que todos ellos
les entendían: ¿Qué había ocurrido para un cambio así en “hombres
sin instrucción ni cultura” (Hch 4,13)? Para ellos resultó indudable que
lo sucedido era lo que estaban esperando para vivir en consecuencia.
Y, de hecho, así fue con carácter general:
“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una
sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían
en común. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la
resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No
había entre ellos ningún necesitado porque todos los que poseían
campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y los ponían
a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según sus
necesidades” (Hch 4, 32-35).
Pronto, al equipo apostólico se incorporó la arrolladora
personalidad de Saulo de Tarso, que había sido testigo y cómplice del
injustificado y cruel apedreamiento de Esteban; por aquel entonces,
en todo el ser del fariseo, cual se sentía el joven Saulo, se agitaba la
furia anticristiana de forma que
“respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del
Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las
sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del
Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén”
(Hch 9, 1-2).
Sabemos que esa pasión cambió radicalmente de signo en ese
mismo viaje a Damasco en cuanto el Señor Jesús, haciéndole caer del
caballo e imprimiendo en sus ojos nueva luz, le “llenó del Espíritu
Santo” (Hch 9,17) e hizo de él “un instrumento de elección para llevar
su Nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel” (Hch 9,
15). Él mismo nos lo cuenta así:
“Yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, hacia el
mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo; caí al
suelo y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
Yo respondí: ¿Quién eres, Señor? Y él a mí: Yo soy Jesús a quien tú
persigues. Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la
voz del que me hablaba. Yo dije: ¿Qué he de hacer, Señor? Y el Señor

50
me respondió: Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá todo lo que
está establecido que hagas” (Hch 22,6-10)
Inmenso y aleccionador el ejemplo de Saulo, personaje visceral y
sin miedo, ya convertido en Pablo, apóstol de los gentiles, estudioso y
observador hasta el mínimo detalle de lo escrito, dicho y oído sobre la
Buena Nueva antes y durante la venida del Señor Jesús Resucitado.
Le sobrecoge y convence el hecho de la Resurrección (tal cual, no
simbólica ni “puramente espiritual), tanto que, para él es la
demostración incuestionable y efectiva de la Divinidad de Cristo Jesús:
“Si Cristo no resucitó vana es toda nuestra fe” (1 Co 15,14), ha
dejado dicho.
San Pablo puede muy bien ser considerado “el primero después del
Único” puesto que, mensajero directo del Señor Jesús, supo poner en
juego todas sus facultades personales para viajar, compartir valor y
generosidad y decir la palabra justa en cada momento y lugar hasta
atreverse a decir sin el mínimo rubor “sed imitadores míos como yo lo
soy de Jesucristo” (2 Ts 3,7).
A caballo entre dos civilizaciones, la judía y la griega (siendo,
además, ciudadano romano), Pablo asume una misión realmente
universal, viviendo y llevando la Palabra de un lado a otro,
trasmitiendo a muchas de las gentes con que se encontró la fe, la
energía y la generosidad necesarias para trasformar en ilusión
creadora la abulia, desesperanza y materialismo en que transcurrían
sus vidas.
Viaja, habla y escribe sintiéndose vocero de Cristo Resucitado e
impulsor de un cambio radical en la marcha del mundo, hasta
entonces juguete de múltiples desvaríos y animalescas obsesiones
como a falta de realismo para entender el verdadero sentido de cada
vida inteligente.
A Pablo se debe una clara definición del Pueblo de Dios: no es por
la sangre, como predicaban los fariseos, sino por un amor de amplitud
universal y es para Pablo es el Amor la luminaria de todo lo que uno
puede pensar y hacer. Así lo expresa genialmente en su segunda
epístola a los corintios ( 2 Co 13, 1-9):
“Aunque hablara yo todas las lenguas de los hombres y de los
ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un
platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera
todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe

51
capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque
repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi
cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor
es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no
se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no
se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la
injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás.
Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia
desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras
profecías, limitadas”.
La estrategia apostólica de Pablo queda reflejada en sus viajes: El
primero se desarrolla entre los años 45-47: Salamina, Antioquía de
Pisidia, Iconio, Listra, Derbe y Perge (Hch 13-14); desde Antioquía de
Siria va con Bernabé y Tito a Jerusalén, donde el año 48 se celebra el
concilio, en el que se reconoce la libertad cristiana y la misión de los
gentiles (Hch 15; Ga 2). El segundo se desarrolla entre los años 50-
52: Derbe, Listra, Filipos, Tesalónica, Berea, Atenas y Corinto (Hch
15,36-18,22). El tercero se desarrolla entre los años 53-56: recorre las
regiones de Galacia y Frigia para fortalecer la fe de los discípulos (Hch
18,23); llega a Efeso, donde funda la comunidad (Hch 19,8-10);
piensa venir a España, pasando por Roma (Rm 15,24), pero antes va
a Jerusalén, pasando por Macedonia y Acaya; en Jerusalén es
detenido y trasladado a Cesarea, donde permanece preso dos años
(Hch 24,27); percibe que ello estrechará el círculo de su proyección
vital y aprovecha su condición de ciudadano romano para apelar al
César, único con capacidad legal para juzgarle (Hch 25,11); le llevan a
Roma en donde permanece bajo arresto domiciliario durante dos años
(Hch 28,18.30) en que realiza numerosas conversiones, según se
cree, en estrecha relación con San Pedro, “príncipe de los Apóstoles”.
Ambos murieron bajo la persecución de Nerón el año 67 de
nuestra Era y con ellos miles de cristianos que, según la forma de vivir
y las leyes de aquel mundo, eran culpables de no cultivar los vicios ni
las perrunas fidelidades de la mayoría: no adoraban al césar, ni
perseguían a la mujer del prójimo, ni sentían fiebre por acaparar a
costa de lo que fuere, ni practicaban abortos, ni se dejaban llevar por
el habitual desenfreno, ni perdían la esperanza en una definitiva
libertad aun cargados de cadenas o próximos a morir en la hoguera…

52
Pues sí, parece que era objeto de intolerante envidia el hecho de
vivir como vivían y de amar como se amaban los buenos cristianos:
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los
nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no
viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadania es la del
cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida
superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los
desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con
ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (/2Co/06/10).
Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían
en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. «Se
los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los injuria, y ellos dan
honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena
de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les
declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero
los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son
los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los
miembros del cuerpo, y los cristianos lo están por todas las ciudades
del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no es es del
cuerpo, y los cristianos habitan también en el mundo, pero no son del
mundo. El alma invisible está en la prisión del cuerpo visible, y los
cristianos son conocidos como hombres que viven en el mundo, pero
su religión permanece invisible. La carne aborrece y hace la guerra al
alma, aun cuando ningún mal ha recibido de ella, sólo porque le
impide entregarse a los placeres; y el mundo aborrece a los cristianos
sin haber recibido mal alguno de ellos, sólo porque renuncian a los
placeres. El alma ama a la carne y a los miembros que la odian, y los
cristianos aman también a los que les odian. El alma está aprisionada
en el cuerpo, pero es la que mantiene la cohesión del cuerpo; y los
cristianos están detenidos en el mundo como en un prisión, pero son
los que mantienen la cohesión del mundo. El alma inmortal habita en
una tienda mortal, y los cristianos tienen su alojamiento en lo
corruptible mientras esperan la inmortalidad en los cielos. El alma se
mejora con los malos tratos en comidas y bebidas, y los cristianos,
castigados de muerte todos los días, no hacen sino aumentar: tal es la
responsabilidad que Dios les ha señalado, de la que no sería licito para
ellos desertar. (De un escrito del siglo I)”
Si algunos pensaban y siguen pensando que la cristiana forma de
vivir no responde a respetables esquemas filosóficos, han de rectificar
en cuanto se ha demostrado que entre los auténticos cristianos de los
primeros tiempos, no faltaron filósofos centrados en la Doctrina, que
53
fueron reconocidos como filósofos por los ilustrados de aquella y de
nuestra época: Por no hablar de San Pablo, buen “sistematizador” de
la concepción del mundo desde el amor creador según el legado de
Cristo, ya en los primeros tiempos del cristianismo hubo fieles que
pueden ser considerados filósofos en cuanto se expresaron según la
pauta de las academias: reflexionando sobre la propia reflexión, veían
en el Cristianismo la más certera visión de la Realidad y lo supieron
expresar filosóficamente.
San Justino, mártir (100-165), es un primero y claro ejemplo de
“filósofo cristiano”. Nació en Palestina, en la romanizada Flavia
Neópolis (que corresponde a la antigua ciudad hebrea de Siquem, en
donde, al parecer fue enterrado José, undécimo hijo de Jacob). Hijo
de padres paganos, fue educado según la pauta de los patricios
romanos. Ávido de saber y con suficientes recursos materiales,
realizó continuos viajes y pudo frecuentar, sucesivamente, las
escuelas estoica, aristotélica, pitagórica y platónica. Ninguna de ellas
satisfizo su afán de acercarse a la verdad; siguió buscando hasta ser
testigo directo de la fe, austeridad, honradez, valor y generosidad de
los cristianos, ya abundantes en cualquier ámbito social. Convencido
de haber encontrado sentido a la propia vida, se hizo bautizar y,
desde ese momento, aplicó toda su fortuna y saber hacer a la difusión
del Evangelio. Fundó en Roma su propia escuela filosófica, la primera
de orientación netamente cristiana; en ella no reniega de parte de la
herencia de los grandes filósofos, filósofos e historiadores de la
Antigüedad, a los que, de forma original y valiente, llega a
“cristianizar”: ciertamente no existe más que una sola Verdad, que
reside en la plenitud del Verbo; rastros de esta verdad pueden ser
encontrados en los más honrados maestros de las distintas escuelas
filosóficas en cuanto que todo lo bueno y verdadero dicho por ellos
pertenece al acerbo cultural de los cristianos. Buen conocedor de
todos los libros evangélicos, es el primero de los intelectuales
cristianos que aborda la sistematización de la doctrina para establecer
una coherente línea de continuidad entre tres grandes campos de
reflexión: la tradición judaica, los presupuestos de la Academia, el
Liceo y la Estoa y la Palabra de Jesús, de la cual encuentra Justino un
deficiente anticipo en el Logos alejandrino. Tomando como base el
evangelio de san Juan, Justino hace ver en el Logos al Hijo eterno de
Dios, que media y actúa en todo lo existente desde el principio del
mundo; a El se refiere la revelación de Dios a patriarcas y profetas y
54
también las deducciones lógicas de los filósofos paganos de buena fe,
quienes muy por encima de ídolos y mitos, han dado elocuentes
testimonios de la verdad. Asegura Justino que no tiene por qué haber
contradicción entre el Cristianismo y la verdadera filosofía: para él esa
coincidencia obedece tanto a una intuición natural como al “hecho” de
haberles llegado ecos de los escritos de Moisés y otros profetas.
A los más sinceros de los filósofos antiguos les faltó la vivencia de
la Gracia transmitida por la presencia histórica del Hijo de Dios,
nacido, muerto y resucitado para la salvación de todos los hombres,
que pueden aproximarse a El por medio de la Eucaristía, de la que
Justino da un interesante testimonio:
“en la celebración eucarística se hace una lectura de los
Evangelios, a la que sigue la exhortación del sacerdote y unas
oraciones por toda la humanidad; vienen luego el ósculo de paz , la
presentación de las ofrendas, la consagración y la comunión distribuida
por los diáconos: el pan y el vino, consagrados, son ya el Cuerpo y la
Sangre del Señor, y esta ofrenda constituye el sacrificio puro de la
nueva ley, pues los demás sacrificios son indignos de Dios”
La de Justino es una forma de integrar la fe de Abrahán con lo
mejor de la cultura pagana y el poderoso revulsivo que para toda la
humanidad significa el tener a Cristo con nosotros: amor y libertad en
el quehacer diario y razonable convicción (FE) en la vía de la
deducción lógica.
El prestigio social que alcanzó el buen discurrir y decir de Justino
despertó la animosidad del filósofo pagano Crescencio, quien le delató
al prefecto de la Urbe, ejecutor de las leyes del emperador Marco
Aurelio (138-180), a la sazón sátrapa filósofo, quien, desde una
pedantesca y egocentrista interpretación del estoicismo (en la
percepción de nuestro Séneca -4 a.de C.-65 d.de C.- el estoicismo
había sido doctrina de tolerancia y de insatisfecha curiosidad) había
desencadenado una de las más sutiles e implacables persecuciones de
los cristianos; Justino fue asesinado con otros seis de sus discípulos
cristianos.
Creían, vivían en amor y libertad y, para replicar al discurso del
ideal-materialismo pagano y avasallador, habían encontrado y sabían
esgrimir los oportunos y contundentes argumentos. Ello resultó
intolerable a los profesionales de la farfullería y de la mentira, que
hicieron de ellos los primeros mártires de la naciente filosofía

55
cristiana. Recordemos cómo La vida cristiana de los primeros tiempos
resultaba contagiosa por que iba directamente al corazón, nacía y se
alimentaba de la lógica del amor (para ser amado es forzoso amar) y
colocaba por encima de cualquier otro afán la aspiración a una
progresiva armonía: todo era secundario respecto al amor entre unos
y otros. Así lo expresó magistralmente el “primero después del Único”:
“aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y
toda la ciencia, aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar
montañas, si no tengo amor nada soy” (1 Cor 13, 2). Claro que,
antes, le había llegado la categórica definición del Maestro: “se
conocerá que sois discípulos míos en que os amaréis los unos a los
otros” (Jn 13,34-35).
Pero los que no vivían en cristiano sí que se esforzaban por
encontrar “tapaderas racionales” al gusto de los poderosos o de las
demandas de su “yo soberano” aunque para ello hubieran de satirizar
al “sofista crucificado empeñado en demostrar que todos los hombres
son iguales y hermanos” (Luciano de Samosata (125-192). Era
necesaria la réplica desde un conocimiento y reflexión no contrarias,
ni mucho menos, a la fe en el legado del Hijo de Dios, mal llamado
sofista puesto que siempre habló y obró desde el supremo
conocimiento de la realidad: contra la especulación insultante y
estéril, el realismo cristiano exigía, pues, el esclarecimiento de la
verdad. Amar y explicar por qué el amor extiende sus raíces desde la
partícula material más elemental hasta el mismísimo Creador fue
preocupación de los Padres de la Iglesia, llamados a desvanecer las
dudas de los puros y sencillos de corazón, esos mismos a quienes su
buena voluntad convierte en constructores de la Paz.
¿No es la Paz el mejor caldo de cultivo de esa Democracia con la
que soñamos muchos de nosotros?

56
La naturaleza arrastra instintivamente
a todos los hombres a la asociación
política. El primero que la instituyó hizo un
inmenso servicio, porque el hombre, que,
cuando ha alcanzado toda la perfección
posible es el primero de los animales, es
el último cuando vive sin leyes y sin
justicia..
Aristóteles

9
LA HERENCIA DE GRECIA, ROMA E ISRAEL
Es en Europa en donde, hasta los siglos XV y XVI, ha nacido y
desarrollado la llamada “Civilización Occidental” en un proceso que
Paul Valery explicó muy bien con la expresión “Europa es Atenas,
Roma y Jerusalén”.
Atenas conoció uno de los más ilustrativos embriones de
Democracia, Roma aportó algunos principios esenciales del Derecho
Civil Internacional (ser ciudadano romano llegó a ser algo así como
miembro activo de la “Aldea Global”) y Jerusalén, alma de Israel, fue
testigo de la vida pública, muerte y resurrección de un judío que “todo
lo hizo bien”, se presentó a sí mismo como Hijo de Dios y legó al
mundo una doctrina que Él mismo sintetizó en la siguiente frase: “Se
conocerá que sois discípulos míos en que os amaréis los unos a los
otros”.

Atenas y su Democracia
Embrión de lo que entendemos por Democracia fue el acontecer
político de los siglos V y IV antes de Jesucristo en Atenas: es la época
en la que los historiadores ubican al Siglo de Pericles, también
llamado Siglo de Oro Ateniense. Se fija su inicio en el sitio de Samos
por parte de los atenienses (439 a JC) y el final en la batalla de
Queronea (338 a JC), que significó la derrota de los griegos por Filipo
II de Macedonia, padre de Alejandro Magno.
En Pericles (495 a 429 a. JC) confluían las particularidades de un
persuasivo orador con la pasión por la política, la devoción por el Arte,
57
la estrategia militar y lo que podríamos llamar “chauvinismo” a
cualquier precio. Se convierte en la primera figura política de Atenas
el año 461 a. JC, en que su mentor y amigo, el “populista” Efialtes, es
asesinado por orden de Cimón, un oscuro personaje, que soñaba con
la reimplantación de la tiranía.
Fue Pericles el político más influyente en el mundo griego; por
elección popular, accedió el años -443 al puesto de estratega
(suprema categoría político militar en la Atenas de entonces) y ahí se
mantuvo en sucesivas elecciones hasta poco antes de su muerte el
año -429 superando no pocas dificultades y obstrucciones a su muy
peculiar forma de entender la política, para la que algunos han
encontrado el calificativo de imperialismo democrático. Es Tucídides el
que pone en boca de Pericles las siguientes frases:
“Nuestra política no copia las leyes de los países vecinos, sino que
somos la imagen que otros imitan. Se llama democracia, porque no
solo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar. Si observamos
las leyes, aportan justicia por igual a todos en sus disputas privadas;
por el nivel social, el avance en la vida pública depende de la
reputación y la capacidad, no estando permitido que las
consideraciones de clase interfieran con el mérito. Tampoco la pobreza
interfiere, puesto que si un hombre puede servir al estado no se le
rechaza por la oscuridad de su condición” (Tucídides II,37).
Esa teórica igualdad de oportunidades no logró la misma
consistencia entre los habitantes de las colonias y territorios asociados
que entre los ciudadanos libres de Atenas: para éstos contaba el aval
de Pericles y los suyos mientras que para los otros era la fuerza militar
de la Metrópoli la principal referencia:
“Acordaos también, dice Pericles por boca de Tucídides, de que si
vuestro país tiene el nombre más grande de todo el mundo es por que
nunca se ha doblegado frente a un desastre; porque ha gastado más
vida y esfuerzo en la guerra que cualquier otra ciudad y ha ganado
para sí misma un poder mayor que cualquier otro conocido, memoria
de lo cual descenderá hasta la posteridad” (Tucídides II,64)
En esa superpolitizada e ideologizada atmósfera (imperialismo
democrático se ha llamado) se desarrollaron personalidades como las
de Sócrates, Platón y Aristóteles, el segundo discípulo del primero, el
tercero discípulo del segundo.
En un somero recordatorio de esos personajes, calificamos a
Sócrates (-470 a -399) de moralista, que, por encima de prejuicios,
58
atavismos históricos y conveniencias sociales, discurre sobre “lo que
más conviene al hombre en la Ciudad”. A Platón lo vemos como un
infatigable buceador en lo inasequible desde la perspectiva de un
poeta, para quien todo se reduce a extrapolar a la política del día a
día la comunitaria armonía que dice percibir en el mundo de las ideas;
cierto que lo hace de modo magistral, pero sin parar mientes en que
su portentosa imaginación no deja de ser imaginación con muy ligeros
reflejos de la realidad infinitamente superior de una constante y
humilde reflexión. A Aristóteles lo calificamos de realista por que fue
su principal preocupación el estudio de la realidad en todas las
perceptibles dimensiones: su célebre Política resulta ser un magistral
tratado de realismo y ponderación.
Una comunidad de ciudadanos (la Ciudad o Estado, en la
terminología de la época), en la opinión de Aristóteles, no es más que
una asociación de seres iguales, que aspiran en común a conseguir
una existencia dichosa y fácil. Pero como la felicidad es el bien
supremo; como consiste en el ejercicio y aplicación completa de la
virtud, y en el orden natural de las cosas, la virtud está repartida muy
desigualmente entre los hombres, porque algunos tienen muy poca o
ninguna; aquí es donde evidentemente hay que buscar el origen de las
diferencias y de las divisiones entre los gobiernos. Cada pueblo, al
buscar la felicidad y la virtud por diversos caminos, organiza también a
su modo la vida y el Estado sobre bases asimismo diferentes.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en
que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes,
practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. No
hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de
prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una
mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y
beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a
sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a
conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un
insensato.
Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más
que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la
igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son
hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra
naturaleza puede ser bueno.
Si se respetan tales premisas, para Aristóteles (y para el sentido
común, añadimos nosotros) la forma de organización política es de
59
segunda importancia: la historia nos muestra cómo a la monarquía
puede sucederle la república y que un régimen aristocrático puede ser
sucedido por un régimen democrático con los posibles estadios
intermedios de tiranía, oligarquía o demagogia: República y
Monarquía pueden competir en su aplicación al servicio del Bien
Común. De ahí se deduce que la Ética es un componente esencial de
la Política de forma que, para el buen orden político-social resulta
imprescindible que dirigentes y súbditos respeten y practiquen una
escala de valores (lo que Aristóteles llama Ética) consecuente con la
condición humana.

Roma y su aportación al Derecho Civil


En paralelo con las rompedoras vivencias políticas atenienses, vivía
Roma su propia “oligarquía republicana”, en la que la autoridad
máxima recaía en un conciliábulo de “patricios” (Senado), quienes,
para la administración ordinaria, defensa y ataque, delegaban en dos
cónsules con paritaria responsabilidad por un año, renovable según
las circunstancias y el criterio del propio Senado. Para los momentos
difíciles existía la figura del Dictador “de ocasión”, con plenos poderes
políticos y militares durante la estricta duración del problema a
resolver. Tal fue el caso del célebre Lucio Quincio Cincinato, quien
luego de derrotar y avasallar a los ecuos y volscos (-458 adC), volvió
a sus actividades agrícolas; murió en -439 adC, el mismo año en que
Pericles “incorpora” a la Democracia Ateniense la isla de Samos,
evento en el que los historiadores fijan el inicio del Siglo de Oro
Ateniense. Hasta que Octavio Augusto (63 adC-14 dC) convirtió a la
República en “Principado” (27 adC) con dominio sobre un inmenso
territorio con su centro neurálgico en la cuenca del Mediterráneo,
hubo en Roma no pocos cónsules y caudillos, quienes, al hilo de sus
conquistas, no resistieron a la tentación de ejercer de dictadores bien
fuere a caballo de su ambición o por apoyos de tal o cual facción de la
clase política: ahí tenemos los ejemplos de Mario, Sila, Pompeyo o el
propio Julio César., asesinado por quienes decían ser sus amigos.
Según la leyenda, Roma había sido fundada el año 753 adC por
Rómulo, descendiente por línea materna de Eneas, según Virgilio, el
único de los grandes héroes troyanos que sobrevivió a la masacre
subsiguiente a la famosa trampa del Caballo de Troya. Nieto o
bisnieto de de Eneas fue Numitor, rey de Albalonga y padre de Rea
60
Silvia; cuando el usurpador Amilio asesinó a Numitor y, para evitar
problemas de legítima sucesión al trono de Albalonga, recluyó a la
joven en el templo de Vesta con la subsiguiente condena a la
virginidad perpetua, Marte, dios de la guerra, raptó y violó a la
resignada vestal: de ahí nacieron los gemelos Rómulo y Remo. A los
romanos les gustaba creer que el sicario, que, por encargo de Amilio,
había de arrojar al Tíber a los dos recién nacidos, se apiadó de ellos y
los dejó al cuidado de una loba, que había perdido sus crías y no tuvo
el menor reparo en adoptarlos hasta que se pudieran valer por sí
mismos. Años más tarde, Rómulo y Remo supieron de sus derechos,
mataron a Amilio para luego pelearse entre sí con el resultado de que
Rómulo mató a Remo y se autoproclamó rey de un territorio que
cercó y llamó Roma.
Seis reyes más hubo en Roma hasta que el último de ellos,
Tarquinio el Soberbio, fue expulsado con toda su familia por iniciativa
de Lucio Junio Bruto respaldado por una incipiente institución
republicana que se llamó Senado e hizo valer sus derechos
instaurando la República (509 adC).
En el nuevo régimen político cobraron progresiva importancia la
“representatividad legal” encarnada en el Senado con teóricos plenos
poderes para dictar leyes y nombrar al poder ejecutivo, la cuestión
religiosa en torno al dios Júpiter, “padre de los dioses y de los
hombres”, un ejército (las legiones) con operatividad similar a la de
las míticas falanges macedónicas y el Derecho cuya inicial expresión
fueron las llamadas Doce Tablas: de ellas Tito Livio ha dejado escrito
que eran la fuente de todo el derecho romano, tanto público como
privado. Al parecer, la versión original (inscrita en doce tablas de
madera) fue destruida por Breno, caudillo galo, el año 400 adC, pero
su espíritu y letra siguieron en vigor de forma que, según Cicerón,
hasta los niños aprendían de memoria su contenido en las escuelas.
Se cree que las diez primeras habían sido elaboradas por los
decenviros, especie de comisionados que, al respecto, visitaron
Atenas y otras ciudades griegas para luego darles forma legal y
exponerlas públicamente en el Foro Romano (año 451 adC); más
tarde fueron redactadas las dos últimas tablas hasta completar el
número de doce.
Las tres primeras tablas regulaban el derecho de propiedad (jus
utendi et abutendi) y los posible litigios entre particulares; en la IV y V

61
se regulaba el derecho de familia y sucesiones estableciendo firmes
criterios sobre las atribuciones del pater familias, testamentos,
herencias y divorcios; las tablas VI y VII se referían a las relaciones
de vecindad y comerciales con sus posibles desavenencias,
incumplimientos de compromisos verbales, contraprestaciones,
resoluciones y demás de los contratos de servicios y operaciones de
compra-venta, que, parea los romanos, no cobraban valor jurídico
hasta tanto no se materializaban, al menos, en una operación entre
proveedor y cliente; en las tablas VIII y IX se regulaba el derecho
penal con expresa distinción entre los dos ámbitos del derecho público
y del derecho privado, precisando la sinrazón de todo privilegio de
forma que todos los ciudadanos fueran iguales ante la Ley; la tabla X
se refería al derecho sacro expresado en los cultos públicos y
privados, incluida la devoción a los muertos; en las tablas finales, XI y
XII, llamadas Tabulae iniquae (tablas de los inicuos), se pretende
salvar las posibles lagunas de precedentes prescripciones, en especial
las referidas a las relaciones entre los diversos estamentos sociales:
pretendían marcar insalvables distancias entre patricios y plebeyos,
considerando a éstos ciudadanos de segunda categoría hasta el punto
de dar fuerza legal a la prohibición de lo que llamaban connubium o
matrimonio entre clases distintas, evidente arbitrariedad que fue
abolida por la Lex Canuleia (445 adC).
Durante la época republicana, la cabeza visible de la Ley era
representada por el Pontifex Maximus, generalmente encarnado por
un miembro del patriciado con la consiguiente predisposición a
favorecer a los miembros de su clase, lo que promovió el realce de la
figura del jurista o leguleyo, entre los que, ya al final de la República,
destacó con fuerza Cicerón (106-43 adC) hasta el punto de ser
nombrado cónsul y reconocido por el Senado como Padre de la Patria.
Conocidas son las continuas y, a veces, encarnizadas tensiones
entre patricios y plebeyos hasta llegar al difícil punto de equilibrio que
representó el reconocimiento político de los llamados tribunos de la
plebe, figura que había surgido como contrapoder de los cónsules y
que, nombrados por el Concilium plebis, ejercían una responsabilidad
de teórica igual eficiencia que la de los cónsules. En principio, fueron
dos como los cónsules; posteriormente, se incrementó su número a
cinco para llegar hasta diez, lo que no dejó de crear tensiones,
resueltas cuando el propio emperador, César Augusto, en clara

62
manifestación de populismo, asumió de forma personal la tribunicia
potestas. En razón de la práctica asunción de todo el poder jurídico-
político-militar por parte del Emperador, si bien las leyes escritas eran
presentadas como prolongación o desarrollo de las clásicas Doce
Tablas, era en la voluntad o capricho del César en donde residía la
última palabra.

Israel, cuna de la Civilización Cristiana


Por Israel (Jerusalén, que significó Paul Valery), claro está,
entendemos todo lo que hoy se reconoce como Tierra Santa y que, en
tiempos de la llamada Pax Augusta, vivió un acontecimiento clave en
la Historia de la Humanidad: ni más ni menos, la Encarnación y
Nacimiento del Hijo de Dios. Es un acontecimiento que corresponde a
la Promesa que Abraham, “padre de los creyentes”, cree recibir de
Yahvéh, Único Dios: “Por ti se bendecirán todos los linajes de la
tierra” (Gen 12,3). Todo el Antiguo Testamento gira en torno a esa
Promesa hasta que se hace realidad según nos trasmite el Nuevo
Testamento.
En claro y sencillo lenguaje que llega al corazón de las personas de
buena voluntad, a esa realidad se refiere el apóstol Pablo cuando
dice:
Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para
el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus
profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del
linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder,
según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos (Rom 1,1-4).
Quienes fueron testigos del paso por el mundo del Hijo de Dios,
convertido por propia voluntad en Hijo del Hombre, pudieron decir de
él: “Todo lo ha hecho bien; también hace oír a los sordos y hablar a
los mudos” (Mc 7, 37). Por nosotros fue vilipendiado, perseguido,
muerto y sepultado… pero la muerte nada pudo contra El.
San Pablo, el “primero después del Único” (Benedicto XVI, 25-10-
06), nos expresa así la inigualable trayectoria vital de nuestro
Hermano Mayor:
“Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de

63
quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte aun
viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago, más tarde, a
todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí
como a un abortivo…. Ahora bien, si se predica que Cristo ha
resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre
vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección
de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es
nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Cor 15, 3-14).
Fieles al magisterio de Cristo y a la fiel exposición de Pablo, el
“primero después del Único”, los exégetas cristianos de buena
voluntad, acertaron a sintonizar la Buena Nueva con lo mejor de la
herencia greco-romana: Desde esta perspectiva es de justicia recordar
a San Agustín (354-450), la gran lumbrera del mundo occidental que
formó la inteligencia de la Europa cristiana” (Cardenal Newman): En
su “Ciudad de Dios”, recuerda lo mejor de Platón y Cicerón para, a la
luz del Evangelio, presentar las líneas maestras de todo un tratado
político a tener en cuenta por los reinos y naciones de la Europa
cristiana. Podría decirse de él que “cristianizó” a Platón:
“Para mi propósito, basta saber que Platón sintió que había dos
mundos: uno inteligible, donde habita la misma verdad, y este otro
sensible, que se nos descubre por medio de los órganos de la vista y
del tacto. Aquél es el verdadero, éste el semejante al verdadero y
hecho a su imagen; allí reside el principio de la Verdad, con que se
hermosea y purifica el alma que se conoce a sí misma; de éste no
puede engendrarse en el ánimo de los insensatos la ciencia, sino la
opinión». (San Agustín, Del libre albedrío).
También para San Isidoro de Sevilla (390-461) el pensar y vivir en
cristiano, junto con el testimonio de Cristo, los Apóstoles y los Padres
de la Iglesia, no debe descuidar las aportaciones de la cultura
grecorromana. Así nos lo transmite en sus Etimologías y alguna más
de sus geniales obras.
A través de los citados y otros muchos Padres de la Iglesia, se
llega hasta Santo Tomás de Aquino (1225-1274), quien supo ver en
Aristóteles a un apasionado buscador de la verdad desde las
limitaciones de un infatigable estudioso que vive en un mundo falto
de los raudales de amor y de libertad subsiguientes al nacimiento,
vida, muerte y resurrección del Hijo de Dios: Santo Tomás copia de
Aristóteles un realismo que conjuga la directa apreciación de los
sentidos con el incondicionado juicio de la razón… Se llega así hasta la
frontera de lo inexplicable, que para Santo Tomás, no para
64
Aristóteles, resulta aceptable a la luz de la fe. Se perfila así el sentido
común cristiano: Nihil est in intellectu quin prius fuerit in sensu (nada
en la inteligencia que antes no haya pasado por los sentidos).
Como colofón de la cultura greco-romana, merced a la presencia
viva en el Mundo de Jesús de Nazareth, muerto y resucitado en
Jerusalén, se inicia y desarrolla el principal capítulo de nuestra
Historia: ése en el que los principales factores de orden, progreso y
paz son el Amor y la Libertad a cultivar en pensamiento y obra por
cada uno de nosotros para proyectarlo hacia todos nuestros hermanos
sin distinción de religión, raza, cultura o lugar.

¿De quién es esta imagen y la


inscripción? dícenle: del César. Entonces
les dice: Pues lo del César devolvédselo al
César y lo de Dios a Dios.
Mt 22, 20-21
10
LA IMPRONTA DEL CRISTIANISMO EN EL PODER CIVIL
Los primitivos cristianos vivían en este mundo, pero sin ser de este
mundo (Jn 17,14), y, por ello, hubieron de afrontar muy grandes
dificultades, de las que ya el Maestro les había prevenido:
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a
vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como
no sois del mundo por que yo, al elegiros, os he sacado del mundo,
por eso os odia el mundo” (Jn 15, 18-19).
Conscientes de sus responsabilidades sociales, con carácter
general, los cristianos de los primeros siglos no escatimaban esfuerzos
para colaborar en el orden social sobre todo cuanto no contradecía los
fundamentos de su fe; lo refleja así Eusebio de Cesárea (263-339)
en su “Historia Eclesiástica”:

65
Ciertamente fue tan fuerte la persecución que entonces nos
oprimía en todo lugar, que Plinio segundo, muy destacado entre los
gobernadores, impulsado por la gran cantidad de mártires, comunica
al emperador Trajano la abundancia excesiva de aniquilados por causa
de su fe. En la misma carta menciona que no se les ha tomado en
ningún acto impío ni contrario a las leyes, con la excepción de
levantarse al despuntar el día para cantar himnos a Cristo como a un
Dios, y que a ellos también les está prohibido adulterar, asesinar y
cometer delitos semejantes, y que en todas las cosas actúan de
acuerdo con las leyes (Ib. III, XXXI).
En el último tercio del siglo III, el inmenso imperio romano se
había hecho francamente ingobernable: Tras Claudio II el Gótico
(r.262-270), en rápida y, a veces, expeditiva sucesión, llega una
retahíla de mediocres titulares del Imperio: Quintilo (r. 77 días en
270), Aureliano (r.270-275), Claudio Tácito (r.275-276), Floriano
(r.276), Probo (r.276-282), Caro (r.282-283) y Carino (r.283-285).
Este último, hijo del anterior, ha pasado a la historia como ejemplo de
todas las posibles perversiones: además de incurrir en las
aberraciones y excesos de un Nerón o de un Calígula, se le atribuye el
envenenamiento de nueve sucesivas esposas y las órdenes de
asesinato contra su propio padre y su hermano Numeriano (r.283-
284), con quien, según el testamento paterno, había de compartir el
trono imperial. Con ello cambió radicalmente la situación del Imperio.
El ejecutor de ese último crimen fue un tal Arrio Aper, prefecto
de la guardia pretoriana y cuñado del propio Numeriano, a quien
asesinó mientras dormía. Esperando la ocasión de huir, pasaron varios
días hasta que fue delatado por el olor de la descomposición del
cadáver. Arrio Aper fue ejecutado de forma inmediata por Diocles o
Diocleciano, uno de los más destacados generales, quien, con el
apoyo de las legiones a su mando, se autoproclamó emperador.
Carino declaró usurpador a Diocleciano y desató una guerra civil que
se resolvió cuando, en una de las habituales bacanales, sedujo a la
esposa de un tribuno y fue asesinado por el ultrajado marido.
Muerto Carino, Diocleciano fue reconocido por Senado y Ejército
como único emperador, imponiéndose pronto a sus posibles
competidores por su carisma personal, capacidad de gestión y
experiencia militar. Hubo de enfrentarse a una situación económico-
político-militar deteriorada hasta lo indecible en los precedentes
treinta años de progresiva anarquía y, en consecuencia, introdujo muy

66
substanciales modificaciones en la economía, la administración
pública, el ejército y las divisiones territoriales: 96 provincias
agrupadas en 12 diócesis con gobernadores, asistidos por militares de
la directa dependencia imperial y vigilados según el estilo de un
sátrapa oriental; consciente de la magnitud de la tarea, asoció al
trono a su compañero de armas Maximiano (250-310), al que nombró
“césar” en 285 para luego concederle su propia categoría de
emperador Augusto con responsabilidad directa sobre Occidente
mientras él se reservaba Oriente con la capital en Nicomedia.
Muy pronto, ambos “augustos” decidieron nombrar sus respectivos
asociados con la categoría de “césares” y la precisa asignación del
gobierno de un territorio. Se constituía así la llamada Tetrarquía, que
dividía el Imperio en cuatro partes: Diocleciano, como augusto de
Oriente, se reservó Tracia, Asia y Egipto a la par que nombraba césar
a su yerno Galerio con dominio sobre la península balcánica, excluida
Tracia; al augusto Maximiano le correspondió Italia, Hispania y Africa
Occidental mientras que a su césar se le asignaba el gobierno de Galia
y Britania: para tal responsabilidad Maximiano designó a Constancio
Cloro, militar que se había merecido grandes honores por haber
apaciguado las revueltas de Hispania y Britania; para acceder al cargo
Constancio hubo de repudiar a su esposa Helena (Santa Elena, para la
Iglesia y la Historia) y casarse con Teodora, hijastra de Maximiano; de
Constancio y Helena había nacido quien pasará a la historia con el
nombre de Constantino I el Grande.
Al constituir la Tetrarquía, ambos augustos se habían
comprometido a ceder el máximo poder a sus respectivos césares al
cabo de veinte años; es así cómo, en el año 305 pasaron a la
categoría de augustos los césares Galerio y Constancio, mientras
Diocleciano se recluía en su soberbio palacio de Nicomedia
contentándose con el pomposo título de Senior Augustus Pater
Imperatorum et Caesarum y Maximiano, a regañadientes, aceptaba la
“jubilación” sin otro título que el de Senior Augustus.
El citado historiador Eusebio de Cesárea nos cuenta cómo en los
primeros tiempos de Diocleciano (245-316, r.284-305) los cristianos
disfrutaban de paz y prosperidad en tanto que sacerdotes y obispos
“eran honradas con el mayor cuidado por todos los gobernantes” e
“innumerables multitudes se acercaban a las amplias y espléndidas

67
iglesias que fueron edificadas en los lugares donde antes había
humildes templos” (Ib. VIII, I-II).
Al parecer, fue por instigación y malas artes del césar Galerio como
Diocleciano montó en cólera al recordarle que los cristianos “no
reconocían su divinidad” con el consiguiente “mal ejemplo” para el
resto de los súbditos. Ello fue suficiente para desencadenar una de
las persecuciones más encarnizadas de la historia de la Iglesia como
cumplimiento de sendos edictos a las cuatro divisiones del Imperio
“para derribar todos los templos y destruir con fuego las sagradas
Escrituras, y recomendando que quienes se encontraban en puestos
de honor fueran degradados si perseveraban en su adhesión al
Cristianismo” (la catedral de Nicomedia fue uno de los templos
arrasados).
Miles y miles fueron los mártires en todo el ámbito del imperio
hasta el año 311, en que el propio Diocleciano, a raíz de una
enfermedad que achacó a castigo del “dios desconocido”, salió de su
retiro para propiciar un edicto que, a la par que interrumpía la
obligación de adorar al emperador, autorizaba a los cristianos el
desempeño de cargos de responsabilidad en la vida pública y en el
ejército, lo que, a efectos prácticos, favoreció la buena marcha de los
asuntos públicos: los cristianos, adoraban a Dios sin dejar de acatar la
autoridad de este mundo en todo lo que contribuía al bien general;
siguiendo la consigna del Maestro, daban al “césar lo que es del césar
y a Dios lo que es de Dios”.
Eso es algo que tuvo muy bien en cuenta Constantino I el Grande
(280-337) cuando el año 314, con el famoso Edicto de Milán admitió
la libertad religiosa en todo el ámbito del Imperio al tiempo que
decretaba el reconocimiento social de cuantos cristianos se
distinguieran en el servicio a los intereses generales. Era un edicto
consecuente con la ayuda que los cristianos habían prestado a
Constantino en la guerra civil a que hubo de enfrentarse para
asegurar su autoridad.
Guerra civil que empezó siendo guerra de familia, unida y desunida
por la pura y simple ambición de poder frente a la difícil viabilidad de
los matrimonios de conveniencia entre hijos y demás de los distintos
titulares de la Tetrarquía: resultó imposible la pretendida “ósmosis”
de “ausgustos” y “césares”: Sucedió que el “césar” Majencio (238-
312), hijo del retirado “augusto” Maximiano, asesinó al que fuera

68
césar Valerio Severo, torticeramente promovido a la categoría de
augusto por su valedor el augusto Galerio, ello en detrimento del ya
augusto Constantino, legítimo sucesor de Constancio Cloro y
respaldado por las legiones de Britania e Hispania, que le habían
reconocido su exclusivo emperador convirtiéndole así en enemigo a
quien abatir por los otros jerarcas.
En principio, Constantino tuvo enfrente a su suegro Maximiano,
“augusto” retirado que quería para su hijo Majencio lo que había
obtenido su yerno; al propio Majencio con disgusto de su hermana
Fausta, esposa de Constantino; al “augusto” Galerio, emperador de
Oriente, respaldado en todas sus pretensiones por su suegro y
valedor el “divino” Diocleciano, quien, para contrarrestar el
nombramiento de Constantino, salió de su ostracismo y de común
acuerdo con su yerno Galerio, nombró a un tal Licinio (250-325)
augusto emperador de Occidente. Cada uno de los pretendientes al
poder absoluto, contaba con su parte de legiones bárbaro-romanas, lo
que forzó ciertas alianzas más o menos efímeras. El año 310,
Constantino forzó el suicidio de su suegro Maximiano; al año
siguiente, perseguido por los recuerdos de sus ruindades y crueldad,
murió Galerio al tiempo que Constantino y Licinio juntaban sus
legiones para marchar hacia Roma contra Majencio, que se creía
heredero de todo el imperio por la muerte de su padre Maximiano y
de su suegro Galerio y contaba con un seguro triunfo por tener a su
favor un ejército considerablemente superior al de Constantino y de
Licinio y ¿por qué no? con todos los auspicios de los paniaguados
augures.
El 28 de octubre del año 312, contra todos los pronósticos,
Majencio fue derrotado y, en la huída, se ahogó al caer al Tiber desde
el puente Milvio, lo que dio nombre a una batalla, que, según la
Tradición, resultó victoriosa para Constantino y Licinio por la
intervención de los cristianos que habían luchado bajo el lábaro de la
Cruz. Licinio y Constantino se reconocieron mutuamente como
emperadores “augustos”, el primero para Oriente y el segundo para
Occidente con algunas discrepancias respecto al trato que se
merecían los cristianos. Constantino impuso su criterio y promulgó el
año 314 el Edicto de Milán por el que se otorgaba la libertad religiosa
a todo el ámbito del imperio, se reconocía la “función social” del

69
Cristianismo y se devolvía a los cristianos todos los bienes
previamente expoliados.
Poco tiempo más tarde (año 315) Constantino y Licinio
suscribieron un acuerdo de “fraternal armonía” que duró hasta el año
324 en el que Licinio, que pretendía restaurar el paganismo como
religión de estado y no había resistido a la tentación de proclamarse
único emperador por derecho divino, se enfrentó a Constantino quien
le derrotó y mandó ejecutar tras la batalla de Adrianópolis.
Es cuando, probablemente, Constantino pensó que el cristianismo
podía muy bien ser la culminación del proceso unificador de todo el
Imperio y ¿por qué no? del mundo allende sus fronteras. Había
logrado que sólo hubiera un emperador, una ley y una ciudadanía
para todos los hombres libres. Sólo faltaba una religión única para
todo el Imperio. Para ello era preciso que hubiera igualmente una sola
Cristiandad, uniformada al máximo posible. Fue así como cómo, para
Constantino, las discusiones doctrinales o disciplinarias de la Iglesia
eran asunto de estado al tiempo que él se mantenía sin pronunciarse
categóricamente por ninguno de los bandos, personificados entonces
por católicos y arrianos.
Parece demostrado que Constantino I el Grande, autócrata en la
línea de un Diocleciano, hasta el fin de sus días mantuvo una forma
de vida no muy conforme con la moral católica, aunque, ciertamente,
favorecía su desarrollo como “razón de Estado”: hasta poco antes de
morir, vivió como príncipe pagano con especial devoción por Mitra,
idolátrica personificación del sol: se cuenta que, a pesar de reconocer
a la religión católica como la más aproximada a la verdad, retrasó su
bautizo hasta poco antes de morir para no sentirse obligado a guardar
los mandamientos y que, aún entonces, pidió ser bautizado in
articulo mortis por un obispo arriano de moral mucho más lasa que la
de los sacerdotes católicos. Por otra parte, su sucesión resultó ser una
reproducción de las ambiciones y guerras civiles subsiguientes a la
desaparición de Diocleciano. .
Ese ambiguo comportamiento surtió un doble y contrapuesto
efecto: de una parte facilitó el ejercicio de la libertad personal en la
vida de los auténticos cristianos; de la otra, entreabrió la puerta a los
aprovechados y arribistas de siempre “lobos con piel de cordero”,
cuya preocupación esencial es todo lo que atañe a las cercanías del
propio ombligo.
70
Es así como empieza a construirse la historia de la llamada
Civilización Occidental: una atmósfera de mucha mayor libertad y
generosidad, propicia para el cultivo y desarrollo de los valores
cristianos en medio de un mundo del que nunca han desaparecido los
especuladores, los sofistas perseguidores de vanidades académicas,
los “adoradores y profetas de Baal” y, con todos ellos, el desamor, la
hipocresía, los vicios, el juego de mezquindades, el “imperio de los
sentidos”, el atropello al humilde, la desaforada rivalidad cuando no
encarnizadas guerras por simples cuestiones de predominio
económico, la ampulosa retórica, la adulteración de verdades
elementales…; en fin, todo lo anticristiano de que se alimenta un
ideal-materialismo en el que el “grano de mostaza” (Mat. 13,31-35;
17,20. Luc. 17,1-6) de la realidad cristiana, para “crecer y cubrir la
tierra” ha de superar mil y una dificultades que son otras tantas
ocasiones para la personalizante y personalizada fe activa de todos y
de cada uno de los cristianos.
Otra cosa es cuando los contenidos de escritos y sermones son
convertidos por el poder político en “razones de Estado” o sirven
como simple objeto de “brillo social” de forma que los llamados a
desarrollar constructivas ideas han de conformarse con el papel de
funcionarios o con perseguir por cuenta propia el embriagador
aplauso de las academias.
Puede suceder, y, de hecho, ha sucedido muchas veces a lo largo
de la Historia, que algo tan sagrado y tan práctico para edificar la
Ciudad de Dios cual es el Evangelio, pierda fuerza constituyente de
buenos cristianos porque no se presta la importancia que le
corresponde a la Gracia en que se apoya el verdadero vivir y morir en
cristiano. Es así como vemos que la progresiva marcha de la historia
cuenta con enormes altibajos en los que el incremento del número de
los que se llaman cristianos no se traduce en paralelo aumento de la
libertad y del amor que, por su propia razón de ser, habían de
caracterizar a la sociedad cristiana: la Europa feudal nos da de ello un
elocuente ejemplo al mostrarnos cómo, salvo las excepciones
protagonizadas por algunos monasterios y de otros “incondicionales
amigos de la Verdad”, fue fenómeno habitual la tibia y
condescendiente sumisión a los poderes de la tierra de la mayor
parte de los llamados a predicar el Evangelio por encima de cualquier
otra conveniencia: protección requería sumisión, muchas veces

71
traducible en adaptación de la doctrina al servicio de los afanes de
conquista o a los caprichos del jerarca de turno.
Aun así, cuenta la historia con magistrales excepciones como la
protagonizada por San Ambrosio, Arzobispo de Milán (340-397),
frente al emperador Teodosio el Grande (347-395): éste, que se decía
fiel hijo de la Iglesia, siguiendo una de las bárbaras costumbres de la
época, ahogó en sangre la muerte de varios soldados romanos que se
habían sobrepasado en sus atribuciones respecto a la sociedad civil de
Tesalónica; como represalia, Teodosio mandó organizar unos juegos
que congregasen en su anfiteatro a una buena parte de los
ciudadanos para luego cerrar las puertas y masacrarlos ferozmente.
Cuando Ambrosio fue informado de ello, excomulgó a Teodosio de
forma inmediata y no le dio la absolución hasta no verle de rodillas,
humillado y contrito después de varios días de ayuno y penitencia a
las puertas de la iglesia catedral del Milán.
Gracias a la valentía de un Pastor dispuesto a dar la vida por sus
ovejas (Jn 10,11) vemos ahí un punto de ruptura con el viejo, criminal
y anquilosante orden pagano: la Ley de Dios está por encima de toda
categoría humana. Esa es la posición de un católico cuando los abusos
del poder responden a encarnizamientos en las represalias o
sobrepasan los límites de la estricta justicia; ya no es cristiano cuando
pretende responder con la misma moneda puesto que el que a hierro
mata a hierro muere (Mt 26,52).
En este punto oportuno es referirnos a una buena parte de la
propia historia de la “Europa Cristiana”, en la que los poderes de este
mundo han llegado a mantener y desarrollar, más que mutuas
tolerancias y respetos, convencionales acuerdos de dudosa fidelidad al
Evangelio. A título de ejemplo podemos citar lo que se ha llamado
“reconstrucción del Imperio Romano de Occidente”.
La cosa empezó cuando en la Navidad del año 800, luego de haber
consumado con éxito sus primeras sangrientas campañas contra
sajones, bávaros, eslavos y lombardos, el franco Carlos (742-814),
hijo de Pipino el Breve y nieto de Carlos Martel, fue coronado
emperador del Sacro Imperio Romano por el papa León III.
En agradecimiento a su encumbramiento, el franco Carlos,
reconocido por la historia como Carlomagno, subordinó al Imperio el
poder político de los papas (hizo del Patrimonium Petri un feudo del
Imperio) al tiempo que se erigió en principal protector de la Iglesia, lo
72
que, para él implicaba tanto la lucha sin cuartel contra paganos y
herejes (al final de cada batalla solía ejecutar a cuantos se negaban a
recibir el bautismo) como la “adaptación” de la Doctrina a las
necesidades de gobierno en razón de su “soberano criterio” puesto
que
“tres personas han estado hasta ahora en la cima de la jerarquía
del mundo: la primera es el representante de la sublimidad apostólica,
vicario del bienaventurado Pedro , príncipe de los apóstoles y que
ocupa su sede. La segunda es el titular de la dignidad imperial, que
ejerce el poder secular en la segunda Roma (Bizancio). Y la tercera es
la dignidad real, en la cual nuestro Señor Jesucristo os ha colocado a
vos como gobernante del pueblo cristiano. Esta última dignidad excede
a las dos anteriores: es más excelente su poder, más ilustre su
sabiduría, más sublime la dignidad de su reinado”. Así lo refleja para
el emperador el más fiel de sus asesores eclesiásticos, el monje
anglosajón Alcuino de York (735-804).
Con tales asesores no es de extrañar que, para Carlomagno la
Teología fuera el principal soporte de su poder y, en consecuencia,
mimara a los teólogos, quienes, a la recíproca, no dudaban en
venerarle como “brazo armado de Dios” al tiempo que procuraban no
crearle problemas de conciencia. Se sabe que ordenó ejecuciones en
masa con muchos miles de víctimas sin que en su entorno hubiera un
San Ambrosio que le hiciera entrar en razón cristiana o que fuera más
allá de lo que el propio Carlomagno entendía por doctrina, prácticas
religiosas o justo orden social.
Tales actitudes muestran claras faltas de respeto a la categórica
recomendación del Maestro: “Dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21)

73
11
LA HISPANIA ROMANA Y CRISTIANA
Lo de Roma e Hispania fue algo más que lo habitual entre
conquistador y conquistado. Hispania se romanizó al mismo tiempo
que, en cierta forma, Roma se hispanizaba: si se adoptó el latín como
lengua principal y vehículo de absorción de la nueva cultura; si se
explotaron minas, se modernizó la agricultura y se construyeron
calzadas, acueductos, puentes, templos, villas, teatros y anfiteatros y
si, con extraordinaria rapidez, se reorganizó la vida y sociedad
hispánica al estilo romano, muchos hispanos participaron en los fastos
de lo que se ha llamado la grandeza de Roma: hispanos fueron los
emperadores Trajano, Adriano y Teodosio; y lo fueron Quintiliano,
Marcial, Lucano y, sobre todos ellos, Séneca, retórico, dramaturgo,
filósofo y político, a quien dedicaremos mayor atención unas líneas
más abajo.
Desde años atrás, Roma, ya dueña de la mayor parte del mundo
civilizado, se consideraba heredera y depositaria de la cultura griega,
trataba con especial predilección a sus retóricos y filósofos como en
un afán de obligarles a superar con creces las cotas alcanzadas por
filósofos de la talla de Platón o Aristóteles. Eso creyó un Cicerón (-
106-43) que se atrevió a escribir: “Sería cosa gloriosa y admirable que
los latinos no necesitáramos para nada las filosofías de los griegos, y
lo conseguiremos, ciertamente, si yo puedo desarrollar todos mis
planes” (De officiis 2,2,5). Aventurada pretensión, tal vez, pero que,
de alguna forma, representa las aspiraciones de quienes se creían
dueños del mundo y, por lo mismo, capaces de llegar en cualquiera
de los órdenes hasta donde nadie había llegado. Claro que habría de
hacerse para mayor gloria de Roma o de sus más ilustres
representantes y no por el “simple” servicio a la verdad: muchos,
incluido el propio Cicerón, pagaron con la vida su “despiste”.
Tras las repetidas y enconadas guerras civiles alimentadas por la
ambición de poder de personalidades como Mario y Sila (-88),
Pompeyo y César (-48), Marco Antonio y Octavio (-30), reconocido
74
éste último (-63 a 14 d.C) por el senado romano como Augustus
Imperator, gobernó durante más de cuarenta años y propició una más
“tranquila” forma de convivencia entre las distintas facciones y
pueblos de la cuenca del Mediterráneo. Es lo que se ha llamado la Pax
Romana: fluidez y cierta seguridad en las comunicaciones, “sagrado
respeto” a la propiedad, sociedad jerarquizada con derechos que
disminuyen de arriba abajo y deberes que siguen un orden inverso,
formación de la juventud pudiente siguiendo la estela de la Grecia
clásica, más devoción por el prestigio social, el lujo y la vida muelle
que por los dioses arrinconados en sus templos y bien vistos en
cuanto mantienen la sumisión de la plebe… orden, en fin, con raíces
en lo aparente y fundamentalmente material.
En ese orden político-militar, cobró excepcional importancia un
íntimo de Octavio Augusto llamado Cayo Clinio Mecenas (-69 a -8
a.C.). Enormemente rico y apasionado por seguir la estela de “glorias
romanas” como Cicerón, dedicó una buena parte de su fortuna a
promover “el conocimiento y superación” de retóricos y filósofos de la
“madre” Grecia en una línea similar a la de un fiel discípulo de
Epicuro, su contemporáneo Lucrecio (-98 a -54); es así como pudo
vivir Roma su propio “siglo de oro” marcadamente materialista:
Horacio, Vario, Propercio y Virgilio, descollantes figuras de esa época,
mucho le debieron al patronazgo y financiación de Mecenas (es lo que
hoy se llama “mecenazgo”). Esa generosa protección de las letras,
además de desarrollar entre los ciudadanos libres el afán de aprender,
nos ha legado genialidades como la Eneida de Virgilio, fantasía épica
rival de la Ilíada de Homero (tanto que el “héroe” protagonista,
Eneas, es presentado como un príncipe troyano, que, en réplica a los
legendarios caudillos griegos, resulta ser no menos valiente que
Aquiles ni menos prudente que Ulises). Ciertamente, con Mecenas y
Octavio, Roma se convirtió en el principal foco cultural.
Al calor de tal forma de ilustración, se forjó la personalidad
“académica” de Lucio Anneo Séneca (4 a 65 d.C.). Había nacido en
Córdoba en el seno de una opulenta familia hispano-romana; su
padre, el retórico Marco Anneo Séneca (-55 al 39), se cuidó de que
tuviera la mejor educación posible en la época y, muy joven, le hizo
viajar a Egipto, completar su formación en la Biblioteca de Alejandría
y abrirse porvenir en la ya fastuosa Roma en donde llegó a ocupar

75
puestos de tanta relevancia como el de preceptor de Nerón (49),
Pretor (50) y cónsul (64).
Todavía, a los círculos elitistas de la gran ciudad no ha llegado
conocimiento de que ya cuenta la Humanidad con la semilla de una
revolución que pretende que “los últimos sean los primeros” (Mt
20,16): es el amor, la libertad y el poder que trae el Hijo de Dios,
nacido, precisamente, en Belén, pequeña población de la lejana Judea
(año 0, igual al año 30 del gobierno de Octavio Augusto).
Creemos que Séneca murió sin llegar a conocer lo fundamental de
la Buena Nueva y que sus “aproximaciones” al Cristianismo fueron
producto de la reflexión de un “hijo del siglo” que busca algo distinto
a la vaciedad del entorno social y desarrolla su capacidad de reflexión
siguiendo el impulso natural hacia la crítica de lo que más repugna a
su conciencia. Sin llegar a priorizar lo netamente espiritual sobre los
oropeles del siglo, la tiranía de la vida muelle y otras muestras del
materialismo reinante, llega a conclusiones que mucho tienen que ver
con una elemental moral natural. Claro que no se puede decir que
viviera de acuerdo con los buenos preceptos que trasmitía a quienes
leían y escuchaban. Difícil ser de otra forma desde el posicionamiento
al que le llevaban su forma de vivir, las simples luces del razonar
humano y el orgulloso regodeo del que se sabe una de las personas
más cultas de su entorno..
Testigo directo del progresivo enterramiento de las viejas libertades
republicanas al hilo de las liviandades, atropellos, endiosamientos y
crímenes de los primeros sucesores de Augusto, aunque sin dejar de
servirles por conservar su posición, Séneca buscaba su propia razón
de ser en el estudio y la reflexión al tiempo que participaba en los
fastos de la corte y seguía con la vida muelle que le proporcionaba su
inmensa fortuna (varios millones de sextercios).
Los manuales de filosofía catalogan a Séneca como estoico o
seguidor de la doctrina que se enseñaba en la biblioteca-museo de
Alejandría y, en consecuencia, era la más difundida entre los
ilustrados del mundo pagano: un totum revolutum en el que, junto
con algunos dictados de Heráclito, Pitágoras, Platón y Aristóteles, se
habían introducido diversas corrientes de epicureismo, cinismo y
escepticismo. Más que filósofo, Séneca podría ser considerado
“moralista” o predicador del buen parecer y el de vivir conforme a un

76
“equilibrio natural” (Rousseau, siglos más tarde, pretenderá algo
parecido).
Al igual que Cicerón, tampoco Séneca creía en los dioses oficiales
del imperio, que “despiertan más temor que amor” y son un desafío a
la normal inteligencia: “no soy lo tonto que se necesita para aceptar
tales patrañas”, llegó a decir. Por el contrario, cree en un Dios
confundido con las fuerzas de la naturaleza:
¿Qué otra cosa es la naturaleza sino Dios y la razón divina inserta
en todo el mundo y en cada una de sus partes? no se da la naturaleza
sin Dios ni Dios sin la naturaleza...?”
Para Séneca el verdadero sabio es el que vive conforme a razón y
se hace fuerte en tanto en cuanto logra encauzar sus pasiones hacia
un elevado fin: “el fuego, decía, prueba al oro, las vicisitudes de la
vida a los hombres fuertes”. Desde ese posicionamiento intelectual
nos ha legado una obra en que se defiende con calor y convicción
creencias y principios morales muy próximos a un cristianismo que no
conoció. Ello implica que, a pesar de no haber vivido el Cristianismo,
Séneca ha sido aceptado como maestro de moral por no pocos
ascetas y religiosos, tanto que algunos han llegado a considerarle algo
así como guía de pensar para los cristianos: “Seneca saepe noster”
(Séneca es próximo a nosotros), ha dejado escrito Tertuliano.
Cuando Séneca habla del « Destino » díriase que piensa en la
Providencia cristiana, la cual, sin cohartar la libertad de las personas,
« inicia el camino » de la mejor solución :
« El Destino, dice, no es otra cosa que la primera de una serie de
causas que a ella se encadenan ». Nos habla de una «invisible alma
del universo », a la que concibe « todo bondad y pendiente del
bienestar de toda la Humanidad » ; adelanta una aceptable definición
de la persona humana cuando dice « el hombre es cosa sagrada para
el hombre »
Puesto que le faltó conocer y vivir el amor y la libertad, que vino a
mostrarnos nuestro Señor Jesucristo, Séneca se mantiene lejos del
cristianismo cuando no reniega del lujo que se alimenta de la miseria
de los débiles, coloca al sabio en el mismo plano que Dios, es
condescendiente y no generoso con los defectos del prójimo o ve a la
muerte voluntaria (el suicidio) como una « potestad del sabio que
huye de las vicisitudes para alcanzar el descanso». Claro que era
aquella una circunstancia absolutamente pegada a las « cosas » de

77
este mundo y él, de alguna forma, hubo de dejarse llevar (o
participar) en el desenfreno anejo a la corte de personajes como
Calígula, Claudio y Nerón hasta ser condenado a abrirse las venas por
parte del último, de quien, como ya hemos recordado, había sido
preceptor.
Siendo el estoicismo la doctrina filosófico-moral más apreciada por
la élite de la intelectualidad romana, cabe creer que sus derivaciones
llegaron a formar parte de la vida y formación de los hispano romanos
más cultivados de la misma época y, por extensión, tal vez también
de parte del pueblo
Dicho esto, alecciona el hecho de que, muy al contrario de lo que
ha ocurrido con otras viejos sistemas de la antigüedad, la doctrina
personificada por Séneca, el estoicismo, se desvaneció
progresivamente ante la crecida presencia del Cristianismo, tal como
si el papel histórico que le hubiera correspondido fuera el de precursor
y los valores que defendía fueran humilde anticipo de los ratificados
por nuestro Señor Jesucristo.
Son valores presentes en la Hispania Romana desde el primer siglo
de nuestra era. Según la tradición fue el apóstol Santiago el primer
predicador del Evangelio por las tierras de Hispania; según la misma
tradición, superó las dificultades iniciales gracias al tesón y coraje que
le infundió María, la madre del Salvador, en el milagroso encuentro
que tuvo lugar en Cesar Augusta (Zaragoza). De ahí nacería el coraje
que supo infundir a los “siete varones apostólicos” de quienes la
tradición nos dice difundieron el Evangelio por toda Hispania. Santiago
volvió a Jerusalén en donde “Herodes le hizo morir por la espada”
(Hech 12,2), lo que le convierte en el primero de los apóstoles
muerto por el odio de los no cristianos. Sus discípulos recogen el
cuerpo y lo traen hasta Galicia: desde época inmemorial, su sepulcro
es objeto de veneración para toda la Cristiandad mientras que su
testimonio, culto y recuerdo forman parte substancial de la historia y
creencias de los españoles.
A tal legado de la Tradición se refirió Juan Pablo II en su visita a
Zaragoza del año 1982: “Es el Pilar símbolo que nos congrega en
Aquella a quien, desde cualquier rincón de España, todos llamáis con
el mismo nombre: Madre y Señora nuestra” y “evoca para vosotros los
primeros pasos de la evangelización de España”…..

78
“El Pilar de Zaragoza, dijo además SS, ha sido siempre considerado
como el símbolo de la firmeza de fe de los españoles. No olvidemos
que la fe sin obras está muerta. Aspiremos a “la fe que actúa por la
caridad”. Que la fe de los españoles, a imagen de la fe de María, sea
fecunda y operante. Que se haga solicitud hacia todos, especialmente
hacia los más necesitados, marginados, minusválidos, enfermos y los
que sufren en el cuerpo y en el alma”.
La “Fe que actúa por la Caridad”, es decir, por el Amor, que se
traduce en acción regeneradora del mundo, ha formado parte
importantísima de la historia de Hispania; lo ha sido desde los tiempos
apostólicos con santos y héroes que se enfrentaron al materialismo
imperante
¿Vino también San Pablo a España? Lo anuncia él mismo en dos
pasajes de su epístola a los romanos (Rom 15,24 y 15,28) y pudo
ocurrir en torno al año 63. Es un “probable” viaje al que, en sus
escritos, hacen referencia el Papa San Clemente Romano, tercer
sucesor de San Pedro como Obispo de Roma (año 94) y, más
distantes en el tiempo, San Jerónimo, San Cirilo de Jerusalem, San
Juan Crisóstomo, San Atanasio de Alejandría… Basado en tales
testimonios, Alfonso X el Sabio lo da por cierto en su “Primera Crónica
General”.
Lo que parece fuera de toda duda es que el Cristianismo fue
conocido en Hispania desde la misma época de los Apóstoles y que en
el siglo II se había extendido por la mayor parte de la Península. A
ello se refiere Tertuliano (160-220) cuando escribe que, en sus
tiempos, “la fe cristiana había llegado a todos los rincones de
Hispania”.
Cuando surgen las persecuciones y herejías, es Hispania semillero
de fieles al Evangelio, mártires y predicadores que dan testimonio y
hacen historia. Son muchos los mártires que caen bajos las
persecuciones y notables defensores de la ortodoxia, cuando, tras el
Edicto de Milán (313) afloran con fuerza herejías como la arriana.
Entre esos defensores de la ortodoxia es de justicia recordar al obispo
Osio de Córdoba (257-358), infatigable defensor de la doctrina contra
los atropellos de la autoridad civil primero y contra las diversas sectas
desde el momento mismo en que la sociedad aprendía a deslindar el
poder del César del poder de Dios.

79
Desde su responsabilidad como obispo católico consejero del
emperador, Osio supo compaginar los intereses del poder civil y el
eclesiástico hasta convencer a sus principales representantes, el
propio Constantino y el Papa San Silvestre I, de la conveniencia de
convocar un Concilio Ecuménico, que revitalizara el legado evangélico
con la consiguiente condena de interesadas desviaciones. Surgió así
Concilio de Nicea (a. 325), el primero de los ecuménicos de la
Cristiandad, que reunió a 318 obispos de todo el ámbito cristiano y en
el que, sin paliativos, se condenó al Arrianismo y como documento
final, bajo la probable iniciativa de nuestro compatriota Osio y de San
Atanasio, se lega a los católicos el Credo, documento-oración que, con
ligeras adaptaciones semánticas, sigue siendo nuestra profesión de
Fe. Siempre fiel a la Iglesia de Roma, por el concilio de Sárdica (343),
eliminando nuevas tensiones entre arrianos y católicos, Osio logró la
reposición del heroico San Atanasio (298-372) en su sede de
Alejandría; volvieron los arrianos a la carga contra este valiente e
infatigable defensor de la fe católica y, apoyados en el emperador
Constancio, hacen saber a Osio que a él también le consideran su
enemigo en tanto que es
“tu autoridad sola la que puede levantar el mundo contra nosotros;
eres el príncipe de los concilios; cuanto tú dices, se oye y se acata en
todas partes; eres tú el que redactó la profesión de fe en el Sínodo de
Nicea y el llama herejes a los arrianos”.
Osio se defiende con una carta al Emperador que nos parece
anticipo del posicionamiento de San Ambrosio ante Teodosio el
Grande:
“Yo fui confesor de la fe cuando la persecución de tu abuelo
Maximiano. Si tú la reiteras, dispuesto estoy a padecerlo todo, antes
que a derramar sangre inocente ni ser traidor a la verdad. Mal haces
en escribir tales cosas, y en amenazarme... Dios te ha confiado a ti el
Imperio; a nosotros las cosas de la Iglesia...Ni a nosotros es lícito
tener potestad en la tierra, ni tú, Emperador, la tienes en lo sagrado...”
No gustó mucho la carta a Constancio, quien se creyó con fuerza
para hacer valer su verdad convocando un concilio con predominio de
obispos arrianos: fue el concilio de Milán (355),el cual, apoyado en la
mayoría y en la autoridad del emperador, decretó nuevo destierro de
Atanasio contra la oposición frontal de Osio, quien, ya con cien años
de edad, fue azotado y condenado al destierro en donde murió al año
siguiente.
80
San Atanasio nos recuerda tan valiente testimonio con las
siguientes palabras:
“Murió Osio protestando de la violencia, condenando la herejía
arriana, y prohibiendo que nadie la siguiese ni amparase. ¿Para qué he
de alabar a este santo viejo, confesor insigne de Jesucristo? No hay en
el mundo quien ignore que Osio fue desterrado y perseguido por la fe.
¿Qué Concilio hubo que él no presidiese?¿Cuándo habló delante de los
obispos sin que todos asintiesen a su parecer?¿Qué iglesia no fue
defendida y amparada por él?¿Qué pecador se le acercó que no
recobrase aliento y salud?¿A qué enfermo o menesteroso no favoreció
y ayudó en todo?”
Nos gusta creer que era ésa la fe de los españoles de entonces e
ilusionarnos con que un rescoldo de ella, no menos que la herencia de
la civilización romana, siguió y sigue viva en lo mejor de una buena
parte de los españoles.

12
EL PODERÍO GODO Y LA “VOZ DEL PUEBLO”
EN LA ESPAÑA MEDIEVAL
Para los historiadores, el final del Imperio Romano coincide con el
principio de lo que se llama Edad Media: Mil años de historia con
distintas luces, sombras y, también, distintos protagonistas, que, en
su mayoría, se presentan como cristianos sin que ello signifique que,
realmente y salvo unos pocos, llegaran a amar al prójimo como a sí
mismos. En aquella como en cualquier otra época de la Historia,
abundaban los tibios y los especuladores mientras que la “Barca de
Pedro” había de mantener su rumbo con el constante recordatorio de
los “santos padres” y el esfuerzo de unos pocos de buena voluntad.
Como lo había sido para fenicios, griegos, cartagineses, romanos,
mauris, vándalos, suevos, alanos…., también para los godos (mejor

81
dicho, visigodos, rama occidental del pueblo godo) fue Hispania
objeto de deseo: Alarico I, su rey, había sido derrotado dos veces por
Estelicón, jefe militar al servicio del Imperio hasta ser asesinado por
instigación del propio emperador Honorio; desaparecido Estelicón,
Alarico encontró vía libre para, luego de ocupar el sur de la Galia,
invadir Italia y saquear Roma en 410 para morir meses más tarde y
dejar como sucesor a su hijo Ataúlfo con el encargo de extender a
Hispania su zona de dominio. Uno y otro son visigodos romanizados,
que adoptan muchos de los usos y costumbres del Imperio y que, en
la cuestión religiosa, se muestran más eclécticos que enemigos de los
católicos.
Es Ataúlfo el que encabeza la clásica lista de los reyes godos
españoles: en el 414 se había casado en Narbona con Gala Placidia,
hermanastra de Honorio; cruza luego los Pirineos y fija su corte en
Barcelona en donde es asesinado en el 416. También será asesinado
su sucesor Sigerico …, y lo serán muchos otros de los reyes godos
como si el asesinato (“morbus gothorum”, enfermedad de los godos)
fuera su habitual sistema de sucesión en el trono.
“Oficialmente”, los godos han entrado en Hispania como
comisionados de Honorio para restablecer el poder imperial y así se
presentan en sus relaciones y conflictos con los otros ocupantes
bárbaros y los propios hispano-romanos hasta dominar enteramente
la Península. A diferencia de Alarico y Ataúlfo, una buena parte de los
sucesivos reyes godos toman su arrianismo como medio de
consolidación de sus conquistas y preeminencia social. Durante no
menos de siglo y medio, el fundamentalismo religioso arriano
alimenta la animosidad demasiadas veces cruenta hacia otras
creencias, sobre todo, hacia los católicos.
En el último tercio del siglo VI la crisis alcanza su punto álgido. Es
entonces Toledo la capital de la Hispania gótica y es Leovilgildo,
arriano fundamentalista, el que ocupa el trono y ha delegado en su
primogénito, Hermenegildo, la gotificación y consiguiente arrianización
de la Bética, en la que mantiene la fé católica la fuerte personalidad
del obispo Leandro.
Hermenegildo se había casado con Ingunda, fervorosa católica que
facilitó frecuentes contactos de su esposo con el obispo Leandro:
entre una y otro convencieron a Hermenegildo de las bondades del
catolicismo, lo que le llevó a abjurar de su fe arriana con el
82
consiguiente enfrentamiento a su padre, quien, ante la imposibilidad
de imponer su criterio, declaró la guerra a su propio hijo hasta
derrotarle, hacerle prisionero y ordenar su ejecución.
Testigo de tales hechos fue Recaredo, segundo hijo de Leovilgildo
y, por lo tanto, hermano de Hermenegildo: se había mantenido al
margen en las luchas religioso-familiares y solamente hizo ver sus
preferencias por la Fe Católica cuando, ya reconocido como sucesor
de Leovilgildo, vio consolidada su posición de rey.
Aunque se tiende a presentar cierto paralelismo entre lo que
ocurría en la Hispania gótica y la Galia dominada por los francos (que
se impusieron sobre los galo-romanos), cabe una puntualización: esta
última se decía católica y “unida por la fé” desde que, en el año 496,
animado por su esposa, Santa Clotilde, Clodoveo (466-511)
abandonó el paganismo para hacerse bautizar en la fe católica
(Recaredo lo hizo dos siglos más tarde y desde la herejía arriana).
Por demás, lo que se llamaría Francia (la Galia dominada por los
francos) fue un reino uniforme, relativamente pacífico y sin traumas
sucesorios bajo la continuada dinastía “católica” de los merovingios:
se les llamó reyes holgazanes porque, normalmente, delegaban en el
mayordomo de palacio hasta que uno de estos últimos, Pipino de
Heristal (635-711) creó sin ningún trauma su propia dinastía también
“católica”, (la de los carolingios). No sucedía lo mismo en Hispania en
la que, frente al ninguneo y acoso doctrinal de reyes y obispos
arrianos, los católicos, con su jerarquía al frente, estaban obligados a
defender su fe y digna forma de vivir. Es así cómo con pacífica
energía, práctica de las virtudes cristianas, fidelidad al Papa y mucho
reflexivo trabajo forjaron una personalidad excepcional tres santos e
infatigables obispos, los hermanos Leandro (h. 600), Fulgencio
(m.633) e Isidoro (560-636).
San Isidoro, el más joven de los tres, es reconocido como el más
documentado científico y el más inspirado teólogo de su tiempo; es,
como dice J.Hirschberger, el broche de la patrística occidental como
san Juan Damasceno (754) lo es de la oriental.
La obra literaria más importante de san Isidoro son sus
“Etimologías” (Originum sive etymologicarum libri viginti), especie de
enciclopedia redactada con el afán de mostrar el progreso histórico
unido a la propagación del Cristianismo y que encierra todo el saber

83
de entonces en las más diversas materias: ciencias naturales,
cosmología, gramática, literatura, derecho, doctrina moral…
Tal como apunta el mismo J. Hirschberger,
“Toda la obra de san Isidoro está presidida por la idea del orden y
de la unidad; el centro de convergencia, naturalmente, es Dios, el Dios
de la teología, y bajo este signo geocéntrico se articula la universidad
del interés científico vuelto a los más variados aspectos de la realidad
mundana e histórica”.
Desde el análisis de las Naturales Quaestiones de Séneca y el De
rerum natura de Lucrecio, sabe otorgar el interés que corresponde al
estudio de las “ciencias naturales” de la época, al tiempo que se
ocupa de desvanecer multitud de prejuicios y errores, que, a su
entender, alejan de la verdad de Dios. Es su obra, creemos nosotros,
una elocuente expresión de realismo cristiano.
En el año 600 sucedió san Isidoro a su hermano mayor y maestro,
san Leandro, en la sede episcopal de Sevilla, desde donde sigue la
defensa de la unidad de los cristianos hasta lograr que su idea del
magisterio de la Iglesia Católica, formando parte substancial de la
historia de España, sea tomada como ejemplo por toda la Cristiandad
durante toda la Edad Media. El año 619 convoca y preside el II
concilio de Sevilla y en 633 el IV de Toledo, desde donde marca las
líneas de sucesivos cónclaves, destinados a situar en el lugar que les
corresponde la ley de Dios y el poder de los príncipes de este mundo.
Impartiendo doctrina hasta el último momento, muere san Isidoro
en 636; pocos años más tarde (653) el Concilio VII de Toledo lo
declara «Doctor insigne, la gloria más reciente de la Iglesia católica»;
ya en el siglo XVIII (25-4-1722), el papa Inocencio XIII lo proclama
Doctor de la Iglesia.
Eran tiempos en los que los Concilios de Toledo constituían un
ejemplo de amplia participación política: En 580 Leovigildo había
logrado el dominio sobre toda la Península con la absorción del reino
suevo de Galicia y la expulsión de los bizantinos, asentados en el
suroeste en tiempos de Justiniano. Para su corte de Toledo Leovigildo
ha copiado el brillo y ceremonial de la corte bizantina; le falta la
unificación religiosa que le coloque a él en similar situación a la de los
emperadores bizantinos, que se presentan revestidos de autoridad
sagrada como eslabón entre Dios y el pueblo que les está confiado;
para ello ha de eliminar las diferencias sociales y religiosas entre
84
godos arrianos e hispano-romanos católicos desde la aceptación de la
prominencia arriana y la ciega obediencia al rey, indiscutible intérprete
de la voluntad de Dios, lo que, según él, debería ser la principal
conclusión del concilio que, convocado en Toledo, habría de reunir y
propiciar el entendimiento entre las principales autoridades religiosas
del reino; apoyado en sus fieles obispos arrianos, Leovigildo intenta
imponer a los católicos una profesión de fe que, bajo la fórmula Gloria
Patri per Filium in Spiritu Sancto, obligaría a reconocer a Jesucristo
como simple hombre subordinado a Dios Padre.
Ante la firmeza de los católicos, Leovigildo opta por la fuerza,
destierra a los más destacados prelados católicos y desencadena una
guerra, que termina con la derrota, apresamiento y ejecución de su
propio hijo san Hermenegildo.
El obispo de Sevilla san Leandro, hermano mayor de san Fulgencio
y san Isidoro, tuvo mucho que ver en la conversión al catolicismo de
san Hermenegildo y fue uno de los prelados que sufrió un destierro
que, para él se convirtió en bendición: desplazado a Constantinopla
conoció allí a quien resultó ser amigo entrañable, su mentor espiritual
y una de las figuras clave de la Iglesia Católica de todos los tiempos:
san Gregorio I Magno (540-604).
Nacido y educado en la Italia que acaba de ser arrebatada a los
ostrogodos por Belisario, general del emperador bizantino Justiniano I
(482-565), Gregorio destaca desde muy joven como brillante jurista y
es nombrado “prefectus urbis” (especie de alcalde) de la ciudad de
Roma hasta que, tocado por la Gracia, renuncia a todas las prebendas
y honores, se hace monje benedictino y convierte su palacio en
monasterio. Cuatro años más tarde, el papa Pelagio le hace delegado
suyo en la corte de Constantinopla. Es ahí donde, durante tres años,
comparte estudios y amistad con san Leandro. Coinciden en talla
intelectual, fe, disciplina moral y amor a la Iglesia.
Al tiempo que Leandro regresa a Hispania, Gregorio vuelve a Roma,
asolada entonces por la guerra con los longobardos y por una
subsiguiente peste que diezma la población; es el papa Pelagio una de
las víctimas y el cónclave reunido para la sucesión nombra sucesor a
Gregorio.
Hijo de una época, en la que el principio de autoridad es esencial
para mantener la cohesión social, humildemente pero con la firmeza
de los que se saben servidores de la verdad, el papa Gregorio I se
85
hace reconocer como señor feudal; pero imprime un nuevo carácter a
ese señorío: se presenta como “siervo de los siervos de Dios”,
considera su posición privilegiada como un don no merecido que
obliga la entrega a los demás de lo mejor de sí mismo y pone la
fuerza que se deriva de su alta posición social al servicio de la
Cristiandad. Acepta la seguridad que le ofrece el rey lombardo Agiulfo
al tiempo que promueve la conversión de toda su corte al Catolicismo
y obtiene que el rey pagano de Essex (Inglatera) admita la libertad de
predicación para todos sus súbditos...
El ascendiente moral que logra sobre los poderosos de su época es
utilizado por Gregorio I para asentar como valores esenciales la
“Sabiduría y el Poder de Dios”. La Sabiduría, muy por encima de la
simple cultura académica y de la retórica, guía a los hombres hacia la
comunión de los buenos cristianos mientras que el Poder de Dios
debe ser reconocido como la única fuente de poder terreno:
“El poder ha sido dado a mis señores sobre todos los hombres para
ayudar a quienes deseen hacer el bien para abrir más ampliamente el
camino que conduce al Cielo, para que el reino terrenal esté al servicio
del reino de los cielos”.
Es la misma línea de acción que le sirve a san Leandro para
acercarse a Leovigildo y convencerle de un radical cambio de actitud,
hasta el punto de que es el propio rey el que le ruega complete la
formación de su hijo y sucesor Recaredo. Muere Leovigildo el año 586
adjurando de su arrianismo, según se cree.
Al margen de su más o menos auténtica fidelidad a su adscripción
religiosa, creemos que la razón de estado era el valor supremo tanto
para Leovigildo como para Recaredo. Desde esa perspectiva, ambos
aspiraban tanto a la unidad territorial de lo que fuera la Hispania
Romana como a la unidad en la Fe. Leovigildo con la pretendida
sumisión de los católicos a la autoridad arriana con la que, de forma
radical, se consideraba absolutamente identificado; ocupado el trono,
Recaredo siguió muy distinto camino: testigo de la trayectoria vital y
martirio de su hermano, desde el principio de su reinado promovió el
acercamiento entre las jerarquías de una y otra iglesia al tiempo que
él manifestaba públicamente sus preferencias por la católica.
En cuanto ocupó el poder, Recaredo llamó a consulta a los más
destacados obispos de uno y otro bando e hizo que se reunieran en
“concilio” (a. 587) para acercar posiciones mientras que él se

86
mantenía a la expectativa. La firmeza de los católicos provocó el
desmoronamiento de las tesis arrianas, lo que, visto por el Rey,
declaró al Catolicismo, objeto de preferente atención tanto que, poco
tiempo más tarde , se declaró abiertamente católico e “invitó” a toda
su corte a seguir el ejemplo. Al respecto convocó el más célebre de
todos los concilios toledanos, el 3º, en el que, solemnemente abjuró
de su fe arriana, a la que declaró fuera de lugar en su corte.
Ciertamente no hubo demasiadas tensiones entre godos e hispano-
romanos, aunque, justo es reconocerlo, la libertad de conciencia salió
un tanto resquebrajada. Claro que en el 601, año de la muerte de
Recaredo, era un hecho la preeminencia de la Iglesia Católica y la
subsiguiente igualdad de derechos entre godos e hispano-romanos: se
había producido un fortísimo cambio social del que, en justicia, cabe
un gran mérito al Clero católico y, de forma muy especial, a San
Leandro y sus tres hermanos santos: Fulgencio, Isidoro y Florentina.
Desde 589, año de la conversión de Recaredo hasta el 711, año de
la invasión musulmana, hubo 16 concilios toledanos, todos ellos más o
menos social-político-religiosos. Esos concilios seguían un
procedimiento similar al del antiguo Senado Romano, correspondiendo
al rey el papel de imperator con potestad para marcar la línea de
deliberaciones (tomus regius) y a los obispos el de senadores con la
responsabilidad de intervenir según su conciencia para dilucidar todo
lo tocante a los asuntos de estado, incluidos los eventuales problemas
de sucesión al trono. Las conclusiones del Concilio lograban fuerza
del Ley (Lex in confirmatione concilii ) en cuanto el Rey las
sancionaba con su firma; en consecuencia nos es exagerado atribuir a
los concilios un cierto “poder constituyente”. Es lo que se expresa en
este pasaje de las actas del concilio III de Toledo, presidido y
convocado por Recaredo:
«Todas estas constituciones eclesiásticas, que hemos tocado
compendiosa y brevemente, decretamos que permanezcan en
estabilidad perenne, según se contienen con más extensión en el
canon. Y si algún clérigo o laico no las quisiere observar, sufra las
siguientes penas. El clérigo, sea Obispo presbítero, diácono o de
cualquier otro grado, será excomulgado por todo el concilio. Si fuere
lego y persona de clase elevada, perderá la mitad de sus bienes; y si
fuere persona de clase inferior, será multada con la pérdida de sus
bienes y desterrada.»

87
Con todas las luces y sombras anejas a la brutalidad de las culturas
guerreras y a los residuos de viejos paganismos que se resistían a
desaparecer, los concilios de Toledo, centro de reunión y
entendimiento de los distintos poderes de una época muy dada a
oportunismos y oligarquías, fueron capaces de encontrar caminos
hacia la universalización de las libertades públicas y, por lo mismo,
hacia la práctica de ese realismo cristiano que había avalado la vida,
muerte y resurrección del Hijo de Dios. Tal sucedía en la España de
los llamados siglos obscuros, época de avasallamientos inmisericordes
en otros pueblos vecinos con no inferior grado de “civilización”.
Tras Recaredo, hubo reyes como Chintila que propone como
asuntos de estado el que del 13 al 15 de diciembre todos los súbditos
recen las Letanías de los Santos o como Recesvinto que encarga a los
conciliares la elaboración de las “más necesarias leyes”, entre las que
incluye “una ley contra la avaricia de los príncipes” (Con. VIII) o como
Ervigio que se sirve del Concilio XIII para decretar una disminución de
los impuestos que afectaban a las economías más modestas, todo
como si los padres conciliares obraran y debieran obrar por y para el
pueblo.
Es la Hispania Gótica, no ninguna otra nación o pueblo de la época,
la que en un compromiso escrito expresa una voluntad de servir, no
de avasallar por parte de un rey semi-bárbaro. Procede del rey
Recesvinto (reinó desde el 643 al 672, casi veinte años, algo
excepcional entre los godos) y fue leído por el propio rey en el VIII
Concilio (653):
“En el nombre del Señor, el Rey Recesvinto a los reverendísimos
Padres de este Sínodo: Poseyendo y conociendo sólidamente por
admirable don del Espíritu Santo la regla de mi fe, y arrojando a sus
pies con humildad de corazón mi gloriosa diadema, contento sólo con
haber oído que todos los Reyes de la tierra sirven y obedecen a Dios,
he aquí, reverendos Padres (a quien acato con profunda veneración),
que me presento a vosotros, apelando en gracia de mi mansedumbre
al testimonio de vuestra beatitud y sometiéndome a la prueba de
vuestro examen ante el terrible mandato del Dios omnipotente, a
quien doy infinitas gracias por haberse dignado en su divina clemencia,
sirviéndose de mi precepto, congregaros en este santo concilio,
confiando que, tanto a mí como a vosotros, nos concederá el premio
de su gracia ahora y en los tiempos venideros. El unánime y religioso
afecto de vuestra concordia lo habéis demostrado en el mero hecho de
acudir a mi llamamiento, apresurándoos a reconocer abiertamente la
88
piadosa intención que me guía en el gobierno del pueblo.” “Mas como
el momento actual no consiente largos discursos, en este pliego veréis
cuál es la fe santa que aprendí de los Apóstoles y de los siguientes
Padres y cuáles son los negocios por los que os he convocado. Leedlo
y releedlo atentamente, y procurad dar soluciones convenientes a los
graves problemas que mi poder os plantea. [sigue aquí la profesión de
fe] Echando hacia atrás una mirada retrospectiva, recordamos que
vosotros y todo el pueblo jurasteis que la persona de cualquier orden y
honor que fuere, que se probase haber pensado o maquinado la
muerte del Rey o la ruina del linaje godo o de la patria, fuese
castigada con sentencia irrevocable, no experimentando jamás perdón
ni disminución alguna de la pena. Mas, porque ahora se juzga
demasiado grave esta sentencia y en contradicción con la misericordia,
a fin de no retener una condenación absoluta y para no cerrar la
puerta a la piedad, que según el apóstol es útil para todo, encomiendo
a vuestro sano juicio este negocio. Examinadlo maduramente y fallad
acerca de él. Afán vuestro será inspirados por la gracia divina, moderar
de suerte ambos extremos, que se eviten los perjurios y la
inhumanidad.”
A este mismo rey se debe la promulgación del Liber Iudiciorum,
(inspiración del Fuero Juzgo del Reino de León) un código civil que se
hacía heredero del Derecho Romano y del consuetudinario propio del
pueblo godo: entre otras “modernidades”, preconizaba la virtual
igualdad de todos ante una Ley muy difícil de aplicar en cuanto el
entorno del propio monarca era un hervidero de ambiciones, en
múltiples ocasiones, confundidas con filiaciones religiosas, a pesar de
la labor constructiva de los concilios de Toledo y de la probada
capacidad de concordia por parte de no pocos eclesiásticos y nobles:
entre católicos y arrianos, más o menos reconocidos, demasiadas
veces, seguía una soterrada tensión traducible en conflictos de
intereses y sangrientos enfrentamientos.
Ese buen rey Recesvinto murió en Gérticos (hoy Wamba, cercana a
Valladolid) y allí mismo los nobles que le rodeaban eligieron por
aclamación a Wamba. Se seguía así la vieja tradición goda para la
cual, al menos teóricamente, privaban los méritos de ciudadanía sobre
los de herencia. Wamba fue un buen rey hasta que, ocho años más
tarde (672-680) fue depuesto y sustituido con malas artes por Ervigio
(680-687), jefe de una facción empeñada en acaparar el poder. Al
parecer, Ervigio no tenía más que una hija, Cixila, a la que casó con
Egica, sobrino de Wamba; con ello atraía a su terreno a los partidarios

89
de Wamba al tiempo que velaba por el porvenir de su descendencia
asociando en el poder a su yerno (viejo truco para velar por la difícil
continuidad dinástica). Este tal Egica, ya rey (687-702), asoció en el
poder a su hijo y sucesor Witiza (702-710), quien lo hizo tan mal que
no pudo asegurar su sucesión en Agila, su hijo y asociado en el
acomodaticio sistema de reinar. A la muerte de Witiza los nobles no
admitieron el apaño y nombraron rey a don Rodrigo (710-711), a
cuyo desventurado fin haremos referencia en el próximo capítulo.

Si de la Verdad se toma ocasión de


escándalo, más útil es permitir el
escándalo que abandonar la verdad.
San Agustín

13
OCHO SIGLOS DE GUERRA Y PAZ ENTRE
CRISTIANOS Y MUSULMANES
Una de las grandes verdades que propugna el Realismo Cristiano es
la igualdad y sustancia de las tres Personas de la Santísima Trinidad
(Credo católico) y que otra gran verdad es que el Hijo, igual al Padre
y al Espíritu Santo, se hizo Hombre y, como tal, nació, creció (en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres –Lu
2,52) y murió en muerte de cruz (hay de ello más testimonios que
respecto a cualquier otro personaje de la Antigüedad); otra gran
verdad, colofón de las anteriores es que, por ser Dios y, como tal,
autor de la vida y vencedor de la muerte, resucitó al tercer día. San

90
Pablo entendió esto último tan claramente que, sin tapujos ni rodeos,
hizo de ello el fundamento de toda la fe católica:
“Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también
vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos
atestiguado contra Dios, que resucitó a Cristo” (1 Co 15, 14-15).
Desde el principio, no faltaron herejes (falsos cristianos) que, más
amigos de divagar que de vivir responsablemente el mandamiento del
amor, se quedaban con la ejemplaridad del Cristo Hombre sin
reconocer que el excepcional amor del que dio sobradas pruebas era
lo esencial de su condición de Dios-Hombre, que llegó a presentarse
como tal y que su divinidad es del mismo carácter y nivel que la
divinidad del Padre y del Espíritu Santo (tres Personas distintas y un
solo Dios verdadero). Entre estos herejes son los arrianos los que,
directamente, más influyeron en la marcha de la historia antigua y
medieval durante no menos de trescientos años; por ello no es de
extrañar que reminiscencias arrianas formaran parte de la síntesis
religiosa que se propuso realizar Mahoma, reconocido como principal
profeta por los musulmanes o fieles al Islam (sinónimo de
“sumisión”).
El Islam es una de las religiones que más adeptos viene ganando
en los últimos años: desde el intelectual Roger Garaudy al sencillo
hombre de la selva, pasando por hombres y mujeres de cualquier
latitud, son muchos los que abrazan esa doctrina como a la
expectativa de encontrar algo nuevo, sencillo y motivante con que
sumergirse en las ambigüedades de la conciencia colectiva.
El indiscutible auge del Islam añadido a la circunstancia histórica
de su presencia viva y activa entre nuestros antepasados durante no
menos de ocho siglos nos obliga a plantearnos diversas preguntas:
¿Qué es el Islam? ¿quién fue Mahoma, su profeta? ¿qué papel ha
desempeñado Al-Andalus en la historia del Islam? ¿qué ha
representado para la Humanidad la presencia del Islam en Al-
Andalus?.
El Islam o sumisión a Dios no fue presentado por Mahoma como
una religión nueva: para sus exégetas es la fe de Abrahán actualizada
por revelación divina a un nuevo profeta no de menor categoría que
Moisés y superior a Jesús. En consecuencia, para Mahoma y los
depositarios de su doctrina, el creyente musulmán alcanza un plano

91
superior a judíos y cristianos en el conocimiento de la verdad, cuya
expresión suprema e incuestionable está en el Corán.
Desde el mandamiento evangélico del Amor, no es propio de los
buenos cristianos odiar a los musulmanes, quienes, desde la
sinceridad de su corazón, adoran al mismo Dios que nosotros. Es la
propia Iglesia la que nos lo recuerda cuando dice:
«La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran
al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres.» (Vaticano II,
Nostrae Aetate, 2.).
Ello no impide que, a fuer de prudentes, tengamos en cuenta que
prescripción esencial de la doctrina musulmana es el Yihad,
(equivalente a infatigable esfuerzo), tantas veces enarbolado como
bandera del imperialismo (o fundamentalismo religioso) y por muchos
presentado como equivalente a una “guerra santa” sin cuartel al
“infiel”, de lo que, en ocasiones, se hace torticera justificación del
terrorismo.
Para los musulmanes no existe otra verdad que la “revelada en el
Corán”: Alá es Alá y Mahoma su profeta. Será una fe incompatible con
cualquier personal interpretación, simple porque está expresada en
conceptos (los versículos del Corán) aplicables en su literalidad a
cualquiera de los asuntos de la vida de todos y de cada uno de los
fieles, exteriorizada en rituales manifestaciones de todos los fieles que
habrán de orar en común, peregrinar a la Meca, dedicar su vida a la
expansión del Islam y considerar infiel a todo el que no comparte sus
ritos y la creencia en el Dios Único. Ello representó un avance
respecto a las creencias que privaban entre los beduinos coetáneos de
Mahoma: reminiscencias del viejo mazdaquismo dualista de los iraníes
y diversidad de creencias animistas o idolátricas y ancestrales formas
de vivir de las tribus diseminadas por el desierto. Era sugestivo para
ellos la predicamenta de alguien que les colocaba en radical oposición
a los cristianos que adoran a Jesús como Hijo de Dios y coeterno con
el Padre.
Una de las primeras referencias cristianas sobre el Islamismo la
encontramos en Yahia ibn Sargun ibn Mansur, nombre árabe de San
Juan Damasceno (675-749), nacido en Damasco en el seno de una
familia cristiana. Siendo su padre un alto funcionario del Califa, fue
educado en las ciencias de la época al lado del príncipe Yazid, con

92
quien compartió juegos y estudios de niño y responsabilidades de
gobierno en los primeros años de adulto llegando a ser funcionario del
Tesoro del Califa (algo así como ministro de Hacienda). Vinieron
tiempos de fundamentalismo religioso por parte del Califa y su corte
lo que impelió a Yahia (Juan) a retirarse a un monasterio para
dedicarse a la meditación y al estudio hasta llegar a ser uno de los
más brillantes expositores del Legado Evangélico, lo que le ha llevado
a ser reconocido por la Iglesia como Doctor en una altura similar a la
de nuestro San Isidoro. La peculiaridad de San Juan Damasceno es
que su vida y obra se desenvuelven en la misma circunstancia en la
que tuvo lugar el nacimiento y espectacular despegue del Islam.
Desde la perspectiva de su compromiso cristiano, San Juan
Damasceno era testigo directo de las formas de vida y errores de su
época y entorno: ancestral ignorancia, maniqueísmo, unitarismo,
idolatria, animismo, mitificación de algunas referencias bíblicas…. Y
decide enfrentarse a todo ello con su “Fuente del Conocimiento” y
otros libros menores entre las que hay hasta un “Tratado sobre
dragones y fantasmas”. Profundo observador de la Naturaleza,
asegura que corresponde a la razón explicar los fenómenos físicos
(relámpagos y truenos, por ejemplo). Por ello critica las
supersticiones, a las que considera fruto de la ignorancia. En su
Fuente del conocimiento afirma que no debe interpretarse al Universo
desde el animismo: “Que nadie piense que los cielos y las estrellas
están animados pues son, en realidad, inanimados e insensibles.” Se
opone, a su vez, a la interpretación maniquea de la materia como
fuente del mal: “Malo es aquello que, no teniendo su causa en Dios,
se debe a nuestra propia invención, a saber: el pecado.” Y por lo que
se refiere al Islam, la doctrina que viene del desierto y que él
considera una herejía del judeo-cristianismo, afirma: “la doctrina de
los islamistas nace de un conocimiento superficial del Antiguo y del
Nuevo Testamento que, según parece, Mahoma recibió de un monje
arriano”.
Claro que en la formulación del Islam resultó fundamental la
personalidad de Mahoma: ¿Quién fue Mahoma, profeta del Islam?
Según J.G.Herder , “una mezcla singular de todo aquello que podía
proporcionar la nación, la tribu, la época y la región: comerciante,
profeta, orador, escritor, héroe y legislador, todo ello a la manera
árabe”.

93
Sabemos que Mahoma nació en la Meca en torno al año 570 y que
murió en Medina el año 632; que su padre, Abd Allah, del clan de los
Hashim, murió antes de su nacimiento, que, seis años después,
falleció su madre Amina, que creció al cuidado de su abuelo, Abd al
Muttalib, y que, muerto éste, al de su tío Abu Talib. Cumplidos los 25
años, Mahoma se casó con Jadiya, unos años mayor que él, viuda rica
dedicada al equipamiento de las caravanas. De Jadiya nos dice el
cronista árabe Ibn Isaac:
“ A través de ella, Dios aligeraba de su carga al Enviado; cuando
escuchaba malas contestaciones, o le acusaban de ser un mentiroso, y
esto le afectaba, era Jadiya la que le aconsejaba a su regreso, la que
le daba de nuevo la fuerza, la que aligeraba su carga, la que le ofrecía
su confianza, la que conseguía no se tomara demasiado a pecho lo
que la gente decía contra él”.
Jadiya le dío a Mahoma cuatro hijas, entre ellas la muy venerada
Fátima, la cual, junto con su esposo Alí, ocupa un lugar destacado en
la Hagiografía musulmana; seguro que también le dio parte de la
energía necesaria para cumplir la función, que, según la tradición
musulmana, Alá le hizo saber a través del Arcángel San Gabriel: Tenía
Mahoma 40 años de edad cuando, en el monte Hira, una visión del
arcángel San Gabriel le convenció de su designación como Enviado
para destruir todos los vestigios de la idolatría y el fetichismo y llevar
a la Humanidad a la creencia en Alá, el Unico Dios unipersonal y
misericordioso: el Dios anunciado por Abrahán, Moisés y Jesús,
“santo profeta” a quien, torpemente informados, los cristianos han
hecho Hijo de Dios.
Para la ocasión ¿había tomado el arcángel San Gabriel la figura del
monje arriano de quien nos habla San Juan Crisóstomo? Es lo que
dicen creer una buena parte de los seguidores de Mahoma.
Entre los ilustrados y románticos de los siglos XVIII y XIX no han
faltado fervorosos panegiristas de la figura de Mahoma. Ejemplo de
ello nos lo da Voltaire el cual, en su declarada animosidad personal
contra Jesucristo, ve en Mahoma un superior grado de excelencia en
cuanto supo reunir en sí el valor de Alejandro Magno y el espíritu
previsor de un Numa Pompilio; es el mismo Voltaire a quien no
importa obviar las flaquezas de sus ídolos (así lo hizo con los sátrapas
Federico de Prusia, Catalina de Rusia, etc.. ) para afirmar de Mahoma:
“Siempre venció y todas sus victorias fueron las de un número
pequeño contra uno grande. Conquistador, legislador, monarca y
94
sacerdote: desempeñó los papeles más importantes que se pueden
representar a los ojos de la humanidad”.
Otro ejemplo del estilo nos viene de Carlyle, que nos presenta a
Mahoma como indiscutible ejemplo de los “héroes” que, según él, han
modulado la historia:
“Su mensaje, dice, llevaba en sí mismo la verdad; la voz que salía
trabajosamente de su pecho anunciando lo que él consideraba la
verdad brotaba de profundidades desconocidas. Sus palabras no eran
falsas; tampoco lo fueron sus obras. Eran vida; vida ardiente que
brotaba del seno de la naturaleza”.
Algo así como el “espíritu de la naturaleza”, que podía haber dicho
el también burgués Hegel le sirve a Carlyle para dogmatizar:
“Era uno de esos seres humanos que tienen que ser sinceros
porque no pueden ser otra cosa, pues la propia naturaleza les encauza
en ese sentido…”
En las entusiastas apreciaciones de los Voltaire, Carlyle o Hegel
(extensibles a todos los guerreros “triunfadores” que en el mundo han
sido) subyace una idolátrica veneración por la exagerada destrucción,
tanto más criticable cuanto menos se preocupan por los constructores
de la paz que son los que, en contraposición a la furia guerrera, a
base de trabajo y de generosidad, allanan esos caminos de libertad
imprescindibles para el progresivo desarrollo personal de los hijos de
Dios, es decir, de todos los hombres y mujeres de la suya y
subsiguientes generaciones. Es éste el realismo que vino a
contagiarnos el hijo de Dios.
De que Mahoma fue una personalidad excepcional, hija de las
circunstancias de tiempo y lugar y con capacidad de conquistar
voluntades, no nos cabe la menor duda, como tampoco de que es la
fidelidad de sus seguidores la que le mantiene por encima de toda
crítica al hombre normal que también fue: con sus debilidades y
firmezas, vicios y virtudes…, no en un plano distinto al de otros
muchos celebrados como héroes; pero, también, con indiscutible
influencia en la forma de vivir y de sentir de sus fieles.
Sí que logró Mahoma reunir en torno de él a una comunidad de
creyentes convencidos de obrar animados por una “paz interior”
(‘umma) con los que rompió marcos tribales y marcó la línea para
“islamizar” las jerarquizaciones y formas de vida cultivadas durante

95
siglos por reinos, imperios y satrapías a conquistar: era la revolución
que muchos esperaban.
Ciertamente, resultó espectacular la expansión de la doctrina del
Islam a la muerte de Mahoma. Para el mundo árabe su vida y
testimonio constituyeron un revulsivo que haría estremecer al
Occidente Cristiano: en lo político significó un más allá de las estériles
rivalidades entre tribus y pueblos nómadas; en lo religioso una
convencional adaptación a las circunstancias de tiempo y lugar de lo
más “digerible” del judaísmo, del cristianismo y de los mitos que,
entre las diversas tribus, idólatras o fetichistas, venían circulando de
generación en generación; en lo militar ofrecía la justificación de la
yijhad o “guerra santa contra el infiel” , lo que, ciertamente, abría
ilimitados horizontes de expansión al fervor guerrero y afán
acaparador de los caudillos adictos. Ya desde Abu Bakr al-Siddiq,
suegro y testamentario del propio Mahoma, el principal de los
caudillos adictos se autotituló Califa al término khalifat Rasul Allah
(‘sucesor del Mensajero de Dios’). Desde entonces, los califas se
sentían revestidos no solamente de la máxima autoridad político
religiosa sino también de la suprema responsabilidad en todo lo
tocante al legado del Profeta, “testigo directo de la voluntad de Alá”,
algo así que, actualmente viene expresado con el título de
Comendador de los Creyentes, que adopta el sultán de Marruecos.
En paralelo con los primeros éxitos militares de los “fieles a
Mahoma” crecieron las soterradas rivalidades entre clanes con
abundancia de traiciones, asesinatos y guerras entre los propios
musulmanes. Es lo que sucedió entre “omeyas” y “abasíes” y sigue
ocurriendo entre sunníes y chiítas, de lo que, desgraciadamente,
estamos encontrando elocuentes ejemplos en Irak y otros países de la
zona.
A pesar de tales rivalidades y enfrentamientos fratricidas, en menos
de cien años la “revolución árabe” impuso un nuevo orden religioso-
político-social desde el lejano Oriente hasta una buena parte de lo que
fue el Imperio Romano, la Hispania romano-gótica incluida.
Para los musulmanes (bereberes y unos pocos árabes) no resultó
muy difícil la conquista de la Hispania de entonces. Ya en el año 672
habían intentado el desembarque por Algeciras y fueron expulsados
por el rey Wamba y su ejército. No cejaron en su empeño y, buenos
conocedores de las rivalidades y luchas intestinas entre las diversas
96
facciones godas, atrajeron a su causa a personajes como el conde
don Julián, gobernador de Ceuta (enclave hispánico del norte de
Africa), quien, probablemente, les puso en relación con la facción
goda rival de don Rodrigo, recientemente nombrado rey en lugar del
pretendiente Agila, hijo de Witiza, y les facilitó el paso del Estrecho en
el momento en que Don Rodrigo estaba haciendo frente a una
revuelta en el Norte.
Fue la victoria musulmana en la la batalla de Guadalete el principio
de una dominación que duró ocho siglos. Se dice que el propio rey
don Rodrigo luchó bravamente hasta la muerte luego de ser
traicionado por una parte de su ejército que, corrompido por la
perspectiva del botín, se pasó a las filas musulmanas bien
pertrechadas y dirigidas por el caudillo bereber Tarik ben Ziyad. Este
tal Tarik era un recién convertido a la religión de Mahoma y actuaba
como delegado de Musa ibn Nusayr, valí o gobernador árabe del
Magreb (que se llamó entonces provincia árabe de Ifriquiya). Tras la
batalla de Guadalete, el propio Musa pasa el estrecho con un
poderoso ejército de apoyo.
Tarik ben Ziyad y Musa idn Nusayr (recordado como Muza) siguen
con su conquista hasta el 714 en que son llamados por el califa de
Damasco para rendir cuentas. Antes Muza ha delegado poder en su
hijo Abd al-Aziz ibn Musa, quien se consolida como primer emir
musulmán de Al-Andalus, luego de, en sucesivas escaramuzas, haber
incorporado al nuevo poder a no pocas acomodaticias autoridades
locales, descontentos y mercenarios hasta hacer imposible una sólida
resistencia, lo que no le libró de morir asesinado en el 716. De la
resistencia a la invasión nos quedan los ejemplos de don Pelayo, que
derrota a Munuza en la batalla de Covadonga (año 722) y la del
franco carolingio Carlos Martel, quien, en la batalla de Poitiers cierra
el avance de los musulmanes hacia el Norte de Europa con la derrota
y muerte del emir Abd al-Rahman ibn ‘Abd Allah al-Gafiqi, cerrando
con ello el avance.
Es así como se produjo la conversión de Hispania en Al-Andalus,
tierra prometida para muchos musulmanes, en especial para los
habitantes del Magreb. La invasión hasta las montañas de Asturias
había sido facilitada por varias causas que ya hemos esbozado, no
siendo la menor la rivalidad entre los hispano-romanos, que siguen
haciendo signo de distinción de una más o menos real fidelidad a la

97
Iglesia de Roma, y los que se sienten herederos de los señores
godos: convertidos o no pero aún con el poso de lo que fue uno de
sus signos de identidad: una doctrina, el Arrianismo, que no se
muestra muy exigente con el compromiso de amor y libertad que
predican los católicos y que, por demás, no termina por aceptar la
divinidad del propio Hijo de Dios, en lo que, ciertamente, los
recalcitrantes arrianos coinciden con los seguidores de Mahoma.
Conclusión: no pocos de los antiguos señores, convertidos o no al
Islam, se hacen fieles vasallos de los sucesivos emires, califas y taifas
que habían asentado sus reales en la vieja Hispania, ahora llamada Al-
Andalus.
La historia nos enseña que las diferentes civilizaciones chocan entre
sí cuando llegan a encontrarse; es difícil sino imposible su alianza en
tanto en cuanto ninguna de ellas renuncie a lo fundamental de su
esencia; podrán, eso sí, respetarse hasta superar, no diluir, algunas
diferencias en el campo de lo político, comercial e, incluso, religioso
con derivaciones en la forma de vivir y de pensar. Así ocurrió durante
ochocientos años en lo que, a partir del siglo XII, se llamará España:
en ella, Al-Andalus para musulmanes, Shefarad para judíos y reinos
con nombres diversos para los cristianos, luchaban, comerciaban,
convivían e, incluso, hacían amistades las gentes sencillas de
cualquiera de las religiones mientras que los poderosos “iban a lo
suyo” y algunas mentes inquietas o privilegiadas (musulmanes, judíos
y cristianos), estudiando y observando aquí y allá, trataban de
copiarse en algunos puntos para responder a cuestiones tales como
¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿adónde voy?
Es una simplificación histórica el creer que, con la invasión
musulmana, en España no pervivió más intensamente, si cabe, el
legado religioso, moral y cultural de todo lo que fueron los siglos de
presencia romana, vivencias cristianas y enseñanzas de los concilios
de Toledo y de personajes como San Isidoro de Sevilla. Siguieron
germinando las semillas de unos y de otros fenómenos históricos y,
ante la avalancha de una nueva y “fresca” cultura, algunos españoles
de entonces supieron mantener no pocos tradicionales principios al
tiempo que diluían en su propia “circunstancia” lo que venía de
afuera. Los invasores, por su parte, mitigaron un cierto radicalismo
inicial e hispanizaron no pocas de sus costumbres y formas de vivir a
la par que aportaban lo incorporado de otras culturas,

98
fundamentalmente lo captado de su contacto con persas, bizantinos y
egipcios. Podemos hablar, pues, de un evidente fenómeno de
influencia mutuas con indiscutible poder determinante en el pensar y
forma de vivir de los llamados “siglos oscuros”, que no lo fueron tanto
como en el resto de Europa en la Hispania de los concilios y de los
godos romanizados, ni tampoco en Al-Andalus del califato de Córdoba
y de los subsiguientes emiratos de la misma Córdoba, Toledo, Sevilla,
Almería, Granada…
Hubo un Al-Andalus en el que lo religioso, derivado de los
“dogmas” del Corán, descubrió nuevas sensibilidades al tropezar con
la herencia cultural de filósofos latinos y apologetas cristianos. Por su
parte, ellos aportaron, junto con útiles y hasta entonces desconocidas
técnicas de cultivo (tan esencial entonces para el desarrollo
económico-social), positivas aportaciones en los campos de la
astronomía y matemáticas (el álgebra, por ejemplo) además de sus
propias peculiaridades en el terreno de la reflexión y de la
interpretación del legado de antiguos maestros de la talla de un
Aristóteles, entonces semi-olvidado o deliberadamente ignorado en
una buena parte de los círculos intelectuales de Occidente.
Gracias a unos y a otros, aquí y entonces, se llegó a vivir un
ambiente propicio para el desarrollo de “nuevas sensibilidades” y,
también, de humildes y sinceras búsquedas de la verdad asequible a
las humanas inteligencias, lo que, para los buenos cristianos, puede y
debe llegar hasta la frontera que marca el Misterio incomprensible e
inaprensible por su propia naturaleza para reflejarse en la mejor
manera de responder al mandamiento del amor .
Al respecto, conviene recordar que, desde su origen, los
musulmanes no comparten ese posicionamiento esencial de los
cristianos. Para ellos la razón primordial de su fe está en el
“conocimiento” no en el Amor o generosa entrega a los demás. Así los
expresan sin ningún género de dudas cuando dicen: La razón principal
debe buscarse, por tanto, en las características de la propia revelación
islámica. El Islam es una religión basada en el conocimiento —y no en
el amor, como lo es, por ejemplo, el cristianismo—, un conocimiento
en el que el propio intelecto (al-‘aql) tiene el papel positivo de conducir
el hombre a lo divino. El Islam también se considera a sí mismo la
última religión de la humanidad y, en virtud de este hecho un retorno
a la religión primordial (al-dîn al-hanîf) la síntesis de todas las
religiones que lo han precedido. Estas dos características tomadas en
conjunto hacían a la vez posible y necesario el que los musulmanes
99
llegasen a conocer el saber de anteriores civilizaciones e integrasen en
la idea islámica de la realidad aquellos elementos que armonizaban
con su concepción del mundo. Siendo esencialmente una «vía de
conocimiento», el Islam no podía permanecer indiferente ante ninguna
forma de conocimiento. Desde el punto de vista del conocimiento, una
doctrina o idea es verdadera o es falsa; no puede ser dejada a un lado
y olvidada una vez que su existencia se conoce. Platón y Aristóteles
habían expresado opiniones sobre Dios, el hombre y la naturaleza de
las cosas. Una vez conocidas, no se podía prescindir simplemente de
ellas. O eran verdaderas, y en este caso tenían que ser aceptadas en
la idea islámica de las cosas, o eran falsas, y entonces debían ser
refutadas. Pero en cualquier caso tenían que estudiarse y conocerse
mejor (Tomado literalmente de la WebIslam)
Si fue así, actualmente sigue siendo y, muy probablemente, no
dejará de ser en el futuro, más que hablar de alianza de civilizaciones
cual proclama José Luis Rodríguez Zapatero, deberemos centrarnos
en la tarea de limar asperazas en aras de llegar a un entendimiento
beneficioso para todos sin que ello signifique renunciar a las raíces de
nuestra cultura, que (nadie puede dudarlo) se alimentan del terreno
abonado por el Cristianismo.
Ejemplo de ello nos muestra nuestra propia historia cuando, con
carácter general y por lo que respecta a la España cristiana de
entonces, los resultados en cultura y forma de vivir se produjeron sin
desdoro del Legado Evangélico y con creciente respeto a la libertad de
conciencia; o, lo que es lo mismo, con prudente prevención hacia lo
que hoy llamamos fundamentalismo religioso, ese fenómeno que
embota la capacidad de reflexión y, consecuentemente, destruye
elementales trazos de libertad en el ejercicio de la responsabilidad
personal.
Por lo que respecta a la España musulmana, si nos referimos a
rebrotes de nuevas sensibilidades, descubrimos a poetas musulmanes
como Ibn Hazm (944-1064), autor de El collar de la paloma, en
parte, un tratamiento de la mujer muy distinto al habitual en el Islam
de hoy: desde la dedicación y voluntaria sumisión hacia una esclava,
por encima de cualquier diferencia de clases, esta perla de la
literatura hispano musulmana es un delicado tratado en prosa y verso
sobre el amor y el libre sacrificio por la persona amada, algo que, en
el seno del Islam, rompía tabúes de formalismos que hoy
llamaríamos machistas para alinearse con aquel respeto y
caballerosidad hacia la mujer tan presente en las trovas medievales.
100
El amor al que canta Ibn Hazm puede verse reflejado en estos versos
con que inicia su Collar de la Paloma:
Te consagro un amor puro y sin mácula:
en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño.
Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú,
la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.
No quiero de ti otra cosa que amor;
fuera de él no pido nada.
Si lo consigo, la Tierra entera y la Humanidad
Serán para mi como motas de polvo y los habitantes del país, insectos
Antes de centrarnos en el terreno de la especulación filosófica para
recordar a los más ilustres personajes de aquellos tiempos, bueno
será tener en cuenta la sugerencia del hispano judío Avencebrol
(1020-1059) en su “Fuente de Vida”:
«La sabiduría es la fuente de aguas cristalinas que brota de ti... Y
de tu sabiduría has hecho que surja una voluntad, artista del infinito,
haciendo brotar de la nada el ser, como la luz se extiende... Tú eres su
fuerza; y, nacida de ti, hacia tu ser se ve arrastrada y eres tú el
objetivo de su deseo”.
Esto nos servirá de introducción para situar en sus justos términos
al hispano-musulmán Averroes (1126-1198) y al hispano-judío
Maimónides (1135-1204), destacados hombres de ciencia y letras
que, como ningún otro de sus circunstancias históricas, han marcado
pautas de reflexión y entendimiento útiles para la civilización
occidental.
Nacido y educado en Córdoba y reconocido como maestro en el
mundo de los musulmanes moderados de Al-Andalus hasta ser
expulsado a Marruecos por los radicales alfaquíes, Averroes,
latinización del árabe Ibn Rushd, está considerado el más importante
filósofo árabe de todos los tiempos y, desde nuestra óptica, un libre y
humilde buscador de lo que realmente necesita saber el hombre para
vivir de acuerdo con una naturaleza un tanto teórica (no
auténticamente real) en cuanto el amor no forma parte esencial del
vivir y pensar de este ser excepcional compuesto de alma y cuerpo,
que somos todos nosotros.
Además de filósofo, Averroes fue médico, abogado, matemático y
jefe político-religioso (llegó a ser cadí de Sevilla). Junto con una muy
celebrada enciclopedia médica, escribió diversos trabajos de
comentarios y divulgación sobre la obra de Aristóteles en un intento
101
de demostrar su sintonía con las enseñanzas del Islam y presentar
algo así como la pauta de lo que podríamos llamar “humanismo
musulmán”: ejemplo de ello es La Incoherencia del Incoherente,
también traducida como Destrucción de la destrucción – (Tahafut al-
tahafut), escrito como réplica a la corriente fundamentalista defendida
por los seguidores de Algazel (Al-Ghazali) (1058-1111), principal
inspirador del sufismo.
El “descubrimiento” de Aristóteles en el mundo musulmán había
sido obra de Alkindi (m.en 873); interpretado y divulgado por Alfarabi
(870-950), es, un siglo más tarde, la principal referencia intelectual
para el médico-filósofo persa Avicena (980-1037). Para Avicena,
musulmán a parte entera para quien el conocer es mucho más
apreciable que el amar, Aristóteles es el maestro de los maestros y de
él copia, junto con la lógica del silogismo en el proceso de discurrir, la
concepción de un Dios abstracto, que preside y mueve el universo en
el que la materia, eterna como El, se desarrolla según sus propias
leyes. La existencia no es más que un accidente de la esencia (algo
demasiado intelectualista que, a nuestro juicio, ha de calificarse de
estricto idealismo por estar basado en lo de las ideas germen de las
cosas, que defendieron los platónicos). Por demás, como buen
islamista, Avicena hace de Dios el único ser necesario y reconocible a
través de los 90 nombres de que habla el Corán y, cuando trata de
moral, se atiene al sentido “teológico” que dogmatizan las suras
coránicas.
En esa línea, pero con notables discrepancias de “corte liberal”, que
diríamos hoy, se desarrolla la formación intelectual de Averroes hasta
manifestarse como el médico filósofo que quiere ser y volcar en la
interpretación de la obra de Aristóteles su propia originalidad. Si para
Avicena el camino del conocimiento depende exclusivamente del
Corán, para Averroes, al igual que lo fue para Aristóteles (al que toma
por maestro no solamente por su lógica del silogismo), el
conocimiento primero depende de los sentidos, cuyas apreciaciones
pueden y deben ser canalizadas por el filtro de la razón hasta lo
impenetrable: potencia en acto para un Aristóteles y todopoderoso y
misericordioso Alá para Averroes, que nunca dejó de mostrarse como
un fiel musulmán; según ello, el Corán es respetable en tanto en
cuanto no contradice a la apasionada búsqueda de la verdad, que,
para Averroes representa una filosofía en la que, como ya hemos

102
apuntado, no hay lugar para la humildad y la generosidad
genuinamente cristianas. Con Aristóteles, Averroes cree en la
eternidad de la materia y, cuando se refiere a la Moral, en lugar de
poner de relieve tal o cual sura coránica, Averroes despliega el ideal
humano de la virtud natural que es descrita según los principios de la
Etica a Nicómaco de Aristóteles (J.Hirschberger).
En similar línea de actividad intelectual hemos de situar al hispano-
judío Maimónides, nacido en Córdoba en torno al 1135 y muerto en
el Cairo en 1204. La filosofía típicamente judía, más antigua que la de
los árabes (recordemos al filósofo judío Filón de Alejandría,
contemporáneo de Jesucristo), la convivencia con el mundo árabe (él
mismo escribió originalmente en árabe y tuvo directa relación con
destacados intelectuales árabes, incluido Averroes) y el estudio de
Aristóteles condicionaron su pensamiento por el que pretende
acercarse al Dios de la Torah, creador y mantenedor de todo lo
existente. Con Averroes cree en la confluencia de religión y filosofía
pero, a diferencia de él, ve en lo que los profetas dicen de Dios el
principio de todo conocimiento y no en la inmediata observación de
las cosas; tampoco cree en la eternidad del mundo (creado en los
“seis días” bíblicos) ni acepta otra moral que la de los mandamientos;
en lo que sí coincide plenamente es en aceptar la lógica del silogismo
como principal camino para el humano discurrir. Su obra principal
lleva el significativo título de Guía de indecisos : indecisos son tanto
los creyentes que desprecian la ciencia humana como los pretendidos
sabios que no aciertan a captar las limitaciones de su capacidad de
conocer. Ve la salvación por el camino del conocimiento en uso de los
sentidos según la pauta que traza la Torah y desde el posicionamiento
que le da su condición de judío. Diríase que ha encontrado un
paralelismo entre las enseñanzas de Aristóteles y el “privilegio” de
pertenecer al pueblo “elegido”.
Siglos más tarde, muchas de sus conclusiones serán retomadas por
destacados intelectuales judíos como León Hebreo, Spinoza,
Mendelssohn y Salomón Maimon.
Para la trascendencia histórica de la obra de personajes como
Averroes y Maimónides fueron de esencial importancia los trabajos de
la “Escuela de traductores de Toledo”: reconquistada Toledo en 1085
por el rey Alfonso VI de Castilla, al que gustaba ser considerado
“emperador de las tres religiones”, el arzobispo don Raymundo (1126-

103
?) se esforzó en dar a conocer lo que él entendió como valiosos
hallazgos de la cultura judeo-musulmana y para ello fundó el centro
multicultural que resultó ser esa “Escuela de traductores de Toledo”.
Allí desarrollaron sus trabajos de traducción y comentario, entre otros,
el judío converso Juan Hispano (Ibn David), Gerardo de Cremona,
Miguel Escoto, Alfredo Ánglico, Hermán Alemán y, destacando sobre
todos ellos por sus personales aportaciones el arcediano de Segovia
Domingo Gundisalvo: además de traducir, divulgar y comentar la
innovadora corriente cultural, intentó llegar a una síntesis entre el
antes y el después de la impronta cultural de árabes y judíos en el
quehacer de los intelectuales cristianos en tratados como De divisione
philosophiae, De inmortalitate animae, De processione mundi, De
unitate y De anima, que llegarán a influir notablemente en el
pensamiento de personajes como San Alberto y Santo Tomás.
Es así cómo lo más significativo de la ciencia y filosofía orientales,
traducido al latín, pudo llegar, no sin tenaz resistencia en algunos
casos, a los principales centros culturales de la cristiandad europea,
enfrascada entonces en el corsé de una “escolástica”, que, demasiado
prisionera de viejos atavismos y de no pocas gratuitas divagaciones,
vivía a la espera de nuevas y frescas pautas de reflexión. Ello le vino
desde España, convertida entonces en “el puente espiritual entre
Oriente y Occidente” (Hirschberger).
Por demás, la singularidad de la España Medieval respecto al resto
de Europa cobra mayor significación en tanto en cuanto aquí se
combatía o se establecían pautas de entendimiento con un trasfondo
inequívocamente religioso mientras que allí las no menos
encarnizadas guerras y subsiguientes precarias treguas obedecían
más a “rivalidades señoriales” que a diferencias en cuestiones de fe:
es así como, mientras allí se medían las excelencias en razón de la
escala social, aquí era la notoriedad en el campo de las armas o de las
letras. Poco se puede hablar de la sociedad feudal española mientras
que en el resto de Europa los distintos grados de vasallaje marcaban
insalvables diferencias entre los de arriba y los de abajo: ¿no significa
ello una mayor proximidad de los españoles de entonces a lo que hoy
entendemos por Democracia?

104
14
EL DERECHO DE PROPIEDAD, LOS CRISTIANOS Y EL
PROGRESISMO BURGUES.
Lévy-Bruhl (1857-1959), célebre etnólogo francés, refiriéndose a
las sociedades más primitivas, nos habla de un lazo místico entre el
individuo, que no quiere dejar de ser él mismo, y su entorno social,
del que quiere participar y ser reconocido como pieza fundamental; lo
ve expresado en una especie de espontáneo y natural derecho de
propiedad:
“posesión, propiedad, utilización… se diferencian poco de
participación. La propiedad consiste en una especie de unión mística,
en una participación entre el posesor y los poseído. La esencia de la
propiedad es un puente espiritual que se establece entre la persona
que posee y los objetos que, de una u otra especie, forman parte de
su vida”.
Alfonso X de Castilla, llamado el Rey Sabio, define ese derecho
como el “poder que home ha en su cosa de facer della e en ella lo
que quisiere segund Dios e segund fuero”. El “segund Dios” es el
reconocimiento de la Ley del Amor por parte de un cristiano, el
“segund fuero” era la advertencia del estadista obligado a respetar e
imponer la ley.
Para los romanos la propiedad sobre personas o cosas implicaba
“el derecho a usar y abusar de lo propio hasta el límite que marca la
ley” (“ius utendi atque abutendi re sua quatenus iuris ratio patitur”);
concepto calcado por el artículo 544 del “Código Napoleón”:
“La propiedad es el derecho de gozar y de disponer de las cosas de
la manera más absoluta dentro de los límites que marquen las leyes o
reglamentos”.
Hubo un tiempo, en el que, por imposición de los “modos de
producción”, que diría un materialista marxista, los genuinos
productores, llamados esclavos o siervos (luego “proletarios”), eran
considerados cosa propia, exclusiva propiedad con derecho a “usar y
abusar”, por parte de los autotitulados propietarios (y también
105
reconocidos por las leyes civiles).
Contra tal aberrante simplificación (“no seáis esclavos de los
hombres”, había dicho San Pablo), se alzaron los Padres y Doctores
de la Iglesia:
“Si la Naturaleza ha creado el derecho a la propiedad común, es la
violencia la que ha creado el derecho a la propiedad privada”.
Tal enseñaba San Ambrosio, Arzobispo de Milán, a cuyo ejemplo y
enseñanza debió su conversión San Agustín, para quien
“Los propietarios deben tener en cuenta que han sido la iniquidad
humana, sucesivos atropellos y miserias... lo que ha privado a los
pobres de los bienes que Dios ha concedido a todos. En consecuencia,
se han de convertir en proveedores de los menos favorecidos”.
Con ello, uno y otro se hacían eco del Evangelio y de no pocas
ilustrativas referencias del Antiguo Testamento:
“Yavé vendrá a juicio contra los ancianos y los jefes de su pueblo
porque habéis devorado la viña y los despojos del pobre llenan
vuestras casas. Porque habéis aplastado a mi Pueblo y habéis
machacado el rostro de los pobres, dice el Señor” (Is.3,14) “¡Ay de los
que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta
acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la
tierra!” (Is.5,8). “Ved como se tienden en marfileños divanes e,
indolentes, se tumban en sus lechos. Comen corderos escogidos del
rebaño y terneros criados en el establo... Gustan del vino generoso,
se ungen con óleo fino y no sienten preocupación alguna por la ruina
de José” (Am.6,4). “Codician heredades y las roban, casas y se
apoderan de ellas. Y violan el derecho del dueño y el de la casa, el del
amo y el de la heredad” (Miq.2,2)
Es el propio Jesucristo quien ilustra el tema con parábolas como la
siguiente:
“Había un hombre rico, cuyas tierras le dieron una gran cosecha.
Comenzó él a pensar dentro de sí diciendo: ¿Qué haré pues no tengo
en donde encerrar mis cosechas? Ya sé lo que voy a hacer: demoleré
mis graneros y los haré más grandes, almacenaré en ellos todo mi
grano y mis bienes y diré a mi alma: alma, tienes muchos bienes
almacenados para muchos años: descansa, come, bebe, regálate...
Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma y
todo lo que has acaparado ¿para quien será? Así será el que atesora
para sí y no es rico ante Dios” (Lc. 12,16)

106
De algunos de los ricos de su época, Jesucristo arrancó el siguiente
compromiso: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres. Y, si
en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc. 19,8) Así
se expresó Zaqueo y demostró cómo una privilegiada situación
económica puede traducirse en bendición social.
El Maestro, que todo lo hizo bien, era realista y daba a cada cosa,
función o fenómeno el valor que le correspondía. “Dad al César lo
que es del César y a Dios lo que es de Dios”: Si el orden social precisa
de un soporte material a la par que una clara orientación hacia el
Espíritu, los responsables de ese soporte material son acreedores a la
pertinente contribución de cuantos se benefician de ello. Ahí radica la
lógica de la motivación crematística o aliciente con que cuentan los
celadores del orden, los emprendedores y los administradores de las
cosas, cuyos medios de gestión pueden muy bien formar parte de su
patrimonio y, de hecho, constituir una modalidad de propiedad
privada. Llegamos así al reconocimiento de una forma de propiedad
justificada por el interés general: es la función social del derecho de
propiedad.
La función social del derecho de propiedad era una de las
principales preocupaciones de San Pablo, quien recomendaba a sus
discípulos:
“A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni
pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios
quien, abundantemente, nos provee de todo para que lo disfrutemos,
practicando el bien, enriqueciéndonos en buenas obras, siendo
liberales y dadivosos y atesorando para el futuro con que alcanzar la
verdadera vida” (I Tim.6,14)
Desde esa perspectiva se pronuncia Santo Tomás de Aquino:
“Si se le concede al hombre el privilegio de usar de los bienes que
posee, se le señala que no debe guardarlos exclusivamente para sí: se
considerará un administrador con la voluntad de poner el producto de
sus bienes al servicio de los demás... porque nada de cuanto
corresponde al derecho humano debe contradecir al derecho natural o
divino; según el orden natural, las realidades inferiores están
subordinadas al hombre a fin de que éste las utilice para cubrir sus
necesidades. En consecuencia, parte de los bienes que algunos poseen
con exceso deben llegar a los que carecen de ellos y sobre los que
detentan un derecho natural”.

107
De otra forma, cabe a los poderosos de este mundo el reproche de
Santiago:
“Vosotros, ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os
amenazan. Vuestra riqueza está podrida. Vuestros vestidos
consumidos por la polilla, vuestro oro y vuestra plata comidos por el
orín. Y el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestra carne como
fuego. Habeis atesorado para los últimos días. El jornal de los obreros,
defraudados por vosotros, clama y los gritos de los segadores han
llegado a los oidos del Señor de los ejércitos. Habeis vivido en delicias
sobre la tierra, entregados a los placeres: os habéis cebado para el día
de la matanza” (Sn.5,6)
En todas las épocas, muchos fueron y son “los cebados para el día
de la matanza”. Sabemos que en la época feudal (la llamada de los
siglos oscuros) era la propiedad sobre un trozo grande o pequeño de
tierra lo que permitía distinguir a los “nobles” o propietarios de los
“plebeyos”, tratados como cosa propia por su “señor natural”, quien,
según su talante, podía proteger y respetar o, algo demasiado
frecuente, abusar con indignidades al estilo del “derecho de pernada”
o ejercicios de arbitraria justicia a base de “horca y cuchillo”.
Naturalmente que no son situaciones justificadas por el estado de los
“medios y modos de producción”, pese a que se nos recuerde que, en
el campo, se humanizó el trabajo agrícola en cuanto los siervos
pudieron descargar parte de su esfuerzo en los animales de tiro
merced a la introducción de un recién inventado arnés que permitía
un mayor aprovechamiento de la fuerza animal: lo verdaderamente
ilógico e indigno es que una persona se considere superior a otra por
cuestión de linaje o posicionamiento social.
Hoy nadie puede dudar de que ha sido y de que continúa siendo el
espíritu evangélico una eficaz fuerza para poner personas y cosas en
el lugar que les corresponde: Si Dios ha puesto los bienes terrenales
al servicio de todos, así lo han de reconocer aquellos a quienes, de
una forma u otra, corresponde tal o cual parcela de administración
(no de exclusiva propiedad). Ya en el siglo II, el propio Tertuliano,
exagerado en otras cuestiones, aquí da en el clavo cuando dice:
“Nosotros, los cristianos, somos hermanos en lo que concierne a la
propiedad, que para vosotros, paganos, es causa de tantos conflictos.
Unidos en el alma y de todo corazón, consideramos que todas las
cosas pertenecen a todos y ponemos todo en común, excepto nuestras
mujeres, quienes, en el caso vuestro, es lo único en común”.

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Con más ponderación y respeto Juan Pablo II nos recuerda la
función social del “derecho de propiedad”:
La propiedad de los medios de producción tanto en el campo
industrial como agrícola es justa y legítima cuando se emplea para un
trabajo útil. Pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para
impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son
fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más
bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de
la ruptura de la solidaridad en el mundo labora. Este tipo de propiedad
no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y ante
los hombres”(CA,43).
En anteriores capítulos ya hemos tenido ocasión de ver como el
espíritu evangélico sufrió serios reveses al hilo de la continua pugna o
forzada confusión entre el poder espiritual y el poder temporal.
Sucedía ello en una sociedad (la feudal europea, muy distinta de la
española) todavía muy cerrada sobre sí misma y, por lo mismo, reacia
a ciertas pujantes nuevas formas de vivir y de relacionarse unos con
otros, incluso por encima de las barreras sociales impuestas por la
inercia histórica. Es a la llamada burguesía a la que corresponde el
mérito de romper de forma irremisible alguna de esas barreras para,
eso también, crear otras: desde el siglo XII en adelante asistimos a un
fenómeno que proporcionó nuevas comodidades a la sociedad en su
conjunto en cuanto promovió la multiplicación y mejor distribución de
bienes y servicios: es lo que algunos consideran “progresismo
burgués”.
Es en el siglo XI cuando, con unas mayores facilidades en las
comunicaciones, se desarrolla el comercio interfeudal y, con él lo que
podemos llamar un “moldeo de las conciencias”: se revitaliza el afán
de lucro, principio inspirador del comercio ya muy presente en
antiguas civilizaciones con sus grandes núcleos urbanos como
Babilonia, Nínive, Tiro, Sidón, Alejandría.. y, por supuesto, Roma, en
donde confluyen los mil encontrados intereses de la mayor con-
federación de pueblos cual fue el Imperio Romano de Diocleciano,
Constantino y Teodosio.
El considerado comercio clásico, fue herido de muerte en Europa a
raíz de los radicales cambios sociales producidos por las invasiones
bárbaras. Tras la “feudalización” de territorios y el forzado repliegue
sobre sí mismas, las sociedades hubieron de atenerse a la explotación

109
y distribución de sus propios recursos según la pauta que marcaba la
implacable jerarquía de fuerzas.
Era aquella una economía fundamentalmente agraria que se
apoyaba en la “necesidad de compensación” entre lo que falta o sobra
a cada familia, clan o grupo social en un clima de mutuo
entendimiento más o menos forzado por un lado u otro y a merced
de los fenómenos naturales.
Cobra allí cierto arraigo una doctrina que se llamó de la “justicia
conmutativa” que decía apoyarse en la obligación de dar el
equivalente exacto de lo que se recibe (lo que, obviamente, requería
una previa y difícil evaluación de uno y otro bien). En tal situación se
comprende la fuerza que había de tener la doctrina católica como
“único experimentado criterio de referencia”. Gracias a ello, cobraban
consideración social conceptos como “justo precio”, “justo salario”,
“protección”, “vasallaje”, “trabajo”, “compensación”...
La continua predicación y el buen corazón, moneda no muy
abundante, eran los principales factores de equilibrio. Por eso, en los
frecuentes periodos de extrema escasez, los pobres se hacían más
pobres mientras que los poderosos podían impunemente ejercer el
acaparamiento y, por lo mismo, hacerse aun más ricos.
Aunque decían bien los maestros de entonces, que condicionaban
la “realización personal” al ejercicio de la responsabilidad social (“la
libertad de un hombre se mide por su grado de participación en el
bien común”, dejó escrito Santo Tomás de Aquino), había de ser ésta
una responsabilidad social en todas las direcciones y a partir de la
superación de multitud de egoísmos. Por el contrario, era una
responsabilidad social canalizada por los poderosos de abajo arriba,
con soporte principal en la sumisión. Lógicamente, ello neutralizaba el
potencial personal de sus súbditos a la par que hacía imposible otra
libertad de iniciativa que no fuese la de los privilegiados.
El nunca muerto afán de lucro, que, no nos engañemos, resulta
respetable como “revulsivo social” en cuanto despierta “vocaciones de
empresa”, se expresaba en un comercio semi-clandestino y ramplón,
de vecino a vecino, sin apreciable proyección exterior y siempre
traumatizado por la inseguridad ambiental.
En tales circunstancias era lógico que las mentes más despiertas
se dedicaran a la doctrina o a la guerra en detrimento del comercio:

110
no había grandes oportunidades para buscar el realce personal en el
industrioso tratamiento de los problemas de abundancia y escasez.
Para la reactualización del comercio clásico era preciso, a la par
que una mayor liberalización de actitudes, una real
“destraumatización” de la vida de cada día. En la sociedad feudal
europea tal empezó a ser posible en la segunda mitad del siglo X. Ya
los sarracenos habían sido empujados hacia más acá del Ebro, los
normandos se habían estabilizado en el noroeste de Francia, los
húngaros, ya medianamente civilizados, habían dejado de hostigar la
frontera oriental del Imperio...: gracias a tales substanciales cambios,
se vivía una especie de tímida “pax europea” tutelada por los
otónidas, entonces titulares del Imperio.
Ya es posible romper el estricto marco de un feudo y recorrer
considerables distancias sin tropezar con el invasor de turno o con
hordas de criminales. Lo hacen los más aventureros de la clase baja,
quienes, yendo de aquí para allá, traen y llevan objetos bien
valorados por los poderosos bien aposentados en “inamovibles”
puestos de privilegio y, por lo mismo, generosos con cuantos
propician su cómoda forma de vivir, cosa que aprovechan los que
llegan a constituir clase aparte que pide y logra protección para su
forma de actuar y de vivir. Nace así la burguesía, clase de los
burgueses6956366910975558141 o q, que han sabido
hacer imprescindibles sus servicios y, en contrapartida, han exigido
mayor libertad y seguridad en sus desplazamientos, construir en
lugares convenientes a su negocio reductos fortificados (“burgos”),
expeditivos medios legales para resolver los posibles litigios
resultantes de sus operaciones, acceso a la administración pública...
Pronto el comercio interfeudal amplió horizontes y se hizo
internacional: organizadas caravanas cruzaban Europa de Norte a Sur
y de Este a Oeste; barcos a remo o a vela seguían el curso de los ríos
o abrían nuevas rutas marítimas, en muchos casos coincidentes con
expediciones de guerra.
La organización y equipamiento de caravanas, el fletaje de barcos,
la creación y mantenimiento de centros de aprovisionamiento y
distribución... requería más amplios recursos que los del mercader
itinerante particular. Surge la necesidad de operaciones de crédito a
que se aplican los primeros “banqueros”, judíos en principio;
florentinos, lombardos, venecianos o flamencos más tarde...
111
No hay crédito sin interés. Por eso y a tenor de los nuevos
requerimientos sociales, la Iglesia revisó un viejo criterio suyo que
podía apoyarse en la lógica de la “economía de circuito cerrado” en
que es imperativo moral el no capitalizar la miseria ajena pero que ya
le venía estrecho a la nueva situación de amplios horizontes
comerciales: el tal viejo criterio consistía en identificar a la usura con
el interés. Ya admite la Doctrina la posibilidad de una garantía de
continuidad para el dinero prestado de forma que se asegure el
concurso de los capitales necesarios al mantenimiento de las
empresas comerciales, cuya conveniencia social queda patente en
cuanto favorecen la agilidad y oportunidad en la distribución de los
bienes materiales.
Son los ricos comerciantes y nuevos banqueros los más
preocupados porque la letra de la Doctrina no sea interpretada de
forma contraria a sus intereses. Para canalizarla según sus afanes,
adulan a señores y alto clero, promueven la pompa y vistosidad en las
ceremonias religiosas, edifican templos, dicen velar por la “educación
moral” de sus hijos, se aficionan a la Teología... al tiempo que
confunden a la Providencia con una especie de ángel tutelar de su
fortuna, que distraen con limosnas las exigencias de justicia, que
someten a la medida de su conveniencia respetabilísimos preceptos.
Pero, sobre todo, aspiran a identificarse con los poderes establecidos.
Paso a paso, persistente y pacientemente, los burgos en que se
asientan comerciantes y banqueros (unos y otros reconocidos como
burgueses) se convierten en centros de poder político, tanto por su
privilegiada situación de proveedores de nuevos lujos y comodidades
para reyes, jerarquía eclesiástica y nobles como por su natural
tendencia a comercializar todo lo imaginable pasando por la
“categoría mercantil” más apreciada en aquel tiempo: puestos de
relieve en la Administración Pública o, cuando menos, evidente
reconocimiento social por parte todos.
Es en las ciudades italianas, Asís entre ellas, en donde cobra alta
consideración social esa nueva clase, ya reconocida como Burguesía.
Allí, en el año 1182, nace un inquieto niño bautizado con el nombre
de Giovanni o Juan hasta que, pasados veinte años, pertinentemente
educado y condicionado como “corresponde a su situación” llega a ser
un apuesto, despierto y emprendedor joven apodado Francesco en
reconocimiento a los éxitos comerciales logrados en Francia por su

112
padre, el opulento burgués Pedro Bernardone. Francesco (Fracisco)
vive durante unos cinco años como un joven alegre y confiado hasta
que, no sin tenaz resistencia por parte de su padre y resto de familia,
se enamora de la “dama Pobreza”, “viuda desde la muerte de
Jesucristo” y decide vivir en consecuencia.
En la historia de la Iglesia no existe otro personaje tan popular
como san Francisco de Asís, en el que se ve un inigualable testimonio
de pobreza, castidad y obediencia a los dictados de la Iglesia a la que
reconoce como única “legítima esposa de Cristo”. Ama toda la
naturaleza por que, en todos sus componentes y detalles reconoce la
maravillosa obra de Dios.
Contagió su forma de vida a un grupo de “hermanos menores”,
“enamorados como él de la pobreza” y, para ser reconocidos como
orden religiosa pidió ser recibido por el propio Inocencio III, ese
personaje en quien hemos visto personificado el más elocuente
ejemplo de Cesaropapismo. Aunque el Papa se resistió, en principio, a
reconocer una orden cuyo valor principal era la pobreza extrema,
hubo de ceder ante el argumento del cardenal Juan de Colonna: “No
les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el Evangelio.
El hermano Francisco, San Francisco de Asís, vivió y murió como
un auténtico cristiano que imparte amor a todo lo que le rodea: Hoy
su ejemplo alimenta la fe y forma de vida de una legión de héroes
que recuerdan a Cristo en todo los rincones del mundo. Viven en
pobreza pero, a fuer de realistas, reconocen la necesidad de que,
como nos recuerda el magisterio de la Iglesia: La propiedad de los
medios de producción tanto en el campo industrial como agrícola es
justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil.
Trabajo útil, reconozcámoslo, es también el del empresario
(¿burgués de ahora?), que empeña su saber hacer y los bienes que
administra en construir y mantener medios y modos de producción
que dan trabajo, facilitan la vida de muchas familias y colaboran al
buen orden social (y dejemos que sea Dios el que mida la
generosidad de sus intenciones).

113
15
¿ES EL HOMBRE LA MEDIDA DE TODAS LAS COSAS?
En 1445 Gutenberg (1397-1468), por primera vez y usando “tipos”
móviles, imprimió un fragmento del Juicio Final del Sibyllenbuch (la
llamada Biblia de Gutenberg lo fue en 1455). Gracias a esa prodigiosa
novedad que fue la imprenta, los libros, hasta entonces reproducidos
uno a uno y tras muchas horas de paciencia y laboriosidad por parte
de especializados monjes y otros copistas, dejaron de ser privativos
de los monasterios y escasas bibliotecas para el uso y disfrute de las
élites intelectuales para “salir a la calle” y, progresivamente, resultar
asequibles al gran público en un proceso que podemos llamar
popularización de la cultura. Si los primeros libros editados fueron de
carácter religioso, pronto aparecieron nuevas “versiones” de los
clásicos más o menos paganos o paganizantes; es así como la cultura
que, hasta entonces, estaba encauzada y dirigida por teólogos y
filósofos, más o menos fieles, desbordó ese marco y facilitó la entrada
de todo aquello que, comercialmente, resultaba editable. En
consecuencia, abundaron los descubridores de “nuevos mundos” en el
terreno de las artes y de las letras. A eso se ha llamado Renacimiento.
Primeros y principales beneficiarios de este proceso de
popularización de la cultura, además de los clérigos, nobles y ricos
comerciantes, fueron los habitantes de las ciudades y burgos y, entre
éstos, los que, por su nacimiento y fortuna, contaban con el tiempo y
los recursos necesarios o vivían a la sombra o protección de los
poderosos.
Por avatares de la historia, en Flandes e Italia prendió con especial
fuerza ese movimiento de culturización: ambas contaban con núcleos
burgueses muy importantes y sus nuevos ricos deseosos de abrirse a
los prometedores horizontes de ocio y entretenimiento.
Con raras excepciones, los poderosos de este mundo y cuantos
aspiran a serlo, en cualquier época y lugar, ven a la Doctrina de la
libertad y del amor universal como un corsé que retiene sus afanes de
superación a costa de lo que sea. Tanto es así que, si la ocasión les es
propicia, crean su propia religión o de la oficial adulteran cuantos
principios no sintonizan con sus ambiciones, vanidades o intereses.
114
Tal llegó a ocurrir en la época de la aparición de la imprenta, la
formación de los estados modernos (siglos XV y XVI), la caída del
imperio bizantino (1453) en poder de los turcos (con subsiguiente
emigración a Italia de eruditos y fondos culturales) y el
descubrimiento de “nuevos mundos” (1492).
Se dice que la sociedad medieval europea, España incluida, había
vivido una intensa religiosidad hasta el punto de que pasiones,
ambiciones y el general vivir de cada día giraban en torno a la “Ley de
Dios”. Ciertamente, al menos, en teoría, Dios era reconocido como “el
Principio y Fin de todas las cosas”: es lo que se llama “Humanismo
Teocéntrico” con el Evangelio como su principal punto de apoyo. Con
notorias discrepancias, claro está, incluso en los centros de instrucción
religiosa, esos mismos que, en los llamados siglos oscuros, eran
prácticamente los únicos sitios en los que se podía cultivar la mente.
Vemos como cambia el panorama con lo que venimos llamando
progresiva popularización de la cultura y la mayor parte de los
historiadores identifican con el genérico nombre de Renacimiento:
pretenciosa calificación esta última cuando, de hecho, ninguno de sus
puntos de apoyo ni estaba muerto ni olvidado; simplemente, estaba
poco difundido en razón de la escasez y pobreza de los soportes
adecuados (libros y otros medios de comunicación).
Era de temer y, de hecho así sucedió, que, superada la
limitadísima reproducción manuscrita de libros y tratados, a la par que
se “globalizó” el conocimiento de lo esencial, se brindó a los
aprovechados de la época una inédita ocasión de mercantilizar
nimiedades y chabacanerías con lo que determinada “vulgarización
cultural” de aquellos tiempos puede parecernos un anticipo de lo que
hoy se llama “telebasura”.
Los ilustrados del siglo XVIII lo llamaron Humanismo porque,
según ellos, presentaba lo universal centrado en el Hombre al que se
llega a considerar “microcosmos o quinta esencia del Universo”. Es
éste un hombre que, progresivamente desligado de las trabas
dogmáticas, con prisa y ostensible frivolidad, convierte sus viejas
fidelidades en simples figuras retóricas. Es un humanismo
antropocéntrico en cuanto es el hombre de ilustre cuna, buen vivir o
exquisitos modales el centro de todos los desvelos, pensamientos y
acciones de no pocos teorizantes que se proponen desarrollar el saber
pensar y el saber hacer entre sus respectivos públicos. Hubo una
115
singular época en la que tales teorizantes contaron con el fervoroso
apoyo de los poderes establecidos, muy especialmente de los
llamados “príncipes mercaderes” , Lorenzo de Médicis (1449-1492),
llamado el Magnífico, entre ellos.
Es difícil situar en el tiempo los comienzos de tal
Humanismo. Lo que si resulta evidente es que cobra decisivo auge en
Italia en estrecha concordancia con las aspiraciones de la poderosa
burguesía que ya había asumido el gobierno de la mayoría de los
principados y repúblicas y asume el mecenazgo del “renacimiento” de
lo “clásico”.
Y ya estamos de lleno en el “Renacimiento Humanista” o
“Humanismo Renacentista”, algo que, en una realista percepción, fue
más una “aspiración estética” que una genuina corriente de
renovación ideológica o, mucho menos, moral: cultivaba
apasionadamente el supuesto de que el hombre se hace tanto más
libre y más fuerte cuanto más se abre al saber decir, al saber estar,
al saber apreciar luego de haber roto con las cadenas de los “oscuros
tiempos”.
Al genuino “humanista” le interesa menos lo que escucha o dice
que la forma de escucharlo o decirlo: remedando a Platón, podría
decirse de sus grandilocuentes discursos sobre lo grande y lo bello
que no pasan de “atractivos laberintos vacíos de todo concepto
claro y de toda intención ética”. Para muchos de los “humanistas”
vale cualquier idea siempre que sea presentada en el marco de
un impecable estilo.
Personaje representativo de la época es Pico de la Mirandola
(muerto en 1.494 a los 31 años). Educado en la nueva “Academia”
de Florencia, se revela pronto como un prodigio de erudición con
asombrosa capacidad para compaginar las teorías más encontradas,
expresadas en un musical lenguaje muy al gusto de la época. En
900 tesis presentó su idea del “hombre infinito” al que otorga la
capacidad de renovarse si se sumerge en un fantástico crisol en
que, continuamente, se produce la síntesis de la religión con lo más
bello legado por el espíritu griego y la Roma imperial.
Claramente inclinado por lo más vacío de contenido moral, resalta
al tipo griego como a la más elocuente expresión de lo humano y
apenas disimula su intención de introducir en el martirologio
romano a los dioses y héroes de la antigüedad.
116
Al amparo del mecenazgo de no pocos oligarcas “ilustrados”, la
fiebre de esteticismo se contagió a los intelectuales más influyentes
en las repúblicas italianas de la época: Ficino, Besarión, Lorenzo
Valla, Rodolfo Agrícola... son ejemplos del llamado humanismo
renacentista. Todos ellos conceden a la religión respeto pero,
también, cierto nivel de inferioridad respecto a la ocasión que se
les brinda de aplaudir y cultivar cualquier expresión de “belleza
tangible”, de canalizar los vuelos de la inteligencia humana hacia el
mundo de las ideas en que pierden fuerza los antiguos preceptos
morales.
Aparentemente, el hombre resulta ennoblecido...Pero no es ésa la
realidad: si era bueno romper con un orden nacido de la “jerarquía
de sangre” y archivar anquilosados valores de una sociedad cerrada
sobre sí misma y, por ello, sometida a la rutina y a los caprichos de
una endiosada autoridad... ello había de hacerse en una rigurosa
línea de respeto a la Realidad cuyo centro de referencia, lo
sabemos bien, es la personal aportación que corresponde a cada
hombre en la tarea común de amorizar la tierra.
Vemos que no era realmente así: que los afanes de los
personajes más celebrados eran regidos por simple afán de ser
aplaudido o de responder a los requerimientos del propio vientre.
De ahí el que encajen diversas expresiones de materialismo en
una buena parte del humanismo renacentista; de ahí el que,
frecuentemente, se confunda al humanismo con el halago a la tiranía
de príncipes y condotieros, con un artificial retorno al
“clasicismo” abúlico y egoísta... (Obsérvese cómo seguimos
empecinados en considerar al materialismo algo muy “idealista” de
forma que nos atrevemos a usar y abusar del término ideal-
materialismo)
Hecha tal matización, hemos de reconocer que, en torno al
1.500, vive Europa una fresca reapertura a lo bello y a lo sublime
según el impulso de no desdeñar lo más valioso del Mundo y desde la
óptica de abrir nuevos caminos a la libertad... Ello es evidente
aunque sus propios protagonistas no pretendieran más que servir a
sus fines particulares.
Sin la revolución cultural que representó el humanismo laico no
es fácil imaginarse los subsiguientes descubrimientos científicos,

117
nuevas herramientas de que podrá disponer el hombre deseoso de
justificar su existencia en amorizar la Tierra.
De todas las repúblicas italianas es Florencia el principal foco de la
corriente humanista. Florencia, regida por una “patriarcal”
oligarquía, se presentaba como heredera de la antigua Roma,
ahora moderna, próspera y pletórica de ciudadanos libres y felices
según un mismo espíritu, el espíritu de la burguesía triunfadora sobre
miserables vulgaridades hasta alcanzar una bien sincronizada epicúrea
forma de vivir. Así lo entienden sus próceres y los profesionales del
halago: como ejemplo podemos sacar a colación a un tal Coluccio
Salutati, un apologista de la tiranía que presume de no perdonar a
Cicerón sus “veleidades populistas”.
La etapa más celebrada de la historia de Florencia está
representada por los Médicis, clásico ejemplo de éxito burgués,
“príncipes mercaderes” con fortuna suficiente para permitirse todos
los caprichos personales, entre los cuales colocaron el mecenazgo
o promoción de las artes en torno a su “Academia”.
En la “Academia” florentina había de todo: desde un rebuscado y
torpe esnobismo en que cualquier espontáneo, en pésimo latín,
podía presentar a Cicerón como maestro de Aristóteles (nacido
cuatro siglos antes) hasta soberbios artistas tal que Donatello, Alberti,
Piero de la Francesca...
La corriente florentina se hizo enseguida italiana (los papas de
la época ayudarían decisivamente a ello) y, muy pronto, invadió
triunfalmente Europa, cuyas oligarquías se dejaron prendar por
“las artes y las ciencias no oidas y nunca vistas”.
En paralelo y, como teoría política progresista, se desarrolla
la devoción al rico y poderoso, se paganizan las costumbres y se
acentúa la explotación de los más débiles, que han de soportar los
afanes de gloria de los mejor situados, cuyo más encendido amor es
el de mantener su posición.
Evidentemente, una buena parte de los más ilustres de la época
se hicieron excepcionales más por egoísta afán de apabullar a los
demás que por abrirles nuevos caminos de progreso: aun así y en
tanto que encontraron razones para un progresivo desarrollo de su
personalidad dejaron tras de sí algo muy aprovechable
socialmente.

118
Su obra hizo historia, representó un testimonio de capacidad
humana y un paso decisivo para el progreso material, que irá
ampliando su círculo social en sucesivos siglos. Ello resulta evidente
ante la simple consideración de las etapas que fue cubriendo el
desarrollo de la Ciencia, acortamiento de las distancias,
espectaculares descubrimientos de nuevos mundos y una embrionaria
racionalización de la economía.... puntos básicos de un progreso
social en cuya consecución estamos comprometidos.
Muchas de las grandezas y miserias de nuestra época tienen su
precedente en el llamado Quatroccento, que pretendió situar al
Hombre como medida de todas las cosas y exclusivo eje espiritual del
Universo: era como elevarlo por encima de las Tres Personas de la
Santísima Trinidad. No es cierto que la ciencia moderna tenga sus
exclusivas raíces en ese fenómeno; por el contrario, hay sobradas
razones para admitir que muchos de los estrepitosos fracasos de la
“humanidad cultivada” (la sinsubstancia de la astrología y de la
alquimia, entre otros) tienen su origen en la pedantesca pretensión de
llegar al misterio de las cosas sin reconocer la limitada capacidad de la
mente humana.
Ya en este punto y aunque echemos en falta abundantes
ejemplos de generosidad (Trabajo Solidario), habremos de
reconocer como más positiva la ambición responsabilizante (fuerza
destacada del Humanismo Renacentista) que la crasa inhibición de
tantos y tantos abúlicos representantes de épocas anteriores respecto
a las exigencias del entorno social y de la Historia. Ahora bien: esa
ambición responsabilizante representa un absoluto fracaso personal
cuando el que la ha alimentado y vivido de ella termina por creerse lo
del famoso Pico de la Mirandola: soy la quinta-esencia del Universo y
por ello reposa en mí el centro de la Creación a modo de eje u
ombligo del Mundo.
Visto todo ello, el Realismo Cristiano nos lleva a muy distinta y
directa conclusión: es Dios el Principio y Fin de todas las cosas; su
privilegiado portavoz o Palabra, Dios como Él, es su Hijo y Hermano
Mayor nuestro Jesucristo.

119
16
LA TRAMPA DEL “EIUS REGIO CUIUS RELIGIO”
En una época que resultó decisiva para la formación de los grandes
estados europeos, pasaron por la Sede Apostólica algunos papas más
amigos del arte pagano y del maquiavelismo político que de la
Doctrina y de la Moral; entre ellos destacan Alejandro VI, el “Papa
Borgia” (1431-1503) y Julio II (1443-1513): la concupiscencia del
primero y la pasión guerrera del segundo les han dado más renombre
que el que les debía corresponder como vicarios de Cristo en la tierra.
En demasiadas ocasiones su gestión y comportamiento parecen
obedecer a los dictados del que ha sido llamado “apóstol de los
tiempos modernos”, ese “maestro del éxito a cualquier precio”
llamado Maquiavelo, para quien el ideal del hombre es aquel que
supedita todo, absolutamente todo, al triunfo apabullante sobre el
prójimo. Con amplia resonancia en los medios políticos de entonces y
de siglos más tarde, muestra como es
“preferible hacerse temer que amar” puesto que “el amor, por
triste condición humana, se rompe ante la consideración de lo más
útil para sí mismo; el temor, por el contrario, se apoya en el miedo
al castigo, un miedo que no nos abandona nunca”, mientras que él,
“el Príncipe”, “estará siempre dispuesto a seguir el viento de su
fortuna... no se apartará del bien mientras le convenga; pero
deberá saber entrar en el mal de necesitarlo... será, a un tiempo,
león y zorra”.
Si la “burocracia romana” es presidida por personajes de ese
calado, puede ocurrir y, de hecho, ocurrió un progresivo deterioro de
la moral pública y una palmaria desorientación respecto a lo que
corresponde al César o se debe a Dios.
Ya entrado el siglo XVI, tuvo el mundo que nos rodea protagonistas
de excepción como Lutero, Carlos I de España y V de Alemania,
Francisco I de Francia, el turco Solimán, llamado el Magnífico, y,
también leales servidores de la Doctrina como Erasmo de Rótterdam e
Iñigo de Loyola, todo ello en un ambiente con una fortísima carga

120
religiosa cuyos efectos impregnan la historia de España y una buena
parte del resto del Mundo hasta bien entrado el siglo XIX.
Desde la toma de Constantinopla en mayo de 1453 hasta el sitio de
Viena en 1534, eran los turcos la principal amenaza de la Cristiandad.
Habían “recuperado” el imperio de Alejandro Magno, desde los
Balcanes hasta Persia pasando por el Norte de Africa, dirigidos,
sucesivamente, por Mohamed II (“enterrador” del Imperio Bizantino),
Bayaceto II, Selim (autoproclamado “califa” al destronar en Egipto a
un pretendido descendiente del Profeta) y Solimán II (1494-1566),
llamado el Magnífico por los occidentales y Kanuni o Legislador por los
propios turcos. El sueño de este último era avasallar a los cristianos
empezando por la conquista del Sacro Imperio Romano-Germánico, a
la sazón regido por nuestro Carlos V. Para ello, había en el mundo
cristiano alguien dispuesto a colaborar: nos referimos a Francisco I de
Valois (1494-1547), rey de Francia.
Recordemos cómo, ya en los tiempos de Clodoveo (465-511),
convertido al Catolicismo por su esposa santa Clotilde, el ”país de los
francos”, Francia, era considerado una de las sólidas columnas de la
Iglesia de Roma a diferencia de Hispania y una buena parte de la
península italiana, dominadas entonces por los arrianos. El súmmum
de la protección le vino a los papas de la mano de Carlomagno, que,
además de ungido “cristianísimo” rey de los francos, fue coronado en
la Navidad del año 800 “Augusto Emperador” del renacido Sacro
Imperio Romano Germánico. Ya conocemos el empeño reformador del
“pragmático” Carlomagno, más atento al uso de la religión como
instrumento de poder que al mantenimiento de una forma de vivir
conforme al amor y a la libertad, de que tan elocuentes testimonios
han dejado a la historia el propio Hijo de Dios y sus discípulos.
La utilización de la religión como instrumento de poder ha sido
demasiado frecuente a lo largo de los siglos: aunque en nuestra
propia historia podemos encontrar de ello algunos casos, es Francia
con su galicanismo la que brinda más elocuentes ejemplos: el
Galicanismo prende sus raíces en la época carolingia (siglos IX y X) y
logra forma de doctrina con Felipe IV de Francia (1268-1314), quien,
apoyado por la pujante clase de los comerciantes (burgueses) y al
dictado de los oportunistas “caballeros en leyes” P.Flotte, Marigny y
Nogaret, plantó cara al Papa Bonifacio VIII reivindicando para sí la
soberanía absoluta en cuanto, al ser “rey por la gracia de Dios”,

121
”solamente a Dios el rey había de rendir cuentas” con todos los otros
poderes, incluido el papal, a su merced.
En esa línea, el tal Felipe IV de Francia impuso como Papa
(segundo sucesor de Bonifacio VIII) al francés Beltrán de Got, al que,
una vez Papa con el nombre de Clemente V, obligó a fijar la sede
apostólica en el feudo francés de Avignon (desde 1309 a 1377). Ello,
además de originar el grave Cisma de Occidente (desde 1378 hasta
1449), dio extraordinaria fuerza a una partidista interpretación del
Evangelio (fundamentalismo radical, podríamos llamar hoy): si el
supremo poder viene de Dios, es solamente a Dios a quien deben
rendir cuentas los titulares del poder absoluto en la Tierra; si, por
demás, están en el derecho de conceder mercedes a sus
incondicionales y una de ellas es la “investidura de obispo” se llegará
a una situación en la que habrá dos facciones de poder eclesiástico, lo
que, en Francia, se traducirá en dos ramas del llamado galicanismo: el
de ciega obediencia a los dictados del rey y el que, en los motivos de
discrepancia, defiende al Papa sin renegar por ello de cierta simpatía
por lo peculiar del catolicismo galo (entonces más francés que
universal). En ese orden de cosas, de forma irregular, se habían
celebrado los concilios de Constanza (1413, convocado por el antipapa
Juan XXIII) y de Basilea (1434-38, que pretendió desbancar al papa
Eugenio IV con un antipapa, Félix V),), según los cuales el Papa había
de declinar su autoridad ante la mayoría de los obispos, franceses en
la ocasión.
En el siglo XV, durante el reinado de Carlos VII de Francia, en
lo que respecta a la religión, se tiene cuidado en diferenciar el
galicanismo papal del episcopal, precisando la dependencia de
éste de la autoridad del rey “magnánimo dispensador” de los
bienes anejos a diócesis y parroquias: bajo los auspicios del Rey,
en 1437, se había reunido en Bourges, una asamblea de la Iglesia
de Francia que respalda al Rey en su intención de declarar leyes
del Reino los decretos, que, promulgados por los controvertidos
concilios de Constanza y Basilea, ponían en tela de juicio la
autoridad del Papa sobre los soberanos de Francia.
Sucede ello cuando, a remolque de lo que se ha llamado
Renacimiento, muchos intentan situar a los valores cristianos por
debajo de valores paganos como el buen vivir a costa de lo que sea,
el arte por el arte, el responder con odio al odio, el glorificar el triunfal

122
uso de las armas para aplastar o someter al débil… Es el
enaltecimiento del “uomo singulare”, que triunfa en las batallas y
administra como nadie las vanidades de este mundo.
El soberano civil de Roma era el Papa, cuya corte se distinguía por
un lujo y refinamiento aliñados con tópicos al uso de la época: “Si
grande fue la Roma de los césares, ésta de los papas es mucho más:
aquellos solo fueron emperadores, éstos son dioses”, fue una de las
proclamas con la que, en el día de su coronación, regalaron a
Alejandro VI, el papa Borgia (1431-1503, nacido en Játiva-Valencia y
cuyo pontificado (1492-1503), por paradojas de la historia, coincidió
con el inicio de la empresa evangelizadora del Nuevo Mundo bajos los
auspicios de los Reyes Católicos.
El soporte de los lujos, corte, ejércitos y ostentación de poder,
además de tributos, rentas y aportaciones de los poderosos, se
basaba en la venta de cargos. favores y..., también, sacramentos,
levantamiento de anatemas y concesión de indulgencias. El propio
Alejandro VI hacía pagar 10.000 ducados por otorgar el capelo
cardenalicio; algo parecido hizo Julio II para quien los cargos de
secretario, maestro de ceremonias... etc. eran “sinecuras” que podían
ser revendidos con importantes plusvalías.
Era este último papa el que regía los destinos de la Cristiandad
cuando Erasmo visitó Roma, reflejando así sus impresiones:
“He visto con mis propios ojos al Papa, cabalgando a la cabeza de
un ejército como si fuese César o Pompeyo, olvidado de que Pedro
conquistó el mundo sin armas ni ejércitos”.
Para Erasmo de Rotterdam tal estampa es la de una libertad
desligada de su realidad esencial y comunitaria; es el apéndice de una
autoridad que vuela tras sus caprichos, es una libertad hija de la
Locura. De esa Locura que, según Erasmo (“Elogio de la Locura”), es
hija de Plutón, dios de la indolencia y del placer, se ha hecho reina del
Mundo y, desde su pedestal, desprecia y escupe a cuantos le rinden
culto, incluidos los teólogos de la época:
“Debería evitar a los teólogos, dice la Locura, que forman una casta
orgullosa y susceptible. Tratarán de aplastarme bajo seiscientos
dogmas; me llamarán hereje y sacarán de los arsenales los rayos que
guardan para sus peores enemigos. Sin embargo, están a mi merced;
son siervos de la Locura, aunque renieguen de ella”.

123
Es cuando las libertades de los hombres siguen caminos
demenciales: el Evangelio es tomado como letra sin sentido práctico,
las vidas humanas transcurren como frutos insípidos y la Muerte,
ineludible maestro de ceremonias de la zarabanda histórica, imprime
la pincelada más elocuente en un panorama aparentemente saturado
de inutilidad.
Se viven los excesos anejos a la ruptura de viejos corsés; con
evidente escasez de realismo, se pierde el sentido de la proporción.
Por eso no resulta tan fecunda como debiera la fe en la capacidad
creadora del hombre libre, cuyos límites de acción han de ceñirse a la
frontera que marca el derecho a la libertad del otro. Sucede que la
nueva fe en el hombre no sigue los cauces que marca su genuina
naturaleza, la naturaleza de un ser llamado a colaborar en la obra de
la Redención, amorización de la Tierra desde un profundo y continuo
respeto a la Realidad.
Una de las expresiones de ese desajuste que, por el momento, no
afecta gran cosa al pueblo sencillo pero que es cultivado
“profesionalmente”, ¿cómo no? por los círculos académicos, tiene
como protagonista a una libertad que ya nace sin horizonte humano
porque no se marca otra tarea que la de dar vueltas y más vueltas en
torno a sí mismo como a la búsqueda de cualquier cosa que no tenga
nada que ver con la propia realidad.
¿De dónde nace la Libertad? La ya pujante ideología burguesa
querrá hacer ver que la libertad es una consecuencia del poder, el
cual, a su vez, es el más firme aliado de la fortuna. Pero la fortuna no
sería tal si se prodigase indiscriminadamente ni tampoco si estuviera
indefensa ante las apetencias de la mayoría; por ello ha de aliarse con
la Ley, cuya función principal es la de servir al Orden establecido.
En la nueva sociedad la Libertad gozará de una clara expresión
jurídica en el reconocimiento del derecho de propiedad privativo en
las sociedades precristianas, el clásico “jus utendi, fruendi et
abutendi”.
Más que derecho, será un monopolio que imprimirá acomodación a
toda la vida social de una época que, por caminos de utilitarismo,
brillante erudición, sofismas y aspiraciones al éxito incondicionado,
juega a encontrarse a sí misma. El “utilitarismo” resultante será cínico
y egocentrista y con fuerza suficiente para, en la consecución de sus

124
fines, empeñar los más nobles ideales, incluido el de la libertad de
todos y para todos.
El torbellino de ideas y atropellantes razonamientos siembra el
desconcierto en no pocos espíritus inquietos de la época, alguno de
los cuales decide desligarse del “Sistema” y, con mayor o menor
sinceridad, ofrecer nuevos caminos de realización personal.
Uno de esos espíritus inquietos fue Lutero, fraile agustino que se
creía (o decía creerse) elegido por Dios para descubrir a los hombres
el verdadero sentido del Cristianismo, según él, “víctima de las
divagaciones de sofistas y papas”.
Para Lutero, la Libertad es un bien negado a los hombres:
Patrimonio exclusivo de un Dios que se parece muchísimo a un
todopoderoso terrateniente, para él la Libertad es el instrumento de
que se ha valido Dios para imponer a los hombres su Ley, ley que no
será buena en sí misma, sino por que Dios lo quiere.
“Así has de creer y no razonar”....”porque la Fe es la señal por la
que conoces que Dios te ha predestinado y, hagas lo que hagas,
solamente te salvará la voluntad de Dios, cuya muestra favorable la
encuentras en tu Fe”
Y, con referencia expresa a la libertad incondicionada de Dios y a
la radical inoperancia trascendente de la voluntad humana, Lutero
establece las líneas maestras de su propia teología: no es válida la
conjunción de Dios y el Mundo, Escrituras y Tradición, Cristo e Iglesia
con Pedro a la cabeza, Fe y Obras, Libertad y Gracia, Razón y
Religión... Se ha de aceptar, proclama Lutero, una definitiva
disyunción entre Dios y el Mundo, Cristo y sus representantes
históricos, Fe y Acción cristianizante sobre las cosas, Gracia Divina y
libertad humana, fidelidad a la doctrina y análisis racional... Es así
como la trayectoria humana no tendría valor positivo alguno para la
Obra de la Redención o para la Presencia de Cristo en la Historia.
Desde los nuevos horizontes de libertad responsabilizante que, para
los católicos, abría la corriente humanista, Erasmo de Rotterdam hizo
ver una enorme laguna en la predicamenta de Lutero: en la encendida
retórica sobre vicios y abusos del Clero, la apasionada polémica sobre
bulas e indulgencias... estaba la preocupación de servir a los afanes
de ciertos príncipes alemanes en conflicto con sus colonos: la rutinaria
fe de los príncipes era suficiente justificación de sus privilegios; no
cabía imputarles ninguna responsabilidad sobre sus posibles abusos y
125
desmanes puesto que sería exclusivo de Dios la responsabilidad de lo
bueno y de lo malo en la Historia.
En consecuencia, en el meollo de la doctrina de Lutero se reniega
de una “Libertad capaz de transformar las cosas que miran a la Vida
Eterna”. Así lo hace ver Erasmo con su “De libero arbitrio”, escrita en
1.526 por recomendación del papa Clemente VII. Ha tomado a la
Libertad como tema central de su obra a conciencia de que es ahí en
donde se encuentra la más substancial diferencia entre lo que
propugna Lutero y la Doctrina Católica.
Lutero acusa el golpe y responde con su clásico “De servo arbitrio”
(Sobre la libertad esclava):
“Tú no me atacas, dice Lutero a Erasmo, con cuestiones como el
Papado, el Purgatorio, las indulgencias o cosas semejantes, bagatelas
sobre las cuales, hasta hoy, todos me han perseguido en vano... Tú
has descubierto el eje central de mi sistema y con él me has
aprisionado la yugular...”
Y para defenderse, puesto que ya cuenta con el apoyo de
poderosos príncipes que ven en la Reforma la convalidación de sus
intereses, Lutero insiste sobre la crasa irresponsabilidad del hombre
sobre las injusticias del entorno:
“La libertad humana, dice, es de tal cariz que incluso cuando intenta
obrar el bien solamente obra el mal”... “la libre voluntad, más que un
concepto vacío, es impía, injusta y digna de la ira de Dios...” Tal es así
que “nadie tiene poder para mejorar su vida”... tanto que “los elegidos
obran el bien solamente por la Gracia de Dios y de su Espíritu mientras
que los no elegidos perecerán irremisiblemente”, hagan lo que hagan.
¿Es miedo a la responsabilidad moral ese encendido odio de Lutero
hacia la idea de libre voluntad? Apela a la Fé (una fé sin obras, que
diría San Pablo) en auto-convencimiento de que Dios no imputa a los
hombres su egocentrismo, rebeldía e insolidaridad; por lo mismo,
tampoco premia el bien que puedan realizar: elige o rechaza al
margen de las respectivas historias humanas.
Según ello, Jesucristo no habría vivido ni muerto por todos los
hombres, si no por los elegidos, los cuales, aun practicando el mal,
serán salvos si perseveran en su fé. Para el iletrado del pueblo esa fe
habrá de ser la de su gobernante (tal expresaba el dicho “cuius regio,
eius religio”)

126
La Jerarquía, ocupada en banalidades y cuestiones de forma, tardó
en reaccionar y en presentar una réplica bastante más universal que
la crítica de Erasmo, seguida entonces por el reducido círculo de los
intelectuales (nuestro J.Luis Vives, entre ellos). Tal réplica llegó con el
Concilio de Trento y la llamada Contrareforma, cuyo principal adalid
fue San Ignacio de Loyola con su Compañía de Jesús: la Doctrina se
revitalizó con la vuelta a las raíces desde una venturosa alianza entre
la Fé y la Razón sin desestimar las positivas conquistas de la Ciencia y
la Cultura y siguiendo los pasos de Jesucristo, que vivió y murió por
todos los hombres que, libremente, están invitados a participar en esa
grandiosa tarea de amor que es la Redención. Así decían entenderlo
incluso algunos poderosos de entonces como el propio emperador.
Carlos I de España y V de Alemania (1500-1558, rey de España de
1516 a 1556 y emperador de Alemania de 1519 a 1556) vivió y murió
(eso creemos) convencido de que era su obligación la defensa
conjunta de la Cristiandad y de los territorios heredados de sus
abuelos (los Reyes Católicos y Maximiliano I de Alemania). Pocos
como él, eligieron a tiempo la “mejor solución” respecto a su propia
vida: siendo el monarca más poderoso de su época, a sus 55 años,
se retiró a Yuste a reconciliarse con su conciencia y a esperar la
muerte en “gracia de Dios”.
Durante no menos de treinta años, había mantenido irreconciliable
rivalidad con su “primo”, Francisco I de Francia: ambos habían
optado a la corona imperial, que se llevó Carlos V, católico como el
desestimado Francisco, el cual, con el ánimo de tomarse la revancha e
igualar fuerzas, no dudó en aliarse con los turcos o con rebeldes a la
Iglesia de Roma como algunos de los príncipes luteranos alemanes o
el propio Enrique VIII de Inglaterra. Ambos habían optado a la corona
imperial, y se la llevó Carlos V, ambos decían defender a la Iglesia
católica contra la herejía luterana, pero Francisco nunca fue más allá
de vagas promesas mientras que Carlos comprometió su prestigio y
poder en fortalecer la Doctrina y defender a los católicos de turcos y
protestantes: lo atestiguan sus batallas con desigual resultado, su
defensa de la ortodoxia en abierta pugna con Lutero y Malechton, la
derrota de los turcos en 1532 y su abierta participación en la
Contrarreforma y en la preparación y patrocinio del Concilio de
Trento.

127
Eran tiempos en los que resultaba muy difícil diferenciar a la
política de la religión, lo debido al César de lo que espera recibir Dios.
Incluidos los papas, casi todos los soberanos de aquel mundo no
dudaban en servirse de la violencia para mantener o acrecentar su
poder al que, no sin cínica pretensión, consideraban un especial don
de Dios.
Francisco I de Francia presumió siempre de católico, pero desde
una irrenunciable posición “galicana”: en 1516 suscribió un
Concordato con el papa León X (Juan de Médicis (1475-1521, Sumo
Pontífice desde 1513) en el que se otorgaba fuerza de ley a «las
antiguas libertades de la Iglesia galicana», lo que, de hecho y
como muestra de subordinación del poder eclesiástico al poder
civil, convertía el Rey de Francia en el más rico dispensador de
rentas vitalicias de toda la Cristiandad (¿dónde quedaba aquello de
“dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”?). Como
reacción a esa interesada manipulación de los valores religiosos por el
poder político, cobra fuerza en Francia la predicamenta de Calvino,
que logra atraer a su bando a notables personajes de la vida pública,
entre los cuales se recuerda al almirante Coligny, a Luis de Condé, el
más ilustre militar de su tiempo, al matrimonio de Juana de Albret y
Antonio de Borbón, reyes de la Navarra francesa y, en especial, al hijo
de ambos Enrique III de Navarra y IV de Francia. Estos últimos han
implantado el calvinismo como religión oficial de sus territorios y
entran en abierta pugna con los católicos de toda Francia formando
una especie de partido político que se llamó de los hugonotes.
¿Cabe extrañarse de que, al hilo de todo ello y durante no menos
de 50 años, la controversia entre protestantes y católicos tuviera en
Francia su más sangrienta expresión con las llamadas guerras de
Religión, cuyo más espeluznante episodio fue el de la llamada Noche
de San Bartolomé (agosto de 1572) promovida, según se cree por la
regente Catalina de Médicis (1519-1589), hija de Lorenzo II de
Médicis, casada con el hijo y sucesor de Francisco I, Enrique II de
Francia y madre de tres reyes franceses, los efímeros Francisco II,
Carlos IX y Enrique III.
En una de las mayores atrocidades de la “Europa del
Renacimiento”, París, Orleáns, Troyes, Ruán, Burdeos, Tolosa...,
vieron sus calles bañadas en sangre: según cuenta Sully, en una sola
noche, fueron degollados no menos de 70.000 protestantes franceses

128
(los llamados hugonotes). Sucedió esto el 24 de agosto de 1572, en
plena euforia por el “conciliador” matrimonio celebrado tres días antes
entre Enrique de Borbón (III de Navarra y IV de Francia) y Margarita
de Valois (la célebre reina Margot, que inspiró a Dumas una novela
del mismo título), él hugonote y ella católica, sin excesivas
convicciones religiosas el uno y la otra. Había sido un matrimonio
concertado por las dos consuegras, Juana Albret de Navarra,
protectora de los hugonotes, y Catalina de Médicis, reina madre de
Francia, que había hecho de la defensa del galicanismo una cuestión
personal. Obviamente, ambos bandos nada tenían que ver con la fe
en un Salvador todo amor y todo libertad: actuaban arrastrados por
sus ambiciones y, empecinados en sus respectivos posicionamientos
políticos, vivían obsesionados por eliminar al contrario. Ello se serenó
un tanto cuando, por necesidades del guión, Enrique de Borbón, tras
pronunciar la famosa frase “París bien vale una misa” (1589), “abjura
de sus errores” y se convierte en Enrique IV de Francia.

17
LA ESPAÑOLIZACION DE MEDIO MUNDO
Claudio Sánchez de Albornoz creía que el descubrimiento de
América fue lógica consecuencia de la toma de Granada, capítulo final
de la Reconquista. Apunta «como verdad indestructible, que la
Reconquista fue la clave de la Historia de España» y que «lo fue
también de nuestras gestas hispanoamericanas» «Repito lo que he
dicho muchas veces: si los musulmanes no hubieran puesto el pie en
España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América»
Lo concibieran así o no los Reyes Católicos, lo cierto es que la
realidad siguió su propio camino: Colón planteó un proyecto de
descubrir nuevas rutas comerciales y algunos de los capitalistas de
turno (se dice que Génova y Portugal) no vieron clara su rentabilidad;
129
acudió entonces a los Reyes Católicos y éstos le dieron un voto de
confianza no se sabe porqué. El hecho es que Colón descubrió un
inmenso y nuevo mundo del que extraer riquezas y al que llevar
cultura; también convertir al Cristianismo, eso es fácil creer; pero, tal
vez, no fue ésa la principal motivación sino de todos al menos de una
gran parte de los comprometidos en la Gran Aventura. Vino luego lo
que en realidad ha sido la conquista y colonización de la América
hispánica: un “trasplante” de las luces y sombras de lo que era la
España de entonces seguido de episodios de altruismo, ambición,
aventura o simple forma de romper la rutina de una forma de vivir no
muy apetecible usando los medios al alcance de los diversos
protagonistas: la espada, la Cruz, la pluma, el arte de administrar, el
de amasar fortuna, etc., etc. ¿Resultado? Lo que hoy vemos: un
campo de acción con el uso de similares medios pero en muy distintas
circunstancias: los de allí son nuestros iguales (lo eran ya, pero no lo
sabían o no lo querían reconocer muchos de nuestros compatriotas de
entonces), a los que, sin duda, debemos mucho y con los que
podemos seguir haciendo una historia, que no tiene porque ser un
calco de la que hasta ahora ha sido: hablamos el mismo idioma y, lo
que es más importante, en nuestra común cultura la religión católica
ocupa un lugar muy destacado ¿no es ello suficiente para, juntos,
intentar roturar y recorrer nuevos caminos de amor cristiano y libertad
responsabilizante?
En lo siglos pasados, obvio es reconocerlo, muy pocas veces se han
resuelto los problemas de relación a beneficio de ambas partes; claro
que, entre hermanos, no es buena cosa un exhaustivo balance que,
sin duda, reabriría heridas que están mejor cerradas. Por eso el breve
repaso que estamos obligados a hacer tendrá mucho cuidado de
resaltar lo bueno y pasar de puntillas sobre todo lo que pudiera ser
motivo de rencor para cualquiera de las partes ¿Qué es lo mejor?
Desde nuestra óptica, las semillas de buen entendimiento que, con la
luz del Evangelio por delante, se han hecho desde aquí allá y desde
allí acá con difusión desde norte a sur y desde este a oeste, tal como
los “granos de mostaza” que se han convertido en árboles que han
crecido y pueden seguir creciendo a lo largo de los siglos.
Sin duda que entre los conquistadores y portadores de lo que
llamamos colonización, podemos encontrar algún sembrador de esas
semillas de buen entendimiento; pero renunciamos a ello en cuanto

130
que la colonización en cualquiera de sus formas, incluida la
culturización laica, implica cierta violencia a las personas y a su
ancestral patrimonio de ideas y creencias y sí que prestaremos
atención a la labor de hermanamiento llevada a cabo por personajes
como Martín de Valencia, Zumárraga, Motolinía, Montesinos, Toribio
de Mogrovejo, Francisco Solano, Pedro Claver, etc., según nos lo
recuerda el padre José María Iraburu y reconoce el inolvidable Juan
Pablo II:
«La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de
América son sus santos... Es necesario que sus ejemplos de entrega
sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del
olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del Continente»
(ex. apost. Ecclesia in America 15, 22-1-1999).
El primer paso del hermanamiento es el conocerse unos a otros y,
ciertamente, hasta la llegada de los españoles, ni siquiera los incas y
los aztecas, los dos más avanzados (“progresistas”, se diría hoy) de
aquellos pueblos tenían la menor idea de la existencia del otro: «Los
naturales del Nuevo Mundo, escribe Madariaga, no habían pensado
jamás unos en otros no ya como una unidad humana, sino ni siquiera
como extraños. No se conocían mutuamente, no existían unos para
otros antes de la conquista”.
“Los indios puros, nos señala el padre Iraburu, no tenían
solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus territorios, y, por lo
tanto, menos todavía en lo vasto del continente de cuya misma
existencia apenas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico, la
Nueva España de entonces, era un núcleo de organización azteca, el
Anahuac, rodeado de una nebulosa de tribus independientes o
semiindependientes, de lenguajes distintos, dioses y costumbres de la
mayor variedad. Los chibcha de la Nueva Granada eran grupos de
tribus apenas organizadas, rodeados de hordas de salvajes, caníbales
y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que los incas lucharon
siglos enteros por reducir a una obediencia de buen pasar a tribus de
naturales de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y que
cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez en
decadencia y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres
centros de organización que los españoles encontraron. Allende
aztecas, chibchas e incas, el continente era un mar de seres humanos
en estado por demás primitivo para ni soñar con unidad de cualquier
forma que fuese»

131
En pocos años, recordémoslo, se establecieron fluidas líneas de
comunicación entre unos y otros pueblos y de una buena parte de
ellos con el resto del mundo al tiempo que se les ofrecía la
oportunidad de descubrir lo bueno y nuevo que podían hacer tal como
lo comprendió el indio Cuauhtlatoatzin, a quien hoy veneramos como
beato Juan Diego.
Quizá, sigue diciéndonos el padre Iraburu, nunca en la historia se
ha dado un encuentro profundo y estable entre pueblos de tan
diversos modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento
hispánico de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a
ocupar las tierras que habían vaciado previamente por la expulsión o la
eliminación de los indios. Pero en la América hispana se realizó algo
infinitamente más complejo y difícil: la fusión de dos mundos
inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad,
hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos
ni los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo
alguno de referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso
de mestizaje biológico y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.
La llamada culturización fue, continúa siendo, un largo proceso de
evangelización en “una tierra, que, según relato de fray Toribio de
Benavente,
era un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar
voces, unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y
bailando; tañían atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en
especial en las fiestas de sus demonios. Las beoderas [borracheras]
que hacían muy ordinarias, es increíble el vino que en ellas gastaban, y
lo que cada uno en el cuerpo metía... Era cosa de grandísima lástima
ver los hombres criados a la imagen de Dios vueltos peores que brutos
animales; y lo que peor era, que no quedaban en aquel solo pecado,
mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban unos a otros,
y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos
parientes»
No todos los pueblos del mundo recién descubierto vivían en el
mismo nivel de degeneración; así lo explica el soldado Cieza de León:
“Algunas personas dicen de los indios grandes males,
comparándolos con las bestias, diciendo que sus costumbres y manera
de vivir son más de brutos que de hombres, y que son tan malos que
no solamente usan el pecado nefando, mas que se comen unos a
otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito algo desto y de
algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa que no es
mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber
132
que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de
hombres, en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el
consiguiente, en otra el pecado de contra natura, en muchas lo tienen
por gran fealdad y no lo acostumbran, antes lo aborrecen; y así son las
costumbres dellos: por manera que será cosa injusta condenarlos en
general. Y aun de estos males que éstos hacían, parece que los
descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por la
cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones»
Y la semilla fructifica de tal forma que en lo que fue el antiguo
imperio azteca durante no más de quince años, “más de cuatro
millones de almas fueron bautizadas”. No meno difusión logra el
Cristianismo en el antiguo Imperio de los Incas:
“Es mucho de ver, dice Diego de Ocaña en el año 1600, donde
ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las
cosas de la fe católica tan adelante». “Son años en que en la ciudad
de Lima, añade el padre Idalburo, conviven cinco grandes santos: el
arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San
Francisco Solano (+1610), la terciaria dominica Santa Rosa de Lima
(+1617), el hermano dominico San Martín de Porres (+1639) -estos
dos nativos-, y el hermano dominico San Juan Macías (+1645).
En expeditiva praxis cristiana, rompiendo las artificiales barreras del
color de la piel, se llega a formar un pueblo nuevo con la religión, el
carácter y el idioma español como bases firmes para abordar un
común futuro. Meditando sobre esta realidad, que ve muy acusada en
el Perú, Salvador de Madariaga señala:
«El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no es Perú.
Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata al Perú.
Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere de
verdad ser peruano... El Perú tiene que ser indoespañol, hispanoinca»
Pasan dos siglos y, al hilo de la Ilustración y de todo su bagaje de
invenciones y supuestos de tipo cartesiano, clasista e, incluso, racista,
no los indios ni los mestizos y sí los descendientes directos de los
españoles, los criollos, tienden a olvidar sus propias raíces, tal como si
sus abuelos hubieran nacido por generación espontánea en la tierra
de la que ahora se sienten exclusivos propietarios hasta el punto de
ver como enemigos y usurpadores a sus parientes de la Península. Es
el resentimiento que subyacerá en las campañas del Libertador y de
los otros caudillos de la rebelión contra España (o, más propiamente)
contra sí mismos. Así nos lo explica Salvador de Madariaga:

133
«este resentimiento, dice,¿contra quién va? Toma, contra lo
españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama
de Lima, apenas presentada, me espetó: “Ustedes los españoles se
apresuraron mucho a destruir todo lo Inca”. “Yo, señora, no he
destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en
España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted”.
Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le había
ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y eran los
padres de los criollos»
El venezolano Arturo Uslar Pietro suscribe esa misma apreciación
cuando dice:
«Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros
más influyentes antepasados culturales y no podemos, sin grave daño
a la verdad, considerarlos como gente extraña a nuestro ser actual.
Los conquistados y colonizados también forman parte de nosotros [...
y] su influencia cultural sigue presente y activa en infinitas formas en
nuestra persona. [...] La verdad es que todo ese pasado nos
pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo
por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de
cosa ajena de los españoles, los indios y los africanos que formaron la
cultura a la que pertenecemos»
Para don Claudio Sánchez de Albornoz, ello ha sido como continuar
la historia desde muchos siglos atrás en una misma onda:
«Desde el siglo VIII en adelante -escribe don Claudio-, la historia
de la cristiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y
continua restauración de la España europea; del avance perpetuo de
un reino minúsculo, que desde las enhiestas serranías y los escobios
pavorosos de Asturias fue creciendo, creciendo, hasta llegar al mar
azul y luminoso del Sur... A través de ocho siglos y dentro de la
múltiple variedad de cada uno, como luego en América, toda la historia
de la monarquía castellana es también un tejido de conquistas, de
fundaciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias
ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia por los nuevos dominios:
el trasplante de una raza, de una lengua, de una fe y de una
civilización»
¿En qué otra parte del mundo encontramos ese mismo fenómeno
que, sin complejos, habremos de reconocer como la más generosa y
eficaz manera de abrirse al mundo? ¿Podrá ello ser el hilo conductor
hacia nuevas, más libres y más beneficiosas realidades políticas? ¿No
era ello continuada secuencia de muchos siglos de peculiar historia?

134
Nadie duda que, desde 1492 a 1598 (año de la muerte de Felipe II)
era España una primera potencia: Fernando e Isabel, Carlos V y
Felipe II, tres reinados en poco más de un siglo, tiempo suficiente
para dar a España una preponderancia difícilmente igualada por la
historia de los últimos cuatrocientos años. Por lo mismo, nadie podrá
afirmar que tal circunstancia histórica hizo a los españoles de
entonces más buenos o más felices que el resto de los mortales
aunque, eso sí, les otorgó mayores responsabilidades. Es en el
ejercicio de esas responsabilidades en donde caben los juicios de
valor.
Si del poder de opresión sobre otros pueblos hacemos un motivo de
orgullo, bueno será el recordar que no es el triunfo en las trifulcas y
batallas, ni son las riquezas o los volubles vientos de la fortuna lo que
nos hace más personas (nos ayuda a perseguir con éxito nuestro
poder ser). A la luz de la borreguil sumisión de los pueblos
conquistados y de la fanfarronería de los ejércitos victoriosos, brilló la
efímera luz de Alejandro, César, Napoleón, Hitler o Stalin, personajes
a los que me atrevo a situar al mismo rasero: ninguno de ellos hizo lo
que hizo por generosa conciencia; todos ellos prefirieron deleitarse en
la contemplación del propio ombligo en lugar de canalizar hacia el
bien de los demás su poder y saber hacer. En parecidas situaciones,
las mesnadas o ejércitos de un Cortés o de un Carlos V, compatriotas
nuestros, obraron de muy distinta manera: sin duda que incurrieron
en errores y cometieron serios atropellos, pero justo es diferenciarlos
de los caudillos sañudos y ambiciosos; bástenos recordar las actitudes
con las que coronaron sus respectivas carreras: el primero, como el
Cid, no reservándose para sí lo conquistado y el segundo postergando
los oropeles de la gloria mundana (el “mundanal ruido”) para buscar
la paz con Dios y consigo mismo. Son actitudes que imprimen
carácter, claro que sí y que, de alguna forma, proyectan ejemplaridad
hacia la suya y subsiguientes generaciones.
Los libros de Historia fijan en el 1492, año del Descubrimiento de
América, el comienzo de la Edad Moderna; pero, si nos referimos a la
cuestión religiosa y consideramos moderno a lo que rompe con el
pasado, es en la rebelión de Lutero y en el Concilio de Trento en
donde, para bien o para mal, hemos de ver el inicio de la
“Modernidad”.

135
Para muchos Lutero da fuerza moral a la Revolución Burguesa,
tanto que se puede hablar de una Ética Protestante como fuerza
constituyente del Espíritu del Capitalismo de que ha hablado Max
Weber. Lo de la “fe sin obras”, que predicó Lucero, ofreció una
oportuna coartada a algunos príncipes alemanes y muchos hombres
de negocios (burgueses), a los que costó muy poco trabajo suponer
que el éxito en los asuntos de este mundo era muestra de
predestinación divina; pronto vendría el fundamentalismo calvinista a
prestar a esa presunción carácter de dogma mientras que fueron
arrinconadas o archivadas como antiguallas consideraciones al estilo
de “el pan que no comes pertenece a los que tienen hambre, el agua
que no bebes a los que tienen sed, el vestido que no usas a los que
tienen frío...”
“Di que crees y déjate llevar por tus afanes de riqueza; en la buena
resolución de tus negocios verás la prueba de que sigues el camino
correcto”, fue para algunos la nueva consigna: ¿qué más se puede
pedir para olvidarnos del prójimo?
A nivel corporativo no cuajó en España esa “moderna forma” de
tratar las responsabilidades personales; se dice que es ahí en donde
se ha de ver la causa del tardío despunte del capitalismo español. Nos
cuesta trabajo creer en ello máxime cuando observamos que el auge
del capitalismo moderno siguió el mismo camino que la mejora en los
medios de producción; por demás, vemos ejemplos de prosperidad
nacidos de actitudes empresariales diametralmente opuestas al
individualismo insolidario que caracteriza a la revolución burguesa:
siempre ha sido y es posible un éxito que nazca de la armonía y del
esfuerzo común; las mayores dificultades dejan de serlo si se abordan
conjugando intereses y encauzando voluntades hacia la realización de
un proyecto nacido del bien y para el bien de todos. Más adelante
tendremos ocasión de volver a este asunto, que consideramos de vital
importancia en una economía racional.
Pese al éxito que en media Europa tuvo la avalancha de lo que se
presentó como “necesaria reforma de la Iglesia”, España siguió
siendo católica en todos sus reinos y provincias. Tuvieron los
españoles presencia muy activa en el Concilio de Trento, el de la
Contrarreforma, y españoles fueron los primeros buenos “soldados de
Cristo”, que así se presentaron los integrantes de la Compañía de
Jesús.

136
Fundada en 1540 por San Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús,
admirada y denostada por igual en los últimos siglos, “trajo a la
cultura de su tiempo un espíritu nuevo, abierto, humanista y
apostólico” (Hirschberger). Además del fundador (“cojeando,
cojeando, llega siempre hasta el final” - Pemán), no pocos jesuitas
españoles han hecho historia en el mundo del pensamiento católico.
En los críticos años de la Reforma y Contra-Reforma, destaca el
jesuita Francisco Suárez, para quien, en colaboración con Dios, el
hombre es creador de su propio destino: es libre porque Dios ha
querido que sea libre y responsable. Adapta la doctrina tradicional de
la Iglesia a las cosas y asuntos de cada día sin rehuir ninguno de los
problemas que subyacen en las relaciones entre personas y pueblos.
Es uno de los grandes maestros de un realismo cristiano, cuya justa
percepción requiere firme voluntad de seguir en la línea que marca la
Iglesia, ojo crítico para las corrientes de la historia y humilde
aceptación de las propias limitaciones. En una época inclinada a
confundir la razón con la fuerza o el éxito en la batalla con la voluntad
de Dios, Suárez se atreve a marcar los límites a lo que se llamaba
“derecho de intervención” que para sí reclamaban las potencias del
momento: es de candente actualidad, nada tremendista y mucho
menos ñoño, su penetrante ensayo “Guerra, intervención y paz
internacional”. Vendría bien su lectura a los que tienen en su mano
decisiones que a todos nos afectan.
Ni Suárez ni otros pensadores o filósofos españoles, que sí que los
ha habido, despertaron ni despiertan el mismo eco mundial que un
Cusa, un Spinoza, un Montaigne, un Descartes, un Hume o un Hegel:
es como si, durante muchos años, durante siglos, hubieran sido los
políticos, militares y una amorfa masa de súbditos los únicos
españoles capaces de hacer historia con excepción de unos pocos
novelistas, poetas y místicos. Ello se debe, creemos nosotros, a que
nuestros pensadores marcaron sus propios límites a la “loca de la
casa” y renunciaron a trascender los límites de la doctrina y del
sentido común; claro que no es así como se logra la adhesión de los
partidarios de templar gaitas con tal o cual movimiento
contemporizador con las flaquezas y caprichos de los poderosos.
Pero, si filosofía es sabiduría de la vida, lo que, habida cuenta de
las naturales limitaciones del entendimiento humano, equivale a
sincera preocupación por captar o interpretar la realidad en la que se

137
desarrolla nuestra trayectoria vital en todas sus dimensiones, hete
aquí alguno de nuestros más respetables filósofos: filósofos y poetas
en singular y certera forma de expresión: Eso creemos que resultaron
ser personajes como Fray Luis de León (1527-1591), uno de los
mayores eruditos de su tiempo. Llegó a dominar el hebreo, el griego,
el latín, el caldeo y el italiano. Monje agustino desde 1543, doctor en
Teología y Filosofía que impartió en la Universidad de Salamanca no
sin despertar los celos de otros doctores y las suspicacias de la
Inquisición por la que, procesado dos veces, fue condenado a cuatro
años de prisión por el “delito” de traducir al castellano el Cantar de los
Cantares, de Salomón. Rehabilitado volvió a su cátedra y, mostrando
estar libre de cualquier rencor, arrancó su primera intervención con la
frase “decíamos ayer…”. No ha pasado nada; lo que cuenta es
conocer el valor y razón de la propia vida, es lo que entendemos que
quiso decir.

18
LOS DESVARÍOS DE LA RAZON INSUFICIENTE
Hasta la “revolución carolingia”, una buena parte de los
intelectuales cristianos se limitaban a repetir o interpretar el legado de
los apóstoles y “santos padres” con escrupuloso temor a trascender
los límites de la ortodoxia: eran lo que podríamos llamar guardianes
de la fe. Cambió substancialmente el panorama cuando el más
poderoso de la época, Carlomagno, confundió sus propios intereses
con los intereses de Dios y, sin dejar de ser guerrero visceral,
analfabeto, supersticioso, mujeriego e ilimitadamente ambicioso,
asume el papel de “maestro” en todo lo tocante a la forma de vivir y
de pensar de sus súbditos. Para ello facilitó la creación de las
llamadas escuelas palatinas.
138
Claro que, gracias a tales nuevas escuelas, la cultura de la época,
con el “bajo pueblo” al margen, dispuso de nuevos canales de difusión
entre clérigos, funcionarios y miembros de las clases superiores. En
paralelo con la enseñanza tradicional de la Iglesia, se introdujeron
nuevos métodos de estudio y divagación, que, a falta de cosecha
propia, se aplicaron a revalorizar fórmulas y dichos de los más
renombrados antiguos maestros, con Platón y los platónicos en primer
lugar.
Puesto que Platón fue un reputado “maestro” que, en el “mundo
de las ideas” intentó encontrar respuesta a todas las imaginables
incógnitas es en ese campo en donde algunos de los intelectuales de
aquellos siglos (del IX al XIII) se marcaban los horizontes de las
respectivas genialidades desde posicionamientos rivales en torno a
cuestiones que, las más de las veces, poco o nada tenían que ver con
el ordinario vivir y creer del pueblo llano. Tal fue el caso de las
encendidas polémicas en torno al inventado “Problema de los
Universales”: se trataba de dilucidar si, tal como había enseñado
Platón, las ideas tenían “realidad” propia o eran simples nombres o
conceptos abstractos ¿existían la Belleza, la Bondad, la Sabiduría, la
Caballez… como entidades reales con específica consistencia o eran
simples nombres, referencias o flatus vocis para diferenciar a los
objetos que perciben los sentidos?
Tal vez Platón, que no tomaba en serio ni a Zeus ni a Afrodita, lo
que quiso hacer ver es que la mitología de su época no era más que
una aberrante derivación de valores eternos muy por encima de los
dioses inventados por los poetas. No lo vieron así algunos
paniaguados de las escuelas palatinas carolingias: para ellos la
autoridad y buen decir de Platón bastaban para aceptar a las ideas
como reales e independientes del pensamiento humano: esos tales
fueron llamados “realistas”. Nominalistas se llamaron los que, por el
contrario, sostenían que dijera lo que dijera Platón, la principal
realidad es lo que se ve o se toca mientras que la idea de ver o de
tocar no es más que un nombre para entendernos a la hora de
razonar o dialogar.
Pura y simplemente idealistas eran los llamados realistas de
aquella época mientras que los llamados nominalistas incurrían en una
especie de fundamentalismo materialista por aquello de no admitir
otra realidad que la que se puede ver o tocar.

139
Ni una ni otra expresión de ese estéril academicismo cabe en el
“Realismo Cristiano”, que, con los altibajos de toda obra humana, la
Iglesia Romana ha cultivado desde sus comienzos: expresiones de ese
realismo cristiano son el creer en Dios como principio y fin de todo y
el no negar a las cosas una existencia que los sentidos y el
subsiguiente análisis racional nos muestran evidente.
Frente al idealismo platónico ya se había alzado el realismo
aristotélico basado en la simple constatación de que la realidad está
ahí y es tal cual es, pensemos lo que pensemos; la lógica nos dice que
hubo una Causa Primera de esa realidad y que cada uno de nosotros
es un efecto de esa realidad con un muy probable destino: el de
marcar su sello sobre la parte que le corresponde de esa misma
realidad.
Un Santo Tomás lo creía así y también creía que nada podía sin
Aquel que le confortaba. Tal ocurrió cuando, en el ámbito de su fe,
irrumpió con deslumbrante fuerza el Misterio todo amor y todo
libertad de la Encarnación del mismísimo Hijo de Dios; renglón
seguido fue el encontrarle pleno sentido a la propia vida en la
imparable tarea de aplicar sus energías al servicio de los demás,
contando siempre con la gracia del que todo lo hizo bien.
Pero, antes de este humilde, profundo y excepcional hombre de
pensamiento y acción, fue preocupación de la investigación cristiana
el compatibilizar la doctrina de los padres de la Iglesia con el legado
de los “grandes filósofos” de la Antigüedad, perdiéndose a veces entre
las retóricas interpretaciones de tal o cual reputado “maestro”. Los
siglos IX, X, XI y XII fueron especialmente prolíficos en este tipo de
cuestiones con la desatada especulación como telón de fondo
alrededor de un tema principal: ¿hemos de situar a la razón sobre la
fe o, justamente, lo contrario? Personajes de la Escuela Palatina como
Anselmo de Basate y Berengario de Tours, que se decían dialécticos,
mostraban a la razón con capacidad para desentrañar cualquier
“artículo de fe” con mensajes al estilo de piensa primero y cree luego,
como hicieron Platón, Aristóteles y demás sabios que en el mundo
han sido… La réplica a ese “desafuero dialéctico” vino expresada en
aquello de “philosophia ancilla theologiae”, en que se hizo fuerte la
Iglesia de siempre personificada entonces por San Pedro Damián
(1007-1072): lo que realmente cuenta para el hombre es vivir y morir
en gracia de Dios; por lo tanto, exigencia vital para él es, además de

140
cumplir los mandamientos, huir de estériles distracciones “filosóficas”
para centrarse en lo que realmente conviene hacer en cada momento
y lugar a la luz del Evangelio sin concesión alguna al “espíritu del
Siglo”.
Claro que ese espíritu del siglo seguía campando por sus respetos
en las escuelas palatinas y universidades y se inventaba el truco de
las dos verdades: Verdad será todo lo que concierne a Dios, pero
verdad también es todo lo que conviene al hombre; en razón de ello,
dejemos a la teología a su aire mientras que nosotros nos
ocuparemos de las cosas de este mundo sin dejar por ello de
sentirnos cristianos y, por lo tanto, hijos de la Iglesia. Para algunos
seguía, pues, en pie lo de fijar en la razón discursiva la última palabra
en la definición de la verdad… Si ello fuere así ¿Qué me dices de Dios
y de todo lo que de El se deriva? ¿cómo compaginar con la fe las
“racionales aportaciones” de la cultura greco-romana? Credo ut
intelligam, había dicho San Agustín; es un posicionamiento del que
San Anselmo de Canterbury (1033-1109) deduce fides quaerens
intelectum, la justa conclusión que reclama el realismo cristiano: creo
para entender y, por lo tanto, es la fe la que ha de ir al encuentro de
la inteligencia. Se contaba así con la fórmula para cortar por lo sano el
tortuoso camino de las divagaciones por las que se perdían en la
confusión tantos y tantos pensadores católicos de buena fe, aunque,
tal vez, demasiado preocupados por acomodarse al aire de los
tiempos.
Para salir sin reticencias de la encrucijada en la que nosotros
mismos podemos estar inmersos, recordemos cómo, en sus 20 siglos
de existencia, la Iglesia, no solo como entidad administrativa sino
también como el Cuerpo Místico que forman los buenos católicos,
nunca llegó a desechar como inútiles o perniciosas todas las
aportaciones de la cultura de este mundo. Para el Realismo Cristiano,
cuya fuerza de convicción radica en el Cuerpo Místico, es digno de
atención todo lo que significa una contribución al bien común puesto
que escritos y sermones no son más que el cauce teórico para poner
en práctica nuestras personales capacidades al servicio del prójimo,
ello, claro está, dentro de la circunstancia técnico cultural en que nos
toca vivir sin dejar de seguir el dictado del Espíritu (la letra mata, pero
el espíritu vivifica -2 Cor.3,7).

141
Creer para entender fue el posicionamiento de maestros como
San Alberto Magno (1206-1280), llamado Doctor Universal, y Santo
Tomás de Aquino (1225-1274), al que la Iglesia reconoce como
Doctor Angélico; ambos coincidieron en la Universidad de París en
torno al año 1244, durante el reinado de San Luis de Francia (1214-
1270). Alberto y Tomás formaron un tandem de similar carácter al de
Ambrosio y Agustín con la salvedad de que, entre estos dos últimos,
era Platón preferente referencia sobre Aristóteles, al que, en cierta
forma, cristianizaron aquellos al “depurarle” de su panteísmo y de los
errores propios de quien no tenía noticia alguna de la doctrina del
Amor y de la Libertad por haber vivido tres siglos antes de la venida
de Nuestro Señor Jesucristo.
Cuatro años empleó Santo Tomás en la redacción de la Suma
Teológica, obra maestra de 14 tomos, base de toda la enseñanza
católica hasta nuestros días. En ella la reflexión filosófica recorre todo
el camino que permite el dictado de los sentidos y la lógica natural
hasta la misma frontera del Misterio, inexplicable por su propio
carácter, pero no por ello menos aceptable para todas las personas de
buena voluntad puesto que viene avalado por la vida y testimonio del
mismísimo Hijo de Dios.
Tal es la importancia de la Suma Teológica que en el Concilio de
Trento fue principal libro de consulta junto con la Biblia y los Decretos
de los Papas. Hoy sigue viva en la reflexión de los exégetas católicos
que no han logrado superar cuestiones como la de las “cinco pruebas
de la existencia de Dios” ni su equilibrada y convincente manera de
exponer los postulados de lo que hoy se cataloga como “verdades
eternas”. Dice de él Etienne Gilson:
“No es la originalidad, sino el vigor y la armonía de la construcción
lo que encumbra a santo Tomás sobre todos los escolásticos. En
universalidad de saber le supera san Alberto Magno; en ardor e
interioridad de sentimiento, san Buenaventura; en sutileza lógica,
Duns Escoto; a todos sobrepuja santo Tomás en el arte del estilo
dialéctico y como maestro y ejemplar clásico de una síntesis de
meridiana claridad”
Muere santo Tomás el 7 de marzo de 1274 con 49 años de edad.
Ésta fue su última oración al recibir la Eucaristía:
“Ahora te recibo a Ti mi Jesús, que pagaste con tu sangre el precio
de la redención de mi alma. Todas las enseñanzas que escribí

142
manifiestan mi fe en Jesucristo y mi amor por la Santa Iglesia Católica,
de quien me profeso hijo obediente”.
Esta Santa Iglesia Católica, lo sabemos bien, “Esposa de Cristo” en
cuanto cabeza visible del Cuerpo Místico que forman los buenos
cristianos, ha de apoyar su presencia en la tierra en una
administración que no puede ignorar las cosas de este mundo;
responsables de esa administración son personas con las grandezas y
flaquezas comunes a todos los seres inteligentes que pueblan el
ancho mundo. Durante muchos siglos, esa administración descansó
en sucesores de Pedro que eran reconocidos como soberanos de este
mundo con jurisdicción sobre territorios, que había que defender de
las acechanzas y ambiciones de otros soberanos: se incurría así en la
problemática eventualidad de situar en el mismo plano lo espiritual y
lo temporal.
Entra en la lógica de lo humano, ramplonamente humano, que la
Jerarquía, preocupada a veces por defender y acrecentar su poder
temporal, servida y halagada por una remolona burocracia...
tratara con visceral desconfianza cualquier novedad que pudiera
poner en tela de juicio el acatamiento que recibía de los fieles. Pegada
al siglo pero por encima de las normales inquietudes o “innovadores
caminos de la Ciencia”, prefería los supuestos científicos heredados
como verdades y las explicaciones definitivas a la incondicionada
preocupación por interpretar la realidad en todos sus aspectos:
Puesto que los poderosos de siempre miran con recelo cualquier
factor de reserva mental hacia el afianzamiento más o menos legítimo
de su posición, en el ámbito del “Cesaropapismo” (forzada confusión
entre el poder temporal y el poder espiritual) la más ligera
discrepancia en el terreno de la “ciencia oficial” podía llegar a ser
objeto de anatema en cuanto era tomada como un atentado contra el
orden establecido, que, en el terreno de la Ciencia consideraba a
Aristóteles el maestro de los maestros y a los postulados de su
cosmogonía el no va más allá de una Ciencia basada en “irrebatibles
verdades” al estilo de las “tradicionales” del Motor Inmóvil y de la
Tierra centro del Universo.
Se explica así el desamparo cuando no la persecución de los
pioneros de la llamada Ciencia Experimental, cuyas primeras y más
impactantes manifestaciones nacieron del estudio del Sistema Solar
con la tierra y los demás planetas girando en torno al astro rey. Nada

143
que ver con las llamadas Tablas de Tolomeo, que pretendían explicar
la totalidad del universo como una serie de estrellas (algo más de
dos mil) prendidas a la esfera exterior o firmamento y
subsiguientes esferas, todas ellas concéntricas y coincidentes con
las órbitas “sólidas” de Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus,
Mercurio y la Luna; a tales órbitas seguían las esferas del fuego y del
aire como próxima envoltura de la última esfera, líquida y sólida: la
Tierra como centro inmóvil y razón de todo el Universo. Era una
suposición que, siglos atrás, había defendido Aristóteles; no había,
pues, objeción alguna para considerarla piedra angular de la ciencia
oficial.
La revolución copernicana viene a alterar tal estado de cosas:
Cincuenta años después del descubrimiento de América, en 1.543,
aparece la demostración científica de que la Tierra no es el centro del
Universo y sí uno más de los planetas que giran alrededor del Sol.
Se trata de la obra “De revolutionibus orbium coelestium”,
firmada por el polaco Nicolás Copérnico. Para llegar a la
conclusión de que “no es cierto que el Sol y los otros planetas giren
alrededor de la Tierra” este investigador excepcional, durante no
menos de treinta años había observado la trayectoria elíptica de
Marte y otros planetas hasta concluir que todos ellos, incluida la
tierra, eran compañeros en un fantástico viaje alrededor del Sol.
Años más tarde, Kepler y Tycho Brahe corroborarían tales
conclusiones enriqueciéndolas con nuevas apreciaciones sobre la
complejidad y diversidad de las leyes físicas por que se rige el
Universo. La ciencia oficial seguía reacia a aceptar cualquier
remodelación de sus viejos supuestos que reciben el tiro de gracia
merced a las nuevas aportaciones de Galileo Galilei (1.564-1.642).
Tenía diecisiete años Galileo cuando descubrió la Ley del Péndulo;
pocos años más tarde, demostró que la velocidad de caída de los
cuerpos está en relación directa con su peso específico
contrariamente con lo que había defendido Aristóteles para quien tal
velocidad de caída estaba en relación con el volumen.
Ello, según la cerrada óptica oficial, era incurrir en herejía y
Galileo hubo de refugiarse en Venecia, en donde siguió investigando
hasta descubrir en 1.609 un anticipo de telescopio, que le permitió
localizar cuatro satélites de Júpiter, las fases de Venus, los cráteres

144
y “mares” de la Luna, el anillo de Saturno, las manchas del Sol, la
inmensidad del Universo…
Se habían abierto nuevos caminos que, para los timoratos de la
época, hacían tambalear peligrosamente la fe en la inmutable
armonía de las esferas. Hemos de sospechar que su temor real era el
de perder posiciones en la consideración social, algo tan simple,
tan mezquino y tan “humano” que no es difícil encontrar en cualquier
época y lugar.
Se ha querido hacer de la persecución a Galileo una prueba del
eterno anquilosamiento en que vive la Doctrina... en lugar de una
torpe defensa de tal y cual poderoso de turno. Ya hemos hablado
de como la Doctrina y la Ciencia pueden vivir y, de hecho, salvo
esas apuntadas excepciones, han vivido y viven, perfectamente
hermanadas: ninguna de ellas puede ni debe romper los moldes de la
otra. La primera, centrada en el Amor y la Libertad responsabilizante
respecto al Bien Común, es cuestión de fe, de aceptación de
determinados e imprescindibles misterios y de humilde reconocimiento
de que hay cosas que, aunque sean connaturales a la condición
humana, escapan a nuestra capacidad de entendimiento, pero
creíbles en cuanto vienen avaladas por la palabra y testimonio de
Jesucristo, que siempre dijo verdad y todo lo hizo bien; la segunda,
por su parte, se ocupa, esencialmente, de las cosas de este mundo:
estudia y trata lo experimentable, desde el sustrato físico químico de
las realidades perceptibles por los sentidos hasta las relaciones y
correspondencias de unas realidades con otras. Desde ese reparto de
papeles no hay objeción para admitir que Doctrina y Ciencia pueden y
deben estar al servicio de la verdad asequible al hombre.
Pero si condenable es el posicionamiento cerril sobre cuestiones
que no tienen por que afectar ni a la fe ni a la moral católica,
torpemente atrevido es el hombre de ciencia que, desde lo
experimentable, quiere, por ejemplo, explicar a Dios o, sin atreverse a
trascender los límites de las “conveniencias sociales” y sin pruebas de
que anda en lo cierto, abre o propone caminos para zanjar su
profundo desconocimiento de la primera Realidad o Realidad esencial
con la rebeldía contra lo que no es capaz de comprender: para ello no
es de extrañar que empeñe su carrera en hacer valer sus propios
supuestos, procurando, eso sí no escandalizar demasiado. Tal

145
creemos que fue el caso de Descartes y su fundamentalismo
racionalista.
Es de justicia reconocer que Renato Descartes, celebrado por
“descubrir” nuevos caminos al discurrir humano, fue, antes que nada,
un buen matemático; diríase que uno de los matemáticos más
atinados y documentados de su tiempo. A él se debe la formulación
básica de la geometría analítica, el método para la representación
gráfica de cualquier magnitud (coordenadas cartesianas) y los
primeros pasos hacia el cálculo infinitesimal que habrían de desarrollar
Leibniz y Newton.
Orgulloso de sus aciertos en el campo de la geometría, Descartes
se consideró capaz de elaborar un método matemático aplicable al
estudio y comprensión de la metafísica: es el sentido del famoso
“Discurso del Método” que discurre según cuatro reglas:
1ª No aceptar por verdadero nada que yo no haya visto evidente.
2ª Dividir cada una de las dificultades de un concepto en tantas
cuantas parcelas requieran específica resolución. 3ª Conducir
ordenadamente los pensamientos, empezando por los más simples y
de más fácil conocimiento para llegar progresivamente al conocimiento
de los más complejos y sus mutuas relaciones. 4ª Clasificarlo todo
minuciosamente hasta estar seguro de no haber omitido nada. Ellas
son las reglas de la evidencia, del análisis, de la síntesis y de la
clasificación.
¿Es esto suficiente para estar seguro de no perderme en las
tinieblas? No mientras yo mismo no esté seguro de que existo y de
que conmigo existe todo lo que me rodea: es lo que él llama “duda
metódica”, de la que no podrá librarse hasta tanto no encuentre el
hilo conductor hasta una absolutamente segura realidad: especie de
línea recta o camino más corto (no olvidemos su condición de
geómetra) entre el propio pensamiento y todo lo que es posible
conocer. Se cuenta que vivió Descartes la angustia del que se ve
perdido en oscuros vericuetos hasta que, habiendo sentado plaza de
soldado, una noche del año 1.619, en la ciudad de Ulm, junto al
Danubio, “brilla para mí, dice, la luz de una admirable revelación”: es
el momento del “cogito ergo sum”, que habría de ser el indiscutible
padre de no pocos sistemas y contra sistemas.
Ante la “admirable revelación”, Descartes abandona su ajetreada
vida de soldado y decide retirarse a saborear el “bene vixit qui bene
latuit”.
146
A renglón seguido, Descartes reglamenta su vida interior de forma
tal que cree haber logrado desasociar su fe de sus ejercicios de
reflexión, su condición de católico fiel a la Iglesia de la preocupación
por encontrar raíces materiales a la moral. Practica el triple oficio de
matemático, pensador y moralista.
De Dios no ve otra prueba que la “idea de la Perfección” nacida en
la propia mente: lo ve menos Persona que Idea y lo presenta como
prácticamente ajeno a los destinos del mundo material.
Descartes no fue un investigador altruista: fue un pensador
profesional, que supo sacar partido a los nuevos caminos que le
dictaba su imaginación. Rompe el marco de la filosofía tradicional, en
que ha sido educado (enmarañada, tal vez, pero aun consciente de su
incapacidad para penetrar en el Misterio y que, por ello, no deja de
considerarse sierva de la Filosofía) y se lanza a la desafiante aventura
de encontrar nuevos derroteros al pensamiento sin otras luces que las
propias.
El mundo de Aristóteles, cristianizado por Santo Tomás de Aquino
y vulgarizado por la subsiguiente legión de profesionales del
pensamiento, constituía un universo inamovible y minuciosamente
jerarquizado en torno a un eje que, en ocasiones, no podría decirse si
era Dios o la defensa de las posiciones sociales conquistadas a lo
largo de los últimos siglos.
Tal repele a Descartes, que quiere respirar una muy distinta
atmósfera: quiere dejarse ganar por la ilusión de que es posible
alcanzar la verdad desde nuevas premisas y con el apoyo de los
postulados que le abre la Geometría.
Esa era su situación de ánimo cuando, alrededor de sus veinte
años,
“resuelve no buscar más ciencia que la que pudiera encontrar en sí
mismo y en el gran libro del mundo. Para ello, empleará el resto de su
juventud en viajar, en visitar cortes y conocer ejércitos, en frecuentar
el trato con gentes de diversos humores y condiciones, en coleccionar
diversas experiencias... siempre con un extraordinario deseo de
aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, de ver claro en sus
acciones y marchar con seguridad en la vida”.
Hemos visto que el punto de partida de la reflexión cartesiana es la
“duda metódica”: ¿no podría ocurrir que

147
“un Dios, que todo lo puede, haya obrado de modo que no exista
ni tierra, ni cielo, ni cuerpo, ni magnitud alguna, ni lugar... y que, sin
embargo, todo esto me parezca existir exactamente como me lo
parece ahora?”... “Ante esa duda sobre la posibilidad de que todo
fuera falso era necesario de que yo, que lo pensaba, fuera algo....”
..”la verdad de que pienso luego existo (“cogito ergo sum”) era tan
firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de
los escépticos no eran capaces de conmoverla; en consecuencia,
juzgué que podía recibirla como el principio de la filosofía que
buscaba”.
Estudiando a Descartes, pronto se verá que el “cogito” es
bastante más que el principio de la filosofía que buscaba: es el punto
de apoyo para toda una concepción del mundo y, si se apura un poco,
la razón misma de que las cosas existan.
Por ello, se abre con Descartes un inquietante camino hacia la
distorsión de la Verdad. Es un camino muy distinto del que persigue
“la adecuación de la inteligencia al objeto”. Cartesianos habrá que
defenderán la aberración de que la “verdad es cuestión exclusiva de la
mente, sin necesaria vinculación con el ser”.
El supuesto orden geométrico-matemático del Universo brinda a
Descartes la guía para no “desvariar por corrientes de pura
suposición”. Por tal orden se desliza el “cogito” desde lo
experimentable hasta lo más etéreo e inasequible, excepción hecha
de Dios, Ente en el que Descartes dice creer porque encarna la Idea
de la Plenitud y de la Perfección que su limitada inteligencia humana
no puede abarcar: una idea “clara y distinta” obedece a una innegable
realidad; según esa platónica hipótesis, que hace suya Descartes, la
idea “clara y distinta” de la plenitud y de la perfección requiere la
existencia de un Ser infinito y perfecto a quién llamamos Dios.
En el resto de seres y fenómenos, el “cogito” desarrolla el papel
del elemento simple que se acompleja hasta abarcar todas las
realidades, a su vez, susceptibles de reducción a sus más simples
elementos no de distinta forma a como sucede con cualquier
proposición de la geometría analítica:
“estas largas series de razones, dice, de que los geómetras
acostumbran a servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones,
me habían dado ocasión de imaginar que se entrelazan de la misma
manera todas las cosas que entran en el conocimiento de los
hombres”.

148
El sistema de Descartes abarca o pretende abarcar todo el humano
saber y discurrir que, para él, tiene carácter unitario bajo el factor
común del orden geométrico-matemático: la Ciencia será como “un
árbol cuyas raíces están formadas por la Metafísica, el tronco por la
Física y sus tres ramas por la Mecánica, la Medicina y la Moral”.
Anteriormente a Descartes, hubo sistemas no menos elaborados y,
también, no menos ingeniosos. Una de las particularidades del
método cartesiano es su facilidad de popularización: ayudó a que el
llamado razonamiento filosófico, aunque, incubado en las academias,
se proyectara a todos los niveles de la sociedad. Podrá, por ello,
pensarse que fue Descartes un gran publicista que “trabajó”
adecuadamente una serie de ideas aptas para el consumo masivo.
Fueron ideas convertibles en materia de laboratorio por parte de
numerosos teorizantes que, a su vez, las tradujeron en piedras
angulares de proposiciones, con frecuencia, contradictorias entre sí.
Cartesiano habrá que cargará las tintas en el carácter abstracto de
Dios con el apunte de que la máquina del universo lo hace
innecesario; otro defenderá la radical autosuficiencia de la razón
desligada de toda contingencia material; otro se hará fuerte en el
carácter mecánico de los cuerpos animales (“animal machina”), de
entre los cuales no cabe excluir al hombre; otro se centrará en el
supuesto de las ideas innatas que pueden, incluso, llegar a ser
madres de las cosas; no faltará quien, con Descartes, verá en la
medicina una más fuerte relación con la moral que en el propio
compromiso cristiano.
El cartesianismo es tan premioso y tan ambiguo que puede cubrir
infinidad de inquietudes intelectuales más o menos divergentes. En
razón de ello, no es de extrañar que, a la sombra del “cogito” se
hayan prodigado los sistemas con la pretensión de ser la más
palmaria muestra de la “razón suficiente”: sean ellas clasificables en
subjetivismos o pragmatismos, en materialismos o idealismos... ven
en la herencia de Descartes cumplido alimento. Si Descartes aportó
algo nuevo a la capacidad reflexiva del hombre también alejó a ésta
de su función principal: la de poner las cosas más elementales al
alcance de quien más lo necesita.
Por demás, con Descartes el oficio de pensador, que, por el simple
vuelo de su fantasía, podrá erigirse en dictador de la Realidad, queda
situado por encima de los oficios que se enfrentan a la solución de lo
149
cotidiano: Si San Agustín se hizo fuerte en aquello socialmente tan
positivo del “Dillige et fac quod vis” una consigna coherente con la
aportación histórica de Descartes podía haber sido: “Cogita et fac
quod vis”, lo que, evidentemente, abre el camino a los caprichos de la
especulación y ayuda al resurgir de una clase social capaz de situarse
por encima de las habituales inquietudes humanas en tanto cuenta
con su personal capacidad de reflexión; desde este posicionamiento lo
más conveniente para ello es situar al “conocer por encima del ser”,
idealismo sin barreras expresado en la pedantesca fórmula “a nosse
ad esse valet consecuentia”, que, en traducción libre, hacemos
equivaler a la chulesca expresión “no tiene derecho a existir aquello
que no soy capaz de conocer”.
Descartes sigue la inercia de unos tiempos en que la religión forma
parte muy substancial de las relaciones sociales: aunque muy
importante porque goza de la protección oficial (los poderes
constituidos son dueños de vidas y haciendas), la religión es un
elemento más del saber vivir y saber estar. Era algo a tener en cuenta
por Descartes que pretende y logra una amplia audiencia entre los
“profesionales del pensamiento”, halagados en su mayoría por un
nuevo horizonte en el que el pensamiento humano, la “razón”, rompe
todos los moldes de la tradición para volar hacia el infinito y
desarrollar su capacidad de explicarlo todo desde incuestionables
fórmulas matemáticas hasta llegar al Ser que, como principio y fin de
todo, está por encima de cualquier posible explicación: no lo puede
rehuir puesto que es la piedra angular de la religión, ésta, a su vez,
imprescindible canal de entendimiento en la vida política y social.
Descartes acepta a Dios y, aunque hace de la demostración de su
existencia la pieza principal de su sistema (puesto que es Dios el que
garantiza la veracidad de las ideas), irrenunciable preocupación suya
es constituir una “ciencia universal” que muestre al hombre como
dueño y señor de la naturaleza. Ciertamente, lo que conocemos de
Dios, infinitamente poderoso e infinitamente bueno, es a través del
testimonio histórico de Jesucristo y de lo que se nos alcanza en razón
de nuestra propia vivencia dentro del “Cuerpo Místico”, cual es la
comunidad de los fieles cristianos: dos posibilidades que Descartes
ignora en la formulación de su sistema, y que, por lo mismo, dejan el
campo abierto a un sinfín de “racionales” escapadas, incluso hacia el

150
ateísmo. Así lo entendió Leibniz (1646-1716), cuya es la siguiente
reflexión:
“No tengo reparo en decir que el sistema de Descartes lleva al
ateísmo; son muchos los presupuestos que llaman mi atención en ese
sentido”.
Pascal, más categórico, habla de un “Descartes inútil e incierto” y
le acusa de no necesitar a Dios más que para colocarle al principio de
su revolucionaria aventura.
No pensaba lo mismo un fraile de la época, el P. Marin Mersenne
(1588-1648): ocho años mayor que Descartes (1596-1650), coincidió
con él en el colegio jesuita de La Flèche y, desde la óptica de un
hermano mayor, cultivó con él una estrecha amistad patente en
multitud de cartas en que, pasando de puntillas por lo más
escandalizante, se esfuerza en poner de relieve la “fidelidad de
corazón” a la Iglesia Católica. De hecho, el P. Mersenne resultó ser el
mejor publicista cartesiano de su época y también un fiel discípulo del
que para él fue un inigualable matemático; todo ello sin renunciar a la
obligación de defender apasionadamente todo lo que la Biblia enseña:
como ejemplo de esto último podemos citar una original e
indemostrada teoría de la capacidad del Arca de Noé para contener
una pareja de todos los animales existentes durante el Diluvio
Universal; si nos referimos a las Matemáticas, no podemos obviar su
fórmula para calcular (inútilmente) la totalidad de los posibles
números primos. Infatigable en sus estudios, correspondencias y
divagaciones, el P. Mersenne se carteó con Huygens, Pell, Galileo y
Torricelli y llegó a formar una especie de oratorio científico-religioso
en el que coincidieron investigadores de la talla de Fermat, Pascal,
Gassendi, Roberval, Beaugrand… y sirvió de punto de contacto con
ilustres doctrinarios como Hobbes y Spinoza, ambos de abierta
orientación materialista o, cuando menos, panteísta.
Del batiburrillo de ideas, más o menos concordantes con sus
respectivas realidades, y de algún que otro hallazgo calificado de
científico, nacieron tendencias que harán historia, permitiendo que
sus promotores hayan pasado a la posteridad.
Ahí tenemos a Tomás Hobbes (1588-1679), quien toma del
cartesianismo las leyes matemáticas que, según suponen, rigen la
armonía del universo para sostener que el conjunto y sus partes son
de carácter originaria y absolutamente material: “El universo es
151
corpóreo. Todo lo que es real es material y lo que no es material no
es real”, dice Hobbes en su Leviatán, (Leviathan or the Matter, Forme
and Power of a Commonwealth ecclesiastical and civil), libro que
viene a ser como la biblia de un absolutismo político solamente
defendible desde el supuesto radicalmente descorazonador de que no
existe providencial fuerza espiritual alguna, tanto que el “hombre es
lobo para el hombre” -homo homini lupus”, ente sin capacidad alguna
para responder a la invitación evangélica de “amar en libertad”.
Según ello, la humanidad sería como una manada de lobos en la que
solamente el más implacable y fuerte, asistido por fieles e
incondicionales satélites, puede imponer un cierto orden desde una
especie de tácito contrato en el que cada lobo, para no ser aniquilado
por el organizado grupo de los privilegiados mantenedores del status,
renuncia al instintivo impulso de aniquilar a su semejante. Para
Hobbes es la “experiencia” (más supuesta que acreditada) el único
criterio de verdad y, en consecuencia, todo eso de ideas innatas,
razón reflexiva, conciencia como “voz de Dios”, etc., etc…, ha de ser
excluido del “razonamiento científico”; en ese orden de deducción, el
poder moralizante o espiritual ejercido por predicadores y sacerdotes
sobra a la hora de exigir obediencia al poder civil: “la religión, escribe
Hobbes, es el miedo a las potencias invisibles” y, según él, no se
diferencia de cualquier especie de superstición más que por “el
número o continuidad histórica de sus adeptos”. A pesar de sus
demoledores postulados, para no incurrir en la frontal condena de la
jerarquía eclesiástica o del poder político (coincidente en Inglaterra
con el poder religioso) Hobbes tuvo la habilidad de dejar la puerta
abierta a un Dios, aunque “inasequible por la razón, sí que admisible
por la fe” (¿no es eso una “académica forma” de llamar tontos a todos
los que no comparten sus ideas?)
Spinoza, que trató de conciliar a Hobbes con Descartes, se
esforzará por demostrar haber encontrado un término medio entre el
“sistema” de uno y otro con su postulado “Deus sive substancia sive
natura”, lo que viene a significar que Dios ha de ser admitido tanto
como principio de todo lo existente como naturaleza o mundo
material.
Para nosotros este “reputadísimo filósofo racionalista judío”
llamado Baruch Spinoza (1632-1677), , representa un claro ejemplo
del intelectual, que orgulloso de serlo, desde su juventud vive la

152
desazón de quien no encuentra el sitio que le corresponde en una
sociedad agitada por enfrentamientos entre nuevas corrientes y viejas
culturas
Nace en Ámsterdam de padres judíos hispano-portugueses y es
educado dentro de una ortodoxia fiel a la tradición pero un tanto
abierta a los nuevos aires del humanismo renacentista; es la
comunidad sefardí que, de alguna forma, trata de eliminar distancias
con otra comunidad judía, la de los Ashkenazis, más tradicionales y
que, procedentes de las expulsiones de centro Europa, sueñan con
reavivar su esperanza en la venida de un Mesías que les liberará de
todas sus penalidades materiales. Telón de fondo cultural es el
calvinismo, corriente cristiana muy influyente en la sociedad
holandesa, que, como sabemos, niega la libertad responsabilizante en
el trazado del propio camino hacia Dios.
El joven Spinoza destaca por su inteligencia e indisciplina respecto
al corsé de la tradición; se enfrasca en las lecturas “prohibidas” de
Descartes y Hobbes y aspira a establecer sus propios criterios en
cuestiones como el “quién soy” y “de donde vengo”, lo que, apenas
adolescente, le enfrenta a la propia familia y, aun más, a la
comunidad de la que forma parte. Ha de ganarse la vida con sus
propios medios (pulidor de cristales), mientras lee y escribe a la
búsqueda de “originalidades” que le permitan abrirse camino entre los
profesionales del pensamiento. Un “Tratado de Dios, del hombre y de
su felicidad” es su primer trabajo de relieve. Se distingue por su
independencia de criterio, tanto que renuncia a responsabilidades
como una cátedra en la universidad de Heidelberg o a los favores del
poderosísimo Rey Sol (Luis XIV) por que ello implicaba un inaceptable
servilismo. De hecho, vive para poner en orden sus ideas que plasma
en lo que llamó “Etica demostrada según el orden geométrico” en que
presenta a Dios como la “sustancia incausada de todas las cosas” o
“natura naturans”, causante de todas las cosas o “naturas naturatas”.
Ello quiere decir que, para Spinoza, el universo es idéntico a Dios y
que de El, de forma directa y según la estricta geometría, se deriva
todo lo demás. A partir de ahí, a Dios se le podrá llamar Naturaleza o
simplemente Materia, más o menos fluida o condensada, más o
menos perceptible por los sentidos.
Contra el dualismo cartesiano defiende Spinoza, es un decir, la
indisoluble unión entre pensamiento y extensión en el todo y en todas

153
las partes del Universo, desde Dios hasta la última partícula: es lo que
se llama panteísmo que, según él, explica las diversas realidades
materiales en una especie de corriente de ida y vuelta: cada objeto
físico cuenta con su propia idea mientras que cada idea corresponde a
un objeto físico.
Si Descartes, dada la incompatibilidad entre pensamiento y
extensión, acudía a las especiales capacidades de la “glándula pineal”
para encontrar el hilo del humano discurrir (subterfugio muy difícil de
admitir sin contundentes pruebas), Spinoza salva la dificultad con la
afirmación de que pensamiento y extensión forman la misma
sustancia.
Nada que objetar desde la óptica del materialismo; pero ¿qué me
dice usted si se da la circunstancia de que en el universo hay bastante
más que simple materia, tanto que nosotros mismos disponemos de
alma inmortal, que nos viene de Dios y nos lleva a El por
intermediación de nuestro Hermano Mayor, Jesucristo? Y, cuando nos
referimos al poder de la Gracia y a la Libertad Humana ¿Por qué no
trata usted de reflexionar con humildad en la Luz, la Verdad y el
Camino mostrados por el mismísimo Hijo de Dios, Dios verdadero de
Dios verdadero, quien, en su paso por la historia, todo lo hizo bien y
dijo verdad? ¿no es lo de usted puro y simple fantasear, es decir, una
clara muestra del desvarío de una razón insuficiente para explicar la
Verdad Primera de cuanto existe?

154
19
DE LA ILUSTRACIÓN A LA CRITICA DE LA RAZÓN PURA
PASANDO POR LA REVOLUCIÓN
Mientras que, en el llamado “Antiguo Régimen”, muchos (Bossuet,
entre ellos) veían la justificación del “poder absoluto” en el término
“rey por la gracia de Dios”, tiempo llegó en que, en relación con la
autocracia sin límites objetivos, desde Francia hacia algunos de los
más poderosos reinos europeos (España entre ellos), se desarrolló
una corriente contestataria no a favor de lo que podríamos llamar
“Voz del Pueblo” o exigencias democráticas y sí en apoyo de la
“tiranía ejercida por los afines”, todos ellos en la órbita de los que se
calificaban a sí mismos como “ilustrados”: entre éstos era sagrado un
concepto que, sin tapujos ni rodeos, podría expresarse con la frase
“hacia el despotismo por la Razón”. Claro que está razón no era otra
que la derivada de la suma de las razones individuales de cuantos se
sentían capaces de explicarlo todo sin otro límite que el tiempo para ir
descubriendo el secreto de todo lo imaginable siempre que ello no
fuere contra los juegos especulativos del yo soberano.
Sucedió ello así porque, en esa época (siglos XVII y XVIII),
mientras que una buena parte del pueblo llano “trabaja, adora y
confía”, abundan los pedantescos círculos de “cultura” en los que la
estela de Descartes (1596-1650) sigue su particular revolución: Puede
decirse que, como referencia entre los profesionales del pensamiento,
la Escolástica ha cedido buena parte de sus antiguos dominios al
racionalismo cartesiano que, por lo novedoso y descomprometedor,
extiende sus ramas hacia el galicanismo (intelectualiza y relativiza a
la predicamenta religiosa través de personajes como Marsenne,
Bossuet o Fenelon), presta nuevos enfoques al empirismo inglés de
Hobbes, Locke o Hume y, de la mano de Voltaire y los enciclopedistas,
se “populariza” en lo que se llamará la “Ilustración”.
Claro que no todo es cartesianismo en el mundo de la cultura
francesa de la “modernidad”: existía un anti-cartesianismo
representado con especial fuerza por Blaise Pascal (1623-1662).
Al margen del fundamentalismo jansenista de que fue víctima (sus
“Provinciales” son la prueba), Pascal nos parece más realista que
155
Descartes cuando muestra como existen dos caminos convergentes y
perfectamente compatibles de acercarse al conocimiento de la
realidad: el de la Teología, cuyos postulados fundamentales
corresponden con el ansia de ver a Dios, y el de las Matemáticas en
cuyo ámbito la razón humana puede moverse a sus anchas hasta
penetrar en lo asequible de las cosas: fe y ciencia hermanadas sin
artificiales trucos como el de la irreconciabilidad cartesiana entre los
mundos del pensamiento y de la extensión: al ámbito de la Fe se
acede por la voluntad de creer y practicar la consiguiente doctrina del
amor y de la libertad, mientras que al de la ciencia se acede por el
directo estudio de lo visible y experimentable; en uno y otro se
encuentran elocuentes señales de la presencia de Dios. ¿Y si tales
señales no logran la categoría de contundentes pruebas y sigue
habiendo dudas? Lo realista, responde Pascal, es apostar por lo que
menos esfuerzo requiere y, a la postre, resulta más reconfortante:
Apostemos, insinúa Pascal, sobre si Dios existe o no existe y
pongamos en prenda el vivir según una u otra eventualidad: Si
apuesto a favor y Dios existe obtendré una ganancia infinita; si
apuesto a favor y Dios no existe, no pierdo nada; si apuesto en contra
de Dios y resulta que sí existe, mi pérdida es infinita; si, con la misma
apuesta, Dios no existe, ni pierdo ni gano y, probablemente, paso una
vida terrenal particularmente desgraciada, en cuanto no he dejado
entrar en mi corazón la beatitud que me brinda hacer por los demás
lo mismo que hago por mí (el amor de Dios expresado en el vuelco
social de mis capacidades personales)
Ya en el siglo XXI, hemos de reconocer que el sentido común de
Pascal despierta mayor respeto que el fundamentalismo racionalista
de Descartes; no fue así en la época de la citada Ilustración o “Siglo
de las Luces”. Es una época en la que la propia religión, a nivel de
poder, apenas excede lo estrictamente ritual, las costumbres de la
aristocracia y alta burguesía son desaforadamente licenciosas (son los
tiempos de la “nobleza de alcoba” y de los envidiados “libertinos”) y,
apoyándose en un fuerte y bien pagado ejército, se hacen guerras por
puro “diverttimento”. La aparente mayor tolerancia respecto a la
libertad de pensamiento se torna en agresión cuando el censor de
turno estima que se entra inoportunamente “en el fondo de la
cuestión”

156
Este fondo de la cuestión era la meta apetecida de algunos
intelectuales franceses para quienes “el sol nacía en Inglaterra”. A
este grupo pertenecieron Rousseau, Voltaire y, también, Montesquieu
(éste último, sin duda, el más realista, sincero y, tal vez también, el
más generoso de los tres).
Si los intelectuales cartesianos del siglo XVII, en uso del rigor
geométrico, habían pretendido edificar su propia e inconmovible
ciencia del saber sobre la piedra angular de la “razón autosuficiente”
(el sacralizado “cogito” como verdad esencial) sin mayor preocupación
que la de achicar al rival, los más celebrados “filósofos” del siglo
XVIII, muchísimo más pegados a los asuntos de este mundo, “harán
descender las ideas del cielo a la tierra” (Roger Daval) con el objetivo
principal de acabar con “viejos prejuicios”, abrir los cerebros a la “luz
de la razón” y promover una progresiva satisfacción de los sentidos
en una revolucionaria idea de la felicidad al alcance de los que, según
ellos, más se lo merecen porque son los forjadores de la nueva
sociedad. Mientras que los primeros expresaban sus respectivas
doctrinas en enjundiosos y voluminosos tratados, estos últimos
expresan la “nueva filosofía” en historias, fábulas, libelos y soflamas
fáciles de digerir por el gran número.
Maestro en este arte fue Francisco María Arouet, Voltaire (1694-
1778). En el siglo XVIII brilla Voltaire más por su personalidad que
por unas ideas que, reflejo de generalizadas opiniones, expone en
sugerentes tramas muy al gusto de los asiduos a los salones literarios.
Triunfa porque, magistralmente, se adapta a la corriente de los
tiempos: dice y escribe lo que la gente espera oir y leer. Son los
tiempos de los “enciclopedistas” (redactores de la Enciclopedia, con
Diderot a la cabeza), para quienes la cultura es un conglomerado de
descripciones y referencias que no obliguen a pensar, pero sí a
aplaudir al que “sabe vivir”.
Como los enciclopedistas, Voltaire ha acomodado su ansia de creer
al “deismo”, especie de “religión natural” sin otro misterio que una X
eterna que deja a los hombres que resuelvan sus problemas según la
fuerza y el talento que les ha correspondido. Reniega Voltaire de una
fe responsabilizante hasta el punto de que presenta a Pascal como
enemigo del género humano:
“Me atrevo, dice, a tomar el partido de la humanidad contra ese
misántropo sublime”; para él lo más razonable es “aceptar no ser más

157
de lo que se es procurando ser todo lo que se es para así disfrutar
plenamente de la condición de ser humano”.
Nada de reflexiones sobre premio o castigo en un problemático
más allá. Pero sí que se cree obligado a la feroz crítica contra todo lo
que entorpece la cordial aceptación de sus consignas: ha vivido en
Inglaterra, “más pegada que Francia a las cosas de este mundo” y en
donde los intelectuales de más tronío se apoyan en los recientes
descubrimientos de Isaac Newton (1642-1727) para entretejer el
método cartesiano con hallazgos como la teoría de la gravitación
universal, cosa que permite una mirada retrospectiva al materialismo
clásico con su corolario de la “materia autosuficiente” desde un
“primer empujón del Gran Arquitecto”. En sus “Cartas sobre los
ingleses” (1.734), Voltaire abre el camino a la crítica metódica contra
el Trono y el Altar, las dos columnas en que se apoyaba un
absolutismo mantenedor de la “vieja superstición”.
Es Voltaire la personalidad más destacada del siglo XVIII, llamado
“Siglo de las Luces”, al que todavía hoy muchos consideran “alborada
de la Humanidad”: De la mano de científicos como Newton, la
Humanidad podía resolver, una a una, todas la leyes del Universo,
“probable reflejo” de las leyes de Dios y, por lo mismo, equivalentes a
las leyes que subyacen en la propia naturaleza humana. Es así como
ellos, los “ilustrados”, podían erigirse en profetas de la nueva forma
de ver las cosas; para ello resultaría suficiente aplicar su “ilustrada”
razón a disciplinas tan útiles como la política y la economía dejando a
la paciencia y laboriosidad de los científicos de profesión (lo que hoy
llamaríamos ratas de laboratorio) el trabajo de esclarecer los más
escondidos recovecos de las cosas. Se llega así a una filosofía de
salón en la que Voltaire es el gran pontífice, de forma que lo que
Voltaire apunta se convierte en dogma: si con finura literaria preñada
de perversa ironía, Voltaire usa el término “Infame” para caracterizar
lo contrario a lo que él es o dice pensar (¿el propio Jesucristo o la
doctrina de la Iglesia Católica?), sus fieles corresponsales (desde el
más atrevido diletante a un rey o ministro de confianza) se tomarán
en serio todo lo de Voltaire hasta intentar llevar a la práctica la
blasfema consigna de “aimez moi et ecrasons l’infame”.
Desde esa óptica, tan propicia a los intereses o caprichos
terrenales de los poderosos altivos y de los envidiosos de cualquier
capa social, que sueñan con desplazar a los “bien situados”, se

158
desarrolla una progresiva agresividad hacia el orden establecido
destacando la virulencia contra la Iglesia (en especial, contra la
Iglesia católica).
Los escarceos especulativo-literarios de los “ilustrados” encuentran
eco entre los “parvenus” de la clase burguesa que distraen sus ocios
en el juego de las ideas. Algunos de ellos ya controlan los resortes del
vivir diario desde el llamado Tercer Estado, cuya frontera fijan en los
cortesanos del “Capeto”.
Meta de la predicamenta volteriana es el utilitarismo individualista,
que servirá de pedestal a una élite “ilustrada” movida por la obsesión
de mantener los privilegios de “clase”, desde el supuesto de
merecer el más alto peldaño de la escala social. Gracias a Voltaire, al
absolutismo dulzón, semipaternalista y “galicano” desarrollado en
Francia por Luis XIV y torpemente seguido por sus sucesores ( el
regente Felipe de Orleáns, el “libertino” Luis XV y el desafortunado
Luis XVI) da paso al “despotismo ilustrado”, o poder político para los
que hoy llamaríamos “gente guapa”, festejados hombres de pluma y
acción, quienes, según Voltaire y sus “ilustrados”, pueden y deben
ejercer la autoridad más por imperativo de la estética, que rodea al
poder, que por hacer más llevadera la vida a los más humildes
súbditos, los cuales resultarán tanto más serviciales cuanto más
anclados permanezcan a sus ancestrales limitaciones. Harán suyo esto
del “despotismo ilustrado” poderosos de la época como Catalina de
Rusia, Federico II de Prusia, Carlos III de España o satélites ministros
“ilustrados” como Choiseul en Francia, Aranda en España, Pombal en
Portugal, Tanucci en Nápoles...
Ese “despotismo ilustrado” parece encontrar la justa réplica en el
igualitarismo rusoniano. Contra Voltaire y desde una óptica también
utilitarista y, aunque de sentido contrario, también captada en
Inglaterra, Rousseau (1712-1778) apela a la conciencia colectiva
como contrapoder de cualquier despótico individualismo: durante su
estancia en Inglaterra, ha bebido en Locke una socializante, optimista
e impersonal acepción del “Derecho Natural” y se deja embargar por
las emociones elementales: el candor de la infancia, el amor sencillo y
fiel, la amistad heroica, el amparo de los débiles... con una “vuelta a
la Naturaleza” presidida por el “buen salvaje”. También religioso al
desvaído estilo de los Descartes, Hobbes, Locke y el propio Voltaire, al
igual que ellos, Rousseau soslaya la trascendencia social del hecho de

159
la Redención Cristiana y, si se merece la incisiva férula de Voltaire, es
porque éste ve en el retórico sentimentalismo rusoniano una vuelta al
mundo del animal irracional: En 1754 publica Rousseau su « Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres » con el que pretende invitar a la humanidad a volver a unos
supuestos orígenes en los que todo era armonía y felicidad. Tales
ideas le despiertan a Voltaire el siguiente comentario (carta de 30-8-
1755):
« Le agradezco, señor, el libro libro que acaba usted de escribir
contra el género humano. Adula usted a los hombres con evidencias
que no lograrán corregirles. Es imposible pintar con más fuertes
colores las maldades de la sociedad humana, cuyo mejor remedio o
consuelo ve usted en la ignorancia y la debilidad. Nunca hasta ahora
se había aplicado tanta inspiración para convertirnos en bestias, tanto
que, al leer su libro, a uno le entran ganas de marchar a cuatro
patas. ».
En ese libro Rousseau quiere demostrar que todos los males le han
sobrevivido a la sociedad a través del « inventado » derecho de
propiedad:
« el primero que aisló un terreno que presentó como suyo, se
atrevió a decir esto es mío y encontró gentes lo suficientemente
ingenuas para tomárselo en serio, ese mismo resultó ser el verdadero
fundador de la sociedad civil ». ese día surgió el germen de la
desigualdad del que, según Rousseau, se derivan todas las
calamidades de la historia de la humanidad con sus « corruptoras
instituciones ».
En estado de ánimo similar al de Descartes meditando a orillas de
Danubio con el subsiguiente surgir del tan traído y llevado Cogito con
el supuesto de las ideas innatas sobre todo lo que se puede
comprender y saber, Rousseau encuentra el hilo conductor de su
sistema cuando, a la sombra de un árbol, en un receso del caminar
para visitar a Diderot, un recorte de periódico le invita a reflexionar
sobre
« si el desarrollo de las ciencias y de las artes había contribuído a
corromper o a purificar las costumbres ». En el afán por encontrar la
adecuada respuesta « sentí, dice, mi cabeza poseída por un
aturdimiento semejante a la embriaguez ; .... si yo hubiera podido
escribir la cuarta parte de todo lo que ví y sentí debajo de aquel
árbol,..¡con qué claridad habría podido hacer ver las contradicciones
del sistema social, con qué fuerza habría demostrado que el hombre es
160
naturalmente bueno y que solamente se hace malo por esas
instituciones! ».
En su utopía, madre de otras mil utopías que llegarán tras él,
Rousseau añora el primitivo estado de la naturaleza en el que el
« buen salvaje », con todas sus necesidades naturales bien cubiertas,
es inocente y feliz en paz y armonía con todos sus semejantes: nada
más falso según la historia y las más razonables aportaciones de la
paleontología. Aunque solo fuera por necesidades de supervivencia, lo
más primitivos antepasados de que se tiene noticia, guerreaban
implacablemente entre sí: restos de cráneos humanos quebrados y
amontonados, rudimentarias y contundentes armas, formas de vivir
de los núcleos humanos actualmente más alejados de lo que
entendemos por civilización… son pruebas más que suficientes para
deducir que el hombre, como tal y desde sus orígenes, usa de su
fuerza y libertad para defender o resaltar su ego por encima de sus
semejantes ¿es esa constatación la que sugirió a Heráclito aquello de
que “la guerra es la madre de todas las cosas”?
Contra la supuesta autosuficiencia de la razón humana, punto
fuerte del cartesianismo y de la “ilustración” (con Voltaire a la
cabeza), Rousseau presenta lo que él llama sentimiento moral. Contra
la razón y sus ideas “innatas”, con que dogmatizó Descartes,
Rousseau presenta a la “conciencia moral” capaz de abrir por sí
misma el camino hacia la felicidad individual y la armonía universal.
Referido a esa conciencia, se puede leer en su “Profesión de fe del
vicario saboyano”:
“eres tú la que ennoblece al entendimiento y marca la moralidad
de las acciones; sin tí, nada existe en mí que me pueda elevar sobre el
nivel de las bestias si no es el triste privilegio de ir de error en error de
la mano de una razón sin principios”
Es como si, para él, la capacidad de recordar, reflexionar y
deducir, no fuera más que una expresión del instinto animal (según la
aberrante fórmula de Hobbes y su “homo homini lupus”) al que cabe
oponer el instinto moral. Razón y sentimiento en continua tensión de
la que pueden derivarse todas las imaginables desarmonías si no se
llega a un imprescindible “Contrato Social”, en el que una especie de
providencia jurídica pura, a la que Rousseau llama “voluntad
general”, neutralice las desviaciones de las voluntades particulares.
Más que la suma de las voluntades particulares, esa voluntad general

161
es para Rousseau una depurada síntesis de los más nobles instintos
morales de todos y cada uno de los componentes de una sociedad:
Según él, “la voluntad general es el elemento constante,
inalterable y puro de la voluntad individual..., voz celestial que muestra
a cada uno la forma de obrar según los medios y dictados de su propio
juicio de forma que nunca se encuentre en contradicción consigo
mismo”. Obedecer a esa “voluntad general” sería como responder al
ansia de libertad que mueve a la propia conciencia y el único medio
para sentirnos más libres y felices.
No sabemos si ya Rousseau fue consciente de que el carácter que
prestaba a esa “voluntad general” podía servir de coartada a todos los
aspirantes a “redimir a la sociedad”: no tenían más que mostrarse
como depositarios de esa voluntad general, rodearse de unos cuantos
incondicionales, hacerse con los adecuados medios de propaganda y,
a favor de la propicia coyuntura, marcar el rumbo que convenía a sus
particulares intereses. Es así como, en múltiples ocasiones, esa
voluntad general no ha sido más que la expresión del capricho o
ambición de los aprovechados o aprovechado de turno, generalmente,
maestros en hilvanar sugestivas promesas con las carencias e
ilusiones de tal o cual comunidad.
Así se ha forjado una buena parte de la historia de la humanidad,
uno de cuyos capítulos más decisivos lo constituyó la llamada Gran
Revolución o Revolución Francesa, en la que personajes como
Robespierre, Dantón, Marat, Saint-Just… no dudaron en presentarse
como voceros o portavoces de la “voluntad general”.
El 14 de julio de 1.789, una parte del pueblo de París asaltó y
tomó la Bastilla, todo un símbolo de viejas opresiones. Cuentan que,
al enterarse, Luis XVI exclamó: “¡Vaya por Dios, un nuevo motín!”.
“No, señor, le replicó el duque de Rochefoucauld; esto es una
Revolución”. El simple y orondo Luis Capeto no dejó de creer que
asistía a una sucesión de injustos y pasajeros motines hasta el 21 de
enero de 1.893 en que era guillotinado a la vista de todo el pueblo en
la Plaza de la Revolución, hoy llamada Plaza de la Concordia.
Efectivamente, aquel movimiento fue bastante más que un motín
o sucesión de motines. En primer lugar, fue la culminación de un
cambio en la escala jerárquica social (la oligarquía -ya identificada con
lo que se llamó “tercer estado” o clase burguesa- sucedió a la
aristocracia); fue un subsiguiente río de sangre (murieron más de

162
50.000 franceses bajo el Reino del Terror) fue una larga sucesión de
guerras que llevó el expolio y la muerte a Italia, Egipto, España,
Rusia, Paises Bajos, etc., etc.... primero protagonizada por los
autoproclamados cruzados de la libertad, enseguida por Napoleón, el
“petit caporal” que, en oleadas de ambición, astucia y suerte, llegó a
creerse una ilustrada reedición de Julio César; fue la reconstrucción
para peor de muchas cosas previamente destruidas, algunas de ellas
logradas a precio de amor, sudor y sangre... Fue o debía de ser una
formidable lección de la Historia.
Muchos consideran o dicen considerar a la Revolución Francesa el
“hito más glorioso de la Historia”, “la más positiva explosión de
racionalismo”, “la culminación del siglo de las luces”, “el fin de la clase
de los parásitos”, “el principio de la era de la Libertad”.... incluso,
incluso… “el triunfo del bien sobre el mal”. Por supuesto que grandes
exageraciones referidas a hechos y fenómenos que, al hilo de sus
positivas y negativas consecuencias, conviene situar en sus justos
términos. Por nuestra parte, a la distancia de dos largos y conflictivos
siglos, consideramos a todo aquello como un traumático y, tal vez,
consecuente cambio de régimen a muy alto precio, seguido de otro y
otro cambio de régimen con distintos colores según las circunstancias
de tiempo y lugar: entonces como ahora, la felicidad personal y la
armonía universal requieren mucho más que palabras, palabras,
palabras … o “cambios en los medios y modos de producción”.
No fueron “la voluntad del hombre colectivo”, ni “la conciencia
burguesa”, ni el “cambio en los modos de producción”… los
principales factores de la Revolución: la historia nos permite descubrir
todo un cúmulo de otras causas determinantes: la presión del grupo
social que aspiraba a ensanchar su riqueza, su poder y su bagaje de
privilegios (el Tercer Estado o Burguesía) junto con un odio visceral
hacia los mejor situados en la escala social... habrían chocado
inútilmente con la energía de otro que no hubiera sido ese abúlico
personaje que presidía los destinos de Francia, cuya defensa, en los
momentos críticos, fue una crasa ignorancia de la realidad o lo que
se llama una huida hacia adelante cuando no una torpe cobardía.
Lo que llamamos Revolución Francesa fue una sucesión de hechos
históricos con probadas raíces en otros acontecimientos de épocas
anteriores acelerados o entorpecidos por ambiciones personales,
condicionamientos económicos, sentimentales o religiosos... lo que

163
formó un revuelto batiburrillo en que se alimentaron multitud de odios
e ingenuidades. En suma, algo que, en mayor o menor medida,
acontece en cualquier época de la Historia con incidencia más o
menos decisiva para la Posteridad.
En paralelo a ríos de sangre y apropiaciones de envidiados
privilegios (la guillotina segó miles de “nobles” cabezas, la de María
Antonieta entre ellas), suceden los ajustes de cuentas que se llevan
por delante a Marat, Dantón... y permiten a Robespierre erigirse en
poder supremo.
El llamado “Incorruptible” es frío, ambicioso, puritano, sanguinario
e hipócrita: como sucedáneo de la bobalicona diosa Razón impone el
culto a un dios vengativo y abstracto al que llama Ser Supremo y de
quien se autoproclama brazo armado. Es el reconocido como “Reino
del Terror”, cuyo censo de muertes supera los 60.000.
El 28 de julio de 1.794 es guillotinado Robespierre y sus amigos de
la Comuna de París. Es la época del llamado Terror Blanco que,
dirigido por Saint Just y en cordial alianza con madame Guillotina,
pretende liberar a Francia de radicales. En pura fiebre cartesiana, se
reinstaura el culto a la diosa Razón y se inaugura la etapa imperial
persiguiendo lo que el Rey Sol llamara “sus fronteras naturales” a
costa de sus vecinos y con la hipócrita justificación de una “Cruzada
por la Libertad”.
Fueron guerras de radical e incondicionado expolio con una figura
principal, Napoleón Bonaparte, que animaba a sus soldados con
arengas como ésta:
“Soldados, estáis desnudos y mal alimentados! Voy a conduciros a
las llanuras más fértiles del mundo. Provincias riquísimas y grandes
ciudades caerán en vuestras manos. Allí encontrareis honor, gloria y
riqueza”.
Nuevos ríos de sangre en torno a las fantasías de criminales
pobres hombres cuya razón primordial fue y es, en todos los casos, el
acceder a envidiados animalescos goces o privilegios y a quienes,
también siempre, sorprende la ruina o la muerte. Cae definitivamente
Napoleón 18 de julio de 1.815 y, con la “Paz de Versalles”, le sucede
otro cambio de régimen que, ni mucho menos, será el definitivo.
Entretanto, en los más “ilustrados” medios académicos europeos,
no faltan pertinaces teorizantes empeñados en trazar conductas
humanas al margen de las lecciones de la historia: es el persistente
164
racionalismo cartesiano con ciertos tintes románticos a disposición de
aquel que no deja de creer en la autosuficiencia de la razón, la suya,
naturalmente. Pero harán escuela y, por ello, nos vemos obligados a
prestarles particular atención.
Es así cómo, con todo el respeto hacia sus excepcionales dotes
personales, nos atrevemos a poner en entredicho la tan celebrada
obra de Immanuel Kant (1724-1804), un personaje considerado por
muchos a la altura de Platón o Aristóteles.
Justo es reconocer que, con Kant, cambia en Europa el régimen
del discurrir filosófico: sin renegar del muy subjetivo método
cartesiano (no aceptaré más que las ideas que me parezcan claras y
distintas), Kant se propone dar un vuelco copernicano a la “búsqueda
de la verdad”: desde una nueva “tabla rasa” pretende llegar a una
visión sin fisuras de la totalidad del ser. Nada de misterios, nada
verdades absolutas ajenas a la propia capacidad de sentir (cuando no
de entender), nada de oposición al criterio de la mayoría…
Lo de Kant es una especie de “escepticismo dogmático y
voluntarista” (valga la paradoja): frente a los errores incubados por el
cartesianismo ideal-materialista, convertido por los enciclopedistas,
padres de la Gran Revolución, en puro y crudo materialismo ateo, se
impone la Crítica de la razón pura desde un análisis más sentimental
que racional; para Kant ello ha sido posible desde el momento en que
ha diluido en uno tres fenómenos contrapuestos: el pietismo de su
formación religiosa, el escepticismo de Hume y la conciencia moral de
Rousseau. La razón pura dará paso a la razón práctica a su vez
limitada por la experiencia: “Actúa de forma que la máxima de tu
conducta pueda ser siempre un principio de Ley natural y universal”.
¿Qué te permite pensar que, por encima de lo demostrado por la
historia o de la razonada confrontación de pareceres, están los
productos de tu limitado intelecto? ¿Qué sucede si a tu vida le falta
tiempo y capacidad de juicio para comprobar la viabilidad de tu
“imperativo categórico”? ¿no ves imprescindible romper el marco de
tu yo? ¿no crees que necesitas mayores dosis de humildad y de
generosidad? ¿dónde está el Dios amigo del género humano al que,
según tú, es imposible acceder desde la objetiva reflexión? ¿te crees
capaz de llegar a El sin otra guía que un descomprometido e inestable
sentimiento? ¿puedes demostrarme que, para ti, Dios es algo más que
una “tranquilizante abstracción”?
165
Cuando toca la teoría política, Kant presenta una especie de utopía
roussoniana como fundamento de la “Paz Perpetua”. En 1795, como
secuencia de la fiebre revolucionaria que le llega de Francia, Kant
presenta una sociedad ideal en la que la “razón práctica” (¿lo que
Rousseau presentó como voluntad general?)
“obligará a todo legislador a crear sus leyes como nacidas de la
voluntad única de un pueblo entero de forma que, referidas a cada
ciudadano, se traducirán en libertad en la medida en la que sigan los
dictados de esa voluntad general”.
Desde su reducto de pensador solitario, Kant marca a la
humanidad el objetivo de avanzar hacia una federación mundial de
estados republicanos.
Dicho todo ello, hemos de reconocer a Kant el mérito de no haber
desechado todos los grandes valores con los que el Cristianismo ha
hecho historia, lo que ha permitido a una buena parte de sus actuales
discípulos (los neokantianos) retomar el hilo de la Razón Teológica.
No ocurrió lo mismo con sus inmediatos discípulos entre los cuales, de
unos a otros, se forja un ideal-materialismo que llega hasta nuestros
días y está haciendo muy difícil perfilar el camino hacia una
Democracia de todos y para todos.

166
20
MATERIALISMO ACADÉMICO E IDEALISMO HEGELIANO
Ya hemos visto como en los albores de la “Ciencia Moderna”, en
paralelo con el revulsivo renacentista, parte de la Jerarquía, más
atenta a sus prerrogativas tradicionales que a trabajar por iluminar
cualquier nuevo camino hacia un más certero conocimiento de la
realidad, se enquista en inconsistentes explicaciones sobre tal o cual
supuesto seudo científico sin otro aval que el de la simple “autoridad
de los nombres” hasta el punto de que la simple expresión “magister
dixit” alcanzaba la categoría de argumento irrebatible: Tal fue, por
ejemplo, su posicionamiento sobre el viejo supuesto de que la Tierra
era el centro del Universo; ello, según la Jerarquía, había de ser
artículo de fe en cuanto lo había avalado con su magistral autoridad el
propio Aristóteles y, ya en la Era Cristiana, había sido corroborado por
científicos de la talla de un Claudio Tolomeo (100-170); por demás,
parte de esa misma Jerarquía entendía que el hecho de considerar a
la tierra el centro del Universo consolidaba el esquema de un sinfín de
teológicas explicaciones, tanto que el no aceptarlo así abría el camino
a peligrosísimas divagaciones materialistas.
Es así como se vive una situación en la que, desde una parte, el
“oficialismo” defiende con la sin razón de la fuerza principios
anquilosados en el tiempo a los que, hipócritamente, prestan “razones
teológicas”. ¿Por qué, en total libertad para dudar o no sobre tal o
cual aportación de las pasadas generaciones, el hombre no puede
intentar hacer la vida más amable a sus hermanos procurando un
progresivo conocimiento y subsiguiente dominio de las llamadas
fuerzas naturales? Al prohibir los buceos en la realidad material,
castran nobles inquietudes a la par que cubren con indebidas
sombras lo que podría resultar esclarecedor tras una elemental
investigación. Ello puede derivar en negar a Dios, replican los que no
quieren comprender que el ser humano goza de inteligencia,
precisamente para conocer la obra de Dios y, consecuentemente,
encauzarla hacia el mayor bien de todos y cada uno de sus
semejantes.

167
Y, efectivamente, no faltan estudiosos que aliñan su libertad de
investigación con egoísta rebeldía en deriva hacia la negación de lo
que afirman los que se dicen en posesión de todas las dimensiones de
la Verdad. Ello cobra especial intensidad en el Renacimiento con su
exagerada devoción por la Antigüedad Clásica: al lado de los escritos
de Platón y Aristóteles cobran actualidad los de Demócrito, Epicuro y
Lucrecio, a través de apasionados conversos, como Bernardino Telesio
(1509-1588) o Giordano Bruno (1548-1600), quienes pretenden
resolver la cuestión fundamental de la Filosofía con el supuesto de
que el Universo está compuesto de millones de variedades de una
materia eterna, autosuficiente y capaz de producir y desarrollar todo
lo imaginable en cosas y fenómenos.
La corriente materialista ya formaba parte del acervo cultural de
no pocas academias cuando Descartes dijo ver la substancia extensa y
la substancia pensante como dos realidades que podían llegar a ser
perfectamente independientes entre sí. Ello da pie al llamado
“dualismo cartesiano” que hace escuela, sea para prestar prominencia
al pensamiento, sea para considerar a la “substancia extensa”, la
Materia, como principio básico de todo lo existente y, en
consecuencia, el materialismo ateo recupera parte de las posiciones
perdidas a raíz de la difusión del Cristianismo. Hubo materialistas que
no tenían reparo alguno en proclamar su ateísmo y hubo lo que
podemos llamar “materialistas vergonzantes”, que, desde su círculo
de influencia o cátedra, defendían lo mismo y lo contrario al hilo de
las distintas circunstancias.
Creemos de justicia incluir entre esos tales a Guillermo Federico
Hegel (1770-1831)
Claro que en Hegel es la IDEA la protagonista de todo un sistema
de postulados y conclusiones. Resulta difícil de esclarecer si esa Idea
es una pura entelequia, algo de raíz material o uno de esos elementos
que vagaban por “la llanura de la verdad” de que habló Platón: el
carácter de la idea hegeliana está determinado por el carácter del
cerebro que la alberga y es, al mismo tiempo, determinante de la
estructura de ese mismo cerebro, el cual, puesto que es lo mas
excelente del universo, es el árbitro (o dictador) de cuanto se mueve
en el ancho universo.
Para desvanecer cualquier reticencia “escolástica”, Hegel aporta su
particular “lógica” o “hilván de ideas”: es lo que llama Dialéctica, que,
168
para él, es un infalible método para no descarriar: el “descubrimiento”
más apreciado por no pocos de los “modernos” teorizantes.
Por virtud de la Dialéctica, el Absoluto (lo que fué, es y será) es un
Sujeto que cambia de sustancia en el orden y medida que determinan
las leyes de su evolución.
Si tenemos en cuenta que la expresión última del Absoluto
descansa en el cerebro de un pensador de la categoría de Guillermo
Federico Hegel, el cual, por virtud de sí mismo, es capaz de conocer y
sistematizar las leyes o canales por donde discurre y evoluciona su
propio pensamiento, estamos obligados a reconocer que ese tal
pensador es capaz de interpretar las leyes a las que ha estado sujeto
el Absoluto en todos los momentos de su historia.
El meollo de la dialéctica hegeliana gira en torno a una
peculiarísima interpretación del clásico silogismo “dos cosas iguales a
una tercera son iguales entre sí” (si A=C y B=C, A=B). Luego de
interpretar a su manera los tradicionales principios de identidad y de
contradicción, Hegel introduce la “síntesis” como elemento resolutivo
y, también, como principio de una nueva proposición.
Hegel considera inequívocamente probado el carácter triconómico
de su peculiar forma de razonar, la presenta como única válida para
desentrañar el meollo de cuanto fué, es o puede ser y dogmatiza: la
explicación del todo y de cada una de sus partes es certera si se
ajusta a tres momentos: tesis, antítesis y síntesis. La operatividad de
tales tres momentos resulta de que la “tesis” tiene la fuerza de una
afirmación, la “antítesis” el papel de negación (o depuración) de esa
previa afirmación y la “síntesis” la provisionalmente definitiva fuerza
de “negación de la negación”, lo que es tanto como una reafirmación
que habrá de ser aceptada como una nueva “tesis” “más real porque
es más racional”. Según esa pauta, seguirá el ciclo...
No se detiene ahí el totalitario carácter de la dialéctica hegeliana:
quiere su promotor que sea bastante más que un soporte del
conocimiento: es el exacto reflejo del movimiento que late en el
interior y en el exterior de todo lo experimentable (sean leyes físicas o
entidades materiales):
“Todo cuanto nos rodea, dice, ha de ser considerado como
expresión de la dialéctica, que se hace ver en todos los dominios y
bajo todos los aspectos particulares del mundo de la naturaleza y del
Espíritu” (Enciclopedia).
169
Lo que Hegel presenta como demostrado en cuanto se refiere a las
“figuras de la conciencia” es extrapolado al tratamiento del Absoluto,
el cual, por virtud de lo que dice Hegel, pudo, en principio: ser nada
que necesita ser algo, que luego es, pero no es; este algo se revela
como abstracto que “necesita” ser concreto; lo concreto se siente
inconsciente pero con “necesidad” de saberse lo que es... y así hasta
la culminación de la sabiduría, cuya expresión no puede alcanzar su
realidad más que en el cerebro de un genial pensador: puro y simple
Panteísmo, en el que el primer estadio del Ser tanto puede ser una
abstracción (lo que imposibilitaría cualquier forma de expresión y, por
lo mismo, habría de ser identificado con la nada) o algo material, lo
que, indefectiblemente, nos llevaría a lo que podemos llamar
fundamentalismo material-idealista o fundamentalismo materialista a
secas.
Sabemos que para Hegel el Absoluto se sentía “alienado” en
cuanto no había alcanzado la “conciencia de sí”, en cuanto no era
capaz de “revelarse como concepto que se sabe a sí mismo”. Es un
“Calvario” a superar:
“La historia y la ciencia del saber que se manifiesta, dice Hegel al
final de su “Fenomenología del Espíritu”, constituyen el recuerdo
interiorizante y el calvario del Espíritu absoluto, la verdad y la
certidumbre de su trono. Si ese recuerdo interiorizante, sin ese
calvario, el Espíritu absoluto no habría pasado de una entidad solitaria
y sin vida. Pero, “desde el cáliz de este reino de los espíritus hasta él
mismo sube el hálito de su infinitud” (es una frase que Hegel toma de
Schiller)”. En razón de ello, “la historia, dogmatiza Hegel, no es otra
cosa que el proceso del espíritu mismo: en ese proceso el espíritu se
revela, en principio, como conciencia obscura y carente de expresión
hasta que alcanza el momento en que toma conciencia de sí, es decir,
hasta que cumple con el mandamiento absoluto de ‘conócete a tí
mismo’”.
En este punto y sin que nadie nos pueda llamar atrevidos por
situarnos por encima de tales ideaciones podemos referirnos sin
rodeos a la suposición fundamental que anima todo el sistema
hegeliano: El espíritu absoluto que podría ser un dios enano producido
por el mundo material, precisa de un hombre excepcional para llegar
a tener conciencia de sí, para “saberse ser existente”; esa necesidad
es el motor de la propia evolución de ese limitado dios que, en un
primer momento, fue una abstracción (lo que, con todo el artificio de
que es capaz, Hegel confunde con “propósito de llegar a ser”), luego
170
resultó ser naturaleza material en la que “la inteligencia se halla como
petrificada” para, por último, alcanzar su plenitud como Idea con
pleno conocimiento de sí.
No se entiende muy bien si, en Hegel, la Idea es un ente con
personalidad propia o es, simplemente, un producto dialéctico
producido por la forma de ser de la materia. Pero Hegel se defiende
de incurrir en tamaño panteísmo con la singular definición que hace
de la Naturaleza: ésta sería
“la idea bajo la forma de su contraria” o “la idea revestida de
alteridad: algo así como lo abstracto que, en misteriosísima
retrospección, se diluye en su contrario, lo concreto, cuyo carácter
material será el apoyo del “saber que es”.
Aun así, para Hegel la Idea es infinitamente superior a lo que no
es idea. Según ello, en la naturaleza material, todo lo particular,
incluidas las personas, es contingente: todo lo que se mueve cumple
su función o vocación cuando se niega a sí mismo o muere, lo que
facilita el paso a seres más perfectos hasta lograr la genuina
personificación de la Idea o Absoluto (para Hegel ambos conceptos
tienen la misma significación) cual es el espíritu.
Esto del espíritu, en Hegel, es una especie de retorno a la
Abstracción (ya Heráclito, con su eterna rueda, había dicho que todo
vuelve a ser lo que era o no era): el tal espíritu es “el ser dentro de
sí” (“das Sein bei sich”) de la Idea: la idea retornada a sí misma con el
valor de una negación de la naturaleza material que ha facilitado su
advenimiento. Esta peculiar expresión o manifestación de la idea
coincide con la aparición de la inteligencia humana, cuyo desarrollo,
según Hegel, se expresaría en tres sucesivas etapas coincidentes con
otras tantas “formas” del mismo espíritu: el “espritu subjetivo”, pura
espontaneidad que reacciona en función del clima, la latitud, la raza,
el sexo...; el “espíritu objetivo” ya capaz de elaborar elementales
“figuras de la conciencia” y, por último, el “espíritu absoluto”,
infinitamente más libre que los anteriores y, como tal, capaz de crear
el arte, la religión y la filosofía.
Este espíritu absoluto será, para Hegel, la síntesis en que
confluyen todos los “espíritus particulares” y, también, el medio de
que se valdrá la Idea para tomar plena conciencia de sí. “Espíritus
particulares” serán tanto los que animan a los diversos individuos
como los encarnados en las diversas civilizaciones; podrá, pues,
171
hablarse, del “espíritu griego”, del “espíritu romano”, del “espíritu
germánico”... todos ellos, pasos previos hasta la culminación del
espíritu absoluto el cual “abarcará conceptualmente todo lo universal”,
lo que significa el último y más alto nivel de la Ciencia y de la Historia,
al que, por especial gracia de sí mismo, ha tenido exclusivo y
privilegiado acceso el nuevo oráculo de los tiempos modernos cual
pretende ser Federico Guillermo Hegel (y así, aunque cueste creerlo,
es aceptado por los más significados de la intelectualidad llamada
“progresista”).
Por lo expuesto y, al margen de ese cómico egocentrismo del gran
Idealista (materialista inconfeso), podemos deducir que, según la
óptica hegeliana, es “históricamente relativo” todo lo que se refiere a
creencias, Religión, Moral, Derecho, Arte... cuyas “actuales”
manifestaciones serán siempre “superiores” a su anterior (la dialéctica
así lo exige). Por lo mismo, cualquier manifestación de poder “actual”
es más real (y, por lo tanto, “más racional”) que su antecesor o
poder sobre el que ha triunfado... (es la famosa “dialéctica del amo y
del esclavo” que tanto apoyo intelectual y moral prestó a los marxistas
para revestir de “suprema redención” a la Revolución Soviética).
Al repasar lo dicho, no encontramos nada substancial que, en
parecidas circunstancias, no hubiera podido decir Maquiavelo o
cualquiera de aquellos sofistas (Zenón de Elea, por ejemplo) que,
cara a un interesado y bobalicón auditorio, se entretenían en
confundir lo negro con lo blanco, el antes con el después, lo bueno
con lo malo...
Claro que Hegel levantó su sistema con herramientas muy al uso
de la agitada y agnóstica época: usó y abusó del artificio y de
sofisticados giros académicos. Construyó así un soberbio edificio de
palabras y de suposiciones (“ideas” a las que, en la más genuina
línea cartesiana, concedió valor de “razones irrebatibles”) a las que
entrelazó en apabullante y retorcida apariencia según el probable
propósito de ser aceptado como el árbitro de su tiempo. Pero, terrible
fracaso el suyo, “luego de haber sido capaz de levantar un fantástico
palacio, hubo de quedarse a vivir (y a morir) en la choza del portero”
(Kierkegard).
Ese fue el hombre y ése es el sistema ideado (simple y llanamente
ideado) que las circunstancias nos colocan frente a nuestra

172
preocupación por aceptar y servir a la Realidad que más directamente
nos afecta.
Sin duda que una elemental aceptación de la Realidad anterior e
independiente del pensamiento humano nos obliga a considerar a
Hegel un fantasioso, presumido y simple demagogo. Ello aunque no
pocos de nuestros contemporáneos le acepten como el “padre de la
intelectualidad progresista”. Todos ellos están invitados a reconocer
que Hegel no demostró nada nuevo: fueron sus más significativas
ideas puras y simples fantasías, cuya proyección a la práctica diaria se
ha traducido en obscura esterilidad cuando no en catástrofe (al
respecto, recuérdese la reciente historia).

21
LA DICTADURA DE LOS MERCADOS
Primum vivere, deinde philosophare
En 1758 apareció lo que se considera el primer tratado de
Economía Política y fué la referencia principal de los fisiócratas: el
"Tableau economique" de Francisco Quesnay. En él se afirma que, en
el substratum de toda relación económica, existen y se desarrollan
ineludibles "leyes naturales"; que la fuente de todas las riquezas es la
Agricultura; que las "sociedades evolucionan según uniformidades
generales", que constituyen "el orden natural" que ha sido establecido
por Dios para la felicidad de los hombres; que el interés personal de
cada individuo no puede ser contrario a ese "orden providencial", lo
que significa que, buscando el propio interés, cada uno obra en el
sentido del interés general; será, pues, suficiente dar rienda suelta a
todas las iniciativas individuales, vengan de donde vengan y vayan a
donde vayan, para que el mundo camine hacia el orden y la armonía:
es cuando se desarrollan a plenitud "las leyes naturales que rigen la

173
repartición de las riquezas en armonía con los sabios designios de la
Providencia".
Esa conclusión de los fisiócratas sirvió a Adam Smith (1.723-90)
como punto de partida para su "Investigación sobre la naturaleza y
las causas de la riqueza de las naciones" (publicada en 1.776).
Adam Smith había abandonado la carrera eclesiástica y ejercía de
profesor de Lógica cuando, en Francia, trabó amistad con los
fisiócratas Quesnay y Turgot. A raíz de ello se siente ganado a la
causa de la Economía Política.
A diferencia de sus precursores, quienes todo lo hacían depender
de un determinismo natural cuya más elocuente expresión estaba en
la fecundidad de la Tierra, Smith presenta al interés personal como
principio de toda actividad económica: bastará que se deje en plena
libertad a los hombres para que, guiados exclusivamente por el móvil
egoísta, el mundo económico y social se desenvuelva en plena
armonía. Hace suyo el "laissez faire, laissez passer" de los fisiócratas;
pero si éstos otorgaban a los príncipes la facultad de "declarar leyes"
(en Francia, eran los tiempos de la monarquía absoluta y de "rey por
la gracia de Dios"), Adam Smith puede escribir con mayor libertad y
no hace uso de ninguna figura retórica para sostener que la verdadera
"Ciencia Económica" no precisa de ninguna coacción o cauce: es
elemental, sostiene Smith, que los factores de producción y riqueza
gocen de absoluta libertad para desplazarse de un sector a otro según
el barómetro de precios y del libre juego de intereses particulares, lo
que "necesariamente" alimentará el interés general.
Según ello (Smith dixit), el Estado no debe intervenir ni siquiera
para establecer un mínimo control en el mercado internacional puesto
que lo cierto y bueno para un país lo es para todos y,
consecuentemente, para las mutuas relaciones comerciales.
Consecuentemente, serán los mercados los principales rectores de la
vida privada y pública de todos los ciudadanos.
Poco cuentan las voluntades personales en el toma y daca
providencialista y universal: aunque Adam Smith proclama una
"inmensa simpatía" por los más débiles, los condena a los vaivenes de
lo que será rabioso "individualismo manchesteriano" aunque intenta
consolarles, eso sí con la esperanza de que, en un futuro próximo y
merced a las "providenciales leyes del Mercado", todo irá de mejor en
mejor.
174
No es así de optimista Tomás Roberto Malthus (1.766-1.834),
pastor anglicano y reconocido como otro de los teorizantes de la
Economía Política Inglesa. No cree Malthus en la prédica de los
fisiócratas sobre el "orden espontáneo debido a la bondad de la
Naturaleza" ni, tampoco, coincide con Smith sobre eso de que el
juego de las libertades individuales conduce necesariamente hacia la
armonía universal. Pero sí que reconoce como inexorables a las "leyes
económicas" y, en consecuencia, no admite otro posicionamiento que
el ya clásico "laissez faire, laissez passer".
Desde esa predisposición, Malthus presenta los dos supuestos de
su célebre "teoría de la población" cuyo corolario final es la extinción
de la Humanidad por hambre:
1º Cada veinticinco años, se dobla la población del mundo lo que
significa que, de período en período, crece en "progresión geométrica".
2º En las más favorables circunstancias, los medios de subsistencia
no aumentan más que en “progresión aritmética”.
Como "consuelo" y "propuesta para restablecer el equilibrio"
Malthus no ofrece otra solución que una "coacción moral" que
favorezca el celibato y la restricción de la natalidad. Discreta, tímida y
cínicamente, también apunta que "solución más eficaz, aunque no
deseable", es provocar guerras o masacres de algunos pueblos.
David Riccardo (1.772-1.823), de familia judía y otro de los
seguidores "pesimistas" de Adam Smith, es, según Marx ("Miseria de
la Filosofía"),
"el jefe de una escuela que reina en Inglaterra desde la
Restauración; la doctrina riccardiana resume, rigurosa e
implacablemente, todas las aspiraciones de la burguesía inglesa,
ejemplo consumado de la burguesía moderna".
Es particularidad de Riccardo el haber desarrollado teorías que
Adam Smith se contentó con esbozar: Teoría del "valor trabajo" en
que se dice que "el valor de los bienes está á determinado por su
costo de producción". Teoría de la "renta agraria diferencial", según la
cual "el aumento de la población favorece a los grandes terratenientes
en detrimento de los pequeños propietarios y consumidores". Teoría
de los "costos comparados" (a cada país corresponde especializarse
en los productos para los cuales está especialmente dotado). Teoría
del "salario natural" (reconocida como Ley de Bronce de los Salarios):

175
"el salario se fija al mínimo necesario para que sobreviva el obrero y
perpetúe su raza".
Este último "descubrimiento" de la pretendida "ciencia económica"
ya había sido apuntado por el "fisiócrata" Turgot y constituirá la base
de todo un "darwinismo social".
A estas alturas del siglo XXI, ya plenamente conscientes de las
posibilidades y perspectivas que brinda la Aldea Global, reconozcamos
que la Realidad ha desprestigiado lo que fue visceral pretensión de la
llamada Economía Clásica: ser aceptada como ciencia exacta al mismo
nivel que la Geometría o la Astrofísica, a lo que, repetimos, aún
siguen apuntados no pocos modernos teorizantes y cuantos hacen el
juego a los gurús de la Economía Mundial: "todo lo que se relaciona
con Oferta y Demanda, absolutamente todo, depende de las Leyes del
Mercado", siguen diciendo a la par que exigen fe ciega en el
determinismo económico.
Desde la observación libre e imparcial, cualquiera puede aportar
un matiz corrector a tan categórica afirmación: los comportamientos
de las personas, incluidos los capitalistas y otros rectores de la
economía, responden a más o menos fuertes estímulos,
probablemente, más egoístas que generosos pero, frecuentemente,
no impuestos por el entorno y sí nacidos de su particular ego; se
resisten, pues, a las reglas matemáticas.
Nada rigurosamente exacto espera a mitad ni al final del desarrollo
de cualquier proyecto si, tal como ha sucedido desde que el hombre
es hombre, éste puede aplicar su voluntad a modificar el curso de la
historia: una preocupación o un capricho, un fortuito viaje o el
encuentro con una necesidad, un inesperado invento o la oportuna
aplicación de un fertilizante... le sirven al hombre para romper en
mayor o menor medida las "previsiones de producción" dictadas por la
Estadística.
Las llamadas tendencias del mercado, aun rigurosamente
analizadas, son un supuesto válido como hipótesis de trabajo, nunca
un exacto valor de referencia. . Pero, ello no obstante, los principales
teorizantes de la llamada Economía Política Clásica (Adam Smith,
Riccardo, Malthus) apuntaron hacia el determinismo económico o
fenómeno que regula la marcha de la economía al margen de las
voluntades humanas. El tercero de ellos el demagogo y,
posiblemente, mal intencionado Malthus, se precipitó al augurar un
176
futuro de penuria absoluta para la especie humana de las próximas
generaciones.
Cierto que el paso del hombre por la Tierra, en múltiples
ocasiones, ha dañado la capacidad previsora de la Naturaleza. Pero
también es cierto que, con trabajo y generosidad, al alcance del
hombre emprendedor ya está la solución a cualquier carencia (en el
desarrollo de la industria y de la agricultura podemos ver elocuentes
ejemplos).
Nunca, como ahora, se vislumbran viables soluciones a los grandes
problemas, sea para erradicar enfermedades endémicas en ciertas
latitudes, para colonizar una buena parte del litoral marítimo,
fecundizar amplias superficies de desierto o multiplicar por diez la
producción ganadera.
Está claro que, también en Economía, la historia la hacen los seres
inteligentes que pueblan nuestro Planeta y se verá tanto más
“humanizada” cuanto más participe en ella lo mejor de sus más
activos promotores, cuanto más efectiva sea la libre y generosa
proyección social de las respectivas capacidades en el uso,
tratamiento y distribución de los bienes naturales.
Bien sabemos que, entre los millones de seres humanos que
participan en el desarrollo del mundo económico, solo una pequeña
parte lo hace sin otra motivación que la de velar por el bien del
prójimo; son muchos más los que participan por amor al dinero, por
vanidad o por imperativo profesional. Y, ciertamente, unos y otros son
necesarios y respetables dentro del orden social; tanto mejor si este
orden social se alimenta de lo que venimos llamando “libertad
responsabilizante”.
Elocuente ejemplo de “libertad responsabilizante” lo encontramos
en la reconstrucción alemana a raíz de la terrible experiencia hitleriana
con la más sangrienta y destructiva guerra como inevitable
consecuencia. Lo que se ha llamado el “Milagro Alemán” fue, de
hecho, el resultado de la aplicación de una forma de hacer las cosas
bajo la sabia dirección del generoso y liberal Ludwig Erhard (1877-
1977) y según la pauta de lo que, en justicia, se ha de reconocer
como “Economía Social de Mercado”: libre circulación de energías y
mercancías hacia la meta del bien común

177
Es en el ámbito de la libertad responsabilizante y de sus efectos en
la Economía Social de Mercado en donde el “realismo cristiano”
encuentra más amplio campo de acción social. Para el Realismo
Cristiano es substancial la preocupación por un orden social justo en
el que puedan desarrollar todas sus capacidades las personas de
buena voluntad y en el que las que actúan por puro egoísmo
tropiecen con un poder y una ley orientados hacia el Bien Común .
Así lo expresa la Iglesia, para la cual los fieles
“tienen también el deber peculiar, cada uno según su propia
condición, de impregnar y perfeccionar el orden temporal con el
espíritu evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la
realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las
tareas seculares”. Cann. 225.2. "Pues el propósito de este
mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, de buena
conciencia y de fe no fingida,” (1 Tim 1:5).
En el orden social cristiano “no cabe el ser esclavo de los hombres”
(1 Cor. 7.23) ni el vivir sin trabajar (“el que no trabaje que no coma” -
-2 Tes. 3, 7-12--, dejó dicho San Pablo); pero sí que se considera
imprescindible el desarrollo personal según las respectivas aptitudes y
con el propósito de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios” (Mt. 22,15-21). No puede ser de otra forma según la
responsabilidad que nos corresponde a todos y a cada uno de cuantos
integramos la familia humana: colaborar en la medida de las
respectivas fuerzas en la tarea común de potenciar los bienes
naturales al servicio de una progresiva justicia social.
Obvio es reconocer que, desde el principio de los tiempos, la
justicia ha sido un rarísimo bien social en la familia humana: con la
excepción del pueblo acogido a la “Ley de Moisés”, en todos los
códigos de la antigüedad pre-cristiana privó la ley del más fuerte
avalada por “derechos” de nacimiento, “superioridad” racial, prejuicios
seudoreligiosos, resultados de guerra… Así fue hasta la venida del
Hijo de Dios, para quien “los últimos serán los primeros” sin distinción
de razas ni tampoco de posicionamiento social: Así nos lo han hecho
comprender desde San Pablo hasta los últimos papas pasando por los
Padres de la Iglesia de cualquier época.
Al respecto, es sumamente ilustrativo el contundente documento
Gaudium et Spes, en el que el Concilio Vaticano II "tras haber
profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los

178
hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos
los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la
presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual". Si “creyentes y
no creyentes están generalmente de acuerdo en que todos los bienes
de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de
todos ellos” y “el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social,
que no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los
demás” (GS-I,12) se ha de reconocer que
“La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la
persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están
mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de
todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la
cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida
social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga
accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la
reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social
engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para
responder a su vocación”. …“El orden social hay que desarrollarlo a
diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por
el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más
humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una
renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad". "La
libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en
extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el
hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en
una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el
hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma
sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se
obliga al servicio de la comunidad en que vive. Es necesario por ello
estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes..
(GS-II,25-31).
Sobre todo ello debe y puede basarse una Economía capaz de
mantener un "desarrollo sostenido" y, también, de "aligerar la
conciencia" a cuantos capitalistas y tecnócratas aceptan que sus
colaboradores y subordinados son personas con similares derechos a
los suyos y toman en consideración lo de "el pan, que no comes,
pertenece a los que tienen hambre, el agua, que no bebes, a los que
tienen sed, el vestido que no usas a los que tienen frío, el dinero, que
no necesitas, a los que carecen de lo elemental para vivir…."

179
22
DE LOS SOCIALISMOS UTÓPICOS AL LLAMADO
“SOCIALISMO CIENTÍFICO”
Es en el París de las revoluciones en dónde, sin salir de un ideal-
materialismo más o menos cartesiano, Claude Henri de Rouvroy,
Conde de Saint-Simon (1760-1825), que “se impuso la tarea de
dedicar su vida a esclarecer la cuestión de la organización social”,
escribió libros como el « Catecismo de los industriales » o el « Nuevo
Cristianismo » con los que pretendió reformar la sociedad de su
tiempo.
La intencionalidad de su doctrina, a la que se ha llamado
« Industrialismo », viene reflejada en esta su famosa parábola:
« Supongamos que, repentinamente, Francia pierde a sus
cincuenta principales físicos, sus cincuenta principales químicos, sus
cincuenta principales fisiólogos, sus cincuenta principales banqueros,
sus doscientos principales hombres de negocios, sus seiscientos
principales agricultores, sus cincuenta principales industriales, etc., la
nación resultaría ser un cuerpo sin alma en el mismo momento de
perderlos e, inmediatamente, caería en peligrosa inferioriridad
respecto a las naciones de las que ahora es poderosa rival sin
posibilidad de recobrar un aceptable nivel hasta no lograr recuperar
una buena parte de los desaparecidos... Admitamos que Francia
conserva a todos ellos pero tiene la desgracia de perder, en un mismo
día, al rey, al hermano del rey, al duque de Angulema y, con ellos, a
todos los grandes cortesanos, a todos los ministros de estado con o sin
cartera, todos los principales consejeros de cada departamento de
estado, todos los cardenales, arzobispos, gobernadores , sub-
gobernadores y, por demás, los diez mil nobles más ricos que viven de
sus títulos : sin duda que ese accidente afligiría mucho a los buenos
franceses ; pero esa pérdida de treinta mil individuos, considerados
como los más importantes, no acarrearía más problemas que el de la
nostálgica pena mientras que la política de Estado podría seguir su
rumbo sin notable dificultad. »
Con anterioridad a Saint Simon habían surgido en Francia figuras
como las de Mably (1709-1785) o Babeuf (1760-1797), que se
presentaron como apóstoles de la igualdad con más entusiasmo que
180
rigor en sus planteamientos. En el medio que les es propicio son
recordados como referencia ejemplar pero no como genuinos
teorizantes de lo que Marx llamará “socialismo utópico-francés”, cuyo
primero y más reconocido promotor es este conde Saint Simon.
Si la revolución de 1789, dice Saint Simon, proclamó la libertad,
ésta resulta una simple ilusión puesto que las “leyes económicas” son
otros tantos medios de desigualdad social; ello obliga a que el libre
juego de la competencia sea sustituido por una “sociedad organizada”
en perfecta sintonía con la “era industrial”. Titubea sobre las
modalidades concretas de esa “sociedad organizada”: van desde
aceptar la situación establecida con el añadido de la participación de
un “colegio científico representante del cuerpo de sabios” a otorgar el
poder a los más ilustres representantes del industrialismo, “alma de
una gran familia, la clase industrial, la cual, por lo mismo que es la
clase fundamental, la clase nodriza de la nación, debe ser elevada al
primer grado de consideración y de poder”. Es entonces cuando “la
política girará en torno a la administración de las cosas” en lugar de,
tal como ahora sucede, “ejercer el gobierno sobre las personas”. Tal
será posible porque “a los poderes habrán sucedido las capacidades”.
En los últimos años de su vida, Saint Simon preconiza como
solución “una renovación de la moral y de la Religión; puesto que la
obra de los enciclopedistas ha sido puramente negativa y destructora,
se impone restaurar la unidad sistemática”. En este “nuevo
cristianismo” regirá un único principio, “todos los hombres se
considerarán hermanos”, en el ámbito de una moral colectiva, no
personal, con un culto animado por lo ritual más que por lo
sacramental y, por supuesto, sin la mínima alusión a la presencia viva
de Jesús de Nazareth con su especial testimonio de Amor y de
Libertad.
La ambigüedad de la doctrina sansimoniana facilitó la división
radical de sus discípulos: Augusto Comte, el “discípulo burgués”,
encabezará una de las corrientes del humanismo ateo (positivismo)
basada en una organización religiosa atea que, según él, habría de ser
dirigida por la élite industrial mientras que Próspero Enfantin (le “Père
Enfantin”, amigo de la “clase trabajadora”) empeñará su vida como
“elegido del señor” en una especie de cruzada hacia la redención de
las clases más humildes hasta, por medios absolutamente pacíficos,

181
llegar a una sociedad en que rija el principio de “a cada uno según su
capacidad y a cada capacidad según sus obras”.

Fourier y sus falansterios


Charles Fourier (1.772-1.837), otro de los “socialistas utópicos”
según Marx, pretendía resolver todos los problemas sociales con el
poder de la “asociación”, que, según él, habrá de ser metódica y
consecuente con todas las posibles diferencias de carácter que se
dan en un grupo social, ni mayor ni menor que el formado por mil
seiscientas veinte personas. Fourier presta a la “atracción pasional” el
carácter de ley irrevocable. Dice haber descubierto doce pasiones y
ochocientos diez temperamentos cuyo duplicado constituye ese ideal
grupo de mil seiscientas veinte personas, célula base en que, “puesto
que estarán armonizados intereses y sentimientos, el trabajo resultará
absolutamente atrayente”.
La “organización de las células económicamente regeneradas en
un perfecto orden societario”, según afirma Fourier, permitirá la
supresión total del estado; consecuentemente, en el futuro sistema no
habrá lugar para un poder político: en lo alto de la pirámide social no
habrá nada que recuerde la autoridad de ahora, sino una simple
administración económica personificada en el “areópago de los jefes
de serie apasionada”; estas “series apasionadas” resultan de la
“espontánea agrupación” de varias “células base” en las cuales la
armonía es el consecuente resultado del directo ejercicio de una
libertad sin celador alguno. Para este bueno de Fourier las
atribuciones de ese “Areópago” no van más allá de la “simple
autoridad de opinión”. Será esto posible gracias a que “el espíritu de
asociación crea una ilimitada devoción a los intereses de grupo” y, por
lo tanto, puede sustituir cumplidamente a cualquier forma de
gobierno.
Dice Fourier estar convencido de que cualquier actual forma de
estado se disolverá progresivamente en una sociedad-asociación, en
la cual, de la forma más natural y espontánea, se habrá excluido
cualquier especie de coacción. A renglón seguido, se prodigarán los
“falansterios” o “palacios sociales”, en que, en plena armonía,
desarrollarán su ciclo vital las “células-base” hasta, en un día no muy
lejano, constituir un “único imperio unitario extendido por toda la
Tierra”.
182
Esa es la doctrina del “falansterismo” que como tal es conocido el
anarquizante “socialismo utópico” de Fourier, algo que, por extraño
que parezca, aun conserva el favor de ciertos sectores del llamado
progresismo racionalista hasta el punto de que, cada cierto tiempo, y
con derroche de dinero y energías, se llega a intentar la edificación de
tal o cual “falansterio”. Efímeros empeños cultivados por no se sabe
qué oculto interés proselitista.
Otros teorizantes del colectivismo socialista
No menos distantes de un elemental realismo, surgen en Francia
otras formas de colectivismo, cuyos profetas olvidan las predicadas
intenciones si, por ventura, alcanzan una parcela de poder. Tal es el
caso de Luis Blanc, que llegó a ser miembro provisional que se
constituyó a la caída del rey Luis Felipe o Philippon; “Queremos, había
dicho Luis Blanc, que el trabajo esté organizado de tal manera que el
alma del pueblo, su alma ¿entendéis bien? no esté comprimida por la
tiranía de las cosas”. La desfachatez de este encendido predicador
pronto se puso de manifiesto cuando algunos de sus
bienintencionados discípulos crearon los llamados “talleres
nacionales”: resultó que encontraron el principal enemigo en el propio
gobierno al que ahora servía Blanc y que, otrora, cuando lo veía lejos,
este mismo Blanc deseaba convertir en “regulador supremo de la
producción y banquero de los pobres”.
Otros reniegan de la Realidad y destinan sus propuestas a
sociedades en que no existe posibilidad de ambición: tal es el caso de
Cabet que presenta su Icaria como mundo en que la libertad ha
dejado paso a una igualdad que convierte a los hombres en
disciplinado rebaño con todas las necesidades animales cubiertas
plenamente. Allí toda crítica o creencia particular será considerada
delito: huelgan reglas morales o religión alguna en cuanto un
providencial estado velará por que a nadie le falte nada: concentrará,
dirigirá y dispondrá de todo; encauzará todas las voluntades y todas
las acciones a su regla, orden y disciplina. Así quedará garantizada la
felicidad de todos.
Hay aun otros teorizantes influyentes para quienes nada cuenta
tampoco el esfuerzo personal por una mayor justicia social; por no
ampliar la lista, habremos de ceñirnos a Blanqui, panegirista de la
“rebelión popular” (que, en todos los casos, será la de un dictador en
potencia) y a Sismondi
183
“promotor de un socialismo pequeño-burgués para Inglaterra y
Francia; puso al desnudo las hipócritas apologías de los economistas;
demostró de manera irrefutable los efectos destructores del
maquinismo y de la división del trabajo, las contradicciones del capital
y de la propiedad agraria; la superproducción, las crisis, la
desaparición ineludible de los pequeños burgueses y de los pequeños
propietarios del campo; la miseria del proletariado, la anarquía de la
producción.... Pero, al hablar de remedios, aboga por restablecer los
viejos medios de producción e intercambio y, con ellos, la vieja
sociedad... es, pues, un socialismo reaccionario y utópico” (Marx).
Proudhon, teorizante del anarco-socialismo.
Existió otro socialismo francés cuyo impacto aun perdura: se trata
del socialismo autogestionario promovido por Pedro José Proudhon
(1800-1865), quien tomó como divisa de combate “justicia y libertad”
contra lo que él llamó “trinidad fatal”: Religión, Capital y Poder Político
a los que opone Revolución, Autogestión y Anarquía. Revolución,
porque
“las revoluciones son sucesivas manifestaciones de justicia en la
humanidad”, autogestión, “porque la historia de los hombres ha de ser
obra de los hombres mismos” y, por último, anarquía “porque el ideal
humano se expresa en la anarquía” o “carencia de cualquier tipo de
gobierno”.
Más que pasión por la anarquía es odio a todo lo que significa una
forma de autoridad que no sea la que nace de su propia idea porque,
tal como no podía ser menos, Proudhon hace suyo el subjetivismo
ideal-materialista de los herederos de Hegel. Y asegura que la
“autoridad, como resorte del derecho divino, está encarnada en la
Religión”; cuando esa autoridad se refiere a la economía, viene
personificada por el Capital y, cuando a la política, por el Gobierno o
el Estado. Religión, Capital y Estado constituyen, pues, la “trinidad
fatal” que él, Proudhon, se impone el destruir como abanderado de la
Libertad.
Es ésa una libertad, que engendrará una moral y una justicia, ya
“verdaderas porque serán humanas” y harán inútil cualquier especie
de religión; se mostrará capaz de imponer el “mutualismo” a la
economía (“nada es de nadie y todo es de todos”) y el “federalismo”
en política (“ni gobernante ni gobernado”).
Por virtud de cuanto Proudhon nos dice, podemos imaginarnos a
un lado, en estrecha alianza, “el Altar, la Caja Fuerte y el Trono” y, al
184
otro lado, “el Contrato, el Trabajo y el Equilibrio Social”. Y, puesto que
se ha de juzgar al árbol por sus frutos, frente al “hombre bueno, al
pobre resignado, al sujeto humilde... tres expresiones que resumen la
jurisprudencia de la Iglesia”, surgirá “el hombre libre, digno y justo
cual han de ser los hijos de la Revolución”. Entre uno y otro sistema,
proclama Proudhon, “imposible conciliación alguna”.
Sin duda que no muy convencido, Proudhon protesta de que su
revolución no pretende ser violenta: simplemente, tiene el sentido de
un militantismo anti-cristiano y viene respaldada por “un estudiado
uso de las leyes económicas”. “Por medio de una operación
económica, dice, vuelven a la sociedad las riquezas que dejaron de
ser sociales en otra anterior operación económica”.
Como solución a los problemas que plantean los anteriores y
presentes abusos de la autoridad política Proudhon fía todo al
Contrato o “Constitución Social, la cual es la negación de toda
autoridad, pues su fundamento no es ni la fuerza ni el número: es una
transacción o contrato”, para cuyo exacto cumplimiento huelga la
mínima coacción exterior: basta la libre iniciativa de las partes
contratantes.
Proudhon porfía continuamente de su filiación socialista; no quiere
reconocer la probabilidad de que, en cualquier tipo de contrato, la
balanza si incline no a favor del consenso que él pretende desde sus
“revolucionarios razonamientos” si no de la fuerza de uno u otro
bando. Sale del paso asegurando que, “disuelto el gobierno en una
sociedad económica” el desgobierno hará el milagro de contentar a
todo el mundo, ricos y pobres, pequeños y grandes.
Proudhon influyó en Marx más de lo que nunca éste hubiera
querido reconocer; les distanció el empeño de aquel de abogar en
todo momento por el “espontáneo criterio de la mayoría trabajadora”,
factor que Proudhon decía admitir con absoluto respeto:
“Después de haber demolido todos los dogmas a priori, le dice
Prodhon a Marx por carta, no caigamos en la contradicción de vuestro
compatriota Lutero; no pensemos también nosotros en adoctrinar al
pueblo; mantengamos una buena y leal polémica. Demos al mundo el
ejemplo de una sabia y previsora tolerancia, pero, dado que estamos a
la cabeza del movimiento, no nos transformemos en jefes de una
nueva intolerancia, no nos situemos como apóstoles de una nueva
religión, aunque ésta sea la religión de la lógica”.

185
¿Religión de la lógica? ¿qué lógica? ¿la del contradictorio y obtuso
ideal-materialismo de Hegel?

La fórmula comunista
“El comunismo es una necesaria consecuencia de la obra de
Hegel”, había escrito Moisés Hess en 1.840. Este Moisés Hess (1812-
1875), joven hegeliano un mucho autodidacta, era el primero de cinco
hermanos en una familia judía bien acomodada y respetuosa con la
ortodoxia tradicional. Apenas adolescente, hubo de interrumpir sus
estudios para integrarse en el negocio familiar; pero, ávido lector,
hizo suyo el colectivismo de Rousseau, el panteísmo de Spinoza, el
anticlericalismo de Proudhon, el determinismo económico de de Adam
Smith y, con especial devoción, el ideal-materialismo de Hegel: un
batiburrillo ideológico, al que intentará dar forma en una pretenciosa
“Historia Sagrada de la Humanidad”. Apunta en ella una especie de
colectivismo místico de raiz panteísta; la ha llamado “Historia
Sagrada” “porque en ella se expresa la vida de Dios” en dos grandes
etapas, la primera dividida, a su vez, en tres períodos: el primitivo o
“estado natural” de que hablara Rousseau, el segundo coincidente con
la aparición del Cristianismo, “fuente de discordia”, y el tercero o
“revolucionario” que, según Hess, se inicia con el panteísmo de
Spinoza, se hace fuerte con la Revolución Francesa o “gigantesco
esfuerzo de la humanidad por retornar a la armonía primitiva” y
culminará con la “consecución de la última meta de la vida social
presidida por una igualdad clara y definitiva” luego de haber superado
el inevitable enfrentamiento entre dos protagonistas:
La “Pobreza” y una “Opulencia”, promotora de “la discordancia,
desigualdad y egoísmo que, en progresivo crecimiento, alcanzarán un
nivel tal que aterrarán hasta el más estúpido e insensible de los
hombres”. “Son contradicciones que han llevado al conflicto entre
Pobreza y Opulencia hasta el punto más álgido que, necesariamente,
ha de resolverse con una síntesis que representará el triunfo de la
primera sobre la segunda” (es la dialéctica hegeliana con su “negación
de la negación” como automatismo resolutivo de todos los conflictos).
Hess escribe también una “Triarquía Europea” en donde se sale de
la inercia monocorde de los “jóvenes hegelianos” para apuntar la
conveniencia de ligar el subjetivismo idealista alemán con el
“pragmatismo social” francés”.

186
“Ambos fenómenos, escribe Hess, han sido consecuencia lógica de
la Reforma Protestante, la cual, al iniciar el camino de la liberación del
hombre, ha facilitado el hecho de la revolución francesa, gracias a la
cual esa liberación ha logrado su expresión jurídica”. “Ahora, desde
los dos lados, mediante la Reforma y la Revolución, Alemania y
Francia han recibido un poderoso ímpetu. La única labor que queda
por hacer es la de unir esas dos tendencias y acabar la obra. Inglaterra
parece destinada a ello y, por lo tanto, nuestro siglo debe mirar hacia
esa dirección”.
De Inglaterra, según Hess, habrá, pues, de venir “la libertad social
y política”. Ello es previsible porque es allí donde está más acentuada
la oposición entre la Miseria y la Opulencia;
“en Alemania, en cambio, no es ni llegará a ser tan marcada como
para provocar una ruptura revolucionaria. Solamente en Inglaterra
alcanzará nivel de revolución la oposición entre Miseria y Opulencia”.
Apunta también Hess a lo que se llamará Dictadura del
Proletariado cuando dice “orden y libertad no son tan opuestos como
para que el primero, elevado a su más alto nivel, excluya al otro!
Solamente, se puede concebir la más alta libertad dentro del más
estricto orden”.
En 1.844 Moisés Hess promovió la formación de un partido al que
llamó “verdadero socialismo”. Cuatro años más tarde (febrero de
1848), por obra de Carlos Marx y Federico Engels, todos los
postulados de ese devorador de libros, que fué Moisés Hess,
constituyeron el meollo del “Manifiesto Comunista”, referencia inicial
de un muy substancial cambio en la corriente de la Historia.
Marx y su “Socialismo Científico”
Aunque no le conoció directamente, aventajado discípulo de Hegel
fue Carlos Marx, nacido en Tréveris, Westfalia, el 5 de mayo de 1818.
Su abuelo paterno, el rabino Marx Leví, cuyos orígenes conocidos
se remontan al siglo XIV, (uno de sus más destacados miembros fue
rabino Yehuda Minz (1408-1508), fundador de una brillante escuela
talmúdica en Padua) había roto con la tradición secular de la familia al
permitir a su hijo Hirschel ha-Leví Marx salir del círculo de la más
rígida ortodoxia judía, seguir la educación laica del siglo y
convertirse en un cotizado abogado. Hirschel Marx casó con
Enriqueta Pressborck, hija de un rabino holandés; tuvieron ocho hijos,
de los cuales solamente dos, Carlos y Carolina, llegaron a la madurez.

187
Para un brillante abogado judío era muy difícil el pleno
reconocimiento social por parte de las reaccionarias autoridades
prusianas; para soslayar tales dificultades, en el año 1824 Hirschel
ha-Leví Marx cambió su nombre por el de Enrique y, aun siendo
Westfalia mayoritariamente católica, pidió ser bautizado con toda la
familia por el rito luterano. Carlos contaba entonces seis años de edad
y, por lo que consta en algunos de sus trabajos escolares (Sobre la
unión de los fieles con Cristo, Reflexiones de un joven ante la elección
de profesión, ….) parece que, al menos hasta los 17 años se tomó
muy en serio la fidelidad al Evangelio.
No era ésa la predisposición de su padre ni tampoco la de un
vecino e íntimo amigo de la familia, al que Carlos llegó a considerar su
segundo padre: nos referimos al barón Ludwig von Westphalen, un
distinguido funcionario del gobierno que, en forma de vida y
pensamiento, mostraba ser un romántico que cree resolver todo con
las “luces” de la razón. Indiferente como él en materia de religión era
su hija Jenny (bella y refinada, según las fotos que nos han llegado),
cinco años mayor que Carlos y con la personalidad y atractivo
suficiente para ilusionar a un joven de diecisiete años.
Por lo que nos dice la historia, lo de Jenny y Carlos fue una unión
que, durante más de cuarenta años, no tropezó con otros baches que
el de un escarceo sentimental entre Carlos y Elena Demuth, la
doncella de Jenny, con el resultado de un hijo nunca reconocido por
Carlos (Frederik Demuth -1853-1929)
Aun antes de ingresar en la Universidad (Bonn-1835, Berlín-1836),
Carlos desechó su ilusionante y cristiano proyecto de llevar la justicia
al mundo para sumergirse en la “corriente del siglo” ¿Fue la influencia
de su acomodaticio y agnóstico padre? ¿La del aristócrata vecino von
Westphalen, quien le había dado libre acceso a su bien nutrida
biblioteca y dedicaba largas horas a “pulir” los “desequilibrios” del
generoso y despierto adolescente, o, tal vez, el “amoroso contagio”
por parte de su descreída novia Jenny von Westphalen?
Sea cual fuere la fuerza de una u otra influencia, todas ellas
quedaron chiquitas en relación con lo que, para Marx representó la
Universidad de Berlín, “centro de toda cultura y toda verdad” (como
se decía entonces).
Marx compatibiliza sus estudios con la participación activa en el
llamado “Doktor Club”, que agrupaba a “jóvenes hegelianos”
188
empeñados en “materializar” el idealismo del recientemente
desaparecido maestro (Hegel había muerto en 1831). En paralelo,
lleva una desaforada vida de bohemia que le empuja a derrochar sin
medida, a fanfarronear hasta el punto de batirse en duelo, a extrañas
misiones por cuenta de una sociedad secreta, a una breve estancia
en la cárcel.... Se autojustifica por que, según escribe, pretende:
“conquistar el Todo,
ganar los favores de los dioses
poseer el luminoso saber,
perderse en los dominios del arte”
Marx admira y odia a Hegel, en cuyos ambiguos postulados de
“necesaria evolución dialéctica” las autoridades políticas y también
académicas pretenden justificar el “orden establecido”. Es cuando,
como en expresión de rebeldía, Marx se autoproclama ateo: “en una
palabra, odio a todos los dioses”, dice citando al Prometeo de Esquilo
al principio de su tesis doctoral “Diferencia entre le materialismo de
Demócrito y el de Epicuro”. Ya, desde aquí, pretende obrar desde un
“irrebatible realismo” cuando apunta:
“Hasta ahora, los filósofos se han ocupado de explicar el mundo;
de lo que se trata es de transformarlo”
En sus más o menos tormentosas relaciones con los “jóvenes
hegelianos” (los hermanos Bauer, Strauss, Feuerbach, Hess…), Marx
colecciona supuestos para, desde un materialismo intelectualizado por
la gracia y obra de la dialéctica hegeliana, hacer valer la personalidad
de un joven doctor progresivamente revolucionario en ideas y afanes
por “dar la vuelta” a la sociedad de su tiempo.
Era novedoso y, por lo tanto, capaz de arrastrar prosélitos el
presentar nuevos caminos para la ruptura de lo que Hegel llamara
conciencia desgraciada o abatida bajo múltiples alienaciones. Cuando
vivía de cerca el testimonio del Crucificado apuntaba que era el amor
y el trabajo solidario el único posible camino; ahora, intelectual
aplaudido por unos cuantos, doctor por la gracia de sus servicios al
subjetivismo idealista, ha de presentar otra cosa.
¿Por qué no el odio que es, justamente, lo contrario que el amor?
Pero, a fuer de materialista, habrá que prestar “raices naturales” a
ese odio. Ya está: en buena dialéctica hegeliana se podrá dogmatizar
que “toda realidad es unión de contrarios”, que no existe progreso

189
porque esa “ley” se complementa con la “fuerza creadora” de la
“negación de la negación”...
¿Qué quiere esto decir? Que así como toda realidad material es
unión de contrarios, la obligada síntesis o progreso nace de la
pertinente utilización de lo negativo. En base a tal supuesto ya están
los marxistas en disposición de dogmatizar que, en la historia de los
hombres, no se progresa más como por el perenne enfrentamiento
entre unos y otros: la culminación de ese radical enfrentamiento, por
arte de las “irrevocables leyes dialécticas” producirá una superior
forma de “realidad social”. Y se podrán formular dogmas como el de
que “la podredumbre es el laboratorio de la vida” (Engels) o el otro de
que “toda la historia pasada es la historia de la lucha de clases”
(Marx).
En esa radical oposición, odio o guerra latente, tanto en la Materia
como en el entorno social, no cabe responsabilidad alguna al hombre
cuya conciencia se limita a “ver lo que ha de hacer” por imperativo
de “los medios y modos de producción”.
Desde esa perspectiva los teorizantes ad hoc habrán de procurar
que la subsiguiente producción intelectual y muy posible ascendencia
social gire en torno a más o menos originales expresiones de “ideal-
materialismo” para el uso y disfrute de una masa sin otras inquietudes
que las estrictamente materialistas.
Epígono de Marx y compañero en lo bueno y en lo malo fue
Federico Engels, de quien proceden algunas formulaciones del
llamado materialismo dialéctico. Ambos aplican y defienden la
dialéctica hegeliana como prueba de la autosuficiencia de la materia,
cuya forma de ser y de evolucionar, según ellos, marca cauces
específicamente dialécticos a la historia de los hombres “obligados a
producir lo que comen” y, como tal, a desarrollar espontáneamente
“los modos y medios de producción”.
Por la propiedad o no propiedad de esos “medios de producción”,
también según ellos, se caracterizan las clases y sus perennes e
irreconciliables conflictos... creencias, moral, arte o cualquier
expresión de ideología es un soporte de los intereses de la clase que
domina tal o cual época de la Historia.
El Proletariado, última de las clases, está llamado a ser el árbitro
de la Historia en cuanto sacuda sus cadenas (“lo único a perder”) e

190
imponga su dictadura, paso previo y necesario para una idílica
sociedad sin clases y, por lo mismo, en perpetua felicidad.
Eso y no más es lo que sus promotores llamaron comunismo o
“socialismo científico” en el que, sin demostrar nada, se dogmatiza
sobre la autosuficiencia de la materia. Esa materia es un ente que
evoluciona en tanto en cuanto está sometida a perpetuas
contradicciones a través de las cuales va superándose a sí misma.
Esta misma materia, en su secreta razón de ser, alimentaba la
necesidad de que apareciera el hombre, que ya no es un ser capaz de
libertad ni de reflexionar sobre su propia reflexión: es un ser cuya
peculiaridad es la de producir lo que come. Como todo otro elemento
material, el hombre está sometido, en su vida y en su historia, a
perpetuas contradicciones, luchas, que abren el paso a su destino
final cual es el de señorear la tierra como especie (no como persona),
que aprenderá a administrar sus propios placeres naturales.
Este era el sueño de muchos divulgadores coetáneos de Marx,
algunos muy cercanos a él como el referido Moisés Hess, quien, de
forma infinitamente menos cultivada, le había presentado una síntesis
de eso que Lenin llamó las “tres fuentes del socialismo marxista: la
filosofía clásica alemana, el socialismo francés y la economía política
inglesa”.
El propio Marx, su inseparable Engels e infinitos teorizantes
subsiguientes presentan al Sistema (o religión) marxista como
“socialismo científico”: Es “socialismo” porque ellos lo dicen y es
ciencia, porfían, porque, desde el materialismo y por caminos
“dialécticos” (el súmmum del discurrir en la Europa pos napoleónica),
rasga los velos del obscuro idealismo alemán, porque encierra y
desarrolla los postulados de la “Ciencia Económica” inglesa
(recuérdese a Adam Smith, Riccardo, etc...), porque pinta de realidad
las utopías de los socialistas franceses (Saint Simón, Fourier,
Proudhon...)
El “acta de fé” y la mayor requisitoria contra los otros socialismos
(sentimentaloides, farfuleros, utópicos, burgueses...) lo constituyó, sin
duda alguna, EL MANIFIESTO COMUNISTA, “libro sagrado” del
revolucionarismo mundial.
Frente a los socialismos en nombre de la Justicia o de la
Solidaridad entre los humanos (hasta entonces predicados por
Weitling, Proudhon e, incluso, por el propio Bakunín, partidario de la
191
violencia sin control) se alzó el comunismo de Marx, ya definido en
1841 por Moisés Hess, quien, tal como hemos apuntado en este
mismo capítulo, había ideado un sistema de justicia social según una
“síntesis dialéctica” entre el idealismo alemán, la economía política
inglesa y el socialismo francés: será un comunismo despojado
radicalmente de todo ciego sentimentalismo y, también, de cualquier
supuesto ajeno a las “determinaciones” de la Historia: será un
“socialismo científico” en tanto en cuando viene determinado por las
leyes que rigen la evolución de la Materia Autosuficiente.
Ese Comunismo o “socialismo científico” tomó cuerpo al hilo de las
revoluciones que sufrió Europa en la mitad del siglo XIX, aunque no
influyó para nada en ellas. Fue Lenín el que lo convirtió en idea fuerza
o fundamentalismo religioso (fé ciega en el dogma materialista) con
que copar el poder de la inmensa Rusia y desde allí convertirlo en
imperialismo ideológico para una buena parte de la Humanidad. En el
período de apunte (que no detallada elaboración) de sus principios
por parte de Marx y Engels quiso ser el “tiro de gracia” de todos los
otros socialismos y comunismos a la par que el más autorizado
portavoz del sentido de la Historia. Así se intenta hacer ver en el
Manifiesto Comunista que, redactado por Marx y Engels, vio la luz el
mes de la tercera revolución francesa (la de febrero de 1848, que
derrocó la Monarquía de Julio, a su vez, producto de la revolución de
julio de 1830, subsiguiente al estado de cosas que produjo la de
1897, la primera o genuina Revolución Francesa con su secuela
napoleónica y anacrónica restauración de los “Capetos”.)
Desde su publicación, el Manifiesto Comunista ha querido ser el
catecismo de todas las subsiguientes revoluciones: escrito con
crudeza y concisión, derrocha lirismo épico para presentar como
héroe del futuro al proletario que no tiene otra cosa que perder que
sus cadenas.
Ése es un “héroe” que no ama, que ha renunciado definitivamente
al Amor, entendido como vuelco hacia los demás de lo mejor de sí
mismo. El héroe que, desde su radical materialismo, presentan Marx y
Engels es un ser gregario que necesita al odio y la coartada de la
conciencia colectiva para alzarse como destructor implacable de todo
lo que no es él y su circunstancia para luego reconquistar todos los
posibles derechos por que se ha forjado en el sufrimiento: trabaja sin
apenas descanso y está libre de todas las debilidades del ocio y de la

192
especulación estéril; nace de la Tierra y mira hacia ella como a su
posesión natural y definitiva a la vez que como al ser que, con
terribles dolores y angustias, parirá para él una nueva y gregaria
personalidad en el seno de una sociedad en la que cada uno aportará
lo que corresponde a su capacidad y recibirá según sus necesidades:
ahí tenemos al viejo comunismo platónico según la más cruda
expresión ideal-materialista.
“Los comunistas, dicen Marx y Engels en su Manifiesto, desdeñan
el disimular sus ideas y proyectos. Declaran abiertamente que no
pueden alcanzar sus objetivos si no es destruyendo por la violencia el
viejo orden social...
“¡Que tiemblen las clases dirigentes ante la sola idea de una
revolución comunista! Los proletarios no pueden perder más que sus
cadenas mientras que, por el contrario, tienen todo un mundo a
ganar!”
“¡¡Proletarios de todos los paises, uníos!!”
El “Manifiesto Comunista” es, pues, el catecismo de la revolución
o un Breviario de las ideas maestras de una nueva religión sin otro
dios que la pura y dura Materia idealizada hasta alcanzar la absoluta
autosuficiencia. Será una “religión” o cúmulo de creencias sobre
postulados a demostrar como la de desentrañar las supuestas “leyes
dialécticas por las que se rige la Naturaleza” (Lenín y Stalin
promovieron toda una “Escolástica” al respecto), pero según una
pauta definitivamente perfilada por Marx: así nos lo asegura Engels,
quien, hasta su muerte en 1893, se preocupó de recopilar el amplio
“material testimonial” que, en apuntes y diversas publicaciones,
esbozó Marx y él mismo trató de sistematizar sin demasiada
convicción en su “Dialéctica de la Naturaleza”.
¿No es todo ello simple expresión de un ideal-materialismo
desligado de la realidad por simple afán de originalidad por parte de
sus teorizantes? Así lo han llegado a reconocer algunos antiguos
marxistas para quienes
“carece de sentido plantear el problema de hasta qué punto la
teoría de Marx y Engels es válida y susceptible de aplicación práctica.
Todos los intentos de aplicarla a la mejora de la clase trabajadora son
ahora utopías reaccionarias” (Karl Korsch).
Es mucha la fe que se necesita para aceptar como válidos todos
los supuestos sobre la autosuficiencia y poder determinante de la pura
e inanimada Materia y, aún mucha más, para cifrar en el odio y la
193
envidia la liquidación de todo ese odio y envidia, que,
desgraciadamente, siguen siendo moneda corriente entre los
humanos.
¿Quiere ello decir que, visto lo visto, más vale dejar las cosas como
están? No, por cierto: por imperativo vital y como principal
mandamiento del realismo cristiano, a cada uno de nosotros nos
corresponde aportar lo mejor de nosotros mismos al servicio de la
libertad y del bienestar de nuestros semejantes. Desde esa óptica
muy bien se puede admitir a lo material como buen y conveniente
para el desarrollo íntegro de la persona humana. Así lo entendía el
padre Teilhard de Chardin (1881-1955), uno de los antropólogos
católicos más destacados del pasado siglo XX.
De él se cuenta que, desde muy niño, sentía dentro de sí mismo la
profunda simbiosis entre lo palpable o visible y lo impalpable a la vez
que acuciante por imperativo de una conciencia que empieza a
hacerse preguntas y busca respuestas sin tirar por los cómodos atajos
seguidos por una buena parte de teorizantes que, gozando del fervor
popular, dogmatizan gratuitamente sobre todo lo que les sale al paso.
Entre ese fervor popular y la pedantería congénita de tantos ídolos
de carne y hueso nace y crece una forma de simbiosis ideológica que
lleva a dogmatizar sobre lo que conviene a la tranquilidad de la masa.
De ahí nacen presupuestos de vida y de pensamiento que nunca han
podido ser demostrados pero que, indudablemente, han marcado y
marcan cauces de acción a reyes y súbditos, a tribus y pueblos
enteros. Tal ha ocurrido desde la noche de los tiempos y, para
nuestra ilustración, tal queda reflejado en una buena parte de los
testimonios de las viejas y nuevas culturas.
Según los vaivenes que marca el péndulo de la Historia, si a la
tranquilidad de la masa conviene la idea fuerza de un dios tiránico que
no permite la menor discrepancia respecto a la voluntad del que
manda por presunta delegación de ese mismo dios… teorizantes
habrá para mostrar las extraordinarias similitudes entre el que delega
y el delegado; si este delegado pierde autoridad y sobreviene la
anarquía, lloverán teorizantes encargados de ridiculizar viejas
creencias hasta confundir a la nada con el principio esencial de todo lo
visible e invisible.
Algunos de esos teorizantes dirán que, al menos, si que existían
los ladrillos antes que el edificio… ¿cómo? La nada absoluta es
194
inconcebible; con porciones de algo el azar puede hacer algo… dale
tiempo al tiempo y tendrás todo lo que te puedas imaginar; los
átomos, bien hilvanados, pueden construir un mundo y todo lo que
encierra; ¿cómo ello es posible? Por las “afinidades electivas” de esos
mismos átomos. ¿Quiere ello decir que lo infinitamente pequeño tiene
por sí mismo capacidad de decisión? No digas tonterías: la materia
inerte es materia inerte; claro que, a favor de determinado
movimiento, ocurre lo que puede ocurrir hasta permitirte disfrutar de
lo que disfrutas. Pues, bueno, si tú lo dices… comamos y vivamos sin
ir más allá de lo que halaga nuestros sentidos.
Esto último es la fuerza convincente para dar el paso desde el
supuesto de la nada a la creencia en la materia esencial y
autosuficiente. Claro que si, en lugar de la autosuficiencia de lo inerte
y de los caprichos de un dios tiránico que delega en el poderoso de
turno, admitamos la posibilidad de Alguien superior a todo lo
imaginable, libre y enamorado de todo lo que es capaz de hacer con
su un infinito poder… fácil es encontrar la adecuada respuesta a
nuestras esenciales preocupaciones: ¿de dónde vengo? ¿qué he de
hacer? ¿a dónde voy?
Es tan viejo como nuestra cultura tradicional el paso del patético
nihilismo (nada existe ni nada puede existir) al materialismo ateo (la
autosuficiencia de la materia condena por innecesaria la fe en un Dios
creador y providente). ¿Pruebas de esto último? ¿Porqué he de
buscarlas si mi falta de curiosidad me ayuda a descansar en la nada
existencial? Llego así desde el cero a un infinito sin sustancia alguna,
del nihilismo al materialismo, del materialismo al nihilismo, etc.
Ante el descorazonador panorama, el Evangelio y grandes
científicos como Teilhard de Chardin nos prestan un rayo de luz:
“La muerte es la encargada de practicar hasta el fondo de
nosotros mismos la abertura requerida. Nos hará experimentar la
disociación esperada. Nos pondrá en el estado orgánico que se
requiere para que penetre en nosotros el Fuego divino. Y su poder
nefasto de descomponer y disolver se hallará puesto al servicio de la
más sublime de las operaciones de la vida” (El medio divino). “Materia
y Espíritu, no dos cosas, sino dos estados, dos rostros de una misma
Trama cósmica, según se la vea, o se la prolongue, en el sentido en
que se hace o por el contrario, en el sentido en que se deshace” (El
corazón de la materia)

195
23
MORAL ESTÁTICA Y MORAL DINÁMICA
Claro que influye poderosamente en la forma de ver las cosas el
ser pobre o rico, el pasar la vida nadando en la abundancia o
careciendo de lo elemental; también es cierto que, en igualdad de
condiciones materiales, ante idénticos problemas, no coinciden con
total exactitud las decisiones de unos y otros, máxime cuando, en
cualquier circunstancia de tiempo y lugar siempre cabe un espacio
para la libre voluntad, ésta orientada por la propia conciencia y más o
menos condicionada por diversos factores tales que la educación
recibida, el momento histórico, el medio ambiente, etc.… pero
siempre situada ante el dilema de retroceder o avanzar, decir que sí o
que no, ante tal cual dilema con más o menos incidencia en la marcha
de la comunidad
Frente a tan obvia constatación, se alzan no pocos teorizantes que
hacen de la persona humana un juguete sin capacidad para resistirse
a las veleidades de la fortuna, a las tensiones o prejuicios sociales, a
la servidumbre sexual sobre lo que tanto dogmatizó un Freud y, por
supuesto, a los “medios y modos de producción” de los que Carlos
Marx quiso hacer la infraestructura de los comportamientos humanos
y consiguiente historia.
En eso de la fuerza determinante de los “medios y modos de
producción”, de los que, según los marxistas, se deriva la lucha de
clases, ya habían avanzado contundentes supuestos los llamados
“doctrinarios” con Francisco Guizot (1787- 1874) a la cabeza.
Recordemos cómo fue Francia la cuna o lugar de "remodelación" de
los más influyentes movimientos sociales de la historia de Europa,
desde el feudalismo hasta el socialismo pasando por la "conciencia
burguesa" que inspiró a Renato Descartes su fiebre racionalista.
También lo de la "lucha de clases" en que, hasta nuestros días, tanta
fuerza cobra cualquier forma de colectivismo.
Eran los tiempos de la llamada Monarquía de Julio, "parlamentaria
y censitaria", una especie de plutocracia presidida por el llamado "Rey
Burgués", Felipe de Orleans o Philippon cuya consigna de gobierno
196
fue el "enrichessez vous" y cuyos principales panegiristas fueron los
llamados "doctrinarios" principalmente representados por Constant,
Royer-Collard y el propio Guizot.
En ese régimen se reniega tanto del "absolutismo" que representa
"la autoridad que se impone por el despotismo" como de la
"democracia igualitaria" o "vulgarización del despotismo" cuya
"preocupación es dañar los derechos de las minorías industriosas en
beneficio de las mayorías" (Constant).
Según los "doctrinarios", la garantía suprema de la estabilidad
política y del progreso económico está basada en el carácter censitario
del voto (se precisa un determinado nivel de renta para ejercer como
ciudadano) puesto que, tal como asegura el propio Constant,
"solamente en el útil ocio se adquieren las luces y certeza de juicio
necesarias para que el privilegio de la libertad sea cuidadosamente
impartido".
Para evitar veleidades de la Historia como las recientemente
vividas, Royer Collard, considerado como "jefe de los doctrinarios",
aboga por una ley a situar por encima de cualquier representación de
poder y nacida de un parlamento que resulte el "más eficaz defensor
de los intereses de cuantos, por su fortuna y especial disposición,
puedan ser aceptados como responsables del orden y de la legalidad".
Otro de los "doctrinarios", Guizot, celebrado ensayista (Histoire de
la révolution d'Angleterre, Histoire de la civilisation en Europe...), fue
jefe de Gobierno en los últimos años de la "Monarquía de Julio" (que
cayó el 24 de febrero de 1.848, el mismo mes en que se publicó el
Manifiesto Comunista).
Este Guizot pasa por ser el primer teorizante de la lucha de clases,
referida, en su caso, a la confrontación entre la Nobleza y la
Burguesía
"cuya ascensión ha sido gradual y continua y cuyo poder ha de ser
definitivo puesto que es una clase animada tanto por el sentido del
progreso como por el sentido de la autoridad; son razones que obligan
a centrar en los miembros de la burguesía el ejercicio de la libertad
política y de la participación en el gobierno" (Guizot).
El llamado mundo de la burguesía ("clase", según una harto
discutible acepción) está formado por intermediarios, banqueros y
ricos industriales; es un mundo transcrito con fina ironía y cierto sabor
rancio por Balzac o Sthendal. En él pululan y lo parasitan las
197
emperifolladas, ociosas y frágiles damiselas o prostitutas de afición
que hacen correr a raudales el dinero de orondos ociosos o fuerzan al
suicidio a estúpidos y aburridos petimetres. Todo ello en un París
bohemio y dulzón, que rompe prejuicios y vive deprisa soñando con
mundos imposibles
Al lado de ese mundo se mueve el otro París, el París de "Los
Miserables", en buena parte integrado por gentes en edad de trabajar
pero condenados a la ociosidad por palmaria falta de oportunidades
(lo llamó Marx “ejército industrial de reserva”). Prestan a este París
una alucinante imagen su patología pútrida, sus cárceles por
nimiedades y sin esperanza, sus barrios colmados de suciedad,
promiscuidad y hacinamiento; sus destartaladas casas, sus chabolas y
sus cloacas tomadas como hogar... en un círculo de inimaginables
miserias y terribles sufrimientos, olímpicamente ignorados por los "de
arriba".
Uno y otro son el París de las revoluciones: no menos de tres en
sesenta años: la de 1.789, que acabó (¿?) con el llamado "viejo
régimen; la de julio de 1.830 que hizo de los privilegios de la fortuna
el primer valor social y dio el poder sobre vidas y haciendas a los que
"más tenían que perder" y, por último, la revolución de febrero de
1.848, que se autotitularía popular y resultaría de opereta con el
engendro de un régimen colchón en que fue posible un nuevo
pretendido árbitro de los destinos de Europa, Luis Napoleón III,
sobrino del otro Napoleón, y, como él, convencido de que es grande
el que empequeñece su espíritu al dejarse dominar por los atavismos
de la molicie, del avasallamiento y de la guerra.
A la vista de ello, diríamos que la Humanidad está condenada a
“volver a las andadas” una y otra vez sin salir de un fatídico círculo en
el que marcaran la pauta los que solamente piensan en sí mismos. No
ha ocurrido así en cuanto bien podemos comprobar que, desde hace
ya más de dos mil años, hay una semilla de amor y libertad que
fructifica y, pese a infinitas dificultades y aparentes regresiones,
sazona no pocos alimentos del progreso en todos los órdenes.
Ello nos invita a reconocer que mucho de lo malo y regresivo, que
ocurre desde que el mundo es mundo, obedece al inmovilismo de
seres humanos que toman al instinto animal con desatacadas
connotaciones de dominación e inmediato placer como principal factor
de su paso por la vida y consiguiente más o menos acusada
198
proyección social. Entre los tales se mueven otros seres humanos,
indiscutiblemente más originales, generosos y liberales, que perciben
que la realización de su poder ser depende en gran medida de volcar
hacia el exterior y cultivar con el mayor dinamismo posible tal o cual
capacidad personal, a veces aliñada con una genial intuición. Es así
como vemos aparecer nuevos medios y modos de producción, que
resuelven viejas carencias o escaseces a la par que abren caminos a
más amplio y humano progreso material; ello no hubiera sido posible
sin la iniciativa y el trabajo creador de emprendedores, inventores,
eficaces administradores y laboriosos colaboradores. En paralelo con
ese progreso material, que pasa por diferentes épocas de la historia
(desde el Neolítico hasta la Era de las Nuevas Tecnologías), la misma
historia nos muestra un progresivo allanamiento de las diferencias
sociales: ello es debido, nadie debe dudarlo, a la labor persistente y
dinámica de las personas de buena voluntad, entre los cuales es de
estricta justicia incluir a los genuinos discípulos del único hombre, que
por ser Dios “todo lo hizo bien”; estos genuinos discípulos que
aquellos que se aman los unos a los otros.
Los no cristianos de buena voluntad están en su derecho de
exigirle más y más a los fieles de la Religión que, según su Fundador,
han de significarse por que se aman los unos a los otros con la libre
entrega de lo mejor de cada uno al servicio de la Comunidad; y ello
sin distinción de razas, posicionamiento social o formas de obrar.
Claro que esos mismos no cristianos, si mantienen su buena
voluntad, han de reconocer que, desde hace ya más de veinte siglos,
no se conoce institución alguna en la que se hayan dado tantos
ejemplos de valor, entrega y libertad, siempre bajo un mismo espíritu
y, en buena parte, bajo un mismo orden jerárquico: son cuestiones
muy a tener en cuenta si es que se sienten inclinados a emitir una
crítica constructiva, necesitada también y, con frecuencia, muy
oportuna: obviamente, esa misma Religión se apoya en seres
humanos que, en uso de su libertad, pueden o no traicionar a la
propia conciencia, pueden o no evitar o tratar de evitar para los
demás lo que evitan o tratan de evitar para sí mismos, pueden o no
hacer de la generosidad su principal regla de conducta… Buena será
siempre una crítica que aísla y analiza fallos con absoluta objetividad
y ponderación; cuando no es así, la que primero pierde su razón de
ser es esa misma crítica… aunque, a caballo de simplificaciones e

199
intereses más o menos confesables, llegue a disfrutar de amplio
marchamo académico o populista.
Muchos son los críticos que toman como un estorbo a la buena
voluntad que les dicta la versión realista de la vida e, incluso, su
propia conciencia y, en consecuencia, se pierden deliberadamente en
el campo de lo insustancial a la búsqueda de cuanto ayude a
redondear su carrera: tanto mejor si tropiezan con algo que se
traduzca en bienes contantes y sonantes y que, de paso, les sirva
para ampliar su círculo de seguidores. A tenor de ello ¿qué decir del
ilustrado o filósofo que logra difuminar en el mar de la indiferencia el
recuerdo o imagen del más famoso Crucificado que se presentó al
mundo como Hijo de Dios? Difuminar la realidad cristiana en el mar
de la indiferencia, aunque, para ello, tuvieran que alimentarse
continuamente de la mentira, fue una obsesión de la que personajes
como Voltaire hicieron su principal ley de vida.
Es así como en el terreno de la crítica religiosa se ha llegado a un
conglomerado de arbitrarias simplificaciones al estilo de:
• confundir al Cristianismo con una marcha hacia un ascetismo
hipócrita y anti-natural, al que repele la vida y el amor.
• la Iglesia Católica nació y se desarrolló como un clon o sombra
del Imperio, copió las formas y estilo del emperador de turno y llega
hasta nosotros como el fantasma de lo que fue Roma.
• el cristianismo primitivo logró adeptos entre las personas de baja
condición y escasa cultura por lo fantasioso de las novedades que
predicaba desarrollando la “fábula” de una alternativa entre no ser
más que una humilde oveja que para dejar de ser lo que es camina
resignada al matadero o un rebelde que, por sí mismo, se hace
merecedor del fuego del infierno.
En síntesis, la obsesión en que se movían y se siguen moviendo los
críticos más o menos ilustrados, es el afán por demostrar que es
absurdo todo lo que concierne a Jesús de Nazareth y a su Iglesia.
Aunque su “ilustración” no les libra de varios más que evidentes
absurdos cuales son los de admitir que el todo procede de la nada,
que la materia inerte por sí misma es autosuficiente, que en lo anti-
natural está el secreto de la propia felicidad, que el amor forzado y
estéril es tan respetable como el amor fecundo que nace de la
auténtica libertad, que cualquier ser humano puede disponer de la
vida de otro, si ello es lo que le conviene según las circunstancias de
tiempo y lugar, que, en definitiva, Jesús de Nazareth, con todo el
200
peso de su excepcional testimonio y de todas las pruebas que rodean
su presencia de amor y de libertad en el mundo, no es más que una
figura retórica… Prisioneros de esos sus absurdos, que no les hacen ni
más felices ni más “amigos” de su propia conciencia… ¿es lógico que
tales ilustrados y sus fieles de distintos colores consideren absurdo lo
que ha logrado superar mil y una acometidas de los que no viven más
que para sí mismos?
Cuando hablamos de ilustrados no nos referimos, únicamente, a
los que poblaron y pueblan las academias o centros de “parir ideas”
desde hace, más o menos, tres siglos. Ilustrados, (perdón por el mote
que encierra una simplificación), son para el que esto escribe todos
aquellos que inventan respuestas sobre lo no visto ni percibido luego
que se atrevieron y se siguen atreviendo a bucear en el mar de la
realidad sin la escafandra de una elemental humildad que les habría
permitido reconocer como misterio infranqueable lo existente más allá
de lo que vieron o ven, percibieron o perciben, sin dejar de ser
“exploradores” con más que evidentes limitaciones.
Según esa clasificación, se merecen el mote de ilustrados, todos
cuantos, anclados al pasado inmovilista, se han atrevido a dogmatizar
sobre la realidad sin admitir la presencia del misterio: se compondría
así una larga lista que puede iniciarse con Zoroastro para terminar en
Marx, pasando por Demócrito, Arrio, Descartes, Holbach, Voltaire,
Hegel, etc., etc.,
Aunque las dogmatizaciones y reiterativas paridas de los ilustrados
no han llegado a traspasar la frontera de las simples y puras
suposiciones, no faltan adictos que “avalan” su verosimilitud
presentándolas como consecuencia “lógica” de perogrulladas al estilo
del “cogito ergo sum”: aliñados con suficiente dosis de retórica, en
boca de los “profesionales del mundo de la ilustración”, mil y una
perogrulladas o inconsistentes supuestos logran demasiadas veces
aparecer como irrebatibles verdades en el maremagnum de la
mentalización colectiva: tan eficaz resulta el procedimiento que alguno
de esas perogrulladas o inconsistentes supuestos llega a colarse hasta
en el ámbito de la formación religiosa, incluido tal o cual sector de la
mismísima burocracia vaticana. Ello fue tanto más posible cuanto los
intereses creados por el poder temporal lo hacían aconsejable: se
explica así el cúmulo de renuncias, vaguedades y ambigüedades, que,
a lo largo de los siglos, han resultado ser otras tantas dificultades

201
para la clara e inequívoca exposición del Evangelio, tal cual lo expuso
Cristo, lo difundieron los Apóstoles, y lo adoptaron al “espíritu del
Siglo” doctores como Agustín de Hipona o Tomás de Aquino.
Demasiadas renuncias, vaguedades y ambigüedades sufrió la clara
y fiel exposición de la Doctrina tanto como consecuencia de los
“ismos” de turno (cesaropapismo, galicanismo del Rey Sol o de
Napoleón, etc.) como de las secuelas del vuelco ideológico anejo a
las distintas revoluciones de corte industrial, burgués o proletario.
Así lo vieron los sucesivos papas que, afanosos por señalar la
pauta a un progresismo avalado tanto por la Doctrina del Amor y de la
Libertad como por la marcha de la Historia, hubieron de hacer frente
al radical cambio de situación motivado por el surgir de los “nuevos”
nacionalismos y subsiguiente acoso a un “poder temporal” de la Sede
Apostólica, que, hasta entonces, debiera haber sido tratado, al menos,
como un fenómeno equiparable a los menos malos de los “reinos de
este mundo”; pero, también con el elemental respeto requerido para
una institución que, a tenor de los tiempos y, a veces, muy a pesar de
algunos de sus líderes, siempre actuó de dique ante no pocos
excesos en las relaciones de los fuertes con los débiles
Según Chesterton, es el catolicismo “la única religión que libera al
hombre de la degradante esclavitud de ser un hijo de nuestro
tiempo”. Si el “ser hijo de nuestro tiempo” significa aferrarse a la
situación dada sin voluntad de perseguir mejores horizontes…
¿sorprenderá el que insistamos sobre el hecho de que, a diferencia de
tantas doctrinas del estancamiento o retroceso, la Iglesia pueda en
justicia presumir de ser la abanderada de un progresismo realmente
efectivo y extensible a los diversos ámbitos de la actividad humana?
La Iglesia Católica es realmente progresista en cuanto que, según
el mismo escritor inglés, se muestra ”enemiga de muchas modas
influyentes y gregariamente aceptadas, muchas de las cuales se
pretenden novedosas, aunque en su mayoría estén empezando a ser
un pequeño fósil”.
Efectivamente, progresista es la Iglesia cuando para ella “Es la
persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la
que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre
todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y
voluntad”

202
Ése es el desafío que, cara a la sociedad , se impone la Iglesia,
que sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra
misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la
verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser
servido. Éste es el plan de acción que la propia Iglesia da a conocer
solemnemente a la conclusión del Concilio Vaticano II, el del
aggiornamiento, inaugurado, gracias a la bondad de corazón y férrea
voluntad del buen papa Beato Juan XXIII (1881, p. 1958-1963) en
1962 y clausurado 1965 por Pablo VI (1897, p.1963-1978)
Porque lo estamos viendo, porque está en su constitución y
carácter, y porque la Historia lo demuestra a los largo de los 20
últimos siglos, falso es de toda falsedad el que la Iglesia haya dejado
de velar por un mejor futuro para todos y cada uno de los seres
humanos que pueblan el ancho mundo. Y lo hizo y lo sigue haciendo a
contrapelo de los poderes de este mundo, aunque, durante largas
épocas, ella misma haya vivido esclavizada y empequeñecida por la
impropia y parcial usurpación de esos mismos poderes: nunca, ni
siquiera en las ocasiones de auténtico envilecimiento por afanes
temporales, la Iglesia dejó de mostrar a Jesucristo y su Evangelio
como “camino, verdad y vida” (Jn 14,1-12).
Tiene razón Chesterton al insistir en el hecho de que la Iglesia
siempre estuvo a la cabeza de vindicar las ideas nuevas en que veía
una proyección del amaos los unos a los otros como yo es amado (Jn
23,34) hacia los campos de la industria, la economía o la política: en
este campo de la política resulta suficientemente ilustrativo el
posicionamiento de personajes como Santo Tomás para quien el
poder político o se traduce en vuelco a lo social o ha de ser calificado
de usurpación y tiranía; siguiendo a Santo Tomás, el jesuita español
Francisco Suárez (1548-1617), adelantándose en siglos a la
formulación de la democracia representativa, justamente en épocas
en las que los palmeros del poder político daban la razón a los
monarcas que ejercían de tiranos respaldándose en lo de “rey por la
gracia de Dios”, pone en claro que el poder es dado por Dios a toda la
comunidad política y no solamente a tal o cual persona. Contra
cesaristas, maquiavelistas y luteranistas establece inequívocas
diferencias entre la ley eterna y las leyes humanas siempre
moldeables por las circunstancias de tiempo y lugar definiendo a la

203
autoridad como función de servicio en aplicación de la fórmula
“servidor de los servidores de Dios” (San Gregorio).
Si ese posicionamiento de la Iglesia, en líneas generales, ha
servido de pauta a los buenos católicos desde los primeros tiempos
del Cristianismo, la propia jerarquía eclesiástica incurrió en alguna que
otra contradicción con la ley del amor y de la libertad al sentirse
obligada a defender determinadas prerrogativas políticas
directamente relacionadas con el hecho de haberse convertido en un
poder de este mundo.
Sin duda que imposición de los tiempos y conveniencia para una
efectiva seguridad fue lo del llamado Patrimonium Petri y
subsiguiente poder temporal del Papa en el ámbito de un territorio de
tamaño mediano y con suficientes recursos para hacerse respetar por
su entorno; pero esto que ofrecía garantías de seguridad cuando, por
demás, la Sede de Pedro podía contar con la protección del poder
imperial de turno, llegó a ser una traba cuando, a raíz de la
Revolución Francesa, impronta napoleónica y subsiguiente formación
de nuevas republicas y principados, en el llamado Patrimonium Petri
(Estados Pontificios) se colaron los afanes del siglo en rivalidad con el
buen orden espiritual. Es así como los nacionalismos, el aventurerismo
revolucionario, una demagogia seudo.progresista (Mazzini) y la
soterrada acción de las sociedades secretas, todo ello aliñado por la
progresiva corriente de paganización de la cultura y moral pública,
menoscabaron la autoridad espiritual del Papa al presentarle como un
simple señor temporal sin otra fuerza que unos símbolos y todo lo
anejo a la administración y mantenimiento de un territorio incapaz de
defenderse si le fallaba la protección del poderoso de turno.
Sin el poder temporal, el Papa y su entorno dejarían de ser un
obstáculo al imperialismo materializante que, vertiginosamente, iba
conquistado posiciones en todos los ámbitos de la sociedad civil.
Como excrecencia del Renacimiento, luteranismo, cartesianismo,
ilustración, Revolución Francesa y otras rebeliones
revolucionarias…podemos hablar de una progresiva degradación de
los valores tradicionales en el pensar y vivir de las sociedades que
seguían considerándose católicas, pero que, de más en más, se
dejaban arrastrar por las corrientes del siglo.
Cuando tales corrientes del siglo invadieron los Estados Pontificios,
el Papa soberano de tales estados, Gregorio XVI (1765, p.1831-1846),
204
además de recabar la ayuda de Austria, hubo de tomar medidas de
corrección, incluida la prisión de los cabecillas.
Esa terapia represiva encendió los ánimos de algunos círculos
interesados por confundir la política con la religión, los valores
cristianos con la rebelión por la rebelión: a minimizar los efectos de
ello fue destinada la encíclica Mirari vos (1832) de Gregorio XVI:
Aunque con grandísima tristeza, nos vimos obligados a reprimir con
mano dura la obstinación de aquellos hombres cuyo furor, lejos de
mitigarse por una impunidad prolongada y por nuestra benigna
indulgencia, se exaltó mucho más aún; y desde entonces, como bien
podéis colegir, Nuestra preocupación cotidiana fue cada vez más
laboriosa.
Aunque calificado como pontífice inmovilista o conservador,
además de criticar sin paliativos la esclavitud todavía en vigor en
muchos países, entre ellos Estados Unidos y las colonias españolas de
Cuba y Puerto Rico, Gregorio XVI anatematizó específicamente el
panteísmo, el naturalismo, el nacionalismo, el indiferentismo, el
latitudinarismo, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, las
sociedades secretas, el biblismo, la paganización de costumbres…,
todo ello expresiones de lo que se venía llamando Modernismo.
Desde tiempo atrás, el llamado “Modernismo” cobraba la forma de
corriente ideológica opuesta al sencillo y claro entendimiento de lo
que significa la Doctrina del Amor y de la Libertad: sabemos que, en
el mundo cristiano, una forma de rebeldía contra lo tradicional fue el
“protestantismo”, a efectos publicitarios, revestido de cierto ropaje
modernista, que mereció el rechazo de cuantos se preocupan más del
fondo que de la forma. Desde ese posicionamiento hubo
antimodernistas tanto en la Iglesia Católica como en algunos sectores
de la propia Reforma, la misma que pretendía hacerse fuerte en la
“vuelta a la pureza evangélica” (savia, recordémoslo, de la
“contrarreforma ignaciana”). Aunque con protestas de fidelidad a la
Iglesia, sabemos que el genuino cartesianismo se marcó como
objetivo ideológico algo similar a la rebeldía luterana: lo conocido,
léase la tradicional escolástica, necesita una reforma en profundidad,
digamos que un aire moderno, fue el punto de partida de la
“meditación cartesiana”, lo que, a nuestro juicio y si no encierra más
que el manido pienso luego existo, le presta escasa o nula lógica al
pretendido hallazgo de más realistas caminos en el humano discurrir.

205
Como genuinamente moderno se presentó a sí mismo Rousseau
cuando presumió de reforzar un humanismo en el que Jesús de
Nazareth, es decir, el Dios personal de los cristianos no tenía cabida
alguna; le siguieron el juego a Rousseau los enciclopedistas y los
promotores y mantenedores de la Gran Revolución con estúpidos
artificios como el de la entronización de la “diosa Razón” o el culto
oficial a un ser supremo, por exigencias del guión político, radical
enemigo de la libertad humana. Siguiendo esa línea, “moderno”
habría de ser todo lo que en el orden ideológico-político nació y se
alimentó de la estela revolucionaria, incluidas las criticas kantianas, el
idealismo hegeliano y todos sus derivados incluidos los egocentrismos
de un Nietszche o los colectivismos de distinta intensidad nacidos a la
sombra de Saint Simon, Comte, Owen, Proudhon o Marx.
Dios ha muerto, viva el super-hombre, el individuo insolidario o el
ente amorfo colectivo… son las modernas proclamas en las que
pretende substanciarse un humanismo radicalmente ateo…
Escandaloso en sí mismo para los creyentes, pero con simpáticas
derivaciones modernistas al uso de los tibios… y capaz de otorgar a lo
más inmediato y más de uno el papel que antes se centraba en Jesús
de Nazareth, el Dios de los cristianos.
Era de rigor el que la Jerarquía Eclesiástica tomase conciencia del
problema y así ha sido con renovada fuerza desde que los papas
pudieron liberarse de no pocos problemas de índole material.
A Gregorio XVI, tildado de excesivamente conservador, le sucedió
el beato Pío IX calificado, en principio, de liberal sin que ello
respondiese a que uno u otro hubiera cedido terreno en la defensa de
los mismos valores. Es Pío IX, el que abandonado a las propias
fuerzas, hubo hubo de hacer frente a las revueltas motivadas por el
emergente nacionalismo italiano, ahora abiertamente anticlerical y
directamente respaldado por la obsesión garibaldina de “reemplazar”
al Poder Temporal de la Iglesia.
A ello se apuntó Víctor Manuel de Saboya, el intrigante rey del
Piamonte, que coqueteando alternativamente con Napoleón III,
Austria y Prusia, logra manos libres para erigirse en rey de Italia a
partir de 1861; fue excomulgado por la Iglesia Católica Romana
después de que el ejército italiano atacara Roma en 1870 y el Papa
Pío IX tuviese que retirarse al Vaticano: finalizaba así una soberanía
temporal que, desde el año 758 por cesión de Pipino el Breve, había
durado más de mil años.
206
En el mismo año de 1870 la situación española estuvo
particularmente convulsionada: es forzada a dimitir Isabel II,
proclamado sucesor Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II,
muere asesinado el general Prim… en un ambiente de anarquía social
y abierta pugna entre las facciones de republicanos, carlistas,
esparteristas, alfonsinos…
Coincide la nueva situación de la Sede Apostólica con el revulsivo
que, para la vida ordinaria de las gentes, significó el auge del
industrialismo en un clima de indefiniciones políticas, enconados
contrastes de ideas, latentes ya abiertas guerras civiles y arriesgados
experimentos de amplia resonancia social como resultaron ser le III
República Francesa, subsiguiente a la caída de Napoleón III, y lo que,
en Prusia, se llamó Kulturkampf, movimiento abiertamente
anticatólico promovido por el despótico canciller Bismark.
Por fortuna para la Cristiandad, para abordar uno a uno los
problemas de su directa responsabilidad, el gran papa, que resultó ser
Pío IX, supo sacarle pertinente partido al forzado abandono del poder
temporal: se centró en las cosas de la Iglesia y de la forma de vivir de
los cristianos, con el resultado de que su pontificado, uno de los más
largos de la historia (32 años), marcó como guía de su línea de
prioridades el “retornar a Dios lo que es de Dios”; con él los papas
empiezan a ejercer como “servidores de los servidores de Dios” en
lugar de soberanos de este mundo, aunque esto fuera a tiempo
parcial. Es durante el pontificado de Pío IX cuando se inicia en la
Iglesia el llamado catolicismo social, claramente orientado a la clara
definición de las relaciones laborales con especial atención a los
derechos de los más débiles.
El 8 de diciembre de 1869 había tenido lugar la sesión de apertura
del Concilio Vaticano I, que hubo de interrumpir sus trabajos el 20 de
octubre de 1870 a causa de la ocupación de los Estados Pontificios
por las huestes de Víctor Manuel II y Garibaldi. Se pretendía poner al
día la mejor resolución a todas las cuestiones que preocupaban al
mundo de los católicos, empezando por la relativa al papel del Papa
en relación con las diversas diócesis, sus titulares y las eventuales
discrepancias en la definición, interpretación y aplicación de ideas y
directrices. Es así como se planteó la necesidad de un orden
jerárquico, del que dependiera la última palabra. Ello quiere decir que
el planteamiento de la infalibilidad del Papa, cuestión debatida desde

207
muchos siglos atrás, se hizo desde la necesidad de aunar criterios en
los asuntos directamente relacionados con tal o cual posible
interpretación de una parte de la Doctrina. Frente a tales
eventualidades se hacía necesario contar con alguien con
responsabilidad y capacidad de arbitraje o emitir la última palabra;
lógicamente, ese alguien debía ser el Papa, delegado directo de
Pedro, a quién el propio Maestro encomendó: tu eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia.
Es así como se comprendió la necesidad de abordar y resolver la
cuestión de la infalibilidad del Papa para llegar a la siguiente
conclusión:
"Por esto, adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida de los
inicios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro salvador,
exaltación de la religión católica y salvación del pueblo cristiano, con la
aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos como dogma
divinamente revelado que: El Romano Pontífice, cuando habla ex
cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y
maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad
apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser
sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue
prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el
divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la
doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano
Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia,
irreformables".
Ya hemos visto como Gregorio XVI, monje benedictino hasta su
elección, en su doble papel de soberano temporal y espiritual, había
abordado el movimiento modernista sin despreciar el uso de la fuerza
en circunstancias extremas; el talante de Pío IX fue reconocido como
más liberal y más en armonía con el espíritu del siglo; León XIII, por
su parte abordó sin tapujos ni rodeos el tratamiento de las injusticias
sociales poniendo en claro las obligaciones de los cristianos en función
de las respectivas responsabilidades: Nació así la encíclica Rerum
Novarum, que por su claridad, sentido de la oportunidad y rigurosa
fidelidad a los principios evangélicos, despejó las sombras que, hacia
el mundo del trabajo, procedían tanto del insolidario liberalismo
burgués como del espíritu de revancha, alimentado por los teorizantes
de la revolución a cualquier precio.

208
Además de actualizar todo lo que Buena Nueva dejó claro sobre la
justicia en todos los órdenes de la vida humana, lo que,
oportunamente, se tradujo en contundente actualización de la
“Doctrina Social de la Iglesia”, podemos decir que en el último tercio
del siglo XIX y en todo el siglo XX , las gentes sencillas de buena
voluntad, incluidos los bien pensantes del mundo académico, se
beneficiaron del esfuerzo de la Iglesia Católica por responder con
prontitud y precisión a todas las derivaciones de lo que parecía un
hundimiento general del sistema de vida cristiano de precedentes
siglos hasta que, desde el Renacimiento y por el empuje de la
revolución burguesa, recobraron fuerza la pasión por el lujo, la vida
muelle, la especulación ideológica al gusto de los nuevos ricos y
tantas otras viejas debilidades de cuantos se consideran a sí mismos
el ombligo del mundo; consecuentemente, irrumpieron en todos los
sectores de la sociedad, una parte de la jerarquía eclesiástica incluida,
formas de vivir paganas con lógica incidencia en el campo de las
ideas, cuyo vuelo difícilmente se resistía a dejarse arrastrar por las
“corrientes del siglo”. A muchos de los católicos afectados por las
“corrientes del siglo” vínoles un toque de atención cuando, a la
pérdida del poder temporal de la Sede Apostólica, la propia conciencia
les recordó la inequívoca precisión del Maestro: “mi reino no es de
este mundo” (Jn 18,36)
Entre los exégetas de oficio, la sana y humilde objetividad en el
discurrir de los tradicionalmente respetados maestros había dado paso
a un subjetivismo que se atreve a renegar de la realidad más
elemental: formo parte de lo que se puede ver y sentir al tiempo que
debo confesar mi ignorancia sobre la razón primordial de todo lo que
me rodea; por la parte que me toca, necesito saber algo más para
vivir conforme a mi propia naturaleza y ando desorientado hasta que
descubro que es en Jesús de Nazareth en donde encuentro la pauta
para aprender a vivir en amor, fe y esperanza con el resultado de que
me siento progresivamente libre y por lo tanto más feliz, es decir,
auténticamente progresista.
Era disculpable el que, antes de la venida de Jesús de Nazareth,
hijo de Dios, las almas inquietas divagaran incansablemente sin
acertar a comprender el sentido de la propia vida y que, en el mejor
de los casos, se esforzaran en llenar el vacío de su conciencia

209
adorando a lo tradicional o a lo que creían más probable. A estos tales
vino Pablo de Tarso a decirles:
“Veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más
respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros
monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que
estaba grabada esta inscripción: AL DIOS DESCONOCIDO. Pues
bien, lo que adoráis sin conocer eso os vengo yo a anunciar: El
Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es el Señor del
cielo y de la tierra, que no habita en santuarios fabricado por mano
de hombres; ni es servido por manos humanas como si de algo
estuviera necesitado, el que a todos da la vida, el aliento y todas
las cosas” (Hechos 17, 22-25).
Cierto que, durante siglos, era de general aceptación en el mundo
occidental el hecho de que es en la Doctrina Católica en donde mejor
se expresa la ciencia de aprender a vivir en libertad, generosidad y
progreso. La cosa cambió cuando en el propio campo de la
intelectualidad cristiana se coló el afán de contemporizar con el
modernismo relativista encerrado en la manida y estúpida expresión
de nada es verdad ni mentira puesto que todo es del color con que se
mira: para regocijo de los enemigos de la Iglesia, ello era una
muestra más del viejo y contagioso paganismo, ahora con mayores
posibilidades de extenderse a través de todas capas de la sociedad
hasta hacer valer anticristianas imaginaciones, creencias y formas de
vivir.
Comprendieron los papas de los últimos ciento cincuenta años que
urgía el retorno a un realismo conceptual sin tapujos ni artificios al
gusto del que quiere oír lo que conviene al vivir sin compromiso social
alguno; la fidelidad al legado de Jesús de Nazareth, hijo de Dios,
exigía ir al fondo de la cuestión para reconocer que no puede llegar a
nuestra inteligencia nada que no entre por los sentidos (nihil est in
intellectu quin prius fuerit in sensu, dijo Sto. Tomás) o responda a la
llamada de la propia conciencia: nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti, que dejó dicho
San Agustín (fecisti nos, Domine, ad Te et inquietum est cor nostrum,
donec requiescat in Te).
Los sentidos, ayudados por los medios de observación que nos ha
proporcionado la moderna ciencia, nos muestran como existe una
realidad material de difícil explicación en todos sus componentes en
cuanto ya hemos podido comprobar que se nos revela tanto en
210
formas infinitamente inmensas como infinitamente reducidas además
de infinitamente complejas: tanto es así que un descubrimiento de lo
más grande o lo más pequeño del mundo físico sugiere la existencia
de un desconocido más allá; claro que los científicos no resisten la
tentación de hallar el límite. Suponiendo que lleguen a ello ¿cómo
responderán a la pregunta de todo eso de dónde viene y para qué?
Desde esas preocupaciones y renovada perspectiva, cobró nuevos
bríos y fuerza de convicción el realismo cristiano al que, tan
incondicionalmente y con tanta oportunidad y precisión, sirvieron
doctores de la talla de Agustín de Hipona o Tomás de Aquino. Surgió
así la Nueva Escolástica, cuya esencia es presentar a la doctrina de
siempre con un lenguaje adaptable a las inquietudes de las personas
cuya buena voluntad les lleva a perseguir la verdad que enseña a vivir
en amor y libertad. No es, ni mucho menos, una búsqueda de lo más
fácil para así conquistar al mayor número posible de adeptos: la
cantidad llena plazas y hace ruido; pero es la calidad en el vivir
cristiano lo que contagia, una a una, a todas las personas dispuestas
a aceptar al prójimo con no menores derechos que uno mismo.
Pensadores católicos como Jean Lacroix (La crise intellectuelle du
catholicisme français) y el cardenal Danielou (L’avenir de la religion)
hablan de que estamos en plena “crisis de la verdad” en cuanto la
cuestión de Dios ya no interesa a los filósofos, en su mayoría ateos,
por lo que resulta prácticamente imposible encontrar ideas que
respalden a las verdades eternas… Ante tal apunte hemos de volver a
lo de la calidad de los que viven en cristiano sobre la cantidad que ya
no se llaman cristianos por que a ello no les invita una presunta
opinión general y preguntamos ¿ha cambiado algo respecto a lo de “la
mies es mucha y pocos los operarios”? ¿son distintos los tibios de
ahora de aquellos otros que, aun llamándose cristianos, no iban más
allá de “capitalizar las apariencias”? ¿podemos llegar hasta el fondo de
los corazones para afirmar que no se encuentra allí un angustioso
afán por reencontrar a Dios?
Es en el otoño de 1962 cuando se inician las sesiones del concilio
Vaticano II, convocado por el bendito e ilusionante Juan XXIII: más
de dos mil padres conciliares de todas las partes del mundo, nutrida
representación de otras confesiones religiosas y no pocos seglares de
relumbre universal abordaron la tarea de mejorar lo mejorable

211
aportando su saber pensar, decir y hacer a la luz del Evangelio en
torno a interrogantes tan acuciantes como
¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la
muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?
¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede
dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay
después de esta vida temporal? (Pablo VI)
Puesto en marcha el Concilio, el bendito e ilusionante Juan XXIII
se durmió en el Señor el 3 de junio de 1963. Siguieron las sesiones
durante dos años más bajo el pontificado de Pablo VI, quien el 7 de
diciembre de 1965 presentó al mundo entero el colofón del concilio en
forma de encíclica que tituló GOZO Y ESPERANZA (Gaudium et spes).
Con ese magno acontecimiento mostró al mundo la Jerarquía
Católica que “no impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo
desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de
Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para
salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido”.
Nunca, recuerda el Papa, ha tenido el hombre un sentido tan
agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud
social y psicológica. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la
purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos
y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y
operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más
vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez más
numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios
o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho
insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como
exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo…. El
mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor
y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o
la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el
odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir
correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden
aplastarle o servirle…. Son muchísimos los que, tarados en su vida por
el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción
de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen
tiempo para ponerse a considerarlo.
Gozo y esperanza trae la Iglesia cuando pone en valor
“La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino
sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia

212
soluciones plenamente humanas”. Es así como la naturaleza intelectual
de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio
de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la
búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el
hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible. Nuestra
época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para
humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El
destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más
instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que
muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta
sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación…”
Tanto más si comprenden y hacen comprender que “el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. Dios ha
llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su
ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido
Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre,
liberándolo de la muerte con su propia muerte…. Dios, que cuida de
todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan
una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos
han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno
todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act
17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios
mismo…Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el
mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de
Dios no puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro
precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti
mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io
4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de
dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la
unificación asimismo creciente del mundo.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de
su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de
sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de
las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos
con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para
que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de los
diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar e
interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano…. La mejor
manera de llagar a una política auténticamente humana es fomentar el
sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien
común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la
naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto ejercicio y
límites de los poderes públicos.
213
Políticos y servidores del bien común fieles a la propia conciencia
(limpios de corazón) y pendientes de la Palabra de Dios para la
positiva resolución de todas las cuestiones de su incumbencia, es lo
que el Papa, con gozo y esperanza pide para toda la Comunidad
Humana. Sin duda que a ellos también se refería el Maestro cuando
dejó perfectamente señalado: “Bienaventurados los limpios de
corazón por que ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).
Esos “limpios de corazón” son los mismos que ya ven a Dios en el
prójimo. Así nods lo recuerda el profesor Octavio Hidalgo:
“La verdadera vitalidad (lo dinámico) viene de “dentro”. Es infantil
o cobarde no enfrentarse con el propio interior. Antes o después llega
un momento en la vida en que, para proceder con equilibrio y no
frustrarse, es necesario sondearse con valentía y en profundidad. Es
una evidencia cargada de sensatez que con la conciencia no podemos
jugar impunemente, ni tampoco con el corazón. En el centro vital de
cada uno nos jugamos el ser o no ser, la honestidad, la integridad, la
dignidad personal, así como la comprensión del Evangelio y la
comunión con Dios y con los demás”
Si ello es así, ¿qué necesidad tienen los hombres y mujeres de
buena voluntad de buscar apoyos para su fe en los “ilustrados” de
este mundo? Claro que, más de una vez, tropezarán con sofismas que
enmascaran de atractiva superficialidad tal o cual supuesto o media
verdad con efectos palmariamente estáticos o regresivos: en tales
casos bueno es contar con razonados caminos para acercarse a la
verdad asequible o para encontrar la certera réplica a una falacia; raro
será que entonces no puedan servirnos las aportaciones de maestros
como San Agustín o Santo Tomás. Eso es, precisamente, lo que nos
enseña la Iglesia de hoy sin que, por ello, reste menos atención al
progresivo conocimiento de la realidad física, en cuyo “corazón” o
principio esencial (lo decía Teilhard de Chardin) también está Dios.
Este mismo sabio (Teilhard de Chardin) se esforzó en mostrar la
presencia de Dios tanto en lo infinitamente grande como en lo
infinitamente pequeño pasando por lo infinitamente complejo. Desde
esa creencia o forma de creer vio la lógica del paso de lo simple a lo
complejo una vez que interviene la energía que desprende lo
espiritual, puesto que todo viene de Dios y se mantiene por voluntad
de Dios; no hay posibilidad de llegar tan lejos desde el supuesto de
que la materia no necesita a Dios dado que, en sí misma, es
autosuficiente.
214
Que la materia por sí misma es inerte e incapaz de salir del círculo
material sin ayuda exterior, es el escollo infranqueable con el que
tropiezan los ateos, si es que ellos mismos no cuentan con el
razonable recurso a puntos de partida y de llegada no materiales.
Ante las sugerencias de Teilhard de Chardin, que llegó a identificar
Creación con evolución sí que cabe una llamada a la prudencia, desde
una aconsejable fidelidad a la Doctrina puesto que aun no hemos
llegado al estadio en donde se encuentra la explicación del porqué las
cosas son como son: quedémonos pues con lo que hasta hoy nos
muestra la ciencia como verosímil para luego aceptar que entre Dios y
el mundo físico está el misterio de lo insondable pero con directa
relación con el aprender a vivir que nos mostró Jesús de Nazareth,
que dijo verdad en su paso por nuestro mundo y que, precisamente,
reconoció ser Hijo de Dios.
Claro que los ilustrados de este mundo no cejan en el empeño de
perderse por la dirección contraria aferrados a supuestos como el de
negar la existencia o posibilidad de ser a todo lo que no pueda ser
explicado por la razón humana incurriendo en irracionalidades al estilo
de sostener que las cosas existen en tanto en cuanto son pensadas
¿por ventura desaparecerán cuando no haya ser humano que las
piense? Contagiados por el brillo académico de los cartesianos,
hegelianos o ideal-materialistas al uso, algunos “teólogos modernos”
llegan a sostener que las iglesias deben aceptar la secularización
impuesta por la marcha de la historia que, según ellos, da la razón a
los movimientos de masas, muy especialmente, a los formados por
aquellos que interpretan a esa misma historia como resultado de la
lucha de clases; es así como se llega a confundir al cristianismo con
una corriente política y, como tal, adaptable a las circunstancias del
momento.
Es el momento de compartir las enseñanzas de los últimos papas
(Juan Pablo II y Benedicto XVI, sin ir más lejos) para reconocer que,
pese al cambio en los modos de producción, desde hace más de
veinte siglos, no hay cambio substancial en la condición humana: los
hombres y mujeres del siglo XXI , en cuestión de debilidades y
valores, son idénticos a los que vivían en precedentes siglos y, por lo
tanto, no cabe mejor guía que la mostrada por los padres y doctores
de la Iglesia cuando hubieron de recordar los valores evangélicos y,
para desbrozar el camino del aprender a vivir, supieron replicar

215
contundentemente a cuantos se inventaban algo distinto a Dios como
principio y fin de todas las cosas, no reconocían a Jesús de Nazareth
como Hijo de Dios y por lo mismo no acertaban a saborear un amor y
una libertad genuinamente cristianos. En ello auténticos maestros de
actualidad resultan ser los ya citados San Agustín y Santo Tomás,
sobre cuyas obras recomienda amplio conocimiento y comentarios la
Iglesia de hoy: cuando algunos apuntan que la Iglesia necesita un
nuevo Santo Tomás ¿por qué no verlo en providenciales personajes
de la talla de Juan Pablo II, Benedicto XVI y otros fidelísimos católicos
como Henri de Lubac o Etienne Gilson?

«Hay quienes piensan que existe una


única democracia y una única oligarquía,
pero esto no es verdad; de manera que al
legislador no deben ocultársele cuántas
son las variedades de cada régimen y de
cuántas maneras pueden componerse.»
(Aristóteles, Política, 1289a).
24
LA CLASICA, LA “LIBERAL”, LA “POPULAR” Y OTRAS
“DEMOCRACIAS”
Podemos incluir como parte del “viejo sueño americano” aquello
de “el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, “esencia de
la Democracia”, tal como se apunta en no pocos manuales.
Tan generosa definición, incluida en el capítulo segundo de la
Constitución de la Vª República Francesa (4-10-1958), fue el botón
de cierre del breve aunque famosísimo discurso que pronunció
Abraham Lincoln (1809-1965) en Gettysburg (USA) el 19 de
noviembre de 1863 en recordatorio de los caídos en el frente de
batalla. Es de rigor transcribirlo en su totalidad:
Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en
este continente una nueva nación concebida en la libertad y
consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales.
216
Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a
prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así
consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un
gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una
porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos
que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es
absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa.
Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no
podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes
hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya
muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El
mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí
decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos,
más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la
tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon, hicieron avanzar
tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos
consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que,
de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción
incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida
completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos
muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios
mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la
Tierra. (Wikipedia).
Parece oportuno sacar a colación parecidas expresiones que,
respecto a la Democracia, hizo valer Pericles en el también muy
citado “Discurso Fúnebre” por los caídos en las Guerras del
Peloponeso entre la tiránica Esparta y la democrática Atenas (siglo V
a.C); repetimos lo ya recordado en la introducción de este libro:
Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las
leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su
nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la
mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con
nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados,
mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo,
no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace
acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un
hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de
hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo
relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente
a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace
algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo
217
penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin
molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que
nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión
desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo
a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas
por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida..
(Tucídides – Historia de la Guerra del Peleponeso, Discurso fúnebre de
Pericles, p. 37)
Por la misma época en que, de la mano de Lincoln, USA
consolidaba su independencia y abría nuevas puertas a la libertad
aboliendo la esclavitud a costa de una guerra civil, cobraba fuerza en
Europa el liberalismo manchesteriano, que brindaba base doctrinal a
la llamada “democracia liberal”, una opción política que, con raíces en
la economía política inglesa, servirá de ejemplo a los países en vías de
industrialización.
Bien sabemos que, en la primera mitad del siglo XIX, la comarca
inglesa de Manchester era el principal foco de desarrollo económico
industrial de Europa (el “Viejo Continente”). Fue precisamente en la
Cámara de Comercio de Manchester en donde se teorizó sobre la
decrepitud del “mercantilismo” regulado por los poderes públicos y la
consiguiente necesidad de dejar total libertad (laissez faire) a la
iniciativa individual de los emprendedores, “muy capaces ellos de
trabajar por el bien de la humanidad en razón de que hacía lo que
hacían por Ley Natural”. Consecuencia de ello había de ser la parcial
sustitución de la guerra imperialista por el comercio a escala mundial
de la mano de políticos liberales como William Ewart Gladstone (1809-
1898) , primer ministro de la reina Victoria (1819-1901) en cuatro
ocasiones desde 1868 a 1894, período de extraordinario auge de los
nuevos “modos y medios de producción” con la consiguiente
promoción de las libertades políticas para los pocos que “sabían
producir riqueza”.
Son los tiempos de la afluencia masiva del campo a la ciudad, de la
consiguiente proletarización, progresiva formación del “ejército
industrial de reserva” hasta abocar en una multitud, que no tiene
“otra cosa que perder que sus cadenas”, circunstancia que supieron
aprovechar los mil y uno fabricantes de utopías “democráticas”. Entre
éstos, dos ya muy conocidos por nosotros: Carlos Marx y Federico
Engels.

218
Las de Marx y Engels fueron vidas dedicadas a demostrar tener
razón en sus elucubraciones intelectuales desde dos presuposiciones
para ellos irrenunciables: La autosuficiencia de la materia y
consiguiente inutilidad de Dios y la lucha de clases como “motor de la
historia.
Siguiendo a Hegel en su Dialéctica, pretenden contar con sobrados
argumentos para convencer a sus seguidores de que la historia no ha
sido más que un continuo enfrentamiento entre “los de arriba y los de
abajo” resueltos siempre, según ellos, con un “paso hacia delante”.
Sin el imprescindible apoyo de las pertinentes demostraciones, con
sus proclamas e insinuaciones sobre el fundamento y trasfondo de las
realidades materiales, históricas y sociales, Marx y Engels
presentaron al mundo lo que tenía la apariencia de toda una
Weltanschauung o visión total de la realidad. Ello despertó el interés
de un buen número de aspirantes a líderes “sociales”, entre los cuales
no pocos buscaban avales para sus sueños de revancha. Muy pronto,
cada uno de ellos a su manera, impartieron doctrina orientada
principalmente a los “proletarios”, esos mismos que, según Marx y
Engels, no tenían otra cosa que perder que sus cadenas (Manifiesto
Comunista).
A poco de morir Engels (1895), dentro del propio ámbito marxista,
surgieron reservas sobre la viabilidad de los más barajados principios:
entre otras cosas, la visión marxista de las ciencias naturales partía de
demasiadas hipótesis mientras que en lo tocante a la vida y acción de
los humanos ya se observaba como la evolución de la sociedad
industrial seguía un camino muy distinto al vaticinado por Marx y
Engels: en contra del progresivo empobrecimiento que postulaba el
comunismo o “socialismo científico” los proletarios ya tenían más
cosas que perder que sus cadenas. Es así como pronto nació y se
desarrolló un “movimiento revisionista” cuyo primero y principal
teorizante fue Eduardo Bernstein (1.850-1.932), albacea
testamentario de Engels, y, como tal, con acusadas pretensiones de
ser aceptado como el indiscutible intérprete tanto de los dichos de
éste como del propio Carlos Marx..
En 1.896, es decir, un año después de la muerte de Engels,
Bernstein proclama que “de la teoría marxista se han de eliminar las
lagunas y contradicciones”. El mejor servicio al marxismo, decía,
incluye su crítica; podrá ser aceptado como “socialismo científico” si
219
deja de ser un simple y puro conglomerado de esquemas rígidos. No
se puede ignorar, por ejemplo, como en lugar de la pauperización
progresiva del proletariado éste, en breves años, ha logrado
superiores niveles de bienestar. Sin renunciar al “ideal” de la
revolución proletaria cabe desarrollar una acción sindical y política
mediante
“el ejercicio del derecho al voto, las manifestaciones y otros
pacíficos medios de presión puesto que las instituciones liberales de la
sociedad moderna se distinguen de las feudales por su flexibilidad y
capacidad de evolución. No procede, pues, destruirlas, sino facilitar su
evolución”.
Menos dogmatismo y más praxis política apoyándose en la
democracia existente para, gradualmente, llegar a un socialismo en el
que se dará (así lo afirma) la venturosa situación en la que cada uno
aportará según su capacidad y recibirá según sus necesidades,
siempre sin salirse de los presupuestos materialistas que tan
“magistralmente” defendieron Marx y Engels. Con su ensayo “Las
premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1889)
ofrece Berstein una teoría que, en su práctica totalidad, es aceptada
por la actual “Social-Democracia”, designación que ya quisieron hacer
suya buen número de los “reformadores sociales” de aquella época,
desde Rosa de Luxemburgo (1871-1919) hasta el propio Vladimiro
Ilia Ulianof, alias Lenin(1870-1924).
En el ámbito de la Social Democracia Alemana, Rosa de
Luxemburgo se alzó como una de las más incisivas críticas del
“socialismo posibilista” que predicaba Berstein: para ella era la
“espontaneidad de las masas” el único aval científico del “socialismo
real” que formularan Marx y Engels; en esa espontaneidad había de
apoyarse la consecuente organización; por lo tanto, demos vía libre a
la “acción directa” sea ello en contra de la mano tendida de quien
dicen compartir parte de nuestras ideas al tiempo que apoyan
cualquiera de las disposiciones de un gobierno más o menos burgués:
«La socialdemocracia es simplemente la personificación de la
moderna lucha de clases del proletariado, una lucha que es conducida
por la conciencia de su propia consecuencia histórica. Las masas son
realmente sus propios líderes, y crean dialécticamente su propio
proceso de desarrollo. Cuanto más se desarrolle, crezca y se fortalezca
la socialdemocracia, mejor encontrarán su propio destino las masas de
trabajadores, el liderazgo de su movimiento, y la determinación de su

220
dirección en sus propias manos. Y como todo el movimiento
socialdemócrata es solamente la avanzadilla consciente del movimiento
de la clase obrera, que en palabras del Manifiesto Comunista
representa en cada momento particular de la lucha el interés
permanente por la liberación y los intereses parciales de la fuerza de
trabajo vis à vis con los intereses del movimiento como un todo, así
dentro de la socialdemocracia sus líderes son los más poderosos, los
más influyentes, los más preclaros y conscientes ellos se convierten
simplemente en los portavoces de los deseos y anhelos de las masas
ilustradas, simplemente los agentes de las leyes objetivas del
movimiento de clase.» (De El Liderazgo Político de las Clases
Trabajadoras Alemanas_ Wikipedia)
Cuando, al final de la “Gran Guerra”, surgió la República de
Weimar con la propia Social Democracia como principal fuerza política,
ella siguió en su posicionamiento del todo o nada, tratando de
trasmitir la idea de que la utopía final estaba a la vuelta de la esquina
siempre que no se cejara en la oposición por la oposición, máxime si
ésta venía apoyada por la violencia colectiva. Pagó con su vida lo que
algunos consideran cerril obsesión y otros “plena fe marxista”; lo
cierto es que no dio muestras de cambiar de ideas hasta el mismo
momento de su muerte, ejecutada por órdenes de la propia Social
Democracia Alemana (SPD) en el poder. Esas fueron sus palabras la
noche anterior a su muerte:
«El liderazgo ha fallado. Incluso así, el liderazgo puede y debe ser
regenerado desde las masas. Las masas son el elemento decisivo, ellas
son el pilar sobre el que se construirá la victoria final de la revolución.
Las masas estuvieron a la altura; ellas han convertido esta derrota en
una de las derrotas históricas que serán el orgullo y la fuerza del
socialismo internacional. Y esto es por lo que la victoria futura surgirá
de esta derrota. '¡El orden reina en Berlín!' ¡Estúpidos secuaces!
Vuestro 'orden' está construido sobre la arena. Mañana la revolución
se levantará vibrante y anunciará con su fanfarria, para terror vuestro:
¡Yo fui, yo soy, y yo seré!» (Wikipedia)
Ni Marx ni Engels habían logrado demostrar el carácter
irrebatiblemente científico de sus postulados sobre las realidades
materiales y subsiguiente poder determinante de la “Lucha de clases”.
Ello no fue óbice para que algunos de sus discípulos sacralizaran los
postulados de la Dialéctica de la Naturaleza (Engels) hasta ver en
ellos las imprescindibles bases de la nueva a ciencia a la que, además
de “socialismo científico”, podía y debía corresponderle un nombre tan

221
sonoro como el de Materialismo Dialéctico. Así lo consideró y nombró
el profesor ruso Gregorio Valentinovich Plejánof (1856-1918),
preceptor ideológico de históricos revolucionarios como Vladimiro Ilia
Ulianof, alias Lenin(1870-1924) y León Davidovich Bronstein, alias
Trotski (1879-1940).
Este Plejanof pasa por ser el más riguroso de los fieles a la
ideología genuinamente marxista; siguiendo al pie de la letra a Marx y
a Engels, se interesaba mucho más por difundir que por analizar con
un elemental rigor crítico. Porque Marx y Engels así lo habían
manifestado, Plejanof entendía que en la “ley de contrarios” se
apoyaba tanto la historia como la realidad material en todas sus
formas. Desde esa perspectiva se ha de aceptar que la revolución del
proletariado es una consecuencia directa de la revolución burguesa, a
su vez, consecuencia del cambio en los medios y modos de
producción, a su vez producto de la tensión dialéctica que mueve a
toda realidad material.
Puesto que por aquel entonces en la madre Rusia no se había
producido aún nada que se aproximase a una revolución burguesa,
correspondía a los marxistas rusos propiciar la industrialización o
cambio en los modos de producción en que había de apoyarse la
formación de una poderosa clase burguesa que habría de dar paso al
cambio de régimen con la subsiguiente revolución proletaria: “En
Rusia, decía Plejanov, sufrimos no solo el desarrollo del capitalismo,
sino también la insuficiencia de ese desarrollo”. Entiende Plejanov que
otra obligación de los marxistas es el difundir la concepción
materialista de la Historia y de la Naturaleza con particular insistencia
sobre lo que representa la vida y actividad humana en el desarrollo de
esa Naturaleza y de esa Historia: eso es lo que muestra el
Materialismo Dialéctico, para el cual no caben subjetivismos
personalistas y sí una objetividad progresivamente desarrollada por la
conciencia social (Rousseau dixit).
Tal interpretación del marxismo no convencía a Lenin, quien quería
ver en la obra de Marx y Engels el soporte para el afán de revancha
nacido en el mismo momento en el que, a sus 17 años de edad, fue
obligado a presenciar el ajusticiamiento de su hermano mayor,
acusado de complotar contra el Zar. Ve también en el Marxismo una
doctrina con la suficiente elasticidad para prestar argumentos a un
partido esencialmente ruso y genuinamente revolucionario. Reniega

222
de los “economicistas”, de Plejanov y sus mencheviques, que todo lo
fían al dictado del “materialismo histórico”; también de los “nihilistas”
y visionarios, que otorgan la espontaneidad de las masas un remedo
de la justicia eterna y, aunque no condena al terrorismo, no busca su
utilización fuera de un bien hilvanado proyecto de guerra
revolucionaria. Para Lenin el marxismo es, fundamentalmente, el
vademécum de su particular revolución. Así trata de hacerlo ver a
primeros del siglo XX con su libro “¿Qué hacer?” en que se ve como
exclusivo dirigente de un reducido grupo de revolucionarios
profesionales, capaces de encauzar la ciega y efectiva rebeldía de
proletarios y campesinos hacia el objetivo inmediato de derrocar el
régimen zarista y subsiguiente moldear la voluntad del colectivo para
quienes lo primero y principal es el derrocamiento del zarismo y
subsiguiente marginación del sistema económico liberal capitalista de
los burgueses por un capitalismo de estado. Y aprovecha la ocasión
de la Gran Guerra que interpreta como un crudo y estúpido
enfrentamiento entre los imperialismos del momento (El Imperialismo,
estadio superior del Capitalismo)
Hace creer Lenin que todo lo que propone y realiza es lo que haría
Marx en su lugar y ante las mismas circunstancias; en razón de ello se
esfuerza por llevar a sus compañeros de lucha el convencimiento de
que “la doctrina de Marx es omnipotente porque es exacta puesto que
es la heredera directa de lo mejor creado por la humanidad en forma
de filosofía clásica alemana, economía política inglesa y socialismo
francés”. Lo hace sin dejar de representar en todo momento el papel
de líder revolucionario para quien todo, absolutamente todo, ha de
ser supeditado al resultado propuesto. Es la doctrina “bolchevique”,
que hizo del marxismo su biblia y de la revolución su bandera hasta el
monolítico dominio de la inmensa Rusia. Para ello el vengativo, frío y
calculador Lenin contó con una muy propicia circunstancia cual fue
esa cruda y estúpida primera guerra Europea (1914-18) y se sirvió de
Troski, su alter ego, diez años más joven, más “pegado a las cosas”,
mejor organizador que él y tan devoto como él al ideal-materialismo
que brindaba la doctrina de Marx.
Tenía Trostky no menos talento ni menor ambición que el propio
Lenin. Se dice que, en principio, optó por los mencheviques porque en
esa facción del marxismo ruso no encontró quien pudiera hacerle
sombra, muy al contrario de lo que ocurría en el partido de los

223
bolcheviques, arrollado por la personalidad de Lenin. Pero pronto,
sobre cualquier otra consideración, se le impuso a Trostky el
“pragmatismo revolucionario”, y se pasó a los bolcheviques para
convertirse en el alter ego de Lenin y junto con él impulsar una
revolución “en nombre de Marx, pero contra Marx” (Plejanof).
Lenin, de apariencia mongoloide, se muestra a sí mismo como un
implacable vapuleador de los “explotadores” (“que los explotadores se
conviertan en explotados”), como un fidelísimo albacea de la herencia
intelectual de Marx (“la doctrina de Marx es omnipotente porque es
exacta”) y, también, como un revolucionario sin tregua (“todos los
medios son buenos para abatir a la sociedad podrida”). Trostki, de
origen judío, gusta ser considerado como el hombre de la acción
directa y de la revolución permanente.
La consecuente realidad social al triunfo de la Revolución de
Octubre (1917) es de sobra conocida: a cargo de Troski, Comisario de
Guerra, una implacable depuración de rusos blancos y de cualquier
otro elemento no revolucionario y, muerto Lenin, a cargo del siniestro
Stalin, secundado por una todopoderosa e implacable burocracia
oligárquica que, durante setenta años, ha frenado toda posibilidad de
libre iniciativa, que sin piedad alguna frenó cualquier amago de
oposición mientras garantizaba el “buen vivir” de cuantos han
vegetado a la sombra del poder sin rechistar a ninguna de las órdenes
y consignas del primer secretario o zar rojo de turno (El cero y el
infinito, de Arturo Kostler, ilustra cumplidamente sobre esa pasada
situación).
Comunismo, socialismo científico, materialismo dialéctico,
socialismo real... simples expresiones del subjetivismo ideal-
materialista hechas hilo conductor de mil ambiciones y de otras
tantas bien urdidas estrategias para la conquista y mantenimiento del
poder, sea ello a costa de ríos de sangre y del secuestro de la libertad
de todos los súbditos incluso de los más allegados a la cabeza visible
de la efectiva oligarquía.
Durante el pasado siglo XX no ha sido la soviética la única
revolución: La rápida toma del “Palacio de Invierno” por los
seguidores de Lenin logró despertar fiebre de homologación en los
“movimientos proletarios” de todo el Mundo: una buena parte de los
núcleos revolucionarios vieron un ejemplo a seguir en la trayectoria
bolchevique.
224
Como estrategia de lucha el “marxismo-leninismo” requería la
capitalización de todas las miserias sociales, requería unos objetivos,
unos medios y una organización: objetivo principal, universalizar el
triunfo bolchevique; medios operativos, cuantos pudieran derivarse
del monopolio de los recursos materiales y humanos de la Unión
Soviética; soporte de la organización, una monolítica burocracia que
canalizara ciegas obediencias, una vez reducidos al mínimo todos los
posibles desviacionismos o críticas a las directrices de la “Vanguardia
del Proletariado”, “Soviet Supremo” o voluntad del autócrata de
turno...
La tal estrategia se materializó con la fundación y desarrollo de lo
que se llamó Tercera Internacional o “Komintern”, cuya operativa
incluía 21 puntos a respetar por todos los partidos comunistas del
mundo so pena de incurrir en anatema y, por lo mismo, ver cortado el
grifo de la financiación.
Desde la óptica marxista y como réplica a los exclusivismos
bolcheviques, difundidos y mantenidos desde la Komintern, surgió un
más estrecho entendimiento entre los otros socialismos. De ahí
surgió lo que se llamó y se llama la “Internacional Socialista”
(Mayo-1.923, Hamburgo).
A pesar de las distancias entre una y otra “internacional” los no
comunistas reconocían ostensiblemente el carácter socialista de la
“revolución bolchevique”: las divergencias no se han referido nunca a
la base materialista y atea ni a los objetivos de colectivización,
cuestiones que se siguen aceptando como definitorias del socialismo.
Hoy como ayer, entre comunistas y socialistas hay diferencia de
matices en la catalogación de los maestros y, también, en la elección
del camino hacia la “Utopía Final”: para los primeros es desde el
aparato del Estado y en abierta pugna con el “Gran Capital”, para los
segundos desde la “democrática confrontación” política, desde las
“reformas culturales” (laicismo radical) y a través de presiones fiscales
y agigantamiento de la burocracia pasiva. En el norte de unos y otros
siempre ha estado la sustitución de la responsabilidad personal por la
colectivización.
También a unos y a otros les acerca el magisterio de Marx: para
los comunistas como autoridad “espiritual” incuestionable, para los
socialistas como “pionero” de las “grandes ideas sociales” en cuya
definición hacen destacar a los clásicos Saint Simon o Proudhon; por
225
demás, sus fidelidades marxistas, con frecuencia, están sujetas a las
interpretaciones o distorsiones de “revisionistas” como Bernstein,
“pacifistas” como Jean Jaures o “activistas” como Jorge Sorel.
Jorge Sorel (1.847-1.922), reconocido maestro de Mussolini, ha
pasado a la historia como un estratega de la violencia organizada al
amparo de la “permisividad democrática”. Predicaba Sorel que es en
el Proletariado en donde se forman y cobran valor las fuerzas morales
de la Sociedad. Son, según él (“Reflexiones sobre la violencia”,
1.908), fuerzas morales que habrán de estar continuamente
alimentadas por la actitud de lucha contra las otras clases. Será el
sindicato el ejército obrero por excelencia y su actitud reivindicativa el
soporte de la vida diaria hasta la “huelga general” como idea fuerza
capaz de aglutinar a los forjadores de un “nuevo orden social”, algo
que, en razón de una mística revolucionaria al estilo de la que
predicara Bakunín, surgirá de las cenizas de la actual civilización:
“Destruir es una forma de crear”, había dicho Bakunín sin preocuparse
por el después; tampoco Sorel explicó cuáles habrían de ser los
valores y objetivos de ese nuevo “orden social”.
Tal laguna fue motivo de reflexión para algunos de sus discípulos,
entre los cuales descuella Benito Mussolini (1.883-1.945), socialista e
hijo de militante socialista.
Desertor del ejército y emigrante en Suiza (1.902) Mussolini
trabaja en los oficios más dispares al tiempo que devora toda la
literatura colectivista que llega a sus manos; tras varias condenas de
cárcel, es expulsado de Suiza y regresa a Italia en donde cultiva el
activismo revolucionario. Su principal campo de acción son los
sindicatos según los presupuestos del citado Sorel, cuya aportación
ideológica aliña Mussolini con otros postulados blanquistas,
prudonianos y, por supuesto, marxistas. Filtra todo gracias a la
aportación de Wilfredo Pareto (1.848-1.923), a quien el propio
Mussolini reconoce como “padre del fascismo”. Propugnaba ese tal
Pareto el gobierno de los “mejores” al servicio de un estado
convertido en valor absoluto.
Llega Mussolini a ser director del diario “Avanti”, órgano oficial del
Partido Socialista Italiano.
Cuando, por su radicalismo, es expulsado del Partido Socialista
Italiano, Mussolini crea “Il Popolo d’Italia”, desde donde promociona
un furibundo nacionalismo y su peculiar idea sobre el Estado fuerte y
226
providente encarnado en la clase de los “justos y disciplinados” al
mando incuestionable de un guía (Duce), muy por encima de la masa
general de servidores, convertidos en compacto rebaño.
Mussolini participa en la guerra y, al regreso, capitaliza el
descontento y desarraigo de los “arditi” (excombatientes) y de
cuantos reniegan del “sovietismo de importación” o de la “estéril
verborrea” de los políticos. En 1.919 crea los “fascios italianos de
combate” con los que cosecha un triste resultado electoral.
No se amilana, sigue participando en sucesivas elecciones,
radicaliza sus posiciones respecto a los otros partidos y al propio
sistema parlamentario, promueve la “acción directa” (terrorismo),
predica apasionadamente la resurrección de Italia a costa de los que
sea, se hace rodear de aparatoso ritual y, sorpresivamente, organiza
un golpe de fuerza y de teatro (más de teatro que de fuerza).
Es la famosa “marcha sobre Roma” cuyo directo resultado fue la
dimisión del gobierno y la cesión del poder al “Duce” por parte del
acomodaticio Víctor Manuel (29 de octubre de 1.922).
Fue así como un reducido COLECTIVO (aquí si que cuadra el
nombre) de “iluminados” aupó a un singular personaje “sobre el
cadáver, más o menos putrefacto, de la diosa libertad”.
El “nuevo orden” fue presentado como “necesaria condición” para
hacer realidad la proclama de Saint Simón que, por aquel entonces y
desde no tan diferente ámbito, Lenin repetía hasta la saciedad: “de
cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”.
Este “orden nuevo” fue una especie de socialismo vertical, tan
materialista y tan promotor del gregarismo como cualquier otro. Tuvo
de particular la estética del apabullamiento (vibrantes desfiles y
sugerentes formas de vestir) y el desarrollo de un exarcebado
nacionalismo empeñado en dar sentido trascendente a la obediencia
ciega al guía o jefe y, tambien, a la expansión incondicionada del
imperio.
Por directa inspiración del Duce, se entronizaron nuevos dioses de
esencia éterea como la gloria o ma ras del suelo como la “prosperidad
a costa de los pueblos débiles”. Con su bagaje de fuerza y de teatro
Mussolini prometía hacer del mundo un campo de recreo para sus
fieles “fascistas”.

227
El espectacular desenlace de la “marcha sobre Roma” (1.922) fue
tomado como lección magistral por otro antiguo combatiente de la
Gran Guerra; había sido condecorado con la Cruz de Hierro, se
llamaba Adolfo Hitler (1.889-1.945).
Cuando en 1.919 se afilia al recientemente creado “Partido Obrero
Alemán”, excrecencia de la primitiva Social Democracia, Adolfo Hitler
descubre en sí mismo unas extraordinarias dotes para la retórica. De
ello hace el soporte de una ambición que le lleva a la cabeza del
Partido al que rebautiza con el apelativo de Partido Nacional Socialista
Obrero Alemán (National- sozialistiche Deuztsche Arbeiterpartei) o
Partido Nazi (1.920).
El programa del Partido Nazi quiere ser un opio de la reciente
derrota de los alemanes y habla de bienestar sin límites para los
trabajadores (tomados, claro está, como estricto ente colectivo);
también habla de exaltación patriótica, de valores de raza (ahí
tenemos al “superhombre” de Nietszche) y de inexcusable
responsabilidad histórica.
Gana Hitler a su causa al general Ludendorff, con quien organiza
en 1.923 un fracasado golpe de Estado que le lleva a la cárcel en
donde, ayudado por Rodolfo Hess, escribe “Mein Kampf” (Mi Lucha),
especie de catecismo nazi.
Vuelto a la arena política y en un terreno abonado por la
decepción, una terrible crisis económica, ensoñación romántica y
torpe añoranza por héroes providentes del escaso pan, logra el
suficiente respaldo electoral para que el mariscal Hindemburg,
presidente de la República, le nombre canciller.
Muy rapidamente, Hitler logra el poder absoluto desde el cual
pretende aplicar la praxis que le dictara el ideal matrimonio entre
Marx y Nietszche pasado por las sistematizaciones de un tal
Rosemberg. En esa praxis Alemania será el eje del Universo
(“Deutztschland über alles”), él mismo, guía o “führer” que requiere
absoluta fidelidad como indiscutida e indiscutible expresión del
super-hombre y viene respaldado por una moral de conquista y
triunfo situada “más allá del bien y del mal”, tal como lo preconizara
Nietzsche años atrás.
Por debajo, tendrá a un fidelísimo pueblo con una única voluntad
(gregarismo absoluto como supremo resultado de una completa

228
colectivización de energías físicas y mentales) y el propósito
compartido de lograr la felicidad sobre la opresión y miseria del resto
de los mortales.
La realidad es que Hitler llevó a cabo una de las más criminales
experiencias de colectivización de que nos habla la historia. Había
alimentado el arraigo popular con una oportunísima capitalización de
algunos éxitos frente a la inflación y al declive de la economía, la
cómoda inhibición (manda, Führer, nosotros obedecemos) y la vena
romántica con espectaculares desfiles, procesiones de antorchas, la
magia de los símbolos, saludo en alto “la mano redentora del espíritu
del sol”...
Para los fieles de Hitler era objetivo principal conquistar un amplio
“Lebensraum” (espacio vital) en que desarrollar su colectiva voluntad
de dominio.
En la previa confrontación política había sido la Socialdemocracia
su principal víctima: muchos de sus adeptos votaron por el gran
demagogo que irradiaba novedad y aparentaba capacidad para hacer
llover el maná del bienestar para todo el “colectivo”; el descalabro del
socialismo “democrático” y consecuente triunfo de los nazis fue
propiciado por la propia actitud del Partido Comunista el cual,
siguiendo las orientaciones de Moscú, entendía que el triunfo de Hitler
significaba el triunfo del ala más reaccionaria de la burguesía lo que,
en virtud de los postulados marxistas, facilitaría una posterior reacción
a su favor. Es así como Thälman, un destacado comunista de
entonces, llegó a escribir ante la investidura de Hitler:
“Los acontecimientos han significado un espectacular giro de las
fuerzas de clase en favor de la revolución proletaria”.
Obvia es cualquier reserva sobre el paso por la Historia de ese
consumado colectivismo cual fue la revolución hitleriana: sus
devastadoras guerras imperialistas, las inconcebibles persecuciones y
holocaustos de pueblos enteros, las exacerbadas vivencias de los más
bestiales instintos, el alucinante acoso a la libertad de sus propios
ciudadanos.... ha mostrado con creces el absoluto y rotundo fracaso
de cualquier idealista empeño de colectivización de voluntades.
La trayectoria de Hitler y sus incondicionales esclavos engendró un
trágico ridículo que planeó sobre Europa incluso años después de la
espantosa traca final.

229
En el pavoroso vacío subsiguiente a la experiencia
nacional-socialista cupo la impresión de que habían incurrido en
criminal burla todos los que, desde un lado u otro, habían cantado la
“muerte de Dios” y consiguiente atrofia de atributos suyos como el
Amor y la Libertad.
Cuando, como secuela de la “victoria aliada” sobre el nazismo
(1945 y ss.), fue “sovietizada una buena parte de la vieja Europa”,
los países obligados a moverse en la órbita de Moscú pasaron a
llamarse “democracias populares”, ello sin que, al mismo tiempo, no
renegasen de admitir la llamada “Dictadura del Proletariado”, nombre
que se concedieron a sí mismas no pocas burocracias gobernantes.

25
APORTACIONES DE ARISTÓTELES, MONTESQUIEU Y
TOCQUEVILLE A LA DOCTRINA DEMOCRATICA
Hagamos pedagogía, empiezan diciendo los políticos que creen
contar con valiosa base argumental para defender sus posiciones. En
puridad, hacer pedagogía significa “educar según unos razonados
principios”, tanto mejor si, refiriéndonos a la Política, contamos con
los adecuados maestros. Bueno será traerlos a colación con algunas
de las aportaciones que creemos dignas de ser en tenidas en cuenta
por su realismo y libertad de juicio.
Aristóteles
Ya hemos apuntado (cap. 9) cómo, para este maestro de
maestros,
El Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada
ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo
mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. No hay nadie
230
que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia,
justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca,
que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber,
que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus
más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a
conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un
insensato. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia
más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza
y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares
son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra
naturaleza puede ser bueno.
Se ha dicho que Aristóteles tenía especial inquina a la Democracia,
lo que se contradice con los bien hilvanados argumentos de su célebre
Política, escrita como añadido a su “Ética a Nicómaco”: el ser
humano, según él, es un animal racional y social, que vive en
búsqueda de la propia felicidad, pero ha de hacerlo de forma
inteligente, lo que es tanto como usar de su razón para sacarle el
máximo partido a sus capacidades en justa armonía con sus
semejantes.
Siguiendo a Platón, Aristóteles identifica el arte de buen vivir o
Ética con la Sabiduría o conocimiento de las leyes por las que se rige
la propia naturaleza; pero, a diferencia de su maestro, se preocupa
más de las realidades “materiales” inmediatas que de la vida propia e
independiente que pudieran tener las ideas como patrones de esas
mismas realidades. En cuestión de Política, Aristóteles era realista
mientras que su maestro, Platón, era recalcitrante idealista: mientras
que éste se inventaba personas y sociedades ideales, aquel
observaba la vida en la “Ciudad” de los seres humanos cabales para
apuntar medidas con que potenciar los aciertos y marginar los fallos.
Y cierto, muy cierto es que, para él, la Democracia, República o
gobierno de la Mayoría era aceptable en tanto en cuanto no derivase
en Oclocracia o gobierno de una mayoría mediocre.
Si repasamos la historia de la antigua Grecia, veremos allí distintos
sistemas políticos, que Aristóteles agrupa en tres variantes principales
en razón de que gobierne uno solo, gobierne un pequeño grupo de
destacados ciudadanos o gobierne la mayoría. Si la acción
gubernamental responde a las exigencias del bien común con las
consiguientes facilidades para el trabajo creador, la libertad y el
bienestar de los ciudadanos, el gobierno de una sola persona merece

231
el título de Monarquía, si es de un pequeño grupo de ciudadanos
destacados, se llamará Aristocracia y, si es la mayoría de los
ciudadanos “libres” la que detenta el poder, tendremos una
Democracia. Cada uno de esos tres sistemas de gobierno merece la
obediencia y respeto general si la acción de los respectivos
responsables se ajusta a la Ley Natural según los parámetros, que
Aristóteles expone en su Ética. Cuando no es así , se sufre de la
“corrupción del poder” y, en consecuencia, la Monarquía deriva en
Tiranía, la Aristocracia en Oligarquía y la Democracia, a caballo de la
demagogia, en Oclocracia o “desgobierno” de los peores.
A fuer de realista, Aristóteles, que conoce muy bien la sociedad en
la que vive, sabe que la mayoría, por sí misma, difícilmente se pone
de acuerdo a la hora de encontrar la mejor solución en los asuntos de
vital importancia a la par que tiene serias dudas sobre que la
Monarquía esté encarnada por una persona con las suficientes dotes
de clarividencia, autoridad, generosidad y talento para tantas y tantas
decisiones que han de tener fuerza de ley. Aristóteles tampoco está
muy convencido de que, en la llamada Aristocracia, todos los
integrantes del reducido grupo de gobernantes merezcan el
calificativo de aristócratas (del griego aristos, el mejor y krátos,
poder) y, mucho menos, que trabajen unidos como una piña con
renuncia a la defensa de sus particulares intereses, aunque, por otra
parte, gocen de especial capacidad de juicio para defender los
intereses generales, de los que, normalmente, se alimentan los
propios.
Entre los distintos sistemas de Gobierno ¿Cuál aparece como
menos malo y con probables garantías de permanencia? Santo
Tomás, buen discípulo de Aristóteles, proponía una Monarquía como
el sistema de gobierno más idóneo siempre que el titular estuviera
plenamente imbuido de sus obligaciones como cristiano y hubiera
hecho suyo aquello de “servidor de los servidores de Dios”. No podía
llegar tan lejos Aristóteles en cuanto que su ética, sin el trascendental
fundamento cristiano, no iba más allá de lo exigible por una
convivencia sin hirientes aristas ni grandes sobresaltos;
consecuentemente, sin desechar la eventualidad de una Monarquía
realmente eficiente y justa, propugna una especie de República en la
que los más capaces, para no incurrir en abusos de poder ni en
“corporativa” corrupción, gobiernen bajo el vigilante y permanente

232
control de una mayoría, que al igual que un caudal de agua pura,
resulta tanto menos corruptible cuanto es más abundante.
Tendríamos así lo que podemos considerar el menos malo de los
posibles sistemas de gobierno: una Democracia “formal” al estilo de la
que vivió Atenas en la época del “estratego” Pericles, que supo
rodearse de personas no menos inteligentes que él y hubo de regular
su autoritario carácter ante la persistente amenaza del “ostracismo”,
fenómeno que facilitaba el control por parte de la mayoría de los
ciudadanos libres.
Si el servicio al Bien Común es la principal norma de acción de
uno o varios gobernantes, para Aristóteles (y para el sentido común,
añadimos nosotros) la forma de organización política es de segunda
importancia: la historia nos muestra cómo a la monarquía puede
sucederle la república y que un régimen aristocrático puede ser
sucedido por un régimen democrático con los posibles estadios
intermedios de tiranía, oligarquía u oclocracia: República y Monarquía
pueden competir en su aplicación al servicio del Bien Común. De ahí
se deduce que la Ética es un componente esencial de la Política de
forma que, para el buen orden político-social resulta imprescindible
que dirigentes y súbditos respeten y practiquen una escala de valores
(lo que Aristóteles llama Ética) consecuente con la condición humana.

Montesquieu
Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón (1689-
1755) fue, a nuestro juicio, el menos ocioso y el más realista de los
que la Historia conoce como “ilustrados”. Fue su preocupación
principal el estudio y una muy reposada consideración sobre todo lo
relacionado con el ser humano en sociedad. Sus obras (Las Cartas
persas, Consideraciones sobre las causas de la grandeza y
decadencia de los romanos, El espíritu de las Leyes…) son muestra
de su preocupación por aportar soluciones concretas a los muchos
problemas de su tiempo, sin renegar de una privilegiada situación
social ni tampoco de la idea de que las diferencias entre personas y
pueblos son “cosa natural”, más como producto del clima o la propia
geografía y las distintas circunstancias históricas que como efecto de
las voluntades humanas.
Es notoria la influencia de este personaje en la acción política del
“mundo occidental”, desde la declaración de independencia de las

233
Trece Colonias inglesas de América del Norte (1776, Filadelfia) hasta
los tiempos actuales pasando por la sesgada lectura que de los
principios de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” hizo la Revolución
Francesa de 1789.
El mismo año del nacimiento de Montesquieu (1689), Inglaterra
inaugura su Monarquía Constitucional mientras que en Francia vive
bajo el absolutismo del Rey Sol, quien no se recataba de presumir
sobre la encarnación en sí mismo de todos los poderes del Estado
(L’Etat, ç’est moi).
Desde muy joven, el sentido común le dictó a Montesquieu una
cierta rebeldía contra un orden político en el que los caprichos y
veleidades de una sola persona (primero Luis XIV, luego el Regente
Felipe de Orleans y, por último Luis XV) llegaran a ser la principal
Razón de Estado, del que él formó parte por “derecho familiar” y no
“por probadas aptitudes” hasta los 25 años de edad, en que decidió
abandonar las heredadas prebendas de participación política y
dedicarse al desarrollo de la propia personalidad. Viaja por Europa
deteniéndose más de un año en las Islas Británicas, lee
infatigablemente, critica a la sociedad de su tiempo (Lettres persanes,
1721), analiza en profundidad importantes testimonios de la historia
(Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur
décadence, 1734), observa con detenimiento las diversas formas de
hacer política, inclinándose sin tapujos por la “división de poderes”
que rige en Inglaterra merced a una monarquía parlamentaria y
constitucional, en la que el Rey “reina” manteniendo el equilibrio
entre poderes y, con un denso bagaje de lecturas, reflexiones y
experiencias, escribe y publica en 1748 su obra cumbre: El espíritu de
las leyes (De lésprit des lois).
Distingue Montesquieu tres formas de gobierno: la republicana o
“democrática”, la monárquica moderada y la despótica, identificando a
ésta tanto con el absolutismo de un Luis XIV y diversas satrapías
como con la tiranía de cualquier usurpador. A cada una de esas tres
formas de gobierno concede lo que podemos llamar un “factor
estabilizador”: en la República será la “virtud” (no hagas a los demás
lo que no quieres que te hagan a ti), en la Monarquía, el “honor”
(que el rey me considere de su órbita) y el “temor” (no la hagas y no
la temas) en el régimen despótico. Claro que el propio Montesquieu
no cree que tales factores sean espontáneo producto de su

234
correspondiente forma de gobernar; así lo expresa en el cap. XI, libro
III de su “Espíritu de las leyes”:
Tales son los principios de las tres formas de gobierno, lo que no
significa que en tal o cual república domine la virtud, sino que así
debería ser; tampoco prueba que en ésta o aquella monarquía abunde
el honor o que en un estado despótico no haya un estado de ánimo
superior al miedo, sino que “así debería ser para que la forma de
gobierno corresponda con el obrar de sus gentes” (libre traducción
de la frase “sans quoi le gouvernement sera imparfait”)
De toda la obra de Montasquieu, lo que más ha prendido en el
ánimo de sus devotos es lo que propugna sobre el necesario reparto
de poder de forma que no se acumule en una sola persona, sujeto de
corrupciones, debilidades, orgullos y caprichos con el consiguiente
peligro de cambiar el “orden natural de las cosas”. En consecuencia,
se ha de procurar evitar “que las mismas personas que tienen el
poder de hacer las leyes tengan también el de ejecutarlas. (Segundo
Tratado, cap. XII). Llegamos así a la recomendación de establecer
tres poderes, independientes entre sí por su propio carácter pero
articulados en un sistema capaz de establecer los pertinentes
controles de forma que cualquiera de ellos vea frenada las impropias
acciones por la capacidad de supervisión y control de los otros dos.
Esos tres poderes, obvio es recordarlo, son el legislativo, el ejecutivo y
el judicial, este último de tal carácter que permita la justa
correspondencia entre el juez y el asunto que deba ser juzgado sin
otros condicionantes que la Ley y el leal saber o entender del propio
juez.
Menos importancia se concede a otra de las aportaciones de
Montesquieu: nos referimos a lo que se llama naturalismo en el
entendimiento de la marcha de la historia y consiguiente formulación
de las leyes ("Una cosa no es justa por el hecho de ser ley; debe ser
ley porque es justa"):
Cada pueblo, viene a decir Montesquieu, tiene las formas de
gobierno y las leyes que son propias a su idiosincrasia y trayectoria
histórica, y no existe un único baremo desde el cual juzgar la bondad o
maldad de sus corpus legislativos. A cada forma de gobierno le
corresponden determinadas leyes, pero tanto éstas como aquéllas
están determinadas por factores objetivos tales como el clima y las
peculiaridades geográficas que, según él, intervienen tanto como los
condicionantes históricos en la formación de las leyes. No obstante,
teniendo en cuenta dichos factores, se puede tomar el conjunto del
235
corpus legislativo y las formas de gobierno como indicadores de los
grados de libertad a los que ha llegado un determinado pueblo.
Por demás, justo es reconocer a Montesquieu algo no muy
frecuente en los otros “ilustrados”: la generosa objetividad que refleja
en las siguientes palabras:
"Si supiera algo que me fuese útil, pero que fuese perjudicial a mi
familia, lo desterraría de mi espíritu; si supiera algo útil para mi familia
pero que no lo fuese para mi patria, intentaría olvidarlo; si supiese
algo útil para mi patria pero que fuese perjudicial para Europa, o bien
fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano, lo
consideraría un crimen y jamás lo revelaría, pues soy humano por
naturaleza, y francés sólo por casualidad."
El profesor J.Hirschberger enjuicia así “El Espíritu de las leyes”, la
obra más significativa de Montesquieu:
La mentalidad abierta y limpia de prejuicios del autor despierta
realmente en este libro una visión extraordinariamente rica e
interesante de la vida del derecho. Una exposición comparativa hace
ver las dependencias que guardan las varias legislaciones con las
condiciones locales, climáticas, sociales y religiosas de los diferentes
pueblos. El supremo principio político es siempre el bienestar del
pueblo y la libertad de los ciudadanos. Montesquieu cree ver la forma
más perfecta de gobierno en la monarquía constitucional. El amor a la
libertad hace necesario dividir el poder del Estado en los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial… Para el pueblo francés,
concretamente, Montesquieu significa el comienzo de su educación
política y un giro radical en la concepción del poder político. (Historia
de la Filosofía, ap. 381)
Poder político, recalcamos, cuya natural tendencia al
acaparamiento de funciones es atemperado y resulta equilibrado si el
poder legislativo no pasa de elaborar las leyes, el poder ejecutivo se
dedica a gestionar todo lo que concierne al bienestar ciudadano en el
marco de esas mismas leyes y el poder judicial, con las precisas dosis
de equidad, independencia y templanza, vela por la corrección de tal
o cual exceso o desviación del marco legal por parte de todos y cada
uno de los ciudadanos, todos ellos sujetos de la misma consideración
y respeto.

236
Tocqueville
Alexis Henri Charles de Clérel, vizconde de Toqueville (1805-1859)
es otro de los destacados pensadores franceses a quienes la
Democracia moderna debe valiosas aportaciones.
A diferencia de Montesquieu, que, en cuestión de religión, seguía
la corriente del relativismo “ilustrado” de su época y que vivió y
escribió al margen de la “política activa” (la del absolutismo decadente
del Regente Felipe de Orleans y Luis XV), Tocqueville, además de
católico confeso, llegó a ser un “profesional de la política” desde una
perspectiva muy diferente a la de los “enciclopedistas” que, un siglo
atrás, habían prestado “racionales argumentos” al Despotismo
Ilustrado que abrió el camino a la Revolución Francesa y subsiguiente
dictadura napoleónica.
Gracias a la caída de Robespierre (el “Incorruptible”) en 1794, se
libraron de la guillotina y pudieron refugiarse en Inglaterra los padres
de nuestro personaje, perseguidos por pertenecer a sendas familias
aristocráticas, varios de cuyos miembros habían sido víctimas del
Terror revolucionario.
Nació Alexis de Tocqueville en París el 29 de julio de 1805, cuando
los que serían sus padres (Hervé Clérel de Tocqueville y Louise
Madeleine Le Peletier de Rosanbo) habían recobrado posesiones y
títulos, entre ellos el de “par de Francia” que les daba el derecho a
pertenecer al Consejo de Estado, prebenda que les reconoció
Napoleón y mantuvieron con la Restauración Borbónica de 1815.
La privilegiada situación facilitó al niño y adolescente Alexis una
esperada educación en la que, para el estudio del Derecho, contó con
maestros como François Guizot (1787-1874), el mismo “doctrinario” y
destacado político francés (llegó a ser jefe de Gobierno en la última
etapa de Luis Felipe de Orleans), que interpretó la historia como un
producto de la Lucha de Clases entre Feudalismo y Burguesía
(supuesto en el que Marx basó para su “base racional” de la lucha a
muerte entre el Proletariado y esa misma Burguesía). Si Tocqueville
aprendió de Guizot la soltura para desenvolverse en la política
profesional, no copió de él ni el oportunismo ni la falacia del
“determinismo histórico”: la historia la hacen los hombres en su afán
237
por superarse a sí mismo y no las fuerzas subyacentes en los “medios
y modos de producción.
Tenía Tocqueville 22 años cuando ejerció de juez en Versalles.
Reinaba entonces en Francia Carlos X de Borbón (1757-1836, r.
1824-1830), el último de los coronados y consagrados al viejo
ceremonioso estilo según la fórmula “rey por la gracia de Dios”. Era
hermano de Luis XVI (guillotinado en 1793) y de Luis XVIII (1755-
1824), entronizado en 1814 y 1815 a la caída de Napoleón).
Sucedió en Francia lo que se llamó Restauración cuya ley
fundamental vino dada por lo que se llamó Carta Constitucional de
1814; en ésta se atempera el poder absoluto real del Antiguo
Régimen con la introducción de un Parlamento elegido por sufragio
entre los varones contribuyentes en más de 1000 francos anuales
(una fortuna de entonces); por exigencias del llamado voto censitario,
para ser elector (también varón) era exigible pagar más de 300
francos anuales. Quiere ello decir que los no contribuyentes (la
mayoría de “abajo”) quedaban excluidos de la participación política.
Como se ve, quedaba mucho trecho por recorrer hasta llegar a una
democrática igualdad de oportunidades.
De hecho, con la Restauración de los Borbones en Francia se dio
paso a la irreconciliable pugna entre el tradicionalismo, al que se
adhirió la mayoría de los “nobles de sangre”, de los paniaguados de la
Corte y de una multitud que seguía sintiendo devoción por el heredero
de Carlomagno, rey por la Gracia de Dios, y el liberalismo en el que se
situaron cuantos presumían de progresistas, mitificaban el laicismo de
la Gran Revolución, renegaban de todo privilegio por “nobleza de
sangre”… .pretendían “ajustarse a la marcha de la historia”: eran en
su mayoría burgueses (teorizantes, industriales y mercaderes) que se
consideraban muy por encima de la “clase ociosa” y, sobre todo, del
bajo pueblo (menu peuple).
Quedaban marginados de la política activa los de rentas bajas o de
ninguna renta, es decir, la mayoría a la que se le condenaba a buscar
otros cauces en los que hacer valer sus aspiraciones; de esa mayoría
se nutrirán unas u otras formas de socialismo. Entre unos y otros se
movían los nostálgicos bonapartistas, los llamados “doctrinarios” y,
también, los románticos. Se componían así una serie de facciones
que, en ocasiones, sustituían el uso de la palabra por la revuelta
callejera o la fuerza de las armas.
238
En esas circunstancias, cabe imaginarse un auténtico hervidero de
ideas e ideologías políticas con escasa voluntad de acercar posiciones,
aunque, en cierta forma, se dejaran arrastrar por lo que podríamos
considerar el aliño del debate político-social: fue el romanticismo,
poderoso movimiento de pasiones, más o menos racionales, vaporosa
mística ocasional que resultó capaz de despertar adhesiones en casi
todos los foros de adscripción política: desde los ultramontanos a los
socialistas, pasando por galicanos, bonapartistas, orleanistas,
carbonarios y liberales.
Maestro reconocido por la mayoría de los románticos fue el
polifacético Francisco René de Chateaubriand (1768-1848), inspirado
escritor, diplomático y político de diversos colores: “soy borbónico por
honor, monárquico por razonamiento sin dejar de ser republicano por
gusto y por carácter”, ha dejado escrito. Junto con una serie de
novelas que marcaron toda una época, a él se debe una muy literaria
apología que tituló “El Genio del Cristianismo”: poco se habla en esa
obra de la Gracia y labor redentora de Jesús de Nazareth y mucho
del arte y de la poesía con que el Cristianismo ha sabido superar a las
“ficciones” de la Antigüedad. Con “apologetas” como Chateaubriand
la religión cristiana, más que revolucionar conciencias, abre horizontes
de belleza sin trascendencia en el “vuelco a lo social”: muy pocos
(¿algunos?) de los conquistados por una bella prosa sin contagiosa
espiritualidad se sienten discípulos de Cristo y pasan a considerarse
servidores de los que más lo necesitan, es decir, hacen de la libertad
y del amor cristianos el eje de sus vidas. Cuando no es así, las formas
artísticas y los giros poéticos llegan a enturbiar la percepción de los
valores eternos que podrían ofrecer pertinentes soluciones a los
problemas del día a día; consecuentemente, en el mundo de la
política podrán abundar cristianos de nombre, aunque pendientes del
buen parecer, sin voluntad de hacer valer lo substancial del
Cristianismo: ese Amor y esa Libertad susceptibles de ocupar el lugar
que les corresponde en las conciencias de los unos y de los otros,
llámense tradicionalistas, liberales o socialistas.
El régimen de atemperado absolutismo borbónico fue derrocado
por la Revolución de Julio de 1830 que dio paso a la Monarquía
parlamentaria, constitucional y censitaria del “Rey Burgués” Luis
Felipe de Orleans, hijo él de un enigmático personaje que vivió y
murió al hilo de los tiempos. Nos referimos a Louis Philppe de

239
Chartres y Orleans-Borbón (1747-1793), más conocido como Felipe
Igualdad, un controvertido personaje de la línea bastarda y
legitimada de Luis XIV y la marquesa de Montespan: de cortesano de
primera línea con pretensiones a entrar en la línea sucesoria, titular
de la más grande fortuna de Francia y Gran Oriente de la Franc-
masonería pasó a arruinarse en especulaciones inmobiliarias para
convertirse en fervoroso revolucionario haciéndose miembro del grupo
más reaccionario de la Asamblea Francesa para, llegado el caso,
propiciar el vuelco de todas las viejas instituciones y votar la condena
a la guillotina de sus primos Luis XVI y María Antonieta, lo que no le
libró a él mismo de morir también guillotinado. Con la llegada de
Napoleón y posterior Restauración Borbónica, la familia Orleans
recobró su estatus y buena parte de la fortuna facilitando la carrera
de ese Luis Felipe de Orleans, quien, favorecido por los
acontecimientos subsiguientes a la referida Revolución de 1830 pudo
postularse como Rey de los Franceses y ser investido por el
Parlamento.
Con voluntad de aportar lo que estuviere en su mano al “nuevo
orden social”, Alexis de Tocqueville pidió y obtuvo en 1831 el encargo
de viajar a los Estados Unidos para estudiar el sistema penitenciario
allí vigente. Permaneció allí dos años que le sirvieron tanto para
realizar un amplio y detallado informe que tituló Del sistema
penitenciario en los Estados Unidos y de su aplicación en Francia
(1833) como para tomar notas y reflexionar sobre lo que entendía por
“necesidades democráticas” de los nuevos tiempos: de ahí nació su
obra cumbre, La Democracia en América, libro de necesaria referencia
para todos lo que, sin adscripciones a fundamentalistas ideologías,
buscan soluciones a los problemas que la política del día a día somete
a su consideración.
De regreso a Francia, en paralelo con su actividad intelectual,
Tocqueville abandonó definitivamente la judicatura para dedicarse a la
política activa: logra ser elegido diputado en 1839 y poesteriores
elecciones, ocupando el mismo escaño hasta la caída de Luis Felipe de
Orleans (Revolución de Febrero de 1848). Se presenta y es elegido
miembro de la Asamblea Constituyente que da paso a la Segunda
República Francesa con Luis Napoleón Bonaparte como primer
presidente, el cual, cuando le llegó la ocasión tres años más tarde y
siguiendo el ejemplo de su tío, abolió las instituciones republicanas

240
sirviéndose de un plebiscito sui generis, merced al cual “restauró el
Imperio” auto coronándose a sí mismo con el nombre de Napoleón
III. que le facilitó la creación
Anticipando algo que podemos entender como el “no es esto, no
es esto” de nuestro Ortega y Gasset, Tocqueville se jugó su porvenir
con una radical oposición a las pretensiones del que ha pasado a la
historia con el sobre nombre de “Nopoleón el Chico”, cosa que le llevó
a la cárcel y al subsiguiente “ostracismo”, desde el cual, con plena
libertad, se dedicó al estudio y consideración de lo que había ocurrido
desde medio siglo atrás, estaba ocurriendo entonces y podía ocurrir si
las personas de buena voluntad renegaban de sus cívicas
responsabilidades. A esa etapa pertenece una inacabada revisión de
su “La democracia en América” y la elaboración de otro penetrante
ensayo titulado “El Antiguo Régimen y la Revolución (1856). Con la
salud muy quebrantada desde que se apartara de la política activa,
murió Alexis de Tocqueville en plena madurez intelectual con 54 años
de edad (Cannes,1859). Por lo que sabemos de su vida y obra, hoy es
ampliamente reconocido como un genuino defensor del bien común a
base de promover la efectiva igualdad de oportunidades, de forma
que los de arriba se acerquen a los de abajo con generosa objetividad
mientras que los de abajo puedan ver claramente abierto el camino
de progreso por méritos propios, unos y otros en un clima de libertad
política, defendida ésta por una Constitución sin excrecencias
clasistas con base en las instituciones más cercanas al ciudadano, tal
como él mismo pudo apreciar en la joven América, libre ella de no
pocos de los viejos atavismos que tanto entorpecen el efectivo
progreso del Viejo Continente.
Tanto la abundancia de estudios y viajes como una trayectoria
política notablemente encauzada por la propia conciencia cristiana,
mostraron a Tocqueville la necesidad de minimizar al máximo los
peligros potenciales que, “para la democracia” nacen “de la
democracia” hasta el punto de que muy bien se puede hablar de un
cierto despotismo popular alimentado por genuinas formas
democráticas: de ahí deduce el imprescindible papel de la voluntad
humana, siempre capaz de reducir los efectos de imprevistos
avatares. Aunque ve en la Religión el marco ideal para moldear a la
propia conciencia, tiene hacia ella el suficiente respeto para pedirla
que se mantenga al margen de las veleidades sociales a la que obliga

241
la búsqueda del éxito en unas elecciones: el resultado será conforme
a los valores, que defiende la religión, si los políticos en activo,
además lograr el voto de confianza de los tibios, hacen suya la pauta
de acción que marcan esos mismos valores, eventualidad tanto más
positiva cuanto más el ambiente general es de pura indiferencia o
relativismo.
A fuer de realista, entre las posibles muestras de ese citado
“despotismo popular”, ve el exagerado uso de la demagogia mitinera,
la confusión de creencias religiosas con supercherías, la sacralización
de los partidos políticos, la inútil y opresiva multiplicación de las
habituales funciones administrativas, la subordinación de los más
capaces a los prejuicios de los ignorantes… y, por encima de todo, la
práctica del atropello y la esclavitud sobre seres humanos sin otra
diferencia que el nivel de civilización o el color de la piel; así lo
expresa en sus cartas:
Este mundo nos pertenece, se dicen los Americanos todos los días; la raza
india está llamada a una destrucción final que no se puede impedir y que no
hay que desear retardarla. El cielo no los ha hecho para civilizarse, es preciso
que mueran. (…) No haré nada contra ellos, me limitaré a proporcionarles todo
lo que deba precipitar su pérdida. Con el tiempo, tendré sus tierras y seré
inocente de su muerte. Satisfecho de su razonamiento, el americano se va al
templo donde oye a un ministro del Evangelio repetir cada día que todos los
hombre son hermanos y que el Ser eterno que los ha hecho a todos del mismo
molde le ha dado a todos el deber de socorrerse." (Wikipedia)
Viejo sincero amigo de América, me inquieta ver la esclavitud retrasar
vuestro progreso, empañar vuestra gloria, proveer de armas a vuestros
detractores, comprometer la carrera futura de la Unión que garantiza vuestra
seguridad y vuestra grandeza, y mostrar por adelantado a todos vuestros
enemigos dónde deben golpear. También como hombre, me subleva el
espectáculo de la degradación del hombre por el hombre, y espero ver el día en
el que la ley garantice una libertad civil igual para todos los habitantes del
mismo imperio, como Dios acuerda el libre arbitrio sin distinción a todos los que
habitan sobre la tierra." (Wikipedia)
Por todo ello, diríase que Tocqueville, cristianiza y pone de
actualidad el probado realismo del Aristóteles que hemos presentado
al principio de este capítulo, cosa muy digna de ser tenida en cuenta
en un mundo que ha cambiado mucho en la cuestión de los modos
y medios de producción; pero que sigue siendo el mismo en
cuestión de caracteres de las personas que componían y componen
las sociedades de antes y la de ahora.

242
Para completar esa tan conveniente lección, habremos de recordar
a Montesquieu y sus dos fundamentales postulados: 1.- El poder
político es una máquina de atropellar derechos en tanto y cuanto no
descansa en el legislativo, ejecutivo y judicial, lºos tres poderes
distintos, independientes y complementarios entre sí. 2.- Existen no
menos de tres sistemas de gestión política, en esencia tan buenos o
malos según sea su aplicación y la justa correspondencia con las
circunstancias de formas de vida, clima, desarrollo cultural e historia.
Aberrante es tanto unificar poderes bajo la égida de quien gana
unas elecciones como pretender universalizar desde el exterior un
sistema que ha demostrado ser el menos malo en tal o cual latitud,
cuando no se dan las mismas circunstancias en otro nada parecido
pueblo o latitud. Esas son irrebatibles constataciones que deberían
tener muy en cuenta las “potencias” que sueñan con imponer a escala
mundial lo que podríamos llamar “imperialismo democrático”. ¿No es
mucho más efectivo que “cada palo aguante su vela” siempre que
aquello que nos choca o no nos gusta sea una histórica peculiaridad
más o menos voluntariamente aceptada por los ciudadanos
afectados?

26
EL COMPROMISO DEMOCRÁTICO DE LOS CRISTIANOS
¿Para qué ser cristianos cuando tantos y tantos bautizados
abortan, traicionan, practican el “amor libre” de cualquier estilo y,
trapaceando todo lo que pueden con la Ley, mienten, roban,
atropellan… en una palabra, se comportan como cualquier otro de los
arrastrados por el relativismo del siglo? Y, si el tema que nos
preocupa es la mejor manera de hacer política ¿a qué me obliga eso
de ser cristianos cuando los políticos que presumen de serlo no tienen
para nada en cuenta lo que dice el Evangelio?

243
A esas preguntas un San Agustín seguro que habría respondido:
Ama y haz lo que quieras; pero, eso sí, empieza por considerar al
amor lo más serio de este mundo y, como tal, imposible de lograr si
no empeñas toda tu voluntad en procurar el mayor bien de la persona
amada. Razonando, razonando… llegamos fácilmente a la conclusión
de que el mayor bien de la persona amada está en disponer de todo
lo necesario para la realización de su “poder ser”. Si nos ponemos en
la piel de un auténtico cristiano, habremos de reconocer que es Jesús
de Nazareth, Dios de Dios, la persona más digna de nuestro amor y
que es El quien claramente nos dijo no podéis decir que amáis a Dios
al cual no veis si no amáis (ignoráis) al prójimo a quien estáis viendo
continuamente. Luego el ser cristiano obliga al compromiso por
mejorar las condiciones de vida de la gente, es decir a participar
activamente en ese “arte arquitectónico de la sociedad” cual, según el
maestro Aristóteles, es la Política. En cuanto a eso del
comportamiento poco cristiano de los políticos que pasan por tales
sea de forma individual o por que el partido en que militan se
autocalifica de cristiano… no olvides que eres tú el único responsable
de atender o no a la llamada de tu conciencia.
Aunque apoyadas en lo que ha ocurrido y vemos que ocurre en
nuestro limitado entorno geográfico (España y Francia, notablemente)
sí que pretendemos que estas reflexiones y sugerencias alcancen los
más lejanos límites: en esencia, es nimia la diferencia de percepción
racional entre unos y otros seres humanos por lo que, salvando las
circunstancias de tiempo y lugar, tanto las grandes verdades como los
grandes falseamientos y mentiras pueden llegar a ser tratados con la
merecida objetividad sin otro requisito que el mostrarlos tal cual ante
el libre desarrollo de la capacidad de juicio de todas las personas de
mediana inteligencia. En ello estamos empeñados y para ti, paciente
lector, el derecho de rechazar o reconocer lo que nos parece
necesario recordar a continuación:
Eso de la libertad ha llegado a ser un término de impreciso
significado, tanto que resulta difícil distinguir a la libertad efectiva de
la libertad aparente y sin sustancia: ¿libertad es la facultad de hacer lo
que nos venga en gana aunque ello nos lleve a la peor de las
servidumbres o es, como dogmatizó Karl Marx, el simple conocimiento
de la necesidad material? ¿somos más libres cuando renegamos de la
propia conciencia porque hemos “aprendido” a ser más bestias?

244
Recapacitemos un poco para, recordando alguna de las propias
experiencias, concluir: no hay mayor libertad que la del generoso en
los momentos difíciles.
Cuando son o somos muchos los que todavía no saben (¿no
sabemos?) responder a la pregunta de ¿libertad para qué? atribuida a
Lenín, entre otras muchas, cabe esta respuesta categórica: libertad
para ser lo que podemos ser. Y es cierto que la vigencia de la libertad
política formal, al menos, nos permite hablar y reflexionar sobre los
caminos hacia lo que podemos ser: merced a esa libertad formal, hoy
extendida por todos los ámbitos de la sociedad, podemos perseguir
una efectiva y progresiva libertad personal en tanto en cuanto
acertemos a compaginar nuestro saber y poder hacer con las
necesidades de nuestro entorno, buena forma de vivir
progresivamente más libres.
Diremos que abandonar el desierto de una libertad formal y sin
sustancia significa aceptar la genuina realidad del hombre, ser
inteligente que, para avanzar hacia su plenitud, necesita forjarse en el
trabajo solidario y en la sublimación de sus instintos, tarea imposible
sin el aliño de una fe que da sentido trascendente de la propia vida y
consecuente compromiso por volcar hacia los demás lo más valioso de
nuestras capacidades en la práctica de ese humanismo integral que
tiene como eje la verdad del nacimiento, vida, muerte y resurrección
del Hijo de Dios: esto es lo que piensan, pensamos, los que se toman
en serio, nos tomamos, los dictados del Cristianismo.
Algunos de los prohombres de la llamada Civilización Occidental
(no pocos diletantes paniaguados por la Unión Europea), diríase que
estúpidamente celosos de la apabullante personalidad del Hijo de Dios
y todavía más estúpidamente remisos a llevar a la práctica las más
realistas de sus consignas, son enormemente remisos a reconocer la
imposibilidad de un humanismo sin la Luz y Gracia de Dios. Pero la
Luz y la Gracia de Dios, aunque no captadas en su intensidad, son los
principales factores de la Democracia que hoy conocemos y vivimos
en la realidad política de la llamada Civilización Occidental.
Que la religión como garante de la libertad personal ha de formar
parte substancial de esa Democracia ya fue preconizado por Alexis de
Tocqueville, quien, como hemos visto en el capítulo anterior, fue
testigo de mil experiencias políticas y siempre temeroso de que el
juego de ambiciones y afanes de revancha no dieran al traste con las
245
posibilidades de mayor libertad política. Había tomado como puntos
de referencia las vivencias democráticas del Nuevo Mundo y la fiebre
de cambio subsiguiente a la Gran Revolución Francesa.
“Un pueblo, una sociedad y una época democrática no quieren
decir un pueblo, una sociedad o una época en los que todos los
hombres sean iguales, sino un pueblo, una sociedad y una época en
los que ya no existan castas, ni clases fijas, ni privilegios, ni derechos
privados y exclusivos, ni riquezas permanentes, ni propiedades fijas
en manos de las familias; es aquella en la que todos los hombres
pueden ascender o bajar constantemente y mezclarse de todas las
formas posibles”.
Eso lo decía Tocqueville hace no menos de 150 años, sin que ello
significase que, para él la democracia fuera la definitiva solución en
cuanto que
“un estado democrático de la sociedad, similar al de los
americanos, puede ofrecer singulares facilidades para establecer el
despotismo” (La Democracia en América). Y constata: “en Europa (la
del siglo XIX) hemos hecho descubrimientos extraños: en nuestros
días existen tiranías legítimas e injusticias sagradas en el mundo con
la condición de que sean ejercidas en el nombre del pueblo” Era
aquella la Europa del siglo XIX ¿qué habría dicho de la Europa del
siglo XX en la que, desde posiciones presumiblemente democráticas,
se llegó a atroces sistemas políticos como el nacional-socialismo o el
comunismo?
Desentrañaba Tocqueville la aparente paradoja entre igualdad de
oportunidades y posible pérdida de libertad con reflexiones al estilo
de éstas:
“El principio de las antiguas repúblicas era el sacrificio del interés
particular al bien general. En ese sentido, podemos afirmar que eran
virtuosos. El principio de esta república (la “americana”) me parece
que es hacer que el interés particular sea parte del interés general.
Toda la máquina parece pivotar sobre cierto egoísmo refinado e
inteligente. Este pueblo no se preocupa de averiguar si la virtud
pública es buena, sino que dicen haber demostrado que es útil. Si
este último punto es verdad, como creo que lo es en parte, esta
sociedad puede pasar por ilustrada, pero no por virtuosa. Pero ¿hasta
qué grado pueden unirse el principio del bien individual y el de bien
general? ¿Hasta qué grado logrará la consciencia que podría
denominarse consciencia de reflexión y cálculo controlar las pasiones
políticas que todavía no han surgido, pero que no dejarán de
hacerlo? Esto es lo que sólo el futuro dirá” .
246
Cuando Tocqueville habla de futuro incluye a Europa,
especialmente a Francia, que, por aquel entonces, vive una especie
de democracia burguesa coronada en la persona de Luis Felipe de
Orleans; democracia especialmente marcada por el “enriqueceos”
que, coreado por sus doctrinarios, proclamaba el propio rey. Aunque
todavía no era una libertad para todos, sin duda que aquella libertad
de unos pocos alimentada por el parlamentarismo y progresiva
participación ciudadana es infinitamente más deseable que el viejo e
hipócrita absolutismo, que tan inmoral e irracionalmente encarnaran
los “Luises” XIII, XIV y XV; pero ello no justificaba que al aire de los
nuevos tiempos se debieran aparcar los valores anejos a la Religión;
así lo ve el propio Tocqueville, quien ante la experiencia americana,
recuerda y recomienda:
“Los filósofos del siglo XVIII explicaban el debilitamiento gradual
de las creencias de una forma muy simple. El celo religioso, decían,
se apagará a medida que aumenten la libertad y la ilustración. Es
lamentable que los hechos no estén de acuerdo con esta teoría…
Cuando llegué a los Estados Unidos, fue el aspecto religioso el
primero que me impresionó”… porque “cuando llega la democracia
con sus costumbres y creencias, conduce a la libertad. Cuando llega
con anarquía moral y religiosa, conduce al despotismo”.
Para desarrollar los valores de la libertad democrática en el marco
de los superiores valores de la Religión, de lo que, a pesar de no
llevar una vida cristiana ejemplar, Tocqueville está firmemente
convencido, recomienda:
“Quiero hacer que todos entiendan que un estado democrático es
una necesidad inevitable en nuestros tiempos. Dividiendo a mis
lectores en enemigos y partidarios de la democracia, quiero hacer
que los primeros entiendan que para que un estado democrático sea
tolerable, para que sea capaz de producir orden y progreso, evitando
todos los males que ellos temen, tienen que apresurarse a dar al
pueblo ilustración y libertad. A los segundos quiero hacerles entender
que la democracia no puede dar los frutos positivos que esperan si
no se compagina con moralidad, espiritualidad y creencias… así
quiero unir a todas las mentes honradas y generosas con unas
cuantas ideas comunes. Y en cuanto a la cuestión de saber si un
estado social así es o no es lo mejor que la humanidad pueda tener,
quiera Dios decirlo; sólo El lo sabe”.
Moralidad, espiritualidad, creencias… , que, con el denominador
común del Cristianismo, han resultado ser los más valiosos factores de
247
nuestra Civilización con su proyección política, la Democracia, que,
aunque titubeante en no pocos casos, forma parte esencial de
nuestras vidas.
Que una democracia precisa de una solidaridad forjada por valores
superiores a la propia democracia es regla incuestionable de una
política a la escala de nuestro tiempo; recordándonos el Cristianismo
sin nombrarlo, lo señala así el valiente e inconformista hombre de
Estado Nelson Mandela (Ushuaia, 1998):
“La democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten
y tengan Parlamento, si no hay comida cuando se tiene hambre, si no
hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se
respetan los derechos elementales de las personas”.
¿Quiere ello decir que la Democracia o “gobierno del pueblo para
el pueblo” (Lincoln), cuando escasean valores como la responsabilidad
y la generosidad no inmuniza contra la tiranía ni garantiza una justa
igualdad de oportunidades en suficiencia de recursos, educación y
demás? Así es, mal que nos pese, y así lo vemos en la mayor parte de
las experiencias democráticas que conocemos.
Aunque solamente fuera por sentido práctico, esa constatación nos
lleva a tomar al Cristianismo como fuerza de cohesión entre personas
y pueblos: a los españoles nos lo recordaba así Juan Pablo II el 9 de
noviembre de 1982 en su visita a Santiago de Compostela:
“la identidad europea es incompatible sin el cristianismo, porque en
él se hallan aquellas raíces comunes de las que ha madurado la
civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su
capacidad de expansión constructiva, también, en los demás
continentes, y en una palabra, todo lo que constituye su gloria”.
A estas alturas de la historia, pocos pueden dudar de que la
democracia no sea mejor solución que la dictadura, la plutocracia o la
“aristocracia de sangre”; pero bueno será que, a efectos prácticos y
de elemental justicia, se haga algo para no incurrir en situaciones
que, en el siglo XVI, ya quería evitar el padre Juan de Mariana (1535-
1624) con su De rege:
Mas cuando los honores y cargos de un Estado se reparten a la
casualidad, sin discernimiento ni elección, y entran todos, buenos y
malos, a participar del poder, entonces se llama democracia. Pero no
deja de ser una gran confusión y temeridad querer igualar a todos
aquellos a quien la misma naturaleza o una virtud superior han hecho
desiguales.
248
Ese peligro se deriva de lo que Tocqueville temía si se
"abandonaba la Democracia a sus instintos salvajes".
Una Democracia que, se deja cautivar por la demagogia y da
rienda suelta a lo insustancial para “abandonarse a sus instintos
salvajes” se convierte pronto en lo que los eruditos llaman Oclocracia
o gobierno incontrolado de la masa, especie de tiranía alimentada por
la falta de una mínima autoridad moral al haberse diluido en el
número toda la energía de las respectivas responsabilidades
personales.
El célebre historiador griego romanizado Polibio (200 a 118 a.C)
define así a ese descontrolado sistema de gobierno, fruto de la
“acción demagógica”: cuando
la tiranía de las mayorías incultas y uso indebido de la fuerza obliga
a los gobernantes a adoptar políticas, decisiones o regulaciones
desafortunadas, la democracia se mancha de ilegalidad y violencias y
con el pasar del tiempo, se constituye en oclocracia (Polibio, Historia
General, cap.VI).
Algo muy parecido a eso de Oclocracia fue el antecedente político
del “Gobierno Provisional” de Alejandro Kerenski (1881-1970), cuyas
inhibiciones y debilidades tan bien supieron aprovechar Lenin, Troski,
Stalin y demás para su Revolución de Octubre (1917) y subsiguiente
dictadura soviética: había un gobierno formal que no gobernaba y una
masa de incontrolados ansiosos por llegar a no se sabía dónde.
Trasladando esa apreciación lo que ocurría en Alemania por aquella
misma época ¿Quién duda del carácter oclocrático de la “República
de Weimar” en cuyo desmadre basó su fuerza el Nacional-Socialismo
con el fatídico engendro de su Fürher?
El reino de lo gregario e irracional encuentra el terreno abonado
cuando lo que Bergson llamaba moral y religión estáticas (Las dos
fuentes de la Moral y de la Religión, 1932) se ha vaciado de todo
contenido trascendente y de directa vinculación con el grito de la
conciencia de todos y de cada uno de los integrantes de esa masa.
Enrique Bergson, testigo de la flagrante degeneración democrática
que llevó al comunismo, fascismo y nacional-socialismo no ve otro
remedio que el compromiso con una moral y religión dinámicas,
capaces de convertirnos en activos promotores de la “evolución
creadora”.

249
Se dirá que, escarmentados por las citadas y otras no menos
dramáticas lecciones del pasado siglo, la Humanidad se ha curado en
salud y ha aprendido a sacarle jugo a la Democracia sin permitir una
degeneración hasta los vividos extremos. Aunque ello no deja de ser
un inoportuno tranquilizante, daremos por prácticamente imposible la
reaparición de los Hitler, Stalin o Pol Pot para ir al grano de lo que
entorpece el camino hacia la progresiva libertad que, teóricamente,
debe garantizarnos la Democracia. Al respecto y sin ir más lejos,
centrémonos en lo que marca la vida de los españoles de principios
del siglo XXI:
Desde hace años, en la llamada Civilización Occidental asistimos a
una sistemática ridiculización de los valores que la libre reflexión
considera en radical sintonía con la Realidad y que, con toda
evidencia, han acompañado a las más productivas y generosas
acciones humanas. El obviar todo lo relativo a la libertad, el trabajo
solidario, la generosidad, la conciencia de las propias limitaciones...)
se da de bruces con la necesidad de la proyección social de las
facultades personales. Mal se puede hacer sin sentido del sacrificio y
del carácter positivo de todas y de cada una de las otras vidas
humanas. Obviamente, de la complementariedad entre unas y otras
actividades y vocaciones, sin freno irracional para su posible
desarrollo, se alimenta un Progreso, cuya meta habrá de ser la
consecuente conquista de la Tierra.
Son muchos los que contrapesan a los valores constructivos algo
que podríamos identificar con la añoranza de la selva. El simple
animal aun no ha captado el sentido trascendente ni de la
generosidad ni del sacrificio consciente y voluntario en razón del
propio progreso... ¿Por qué envidiar su posición, que tal parece
significar esa tan cantada añoranza de la selva?
Pero, según parece, la estudiada deshumanización (o
animalización) de la vida personal, familiar y comunitaria favorece el
adocenamiento general con la consiguiente oportunidad para los
avispados comerciantes de voluntades: si yo te convenzo de que es
progreso DECIR NO a viejos valores como la libertad responsable o el
amor a la vida de los indefensos, el dejarte esclavizar por el pequeño
o monstruoso bruto que llevas dentro... si elimino de tu conciencia
cualquier idea de trascendencia espiritual... tu capacidad de juicio no
irá más allá de lo breve e inmediato; insistiré en que las posibles

250
decepciones no son más que ocasionales baches que jalonan el
camino hacia esa abotergante y placentera utopía en que todo está
permitido. Para que me consideres un genio y me aceptes como guía,
necesito embotar tu razón con inquietudes de simple animal.
Pertinaz propósito de los nuevos ilustrados es romper no pocas de
las viejas ataduras morales que enriquecen a cuantos se toman en
serio el servicio al Bien General, cual es el fundamento de una
Democracia progresiva en todos los órdenes. Para cubrir el hueco
acuden a monstruosas falacias que "justifiquen" bárbaros
comportamientos. Ideólogos no faltan que "mezclan churras con
merinas" y confunden al Progreso con cínicas formas de matar a los
que aun no han visto la luz (el aborto) o "ya la han visto demasiado"
(la eutanasia o "legal" forma de eliminar a enfermos desahuciados y
ancianos). Otra "expresión de Progreso” quiere verse en la
ridiculización de la familia estable, del pudor o del sentido
trascendente del sexo con el mensaje subliminal que subyace en no
pocos medios de embrutecimiento colectivo: fornica con quien
quieras, como quieras y cuando quieras sin preocuparte de unas
consecuencias que papá estado puede muy bien resolver..
Se configura así un nuevo catálogo de "valores" (artificial “moral
estática”, que diría Bergson) del que puede desprenderse como
heroicidad adorar lo intrascendente, incurrir en cualquier exceso
animal o saltarse todas las barreras naturales. Obviamente, la razón
se resiste a convalidar tales inhumanas simplificaciones; es cuando los
pretendidos ideólogos, con mal disimulada hipocresía, acuden en
defensa de lo antinatural esgrimiendo pretendidos derechos de tal o
cual parte. Tal hipócrita actitud está en los antípodas del ejercicio de
una Libertad Responsable y por lo mismo resulta seguro enemigo de
un Progreso a la medida del Hombre.
Por demás, sabemos ya que es mentira aquello que predicó
Malthus del fatídico desnivel entre la progresión aritmética de los
recursos naturales y la progresión geométrica del incremento de la
Población. Sabemos que la Tierra nos reserva aun muy sorprendentes
pruebas de su prodigalidad, que una certera aplicación de las
herramientas que facilitan el progreso técnico sitúa tal prodigalidad a
la medida de las necesidades de toda la Humanidad... Esa
constatación ¿no presta motivo suficiente para canalizar parte de
nuestras inquietudes si realmente nos consideramos solidarios de la

251
suerte de la Humanidad, máxime cuando, tal como hemos apuntado
repetidas veces, el progreso personal y social corre paralelo con el
cumplido ejercicio de la libertad, de la generosidad y del resto de los
valores que requiere un humanismo a la escala del “hombre real” (no
un animal sin otros alicientes que el sexo y la fantasía)?
Ya hemos podido comprobar que, con todas sus deficiencias, la
Democracia, además de una imposición de los tiempos, es el menos
malo de todos los posibles sistemas políticos (Churchill) . Al afectar a
todos los ciudadanos en mayor o menor medida, puede decirse que la
Democracia se alimenta y desarrolla por las aportaciones, más o
menos “constituyentes” de todos y de cada uno de los ciudadanos; en
consecuencia, no cabe justificación alguna para la inhibición cuando
se nos requiere una participación a la medida de nuestra
responsabilidad sea ella el voto en una convocatoria electoral.
Así lo entendía el beato Juan XXIII, quien nos ha dejado dicho en
su Pacem in terris:
Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de
prestar su colaboración personal al bien común. De donde se sigue la
conclusión fundamental de que todos ellos han de acomodar sus
intereses a las necesidades de los demás, y la de que deben
enderezar sus prestaciones en bienes o servicios al fin que los
gobernantes han establecido, según normas de justicia y respetando
los procedimientos y límites fijados para el gobierno. Los
gobernantes, por tanto, deben dictar aquellas disposiciones que,
además de su perfección formal jurídica, se ordenen por entero al
bien de la comunidad o puedan conducir a él”… puesto que “la razón
de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común.
De donde se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo,
respetando la naturaleza del propio bien común y ajustando al mismo
tiempo sus normas jurídicas a la situación real de las circunstancias”

252
Segunda Parte
CAMINO DE ESPAÑA
HACIA SU PROPIA DEMOCRACIA

1
DESDE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA A LA
RESTAURACION
En las postrimerías del siglo XVIII, no pocos “ilustrados”
españoles celebraron el triunfo de la anárquica revolución francesa
sobre el viejo absolutismo capeto-borbónico como el allanamiento del
camino hacia un indefinido progreso en libertad y buen vivir; lo
hicieron con tanto entusiasmo que se empezó a hablar de la
Primavera de los Pueblos hasta que lo de Napoleón (de la Anarquía a
la Tiranía, en lógica aristotélica) con su satrápica impronta en el vivir
diario, despertó las conciencias de no pocos de todos los estamentos
sociales, sacudidos en lo más profundo de su amor patrio y, también,
en su hambre de libertad.
Mucho debió dolerle a Napoleón su derrota para, ya recluido en la
isla de Santa Elena, confesar:
Esta maldita Guerra de España fue la causa primera de todas las
desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se
relacionan con este nudo fatal: destruyó mi autoridad moral en
253
Europa, complicando mis dificultades, abriendo el camino a los
soldados ingleses...esta maldita guerra me ha perdido (Wikipedia).
Venció a Napoleón y sus huestes la parte noble de España no sin
acusar el impacto del imperialismo ideológico del que ese hijo de la
Revolución hacía bandera en su pretendida “cruzada por la libertad”.
¿Qué libertad? ¿la que se alimenta de los despojos del débil?
Reconozcamos que esa libertad no responde al mandato cristiano del
Amor y, por lo mismo, se traduce en desgracia incluso para su
promotor.
En ocasiones memorables, frente a esa clasista, egocentrista y
prostituida libertad, se alza la libertad que sale del alma y empuja al
sacrificio. Es ése un conflicto de libertades, que por lo que se refiere a
la impronta napoleónica en España, se llevó el altísimo precio de la
vida de, al menos, medio millón de españoles y cuyo comienzo nos
relata muy bien el académico y agudo analista Pérez Reverte:
El 2 de Mayo, un pueblo ingenuo e ignorante se batió en Madrid sin
orden y solo, abandonado por su rey, por su Gobierno, por su Ejército
y por las clases acomodadas, que se quedaron mirando desde los
balcones, suspicaces, a aquella turba que trastornaba el orden público,
y luego respiraron aliviados -lo cuentan testigos irreprochables como
Alcalá Galiano- cuando la tranquilidad volvió a las calles. En aquella
ciudad de 170.000 habitantes sólo tomaron de verdad las armas tres o
cuatro mil hombres, mujeres y niños. La lista de 413 muertos y 160
heridos prueba que la mayor parte de quienes pelearon
desempeñaban oficios humildes: jornaleros, albañiles, panaderos,
criados, mozos de caballos, aguadores, empleados, dependientes,
chisperos, desertores, rufianes, putas, manolas: pueblo bajo que ese
día salió a pelear, no movido por conspiraciones rocambolescas, sino
porque había franceses a tiro de navaja, y la gente estaba harta de
que se pasearan por Madrid como por su casa. El 2 de Mayo sólo fue
un día terrible de cólera local. Una intifada de puñal, trabuco y
macetazo; no un día de patria, nación y libertad. Todo eso vino
después, a partir del 3 de Mayo y de la torpe y brutal represión
francesa; cuando la nación entera se alzó en armas, en una guerra
despiadada que cambió la historia de Europa. Algo que quienes
lucharon y murieron el 2 de Mayo en las calles de Madrid no habían
imaginado siquiera. (Pérez Reverte, 20-04-08 en El País).
Cuando España volvió a encontrarse sola frente a su propia
historia, no faltaron nostálgicos de un absolutismo de corte burgués,
al estilo del que habían predicado los exégetas de Napoleón; uno de

254
ellos fue el propio rey Fernando VII, antes de ser reconocido como
“rey felón”, llamado el Deseado como expresión de repulsa al francés
por parte de los buenos españoles, pero, vergonzoso zalamero y
pésimo defensor de los intereses patrios, según recordaba el mismo
Napoleón en su destierro:
"No cesaba Fernando de pedirme una esposa de mi elección: me
escribía espontáneamente para cumplimentarme siempre que yo
conseguía alguna victoria; expidió proclamas a los españoles para que
se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se habrá considerado
hijo de la fuerza, sin serlo; pero además me pidió su gran banda, me
ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos
españoles que iban a Rusia, cosas todas que de ningún modo tenía
precisión de hacer. En fin, me instó vivamente para que le dejase ir a
mi Corte de París, y si yo no me presté a un espectáculo que hubiera
llamado la atención de Europa, probando de esta manera toda la
estabilidad de mi poder, fue porque la gravedad de las circunstancias
me llamaba fuera del Imperio y mis frecuentes ausencias de la capital
no me proporcionaban ocasión." (Wikipedia).
Pensamos que, a causa de lo que el hispanista Pierre Vilar ha
llamado “pintoresco y fastidioso encadenamiento de intrigas,
comedias y dramas”, España vivió en el siglo XIX un largo y
convulsivo intento de encontrarse a sí misma:
• Venció España a Napoleón (1808-1814), a pesar de los
afrancesados y de los medios con que contaba el antipático rey de
entonces, Pepe Botella;
• en 1812 tuvo España su primera Constitución liberal;
• se ilusionó, sufrió y desesperó España con el impresentable
Fernando VI al que, en un tiempo, liberales y tradicionalistas
llamaron el Deseado, pero que, pronto, mostró elocuentes pruebas
de lo que es la “mediocridad y brutalidad en el poder” para pasar
a la historia con el calificativo de Rey Felón con una forma de
gobernar (1814-1833) a base de ignominiosas secuencias entre
anarquía y dictadura y espeluznante marcha atrás en el terreno de
los esenciales valores que habían caracterizado nuestra posición en
el mundo;
• fue sacudida España por la “separación de sus provincias de
Ultramar” y terribles guerras civiles (las carlistas, iniciadas en 1833
y latentes durante no menos de 50 años);

255
• no desespera España y, tras la anodina regencia de María
Cristina (1833-1840) y la singular ocupación del poder por
Espartero (1840-1843), idealiza a la veleidosa Isabel II (reina
desde 1843 hasta 1868), que se deja llevar por reiterados
“pronunciamientos” militares, nunca estuvo a la altura de las
circunstancias e hizo bueno el fugaz reinado de un príncipe
extranjero (Amadeo de Saboya, que reina desde 1870 a 1873);
• se acepta como mal menor una República (la primera 1873-
1874), que sin raíces históricas ni convincentes valores (batiburrillo
de ideas, libertad sin orden constitucional, prejuicios machistas,
que niegan el voto y la participación política a las mujeres) fue
sacudida en sus esencias por el desgobierno total, forzando la
intervención de un Pavía y subsiguiente Restauración Monárquica
con el breve reinado de Alfonso XII, hijo de Isabel II como
protagonista (reina desde 1875 a 1885);
• durante la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena,
reina viuda embarazada de Alfonso XIIII nacido meses después de
morir su padre, Alfonso XII, vio España cómo se desmoronaban los
restos de su imperio (1898 - Cuba y Filipinas).
Nos permitimos encuadrar los más significativos capítulos del siglo
XIX español en los siguientes períodos de tiempo
De 1800 a 1808. Por espuria concesión del consentidor Carlos IV, el
“generalísimo” Manuel Godoy, el cual, aceptado como favorito
incondicional por los reyes (Carlos IV y María Luisa) ejerce de
sátrapa ilustrado con serviles y alternativas devociones hacia
Inglaterra o Napoleón, según su propia conveniencia.
De 1808 a 1814 con la ocupación napoleónica, Guerra de la
Independencia, Constitución cristiano-liberal de 1812 y regreso a
España de Fernando VII, entonces como “Rey deseado”.
De 1814 a 1833, reinado de Fernando VII: primero, desde 1814 a
1820 (“Sexenio absolutista”), como sátrapa absoluto en
connivencia con su hermano el infante Carlos Isidro (luego
promotor las guerras carlistas), la alta nobleza y parte del ejército
(otra parte propició los fallidos “pronunciamientos” de 1814, 1815
y 1817 cruelmente reprimidos).
A renglón seguido, de 1820 a 1823 (“Trienio liberal”), como
consecuencia de la insurrección de Rafael Riego (1785-1823) en

256
Cabezas de San Juan a favor de la Constitución de 1812, cuya
reconocimiento y firma hubo de aceptar el rey el 9 de marzo de
1820 para, a poco, no cejar en el empeño de socavar sus
principales fundamentos.
Por la incapacidad del rey para perfilar un “sugestivo proyecto
de acción en común” se divide la Nación en fundamentalistas de
uno u otro signo que se enzarzan en revueltas y sangrientos
enfrentamientos por todas partes, hasta enfrentar a la “España
tradicional” con la “España progresista” circunstancia que habría
propiciado la guerra de todos contra todos si, a solicitud de ese
rey, que había jurado defender la integridad de España, no se
hubiera producido en abril de 1823 una nueva “invasión
francesa” (la de los cien mil Hijos de San Luis) con el resultado de
restablecer el “orden absoluto” que duró hasta la muerte de
Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 (Década ominosa).
De 1833 a 1868, período en el que se alternan las luchas fratricidas
y una aparente “moderación democrática” en la política española.
Se inicia con el alzamiento armado del pretendiente al trono del
citado infante Carlos Isidro de Borbón, autoproclamado rey con el
nombre de Carlos V, contra su sobrina reconocida reina por las
Cortes Españolas con el nombre de Isabel II, a la sazón con 3
años de edad bajo la tutela y Regencia de la reina viuda María
Cristina de Borbón Dos Sicilias.
Los principales episodios de este período vienen significados
por las sucesivas regencias de María Cristina y Espartero con
gobiernos más o menos “progresistas” entre 1833 y 1844,
Primera Guerra Carlista (1833-1839), la Constitución de 1837 que
pretendía aunar las voluntades de “progresistas” y “moderados”,
mayoría de edad de Isabel II en 1844, entre 1844 y 1868,
sucesivos gobiernos más o menos “moderados”, siete de los
cuales presididos por el general Narváez (1800-1868), que había
propiciado la sustitución de la Constitución de 1837 por la de
1845, ésta más en la “línea tradicional” de confesionalidad
católica y soberanía compartida entre Monarquía y Cortes sin
dejar de mantener el carácter censitario del voto en línea con los
llamados “doctrinarios” franceses.
La muerte de Narváez el 23 de abril de 1868 precipitó el
desmoronamiento del “Partido Moderado”, subsiguiente anarquía
257
durante unos meses hasta el “levantamiento” de Topete y Prim
(“todo por la honra”) en nombre de una revolución de opereta
llamada “La Gloriosa” y caída de la Monarquía Constitucional
forzando la huída a Francia de Isabel II con toda su familia
(septiembre del mismo año).
De 1868 a 1874, “Sexenio revolucionario” iniciado con el “gobierno
provisional” de Serrano, Prim y Sagasta, que convocó Cortes
Constituyentes de las cuales nació la “Constitución Democrática
de 1869”, en la que se proclama que todos los poderes del
Estado surgen de la Nación Española y delegan en unas Cortes
con capacidad para nombrar a un Rey del que ha de depender el
poder ejecutivo y con la obligación de proponer leyes y controlar
a todos los poderes del Estado.
Urgía nombrar un rey y a propuesta de Prim, la elección
recayó en el segundo hijo de Victor Manuel I de Italia, Amadeo
de Saboya (1845-1890). Se consideró suficiente la vinculación de
éste con la “tradición española” en cuanto era tataranieto del rey
Carlos III. Muy breve y estéril fue su reinado en cuanto no
hablaba español, carecía de tacto para acertar a moverse entre
los diversos poderes y caía profundamente antipático a casi todo
el mundo, desde carlistas a republicanos, pasando por
progresistas, moderados y alfonsinos.
Amadeo renuncia al trono el 17 de febrero de 1873 y, sin
esperar el preceptivo dictamen del Parlamento se refugia en la
embajada italiana, que le facilita su huída a Italia, lo que da paso
a la proclamación de la Primera República Española, a la que se
pretendió consolidar con el “Proyecto de Constitución Federal del
17 de julio de 1873” que no logró la mínima aceptación para
resultar operativo.
Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar fueron sucesivos
presidentes del “Poder Ejecutivo” la Primera República Española
, que hubo de hacer frente a la Tercera Guerra Carlista, la
“desmadrada” Revolución Cantonal, el inicio de la guerra de los
diez años de Cuba y desgobierno en todos los órdenes de la vida
nacional , pura y dura Oclocracia que, tras el golpe de estado del
general Pavía (3 de enero de 1874), derivó en la breve
dictadura del general Serrano (desde abril a diciembre) y el

258
Pronunciamiento del General Martínez Campos en Sagunto el 29
de diciembre de del mismo año.
De 1875 a 1902, período iniciado con la Restauración de la
Monarquía Borbónica en la persona de Alfonso XII (y que se
puede considerar de intensa occidentalización por el progresivo
desarrollo de los medios y modos de producción en paralelo con
una aproximación a la llamada democracia representativa, ella
adulterada con no pequeñas dosis de corrupción y caciquismo.
El “conservador-regeneracionista” Antonio Cánovas del Castillo
(1828-1897) y el “liberal-progresista” Práxedes Mateo Sagasta
(1825-1903) mediante el Pacto del Pardo de 1881 se reparten en
buena armonía el poder político al amparo de la Constitución de
1876 (la más duradera de la historia de España), por la que se ha
de regir la Monarquía Constitucional con poderes efectivos para
disolver las cámaras, regular el ejercicio de los otros poderes y
propiciar las libertades de sindicación y participación política de
parte de los ciudadanos (sufragio restringido al censo desde 1878
hasta 1890 en que se establece el sufragio universal masculino).
El 2 de mayo de 1879 Pablo Iglesias (1850-1925) funda el
Partido Socialista Obrero Español (PSOE). El 25 de noviembre de
1885, con apenas 28 años de edad, muere Alfonso XII reconocido
como el Pacificador y asume la regencia su viuda María Cristina
de Habsburgo, embarazada de un hijo que verá la luz el 17 de
mayo de 1886 y será reconocido rey con el nombre de Alfonso
XIII.
El 14 de julio de 1894 Sabino Arana (1865-1903) funda el
Euskaldun Batzokija, punto de partida de lo que será el Partido
Nacionalista Vasco (PNV) el 8 de agosto de 1897 es asesinado
Cánovas por el anarquista italiano Angiolillo y Sagasta pasa a ser
el hombre clave de la política española. Entre abril y agosto de
1898 (Desastre del 98) transcurre la Guerra Hispanounidense
sellada con el Tratado de París (10-12-1898) por el que España
pierde Cuba y, por 20 millones de dólares, cede Filipinas, Guam y
Puerto Rico a Estados Unidos.
En el mismo año de 1898 se fija la coincidencia de lo más
granado de la cultura española contemporánea: es la Generación
del 98 a la que, según Julián Marías, pertenecen Miguel de
Unamuno, Ángel Ganivet, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Carlos
259
Arniches, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez
Moreno, Miguel Asín Palacios, los hermanos Álvarez Quintero, Pío
Baroja, Azorín, Joaquín Álvarez Quintero, Ramiro de Maeztu, los
hermanos Machado y Francisco Villaespesa; sin temor de ser
acusados de políticamente incorrectos, nos atrevemos a
considerar también de la Generación del 98 a Pablo Iglesias y
Sabino Arana, no menos influyentes en los subsiguientes
avatares históricos.
El 17 de mayo de 1902, al cumplir los 16 años de edad,
Alfonso XIII es declarado mayor de edad y jura la Constitución de
1879 como Rey. En su diario personal, con fecha 1 de enero de
1902, el joven rey había escrito:
En este año me encargaré de las riendas del estado, acto de
suma trascendencia tal como están las cosas, porque de mí
depende si ha de quedar en España la monarquía borbónica o la
república; porque yo me encuentro el país quebrantado por
nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que lo saque
de esa situación. La reforma social a favor de las clases
necesitadas, el ejército con una organización atrasada a los
adelantos modernos, la marina sin barcos, la bandera ultrajada, los
gobernadores y alcaldes que no cumplen las leyes, etc. En fin,
todos los servicios desorganizados y mal atendidos. Yo puedo ser
un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre
pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero
también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por
sus ministros y por fin puesto en la frontera. (...) Yo espero reinar
en España como Rey justo. Espero al mismo tiempo regenerar la
patria y hacerla, si no poderosa, al menos buscada, o sea, que la
busquen como aliada. Si Dios quiere para bien de España.
(Wikipedia)

260
2
IRRECONCILIABLES PARTICULARISMOS Y SENTIDO COMÚN
Insistimos: durante todo ese agitado siglo XIX, en la trastienda de
los sucesivos acontecimientos, toma fuerza determinante lo que se ha
dado en llamar conflicto de las dos Españas: Una de ellas, que se
autocalificaba de “Liberal”, no daba la suficiente importancia a la
“cohesión territorial”, presumía de universalista, anticlerical y,
frecuentemente, atea, al tiempo que veía o decía ver la “salida del
túnel” en las diversas formas del materialismo, que “a trancas y
barrancas”, venían configurando racionalistas, ilustrados y
revolucionarios de allende los Pirineos.
La otra España, la llamada “Conservadora”, con harta frecuencia,
se mostraba reaccionaria y cerril frente a la oposición que “no sabe
distinguir el grano de la paja”, cuando ella, por su parte, vivía
obsesionada por ajustar los valores a su medida; por demás, se
refugia en el espíritu de clase, toma a la religión más como coartada
que como vivencia, impone patente de corso a sus preferencias sobre
la historia, distorsiona la relación entre servicios y privilegios, dice
preferir el orden a la justicia (nada hay más perverso que un orden
sin justicia)... despertando envidia por estúpidas ostentaciones o
resentimiento por resistirse a bajar de un inmerecido pedestal..
Una y otra de las dos Españas cuentan con respectivas pirámides
de un poder político cuyos titulares viven obsesionados por comprar
voluntades en la masa de los tibios quienes, al final, por eso de lo que
se llama la ley del péndulo, empujaban el fiel de la balanza hacia uno
u otro extremo sin otro peso racional que el de la demagogia al uso:
es en esa atmósfera en donde los clásicos veían venir a lo que
llamaron Oclocracia o gobierno de los ineptos descontrolados. Estado
de cosas caracterizado por una absoluta confusión en la acción
política en cuanto la deseable responsabilidad personal ha sido diluida
en el maremagnum de lo que Rousseau habría llamado conciencia
colectiva: ente amorfo e insípido del que los particularismos hacen su
principal alimento (a río revuelto, ganancia de pescadores).

261
Particularismos, particularismos, particularismos... y nula
objetividad porque, entre las “dos Españas” permanecía condenado a
la esterilidad el poso de la historia (lo más valioso de “infraestructura
hispánica”), en el que se hubieran podido enraizar las posibilidades de
una constructiva armonía capaz de producir frutos como el progreso
en todos los órdenes y lo que resulta infinitamente más deseable: el
aprender a vivir..
No todos los “ilustrados” de entonces se dejaron arrastrar por la
corriente del particularismo personal o gremial a cualquier precio. Es
de justicia destacar excepciones como la que representó Gaspar
Melchor de Jovellanos (1744-1811), uno de los ilustrados españoles
que se toma en serio la obligación de velar por el bien del pueblo
desde una posición de privilegio: no desestima la oportunidad de
ocupar parcelas de poder político al tiempo que, con todas las
limitaciones de un “bon vivant” de la época, procura no traicionar a la
propia conciencia (si no fue un consumado ejemplar de católico
comprometido, si que tuvo el valor de adoptar una valiente postura en
razón del “hasta aquí hemos llegado”, consecuente con la irrupción
del napoleonismo): se puede hablar de él como de un político que se
esfuerza en seguir los dictados de la propia conciencia y de un liberal
atento a los requerimientos de la justicia social; cuenta en su haber
el haberle plantado cara primero al intrigante Godoy y después al
mismísimo hermano de Napoleón, ese rey de opereta conocido como
Pepe Botella. Distinguió a Jovellanos su decidida apuesta por la
libertad de color español al participar en la Junta Suprema Central y
Gubernativa del Reino (el poder genuinamente español durante la
ocupación francesa) siempre desde el posicionamiento de un católico
comprometido con la solución de los problemas de su tiempo.
Defensor de una iniciativa privada protegida y regulada por la ley,
promovió la abolición de los viejos privilegios del mayorazgo o de la
Mesta; la repoblación forestal, la explotación racional de terrenos
semi-baldíos, la protección de una agricultura más en consonancia
con las necesidades de la población de su tiempo y, sobre todo, un
amplio desarrollo de la educación a todos los niveles. Jovellanos
muere el 27 de noviembre de 1811 en Puerto de la Vega (Asturias).
“Jovellanistas” se consideraban algunos de los integrantes de las
Cortes Extraordinarias y Constituyentes (Las Cortes de Cádiz) que, por
delegación de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino,
participaron en la elaboración de la Constitución política de la
262
Monarquía Española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812,
(“La Pepa”), que, contundente réplica a la llamada “Constitución de
Bayona” (Acte Constitutionnel de l’Espagne, “Carta otorgada” por
Napoleón Bonaparte y firmada por su hermano José como rey de
España) debería asentar las bases de un nuevo régimen en el que, a
beneficio de la vida y porvenir de los españoles de ambos hemisferios,
privara el Estado Democrático y de Derecho por encima de las
imposiciones de tal o cual dinastía.
Allí hubo representantes de todas las provincias españolas de la
Península y Ultramar (Ibero América y Filipinas), agrupados en tres
tendencias: absolutistas, partidarios del poder omnímodo del rey,
liberales a cualquier precio en la estela de los principios propugnados
por la Revolución Francesa de 1789 y moderados, según la línea de
respeto y equilibrio que había propugnado Jovellanos y en un afán de
traspasar al museo de la historia todo tipo de privilegio feudal y abrir
el camino a la participación y responsabilidad del Pueblo. Sin
contentar plenamente a cada una de las partes, liberalmente abiertas
a la ajenas ideologías, salió una Constitución que, salvando sus
tópicos y deficiencias, resultó entonces y puede seguir resultando en
el siglo XXI, ejemplo a tener en cuenta (reconozcámosla el alma que
le falta a la de 1978).
Expulsado el invasor y recobrada la soberanía nacional tras la
batalla de Toulouse (10 de abril de 1814), fue posible la vuelta a
España de “el Deseado”, calificativo que, como hemos visto, el propio
agasajado, rápidamente, se encargó de mostrar absolutamente
inmerecido hasta el punto de hacer buenos a cualquiera de sus
antecesores, incluido el usurpador postizo José Bonaparte (“Pepe
Botella”).
Caprichoso, acomplejado, voluble y, también, víctima de
blandengues supercherías en cuanto confundía a la auténtica
religiosidad con la mojigatería, Fernando VII, alternativamente, jugó a
mantener un rancio tradicionalismo con su persona como centro de
un incondicionado absolutismo para, al hilo de los tiempos,
recordando de mala manera sus muchas y mal digeridas lecturas del
exilio francés y en función de las presiones de su entorno, ejercer de
sátrapa ilustrado a ejemplo de su abuelo Carlos III y del propio
Napoleón; con ello facilitó, por una parte, la difusión de una sesgada
imagen de la Libertad y, por otra parte, la pujanza de una especie de

263
fundamentalismo seudo religioso que resultó aprovechable para la
oposición de corte “absolutista”. En sus primeros años de reinado, él
mismo ejerció a pleno capricho como “rey por la gracia de Dios”
dejándose llevar por un grupo de zalameros cortesanos, quienes, en
el colmo de chaqueteo, habían preparado para él lo que se recuerda
como el Manifiesto de los Persas, programa de gobierno de corte
absolutista en que se requería la derogación de la referida
Constitución de 1812, promulgada por las Cortes de Cádiz.
Llegado el Rey a Valencia el 16 de abril de 1814, al día siguiente,
basándose en el apoyo incondicional del general Elío, capitán general
de la región, se negó a acatar una Constitución en la que se
precisaba que "no se reconocería por libre al Rey, ni por tanto, se le
prestaría obediencia hasta que [...] preste el juramento prescrito por
el artículo 173 de la Constitución" . Unos días más tarde (4 de mayo),
rodeado de una corte de incondicionales, declaró nula toda la obra de
las Cortes de Cádiz, en especial aquella Constitución y aquellos
decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno,
como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en
medio.
Se restablecía así la Monarquía Absoluta, esta vez por parte de un
titular, que, por méritos propios, es reconocido como el “Rey Felón”,
el rey más infame de la historia de España, según nos hace ver el
citado Pérez Reverte.
Sí que fue el de Fernando VII un reinado de caprichos,
corrupciones, bandazos y extremismos, cuyo resultado, además de la
pérdida de las principales provincias de Ultramar, fue el nacimiento y
desarrollo de las dos Españas, luego vigente con distintos nombres en
razón de las diversas circunstancias pero siempre o casi siempre con
supina ignorancia de las coordenadas por las que progresaban otras
naciones y, consiguientemente, con desprecio de los valores en los
que se apoya el buen orden social: desde un régimen de absolutismo
de corte versallesco con múltiples casos de corrupción (1814-1820) a
un régimen seudoliberal (Trienio Constitucional, 1820-1823), que, con
intrigas bajo cuerda por parte del propio monarca, propició una nueva
invasión del ejército francés (los cien mil hijos de San Luis al mando
del duque de Angulema), en cuya fuerza se apoyó para restablecer el
absolutismo, ahora más implacable que en la vez anterior: es lo que
se conoce como Década Ominosa (1823-33).

264
Fernando VII, el Rey Felón, murió en 1833 dejando a España
profundamente dividida y con varias décadas de retraso respecto al
resto de Europa; por demás, sin más descendencia que dos hijas de
tres y dos años, se había sentido obligado a derogar la Ley Sálica, que
regía la sucesión a la Corona de España desde que Felipe V, siguiendo
el consejo de su abuelo Luis XIV, había forzado su promulgación por
las Cortes de Castilla (1713); tal medida despertó la animosidad de
Carlos María Isidro de Borbón (1788-1855), quien, por ser hermano
del fallecido Fernando VII, se creía con incuestionable derecho a la
sucesión y, para hacerla valer, se erigió en cabeza de los auto
proclamados tradicionalistas, que, desde entonces, aceptaron
gustosos el mote de carlistas y esgrimieron como consigna de
combate la divisa “Por Dios, por la Patria y el Rey” (no la reina,
recalcaban con retintín).
Durante la minoría de edad de Isabel II de Borbón y Borbón,
reconocida reina con tres años de edad a la muerte Fernando VII, su
padre, el 29 de septiembre de 1833, asumió la regencia su madre,
María Cristina de Borbón, quien, desde el primer momento mostró su
afán por un cambio de rumbo que permitiera a España recuperar el
tiempo perdido: decretó una amnistía general que permitió el retorno
a la política activa a personajes como Martínez de la Rosa (1787-
1862) a quien encargó la formación de un gobierno que propulsó la
modernización de infraestructuras y economía en general a la par que
trató de reactivar el entusiasmo patriótico por las libertades con una
breve reedición de la Constitución de 1812, menos generalista y más
acorde con los tiempos: fue el Estatuto Real de 1834 que dividía el
poder político entre la Corona y las Cortes Generales, éstas
compuestas por dos cámaras o “estamentos”:
Primero: El “Estamento de los próceres del Reino” compuesto de
“1º De muy reverendos arzobispos y reverendos obispos. 2º De
Grandes de España. 3º De Títulos de Castilla. 4º De un número
indeterminado de españoles, elevados en dignidad e ilustres por sus
servicios en las varias carreras, y que sean o hayan sido Secretarios
del Despacho, procuradores del Reino, consejeros de Estado,
embajadores o ministros plenipotenciarios, generales de mar o de
tierra o ministros de los tribunales supremos 5º De los propietarios
territoriales o dueños de fábricas, manufacturas o establecimientos
mercantiles que reúnan a su mérito personal y a sus circunstancias
relevantes, el poseer una renta anual de sesenta mil reales, y el haber
sido anteriormente procuradores del Reino. 6º De los que en la
265
enseñanza pública o cultivando las ciencias o las letras, hayan
adquirido gran renombre y celebridad, con tal que disfruten una renta
anual de sesenta mil reales, ya provenga de bienes propios, ya de
sueldo cobrado del Erario” (Art. 3º del Estatuto Real)
Segundo: El “Estamento de procuradores del Reino” compuesto “de
las personas que se nombren con arreglo a la ley de elecciones” (Art.
13)…. “Para ser Procurador del Reino se requiere: 1º Ser natural de
estos Reinos o hijo de padres españoles. 2º Tener treinta años
cumplidos. 3º Estar en posesión de una renta propia anual de doce mil
reales. 4º Haber nacido en la provincia que le nombre, o haber
residido en ella durante los dos últimos años, o poseer en ella algún
predio rústico o urbano, o capital de censo que reditúen la mitad de la
renta necesaria para ser Procurador del Reino. En el caso de que un
mismo individuo haya sido elegido Procurador a Cortes por más de una
provincia, tendrá el derecho de optar entre las que le hubieren
nombrado” (Art. 14 del Estatuto Real)).
Para parte de la intelectualidad española no comprometida con
tal o cual facción, el cambio significó un camino de esperanza; para
otros, ya instalados en una especie de escepticismo radical, cualquier
evento nuevo no significaba otra cosa que “más de lo mismo”. Sirva
de ejemplo parte del artículo que publicó Mariano José de Larra
(1809-1837) en 1835 como balance de lo ocurrido en el año anterior
(1834, el del Estatuto Real):
Figuróseme que le daban cuenta exacta de su corta y efímera vida,
y el anciano iba reasumiendo los datos en un gran libro lleno de
borrones y de enmiendas. «Según las mentiras que en ese libro se
aciertan de lejos a divisar -dije para mí-, debe de ser el libro de la
historia.» Así era efectivamente. Pasados en revista los doce
mancebos, y oídas sus revelaciones, a tiempo que iba a poner el
último el pie en el dintel de una de las dos puertas, fue preciso
escuchar la relación que, en descargo sin duda de su conciencia, hizo
al tiempo el segundo personaje, y de la cual, si mal no me acuerdo,
hube de recoger los siguientes fragmentos.
«–Al nacer –comenzó el buen viejo, que se veía morir después de
tan corta vida–, encontré al mundo poco más o menos como mis
predecesores: reyes por todas partes mandando pueblos, pueblos por
todas partes dejándose mandar por reyes. Engaños y falsedades
donde quiera, charlatanismo en todas partes, crédulos e ignorantes
siempre erigiendo el edificio de su poder...
»Encontré a España empezando a despertar de un sueño como el
de Endimión, aparte la diferencia del número de los años. En política

266
un manifiesto, barrera entre el despotismo y la libertad, existía Revista
del año 1834 oponiendo diques a todas las corrientes; yo le desbaraté,
y la corriente de la libertad, sin verse expedita aún, halló rendijas y
aberturas por donde penetrar e ir poco a poco fertilizando los campos.
En mis primeros momentos de vida, en tiempo de máscaras por más
señas, llamé al poder a un hombre todo esperanzas, de estos de
quienes se dice simplemente que prometen; pero no me estaba
reservado ver en mi corta vida realizadas las promesas, y dudo que las
vean mis sucesores cumplidas. Durante mi tiempo ha nacido un
monstruo, el «miedo a la anarquía»; monstruo, como el terror, pánico;
él ha perseguido a mis hijos predilectos, él ha alargado la vida a los
hijos de mis diez antepasados...
»Sin embargo, una representación nacional ha venido a sentarse
en los escaños públicos de dos Estamentos, que he venerado, y en
cuya naturaleza antico-moderna no he hecho alto. Lo he tomado como
me lo han dado. La posteridad no dirá que no he sido filósofo; todo lo
contrario, he tomado las cosas conforme han venido. He visto abolido
el voto de Santiago, pequeño paso, y como éste otros tan menudos
que ni los recuerdo. Grande, nada he visto sino la paciencia. He visto
celebrarse un gran tratado diplomático: no he visto sus resultados.
»Encontré a mi advenimiento algunos facciosos; al morir me hallo
en el apuro del que muere muy rico, en este particular; no sé los que
dejo.
»He mirado estrellarse en las provincias reputaciones antiguas,
como la espuma del mar en las rocas.
»Una calamidad tan espantosa como ésa ha hecho y hará por
mucho tiempo memorable mi existencia: un azote del cielo ha
devastado el suelo. El cólera morbo se ha llevado lo que ha perdonado
la guerra civil.
»En punto a ciencias no he visto nada; en literatura he visto una o
dos producciones nuevas; he visto dos dramas históricos, de que no sé
si hablarán tanto como yo mis sucesores.
»En artes tampoco he visto gran cosa. El año 34 será célebre por
sus calamidades; nadie empero le verá jamás en el libro de los
adelantos humanos para España; es de temer que no sea yo el último
a quien se haga ese reproche.
»Al dejar mi corto reinado, déjolo peor que lo encontré, y ojalá que
el remedio estuviera tan cerca como mi fin. Debo advertir que he
vivido amordazado, y que muero todavía sin voz. Por eso me fuera
imposible decir cuanto he visto; pero sólo declararé que me hubiera
estado mejor haber nacido ciego.

267
»Mi fin se acerca por momentos. ¡Ojalá que mis sucesores puedan
dar mejor cuenta de sus días, ojalá que no vean tantos como yo
perdidos o manchados!» Al decir estas últimas palabras, abriéronse de
repente entrambas puertas con nunca oído estrépito. El Tiempo
extendió su hoz destructora sobre las trece cabezas, y se hundieron
rápidamente en el interior del «pasado», que volvió a cerrarse en el
mismo instante. La puerta de lo «futuro» se abrió entonces... un velo
denso me impidió ver su interior distintamente... en aquel punto doce
terribles campanadas me indicaron las doce de la noche, desperté y
aún vi dos cosas entre sueños: un enorme letrero en la puerta de lo
«futuro», que empezaba a desaparecer a mis ojos despiertos, el cual
decía: «Año 1835». La cosa segunda que vi fue que al hacer este
sueño no había hecho más que un plagio impudente a un escritor de
más mérito que yo. Di las gracias a Jouy, me acabé de despertar y me
preparé a ver en el próximo y naciente 1835 una segunda edición de
los errores de 1834. Ojalá que la experiencia desmienta mi funesto
pronóstico.
¿Cambiar de política para que todo siga igual? Era la pregunta que,
con otros muchos españoles de entonces, se hacia Mariano José de
Larra, quien no quiso buscar más allá del túnel en el que creía
encontrarse a raíz de una desilusionante experiencia sentimental, en
el colmo del romanticismo y, confundiendo tal vez lo personal con lo
general, se pegó un tiro en Madrid el 13 de febrero de 1837 antes de
cumplir sus 28 años de edad; había nacido, también en Madrid, el 24
de febrero de 1809, en plena Guerra de la Independencia.
Cierto que, por aquel entonces, la situación de la España de los
dos Hemisferios, vivía entre contradicciones y rivalidades, ya con la
mayor parte de las “provincias de Ultramar” independizadas y las
ideologías de diversos signos campando por sus respetos. Se agravó
el asunto cuando la viuda y regente, María Cristina de Borbón-Dos
Sicilias (1806-1878), requirió el apoyo de los que entonces se
llamaban liberales, entre los cuales, había de muy diversas
obediencias, desde la masónica a la católica por costumbre y,
consecuentemente, diversos comportamientos de difícil encaje entre
sí. Hete ahí las causas de numerosos “pronunciamientos” y de una
crudelísima y estúpida guerra civil en que, contra el peso de la
Historia y a despecho de esenciales valores, se empezó a dar carácter
discordante a las dos Españas. Es mentira que, por aquel entonces,
en una más que en otra de las dos Españas hubiese más españolismo

268
o más respeto a la generosidad y a la libertad que, en buena línea de
realismo, han de caracterizar al ejercicio de la sana política.
¿Qué podían hacer cuantos renegaban de esa suicida forma de
entender la política? ¿de qué forma habían de responder los católicos
de buena voluntad ante la avalancha de contra-valores en abierta
oposición al amor y a la libertad que caracterizan su Doctrina? Aunque
sea contra corriente, ejercer de “sal de la tierra” (Mt 5,13), por
supuesto.
Sin duda que ése fue el comportamiento de un católico, cuya
breve vida, inmersa en la política del día a día, transcurrió entre la
España fernandino-cristino-isabelina y la Francia del llamado Rey
Burgués, Luis Felipe I de Orleans (1773-1850, r.1830-1848), la II
República Francesa (1848-51) e inicios del Segundo Imperio
Napoleónico (1851-1870): nos referimos a Juan Donoso Cortés (1809-
1853), directo observador de lo que, durante una buena parte del
siglo XIX ocurrió en esa Francia que venimos calificando de
excepcional laboratorio de ideas, ideologías y experiencias políticas
de variadas intensidades y distintos estilos.
Juan Donoso Cortés fue uno de los pocos españoles que en aquella
época logró amplia resonancia en el exterior. Buen escritor y pensador
que analiza la circunstancia en la que vive y reflexiona sobre su propia
reflexión, tomó parte muy activa en la política y la diplomacia de su
tiempo: fue maestro y consejero de la Regente doña María Cristina,
diputado a cortes, secretario de estado y embajador en Berlín y París.
En el día a día, vivió pendiente de encontrar la mejor solución
frente a los problemas de su directa responsabilidad, siempre al hilo
de generosos ideales y en progresivo respeto a los dictados de su
conciencia; él mismo se tuvo por tibio practicante hasta que la muerte
de su hermano le llevó a considerar la fidelidad al Evangelio como el
principal e irrenunciable objetivo de su vida. Sucedió esto en 1847;
desde entonces hasta su muerte en 1853 con apenas cuarenta y
cuatro años de edad, ejerció de paladín de los valores católicos sin
concesiones a la mediocridad sin importarle incurrir a veces en
expresiones no del todo convencionales.
Para él la historia nos muestra cómo es la verdadera libertad la
principal víctima de la tibieza de las costumbres: refiriéndose a la
política encuentra muestras de dictadura en cualquier de los
regímenes conocidos puesto que, ninguno de ellos se ajusta
269
plenamente a la Ley de Dios, que es, esencialmente, fuente de amor y
de libertad para cuantos la aceptan; quiere ello decir que, para él, “la
dictadura en política corre en proporción inversa al debilitamiento del
compromiso católico”.
De Donoso Cortés no se puede decir que fuera tradicionalista, ni
liberal de corte individualista, ni socialista que delega en la
colectividad su responsabilidad personal. En los seis últimos años de
su vida vivió y ejerció como católico, esencialmente católico; dice de sí
mismo: «Yo siempre fui creyente en lo íntimo de mi alma pero mi fe
era estéril, porque ni gobernaba mis pensamientos, ni inspiraba mis
discursos, ni guiaba mis acciones».
Desde posicionamiento escribió Donoso su famoso Ensayo sobre el
Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo (1851), en el que los tibios
de todos los campos, más que considerarse aludidos, encontraban la
justa réplica contra el posicionamiento del contrario: progresistas
contra moderados, carlistas “tradicionalistas” contra isabelinos
“liberales” mientras los que se decían moderados servidores del orden
establecido veían en él a un apasionado polemista sin otro afán que el
de poner en entredicho la vida y decires de cuantos no vivían ni
pensaban como él.
Por nuestra parte, nos quedamos con su juicio sobre el fondo y
carácter tanto del liberalismo individualista como del socialismo
autogestionario (el de Proudhon, dado que el de Marx tenía entonces
escasísima difusión). En ambas ideologías ve posibilidades de amplia
aceptación por parte de los que menos discurren en cuanto que «En
España, toda novedad es admitida al instante, y todo lo que [de
nuevo y del extranjero] penetra en España, luego al punto llega a los
últimos límites de la exageración»
Donoso Cortés toma a la escuela liberal de su tiempo como
maestra de tibieza frente a los problemas reales. Así nos lo explica:
«Por medio de la discusión, el Liberalismo confunde todas las cosas
y propaga el escepticismo, sabiendo como sabe que un pueblo que oye
perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo,
acaba por no saber a qué atenerse….» «…el Liberalismo es la primera
escuela de pensamiento que no propugna un concepto del Bien,
porque no cree en él; consecuentemente, tampoco cree en el Mal»
Digamos que, para Donoso Cortés en el terreno de la Política el
Liberalismo se da por satisfecho si, a nivel general, se respetan las
270
formas, aunque las personas con escasa o nula voz vivan olvidadas
por los que debieran aplicarse a la solución de sus problemas. El
Socialismo, en cambio, no tiene nada de escéptico; al contrario, es
dogmático e intransigente, pero al presentar a la materia como
principio y fin de todas las cosas,
“las escuelas socialistas, por lo que tienen de teológicas,
prevalecerán sobre la liberal por lo que ésta tiene de antiteológica y de
escéptica, y por lo que tienen de “materialistas” (él dice satánicas),
sucumbirán ante la escuela católica, que es a un mismo tiempo
teológica y divina. Sus instintos deben estar de acuerdo con nuestras
afirmaciones, si se considera que guardan para el catolicismo sus
odios, mientras que para el liberalismo no tienen sino desdenes….”.
“….los mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede
ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que ha de ser un
paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está en que
cabalmente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser creída de
todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras, y la tierra se
transformaría en un infierno”.
El apasionado polemista, cual fue Donoso Cortés, denuncia la
estúpida creencia en el progreso indefinido tal como lo concebía una
sociedad liberal incapaz de comprender que el verdadero y liberador
progreso nace y se alimenta de la verdad evangélica puesta en
práctica por los héroes de la buena voluntad: “por que tuve hambre y
me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y
me acogisteis; esta desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis;
en la cárcel y vinisteis a verme”. (Mt 25, 35-36) Por ventura ¿no es la
buena política el arte de encauzar voluntades y armonizar capacidades
(las del trabajo y del capital, por ejemplo) para que sus efectos
ayuden a bien vivir a todos y a cada uno de los que pueblan el ancho
mundo? Si es así ¿dónde está la parte de compromiso cristiano que a
ti y a mí nos corresponde?
En la misma época, vivió otro español que, en justicia y a pesar de
haber muerto antes de cumplir los cuarenta años de edad, debe ser
reconocido como uno de los más sinceros y penetrantes pensadores
de nuestro ámbito cultural y que, a juicio nuestro, merece el apelativo
de profeta del sentido común. Nos referimos, claro está, a Jaime
Luciano Antonio Balbes y Urpiá (1810-1848), normalmente conocido
como Jaime Balmes o Balmes a secas, teólogo, filósofo, sociólogo e
imparcial estudioso de la Política de su tiempo, a demás de infatigable
viajero y trabajador. Por su densa, atinada y diversa obra intelectual,
271
Balmes se mereció de Pío XII el calificativo de “Príncipe de la
Apologética moderna”.
Balmes, periodista en ejercicio, sacerdote por vocación y no menos
fervoroso católico que su compatriota y coetáneo Donoso Cortés, se
distingue de éste por un mayor equilibrio en la exposición de las
propias ideas y, también, por una tranquila forma de “escuchar” al
adversario o discrepante tanto desde la fidelidad a la doctrina como
desde los condicionantes de tiempo y lugar, vistos siempre a través
del prisma del sentido común, lo que, a nuestro juicio, en cuanto se
refiere al problema de la certeza (¿qué sabemos de la Realidad?) le
sitúa muy por encima del propio Descartes y de otros muchos viejos
gurús del “pensamiento occidental”.
Para Balmes la certeza común y natural engloba al tiempo que
trasciende la llamada certeza filosófica cartesiana. Para el común de
los mortales existe un simplicísimo y certero “criterio” de verdad a
nada que se preste autoridad al resultado de analizar humilde y
reflexivamente las espontáneas aportaciones de los propios y ajenos
sentidos. Ello nos sitúa en un plano superior al que llegaron
Descartes con su “duda metódica”, de la que , al parecer, se libera
por un “recurrente” cogito ergo sum, y el mismísimo Kant, que
pretendía librarse de las laberínticas obscuridades de la Razón Pura y
acceder a la tranquila (o alienante) “convicción”, que le brindaba la
Razón Práctica con su “recurrente” Imperativo Categórico: Balmes no
necesita de ningún académico o rebuscado soporte, para hacer valer
las directas y certeras aportaciones del Sentido Común, hasta hoy el
más respetable “criterio de verdad” y, por demás, asequible a
cualquier humana inteligencia.
En Política, una de sus más acusadas pasiones, aunque siempre
optó por la libre posición de quien no se deja arrastrar por prebenda
alguna y, por lo tanto, no se debe más que a la propia conciencia,
preconizaba
“fijar los principios sobre los cuales debe establecerse en España
un gobierno que ni desprecie el pasado, ni desatienda lo presente, ni
pierda de vista el porvenir; un gobierno que, sin desconocer las
necesidades de la época, no se olvide de la rica herencia religiosa,
social y política que nos legaron nuestros mayores; un gobierno firme
sin obstinación, justiciero sin crueldad, grave y majestuoso sin el
irritante desdén del orgullo; un gobierno que sea como la clave –de un
edificio grandiosos donde encuentren cabida todas las opiniones
272
razonables, respeto todos los derechos, protección todos los intereses
legítimos: he aquí el objeto de la presente publicación” Balmes,
1844_El pensamiento de la Nación.
Constata Balmes que el absolutismo ha envejecido
irremisiblemente y que, en consecuencia, la política del sentido común
ha de romper con viejos prejuicios como aquel que se alimentaba de
la alianza entre el Trono y el Altar, útil, tal vez para el Trono pero
palpablemente perjudicial para el Altar, cuya razón y fuerza no es de
este mundo. En su libro Pío IX, muestra Balmes cómo la tal alianza,
que el absolutismo llegó a utilizar como coartada y, por lo mismo,
resultó pesada rémora para la Iglesia en siglos pasados, ahora se
alza en subrepticio adversario de la propia función eclesial.
Condenable es tal alianza incluso por elemental pragmatismo político:
el recalcitrante absolutismo de un Fernando VII e incluso de su
“tradicionalista” hermano Carlos Isidro de Borbón, incurre en el mayor
de los absurdos porque, aunque procuren evitar la línea de pasadas
intransigencias, intenta responder a los problemas de sociedades que
ya no existen: la realidad de los países más avanzados muestra que el
progreso se abre más fácil camino en las sociedades democráticas.
En esas sociedades democráticas, a juicio del sentido común que
predica Balmes, cabe un principal espacio al humanismo cristiano en
cuya substancia está un orden y un progreso alimentados por el
trabajo, la generosidad y la libertad. Quiere ello decir que, en la
política, que demandan los nuevos tiempos, se hace imprescindible
cicatrizar las heridas de ancestrales enfrentamientos por cuestiones
de pensamiento, atenerse a los constructivos comportamientos, seguir
el ejemplo de las sociedades que han sabido casar la libertad con la
responsabilidad y procurar
«acción, unión y Gobierno verdaderamente nacional, a votar y a
perdonar; no queda otra salvación para España» …. «Conceder a la
época lo justo y conveniente, negándole lo injusto y dañoso; mejorar
la condición de los pueblos sin precipitarlos en la anarquía; prevenir la
revolución por medio de la reforma…»
Se vivía en plena Guerra Civil entre carlistas y cristino-isabelinos,
éstos presumiendo de liberales, aquellos de tradicionalistas (“fieles a
Dios, a la Patria y al Rey”, no a la reina). En todas sus intervenciones
políticas, Balmes, con serias reservas sobre la categoría moral de unos
u otros, defendía el orden establecido sin mayor argumento que el
del mal menor abogando por un familiar entendimiento hasta llegar al
273
matrimonio entre la reina-niña Isabel (1830-1904) y su primo Carlos
Luis de Borbón y Braganza, conde de Montemolín (1818-1861), hijo
del belicoso pretendiente Carlos María Isidro de Borbón, lo que
hubiera podido significar el fin de las guerras entre las dos Españas
enconadamente enfrentadas.
Contra esa proposición de riguroso sentido común, privaron
torticeros intereses tanto nacionales como del Exterior, a los que, muy
probablemente, no fue ajeno el menor de los hijos de Carlos IV (por
lo tanto, hermano del difunto rey y del pretendiente), Francisco de
Paula Antonio de Borbón (1794-1865), quien ostentaba el título de
duque de Cádiz, presidía la Masonería española como Gran Maestre
del Gran Oriente Nacional de España e intrigó todo lo imaginable
hasta lograr que se desechase a cualquier otro de los pretendientes,
muy especialmente el citado conde de Montemolín, para casar con
Isabel II y entronizar como rey consorte a su hijo, Francisco de Asís
de Borbón (1822-1902), al parecer, contra la propia voluntad de la
joven reina quien, a sus 16 años, soñaba con un esposo “más varonil”
que el amanerado primo (el novio, con 24 años de edad, ya cargaba
entonces con el mote de la “Paquita”).
Fue una boda que hizo recrudecer las rivalidades políticas de los
“hunos” y de los hotros (que habría dicho Unamuno) con el
subsiguiente ahondamiento de la brecha entre las dos Españas,
artificial y exageradamente ideologizadas. Lo que siguió ya lo hemos
visto en el capítulo anterior, cerrado cuando creía adivinarse una
nueva era en la persona de Alfonso XIII, Rey constitucional de
España con dieciséis años de edad recién cumplidos.

274
3
LO ESPAÑOL ANTE EL FUNDAMENTALISMO MATERIALISTA
Cuando Anselmo Lorenzo, líder "obrerista" español, visita a Carlos
Marx (Londres, 1.870), se muestra sorprendido e, incluso desconfiado
ante el caudal de "ciencia burguesa" que derrocha el padre del
"socialismo científico". No entiende que, para humanizar el mundo del
trabajo, haya de acudir a teorizantes burgueses, que no salen de su
propio círculo hasta perderse en una maraña de leyes dialécticas que
distraen en lugar de arrastrar hacia la pretendido revolución
proletaria.
Eran los tiempos de la predicamenta visceral de un tal Fanelli,
discípulo de Bakunín, célebre teorizante del "comunismo libertario" o
anarquismo. Se abría España a la revolución industrial en un clima de
carencias ancestrales para los más débiles, esos mismos que resultan
fácil señuelo para los predicadores de efímeras y ruidosas libertades;
son libertades imposibles porque nacen sin raíces en lo más real del
propio ser y, por lo mismo, pretenden crecer desligadas de una seria
reflexión personal. En aquellas rebeldías poca fuerza tenía la fiebre
racionalista que privaba entonces en los grandes movimientos
ideológicos de otros países en vías de desarrollo. Era el nuestro un
terreno escasamente abonado para idealismos hegelianos o marxistas.
Era la España que no se encuentra cómoda en el papel de
sombra de Europa a que parecen condenarla no pocos de los
ilustrados de entonces; la España que siente en sus entrañas la
necesidad de roturar caminos propios para perseguir su realización, la
España creyente y escasamente burguesa, la España que hace de la
Religión su principal preocupación incluso para presumir de irreligiosa.
Se hablaba entonces de la Primera Internacional, víctima a poco de
nacer de la rivalidad entre Miguel Bakunín y Carlos Marx. Ambos
habían soñado capitalizar las inquietudes sociales de los españoles: el
primero envió al citado Fanelli y Marx a su hija Laura y al marido de
ésta, Pablo Lafargue.

275
Sabemos que los primeros movimientos españoles de rebeldía
preferían el "anarco-sindicalismo" al llamado socialismo científico. Muy
probablemente, inclinaron la balanza a favor de este último
personajes como Pablo Iglesias (1.850-1.925), marxista ortodoxo en
la línea de Julio Guesde y Lafargue; la tal ortodoxia sufrió
substanciales modificaciones a tenor de estrategias electoralistas de
divulgadores como Indalecio Prieto o Besteiro, quienes, de hecho,
han orientado al socialismo español a posiciones cercanas o lo que
hoy se conoce como socialdemocracia; son actualizaciones que
encuentra paralelo en casi todas las corrientes colectivistas de los
países industrializados.
Una rápida visión sobre la evolución del colectivismo en España
nos muestra cómo ha sobrado espontaneidad irreflexiva o adhesión
electoralista y ha faltado originalidad en la precisión de la teoría: sin
reservas, puede decirse de cualquiera de las variantes del colectivismo
español que es doctrina estrictamente foránea.
Lo es también el laicismo racionalista que los divulgadores
españoles del colectivismo practicaron y contagiaron a sus seguidores.
Aun hoy, cualquier colectivista que se precie, presumirá de agnóstico
cuando no de apasionadamente irreligioso, detalle que ponen de
manifiesto en ocasiones solemnes como la "promesa" de un cargo
público en lugar de un rotundo y comprometedor juramento.
La evidente escasez de raíces autóctonas en la formulación del
colectivismo español (socialismo o comunismo) es el resultado de
diversas circunstancias. Reparemos en cómo, allende los Pirineos, la
evolución de las teorías e ideas sufrió el fuerte impacto de la corriente
burguesa entre nosotros diluida por peculiares sucesiones de largos
acontecimientos como la invasión musulmana, la forzada convivencia
entre muy encontradas formas de entender la vida, la ausencia de
genuino feudalismo, la llamada Reconquista, el descubrimiento,
subsiguiente colonización y evangelización de nuevos mundos, las
fuertes vivencias religiosas...
Por demás, el "espíritu del capitalismo" nunca se desarrolló en
España con el incondicionado empeño que facilitaron nuestros más
directos competidores: no ha contado con los soportes "morales"
esgrimidos por la teoría calvinista de la predestinación; en la medida
en que lo hicieron Inglaterra, Holanda, Francia e, incluso Portugal, no
se ha alimentado de la sangre y sudor de otras razas; ni, tampoco (al
276
menos, hasta hace unos años), fué capaz de aligerar las conciencias
al mismo nivel de las clásicas figuras del "darwinismo social": todos
esos que amasaron inmensas fortunas en enormes campos de
trabajos forzados o en los primeros siniestros montajes industriales
servidos por los más débiles o con menos fuerza para hacer valer un
mínimo derecho.
Por los avatares de su propia historia, resultó difícil que en
España prendiera ese desmedido vuelo de la fantasía que se
autocalificó de "idealismo especulativo" y cuya paternidad hemos
podido otorgar a la ideología burguesa o arte de encerrar lo
trascendente dentro de los límites de una insolidaria individualidad.
Ello no quiere decir, ni mucho menos, que España haya
marginado las grandes preocupaciones de la vida y del pensamiento;
tampoco quiere decir que haya negado su atención a los trabajos de
los más celebrados pensadores extranjeros. A ellos se ha referido con
más o menos adhesión a la par que contaba con caminos de discurrir
y estilos de vida genuinamente españoles.
Recordemos cómo nuestro buen pensar y hacer tiene ilustres
referencias que, en ocasiones, han resultado ser piedras angulares de
concordia universal; cómo marcan peculiares cauces de modernidad
pensadores españoles al estilo de Luis Vives, Francisco Suárez,
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Cervantes, Balmes, Donoso Cortés,
Unamuno, Ortega, Zubiri...
Expresamente, entre los grandes pensadores de la "Modernidad",
hemos incluido a los "místicos" españoles más celebrados en todo el
mundo. Hemos de reconocer que, en su trayectoria vital e intelectual,
estuvo presente un riquísimo mundo de ciencia política, arte, filosofía,
teología.... a las que veían y aceptaban como campos de acción a los
que hacer llegar la voluntad de Dios, que reviste a todo lo Real de
sentido.
Aun hemos de recordar cómo en la época más fecunda de
nuestra historia, la madre España pare a Don Quijote, engendrado por
un "espíritu renacentista" el cual, a diferencia de otros "espíritus
nacionales" del Renacimiento, se niega a incurrir en el esclavizante
culto al Acaparamiento: es, recordemos, el caballero anti burgués que
se alza contra los "hidalgos de la Razón" (Unamuno).

277
Gracias a todo ello, resulta difícil en España la consolidación de
una irreal vida que pudiera imponer el gregarismo, sea éste
respaldado por los grandes nombres de la cultura racionalista. Muy
probablemente, el español medio no sea ni mejor ni peor que el
pakistaní o el islandés medio... pero cierto que, con carácter general,
no ha desertado aun de su compromiso por proyectar algo de sí
mismo hacia una pequeña o grande parte de su entorno.
Pero, en la última mitad del anterior y en lo que va de Siglo,
España entra en un período de "desvertebración", que podría decir
Ortega. Con la progresiva desvertebración de España coincide una
ostensible ignorancia de lo propio por parte de no pocos intelectuales
situados. Es así cómo, con progresivas raíces en las capas populares,
llegaron a España las secuelas de la Reforma, del Racionalismo tardío
y de las diversas formas de hedonismo que parecen anejos a la
sociedad industrial: desde el siglo XVII son abundantes los círculos
"ilustrados" que hacen de la cultura importada su principal obsesión.
Es así como cobran audiencia los clásicos santones del
capitalismo individualista (colectivista también por la conciencia
gregaria que en él se alimenta), del enciclopedismo o del socialismo,
todos ellos aliñados con un visceral odio a la Religión.
Pronto, estudiosos habrá en España que echen en falta un
sucedáneo de la Religión con fuerte poder de convicción: habría de
ser una especie de puente filosófico entre los grandes temas de la
cultura y de la práctica mitinera. Para cubrir tal laguna hubo gobierno
que, admirador fervoroso del moribundo idealismo alemán, creó
becas ad hoc. Beneficiario de una de ellas fue Julián Sanz del Río
(1.814-1.869), que viajó Alemania con la intención de profundizar en
el conocimiento de tal Krause (1781-1832), habitual referencia de los
círculos “progresistas” de entonces.
Lo de Krause, profundamente burgués y nada "meridional"
(recuérdese el entronque de nuestra cultura), quería ser una posición
de equilibrado compromiso entre el más exagerado idealismo y las
nuevas corrientes del materialismo panteísta. Sanz del Río se propuso
propagarlo en España desde el soporte que le brindaba el Catolicismo.
El krausismo que divulgó en España Sanz del Río quería ser más
que una doctrina, un sistema de vida. Y hete aquí como un pensador
de tercera fila cual era considerado Krause en el resto de Europa, a
tenor de las circunstancias del momento (era lo laico lo más "in") y
278
de la protección oficial, fue presentado en España algo así como el
imprescindible alimento espiritual de los nuevos tiempos: era una
especie de religión hecha de sueños idealistas y de apasionados
recuerdos históricos aplicables a la certera interpretación de todo un
cúmulo de inventados determinismos. Pronto, de la mano de Giner de
los Ríos, cobrará extraordinaria audiencia del "Instituto Libre de
Enseñanza (1.876)", que vivió al calor del krausismo y es ineludible
referencia cuando se habla de la "secularización" de España.
Nace así lo que podría ser considerado el principal foco de la
"Intelligentsia" española, a cuya sombra se desarrolla la
intelectualidad de personajes como Salmerón, Castelar, Pi y Margall o
Canalejas. Si bien está absolutamente olvidado entre la mayoría de los
españoles, no faltan teorizantes de relevante poder político que
hacen del krausismo una base doctrinal diametralmente opuesta a la
enseñanza religiosa. Por su breve y teatral trayectoria, el krausismo
nos ha dado la prueba de los limitados horizontes que España abre a
una "sistemática fé materialista", condición esencial para la
implantación de cualquier forma de colectivismo.
Aun así, en la reciente historia del pensamiento español, no se
cuenta con otra doctrina laica que pueda competir con las pobres
pervivencias del krausismo.
Esto último, una vez desechada cualquier referencia a los
santones históricos del colectivismo, puede ser la causa de que
algunos políticos españoles hayan querido hacer de la corta tradición
krausista un camino hacia la descristianización de la cultura española,
paso previo para el desarrollo de ese gregarismo que esperan de los
españoles.
Quiere ello decir que el socialismo español, nuestra principal
forma de colectivismo, no tiene, pues, norte ideológico de cierta
consistencia. Otro tanto sucede con el escaso, pero recalcitrante
comunismo. Falto de raíces para convertirse en "alimento espiritual"
o catálogo de respuestas a los problemas del día a día, no se puede
decir que en España cualquiera de las formas del colectivismo
presente poderosa base argumental contra la creencia en la necesaria
personalización a través del trabajo solidario, la libertad
responsabilizante y la fé en el sentido trascendente de la propia vida.
Y resultará, a lo sumo, la etiqueta de un grupo con afán de
gobernar o de mantener el poder. O una plataforma de largas
279
divagaciones en las que dancen conceptos e intenciones, pero nunca
reales apuntes sobre el sentido de la vida humana, ni tampoco sobre
un posible compromiso nacional a tenor de nuestra trayectoria
histórica y nuestra escala de valores.
Probablemente, muchos de los que todavía gustan de llamarse
socialistas (no olvidemos que es el socialismo la más poderosa de las
actuales corrientes de colectivismo) no han captado la genuina y
valiosa aportación que nuestro "Genio Nacional" brinda a la ineludible
tarea de desarrollar tanto el progreso asequible a los españoles como
la participación personal y comunitaria en esa exigencia de los
tiempos: proyectar trabajo solidario y libertad hasta donde llegue
nuestro foco de influencia: resistir a la tentación burguesa para
asumir la vocación cristiana.

4
¿PORVENIR RELIGIOSO Y DEMOCRÁTICO DE ESPAÑA?
Recordemos que por Democracia (cuya etimología viene de los
vocablos griegos “demos”, pueblo, y “kratos”, poder) nos gusta a
muchos entender “el Gobierno del Pueblo, por el Pueblo y para el
Pueblo”, como Lincoln quiso hacer ver en su famoso discurso de
Gettysburg (USA) el 19 de noviembre de 1863. Viene esto a cuento
porque son muchos los que sacralizan el concepto República, evento
histórico o “localista”, para situarlo por encima de Democracia,
concepto que, en la sociedad industrial en que nos toca vivir, la
mayoría identificamos como el “menos malo de los sistemas y formas
de hacer política”.
Parece ser que no fue hasta 1849 cuando en España hubo un
partido político denominado democrático: nos referimos al Partido
Democrático, Partido Demócrata o Partido Progresista Demócrata
280
nacido de la escisión del que fue llamado Partido Progresista, surgido
éste a la muerte de Fernando VII como oposición a los llamados
partidos conservadores.
El 25 de septiembre de 1854, fecha de uno de los congresos del ya
reconocido en el ámbito de la política española como Partido
Demócrata, intervino un joven abogado de 22 años para, con voz y
ademanes que sorprendieron a todos por considerarlos propios de los
más avezados oradores, introdujo en su discurso:
"¿Queréis saber lo que es la democracia? […] Voy a defender las
ideas democráticas si deseáis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los
partidos ni a los hombres; pertenecen a la humanidad. Basadas en la
razón, son como la verdad, absoluta, y como las leyes de Dios,
universales".
La profesora Mª. Carmen García Tejera describe muy bien el
batiburrillo de partidos, ideas, encuentros y desencuentros de la
época, que va desde la regencia de María Cristina de Borbón dos
Sicilias (1833) hasta la llamada “Restauración” (1874):
El partido conservador quería la renovación de la Monarquía; el
partido radical, la salud del pueblo; el partido conservador, la
educación progresiva de las democracias; el partido radical, el
advenimiento súbito de las democracias; el partido conservador, el
derecho escrito; el partido radical, el derecho eterno; el partido
conservador, la libertad, pero poniéndole ciertas limitaciones legales;
el partido radical, la libertad, pero extendiéndola hasta los mismos
límites a donde se extiende la naturaleza humana; el partido
conservador, las reformas graduales; el partido radical, las reformas
instantáneas. Fuerzas opuestas, enemigas, que creyeron haber
firmado en la Constitución de 1869 un pacto, cuando sólo habían
firmado una tregua, y que creyeron haber encontrado en la Revolución
de 1868 un cauce donde mezclar sus corrientes, cuando sólo habían
encontrado un nuevo campo de batalla donde medir sus fuerzas.
Como es sabido, tras los bandazos entre “progresistas” y
“conservadores” con trasfondo de guerras y “pronunciamientos”,
pareció sobrevenir una nueva era (“Sexenio democrático”) merced a
una revolución llamada la “Gloriosa” (1868), con mayoría votando por
una monarquía a la “escala de los tiempos”, lo que llevó a la
recurrente medida de colocar en el trono de los Reyes Católicos a un
figurín italiano llamado Amadeo de Saboya (Macarronini I, según la
jerga popular) y sin voluntad para hacer frente a los más acuciantes
problemas lo que produjo el efecto de ahondar las divisiones entre
281
republicanos y monárquicos, éstos, a su vez, divididos entre carlistas,
Alfonsino y posibilistas en una confusión sobre la que se impuso,
como mal menor la proclamación de una República Federal con no
más de un año de duración; entre sus cuatro presidentes (o cinco, si
incluimos al general Serrano, jefe del Estado tras el golpe de Pavía) ,
destacó Emilio Castelar por su elocuencia y probable “fe republicana”.
Fue el 2 de enero de 1874, cuando Castelar, “presidente del poder
ejecutivo de la República Española” (ése era su título), pedía ante
unas multicoloristas Cortes republicanas el preceptivo voto de
confianza para resolver la caótica situación por la que pasaba
España. Con el electrizante tono de voz que le caracterizaba,
Castelar mostró cómo
Las generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y
venidas a organizar la Democracia, detestan igualmente las
revoluciones y los golpes de Estado, fiando sus progresos y la
realización de sus ideas a la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y
a la práctica constante de los derechos humanos. Tal es el carácter de
las modernas sociedades.
Puesto que veía en el afianzamiento de régimen republicano la
solución de todos los males patrios, cree oportuno hacer una
profesión de su fe política en los siguientes términos:
Pero antes que liberal, antes que demócrata, soy republicano, y
prefiero la peor de las repúblicas a la mejor de las monarquías; y
prefiero una dictadura militar dentro de la República , al más
bondadoso de todos los reyes.
¿Era esa “república” la sociedad abandonada a sus
espontaneidades en la supuesta paz primitiva que echaba de menos
Rousseau? ¿o era, más bien, un ordenado encadenamiento de
responsabilidades muy personalizadas en la línea preconizada por el
jesuita Juan de Mariana (1535-1624), para quien
“La república, verdaderamente llamada así, existe si todo el pueblo
participa del poder supremo; pero de tal modo y tal templanza que los
mayores honores, dignidades y magistraturas se encomienden a cada
uno según su virtud, dignidad y mérito lo exijan? Claro que tal parece
corresponder al orden de los buenos deseos en tanto en cuanto
sucede que “los honores y cargos de un Estado se reparten a la
casualidad, sin discernimiento ni elección, y entran todos, buenos y
malos, a participar del poder, entonces se llama democracia” ( Juan
de Mariana, “De rege et regis institutione”).

282
Al respecto, hemos de señalar que, hasta muy entrado el siglo
XVIII, el término democracia era asimilado a desgobierno mientras
que en el término República o, más propiamente, “república cristiana”
se veía el ideal la armoniosa convivencia entre gentes de buena
voluntad. Bien conocemos la tendencia de los políticos a simplificar
conceptos para airear convenientemente la palabra redonda por ellos
preferida, razón de más para, ya situados en el siglo XXI,
consideremos Democracia la forma más civilizada de universalizar la
responsabilidad política mientras que República, en su acepción
actual, no es más que una accidental forma de gobierno no de
superior categoría que la llamada Monarquía Parlamentaria.
Contra esa especie de fundamentalismo republicano, que
auspiciaba Castelar, además de no pocos de los que vivían a la
sombra de aquella República y esperaban más prebendas y menos
autoritarismo, estaban los que se decían amigos de un orden
amparado por el Trono y el Altar, una buena parte de la jerarquía
militar y, también, una amplia mayoría del pueblo español que ligaba
a la figura de un rey la continuidad de su propia historia. Claro que
todo ello no habría representado mayor dificultad si una parte de los
diputados que habían aupado su ascenso no le hubieran
abandonado: Castelar no arrancó el voto mayoritario que pretendía
y perdió la moción de confianza, circunstancia que aprovechó el
general Pavía para el día siguiente, 3 de enero de 1874, enviar una
dotación militar a las Cortes con lo que, tal como hemos visto
anteriormente, da paso a la breve dictadura del general Serrano
(desde abril a diciembre del mismo año) y subsiguiente Restauración
de la Monarquía, esta vez constitucional y parlamentaria, ello sin
romper del todo con el viejo caciquismo y la discriminación en
función de sexo y nivel de ingresos (pervivencia del voto censitario),
pero proporcionando a la nación una estabilidad política alimentada
por una Constitución, que preconizaba una soberanía compartida
entre Corona y Cortes, la bonhomía del rey y el constructivo
pragmatismo y complementario entendimiento de Cánovas y
Sagasta, líderes respectivos de conservadores y progresistas.
En esa atmósfera, la Hispanidad, como “idea fuerza”, deja de
evocar un decadente imperio para sugerir la posibilidad de un
renacimiento cultural: paralelo a la pérdida de Cuba y Filipinas,
toma cuerpo una especie de “Ilustración” a la española con la

283
llamada Generación del 98 como principal protagonista. Ahí hubo de
todo, desde utopistas a pragmáticos, desde laicos a confesionales e,
incluso, desde reputados ideólogos como Unamuno y Ganivet a
políticos de “andar por casa” como, a nuestro entender, pueden ser
catalogados el socialista Pablo Iglesias y el nacionalista Sabino Arana,
a quienes habremos de volver en el momento oportuno.
Centrémonos ahora en los “ideólogos” Miguel de Unamuno (1864-
1936) y Ángel Ganivet (1865-1898), ambos destacados ejemplares
de la Generación del 98, con pocos más de treinta años de edad en
aquellas fechas y ambos muy condicionados por el momento histórico
que les había tocado vivir a la vez que igualmente preocupados por
cambiar el mundo.
Miguel de Unamuno se siente anclado a la intra-historia de los
españoles de siempre que creen, rezan y hacen cosas para luego
pensar sobre ellas como medios de progresiva realización personal.
Cristiano, que vive “agónicamente” la tensión entre razón y fe, a fuer
de vasco, se ve a sí mismo y ve a sus paisanos como españoles
hasta el tuétano y, desde esa vivencia, confiesa: “siéntome con un
alma medieval y se me antoja que es medieval el alma de mi patria;
que ésta ha atravesado, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma
y la Revolución”. Escribe como cree y vive: sincera, apasionada y
contradictoriamente, pero siempre pegado a la tierra en perpetua
hambre de Dios y con la esperanza de un mañana mejor que el
presente. Hubo un tiempo en el que, abiertamente, compartió con los
marxistas la idea de que los medios y modos de producción
marcaban la pauta a la historia, pero pronto se le impuso la
convicción de que, por encima de tal condicionamiento (que no
“determinación”) había de situar a la Religión, verdadero motor de
voluntades. Nos queda la duda si, realmente, para Unamuno el
Cristianismo fue la vivencia íntima con Dios a través de Jesucristo y,
por lo tanto, bastante más que un compendio de cultura o civilización.
Angel Ganivet, que no sabe muy bien si cree en Dios y se ha
educado en el decadente idealismo krausista, no ve luz al final del
túnel en el que se considera atrapado. En su Idearium español
(1897), pasando revista a los que llama “ideas madre” (el
“senequismo”, el “cristianismo popular”, el “espíritu peninsular”, “la
abuliaespañola”…), apunta la irremediable decadencia de una nación,
la española, que se pierde en divagaciones, luchas fratricidas y

284
proyectos imposibles mientras que los vecinos del Norte aprenden a
vivir de mejor en mejor y los del Sur echan en falta lo que los
españoles les podría aportar si sus mejores energías fueran aplicadas
a desarrollar lo que, en otro tiempo, fue su mayor riqueza: la
impronta de personajes como Séneca y las excepcionales vivencias
hispano-musulmanas durante ocho siglos de fecunda historia, algo
que, difícilmente bajará al terreno de lo realizable en cuanto es tarea
vana recuperar el “espíritu que, hace cuatro siglos, se escapó de
España”. Si no fuera así, cabría la esperanza de aferrarse a un
repliegue de la propia interioridad, “concentración de todas nuestras
energías dentro de nuestro territorio… cerrar con cerrojos, llaves y
candados las puertas por donde el espíritu español se escapó de
España para derramarse por los cuatro puntos del horizonte”; no ve
posible tal eventualidad, se deja ganar por la desesperación (o, tal
vez, no soportó el desamor de la mujer amada) y, como idealista y
empedernido romántico que era, al igual que hiciera Larra medio siglo
antes, buscó en el suicidio la presunta liberación de la forma más
estúpida que uno pueda imaginarse: un gélido río (el Dvina en
Letonia) a miles de kilómetros de su tierra y amigos. Ello ocurrió
pocos días antes de cumplir los 33 años de edad: el 29 de noviembre
de 1898, el mismo año del “desastre” y de la referencia de una
excepcional Generación intelectual española.
Aunque mantuvieron copiosa correspondencia Unamuno y Ganivet
no llegaron a ser grandes amigos, tal vez porque el respeto mutuo
sufría los embates de una “natural rivalidad académica”, en ocasiones,
próxima la envidia del uno hacia el otro y viceversa: brillantes,
inconformistas y celebrados por sus respectivos círculos desde muy
jóvenes, no es de extrañar que se consideraran rivales en el empeño
por lograr la prominencia en el mundo del pensamiento literario
político que ambos cultivaban. Se puede creer que el “Idearium
Español” (1897) de Ganivet es una “etérea réplica” de “En torno al
casticismo”, libro que Unamuno había publicado un año antes.
Durante el renombrado año de 1898, El Defensor de Granada
publicó parte de la citada correspondencia, que en febrero de 1912,
trascurridos catorce años del suicidio de Ganivet, fue reeditado en
formato de libro bajo el título de “El porvenir de España” con prólogo
del propio Unamuno, cuya es la siguiente explicación:

285
Conocí a Angel Ganivet en la primavera de 1891 hallándonos
ambos en Madrid con el fin de hacer oposiciones a cátedras de griego,
yo a esta de Salamanca que profeso, y él a una de Granada. El
Tribunal, presidido por mi venerado Maestro D. Marcelino Menéndez y
Pelayo, era el mismo para las dos oposiciones, pero los ejercicios eran
distintos; primero, los de la cátedra de Salamanca, y después, los de
Granada. Ganivet asistió a mis ejercicios todos y yo a los suyos, y
todos los días de aquellos alegres y claros de Mayo y Junio, nos
reuníamos después de almorzar en el café, y después de haber
concluido los ejercicios, a media tarde, nos íbamos a tomar sendos
helados -de que, como yo, era goloso- a una horchatería de la Carrera
de San Jerónimo y desde allí al Retiro.
Por aquel entonces, prendía en el “progresismo español” la prédica
socialista importada de Francia, Italia o Alemania; es así cómo hubo
un tiempo en el que Unamuno, siguiendo al italiano Aquiles Loria
(1857-1943) con su socialismo agrario y a Carlos Marx (1818-1883)
con su materialismo histórico, defendía la idea de que los burgueses
monopolizaban bienes naturales e instrumentos de producción sin
importarles que ello desencadenase lucha de clases sin cuartel e
incluso encarnizadas guerras; claro que, para él, no es la dictadura
del proletariado el último capítulo de la Historia sino, más bien, el
triunfo de esa Verdad que enseña la Religión, subyace en la “Intra-
historia” y avala el Sentido Común. Unamuno se siente
“irremediablemente” cristiano y, por ello, no teme caer en la
desesperación. y, con fina ironía, hace a su colega la siguiente
Ganivet, por su parte, persigue ideas en lugar de detenerse a
captar las lecciones de las realidades palpables. Por ejemplo, la idea
de una España lejana y cuasi pagana es para él infinitamente más
sugerente que la España actual y resultante del modo de ser y vivir
de los españoles; lo grave es que de esa concepción hace un reducto
para no salir de un agobiante presente sin otra válvula de escape que
el divagar sobre la herencia intelectual de Platón, Séneca, Hegel o
Krause y escribir (magistralmente, eso sí) sobre lo banal de las ideas
de su época sin otra posible solución que más etéreas ideas, recibidas
así por Unamuno, luego de intentar hacer ver lo que él entiende por la
realidad de España:
No ahínca usted en su libro en la concepción religiosa española ni
en la obra de su cristianización, y aun me parece que en esto no ha
llegado usted a aclarar sus conceptos. Sólo así me explico lo que en la
página 23 dice usted de la Reforma, juzgándola con notoria injusticia y
286
a mi entender con algún desconocimiento de su última esencia, así
como del "verdadero sentido del cristianismo", que ha de hallarse en la
fe que permanece bajo las disputas de los hombres. Así me explico
también que al principiar su libro confunda usted el dogma de la
Concepción Inmaculada con el de la virginidad de la madre de Jesús.
Es una lástima el que los espíritus más geniales, más vigorosos,
más sinceros y más elevados de nuestra patria no hayan trabajado lo
debido sus concepciones y sentimientos religiosos, y que en este país,
que se precia de muy católico, sea general la semi-ignorancia en
cuanto al catolicismo y su esencia, aun entre los teólogos. La llamada
fe implícita ha tomado un des arrollo que debe espantar a toda alma
sinceramente cristiana.
Es menester que nos penetremos de que no hay reino de Dios y
justicia sino en la paz, en la paz a todo trance y en todo caso, y que
sólo removiendo todo lo que pudiere dar ocasión a guerra es como
buscaremos el reino de Dios y su justicia, y se nos dará todo lo demás
de añadidura.
Y no prosigo ni despliego por ahora las ideas que acabo de
apuntar, por que espero hacerlo con mayor sosiego, Ya sé que se las
tachará de pura utopía.
¡Utopías! ¡Utopías! Es lo que más falta nos hace, utopías y
utopistas. Las utopías son la sal de la vida del espíritu, y los utopistas,
como los caballos de carrera, mantienen, por el cruce espiritual, pura
la casta de los utilísimos pensadores de silla, de tiro o de noria. Por ver
en usted, amigo Ganivet, un utopista, le creo uno de esos hombres
verdaderamente nuevos que tanta falta nos están haciendo en España.
Es la amigable confrontación entre dos mentalidades contra-
puestas y, en cierta forma, complementarias; claro que el deses-
peranzado Ganivet ve en los dichos de su oponente un inoportuno
reproche del que se defiende de la siguiente manera:
Usted habla de "despaganizar" a España, de libertarla del "pagano
moralismo senequista", y yo soy entusiasta admirador de Séneca;
usted profesa antipatía a los árabes, y yo les tengo mucho afecto, sin
poderlo remediar. Conste, sin embargo, que mi afecto terminará el día
que mis antiguos paisanos acepten el sistema parlamentario y se
dediquen a montar en bicicleta.
Lo más permanente en un país es el espíritu del territorio. El hecho
más trascendental de nuestra historia es el que se atribuye a Hércules,
cuando vino y de un porrazo nos separó de Africa; y este hecho no
está comprobado por documentos fehacientes. Todo cuanto viene de

287
fuera a un país, ha de acomodarse al espíritu del territorio si quiere
ejercer una influencia real.
. España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el
absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de
su acabamiento. Pero donde usted ve a Don Quijote volver vencido por
el caballero de la Blanca Luna, yo lo veo volver apaleado por los
desalmados yangüeses, con quien topó por su mala ventura.
En una subsiguiente carta, igualmente publicada en 1898 por El
Defensor de Granada y luego transcrita en 1912 como parte del libro
El Porvenir de España, Unamuno responde a Ganivet con argumentos
como los siguientes:
Usted ha rodado por tierras extrañas puestos siempre su corazón y
su vista en España, y yo, viviendo en ella, me oriento constantemente
al extranjero, y de sus obras nutro sobre todo mi espíritu. Son dos
modos de servir a la patria diversos y concurrentes, Y en punto a
patriotismo, ¡qué tristes nociones ha esparcido la ignorancia por
España! Hase olvidado que la verdadera patria del espíritu es la
verdad; que sólo en ella descansa y trabaja con sosiego.
Parmentier hizo más obra y más duradera trayéndonos las patatas,
que Napoleón revolviendo a Europa, y hasta más espiritual, porque
¿qué no influirá la alimentación patatesca en el espíritu?
Hemos oído en lontananza el eco de los cascos de los caballos de
los árabes al invadir España, y no el silencioso paso de los bueyes que
a la vez trillaban las parvas de los conquistados, de los que se dejaron
conquistar.
Los dos factores radicales de la vida de un pueblo, los dos polos
del eje sobre que gira son la economía y la religión. Lo económico y lo
religioso es lo que en el fondo de todo fenómeno social se encuentra.
El régimen económico de la propiedad, sobre todo de la rural, y el
sentimiento que acerca del fin último de la vida se abriga, son las dos
piedras angulares de la constitución íntima de un pueblo. Toda nuestra
historia no significa nada como no nos ayude a comprender mejor
cómo vive y cómo muere hoy el labriego español; cómo ocupa la tierra
que labra y cómo paga su arrendamiento, y con qué estado de ánimo
recibe los últimos sacramentos; qué es y qué significa una senara o
una excusa, y qué es y qué significa una misa de difuntos.
En el país español que mejor conozco, por ser el mío, en Vizcaya,
el establecimiento de la industria siderúrgica por altos hornos y el
desarrollo que ha traído consigo, representa más que el más hondo
suceso histórico explosivo; es decir, de golpe y ruido, como creo que
en esa Granada el establecimiento de la industria de la remolacha ha
288
tenido más alcance e importancia que su conquista por los Reyes
Católicos.
Pero, ya entonces, en el inicio de su fecunda y brillantísima
madurez intelectual, Unamuno percibía el sinsentido de un
“materialismo histórico” que no admite la “luz” y la “sal” del Espíritu:
Tomemos buena nota de ése su categórico apunte, que nos parece
pleno de sentido: Los dos factores radicales de la vida de un pueblo,
los dos polos del eje sobre que gira son la economía y la religión.
No sería el Unamuno que todos conocemos y admiramos si, ante la
confusión que hacen muchos de sus paisanos entre patria y religión,
no apuntase con un deje de sincera rabia y también de esperanza
cristiana:
Sé que a muchos parecerá lo que voy a decir una atrocidad, casi
una herejía, pero creo y afirmo que esa fusión que se establece entre
el patriotismo y la religión daña a uno y a otra…. El patriotismo tal y
corno hoy se entiende en los patriotismos nacionales es un sentimiento
pagano…. Tenemos de la fraternidad la idea que tienen las tribus
salvajes: sólo es hermano el de la misma tribu.
Tiene usted muy triste razón cuando afirma que el cristianismo
apenas se ha iniciado, que no es más que una débil capa en los
pueblos modernos. El evangelio de éstos es, en realidad, ese
condenado Derecho romano, quintaesenciado sedimento del
paganismo, médula del egoísmo social anticristiano… Lo cristiano es
gracia y sacrificio, no derecho ni deber.
Para cerrar este capítulo, tan ilustrativo respecto a lo que políticos
como Castelar y pensadores como Unamuno y Ganivet, destacados
representantes de la Generación del 98, hicieron y opinaron sobre el
Porvenir de España, creemos de lugar el reprocharles un
esterilizante e inoportuno “complejo rusoniano”, lo que les lleva a
sobreestimar lo colectivo en detrimento de lo personal: la “conciencia
colectiva”, realmente determinante en la actividad política de Castelar
y, ciertamente, más presente en el estoicismo precristiano de Ganivet
que en la irrenunciable religiosidad de Unamuno, no es más que un
ente convencional que, aunque desaparece con las personas que lo
alimentan, sugestiona e invita a la pereza hasta adocenar y esclavizar
mientras que la conciencia personal, en su más pura humanidad, es
singularizante, compromete a la voluntad y libera a toda la persona en
la medida en que el ego se confunde con el tú por la generosa (o,
más propiamente, amorosa) entrega a los demás y que, aunque solo
289
fuera desde la pura percepción terrenal, trasciende a la propia vida
mundana de quien se deja guiar por ella. Cuánto más desde la fe y
los valores con que comprometió a las personas de buena voluntad
Jesucristo y su Doctrina.
Ello entra en la Civilización y, mucho más, en la Religión
mayoritaria de los españoles por lo que, con toda legitimidad, hemos
de hacernos la siguiente pregunta: en el Porvenir de España ¿qué
papel juegan y han de jugar tanto la Religión como lo que las
sociedades modernas entienden por Democracia?

5
¿ES LA MONARQUÍA CONSTITUCIONAL MENOS
DEMOCRÁTICA QUE LA REPÚBLICA?
Lo dejó escrito el tan citado Antonio Cánovas del Castillo:
Invocando toda la historia de España, creí entonces, creo ahora,
que, deshechas como estaban por movimientos de fuerza sucesivos
todas nuestras Constituciones escritas, a la luz de la historia y a la luz
de la realidad presente sólo quedaban intactos en España dos
principios: el principio monárquico, el principio hereditario, profesado
profundamente —a mi juicio— por la inmensa mayoría de los
españoles, y, de otra parte, la institución secular de las Cortes.
(Wikipedia).
Fueron dos principios potenciados por la Constitución Española de
1876, la cual, sin disolución de continuidad, estuvo en vigor durante
no menos de 56 años (desde 1876 a 1923), cupiéndola el honor de
ser la más duradera de todas las que han pretendido regir la acción
política de los españoles. En ella se determinaba que la soberanía

290
nacional era compartida por las Cortes (bicamerales) y el Rey, a
quien, junto con otras soberanas atribuciones, correspondía
“La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey, y su
autoridad se extiende a todo cuanto conduce a la conservación del
orden público en lo interior y a la seguridad del Estado en lo exterior,
conforme a la Constitución y a las leyes” (Art. 50); “el mando
supremo del Ejército y Armada” (Art. 52); “Nombrar y separar
libremente a los Ministros” (Art. 54, 9).
El del Rey no es un poder absoluto en cuanto que,
aunque “su persona sea sagrada e inviolable” (Art. 48), “necesita
estar autorizado por una ley especial” para “Primero. Para enajenar,
ceder o permutar cualquiera parte del territorio español.Segundo.
Para incorporar cualquiera otro territorio al territorio español. Tercero.
Para admitir tropas extranjeras en el Reino. Cuarto. Para ratificar los
tratados de alianza ofensiva, los especiales de comercio, los que
estipulen dar subsidios a alguna Potencia extranjera y todos aquellos
que puedan obligar individualmente a los españoles: En ningún caso
los artículos secretos de un tratado podrán derogar los públicos.
Quinto. Para abdicar la Corona en su inmediato sucesor” (Art. 55).
Esa Constitución preveía una muy constructiva sintonía y
complementarie3dad entre las responsabilidades de uno y otro de los
dos principales poderes en que “delegaba” la soberanía nacional. Al
respecto, leemos en el Art. 32:
“Las Cortes se reúnen todos los años. Corresponde al Rey
convocarlas, suspender, cerrar sus sesiones y disolver simultánea o
separadamente la parte electiva del Senado y el Congreso de los
Diputados, con la obligación, en este caso, de convocar y reunir el
Cuerpo o Cuerpos disueltos dentro de tres meses”. En el Art. 37: “El
Rey abre y cierra las Cortes, en persona, o por medio de los Ministros”.
En el Art. 41: “El Rey y cada uno de los Cuerpos Colegisladores tienen
la iniciativa de las leyes”. En el Art. 45: . “Además de la potestad
legislativa que ejercen las Cortes con el Rey, les pertenecen las
facultades siguientes: Primera. Recibir al Rey, al sucesor inmediato de
la Corona y a la Regencia o Regente del Reino, el juramento de
guardar la Constitución y las leyes. Segunda. Elegir Regente o
Regencia del Reino y nombrar tutor al Rey menor, cuando lo previene
la Constitución. Tercera. Hacer efectiva la responsabilidad de los
Ministros, los cuales serán acusados por el Congreso y juzgados por el
Senado.”
Por demás, es de señalar que, desde unas circunstancias bien
distintas de las que condicionan la vida pública de los españoles en el
291
siglo XXI, en aquella Constitución, al tiempo que se propiciaba el
respeto a otros derechos fundamentales, se velaba por cerrar viejas
heridas y por convertir en constructiva la libertad de conciencia de los
ciudadanos sin las zarandajas demagógicas que, por ejemplo,
esgrimen inoportunidades como las aportadas por leyes al estilo de
“La Educación para la Ciudadanía” o de “La Memoria Histórica”. Tal
vemos en los subsiguientes artículos:
Art. 10. “No se impondrá jamás la pena de confiscación de bienes,
y nadie podrá ser privado de su propiedad sino por autoridad
competente y por causa justificada de utilidad pública, previa siempre
la correspondiente indemnización. Si no procediere este requisito, los
jueces ampararán y en su caso reintegrarán en la posesión al
expropiado.” Art. 11. “La religión católica, apostólica, romana, es la
del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros.
Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones
religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto
debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras
ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del
Estado.” Art. 12. “Cada cual es libre de elegir su profesión y de
aprenderla como mejor le parezca. Todo español podrá fundar y
sostener establecimientos de instrucción o de educación con arreglo a
las leyes. Al Estado corresponde expedir los títulos profesionales y
establecer las condiciones de los que pretendan obtenerlos, y la forma
en que han de probar su aptitud. Una ley especial determinará los
deberes de los profesores y las reglas a que ha de someterse la
enseñanza en los establecimientos de instrucción pública costeados
por el Estado, las provincias o los pueblos.” Art. 13. “Todo español
tiene derecho: - De emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de
palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro
procedimiento semejante, sin sujeción a la censura previa.- De
reunirse pacíficamente. - De asociarse para los fines de la vida
humana. - De dirigir peticiones individual o colectivamente al Rey, a
las Cortes y a las autoridades. - El derecho de petición no podrá
ejercerse por ninguna clase de fuerza armada. Tampoco podrán
ejercerlo individualmente los que formen parte de una fuerza armada,
sino con arreglo a las leyes de su instituto, en cuanto tenga relación
con éste”.
Sin minusvalorar la oportunidad y pragmatismo de una parte de la
normativa constitucional, hemos de reconocer que aquello le faltaba
no poco cuajo para ser considerado plenamente democrático… ¿sirve

292
de consuelo el tener presente que no eran más democráticos la mayor
parte de los países europeos?
Efectivamente: Mucho se ha escrito sobre la debilidad democrática
de una Constitución que, como ésa de 1876, dejaba en un deliberado
claroscuro lo de la soberanía popular (eclipsada por la soberanía
compartida entre las Cortes y el Rey), daba “excesivos” poderes a
este último, sugería cierta confesionalidad y, en la práctica, muy poco
hizo para universalizar el derecho al voto y poner sólida barrera al
viejo caciquismo con su secuela de atropellos y corrupciones. Sin duda
que una buena parte de estos reproches están más que justificados;
pero es también cierto que, a la par que obligaba a la Corona a
justificar sus prerrogativas “mojándose” en los asuntos públicos,
ponía al servicio de la Nación un poder arbitral que impedía aquella
disolución de responsabilidades, característica de las tres cuartas
partes del siglo anterior con su secuela de pronunciamientos, guerras
fratricidas y anarquía.
Claro que esa disolución de responsabilidades pronto afloró y
siguió acrecentándose digamos que tanto por la parcial o total
inhibición de los llamados a responsabilizarse (incluidos no pocos de
los representantes de la llamada Generación del 98) como por la
fuerza de las “circunstancias históricas” y, también, a causa de la
sobrecarga ideológica en la rutina parlamentaria y en el
entendimiento de la legítima participación política por parte de la
mayoría de los ciudadanos, sometidos siempre al vaivén de los
propios viejos demonios y de las novedades foráneas, máxime cuando
no faltaban líderes políticos dispuestos a barrer para la propia casa
fueran cuales fueran los medios a utilizar, desde la torticera y
rampante demagogia al viciado y “pagano” particularismo (de clase,
postizo o interesado fervor patriótico, raza, pueblo o supuesta nación,
pretendida vocación apostólica, etc., etc.,…) .
Con la objetividad que presta el desapasionamiento de la visión a
distancia habremos de reconocer que sobraron extremismos de uno y
otro signo a la par que no siempre hubo buen tino y decisión en
personajes como el propio rey Alfonso XIII, de quien, entre algún
positivo juicio de valor, estamos obligados a reconocer que no estuvo
a la altura de las circunstancias cuando España (14 de abril de 1931)
le exigía jugarse lo más apreciado de sí mismo para hacer frente al
ser o no ser de una Nación que, como tantas otras y a través de los

293
seres humanos que la integran, está en el derecho y deber de cumplir
una función universal en directa relación con su situación e historia.
Un Jefe de Estado, séalo por mandato constitucional, por herencia o
por devoción popular, siempre, siempre ha de estar y actuar a la
altura de las circunstancias: ésa es su servidumbre en consonancia
con sus especiales privilegios. Claro que él, en el afán de merecer un
juicio de justo equilibrio, podría aducir:
En mi reinado, “España llega a ser nación industrial, alcanza el
mayor nivel de población desde época romana, retorna a adornar el
mundo de la cultura, que casi había abandonado desde que con tanto
esplendor brilló en el siglo XVI, vuelve a plena participación en la
política internacional durante la guerra europea y al abrirse la cuestión
de Marruecos; reconquista espiritualmente la América que había
descubierto, poblado, civilizado y perdido, y, por último, ve grandes
problemas sociales y nacionales surgir en su vida interior y estimular
su pensamiento político”. (España. Ensayo de historia contemporánea
.-Wikipedia)
************
El siglo XX se había iniciado con la resaca de los “desastres” del
98 que, por parte de uno de nuestros “enemigos” de entonces, los
Estados Unidos de Norteamérica, implicaron la separación de España
por parte de Cuba y Filipinas. Años atrás, Antonio Cánovas (1828-
1897) y Práxedes Sagasta (1825-1903), habían acordado sucesivas
alternancias en el gobierno según un sistema poco democrático,
puesto que se basaba en el caciquismo y el “pucherazo”, pero que,
ante el temor del retorno de los viejos fantasmas de la inestabilidad y
la demagogia, funcionó pasablemente y, en cierta forma, abrió el
camino hacia una democracia bajo la tutela de la Corona
neutralizando no pocos estúpidos, estériles y, a veces, violentos
enfrentamientos entre las dos Españas.
De esa colaboración nació la citada Constitución de 1876, que
moderada y flexible, partía de ciertas ‘verdades madre’ (libertad,
propiedad, monarquía, dinastía hereditaria y la soberanía conjunta de
Rey y Cortes) y concedía al monarca el papel de árbitro en las
situaciones críticas y el del comandante en jefe del Ejército. Fue una
Constitución de larga vigencia, permaneciendo hasta 1931 (con el
intervalo de suspensión de la dictadura del general Miguel Primo de
Rivera, desde 1923 hasta 1930).

294
El asesinato de Cánovas en 1897 no logró frenar el impulso
modernizador (o democratizador, según se mire) que Sagasta, buen
encajador de los golpes del 98 (lo de Cuba y Filipinas), siguió
manteniendo y luego desarrollando con un cierto aire liberal (leyes
del Jurado, de asociación, de expresión y reunión, sufragio universal..)
hasta que, coincidiendo con su desaparición de la política, la
demagogia de muchos de sus antiguos partidarios, la animadversión
de algunos acomplejados “prohombres” del 98 y la actividad
revolucionaria hicieron revivir viejos fantasmas hasta hacer tambalear
en no pocas ocasiones el edificio del Estado: la neutralidad de España
en la primera Gran Guerra mundial no pudo ser aprovechada para el
desarrollo de una titubeante industria a causa de la falta de
entendimiento entre sectores productivos, políticos y ciudadanía en
general: faltaban lideres generosos y pragmáticos, esa fue la triste
verdad.
Si hubiéramos de definir en una sola frase la trayectoria política de
España durante todo el pasado siglo XX, diríamos que fue un largo y
dramático camino de aproximación a la Democracia. Ello nos obliga a
expresar lo que nosotros mismos entendemos por Democracia, puesto
que según la definición al uso, ya hace varias décadas que los
españoles vivimos en democracia:
“Democracia es, dice la Enciclopedia Salvat, el sistema político
basado en el reconocimiento de que toda autoridad emana del pueblo
y que se caracteriza por la participación de éste en la administración
del Estado. Lincoln la definió con una frase más corta: “Es el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Si todo el mundo admite que existen diversos grados de
Democracia, por nuestra parte podremos apuntar que la simple
convocatoria de elecciones cada cuatro años no es suficiente para
lograr una sociedad auténticamente democrática, lo que equivale a
señalar que una Democracia es tanto más “democrática” (valga la
redundancia) cuanto más se considera a sí misma (la consideran las
personas que la animan) en fase de proyecto” ¿quiere ello decir que,
para nosotros, democracia es algo así como aceptar al prójimo como
un igual en todos los órdenes de participación política y social?
Exactamente: ello nos lleva a calificar como no democrática a una
sociedad en la que, por ejemplo, la apreciación del jefe valga más que
los votos a obtener en unas elecciones a las que nos presentáramos
sin el beneplácito de ese mismo jefe o de alguno de sus delegados,
295
algo habitual tanto en las dictaduras, como en las repúblicas o
monarquías de que tenemos noticia, incluida nuestra Monarquía
Parlamentaria, por supuesto.
Ello no obstante, en la línea de las grandes simplificaciones, el
“colectivo” (utilizamos la palabreja con sentido abiertamente
peyorativo) de españoles, que no discurren, llega a confundir las
formas de gobierno con las formas de ser para afirmar, por ejemplo,
que son equivalente república y democracia. No señor, república es
una forma convencional de organizar el aparato del Estado mientras
que Democracia es una forma de ser y de actuar en Política
Expliquémonos: ser demócrata expresa un estilo, un talante y
hasta una forma de vivir personal que, aplicable a la gestión pública,
se expresa en estructuras y valores que garantizan a todos los
ciudadanos igualdad de oportunidades respecto a esa misma gestión
pública; decimos que en un país hay democracia y no tiranía si a
cualquier ciudadano se le respetan sus derechos de participación en la
cosa pública según su voluntad y saber hacer.
Según ello y a pesar de no estar al alcance de todos los
ciudadanos el puesto de rey o de reina, no resultará difícil encontrar
monarquías considerablemente más democráticas que una larga serie
de repúblicas actuales o de las que nos habla la historia: sin ir más
lejos, habremos de reconocer que la monarquía del rey Juan Carlos
está mostrando ser muchísimo más democrática que cualquiera de las
dos repúblicas españolas que, con una diferencia de setenta años, se
han sucedido en España.
En este orden de razonamientos encontramos particularmente
certera y elocuente la opinión del escritor y periodista César Vidal, uno
de cuyos escritos nos permitimos reproducir. Luego de preguntarse
¿eran demócratas los republicanos en 1930? dice:
La Primera República fue un episodio efímero y profundamente
lamentable de la historia española del siglo XIX. Durante su breve
duración no sólo los escasos republicanos fueron incapaces de articular
un sistema político viable, sino que además la nación se vio
amenazada por la posibilidad de verse desintegrada en episodios como
el del cantón de Cartagena, incluso, (a lomos del caballo de Pavía)
estuvo a punto de degenerar en una dictadura armada bajo Castelar.

296
Recordando la intención de Cánovas de trasplantar a España, con
la “Restauración” de los Borbones en 1874, el estilo democrático de
gobernar en la monárquica Inglaterra, el mismo César Vidal asegura:
El alcanzar esa meta se vio obstaculizado por un conjunto de
fuerzas antisistema dotadas de una ideología utópica. A pesar de sus
enormes diferencias, todas ellas compartían un feroz
antiparlamentarismo, una clara oposición a la monarquía, un carácter
muy minoritario y una muy reciente aparición en la historia. No otro
sería el carácter de los nacionalistas catalanes y después vascos, de los
socialistas y los anarquistas, y, por supuesto, de los diversos
grupúsculos republicanos. A inicios del siglo XX el peso social de todas
estas fuerzas era reducido, pero, a pesar de todo, tenían la resolución
de aniquilar el sistema constitucional y sustituirlo por sus respectivas
utopías, utopías que iban de la dictadura del proletariado socialista al
jacobinismo republicano, pasando por la independencia de regiones
españolas en un régimen idealizado. Partiendo de esa base, las fuerzas
antisistema de carácter republicano pensaron ya desde esa época en
una toma del poder no democrática sino apoyada en el ejército, en la
subversión de la calle y en la agitación mediática, que les permitiera
acabar con la monarquía y abrir cauce hacia sus bien poco compatibles
metas. Una clara manifestación de esa visión política fue la
denominada "revolución de 1917".
Nos consta que, años más tarde, hasta 1931, hubo elecciones no
menos democráticas, que del 31 al 39 (incluidos los tres años de
guerra civil), hubo otras elecciones en las que determinados
prohombres de la República se resistieron a aceptar (e incluso
combatieron) el resultado de las urnas, que del 39 al 75 el general
Franco fue reconociendo ciertas libertades que revestían de leve
apariencia democrática a su régimen (calificado por él de “democracia
orgánica”), que, muerto Franco, “su clase política”, con el
incondicional apoyo del Rey y el liderazgo de un antiguo Secretario del
Movimiento Nacional (Adolfo Suárez), votaron la disolución del viejo
régimen y el comienzo de una nueva era con la Monarquía
democrática y parlamentaria como pieza principal, que en 1978 se
aprobó por referéndum de amplísima participación una Constitución
que habría de garantizar la pervivencia de la Democracia.
¿Qué democracia? Una muy similar a la de otros países del
entorno. ¿Suficiente para hacernos a todos más y más democráticos?
¿Porqué no, si acertamos a convertir en realidad, aunque solo sea de
forma aparente, eso de “antes vosotros que mi propio interés”?
297
Si escasea o no da señales de vida ese elemental principio, nuestra
democracia no lo será nada más que de nombre; ni mucho menos,
avanzaremos hacia ella si por el simple hecho de estar adscritos a un
partido “conservador” o “progresista” (léase socialista) ya nos
consideramos plenamente demócratas. Tampoco el presumir de
republicano me hace más demócrata en cuanto, a través de la
Historia, demostrado está que las libertades políticas anejas a la
Democracia, en una monarquía como la inglesa son más respetadas y
efectivas que en tantas y tantas formas “republicanas” de gobierno.

6
APRENDICES DE CAUDILLO EN DEMOCRACIA
La Democracia que, fundamentalmente, es participación en las
decisiones que afectan a los derechos de la persona y al bien de la
comunidad según las exigencias del momento político, requiere un
azuzamiento del “espíritu generoso” y de la capacidad de reflexión de
cada ciudadano. El simple número de votos no hace demócratas a los
que esperan agazapados la ocasión de hacer realidad los caprichos de
su ego.
Precisado un compromiso de realización personal (puesto que yo
soy así estoy obligado a obrar en consecuencia), el ciudadano con
plena conciencia de su poder y de su libertad, debe situar al
profesional de la política justamente en el lugar que le corresponde:
este profesional de la política no es ni más ni menos que un servidor
de la Comunidad con el obligado respeto a la “libertad
responsabilizante” de todos y de cada uno de sus conciudadanos, en
el legítimo proceso de hacerse a sí mismos a través de sus respectivos
empleos y vocaciones (ojalá coincidan los unos con las otras) en el
tratamiento de las cosas y problemas del día a día.
Pero ese Gestor Público, asentados “sus reales” en determinado
escalón de lo que se llama “función pública”, ya está en situación de
298
manejar infinitos hilos de vanidades, caprichos y ambiciones; es
cuando, muy difícilmente, resiste a lo que se llama erótica del poder:
en mayor o menor medida vivirá el posible debilitamiento de su propia
escala de valores (si es que la tenía bien definida y asumida) hasta
dejarse dominar por una especie de “síndrome de la autocom-
placencia” con la probable consecuencia de considerarse a sí mismo
como lo único importante.
Es ése un proceso repetido hasta la saciedad en el mundo de la
Política. Se encuentran inequívocos ejemplos en cualquier autocracia,
pero, también, en las democracias, por muy “representativas” que
éstas sean. Sabemos que la degeneración personal, si es un peligro
anejo a la propia condición humana, encuentra su mejor caldo de
cultivo en las “altas esferas” a las que también se accede
democráticamente: el Poder corrompe, se ha dicho con bien
justificada contundencia.
Para que, en nuestra Democracia, el “síndrome de la
autocomplacencia” despierte complicidad no se precisa más que el
incensario de unos cuantos paniaguados estratégicamente situados en
las esferas de influencia del propio partido y de una teórica oposición
“circunstancialmente complementaria”. Desde ahí ya es posible
domesticar a los otros poderes, amañar los procesos electorales (aun
en el caso de transparentes recuentos), despilfarrar sin medida,
mentir “institucionalmente”, ignorar elementales derechos de los
otros... en suma, ejercer una más o menos velada forma de tiranía.
Por ello, en el compromiso democrático con la mayoría, además
de la imprescindible virtud de la humildad por parte de los titulares de
tal o cual parcela de poder, para la comunidad política resulta
esencial una vigilante y certera capacidad de juicio con que analizar
virtualidades, trayectorias y comportamientos de los candidatos a la
función pública. Por el contrario, resulta clara muestra de complicidad
con la tiranía (sea o no de raíz democrática) una adhesión incondicio-
nal por ciega devoción a lo aparente, rutina, pereza, envidia u
obsesiones de revancha.
En la Democracia Española, por virtud de una “consensuada ley
electoral” y la rutina de los procesos establecidos o tolerados, se vive
en una situación en la que el líder del partido en el Gobierno tiene
facultad para nombrar a todos los integrantes de la Pirámide Ejecutiva
desde el primero al último nivel sin que ello implique una elemental
299
idoneidad para los respectivos cargos o responsabilidades; por demás,
no encuentra serias dificultades para situar al “adicto incondicional”
en la cúpula de los otros dos poderes, legislativo y judicial, mientras
que, si sabe aprovechar una propicia circunstancia, malo será que no
cuente con los mejor situados en los medios de comunicación o
“cuarto poder” o en el que muchos consideran el super-poder
financiero. También y puesto que es la primera e indiscutible
autoridad de su partido, el líder en unas Elecciones Generales tiene
derecho de propuesta o veto para confección de todo tipo de listas
electorales (generales, autonómicas, municipales, etc...)
¿No significa todo ello la posibilidad de ejercer un poder político
absoluto, o, lo que es lo mismo, el trampolín para actuar como
auténtico caudillo sin abandonar lo que, en genuina corrección
política, se llama “ámbito de la democracia”?.
Ciertamente, las particulares circunstancias de nuestra Demo-
cracia (piramidal, plebiscitaria y de listas cerradas) permite al líder
favorecido por la mayoría de votos, marcarle cauces dogmáticos a la
economía, situar a todos sus amigos en las esferas de poder;
manipular los medios de información para alterar lo valores en uso en
función de sus obsesiones, prejuicios o “confluencias ideológicas”;
convertir a las “cámaras de representación popular” en caja de
resonancia de sus buenas o malas decisiones, frenar o desviar el
curso de la justicia en beneficio de sus amigos...
De hecho, en el ejercicio de su poder, el líder que triunfa en unas
elecciones disfruta de todas las prerrogativas de un caudillo sin otro
requisito previo que el de mantener la connivencia de un suficiente
número de diputados.
En estas circunstancias, desde la jefatura del poder se maneja o
se puede manejar todos los controles de la vida pública: alcaldes,
senadores, diputados… de su partido son pupilos suyos en cuanto
que, gracias a su “dedo”, lograron un ventajoso puesto en las listas.
Si la mayoría es absoluta no habrá ninguna eficaz objeción a determi-
nada iniciativa o capricho; si no lo es, el recurso al mercadeo allana
no pocas dificultades para navegar, incluso, contra la esperanza y el
deseo de los electores del propio partido.
Logrado un suficiente número de votos y sin relevante contra-
poder por cuatro años (y muchos más si se acierta a manipular los
resortes de la opinión pública y, con la adecuada palabrería, se
300
neutraliza la capacidad crítica de tibios, fieles y simpatizantes), es
posible mantener impunemente la libertad de hacer o no hacer según
la propia conveniencia y marcando distancias con la teórica oposición
política con torticeros argumentos al estilo de “basta que tú
(oposición) propongas esto para que yo (poder) imponga lo
contrario”.
No varía substancialmente la cuestión en el hipotético caso en
que el jefe de gobierno lo sea por acuerdo entre dos o más partidos:
en el actual estado de cosas y puesto que los respectivos jefes de
partido han entrado en la rueda de conveniencias, respaldarán
cualquier decisión del jefe supremo con la connivencia de un
Parlamento satélite, justo lo contrario de lo que propugnó
Montesquieu y, con él, todos los defensores de una democracia no
hipotecada por la inercia de los intereses partidistas, que suelen ser
los intereses o debilidades de los líderes.
No irían así las cosas si, al menos y en ocasiones de notable
trascendencia, el voto en el Parlamento fuera realmente libre y al
dictado de la conciencia de cada diputado. Claro que, para resultar
mínimamente libre, ese voto habría de ser secreto, si no en todos los
casos, al menos, ante las cuestiones de mayor trascendencia: no es
de recibo oír en cualquier parlamento expresiones al estilo de “todos
mis compañeros y yo pensamos…” ¿de cuando acá es colectivo algo
tan sagrado como un íntimo pensamiento, la voz de la conciencia o
los valores con los que cada uno forja o intenta forjar la propia
personalidad?
¿Sería mucho pedir a los señores diputados que, en defensa de
su propia libertad y de la elemental dignidad para un “legítimo
representante de la voluntad popular”, exijan voto libre y secreto para
cuestiones tan importantes como la investidura, leyes que vulneren
determinados conceptos morales, el Presupuesto o un eventual voto
de censura a la actuación del Jefe de Gobierno?
Institucionalizar esa mínima prerrogativa no implica ningún
trauma legal: bastaría hacer uso de la elasticidad del “Reglamento”.
Claro que ello crearía un precedente no muy halagüeño para cuantos
aspiran a disfrutar del poder merced a un entramado de intereses cui-
dadosamente hilvanados y cuya consistencia sigue asegurada por el
voto servil.
Si, además, sucede que los altos organismos judiciales cubren sus
301
vacantes a propuesta del parlamento, caja de resonancia de la
voluntad del jefe... Entre los jueces y los interesados en serlo, se crea
un camino de ejercicio profesional y de promoción muy difícilmente
servidor del Bien Común. Y pierde su positivo carácter lo que se llama
“equilibrio de poderes” hasta el punto de que el “natural ejercicio de
la independencia judicial” llega a ser considerado una genial
heroicidad.
A la sombra del Aprendiz de Caudillo sufre la precisión y
contundencia de las leyes junto con los eficaces y rápidos sistemas de
su aplicación.
Claro que existen países democráticos en los cuales las leyes
tienen más fuerza que los posicionamientos políticos, por muy altos
que éstos sean. En momentos cruciales de nuestra reciente historia,
por desgracia, no se ha dado tal situación: entre nosotros, personajes
bien notorios han logrado “saltarse a la torera” todo el aparato
jurídico. Sin sacar a colación archisabidos escándalos de la vida
pública choca al buen juicio democrático eso de la inmunidad
parlamentaria sobre cuestiones tan obviamente criminales como la
connivencia con el “terrorismo de Estado” o el uso de los fondos
públicos para enriquecer a delincuentes.
Claro que el tentado a ejercer de “caudillo” debiera reconocer que
lo suyo es provisional: su permanencia en el Poder depende de la
suma de votos en la próxima confrontación electoral.
Pero no todos los candidatos o ejercientes de poder, justo es
decirlo, sucumben a la tentación de “caudillismo” (de ello ya tenemos
pruebas históricas), de donde se deduce que, en una Democracia
como la española, contra los vicios y atropellos del caudillaje ocasional
no cabe mejor remedio que la sagacidad de los votantes.

302
7
LUCES, SOMBRAS Y FANTASMAS DEL
FRANQUISMO RESIDUAL
El 20 de noviembre de 1975, a los 83 años de edad y 39 de
gobierno dictatorial, fallecía de muerte natural el general Franco,
autotitulado Caudillo de España. Los españoles siguieron el
acontecimiento por boca de Carlos Arias Navarro (1908-1989),
entonces presidente del Gobierno por delegación del Caudillo.
"Españoles, anunció Carlos Arias con voz solemne y compungida,
Franco ha muerto. El hombre de excepción que, ante Dios y ante la
Historia asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y
sacrificado servicio a España ha entregado su vida, quemada día a día
, hora a hora, en el cumplimiento de una misión trascendental. Yo sé
que, en estos momentos, mi voz llegará a vuestros hogares
entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos y de
vuestras plegarias. Es natural. Es el llanto de España, que siente, como
nunca, la angustia infinita de su orfandad; es la hora del dolor y de la
tristeza, pero no es la hora del abatimiento ni de la desesperanza.
Es cierto que Franco, el que durante tantos años fué nuestro
Caudillo, ya no está entre nosotros, pero nos deja su obra; nos queda
su ejemplo; nos lega un mandato histórico de inexcusable
cumplimiento. Porque fui testigo de su última jornada de trabajo,
cuando ya la muerte había hecho presa en su corazón, puedo
aseguraros que para vosotros y para España fué su último
pensamiento, plasmado en este mensaje con que nuestro Caudillo se
despide de esta España, a la que tanto quiso y tan apasionadamente
sirvió...”
Una acongojada pausa y sigue Arias Navarro en televisión y radio,
ya leyendo la nota de despedida (fue calificada de Testamento
Político) del propio general Franco:
“Españoles: Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el
Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio, pido a Dios que me
acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico.
En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante, ser
hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir.
Pido perdón a todos de todo corazón, perdono a cuantos se
declararon mis enemigos sin que yo los tuviera como tales. Creo y
deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a

303
la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el
último aliento de mi vida que ya sé próximo.
Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo,
entrega y abnegación en la gran empresa de hacer una España unida,
grande y libre. Por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que
perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de
España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a
mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento el mismo
apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.
No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización
cristiana están alerta. Velad también vosotros y deponed, frente a los
supremos intereses de la Patria y del pueblo español, toda mira
personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos
los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo.
Mantened al unidad de las tierras de España exaltando la rica
multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de
la Patria.
Quisiera, en mi último momento unir los nombre de Dios y de
España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los
umbrales de mi muerte: ¡Arriba España! ¡Viva España!”
Fueron tiempos de congoja, zozobra y preocupación; también de
ilusión, valor y generosidad… frente a una situación para la cual
muchos temían no estar preparados: Franco, para sus partidarios,
había sido el garante de un orden en el que podían apoyar sus
respectivas libertades personales; para el resto (imposible de saber si
eran o no mayoría) había sido Franco un ilegítimo poder político
supremo a soportar mientras no surgiera la oportunidad de abrir
brecha al campo de las libertades habituales en las llamadas
sociedades democráticas ¿ruptura o reforma para lograrlo?
A lo largo de la Historia, son muchos los caudillos o dictadores que
han dejado tras ellos un pavoroso vacío de autoridad al no haber
querido o sabido preparar la sucesión; para bien de todos los
españoles, reconozcámoslo, no fue éste el caso del caudillo o dictador
Franco, quien se había atribuido las funciones de Regente desde
1947 por virtud de lo que se llamó Ley de Sucesión (26-7-46): España
se constituía en Reino (Art.1) con una Jefatura de Estado
correspondiente al "Caudillo de España y de la Cruzada,
Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde" (Art.
2), quien, “En cualquier momento podrá proponer a las Cortes la

304
persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título
de Rey o de Regente” (Art.6).
El caudillo y sus ideólogos creían o decían creer que todo quedaba
atado y bien atado en cuanto que “después de Franco, las
instituciones” (frase de Jesús Fueyo Alvarez)
Pero lo cierto es que, en España, la política cambió
progresivamente en España a partir de ese memorable 20 de
noviembre, en que empezó a desatarse mucho de lo que se creía
atado y bien atado y que las instituciones, progresivamente, dejaron
de ser lo que eran.
Hasta el 21 de julio de 1969 no había habido designación oficial de
don Juan Carlos de Borbón como su sucesor a la Jefatura del
Estado, con el título de "Príncipe de España" con la condición de
que ha de jurar "fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y
demás Leyes Fundamentales del Reino"; con el preceptivo juramento
ante las Cortes Generales (22-7-69), además del acatamiento a los
consabidos “principios del Movimiento” el Príncipe aceptaba la
ruptura de la continuidad dinástica, representada por su padre don
Juan de Borbón (1913-1993), quien no se resignó a perder sus
derechos hasta 1977, una vez que vio instalada en España una
Monarquía Parlamentaria muy distinta a la ideada, ejercida y
recomendada por Franco: un rey (o regente) que reina y gobierna
ayudado por un equipo nombrado por él mismo y asistido por unas
Cortes Generales constituidas según “los principios del Movimiento
Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”.
La “Ley Fundamental de 17 de mayo de 1958 por la que se
promulgan los principios del Movimiento Nacional” estipulaba:
El pueblo español, unido en un orden de Derecho, informado por
los postulados de autoridad, libertad y servicio, constituye el Estado
Nacional. Su forma política es, dentro de los principios inmutables del
Movimiento Nacional y de cuanto determinan la Ley de Sucesión y
demás Leyes fundamentales, la Monarquía tradicional, católica, social y
representativa (Principio VII).
El Principio VIII de la misma “Ley Fundamental” regulaba la
participación ciudadana de la siguiente forma: El carácter
representativo del orden político es principio básico de nuestras
instituciones públicas. La participación del pueblo en las tareas
legislativas y en las demás funciones de interés general se llevará a
cabo a través de la familia, el municipio, el sindicato y demás
305
entidades con representación orgánica que a este fin reconozcan las
leyes. Toda organización política de cualquier índole al margen de este
sistema representativo será considerada ilegal. Todos los españoles
tendrán acceso a los cargos y funciones públicas, según su mérito y
capacidad.
Luego de reiterar el acatamiento a los “Principios del Movimiento
Nacional” y demás “Leyes fundamentales del Reino”, Juan Carlos
Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias es proclamado
Rey de España por las Cortes Españolas como Juan Carlos I de
España el 22 de noviembre de 1975 y exaltado al trono el 27 de
noviembre con una ceremonia de unción llamada: "Misa de Espíritu
Santo" (el equivalente a una coronación) celebrada en la histórica
Iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid.
Muerto Franco, el ya Rey de España, en razón de una legitimidad
heredada, hizo ver que lo suyo no iba a ser lo de “Caudillo de España
por la gracia de Dios”, mucho menos lo de “el Estado soy yo” de su
antepasado Luis XIV de Francia, ni tampoco lo de un déspota ilustrado
al estilo de un Carlos III o, ni siquiera, lo de un rey tradicional con
poder para cambiar un gobierno cual fue el caso de su abuelo
Alfonso XIII: Juan Carlos I de Borbón inauguraría una nueva etapa
en la que se seguiría a medias el modelo inglés (allí el titular de la
corona es cabeza visible de la Iglesia Anglicana) de forma que, como
se dijo entonces, el Rey reina, pero no gobierna.
Lo de ejercer como rey, que reina pero no gobierna, estaba en
flagrante contradicción con el acatamiento de los citados “principios
fundamentales del Movimiento Nacional”; por demás, para gobernar
como Franco se necesitaba ser Franco o, para gobernar de una
anacrónica forma absoluta como lo habían hecho alguno de sus
antepasados, se necesitaba renunciar al talante liberal de una abierta
y generosa forma de ser que, en el caso de don Juan Carlos I,
compaginaba muy bien con la forma de actuar de lo que se llama un
rey constitucional.
¿Cómo superar el bache y, de paso, neutralizar los posibles
escrúpulos de conciencia ante la ruptura de un juramento? “De la Ley
a la Ley a través de la Ley”, fue como calificó el procedimiento el
designado Presidente de las Cortes de entonces, don Torcuato
Fernández Miranda (1915-1980): para que pierda vigor el juramento a
una “ley fundamental”, era preciso que esta ley fuera anulada por

306
otra del mismo rango (también “fundamental”): tal sucedió al entrar
en vigor la Ley para la Reforma Política (Ley 1/1977 de 4 de enero).
En ese proceso, “de la ley a la ley”, Juan Carlos I de Borbón, contó
con la valiosa ayuda del mismo señor Fernández Miranda, quien había
sido su profesor de Derecho Político y, muerto Franco, ejerció de
principal consejero tanto en los primeros pasos de su actuación como
“rey constitucional” como en el nombramiento (3-7-76) de Adolfo
Suárez González como presidente de Gobierno con responsabilidad de
liderar la “transición” hasta las primeras elecciones democráticas,
celebradas el 15 de junio 1977.
Al frente del partido Unión de Centro Democrático, fue Adolfo
Suárez el vencedor de esas primeras elecciones subsiguientes a la
muerte de Franco y, en consecuencia, confirmado en el cargo de
presidente de Gobierno asistido por un Parlamento del que había de
salir la Constitución Democrática, avalada por la mayoría del Pueblo
Español a través del referéndum del 6 de diciembre de 1978.
A la muerte de Franco (el “Viejo Dictador”, como se le siguió
llamando), pocos pensaron en seguir su línea de acción: a la
“democracia orgánica” sucedería la “democracia representativa”
presidida por el “heredero”, Juan Carlos I de Borbón: Monarquía
Representativa, Partidos Políticos, Parlamento, libertad de asociación,
reconocimiento de las “particularidades regionales”...
¡Franco ha muerto, viva, pues, la Democracia! Nada que
objetar salvo al tópico que privó en los primeros tiempos de la
transición y que, muchos años más tarde, sigue siendo el argumento
preferido de utopistas y reaccionarios: Franco lo habría hecho así,
luego es lo contrario lo que corresponde hacer. Y para que cobre peso
su argumentación, identifican toda la trayectoria franquista con el
fascismo o con los caprichos de cualquier tiranuelo en activo.
Lo viejo es despreciable por “facha” y tiránico mientras que lo
nuevo es lo único válido no por su contenido sino, precisamente, por
la irrenunciable rebeldía contra lo viejo. Los oportunistas de la nueva
ola incluirán en lo que llaman “franquismo residual” todo lo que no
compagina con sus apetencias particulares. Y serán fruto del
“franquismo residual” las propuestas de una Burocracia más en
armonía con la eficacia y la geografía que con desorbitados
particularismos; los lamentos por la desvertebración de España; las
alusiones a una Ley electoral que abra el camino a directas y
307
continuas responsabilizaciones en lugar de fiarlo todo al “tirón” del
candidato, ligero en promesas “hechas para no ser cumplidas”; las re-
servas respecto a precipitadas o circunstanciales “homologaciones”
con la forma de hacer política en Francia, Estados Unidos o Japón...
Aunque, en múltiples casos, ello esté en las antípodas de lo que
Franco proyectaba y hacía, el señalar que la calle no puede ser del
que más grita; que no hay nación que aguante la confusión entre
nobles aspiraciones y las fobias terroristas; que las organizaciones
sindicales deben circunscribirse al ámbito estrictamente laboral; que el
derecho a la vida de los aún no nacidos es un derecho natural; que
los líderes de la economía mundial no son hermanitas de la caridad;
que el Poder Legislativo debe hallarse en situación de moderar los
abusos y corrupciones de los gobernantes; que se ha de velar por que
el Poder Judicial no acepte otro marco de acción que el de las propias
leyes; que el incremento del producto interior bruto ha de ir en
paralelo con la demanda mundial y no con el capricho de las naciones
mejor situadas; que la verdad absoluta no es patrimonio de ninguna
ideología partidista; que el poder político es un servicio y no una
garantía de impunidad; que todos los particularismos han de estar
supeditados al interés general... para oportunistas y simples, para los
que se encuentran cómodos en una que se podría llamar “democracia
inorgánica”, tales consignas o propósitos eran y siguen siendo
muestras de franquismo residual.

8
LA CONSTITUCION ESPAÑOLA DE 1978
Al referirnos a la Constitución Española de 1978, creemos
oportuno recordar que la viabilidad de un sistema de libertades, cuyo
amparo y regulación es o debe ser el objetivo esencial de una Ley
de Leyes, tiene mucho que ver con la Historia, la forma de vivir e,
incluso, la Geografía, cuestiones no siempre presentes en la
mentalidad e intenciones de los “padres constituyentes”, sobre todo,
cuando éstos colocan las consignas del propio partido sobre los
308
intereses generales e, incluso, sobre los dictados de la propia
conciencia: La Constitución de 1812, llamada cariñosamente la Pepa,
nació animada por el estrechamiento de voluntades desde el
patriotismo y la plena consciencia de potenciar lo común frente al
sedicioso invasor: fue un canto a la libertad y a la fraternidad de los
“españoles de ambos hemisferios”; su efectividad fue torticeramente
estrangulada por la imbécil egolatría, la cobardía y el pésimo hacer del
rey “Felón”, aquel mal hadado tiralevitas de Napoleón, con la lógica
secuela de la corrupción de multitud de voluntades. Tras revoluciones,
pronunciamientos, guerras fratricidas, cambios de régimen y extrañas
experiencias con un príncipe nada español, vino la Restauración y con
ella la Constitución de 1876, la del posibilismo funcional: claro que no
era perfecta, pero, puesto que se trataba de restaurar o salvar lo
salvable, las dos grandes fuerzas políticas de entonces, encabezadas
por dos patriotas (Castelar y Sagasta) hicieron el milagro de traer la
paz a España, luego de traducir en complementarias sus rivalidades
políticas no sin concesiones escasamente respetuosas con lo que
requeriría una democracia “de todos y para todos”; el caso es que
duró al menos medio siglo y, probablemente, hubiera seguido en
vigor mucho más tiempo si el Rey Constitucional de entonces hubiera
usado acertadamente de las prerrogativas y obligaciones que le
otorgaba la misma Constitución; sobrevino lo que todos sabemos y,
tras el cambio de Régimen, cobró el carácter de Ley de Leyes la
Constitución de 1978. Aprobada por las Cortes el 31 de octubre de
1978. Ratificada en referéndum por el pueblo español el 6 de
diciembre de 1978. Sancionada por el Rey Don Juan Carlos I el 27 de
diciembre de 1978 y publicada en el Boletín Oficial del Estado el 29 de
diciembre de 1978
Cuando el viejo Caudillo de España se encontraba en una
irreversible fase de decrepitud, se decía que todo quedaba atado y
bien atado en cuanto se restablecía una monarquía con al menos mil
trescientos años de solera como garante de que todas las fuerzas
materiales y espirituales de la Nación siguieran el ya emprendido
camino de la modernización, ahora en uso de las pujantes energías
que había de prestar una democracia a la altura de los tiempos.
Sucedió que esa “democracia a la altura de los tiempos” sufrió no
poco de improvisación y de particularismos tanto ideológicos como
localistas, hasta el punto de que algunos de los llamados “`padres de

309
la Constitución” nos han legado escritos en los que se pone de
manifiesto cómo, en cuestiones substanciales, por aquello del “do ut
des”, sobre el criterio de la mayoría de los ponentes llegó a
imponerse un pretendido consenso, en razón del cual la parte
nacionalista cedía en la “cuestión de valores” para que la izquierda
dejara el camino abierto a viejas reivindicaciones localistas, entre ellas
el reconocimiento de supuestas “realidades históricas” que abrían la
brecha a la discriminación entre territorios, todos ellos genuinamente
españoles. Es así como fueron incorporadas al texto no pocas
ambigüedades de fondo y forma, nacieron artículos que, al hilo de los
tiempos, podían expresar una cosa o la contraria y se dejaron a la
posterior libre interpretación cuestiones que, por su propio carácter,
debieran haber cerrado el camino al imperio de los particularismos de
cualquier carácter y estilo.
Con la Constitución de 1978 nació la “España de las
Autonomías” presidida nominalmente por un Rey que “reina pero no
gobierna” (¿cuál es el verdadero significado de la expresión?) y
gobernada por el líder político que elija el Parlamento, del cual, en
parte, también depende la elección de la cúpula judicial. Las
autonomías, por su parte, tienen su propio poder ejecutivo con un
presidente elegido por el correspondiente parlamento autonómico…
Así lo expresa la letra de la Constitución, que pretende facilitar la
eficiencia del aparato del Estado, prosperidad, prestigio internacional
y la armoniosa convivencia entre los españoles mediante 169 artículos
agrupados en 10 “Títulos”.
A treinta y tantos años vista, entendemos que mejores habrían
sido los resultados si hubiera privado la objetividad en todos y cada
uno de los artículos en lugar de tal o cual cesión semántica o de fondo
en aras del consenso a toda costa. Veamos algunos ejemplos: En el
artículo 2 debería haberse precisado el alcance de la autonomía
(¿administrativa o de todo orden?) y suprimido el término
nacionalidades en una redacción que podía haber sido:
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la
Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y
reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas, en el desarrollo de las
competencias cedidas por el Poder Central del Estado según la ley
orgánica correspondiente .

310
En el apartado 2 del artículo 3 debería haber sido sustituida la
expresión “de acuerdo con sus estatutos” por otra más en
consonancia con el interés nacional de forma que la redacción sería:
Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las
respectivas Comunidades Autónomas sin menoscabo del conocimiento
y uso de la lengua común de todos los españoles.
En lo referente a las banderas, debería haberse evitado debería
haberse evitado cualquier expresión que diera pie a establecer
paralelismos entre la enseña nacional y las regionales;
consecuentemente, el apartado 2 del artículo 4 podría haber sido
redactado de la siguiente manera:
Los estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las
Comunidades Autónomas. Estas se utilizarán junto a la bandera de
España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales en clara
prominencia de la Nacional sobre las regionales.
El artículo 15, que trata del “Derecho a la vida”, para evitar las
sesgadas interpretaciones que luego se han hecho, debería haber
precisado desde cuanto hasta cuando en una redacción como la que
se apunta:
Todos tienen derecho a la vida desde su concepción hasta el ocaso
y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser
sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes.
Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las
leyes penales militares para tiempos de guerra.
En lo que atañe a la libertad religiosa, el apartado 3 del artículo 16
podría prevenir contra la falta de respeto a las creencias de la mayoría
de los españoles; tal se habría logrado con la siguiente redacción:
Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos
tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
Católica y las demás confesiones, siempre que éstas no se declaren
beligerantes con las creencias mayoritarias de los españoles.
Porque entendemos que no todo vale como motivo de algarada
callejera, creemos que el párrafo 2 del artículo 21 debería haber
incluido la expresa prohibición de cualquier manifestación orientada a
la división de España en una redacción al estilo de
En los casos de reuniones en lugares de tránsito público y
manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad, que sólo
311
podrá prohibirlas cuando atenten contra la unidad de España o
existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro
para personas o bienes..
En el artículo 27, referido al derecho a la educación, echamos en
falta un apartado que previniese contra los eventuales intentos de
injerencia ajena a la voluntad de los padres, principales responsables
de la educación de sus hijos. Consecuentemente, debería haber
incluido un apartado en los siguientes términos:
Es inviolable derecho de padres y tutores velar por la educación
religiosa, moral y política de los menores de edad bajo su
responsabilidad.
La experiencia ha demostrado que los sindicatos son desviados de
su función en cuanto viven de los presupuestos generales del Estado;
consecuentemente, en el artículo 28 echamos en falta un apartado al
estilo de:
Las organizaciones sindicales deberán ser financiadas,
exclusivamente, por las cuotas de sus socios y distintas aportaciones
que, en el marco de la ley, no impliquen trato de favor por parte del
Erario Público.
Nadie puede ocultar la posibilidad de una extrema degradación de
la gestión pública a causa de la eventual incapacidad o soterrada
malevolencia de los titulares del poder ejecutivo, el cual, por la fuerza
de las conveniencias políticas, puede llegar a controlar y dirigir a los
poderes legislativo y judicial. A diferencia de anteriores constituciones
españolas, tales casos no han sido convenientemente previstos; tal
no ocurriría con otra redacción de los apartados b) y d) del artículo 62
al estilo de:
b) Convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones
en los términos previstos en la Constitución o en el excepcional caso
de una progresiva degradación de de las responsabilidades del Poder
Ejecutivo. d) Proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su
caso, nombrarlo, así como poner fin a sus funciones en los términos
previstos en la Constitución o en el excepcional caso de una progresiva
degradación de de las responsabilidades del Poder Ejecutivo presidido
por dicho Presidente de Gobierno.
En ese orden de cosas, consideramos inconveniente el artículo 64
que exime al Rey de cualquier responsabilidad en cuanto se dice que
todos sus actos han de ser refrendados por el Presidente del Gobierno
312
y, en el caso de la destitución o nombramiento de ese Presidente, por
el Presidente de las Cortes. Para mayor consistencia en la precisión de
derechos y obligaciones del Rey, entendemos que se debe evitar toda
sombra de duda sobre el eventual mal uso de los fondos públicos por
parte del Rey y cualquiera de su familia; para ello el apartado 1 del
artículo 65 debería haber contado con el añadido destacado en
negrita:
1. El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global
para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la
misma, habiendo de rendir cuentas a las Cortes Generales.
En el Título III, que regula la composición, carácter y actividad
de las Cortes Generales echamos en falta referencias concretas al
voto de conciencia en las cuestiones que lo requieran así como la
institucionalización del voto personal y secreto en sesiones de vital
importancia como puede ser el nombramiento, moción de confianza o
censura del Presidente del Ejecutivo. Por demás, creemos que se
debería haber salvaguardado la libertad de conciencia del Rey en la
responsabilidad de “sancionar leyes”; en consecuencia, el artículo 91
podría haber expresado:
Salvo que ello afecte a sus convicciones morales o religiosas, el
Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las
Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata
publicación.
En el Título IV (Del Gobierno y de la Administración) cabía una
expresa disposición respecto al mal uso o abuso del poder ejecutivo;
el respecto, el capítulo 98 podría haber incluido un apartado en el que
se precisase: .
Como Jefe del Estado corresponde al Rey el derecho y obligación
de retirar de sus funciones al Presidente de Gobierno cuando éste,
oído el Consejo de Estado, muestre palmaria incapacidad para
desarrollar su función.
Y respecto al desproporcionado incremento de la burocracia en los
diversos campos de la Administración Pública, hubiera resultado útil el
siguiente añadido al artículo 103:
4. Corresponde al Cuerpo de funcionarios públicos la cobertura de
todos los puestos remunerados de la Administración del Estado con
las únicas excepciones de los correspondientes al Presidente, Ministros
y Secretarios de Estado o Subsecretarios del Gobierno de la Nación y a

313
los presidentes, consejeros y viceconsejeros de las Comunidades
Autónomas.
En el Título VI (Del Poder Judicial) se conceden indebidas
atribuciones al Ejecutivo y, las Cortes Generales (“su caja de
resonancia”), en el nombramiento de los miembros tanto del Consejo
General del Poder Judicial como de los más altos tribunales de
Justicia. Tal no ocurriría si el apartado 3 del artículo 122 hubiera
precisado:
El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el
Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por doce
miembros elegidos y renovables cada cinco años por el estamento
judicial entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales
con más de quince años de ejercicio en su profesión. Una ley orgánica
regulará el proceso.
En el Título VII (Economía y Hacienda) se habría logrado mayor
rigor en el gasto y consecuente control de sus aplicaciones, si el
Artículo 135 hubiera puesto un límite inferior al 2 % en la emisión de
Deuda Pública y en el artículo 136 al Tribunal de Cuentas se le
hubiera liberado de cualquier freno en el ejercicio de sus funciones
constitucionales con una redacción al estilo de:
El Tribunal de Cuentas es el supremo órgano fiscalizador de las
cuentas y de la gestión económica de Estado, así como del sector
público. Es un órgano derivado del poder judicial y,
consecuentemente, todos sus miembros, elegidos por la mayoría de
los jueces del Tribunal Supremo entre acreditados profesionales con
doble titulación en Derecho y Administración pública, deberán
depender jerárquicamente del Presidente de dicho Tribunal Supremo,
estar libres de vinculaciones políticas y, en su caso, renunciar a
cualquier responsabilidad de índole partidista.
Corresponde al Título VIII (De la Organización Territorial del
Estado) una buena parte de la responsabilidad en los peligros que
acechan a la legítima e imprescindible Unidad de España. Tal
resultaría menos grave si el Artículo 137, a la expresión “Todas estas
entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos
intereses” se le hubiera añadido “sin menoscabo de la dependencia
orgánica de los poderes centrales del Estado”; al artículo 148, el
apartado 1 hubiera venido encabezado por “Siempre que su ejercicio
no contravenga cualquiera de las leyes o disposiciones emanadas del
Poder Central del Estado” y el apartado 17. Al referirse al uso de la
314
lengua particular hubiera añadido “Siempre que el ejercicio de ese
derecho no contravenga cualquiera de las leyes o disposiciones
emanadas del Poder Central del Estado”.
Por demás, entendemos que no se midió bien la concesión de
competencias: la Educación no debe estar al albur de caprichos u
obsesiones de los responsables autonómicos; sobran viejos
organismos como las Diputaciones, cuya antigua función es
desempeñada por las correspondientes autonomías; la administración
de Justicia y fuerzas locales de Seguridad, sin discriminaciones de
sueldos, jerarquización y medios de promoción deberían depender
orgánicamente del correspondiente estamento del Poder Central.
También es de rigor señalar que debería ser imposible el desarrollo
de cualquier especie de paraíso fiscal como ocurre cuando no es
equitativa la política de impuestos y prebendas con destino a
trabajadores y empresarios de distintas Regiones Autónomas.
El Título IX (Del Tribunal Constitucional), al tiempo que debiera
imposibilitar cualquier intromisión del Poder Ejecutivo o de las Cortes
en el nombramiento de los Magistrados y sus funciones, podría haber
establecido la exigencia de resolver en breve tiempo cualquier
apelación o conflicto, máxime cuando de ello depende la propia
“estabilidad constitucional” de la Nación. En razón de ello, lo
substancial del articulado respondiente podría haber sido:
Artículo 159. 1. El Tribunal Constitucional se compone de 12
miembros, seis de ellos nombrados por el Rey y otros seis en votación
individual y secreta sobre la lista de postulantes que hayan acreditado
conducta intachable durante un mínimo de quince años de ejercicio
como juez a dedicación plena. Artículo 160. El Presidente del Tribunal
Constitucional será nombrado entre sus miembros por el Rey, a
propuesta del mismo Tribunal en pleno y por un período de tres años.
Artículo 160-bis. No podrá exceder de tres meses el plazo de
resolución de cualquier procedimiento admitido a trámite por el
Tribunal Constitucional. Artículo 164. 1. Las sentencias del Tribunal
Constitucional se publicarán en el Boletín Oficial del Estado con los
votos particulares, si los hubiere. Tienen el valor de cosa juzgada a
partir del día siguiente de su publicación, no cabe recurso alguno
contra ellas y han de ser acatadas irremisiblemente por las partes
implicadas de forma que el incumplimiento, además de cualquier
otra sanción por el propio Tribunal dictada, lleve a la suspensión
inmediata de su función para cualquiera de los infractores, sea
cual sea el rango de responsabilidad.. Las que declaren la
315
inconstitucionalidad de una ley o de una norma con fuerza de ley y
todas las que no se limiten a la estimación subjetiva de un derecho,
tienen plenos efectos frente a todos.
Ciertamente, en España no es fácil cambiar el “Orden
Constitucional”. A lo más que aspiramos con las precedentes
anotaciones es a despertar inquietudes sobre la conveniencia de
contar con una Ley de Leyes que, al igual que recomendaba el
Clásico, imposibilite o, al menos frene, los efectos de la inoperancia o
malevolencia de los poderosos, máxime, cuando todos tenemos
ocasión de comprobar que “el poder corrompe y el poder absoluto
corrompe absolutamente”

9
VIEJOS Y NUEVOS VALORES
La “orquestada” ridiculización de lo que llamamos “sagrados y pe-
rennes valores” (la libertad, el trabajo solidario, la generosidad, la
conciencia de las propias limitaciones...) se da de bruces con la
necesidad de la proyección social de las propias facultades. Muy poco
se puede hacer sin sentido del sacrificio y del carácter positivo de
todas y de cada una de las otras vidas humanas.
Obviamente, de la complementariedad entre unas y otras
actividades y vocaciones, se alimenta un Progreso, cuya meta habrá
de ser la consecuente conquista de la Tierra: cuando cada uno sabe lo
que tiene que hacer y lo hace bien, el trabajo en equipo avanza sin
tropiezos: ésa es la deseable situación para una sociedad en paz y
prosperidad.
Pero son muchos los que contrapesan a los valores constructivos
algo que podríamos identificar con la añoranza de la selva. El simple
animal aun no ha captado el sentido trascendente de la propia vida, ni
el valor de la generosidad o del sacrificio consciente y voluntario en
razón del propio progreso... y trata de ridiculizar (¿envidia, tal vez?)
316
un realista y generoso posicionamiento ante los avatares del día a día.
Evidentemente, la estudiada deshumanización de la vida
personal, familiar y comunitaria favorece el adocenamiento general
con la consiguiente oportunidad para los avispados comerciantes de
voluntades: si yo te convenzo de que es progreso decir que no a
viejos valores como la libertad responsable o el amor a la vida de los
indefensos, el dejarte esclavizar por el pequeño o monstruoso bruto
que llevas dentro... si elimino de tu conciencia cualquier idea de
trascendencia espiritual... tu capacidad de juicio no irá más allá de lo
breve e inmediato; insistiré en que las posibles decepciones no son
más que ocasionales baches que jalonan el camino hacia esa anqui-
losante y placentera utopía en que todo está permitido.
Para que me consideres un genio y me aceptes como guía,
necesito embotar tu razón con inquietudes de simple animal. Pertinaz
propósito mío será romper no pocas de tus “viejas ataduras morales”.
Para cubrir el hueco de esas “viejas ataduras morales” es preciso
presentar monstruosas falacias que “justifiquen” bárbaros
comportamientos. Ideólogos no faltan que presentan lo cómodo y
fácil como lo único que valga la pena perseguir o que confunden el
progreso con cínicas formas de matar a los que aun no han visto la
luz (el aborto) o “ya la han visto demasiado” (la eutanasia o “legal”
forma de eliminar a ancianos y enfermos de difícil cura).
Otra “expresión” de Progreso quiere verse en la ridiculización de
la familia estable, del pudor o del sentido trascendente del sexo. Se
configura así un nuevo catálogo de “valores” del que puede
desprenderse como heroicidad adorar lo intrascendente, incurrir en
cualquier exceso animal, saltarse todas las barreras de la moral
natural hasta hacer del egoísmo el más apetecible de los
comportamientos, presentar al amor estéril como ideal familiar o usar
del aborto como un “legítimo derecho” de los padres.
Cuando se llega a esto último, pisoteando al más sagrado de los
derechos de todo ser concebido dentro de la familia humana, se
incurre en evidente atentado contra la propia felicidad y, por
supuesto, contra el Bien Común puesto que todos y cada uno de
nosotros, por el simple hecho de disponer de razón y de irrepetibles
virtualidades, representamos un positivo eslabón para el Progreso, el
cual, repitámoslo una vez más, se apoya y alimenta en el desarrollo,
armonía y generosa proyección de las distintas y complementarias
317
capacidades de todos y de cada uno de los seres inteligentes que
pueblan el ancho mundo.
Habría una razón para el voluntario estrangulamiento de la
fecundidad de la pareja (noble y natural consecuencia del amor) si
ello facilitara una más placentera vida... ¿Quien puede afirmarlo desde
la estricta racionalidad? ¿Por qué, entonces, desde las esferas del Po-
der, se desarrolla la cultura de la “ideal esterilidad del amor”? ¿Por
qué, lo que es aun más grave, se facilita la degradación de las madres
invitándolas a la pura y simple eliminación del fruto de sus entrañas?
¿Que esto nada tiene que ver con la Política? Por supuesto que sí:
La cabal actitud de un gobernante depende de su escala de valores.
Existen valores, repetimos, que la Realidad muestra como
imprescindibles al auténtico Progreso y que constituyen un todo
compacto de forma que la falta o adulteración de uno de ellos
resiente la viabilidad del conjunto. El desprecio a un derecho
elemental facilita el camino del desprecio al resto de los derechos...
No hay, pues, ninguna razón para castrar las posibilidades de
expansión de la Humanidad, cuyo desarrollo ha encontrado siempre
positivo eco en la respuesta de tal o cual virtualidad de nuestro
Planeta; solamente el torpe acaparamiento, la inhibición o la mala
voluntad de los poderosos es responsable de la destrucción o mal uso
de los bienes que la naturaleza brinda a todos los seres humanos y,
también, de la pervivencia de tantas calamidades y de tantas miserias
que acosan a nuestra sorda conciencia.
Sabemos ya que es mentira aquello que predicó Malthus de la
progresión aritmética de los recursos naturales en paralelo con la
progresión geométrica del incremento de la Población. Sabemos que
la Tierra nos reserva aún muy sorprendentes pruebas de su
prodigalidad, que una certera aplicación de las herramientas que
facilitan el progreso técnico sitúa tal prodigalidad a la medida de las
necesidades de toda la Humanidad... que el Trabajo y la Solidaridad
presentan viables soluciones allá en donde sea necesario. ¿En dónde,
pues, radica el problema? En un torpe y estéril entendimiento del
propio bien, en la obsesión sectaria por vivir en ciego y destructor
egoísmo.
También es mentira que todas las “ideas fuerza” tengan el mismo
valor ético, si por Ética entendemos “la voluntaria ordenación moral
hacia el bien común”: desde esta óptica, vemos que incurre en un
318
relativismo próximo a la apatía el profesor Fernando Savater cuando
dice que "en la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas
en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que
pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición
secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión
integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones
sociales para otros o para todos. Lo mismo resulta válido para las
demás formas de cultura comunitaria, aunque no sean estrictamente
religiosas": si no es lo mismo amar que odiar ¿porqué se ha de
equiparar la doctrina del amor con las invitaciones al odio visceral o
atropello de cualquier especie de los unos contra los otros?
El proclamado laicismo del estado no puede significar ni un
revoltijo ni una síntesis de valores y contra-valores, aunque, en
determinada situación, estos últimos logren mayor ruido social: los
buenos profesionales de la política y de la judicatura, al elaborar o
hacer respetar las leyes, están obligados a discernir entre lo que
conviene y no conviene al bien común. Como réplica se nos dirá que,
a estas alturas de la historia, todo lo de antes ha de ponerse en
cuarentena; todo no, respondemos nosotros: dejad, al menos, la
libertad de responder a la incondicionada voz de la conciencia para
calibrar la diferencia entre el ser y el no ser, entre el sacrificarse por
el prójimo y el usarle como cosa sin otro valor que el de la propia
conveniencia. Pero, sobre todo, no queráis convencernos de que todo
lo que se dice y se piensa tiene el mismo valor, ni, mucho menos, os
erijáis en portavoces de lo que algunos llaman “nueva moral”. Lo
vuestro, como políticos y jueces, es la eficaz administración de bienes
y servicios velando por la paz y el bienestar social sin ir más allá del
campo de las relaciones entre unos y otros, que ya es bastante en
cuanto que de ello depende el que cada uno pueda desarrollar, en
libertad y con suficientes recursos materiales, su irrepetible vocación
personal.
El maestro Ortega llegó a decir que incurrían en “moral
extravagante” cuantos resultaban ser incapaces de respetar los
indiscutibles valores en los que se apoya nuestra razón de ser y
vocación; lo dice al constatar que
“Europa (España es parte de Europa, recordémoslo) se ha
quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una
anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su
régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin
319
supeditarse a moral ninguna. No creáis una palabra cuando oigáis a los
jóvenes hablar de la “nueva moral”. Niego rotundamente que exista
hoy en ningún rincón del Continente grupo alguno informado por un
nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la
nueva, no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el
medio más cómodo para meter contrabando. Por esa razón, fuera una
ingenuidad echar en cara al hombre de hoy su falta de moral. La
imputación le traería sin cuidado, o, más bien, le halagaría. El
inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema y cualquiera
alardea de ejercitarlo”.
Son reflexiones de Ortega hace ya más de setenta años (La
Rebelión de las masas). Setenta años de rotunda experiencia sobre la
falsedad de los fundamentalismos materialistas, vaciedades idealistas,
criminales ismos de uno u otro color, exacerbados nacionalismos,
utopías con el terror como moneda de cambio... todo ello
protagonizado por un ser humano duro de mollera para reconocer los
errores de que hizo norma de vida.
La ridiculización de lo que llamamos “sagrados y perennes
valores” (la libertad, el trabajo solidario, la generosidad, la conciencia
de las propias limitaciones...) se da de bruces con la necesidad de la
proyección social de las propias facultades. Muy poco se puede hacer
sin sentido del sacrificio y del carácter positivo de todas y de cada una
de las otras vidas humanas.
Obviamente, de la complementariedad entre unas y otras
actividades y vocaciones, sin freno irracional para su posible
desarrollo, se alimenta un Progreso, cuya meta habrá de ser la
consecuente conquista de la Tierra.
Pero son muchos los que contrapesan a los valores constructivos
algo que podríamos identificar con la añoranza de la selva. El simple
animal aun no ha captado el sentido trascendente de la propia vida, ni
el valor de la generosidad o del sacrificio consciente y voluntario en
razón del propio progreso... y trata de ridiculizar (¿envidia, tal vez?)
un realista y generoso posicionamiento ante los avatares del día a día.
Evidentemente, la estudiada deshumanización de la vida
personal, familiar y comunitaria favorece el adocenamiento general
con la consiguiente oportunidad para los avispados comerciantes de
voluntades: si yo te convenzo de que es progreso decir que no a
viejos valores como la libertad responsable o el amor a la vida de los
indefensos, el dejarte esclavizar por el pequeño o monstruoso bruto
320
que llevas dentro... si elimino de tu conciencia cualquier idea de
trascendencia espiritual... tu capacidad de juicio no irá más allá de lo
breve e inmediato; insistiré en que las posibles decepciones no son
más que ocasionales baches que jalonan el camino hacia esa anqui-
losante y placentera utopía en que todo está permitido. Para que me
consideres un genio y me aceptes como guía, necesito embotar tu
razón con inquietudes de simple animal y pertinaz propósito mío será
romper no pocas de tus “viejas ataduras morales”.
¡Pues no! si ya el día a día brinda múltiples ocasiones para la
ruptura del compromiso con los dictados de la propia conciencia...
Ayúdeme, señor gobernante, a recorrer más airosamente el camino
que me corresponde. No enturbie usted con su verborrea las luces
que iluminan el camino de mi libertad.

10
NECESARIA REVISIÓN DE UNA GIGANTESCA Y
ANQUILOSADA BUROCRACIA
El descarado crecimiento de la burocracia, que premia y alienta
fidelidades, es una indiscutible realidad en la mayor parte de los
estamentos oficiales de la Administración Pública.
Cierto que el aparato de gestión de que se ha de servir el equipo
gobernante debe ser suficiente para responder con eficacia a las
directrices de un Consejo cuya última palabra debe tener siempre el
“Primer Gestor”, a su vez y ésa debiera ser constante exigencia de
una Democracia, responsable ante un Parlamento más expeditivo que
burocratizado.
Por elemental imposición de la necesaria eficacia, ese Primer
Gestor debe contar con atribuciones para nombrar a sus
colaboradores, quienes, a su vez, podrán designar a los suyos dentro
de un esquema con rigurosa precisión en número, funciones y nivel
de responsabilidad.
321
Pero reconozcamos que en el segundo nivel se acaba la política
para dar paso a la administración de oficio a la que cabe exigir lo
mismo que en otro tipo de empresa: competencia, rigor y
productividad. Tal línea de acción habría de extenderse a las distintas
administraciones públicas.
Sabemos que, por virtud de las contraprestaciones a viejas y
nuevas fidelidades, en los estamentos de la Administración Pública
española ocurre algo muy distinto: las “designaciones a dedo” han
superado cualquier nivel de escándalo tolerable en una Democracia. Si
a eso se añaden las “nuevas necesidades administrativas” de las
Comunidades Autónomas ya tenemos el millón de personas que han
venido a incrementar la plantilla de la Burocracia del Estado (justo lo
contrario de lo que se planificó en los albores de la “Descentralización
Administrativa”)
No está fuera de lugar el reparar en que no es solamente su
prohibitivo costo el mal que deparan esos cientos de miles de
innecesarios burócratas de ocasión endosados como una cuña en la
vieja Administración Pública: es la parasitaria función que alimentan
con privilegios, caprichos y torpezas.
Hasta ahora, los políticos en el Poder no han querido reconocer la
fenomenal perogrullada de que el crecimiento del funcionariado
acompleja las relaciones entre administrados y administradores a la
par que resulta una burla de los modernos, poderosísimos y nada
caros medios de tratamiento de la información.
Ello ha llegado a ser un grave despilfarro, que por demás, no
satisface a nadie: el propio funcionario debe reconocer que un
presupuesto, por generoso que sea, tiene un límite, lo que quiere
decir que cuantos más sean a menos tocan: pensemos en la eficacia
de la gestión y que ésta sea remunerada pertinentemente: ¿a cuanto
tocarían de incremento en su sueldo los funcionarios realmente
necesarios si, sobre el mismo presupuesto de años atrás, la plantilla
nacional global, más que incrementada en ese millón de nuevos
puestos de dudosa necesidad, hubiera sido ajustada a las exigencias
de una “Administración Descentralizada” pertinentemente mo-
dernizada en su diario funcionamiento?
Pero, la “máquina del Estado” sigue creciendo y devorando
recursos en proporción inversa a su eficacia con el palmario resultado
de un progresivo descontento de súbditos y burócratas.
322
Mucho se ha hablado en campañas y foros políticos sobre los
remedios a la ineficacia y al despilfarro en la Gestión Pública; para
“cortar por lo sano” ¿Sería mucho pedir a los profesionales de la
Política la elaboración de una “Ley Orgánica” que redujera al mínimo
realmente imprescindible la libre designación para los llamados
“puestos de confianza”?
Un somero análisis de las funciones a desarrollar permite concluir
que, sin atasco alguno para los asuntos del día a día (más bien lo
contrario), se pueden fijar en un máximo de diez el número de
ministerios, en cinco el de consejerías autónomas y ayuntamientos.
¿Que no mejorará la Gestión Pública si se reduce al 10 % todos los
nombramientos a dedo y a sus estrictas necesidades los edificios,
oficinas, departamentos y personal propios de cada función?
Por demás, en el aparato burocrático español, contrariamente a
como lo dicta la lógica y es practicado en cualquier tipo de empresa
privada, con demasiada frecuencia, la fijación de sueldos y otros
emolumentos depende del interesado: ¿cómo pedirle a un funcionario
público que, por un mínimo de vergüenza y ante la actual precaria
situación en que se encuentra el Erario Público, aceda a que sus
ingresos vayan en consonancia con la exigible productividad?
En cualquier entidad económica, gastar más de lo que se ingresa
conduce a la bancarrota si la desproporción no obedece a bien
estudiadas inversiones, que se traducirán en superiores ingresos, lo
que, a un razonable plazo, facilitará el equilibrio. Regla de oro de la
buena gestión administrativa es marcarle un techo a los gastos “co-
rrientes” de forma que el eventual déficit no tenga otra explicación
que la de “necesidad coyuntural para responder a elementales ajustes
del aparato productivo”.
Un somero análisis de los procedimientos administrativos del
Estado en sus diversos estamentos (Poder Central, Autonomías,
Ayuntamientos, Aparato Judicial, etc.) lleva a la conclusión de que, a
todos los niveles, se incurre en una galopante multiplicación de
gastos, en su mayoría, absolutamente improductivos e innecesarios.
No es de lugar la borrachera de números y sí el repaso a
constructivas conclusiones: elimínense todas las inútiles duplicidades
en tramitaciones, considérese a la Ley de Parkinson (eso de aumentar
el personal a medida que disminuye el trabajo) como un peligroso
cáncer diagnosticado a tiempo, establézcase por Ley y con proyección
323
a las distintas administraciones tanto incentivos a la “productividad
administrativa” como políticas de plantillas en sintonía con los nuevos
medios de gestión y precisos recursos, considérese grave delito los
desajustes presupuestarios y el despilfarro...
Caben no pocas medidas concretas: por ejemplo, formular una Ley
Orgánica que, con el preciso objetivo de reducir substancialmente el
Gasto Público “corriente”, determine la reducción a la mitad de las
carteras ministeriales, a la cuarta parte las direcciones generales y, en
no menor medida, los altos cargos de las administraciones
“periféricas” y los diversos nombramientos discrecionales: cargos
políticos que, normalmente, parasitan la eficacia de experimentados
funcionarios y cuya supresión, porque llevan el marchamo de la
ostentación o el capricho de los responsables de turno, no implican
trauma social alguno.
En un necesario y realizable Compromiso Nacional habrá de
abordarse una drástica reducción e, incluso, eliminación de los
condicionamientos “políticos” en la función administrativa de
ayuntamientos y comunidades autónomas de forma que, en el marco
de las respectivas competencias, los elegidos cumplan, estrictamente,
el papel que, en la empresa privada, corresponde al Consejo de
Administración y Consejero Delegado; los restantes papeles habrán de
ser cubiertos por especialistas y funcionarios de plantilla...: el servicio
público saldrá favorecido, se habrá facilitado lo que hoy es una muy
problemática escalonada coordinación de funciones y, lo que es obvio,
perderán su actual cometido substanciales partidas presupuestarias
con la consiguiente oportuna disponibilidad para gastos realmente
productivos.
Claro que, con ello, la eficaz y menos gravosa gestión habrá venido
a sustituir el uso de la maquinaria del estado como instrumento de
corrupción y compra de fidelidades, pero ¿no es ello lo exigible en un
gobierno del Pueblo y para el Pueblo?

324
11
ENTRE LA DEMAGOGIA Y LA POLÍTICA DE EVASIÓN
La tiranía de la Demagogia es, probablemente, el más sutil de los
virus que amenazan la supervivencia de una Democracia: palabras,
palabras, infinitas palabras, poco más que palabras... que flotan por
encima de la Realidad y amañan un “totum revolutum” sin otro
objetivo que el de engañar para satelitizar.
La Demagogia se expresa en artificios retóricos al estilo de “te
mereces todo aunque no hagas nada”, “los otros son malos, luego tú
eres bueno”, “yo digo la verdad porque vengo de donde vengo,
mientras que a saber en qué trinchera lucharon los abuelos de los
otros” o en torrentes de medias verdades en que se sumergen o
diluyen las secretas intenciones de acaparamiento, de corrupción, de
crasa inoperancia o de abuso de poder.
En el decir de Ortega (La rebelión de las masas):
“Los demagogos han sido los grandes estranguladores de
civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta
fauna repugnante que hacía exclamar a Macaulay: "En todos los siglos,
los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado
entre los demagogos". Pero no es un hombre demagogo simplemente
porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones
una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del demagogo
esta dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas
mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los
verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración
intelectual que, como amplio fenómeno de la historia europea, aparece
en Francia hacia 1750”
La Demagogia se hace fuerte en tópicos e idealismos
trasnochados, se recrea en la ignorancia colectiva y rechaza cualquier
análisis en profundidad de la Realidad político-social del momento,
algo que, frente al torrente de palabras, palabras y poco más que

325
palabras, debiera ser elemental punto de partida para una libre y
constructiva reflexión de cualquiera de nosotros, que dejamos de ser
libres en cuanto, pasiva o activamente, somos arrastrados por la
demagogia.
El ciudadano responsable, sea cual sea su situación o nivel
cultural, está obligado a “autovacunarse” contra la demagogia y sus
más frecuentes expresiones, que suelen ser burdas, descaradas y
superficiales disfraces de la mentira.
La mentira aspira a ser la alcahueta de la Democracia y lo logra
cuando convierte a la apariencia en disfraz de la realidad: Pueden ser
mentira la división de poderes, la estimación de capacidades en los
altos funcionarios, los méritos a considerar en la asignación de
puestos en las listas, la teórica prevención de abusos, la información
sobre los entresijos de la realidad económica, la imagen de las formas
de vivir, hasta el proclamado resultado de las urnas... atrocidades
verbales que, aliñadas por la demagogia, resultarán “evidentes”
particularidades de la situación.
Las llamadas “razones demagógicas”, con frecuencia, acuden en
ayuda de un gobierno empeñado en presentar a sus torpezas como
aciertos; es el mismo gobierno el que, en tales casos, se sirve de
subvencionados “hacedores de opinión”.
En Democracia, los “hacedores de opinión” personifican a lo que se
llama “cuarto poder”, el mismo que, en sana concurrencia y con
escrupuloso respeto a la verdad en informaciones y opiniones, puede
y debe empujar hacia el “perenne y equilibrado compromiso social” a
los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Mal van las cosas cuando,
de cuarto poder, los medios de comunicación, se convierten en
satélite de cualquiera de los otros tres, algo que, desgraciadamente,
vemos con demasiada frecuencia en la marcha de una sociedad como
la española hacia lo que debiera ser una democracia realmente
eficiente en el servicio al Bien Común.
Un campo en el que la demagogia logra sus más destacados
torticeros frutos es cuando se erige en defensora de una rastrera
comodidad a costa de desprestigiar principios morales y fidelidades
religiosas: tal ha sucedido en España en graves asuntos como la
despenalización del aborto: vemos que, ya entrado el siglo XXI, son
muchos los españoles que se resisten a manifestarse abiertamente
contra lo que una elemental consideración sobre el proceso de la vida
326
humana, la Doctrina Católica e, incluso, su propia conciencia
muestran como pura y sencillamente criminal.
Se llega a situaciones como ésa, por que un buen número de
avezados demagogos han sabido capitalizar las mil y una
ambigüedades que nacen, crecen y se desarrollan en esa tierra de
nadie que los poderes de este mundo mantienen como campo de
confrontación entre lo temporal y lo espiritual: sabido es que el César
o personificación del poder temporal, ya sea en su afán por mantener
posiciones de privilegio o, peor aún, para negar a todos y cada uno de
los ciudadanos su legítimo derecho a la personalización, llega a
erigirse y actuar como rival del Dios revelado al mundo en la persona
de Jesús de Nazareth.
A tenor de lo que venimos exponiendo, sobra demagogia en la
sesgada interpretación de la historia, sobre todo cuando se trata de
revisarla desde la servidumbre a ese estúpido sofisma según el cual
“son malos y perseguibles de oficio todos los que, por ejemplo, no
admiten la superioridad moral del colectivismo materialista o no se
creen lo de la alianza de civilizaciones como fundamento de la
armonía universal”.
Bajo la cobertura de ese estúpido sofisma, cabe propiciar
movimientos de radical secularización hacia determinado campo
ideológico (Ley de Educación para la Ciudadanía) o criminalizar en
exclusiva (Ley de Memoria Histórica) a uno de los bandos de una ya
muy lejana guerra civil, en la que todo el mundo sabe que se
cometieron excesos y arbitrariedades por ambos lados.
Claro que “Democracia obliga” y frente a ese posicionamiento
doctrinal cabe el radicalmente contrario, todo ello en el marco del
mutuo respeto y, digamos, espíritu constructivo.
En nuestro mundo de “libertades democráticas” vemos carencia de
espíritu constructivo cuando, por ejemplo, se pierde el respeto a lo
que una mayoría acepta como fundamento o símbolo de progreso,
armonía social y libertad: tal ocurre con todo lo que atañe a ese
principal factor de la civilización occidental cual es el Cristianismo,
presente en una buena mayoría de españoles desde que nacen hasta
que mueren.
Respétenlo, al menos, aunque no lo compartan… es un imperativo
social, que muy bien puede marcar pautas de equilibrio en leyes y

327
sentencias judiciales, si es que unas y otras aceptan como norte el
bien común.
Por extensión ese deseable posicionamiento debe ser extensivo a
cuanto en cualquier religión no contradice a lo que en nuestra órbita
se reconoce como derecho natural (la igualdad entre hombres y
mujeres, por ejemplo). Así lo reconoce el Tribunal de Estrasburgo
cuando estipula que ni el Estado ni la sociedad civil “están legitimados
para interferir en las cuestiones meramente religiosas de una
determinada Confesión», incluso cuando esa comunidad «se
encuentre dividida por opiniones opuestas sobre el tema y pueda
producirse una cierta tensión social»
Máxime cuando se da un posicionamiento gubernamental que se
acerca peligrosamente al peculiar de los regímenes totalitarios. A ello
se refiere la Iglesia por boca del cardenal Grocholewski, él mismo
testigo de lo que ocurrió en la Polonia comunista y que ve:
"De modo análogo se mueve alguna corriente política hoy en el
poder, porque busca imponer a todos la propia concepción relativista
sobre los comportamientos ético-morales", también con el objetivo de
"no encontrar oposición a sus decisiones, que van en la dirección de
esa concepción". Por lo tanto, insiste el cardenal, "no debe ser el
Estado el que dicte qué contenidos éticos se deben enseñar a todos: el
Estado, siguiendo los sanos principios de la democracia, debe, sobre
todo, respetar el derecho de los padres a determinar la educación
ético-religiosa que quieren para sus propios hijos, es más, debe ayudar
a los padres a educar a sus hijos según su conciencia".
En gobiernos mediocres es habitual distraer la atención pública
respecto a sus torpezas en la gestión, que les corresponde, usando de
la demagogia para desenterrar ciertos fantasmas del pasado que, al
menos, soliviantan las voluntades de una parte de la población. No
cabe otra explicación a lo que, en la primera década del siglo XXI,
promovió el gobierno español con su controvertida Ley de la Memoria
Histórica.
Ha sido la propia Iglesia la que ha advertido sobre la violencia que
puede generar el remover inoportunamente episodios
afortunadamente situados en el museo de la historia por la mayoría
de una población, que ya ha restañado viejas heridas y orienta sus
esfuerzos hacia un futuro en armonía y prosperidad.

328
¿Por qué no recuperar "el espíritu de reconciliación, sacrificado y
generoso, que presidió la vida social y política" en la Transición? Es lo
que se preguntan personalidades católicas españolas como el
cardenal arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal
Española (CEE), Antonio María Rouco Varela, para luego recomendar
encarecidamente:
"A veces es necesario olvidar. No por ignorancia o cobardía,
sino en virtud de una voluntad de reconciliación y de perdón
verdaderamente responsable y fuerte".

12
DESDE LOS GREGARIOS PARTICULARISMOS AL
PAGANISMO NACIONALISTA
Si, en una Democracia realmente consecuente con su significación
clásica (del Pueblo y para el Pueblo) el Poder Político ejerce de
garante del bien común en base a que cada ciudadano reciba la
dignidad y el respeto que se merece mientras que los políticos de
turno coordinan los esfuerzos de unos y de otros hacia un horizonte
de prosperidad y bienestar por encima de particularismos de más o
menos artificiales grupos étnicos, corporaciones profesionales o clases
sociales, mal corresponde a la función que le es propia alentando
cualquier tipo de particularismo ideológico, gremial o territorial.
Llamamos particularismo a una especie de gremial y socializado
individualismo: me pego al otro y sacrifico mi personal capacidad de
decisión a favor del presumible interés de un privilegiado grupo, del
que me convierto en indiferenciada pieza. Desde tal apreciación, esa
forma de particularismo, llamado nacionalismo ¿no será una de las
más perversas expresiones de egoísmo “colectivo”?
En España, las exageradas muestras de particularismo regionalista
no son más que “la manifestación más acusada del estado de
descomposición en que ha caído nuestro pueblo” (esto lo dijo Ortega
en 1921 y ya en el siglo XXI sigue obviamente vigente).
Si la “historia de la decadencia de una Nación es la historia de una
329
vasta desintegración”, las razones y medios para superar tal
decadencia han de ser buscadas en una progresiva integración. Claro
que, para que esa integración pase de las palabras a los hechos, al
poder político le corresponde la iniciativa en roturar caminos de
orientación universal para, luego delegar, descentralizar, coordinar en
respeto a las respectivas libertades de iniciativa.
Quiere ello decir que, para romper la tendencia particularista tan
esencial es dosificar la fuerza central como encauzar la fuerza de
dispersión.
Castilla, también dijo Ortega, ha hecho a España y Castilla la ha
deshecho: no hacer nada nuevo y situarse en el particularismo con
perpetua añoranza del pasado. Es un particularismo centralista que,
de alguna forma, recuerda a Carlos III, educado en el racionalismo
burgués, sátrapa ilustrado y obseso por la “originalidad” hasta el
punto de que el conjunto de su obra, nos recuerda Ortega, es acaso
el más particularista y antiespañol centralismo que ofrece la historia
de la Monarquía (no fue ese el mensaje de un progresismo de opereta
plasmado en la bonita canción “ahí está, ahí está la Puerta de Al-
calá”).
Poco se puede hacer cuando los privilegiados mantienen las
riendas del poder apoltronados en sus privilegios: ¿qué decir sobre la
patente de corso en que ha derivado eso que se llama inmunidad
parlamentaria? ¿o sobre el descarado falseo de los hechos delictivos
frente a la opinión pública? ¿sobre el cinismo o doble lenguaje de los
principales responsables? ¿y sobre la justificación del delito en función
de sus actores? ¿O sobre las arbitrariedades y demoras en la
formulación y aplicación de las leyes?
Frente a ello, se echa en falta un mayor compromiso personal con
la Verdad, con el valor y con la generosidad: mucho valor y más
generosidad.
“Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de
sangre”, decía Ortega y Gasset en 1922. Tampoco se funda en la
unidad de idioma, ni siquiera en la geográfica definición de fronteras.
La unidad nacional es el resultado de un largo y a veces dramático
proceso de “totalización” personalizante: cada parte de eso que se va
haciendo todo es más ella misma cuanto más ha participado en la
consolidación de lo comunitario, un mosaico de variadas formas y

330
colores, cada cual con su particular resalte, ubicación y comple-
mentariedad.
Desde la perspectiva de lo obvio, sigue diciendo Ortega: “Los
grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una
comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No
conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”.
Ese algo que hacer no es, por supuesto, servir de simple caja de
resonancia al Poder público: “Desde hace mucho tiempo, mucho,
siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más
que para él se dé el gusto de existir”, se lamenta el propio Ortega.
“Como el pretexto, sigue diciendo, es excesivamente menguado,
España se va deshaciendo, deshaciendo...”
En esa agonía de la España, que viene de siglos y que, pese a ello,
sigue teniendo voz propia en el concierto de naciones, no es lo más
disgregador el particularismo por cuestión de idioma, “Rh” o “barreras
naturales”: es, con mucho, la falta de un “sugestivo proyecto en
común” que debiera ser perfilado y desarrollado por el Poder Público
“Central”. Es el particularismo de éste el que, a la par que alimenta
los particularismos centrífugos autodenominados nacionalismos, es
incapaz de señalar norte alguno mientras se regodea en el abúlico
disfrute del momento, a costa de todos los españoles, claro está: es el
tótem de la tribu erigido en el altar supremo del estado, ello en
rediviva línea mussoliniana.
Recordemos que, para Mussolini, en expresión que habría suscrito
cualquiera de los furibundos nacionalistas de la actualidad,
«Queremos unificar la nación en el Estado soberano que está sobre
todos y puede estar contra todos, porque representa la continuidad
moral de la nación en la historia.» (Spirito della Rivoluzione fascista)
Tal concepción está en los antípodas de lo genuinamente español
que se abre al mundo en “católico abrazo” y mira a lo propio como un
campo en el que desarrollar todo un caudal de libertad
responsabilizante hacia la proyección universal de progresivas dosis
de justicia, solidaridad e igualdad. Elocuentes ejemplos de ello nos
brinda nuestra propia historia y así es reconocido por una no
despreciable parte de la Humanidad.
No basta la resonancia del pasado: es elemental una continua
exigencia de compromiso personal. Es respetable todo lo

331
personalizante (idioma, costumbres, historia, modos de pensar y
obrar...) no lo es lo ramplonamente particularista como es la
pedantesca ilusión por poseer mayor capacidad craneana o una más
brillante capacidad para los negocios y esgrimirlo para marcar una dis-
gregadora diferencia.
“Lo negativo de los nacionalismos más acusados, seguimos a
Ortega y Gasset, no es su fervorosa preocupación por la diferencia, es
el poso que les llega del particularismo central, éste, a su vez,
alimentado por el terror a perder el poder, que se toma como privilegio
y no como posicionamiento para hacer y proyectar”.
Pero el particularismo de los pueblos al igual que el cerrado
egoísmo de las personas pierde razón y fuerza cuando la invitación
comunitaria presenta argumentos suficientemente gratificantes para
romper las cerriles fronteras de la autocomplacencia.
Se hace necesario abrir a los españoles del Centro y de la Periferia
prometedores campos de acción en que puedan encontrar sus propios
y personales caminos para una progresiva y comunitaria integración.
Para ello, una buena parte de los españoles esperan la elaboración de
un sugestivo proyecto de acción en común que optimice al máximo su
muy aceptable nivel de desarrollo y unos “cauces naturales” de
comunicación extensibles a todo el mundo.
Ya entonces estaríamos los españoles, todos los españoles,
comprometidos en una Acción Solidaria, no retórica y sí volcada hacia
la solución de tantos y tantos problemas de elemental supervivencia
de otras personas y de otros pueblos con iguales derechos que noso-
tros al disfrute de bienes y servicios. Y, desarrollada la potencialidad
de nuestra Economía, alcanzaríamos nuevas cotas de Progreso por
caminos de estricta racionalidad al tiempo que esa nuestra agonía
recibe la sacudida de un nuevo impulso vital. de personas y grupos
sociales... Es lo que podríamos llamar una racional vertebración de las
capacidades de las personas y pueblos que habitan esa “piel de toro”
que se llama España.
Tal “vertebración” resulta tanto más fácil cuanto más las energías
nacionales encuentren proyección universal: si “la idea de grandes
cosas por hacer engendra la unificación nacional”, otra vez Ortega,
“solo una acertada política internacional, política de magnas
empresas, hace posible una fecunda política interior”.

332
“Juntos para hacer algo”, pero ¿qué? ¿No podría ser romper de
alguna manera la barrera de privilegios con que intenta protegerse la
“Sociedad Opulenta”? ¿Acaso no se ha evidenciado ya que ese cerril
posicionamiento de los ricos constituye un serio peligro para la
continuidad de su riqueza? ¿Es tan difícil reconocer que un “progreso
económico continuado” depende en gran medida de la preocupación
por ampliar el círculo de potenciales clientes, tanto más solventes
cuanto más participen en la tarea común de humanizar recursos y
energías?
Por oposición a esa deseable perspectiva existe en España lo que
se puede llamar un particularista complot de deshispanización en el
que ejercen de promotores algunos gurús del nacionalismo periférico:
parten de un torticero arrinconamiento del idioma común para, a
renglón seguido, en términos de Pío Moa,
“Presionar sobre los medios de masas, sobre la enseñanza pública
o el poder económico en sus propias regiones, teniendo en cuenta el
lavado de cerebro masivo que, sin excesivo respeto por la realidad
histórica, han practicado, lo que parece un milagro no es que el anti
españolismo o el a-españolismo hayan cundido tanto, sino que el
sentimiento español siga tan extendido, -aunque es verdad que con
poco nervio- en aquellas autonomías”
Ello coincide con un cierto pasotismo y devota admiración hacia lo
foráneo entre parte de las gentes no afectadas directamente por los
nacionalismos periféricos; Pío Moa, que conoce lo que es el
fundamentalismo particularista por haber militado en uno de sus
extremos, lo manifiesta así:
“No ya en el País Vasco o Cataluña, sino en todo el territorio
nacional , se tiende a desplazar la cultura española hasta convertirla
en un satélite de la cultura «global» anglosajona. A nuestro alrededor
se multiplican sus manifestaciones, sin que aparentemente nadie les
oponga reparos, no digamos resistencia. Muchos incluso lo apoyan
como signo de modernidad y cosmopolitismo, en constraste con el
espíritu de campanario achacado al PNV y a CiU” …. “La misma
palabra España es sustituida crecientemente por «Spain» en esos
medios. Un ejemplo entre muchos: la página de internet dedicada al
cine español se titula Cine Spain. En la universidad, diversas
publicaciones científicas (pagadas con el dinero público español) tienen
títulos como «Spanish Journal of Psychology». Etc. Esto es mucho más
profundo y decisivo que la ocultación de España bajo el término
«Estado español», caro a los nacionalistas. Junto con ello, empresas

333
españolas prestan servicios con denominaciones en inglés («Open
bank», «Repshop»…) e incluso lo hacen inventos y mercancías
españolas”
En un elemental proceder de sentido común, no cabe negarse a
introducir en las escuelas el conocimiento de idiomas que facilitan la
circulación por la Aldea Global; pero, en razón de ello, no incurramos
en el disparate de arrinconar al idioma propio, en el que precisamente
se entienden no menos de cuatrocientos millones de los habitantes de
la misma Aldea Global.
Claro que, si esa mutilación cultural y humana se hace en nombre
de un nacionalismo tribal y perverso… hemos de reconocer que
estamos ante un paganismo absolutamente retrógrado e indecente
por no decir criminal. Sin compartir el exagerado derrotismo, que late
en la siguiente cita (Carta de Ganivet a Unamuno en 1898), habremos
de reconocer con él la necesidad de revisar buena parte del latente y
desintegrador fundamentalismo nacionalista:
Yo soy regionalista del único modo que se debe serlo en nuestro
país, esto es, sin aceptar las regiones. No obstante el historicismo que
usted me atribuye, no acepto ninguna categoría histórica tal como
existió, porque esto me parece dar saltos atrás. A docenas se me
ocurren los argumentos contra las regiones, sea que se las reorganice
bajo la monarquía representativa o bajo la república federal, sea bajo
esta o aquella componenda debajo del actual régimen; encuentro
demasiado borrosos los linderos de las antiguas regiones, y no veo
justificado que se los marque de nuevo, ni que se dé suelta otra vez a
las querellas latentes entre las localidades de cada región, ni que se
sustituya la centralización actual por ocho o diez centralizaciones
provechosas a ciertas capitales de provincia, ni que se amplíe el
artificio parlamentario con nuevos y no mejores centros parlantes...
Usted, que es vizcaíno, reconocerá que un parlamento vasco no les
hace ninguna falta, teniendo como tienen diputaciones forales que no
son focos de mendicidad como muchas de España, sino diputaciones
verdaderas; yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente
no es nada, y que al formarse las regiones habría que reconocer dos
Andalucías: la alta y la baja; el mismo Pi y Margall, en Las
Nacionalidades, las admite.
Pero hay además una razón que de fijo le hará a usted mella. El
valor de los organismos políticos depende en nuestro tiempo de su
aptitud para dar vida a las reformas de carácter social, y ni el Estado,
ni la Religión, ni ninguna de sus formas posibles, satisfacen esta
necesidad de nuestro tiempo; el socialismo español ha de ser
334
comunista, quiero decir, municipal, y por esto defiendo yo que sean los
municipios autónomos los que ensayen las reformas sociales; y en
nuestro país no habría en muchos casos ensayo sino restauración de
viejas prácticas. El pueblo y la ciudad son organismos reales,
constituidos por la agrupación de moradas fijas, inmuebles, y por lo
mismo que son una realidad, podrían vivir independientes con ventaja
y sin peligro. El peligro está en las instituciones convencionales,
porque éstas, faltas de asunto real, divagan y caen en todo género de
excesos. Ganivet
Bien reconocemos una sobredosis de romanticismo en ese
desgarrador testimonio de Ganivet, por demás, muy ajustado a la
realidad en lo que tiene de premonición. En los antípodas de ese
apunte de Ganivet, podemos situar la romántica añoranza de un
pasado plagado de interesados supuestos, más o menos heroicos y
risueños, que han hecho y siguen haciendo personajes como Arzalluz:
conceden a su terruño la categoría de ombligo del mundo, lo que,
obviamente, desafía las leyes de la lógica histórica y con ello, significa
una vuelta siglos atrás con el previsible perjuicio para los ciudadanos
a quienes, con el pretexto de liberarles de una ignominiosa opresión,
se les arrastra a una de las más estúpidas e inconsecuentes formas de
paganismo.
Porque paganismo es el exacerbado culto nacionalista, como, sin
equívocos, nos lo han hecho ver tanto Juan Pablo II como Benedicto
XVI, por más que se quiera edulcorar la “obsesión nacionalista”
prestando el calificativo de nación a un pueblo que “por su historia,
lengua y carácter” se conceda a sí mismo un «derecho originario y
natural a la autodeterminación»: así dice entenderlo el archiconocido
obispo Setién, a quién muchos católicos, con pleno derecho, podrían
dirigir la siguiente pregunta ¿está su Ilustrísima seguro de que su
posicionamiento doctrinal respeta escrupulosamente la recomendación
evangélica de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios? ¿no peca usted de ingenuidad cuando dice «Difícilmente se
encontraría hoy un nacionalismo radical que, 'de verdad', quisiera
situar a su proyecto político en el lugar de Dios»? ¿es que cree usted
que la libertad, generosidad y bienestar de un pueblo pueden tener
como uno de los imprescindibles puntos de apoyo el uso de las
pistolas o, en su defecto, un particularismo pese a quien pese y
torticeramente encauzado a volver hacia atrás la pacífica marcha de la
historia?

335
"El fundamentalismo es uno de los riesgos más dramáticos de la
humanidad y desafía la conciencia de todo hombre religioso", apunta
el padre Federico Lombardi S.I., director de la Oficina de Información
del Vaticano, con ocasión de los salvajes atentados de Bombay
(noviembre de 2008), de los que los españoles podemos recordar
algún que otro precedente, débase a ETA o a cualquier otra criminal
organización de mercenarios o de locos fanáticos, necesarios
instrumentos de cualquier fundamentalismo, sea de índole
nacionalista o pretendidamente religioso.
Claro que lo cierto es que, en cuestión de “nacionalismos
periféricos” parece que hemos llegado a un punto de difícil sino
imposible retorno: al amparo de la “improvisada” Constitución de
1978, las regiones y “nacionalidades” (falseada además de
inconveniente tal designación) seguirán siendo lo que son en cuanto
ya cuentan con “poderes establecidos” que difícilmente aceptarán
perder prebendas, privilegios y, lo que no deja de ser descorazonador,
bien encauzadas oportunidades de hacer negocio para cuantos están
en política sin la mínima intención de ligar la idea de gobernar con la
de servir.
Ante esa política de hechos consumados, en buena lid democrática
no cabe mejor solución que trabajar, trabajar y trabajar para derruir
con buenas y bien explicitadas razones el ídolo del nacionalismos
estrecho para orientar a los responsables hacia lo que podemos llamar
“praxis de conveniencia”: ¿no acusamos en la Unión Europea, a que
pertenecemos, la falta de un consenso piramidal para mirar todos los
europeos en la misma dirección en cuanto nos viene de otras partes
de la Aldea Global?
En la España de principios del siglo XXI, que a muchos llega a
parecer una mala copia de la Unión Europea ¿es tan difícil doblegar
los particularismos (viscerales, inconvenientes y tan obsesivamente
ideologizados,) ante la utilidad de contar con una “bandera madre de
todas las banderas”, una economía cohesionada en todas sus
proyecciones nacionales, una política social uniforme, un categórico y
rápido procedimiento para corregir las siempre acechantes
desviaciones, una Ley de Leyes por encima de cualquier estatutaria o
torticera interpretación, etc., etc….?

336
13
CRIMINALES PROXENETAS DE LA LIBERTAD
Tanto en las dictaduras como en las democracias, existen
delincuentes que aspiran a la tolerancia cuando no al reconocimiento
de una parte de la sociedad. Para ello, a título individual u
organizándose en bandas, recaban color político hacia unas actitudes
que no son más que chantajes, crímenes o atropellos; es cuando, a
tenor de la debilidad o permisividad del Código Civil en vigor, lo que
no era más que una banda mafiosa puede convertirse en el punto de
apoyo de un movimiento más o menos reivindicativo. Tanto peor si
cuenta con ideólogos capaces de encontrar, sistematizar y capitalizar
los argumentos precisos para arrastrar voluntades hacia tal o cual
utopía: sea ello la desaparición de las “diferencias sociales”, un sueño
de nacionalismo exclusivista o la forzada imposición del “pensamiento
único”; se contará entonces con lo necesario para constituir un
partido político, que, en función de las circunstancias y según diversos
grados de “moderación”, puede dar lugar a otros partidos políticos
con similares aspiraciones aunque con distintos grados de fidelidad a
la legalidad vigente.
La historia nos brinda abundantes ejemplos de procesos políticos
que han seguido similar pauta: lo de Stalin y Lenin, en el caso de la
Unión Soviética; lo de Hitler en la Alemania Nazi; lo de Bin Laden y
sus huestes a nivel mundial o lo que, de hecho y guardando las
distancias, pretende el movimiento etarra en España.
Hay quien cree o dice creer que el movimiento etarra obedece a
motivaciones de tipo político que se puede calificar de ultra
nacionalismo o de extremo izquierda; si usan de la violencia, afirman
esos tales sin pudor alguno, es por que las circunstancias del
momento no les dejan otra salida para defender sus posiciones que,
oportuno es recordarlo, no difieren gran cosa de las clásicas
estalinianas o de las que, en otras latitudes, practican no pocos
grupos a los que la prensa al uso califica de liberación nacional
aunque ello ocurra en el país más democrático del mundo.

337
Si cabía tan generosa interpretación en épocas anteriores a una
democracia en la que, con palabras, se puede defender cualquier
proyecto político por descabellado que sea, después de cuarenta años
de persistente ejercicio del terror, tanto raíces como motivaciones no
logran cambiar el más que probado carácter de organización criminal,
que mantiene a sus miembros a base de premiarles con dinero
contante y sonante las respectivas participaciones en tal o cual acción
subversiva. De ser así ¿no podemos pensar que los llamados activistas
no merecen otro calificativo que el de asesinos a sueldo, que han
hecho del terrorismo su medio de vida?
Sin duda que el Terrorismo, crasa inmoralidad se mire por donde
se mire, es la más vergonzante tiranía que puede sufrir una sociedad
democrática. En consecuencia, las “ideológicas” ambigüedades frente
al terrorismo dicen muy poco de la calidad moral de los políticos y
teorizantes que las alientan.
En nuestra época, el uso de máquinas de matar está
prácticamente al alcance de cualquier desalmado. Siempre ha habido,
hay y siempre habrá criminales de hecho o en potencia.
Una elemental moral objetiva niega cualquier justificación a un
comportamiento criminalmente avasallador, máxime cuando resulta
torpe ingenuidad conceder crédito a la supuesta intención redentora
de un terrorista: tras una pistola empuñada por el terrorista de cual-
quier obsesión o color no hay el mínimo trazo no ya de justicia sino de
simple humanidad: hay una sucia acción de mercenario sin
escrúpulos, oportunismo criminal remunerado por gentes aun más
torpes y criminales, cobardía de la peor ralea, deliberado
agazapamiento tras el terror: cualquier teórico valor se traduce en
basura ante el propósito de imponerse por la contundencia de una
máquina de matar manejada por un individuo que se refocila en su
propia miseria moral.
Ahí no caben ambiguas interpretaciones: matar es lisa y
llanamente matar, extorsionar no admite otra interpretación que la de
extorsionar, robar es robar, envilecer es envilecer.
La historia no recuerda a un solo terrorista que, en ocasión de
poder, no se haya mostrado como ya realmente era cuando mataba
rastreramente: el peor de los tiranos. Es algo a tener en cuenta a la
hora de tratar cualquier forma de terrorismo.

338
Encontramos sobradas razones para reconocer que la principal
motivación (o, tal vez, la única) de un terrorista es la de vivir a costa
de la vida y bienes de los demás: el terrorista mata, roba, extorsiona,
secuestra o envilece porque cobra por ello o ha hecho de ello su
medio de vida. Y miente cuando se respalda tras cualquier ideal o
crítica de una situación.
Mienten también, y ello está sobradamente demostrado, quienes,
en uso de una normal capacidad de raciocinio, manifiestan encontrar
una mínima razón o justificación a tales comportamientos.
Por su parte, son igualmente mentirosos, cobardes o torpemente
ingenuos aquellos que proclaman que una ocasional contemporización
con el crimen (lo que, llanamente, se llama templar gaitas) servirá
para algo más que para facilitar ocasión y medios con que los crimina-
les de hecho o en potencia vuelvan por sus fueros más fuertes y
enardecidos que antes.
Todo ello cuando demostrado está que la eficacia policial
acompañada por una pertinente aplicación de precisas leyes es el
mejor medio de que dispone la Sociedad Democrática para neutralizar
la acción criminal más cobarde, mejor “remunerada” y más
publicitada.
Confieso que no daré mi voto al político que, sea por atavismo
histórico o por cualquier otra inconfesable razón, encuentra la mínima
justificación social o política en el monstruo terrorista; un político
honrado y cabal no puede dejar de considerar al terrorismo como un
foco de pura y simple criminalidad y, consecuentemente y sin
retruécanos ni reservas) ha ver como implicados en delitos de lesa
humanidad a cómplices, encubridores y panegiristas de los
mercenarios terroristas de cualquier obsesión, color o estilo.

339
14
LA OCLOCRACIA, GRAVE CONSECUENCIA DE UNA
TORPE GESTIÓN POLÍTICA
Aristóteles, reconocido como principal maestro laico de Occidente,
dejó claro en su “Política” que
“la naturaleza arrastra instintivamente a todos los hombres a la
asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso
servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la
perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando
vive sin leyes y sin justicia”.
Para Aristóteles había tres formas puras de hacer política: la
monarquía o gobierno de uno solo, la aristocracia o gobierno de un
selecto grupo de ciudadanos y democracia o gobierno de la mayoría.
Sabemos que veía a la democracia como el más problemático de los
gobiernos en cuanto resulta prácticamente imposible poner a todos de
acuerdo sobre las cuestiones de interés general; claro que reconocía
que, por otra parte, una amplia mayoría se resiste a la corrupción a
la manera del agua que cuanto más abundante menos corruptible es;
por ello consideraba como gobierno más deseable aquel en el que una
minoría calificada es controlada por la mayoría, algo que, de hecho
sucede en las más prósperas y estables democracias de la actualidad
(la de Suiza o de los Estados Unidos de América del Norte, por
ejemplo). Tal constatación, junto con los abusos que vemos en los
gobiernos de uno solo (dictadura) o de unos pocos privilegiados con la
mira puesta en los de su órbita o clase, nos lleva a considerar de
apabullante sentido común la cáustica frase de Churchill: Democracia
es el peor sistema de gobierno excluyendo todos los demás.
En Democracia, el artero y continuo uso de la Demagogia, que
según la Real Academia Española de la Lengua lleva a la
«degeneración de la democracia, consistente en que los políticos,
mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los
ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder» acerca
peligrosamente a una situación política que el historiador griego
Polibio (de 200 a 118 a. JC) llamó Oclocracia.

340
Es así cómo, en la terminología política clásica, Oclocracia (del latín
ochlocratia) viene a significar tiranía de la mayoría o descontrolado
gobierno de la muchedumbre, algo que Aristóteles consideraba
consecuente con la progresiva degeneración de la Democracia.
Bien es cierto que en los países destacados por su libertad y
prosperidad esa misma Democracia, puede disponer y de hecho
dispone de instrumentos correctores de la acechante degeneración,
tanto más eficaces cuanto más logran neutralizar lo que Tocqueville
llamaba “instintos salvajes” de algunos sistemas democráticos.
Según ello, podremos decir que se incurre en palmarias
contradicciones democráticas cuando una ocasional mayoría
(provisional, por eso de la “Ley del Péndulo”) pisotea impunemente
los derechos fundamentales de determinadas personas o minorías:
hemos de tener siempre presente que un mayoritario número de
votos no es suficiente para alterar las leyes por las que se rige el
orden natural coincidente con el orden universal en que se apoya el
realismo cristiano, que justo es recordarlo, no necesariamente
coincide con las imposiciones de la moda ideológica en tal cual época
de la historia o tal o cual lugar del mundo.
Ejemplo histórico de antinatural contradicción democrática fue la
condena de Sócrates, ciudadano ejemplar aunque crítico con el
acomodaticio servilismo de un amplio sector ateniense respecto a
exclusivistas usos de la libertad para justificar desmanes que, “ni los
propios dioses se atreverían a cometer”. De antinaturales
contradicciones democráticas también hemos de calificar los
multitudinarios posicionamientos a favor de el aborto, la eutanasia, la
retirada de los crucifijos de las escuelas, los panegíricos y actitudes a
favor del amor estéril , etc., etc.,…
Para condenar a la Oclocracia como deriva de la “voluntad
general”, los puristas diferencian el concepto pueblo del concepto
muchedumbre: el primero sería la agrupación de personas no
condicionadas por la demagogia y, por lo tanto, muy aptos para emitir
una opinión justa y razonable, mientras que una muchedumbre no es
más que una tumultuosa reunión de personas, cuya capacidad de
juicio ha sido diluida por la fuerza de tal o cual campaña irracional e,
incluso, por un simple slogan arteramente populista. Según ello, en
la oclocracia, el capricho y lo irracional campa por sus respetos
mientras que en una sociedad progresivamente libre, próspera y
341
racional el sentido común sigue siendo el alimento más apetecible y a
disposición de las personas realmente responsables.
Aunque no lo usa como calificativo habitual, para Ortega y Gasset
lo que estamos llamando Oclocracia, “modo anormal de gobierno
impuesto por las circunstancias”, es un fenómeno derivado del
predominio de seres humanos sin personalidad propia (lo que él llama
–hombre masa-). Para el mismo pensador español, esos seres
humanos despersonalizados serán de derechas o de izquierdas sin
saberlo realmente por qué ellos mismos puesto que
“ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas
maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en
efecto, son formas de la hemiplejia moral”.
El ser humano despersonalizado (hombre-masa, según Ortega) es
el hombre cuya vida carece de proyectos y va a la deriva. Por eso no
construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean
enormes.
Frente a él, cuando el poder público intenta justificarse, no alude
para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice
con perfecta sinceridad que ese modo anormal de gobierno ha sido
impuesto por las circunstancias". Es decir, por la urgencia del
presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se
reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a
escapar de él por de pronto, empleando los medios que sean, aun a
costa de acumular, con su empleo, mayores conflictos sobre la hora
próxima. Así ha sido siempre el poder público cuando lo ejercieron
directamente las masas: omnipotente y efímero…. Se les han dado
instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los
grandes deberes históricos; se les han inoculado atropelladamente el
orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso
no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen
a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin
huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos. (Del libro La
Rebelión de las Masas).
Es precisamente en las “huellas antiguas” y en la pertinente
resolución de los problemas tradicionales y complejos en donde
prende sus raíces la “función histórica” de un pueblo y consiguiente
forja de una personalidad a base de generosidad y libre concierto de
las diversas y complementarias capacidades orientadas hacia la
realización de un proyecto que de todos depende y a todos afecta.
342
Es así como España tiene o “puede tener” su propia personalidad,
tanto más noble cuanto más y mejor orientada esté hacia el
entendimiento y prosperidad de todos y de cada uno de los pueblos
que integran lo que se llama Aldea Global.
Nada bueno es que a los miembros de determinada sociedad se les
convenza de que son acreedores a cualquier tipo de privilegio por el
solo hecho de existir, como si todo les estuviera permitido sin ningún
esfuerzo por su parte; de esa forma podrán vivir sin limitación alguna,
“abandonándose tranquilamente a sí mismos” y sin reconocer
autoridad ni inteligencia superiores a las suyas: ése sería el ser
despersonalizado hasta vivir y actuar como el indiferenciado elemento
de un rebaño, que se extiende a todas las esferas y estamentos de la
sociedad, hombre-masa mimado por “ilustrados” sin complejos y por
los políticos que cuentan con su fidelidad perruna, sea ello a costa de
embrutecerle progresivamente hasta privarle del menor atisbo de
vergüenza crítica.
Lo dramático del fenómeno es su generalización hasta convertirlo
en señas de identidad de una sociedad en la que pueda desarrollarse
a sus anchas lo que estamos llamando Oclocracia; es decir, una forma
de tiranía de la mayoría o de descontrolado gobierno de la
muchedumbre con un trasfondo ideológico en el que valor supremo
parece ser la distancia equidistante de todos los tradicionales valores,
como si se quisiera llegar a la estúpida situación reflejada en el refrán
de “nada es verdad ni mentira; todo es del color con que se mira”.En
España todavía estamos a tiempo de inmunizar a nuestra democracia
de su posible degeneración.
Recordemos cómo nuestros antepasados emprenden el camino
hacia una democracia de carácter occidentalista y moderno en los
últimos años del siglo XIX y primeros del XX en coincidencia con la
virulencia y consecuente resaca de los “desastres” del 98 que, por la
actuación de uno de nuestros “enemigos” de entonces, los Estados
Unidos de Norteamérica, implicaron la separación de España para
Cuba y Filipinas.
343
Años atrás, Antonio Cánovas (1828-1897) y Práxedes Sagasta
(1825-1903), habían acordado sucesivas alternancias en el gobierno
según un sistema poco democrático, puesto que se basaba en el
caciquismo y el “pucherazo”, pero que, ante el temor del retorno de
los viejos fantasmas de la inestabilidad y la demagogia, funcionó
pasablemente y, en cierta forma, abrió el camino hacia una
democracia bajo la tutela de la Corona neutralizando no pocos
estúpidos, estériles y, a veces, violentos enfrentamientos entre las
dos Españas. De esa colaboración nació la La Constitución de 1876,
que moderada y flexible, partía de ciertas ‘verdades madre’ (libertad,
propiedad, monarquía, dinastía hereditaria y la soberanía conjunta de
Rey y Cortes) y concedía al monarca el papel de árbitro en las
situaciones críticas y el del comandante en jefe del Ejército. Fue una
Constitución de larga vigencia, permaneciendo hasta 1931 (con el
intervalo de suspensión de la dictadura del general Miguel Primo de
Rivera, desde 1923 hasta 1930).
El asesinato de Cánovas en 1897 no logró frenar el impulso
modernizador (o democratizador, según se mire) que Sagasta, buen
encajador de los golpes del 98 (lo de Cuba y Filipinas), siguió
manteniendo y luego desarrollando con un cierto aire liberal (leyes
del Jurado, de asociación, de expresión y reunión, sufragio universal..)
hasta que, coincidiendo con su desaparición de la política, la
demagogia de muchos de sus antiguos partidarios, la animadversión
de algunos acomplejados “prohombres” del 98 y la actividad
revolucionaria hicieron revivir viejos fantasmas hasta hacer tambalear
en no pocas ocasiones el edificio del Estado: la neutralidad de España
en la primera Gran Guerra mundial no pudo ser aprovechada para el
desarrollo de una titubeante industria a causa de la falta de
entendimiento entre sectores productivos, políticos y ciudadanía en
general: faltaban lideres generosos y pragmáticos, esa fue la triste
verdad.
Si hubiéramos de definir en una sola frase la trayectoria política de
España durante todo el pasado siglo XX, diríamos que fue un largo
camino de aproximación a la Democracia. Ello nos obliga a recordar lo
que nosotros mismos entendemos por Democracia, puesto que según
la definición al uso, ya hace varias décadas que los españoles vivimos
en democracia:

344
“Democracia es, dice la Enciclopedia Salvat, el sistema político
basado en el reconocimiento de que toda autoridad emana del pueblo
y que se caracteriza por la participación de éste en la administración
del Estado. Lincoln la definió con una frase más corta: "Es el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Si todo el mundo admite que existen diversos grados de
Democracia, por nuestra parte podremos apuntar que la simple
convocatoria de elecciones cada cuatro años no es suficiente para
lograr una sociedad auténticamente democrática, lo que equivale a
señalar que una Democracia es tanto más “democrática” (valga la
redundancia) cuanto más se considera a sí misma (la consideran las
personas que la animan) en fase de proyecto” ¿quiere ello decir que,
para nosotros, democracia es algo así como aceptar al prójimo como
un igual en todos los órdenes de participación política y social?
Exactamente: ello nos lleva a calificar como no democrática a una
sociedad en la que, por ejemplo, la apreciación del jefe valga más que
los votos a obtener en unas elecciones a las que nos presentáramos
sin el beneplácito de ese mismo jefe o de alguno de sus delegados,
algo habitual tanto en las dictaduras, como en las repúblicas o
monarquías de que tenemos noticia, incluida nuestra Monarquía
Parlamentaria, por supuesto.
Ello no obstante, en la línea de las grandes simplificaciones, el
“colectivo” (utilizamos la palabreja con sentido abiertamente
peyorativo) de españoles, que no discurren, llega a confundir las
formas de gobierno con las formas de ser para afirmar, por ejemplo,
que son equivalente república y democracia. No señor, república es
una forma convencional de organizar el aparato del Estado mientras
que Democracia es una forma de ser y de actuar en Política
Expliquémonos: ser demócrata, en su acepción occidentalista y
moderna, expresa un estilo, un talante y hasta una forma de vivir
personal que, aplicable a la gestión pública, se expresa en estructuras
y valores que garantizan a todos los ciudadanos igualdad de
oportunidades respecto a esa misma gestión pública; decimos que en
un país hay democracia y no tiranía si a cualquier ciudadano se le
respetan sus derechos de participación en la cosa pública según su
voluntad y saber hacer. Según ello y a pesar de no estar al alcance de
todos los ciudadanos el puesto de rey o de reina, no resultará difícil
encontrar monarquías considerablemente más democráticas que una
larga serie de repúblicas actuales o de las que nos habla la historia:
345
sin ir más lejos, habremos de reconocer que la monarquía del rey
Juan Carlos está mostrando ser muchísimo más democrática que
cualquiera de las dos repúblicas españolas que, con una diferencia de
setenta años, se han sucedido en España.
Muerto Franco, “su clase política”, con el incondicional apoyo del
Rey y el liderazgo de un antiguo Secretario del Movimiento Nacional
(Adolfo Suárez), votaron la disolución del viejo régimen y el comienzo
de una nueva era con la Monarquía democrática y parlamentaria
como pieza principal, que en 1978 se aprobó por referéndum de
amplísima participación una Constitución que habría de garantizar la
pervivencia de la Democracia.
¿Qué democracia? Una muy similar a la de otros países del
entorno. ¿Suficiente para hacernos a todos más y más democráticos?
¿Porqué no si acertamos a convertir en realidad, aunque solo sea de
forma aparente, eso de “antes vosotros que mi propio interés”?
Si escasea o no da señales de vida ese elemental principio, nuestra
democracia no lo será nada más que de nombre, ni mucho menos,
avanzaremos hacia ello si por el simple hecho de estar adscritos a un
partido “conservador” o “progresista” (léase socialista) ya nos
consideramos plenamente demócratas. Tampoco el presumir de
republicano me hace más demócrata
La Democracia que, fundamentalmente, es participación en las
decisiones que afectan a los derechos de la persona y al bien de la
comunidad según las exigencias del momento político, requiere un
azuzamiento del “espíritu generoso” y de la capacidad de reflexión de
cada ciudadano. El simple número de votos no hace demócratas a los
que esperan agazapados la ocasión de hacer realidad los caprichos de
su ego.
Precisado un compromiso de realización personal (puesto que yo
soy así, estoy obligado a obrar en consecuencia), el ciudadano con
plena conciencia de su poder y de su libertad, debe situar al
profesional de la política justamente en el lugar que le corresponde:
este profesional de la política no es ni más ni menos que un servidor
de la comunidad en la administración de las cosas, el tratamiento de
los problemas del día a día y en el obligado respeto a la libertad
responsabilizante de cada ciudadano.

346
Pero ese Gestor Público, asentados “sus reales” en la cumbre del
poder, ya está en situación de manejar infinitos hilos de vanidades,
caprichos y ambiciones; es cuando, muy difícilmente, resiste a lo que
se llama erótica del poder: en mayor o menor medida vivirá el posible
debilitamiento de su propia escala de valores (si es que la tenía bien
definida y asumida) para incurrir en lo que podríamos llamar el
“síndrome de la autocomplacencia”, hasta, probablemente, llegar a
considerarse a sí mismo como lo único importante. En paralelo, hace
torticero uso de los modernos y poderosos medios de difusión para
llevar a sus potenciales seguidores al convencimiento de que su
amalgama de conveniencias políticas, su doctrina, es dogma de fe que
requiere fidelidad incondicional: suprema irracionalidad que lleva a
confundir la política o administración sobre las cosas con la Religión o
sistema de creencias en la trascendencia universal de la vida de cada
uno de los hombres y mujeres que poblamos el ancho mundo.
Lo de nuestros políticos profesionales es un proceso repetido hasta
la saciedad en los pueblos autoproclamados democráticos. De tal
forma de actuar se encuentran inequívocos ejemplos en cualquier
autocracia, pero, también, en las democracias, por muy
“representativas” que éstas sean. Sabemos que la degeneración
personal, si es un peligro anejo a la propia condición humana,
encuentra su mejor caldo de cultivo en las “altas esferas” a las que
también se accede democráticamente: el poder corrompe, se ha dicho
con bien justificada contundencia. Para que, en nuestra Democracia,
el "síndrome de la autocomplacencia" despierte complicidad no se
precisa más que el incensario de unos cuantos paniaguados
estratégicamente situados en las esferas de influencia del propio
partido y de una teórica oposición "circunstancialmente
complementaria". Desde ahí ya es posible domesticar a los otros
poderes, amañar los procesos electorales (aun en el caso de
transparentes recuentos), despilfarrar sin medida, mentir "institu-
cionalmente", ignorar elementales derechos de los otros... en suma,
ejercer una más o menos velada forma de tiranía que, extendida a
todas las esferas de la vida política, se convierto en ese cáncer social
que llamamos Oclocracia. .

347
15
OPORTUNO APUNTE DE MEMORIA HISTÓRICA

Miré los muros de la patria mía


si un tiempo fuertes, ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía
Quevedo

Quince siglos después del nacimiento del Hijo de Dios, principal


acontecimiento en la historia de la Humanidad, descubre Cristóbal
Colón un nuevo continente y con ello abre a España un inmenso
campo de acción: con buena o con mala fe, se aprestaron o fueron
empujados a un nuevo enfoque de sus respectivas vidas artesanos,
agricultores, hombres de ciencia y letras, comerciantes, guerreros,
religiosos… con la sed de aventura, el afán de lucro, apasionantes
perspectivas de desarrollo personal, la espada y la Cruz como
principales motivaciones y soportes.
Hubo malo y bueno a raudales en las primeras y subsiguientes
etapas de descubrimiento y conquista: entre los atropellos y raudales
de sangre, unos pocos hicieron historia con fecundos ejercicios de
amor y de libertad.
¿Consecuencias? viejos imperios que desaparecen y, con ellos,
miles y miles de personas, viejas leyes y tradiciones más o menos
aberrantes, pero también más o menos humanizantes para dar paso
a nuevos valores y modos de relación social: en las civilizaciones que
se entrecruzan destaca un protagonismo que nadie puede negar: el
ser de España con su idiosincrasia, su experiencia y su religión en
continuo juego.
Que lo de la religión no se redujera a simple formalidad y sí que
abriese cauces de mejor entendimiento entre personas y pueblos fue
un ferviente deseo de la reina que había propiciado el
Descubrimiento. Nos referimos, claro está, a Isabel la Católica para
quien los nuevos súbditos, aunque desconocidos y lejanos, eran tan
respetables como los más conocidos y cercanos: todos ellos seres
humanos llamados a entenderse en un cordial ambiente de trabajo,
348
libertad y generosidad: es lo que hace ver con sus leyes y
recomendaciones de gobernante y deja expresamente señalado en su
testamento:
Suplico al Rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a
la dicha Princesa mi hija y al dicho Príncipe su marido, que así lo
hagan y cumplan y que este sea su principal fin, y en ello pongan
mucha diligencia, y no consientan ni den lugar que los Indios vecinos y
moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar,
reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que
sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo
remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo
que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es infundido y
mandado.
Sin obviar ninguno de los abusos y flaquezas de conquistadores y
colonizadores, reconozcamos que lo de España en América, tal como
lo calificó Ortega y Gasset, fue un proceso de incorporación, cosa
muy distinta a lo ocurrido en los casos de Inglaterra, Holanda o
Francia: todavía hoy son muchos los indígenas y mestizos que se
consideran españoles de América. Ello es sin duda consecuencia de la
forma de actuar de capitanes como Hernán Cortés, para quien, si
estas gentes fueran introducidas e instruidas en nuestra muy santa fe
católica y conmutada la devoción, fe y esperanza que en estos sus
ídolos tienen en la divina potencia de Dios; por que es cierto que, si
con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos
milagros...” (de la Carta a la Reina Doña Juana y al Emperador Carlos
V, citada en cap. XI, Primera Parte)
El siglo XVI (llamado el Siglo de Oro Español) es el de mayor
resonancia de España en el Mundo: con la incorporación del Reino de
Navarra, la titularidad sobre el Sacro Imperio Romano Germánico, que
ostentó Carlos I de España y V de Alemania, nieto de los Reyes
Católicos, la españolización de la mayor parte del Nuevo Mundo y
otras lejanas tierras… pudo llegarse a decir que “en España no se
ponía el sol”.
Junto con el afán de sucesivas “incorporaciones”, principal
ingrediente de la singularidad de la España de aquella época era la fe
católica practicada por una buena parte de los súbditos de su
“Católica Majestad”. Se comprende así la fidelidad a las directrices del
más o menos digno sucesor de Pedro, la preocupación por levantar
universidades, la incondicional defensa (intelectual y tal vez no
349
siempre oportunamente expeditiva) de la Doctrina frente a la
avalancha de ataques, rebeldías y herejías, la formidable “cosecha” de
místicos y misioneros, la activísima participación en el Concilio de
Trento y la llamada Contrarreforma… no pocas veces en oposición a
sus propios intereses materiales y, también, a la ambición de otros
príncipes cristianos, quienes, llegada la ocasión, no dudan en aliarse
con los más encarnizados enemigos de la propia fe: caso de Francisco
I de Francia, ocasional aliado del turco Solimán el Magnífico, algunos
príncipes luteranos o Enrique VIII de Inglaterra, siempre que ello
fuera en desdoro de su envidiado rival Carlos I de España y V de
Alemania.
Ciertamente, en ese revoltijo de fidelidades, orgullos y ambiciones
alimentado por numerosas guerras, no siempre la razón estuvo de
parte de los que decían defender la fe católica, príncipes españoles
incluidos; pero es de justicia destacar una notable excepción: La
Batalla de Lepanto, requerida como imprescindible defensa de la
Cristiandad por el propio sucesor de Pedro, San Pio V, bajo cuyos
auspicios se formó la Liga Santa a la que, junto con los Estados
Pontificios, se adhirieron la España gobernada por Felipe II, las
repúblicas de Venecia y Génova, el ducado de Saboya y la Orden de
Malta: aunando recursos materiales y humanos, bajo la dirección de
Juan de Austria, abordaron con rotundo éxito la defensa de la
civilización cristiana, seriamente amenazada por el poderío que Selim
II había heredado de su padre, el conocido como Solimán el
Magnífico.
La más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes,
ni esperan ver los venideros. Es como recuerda a la Batalla de
Lepanto un destacado participante que perdió allí la movilidad de su
brazo izquierdo: nuestro don Miguel de Cervantes Saavedra, el Manco
de Lepanto, del que se dice en las crónicas de la batalla:
Cuando se reconosció el armada del Turco, en la dicha batalla
naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y el
dicho capitán... y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues
estaba enfermo y con calentura, que estuviese quedo abajo en la
cámara de la galera; y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué
dirían dél, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir
peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta, y que con
su salud... Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la
dicha batalla en el lugar del esquife, como su capitán lo mandó y le dio

350
orden, con otros soldados. Y acabada la batalla, como el señor don
Juan supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado el dicho
Miguel de Cervantes, le acrescentó y le dio cuatro ducados más de su
paga... De la dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el
pecho y en una mano, de que quedó estropeado de la dicha mano.
Años más tarde, de la mano derecha de ese católico soldado, cual
fue Miguel de Cervantes, salió la joya de las letras hispánicas: El
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, obra de la que
Dostoyevski ha dejado escrito:
En todo el mundo no hay obra de ficción más profunda y fuerte
que ésa. Hasta ahora representa la suprema y máxima expresión del
pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el
hombre y, si se acabase el mundo y alguien preguntase a los hombres:
«Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué
conclusión definitiva habéis deducido de ella?», podrían los hombres
mostrar en silencio el Quijote y decir luego: «Ésta es mi conclusión
sobre la vida y... ¿podríais condenarme por ella?». «Ya no se escriben
libros como aquél, dirá Dostoyesvki en el Diario de un escritor. Veréis
en Don Quijote, en cada página, revelados los más arcanos secretos
del alma humana»
Halaga a los españoles esa inequívoca conclusión del maestro de
las letras rusas sobre la obra cervantina, en cuya inspiración seguro
que tuvo mucho que ver la heroica y complicada trayectoria vital del
propio Cervantes, incluida su experiencia en la victoria sobre el Gran
Turco y el sentimiento de que seremos juzgados en razón del
generoso uso que hagamos de nuestra libertad. Porque sí que
podemos ver en el Quijote un alegato a favor de la libertad y de la
generosidad desde las dificultades que jalonan la vida de una
caballero anti burgués, que reniega del ocio estéril y entiende el
realismo cristiano como un compromiso en la defensa de los
injustamente oprimidos
Expresamente, hemos ligado Lepanto con el Quijote, como
fenómenos en los que mucho ha tenido que ver el genuino ser de
España en un contexto histórico en el que crece desaforadamente la
obsesión materialista en perjuicio del buen entendimiento de las
personas y pueblos que siguen llamándose cristianos.
No tuvieron el carácter de la batalla de Lepanto, otras acciones de
los españoles de entonces, entre las que no podemos olvidar las
controvertidas guerras de Flandes con despiadadas intervenciones

351
como las del tercer Duque de Alba o todo lo que llevó al descalabro
de la Armada Invencible, pasando por los atropellos y ramplonas
vivencias en las relaciones con las provincias de Ultramar.
Con no pocos palmarios baches, mantenían con orgullo la
condición de católicos fieles a la doctrina y a la autoridad del
Soberano Pontífice, tanto el Rey de España con sus más cercanos
colaboradores como una buena parte de los españoles “hacedores de
opinión” de entonces (políticos y economistas junto con teólogos,
filósofos y demás literatos) mientras que, por lo general, el pueblo
llano hacía de su fe y de los valores tradicionales la más respetable
pauta de conducta. Sin notables fisuras, persistió esa situación hasta
la extinción de la Casa de Austria (año 1700) con la muerte sin
descendencia de Carlos II “el Hechizado”. Claro que, desde años
atrás, se ha ido difuminando en la prosa del relativismo ambiente la
creatividad espiritual del Siglo de Oro, cuyas más destacadas figuras
(los grandes místicos Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz,
Calderón, Lope, Cervantes, Quevedo…) habían logrado amplia
proyección internacional; a tenor de esa gris difuminación, ganaba
terreno un racionalismo cartesiano de forma que llegó un tiempo en
que se podría decir que la intelectualidad española iba a la zaga de los
nuevos aires del exterior. Pese a ello,
“el fervor religioso del Siglo de Oro y el ideal de unidad católica,
constante centro de gravedad de la vida nacional en los tiempos
siguientes hasta nuestros días, han hecho que, a pesar de sucesivas
tentativas y dramáticas vicisitudes, el pensamiento moderno nunca se
haya aclimatado aqueí con aquel tono de secularización consumada
que presenta en otros países europeos”, es lo que dice J.Hirschberger
en su Historia de la Filosofía.
Para bien o para mal, debemos de reconocer que, ya entonces,
España no era la España de los Reyes Católicos y de sus inmediatos
sucesores: ni Felipe IV (1605-1665) con la destacada actuación del
Conde Duque de Olivares, ni su enfermizo y apocado hijo Carlos II
(1661-1700) resultaron capaces de cohesionar los inmensos territorios
heredados ni, mucho menos, de despertar sentido de responsabilidad
auténticamente cristiana en quienes delegaron.
A tenor de los condicionantes de la sucesión en tronos y privilegios
y de los tópicos clasistas de la época, por la falta de descendencia
directa del último vástago masculino de la Casa de Austria hubo de
acudirse a una solución foránea, llevada a efecto tras una guerra civil
352
que enfrentó a los partidarios del archiduque Carlos, hijo de Leopoldo
I, emperador de Austria contra los partidarios de del duque de Anjou,
Felipe de Borbón (1683-1746), nieto de Luis XIV, rey de Francia.
Fue un problema sucesorio prácticamente dirigido desde el exterior
en cuanto las principales naciones europeas de entonces miraban con
suspicaces ojos el eventual resurgimiento de una potencia superior a
cualquiera de ellas; es así cómo Inglaterra, Holanda, Portugal y
Austria, secundadas en España por lo que había sido el Reino de
Aragón, apoyaban las pretensiones del archiduque Carlos, mientras
que Francia centró todos sus esfuerzos en el apoyo a Felipe de
Borbón; cuando el archiduque Carlos sucedió a su padre como
emperador de Austria, Inglaterra, Holanda y Portugal, temiendo la
formación de un nuevo imperio hispano-austríaco, reclamaron la paz
al tiempo que reconocían a Felipe de Borbón (1713, Tratado de
Utrech) como rey de España. Con la firma del tratado, España perdía
Gibraltar y Menorca, que pasaron a Inglaterra (Menorca fue
reintegrada a la corona española en 1802, mientras que Gibraltar
sigue siendo inglés en los comienzos del siglo XXI)
Es así como ocupó el trono de España Felipe de Borbón, nieto de
Luis XIV y de la hermanastra de Carlos II, María Teresa de Austria, la
cual, aun nacida infanta de España, había renunciado a sus derechos
para convertirse en reina de Francia. Con la persona del ya titulado
Felipe V de España se iniciaba la dinastía de Borbón, por demás,
cumpliendo así el legado de Carlos II el Hechizado, quien había
dispuesto en su testamento:
Reconociendo, conforme a diversas consultas de ministro de
Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las
señoras doña Ana y doña María Teresa, reinas de Francia, mi tía y mi
hermana, a la sucesión de estos reinos, fue evitar el perjuicio de unirse
a la Corona de Francia; y reconociendo que, viniendo a cesar este
motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente
más inmediato, conforme a las leyes de estos Reinos, y que hoy se
verifica este caso en el hijo segundo del Delfín de Francia: por tanto,
arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor, en caso de que
Dios me lleve sin dejar hijos, al Duque de Anjou, hijo segundo del
Delfín, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis Reinos y
dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos. Y mando y ordeno
a todos mis súbditos y vasallos de todos mis Reinos y señoríos que en
el caso referido de que Dios me lleve sin sucesión legítima le tengan y
reconozcan por su rey y señor natural, y se le dé luego, y sin la menor
353
dilación, la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer
de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y
señoríos.
Felipe V de Borbón no fue de los peores reyes que han pasado por
el trono de España: supo mejorar la economía, agilizar la operatividad
de la administración central al tiempo que modernizaba la marina y el
ejército. Claro que también trajo con él toda la cursi parafernalia y los
aires de “grandeur” de la corte de Versalles: de ahí el prejuicio de que
no todos los seres humanos somos iguales en dignidad natural por lo
que, llegado el caso, hombres y mujeres de “baja condición” pueden
ser considerados simple mercancía. Se explica así la facilidad con que
España suscribió con Inglaterra el llamado “Tratado de asiento de
Negros” (26-3-1713), cuyos son los siguientes párrafos:
“1º. Primeramente: que para procurar por este medio una mutua y
recíproca utilidad a las dos majestades y vasallos de ambas coronas,
ofrece y se obliga a Su Majestad británica por las personas que
nombrará y señalará para que corran y se encarguen de introducir en
las Indias occidentales de la América pertenecientes a Su Majestad
católica en el tiempo de los dichos treinta años [...], es a saber,
144.000 negros, piezas de Indias de ambos sexos y de todas las
edades, a razón de cada uno de los dichos 30 años de 4.800 negros,
piezas de Indias [...]. 2º. Que por cada negro, pieza de Indias, de la
medida regular de siete cuartas, no siendo viejo ni con defectos [...]
pagarán los asentistas 33 pesos escudos de plata y un tercio de otro
[...]. 6º. Que los dichos asentistas han de tener la facultad, después
de introducidos los 4.800 negros de su obligación cada año, que si
reconociesen ser necesario para el beneficio de S.M. Católica y de sus
vasallos el introducir más número de negros, lo han de poder ejecutar
durante los 25 años primeros de este contrato”.
Se dirá que tales inhumanas concertaciones, tan ajenas al sentido
del testamento de Isabel la Católica, estaban en la línea de las
conveniencias socio-politicas de la época; pero ello no resta un ápice
a su carácter de infamia, por mucho que los reputados por “bien-
pensantes” miraran para otro lado.
En similar línea de confusión de valores, cabe también encuadrar
el incremento de las corrientes cartesiano-racionalistas en directa
rivalidad con el realismo cristiano mantenido especialmente activo por
la llamada Escuela de Salamanca, siglo y medio atrás ligada con la
doctrina de los Padres de la Iglesia a través de personajes como
Francisco de Vitoria (1483-1546) y aplicada a todos los temas del
354
diario vivir por pensadores de la talla de Domingo de Soto (1494-
1560), Luis de Molina (1535-1600), Francisco Suárez (1548-1617) o
Pedro de Godoy (m. 1686)
Sabemos que en ese realismo cristiano el posible conocimiento, a
través de los sentidos, nos lleva hasta la frontera del misterio en la
que, por la fe, aceptamos la palabra de Dios en la persona de su Hijo,
Jesús de Nazareth, que todo lo hizo bien y avaló a la verdad absoluta
con su vida y con su sangre.
Ese sencillo y humilde posicionamiento ante la Verdad choca con
los que han prestado a la propia razón plena capacidad para distinguir
el sí y el no en la respuesta a todas las dudas; no hemos, pues, de
extrañarnos si, entre los intelectuales españoles, no faltaron quienes
consideraban anticuados a cuantos aceptaban límites humanos al
conocimiento absoluto, para abrirse a nuevas corrientes de
pensamiento en el ámbito del rompedor cartesianismo. Iba ello en
paralelo con las corrientes de la historia:
“A medida que decrece el predominio exterior de España y sube el
de Francia, señala Hirschberger, lo francés va invadiendo, aun en
filosofía, nuestros cuadros culturales, y aun los influjos de otras
filosofías, como el empirismo ingles, suelen venirnos también a través
de Francia”.
Fernando VI (1713-1759), hijo y sucesor de Felipe V, tiñó de
cierto galicanismo las relaciones de su gobierno con la Santa Sede al
exigir, entre otras prebendas, el “derecho” a la presentación de
obispos. Carlos III (1716-1788, rey de España desde 1759), hermano
y sucesor de Fernando VI, gobernó en la más pura línea de “déspota
ilustrado”, que delega en ministros volterianos y no soporta la
rivalidad “ideológica” de entidades como la Compañía de Jesús sin
importarle condenar a todos sus miembros al destierro ni, de paso,
destruir un elocuente ejemplo de hermandad cristiana cual
representaron las misiones del Paraguay
A Carlos III le sucede un ya cansado Carlos IV (1748-1819),
simplón, chabacano y abúlico, quien, hasta 1792, en que se produjo el
encumbramiento de Godoy (1767-1851), se dejó llevar primero por el
que, antes de morir, le había recomendado su padre, el ilustrado
conde de Floridablanca (1728-1808) y más tarde por el enemigo de
éste, el conde de Aranda (1748-1819), quien, según el decir popular,
“cifraba su gloria en ser contado entre los enemigos de la religión

355
católica”, tanto que, para Voltaire, “con media docena de hombres
como Aranda, España quedaría regenerada”.
En este punto, bien podemos retrotraernos al primer capítulo de
esta segunda parte con todo el revoltijo de despotismos,
particularismos y fantochadas que llevaron a la estúpida perdida de
constructiva conciencia nacional con el subsiguiente artificial montaje
de las dos Españas con su secuela de odios de clases y trasnochados
nacionalisos.
Es así cómo, pese a las aportaciones y positivos deseos de tantos y
tantos españoles de buena voluntad, los personajes y personajillos,
que toman a la política como simple juego de ambiciones, pretenden
seguir haciéndose fuertes no en sus méritos sino en los evidentes o
inventados fallos del que gobierna o busca su oportunidad de
gobierno desde un campo ideológico distinto
Lo de los campos ideológicos distintos merece una reflexíón: en el
Antiguo Régimen, previo a las guerras napoleónicas, el rey
representaba la cúspide de una pirámide cohesionada tanto por la
dedicación o servilismo de cortesanos y subsiguientes funcionarios,
cada uno con su personal parcela de poder sobre las diversas
actividades de la vida pública, como por los intereses “corporativos”
de magistrados, militares educadores y lo que Saint Simon llamaba
“clases industriosas”; casi sin variación durante siglos, la base de la
pirámide, constituída por una “mayoría silenciosa”, “trabajaba y se
dejaba llevar”: era un orden social en el que la estabilidad era
garantizada por lo que podemos llamar “respeto a un rango ligado a
la función” y era, debemos reconocerlo, una más que injusta forma de
discriminación en cuanto que a todos los seres humanos,
reconozcámoslo, nos corresponden los elementales derechos
derivados de la misma dignidad natural: frente a ello, no falta quien
(recuérdese a Rousseau) baraja la posibilidad de voltear la pirámide
de forma que toda la base pase al lugar que ocupaba la cúspide.
Se fragua así una mercancía de “vaporosa libertad” al uso de los
oportunistas que sueñan con su realce personal a cualquier precio,
siempre potenciando como méritos propios los errores ajenos y
adornando su discurso con los más respetables conceptos, que, luego,
podrán brindar la teoría (la práctica es lo de menos) del propio
movimiento hacia el poder: ¿no sucedió algo así con aquello de

356
“liberté, egalité y fraternité”, convertido en coartada de mil y una
sangrientas revoluciones?
No necesitamos discurrir más para llegar a la conclusión de que en
la sociedad posterior a la caída del Antiguo Régimen siguen no pocas
injusticias campeando por sus respetos con una salvedad: la antigua
mayoría silenciosa hoy es como cera maleable al uso del que goce con
mayor capacidad de convicción. Por supuesto que es más libre, pero
sigue muy desigual en tanto en cuanto esa libertad sigue sin estar al
servicio de la fraternidad.
Ya Marx habló del Mercado de Filosofía, que, desde apariencias o
supuestos distintos, llevaron al paroxismo los diversos discípulos de
Hegel. En el Mercado de la Política Española de hoy, entre los
profesionales de distintos colores, destacan dos posicionamientos que
empezaron a fraguar hace, al menos dos siglos, y que, a tenor de los
tiempos, se llaman hoy de distinta manera: hubo liberales y
conservadores, isabelinos o alfonsinos y carlistas, republicanos y
monárquicos, laicos y confesionales… en todos los casos,
pretendiendo atraer hacia sí a algo más de la mitad de la población
española con el señuelo de que ellos son los buenos y los otros los
malos.
Ciertamente, no hubo en España guerra civil desde el 28 de
febrero de 1875, en que el belicoso pretendiente Carlos Isidro de
Borbón hubo de abandonar España, hasta el 18 de julio de 1936 en
que empezó el más sangriento enfrentamiento entre nuestros
antecesores. Había dos frentes, cada uno de ellos con “razones de
peso” según los respectivos criterios: el uno se decía igualitario y
anticlerical mientras que el otro se hizo fuerte apelando a la historia y
a los valores de la Religión; pero nadie puede decir que todos los
buenos estaban en un bando y todos los malos en el otro… Claro que,
una vez estallada la guerra, tal como ocurre en todas las que en el
mundo han sido, lo perentorio es restablecer la paz dentro de un
orden (ojalá que del orden natural, deseado por Dios) que, de alguna
manera, neutralice los rebrotes del conflicto y se abra libre y generosa
hacia el futuro: «La gran lección de España, dijo Pemán (1897-1981),
fue quedarse sentada sobre las piedras y las tumbas y estarse allí a
solas con Dios».
Creemos que la paz al precio de la generosidad fue el ferviente
deseo de todas las personas de buena voluntad, incluidos destacados
357
representantes de la Iglesia Católica que, durante aquel conflicto
(1936-1939), antinatural y cruel, había hablado así por boca de su
Cardenal Primado, monseñor Gomá (1869-1940) para quien era
locura todo intento de hispanización que repudie al catolicismo…()
porque, ya que Dios ha permitido que fuese nuestro país el lugar de
experimentación de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el
mundo, quisiéramos que el daño se redujese al ámbito de nuestra
patria y se salvaran de la ruina de las demás naciones. Y explicó así su
propia actitud por aquel tiempo: Al estallar la guerra hemos lamentado
el doloroso hecho, más que nadie, porque ella es siempre un mal
gravísimo, que muchas veces no compensan bienes problemáticos,
porque nuestra misión es de reconciliación y de paz: "Et in terra pax".
Desde sus comienzos hemos tenido las manos levantados al cielo para
que cese. Y el pueblo católico repetimos la palabra de Pío XI, cuando
el recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar otra
guerra sobre Europa: "Nos invocamos la paz, bendecimos la paz,
rogamos por la paz". Dios nos es testigo de los esfuerzos que hemos
hecho para aminorar los estragos que siempre son su cortejo. Con
nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para
nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos.
Y decimos sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro
bando la palabra del apóstol: "El Señor sabe cuánto os amamos a
todos en las entrañar de Jesucristo".
Recordado en justicia el juicio de la jerarquía eclesiástica de
entonces, está fuera de lugar disculpar los crímenes extrabélicos de
los unos por los crímenes extrabélicos de los otros: una guerra es un
enfrentamiento de personas armadas sin otra motivación que la de
vencer al otro aun a costa de arrebatarle la vida; lo criminal sería el
iniciar y mantener una guerra por puro capricho o irracional instinto
animal..: quiere ello decir que, en las guerras, la destrucción y
muerte, contrarias siempre a los designios de Dios y solo justificables
cuando la defensa de un bien superior requiere el uso de
proporcionados y contundentes ataques, nunca pueden ser un fin en
sí sino una desgraciada etapa a superar sin dejar de actuar como
seres humanos llamados a amarse los unos a los otros.
Desde esa óptica sobran las innecesarias represalias y también la
estúpida conclusión de que los únicos buenos son los vencedores
¿porqué, pues, la descalificación, laica o “religiosa” de prójimo por
que no luchó en mi bando? ¿porqué odiar a lo católico por que
católico decía ser el que, en acto más o menos encuadrado en una

358
inevitable guerra, mató o mandó matar al abuelo de tal o cual
político?
Es tiempo de señalar sin equívocos que lo católico nada tiene que
ver con los odios desencadenados entre “azules” y “rojos”, militando
ellos en una o en la otra facción, apodadas con simplona elocuencia la
España Negra y la España Roja ¿no se hace necesario abogar por una
España con raíces en lo auténtico católico, eso mismo que venía a
decir Mario Moreno en una de sus geniales películas cuando se
lamentaba de que el mandamiento de amaos los unos a los otros
fuera torticeramente traducido por “armaos los unos contra los
otros”?

Porque tuve hambre y me disteis de


comer; tuve sed y me distéis de beber; era
forastero y me acogisteis, estaba desnudo y
me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en
la cárcel y vinisteis a verme
Mt 25,35
“Habéis sido comprados a un alto precio:
no os hagáis esclavos de los hombres”
1 Cor 7,23
16
ENTRE LA SOCIEDAD OPULENTA Y EL TERCER MUNDO
Para los católicos es fácil caer en la tentación de distraer
acuciantes responsabilidades con alienantes escapadas por la
tangente en forma de divagaciones y más divagaciones sobre tal o
cual “media verdad” o sofisma de uso común. Y sucede que muchas
de las positivas aportaciones, concreta y posiblemente bien orientadas
hacia la oportuna y cumplida solución, no logran superar las barreras
de la apatía general.
San Pablo, “el primero después del Único”, como recuerda
Benedicto XVI, tomó la justa medida a la precisión de “se notará que
359
sois discípulos míos en que os amaréis los unos a los otros” (Jn 13,35)
en su himno a la fecunda caridad, es decir, al amor que se traduce en
bendiciones para todo el mundo porque es la esencial razón de vivir:
Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles,
si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe.
Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y
toda la ciencia; aunque tuviera plenitud fe como para trasladar
montañas, si no tengo caridad nada soy. Aunque repartiera todos mis
bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas,
si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es
servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es
decorosa; busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no
se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad no acaba nunca.
Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la
ciencia. Porque imperfecta es nuestra ciencia e imperfecta nuestra
profecía. .Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto.
Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba
como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño. Ahora
vemos en un espejo confusamente; entonces veremos cara a cara.
Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como
soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas
tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad. (1 Cor 13, 1-13)
La caridad o verdadero amor va más allá de la adormecedora
filantropía del que distrae a la propia conciencia con bonitas palabras
o con lo que se llama “gestos para la galería”: doy esto que me sobra
para que se hable bien de mí. Claro que desprenderse de lo
innecesario no requiere mínima generosidad en cuanto que, según la
lógica natural “el pan que no comemos pertenece a los que tienen
hambre, el agua que no bebemos a los que tienen sed…”, que ya dijo
San Ambrosio.
El Hijo de Dios requiere bastante más a sus incondicionales:
además de generosidad en compartir lo material, requiere el pleno
desarrollo de nuestra capacidad de trabajo con profundo sentido de
nuestra propia realidad: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco
coma” (2 Ts 3,10), dejó escrito ese excepcional revolucionario de las
conciencias que fue San Pablo, para quien el mayor de los males era
traicionarse a sí mismo: “ay de mí si no evangelizara” (1 Cor 9,16).
Evangelizar en ideas, palabras y, sobre todo ello, en hechos.

360
Hace dos mil años, el campo de acción de los católicos era poco
más del mundo romano: hoy es todo el planeta, al que el desarrollo
de las ciencias han reducido a una “aldea global”: nada de lo que
ocurre en ninguno de sus “rincones” es ajeno a la capacidad de acción
de los que se llaman cristianos. Bueno está tenerlo en cuenta para no
“echar balones fuera” a la hora de, según las respectivas
circunstancias, aplicarnos a mitigar la carencia concreta de tal o cual
de nuestros semejantes, empezando siempre por los más necesitados,
siempre, claro está que ello no sirva para ignorar los acuciantes
problemas de nuestro entorno.
Ante la magnitud y complejidad del problema, cabe plantear: la
razón de ser distintos unos de otros, aunque iguales en dignidad
natural y, por extensión, la razón de que en unos países abunden
determinados recursos mientras que en otros se carece de ellos ¿no
será para que todos y cada unos de los seres humanos que pueblan el
planeta asuma la responsabilidad que le corresponde en directa
relación con las carencias de su tiempo y lugar?: cuando vemos que
en las realidades, que nos rodean, siempre hay algo en lo que
podemos intervenir ¿no es como si Alguien, deliberadamente, hubiera
dejado algunas cosas por hacer y nos invitara a seguir su obra como
en preocupación de que sigamos los pasos de Jesús de Nazareth, que
todo lo hizo bien?
A nivel general, parte substancial de ese algo deliberadamente
dejado por hacer es la constructiva armonía entre personas, razas y
pueblos con una ineludible referencia: la de trabajar y compartir lo
necesario para todas y cada una de las vidas humanas que pueblan
nuestro mundo vivan en dignidad y libertad. Excepcionalmente, así
ocurre en el ámbito de la generosidad incondicionada (amor que
rompe prejuicios y que se alimenta de algo muy superior a la
simpatía) y puede ocurrir en cualquier circunstancia de tiempo y
lugar: ésa es la esperanza de cuantos, libremente, practican el
generoso vuelco social de sus facultades y “haber personal” como la
razón de la propia vida. Facultades y haberes personales muy capaces
de mejorar la disponibilidad de los recursos necesarios para la vida de
todos y cada uno de los pobladores inteligentes del planeta tierra.
Al respecto, cabe recordar cómo la Tecnología Moderna ha
desbordado las más optimistas previsiones de los científicos sobre una
mejor distribución de bienes y servicios: Hace no más de veinte años,

361
eran muy pocos los que habían captado las proyecciones prácticas de
los semiconductores, cuyo material de base, el Silicio, es uno de los
elementos más abundantes en nuestro Mundo y, hoy por hoy, el alma
mater de la Informática, punto de lanza de la más progresiva Técnica
y en donde, probablemente, se aprecia con más contundencia el
gigantesco paso que, en muy pocos años, ha dado la ciencia aplicada.
Aunque recién llegado, el Ordenador o Computadora es ya
insustituible soporte físico de la viabilidad de un sinnúmero de
actividades humanas. Es la más sofisticada, la más poderosa, la más
limpia y la más barata de las herramientas que ha inventado el
Hombre: apoyado en las sorprendentes propiedades de los semi-
conductores, eso que se llama el “hardware” (lo físico, eléctrico,
electrónico y mecánico) es una muestra de la rápida evolución de la
tecnología que, de forma vertiginosa, ha abaratado costos e
incrementado prestaciones hasta lo indecible. Paralelo ha sido el
progreso en lo que se llama “software”, o conjunto de órdenes y
códigos (programas) que empujan, canalizan, depuran y optimizan la
información a la medida de nuestras necesidades.
La Computadora no es inteligente (soberbia tontería eso de la
inteligencia artificial); pero en sus microscópicos recovecos pueden
encontrarse y de hecho se encuentran infinitas pruebas de la
inteligencia del hombre quien, en definitiva, puede y debe apoyarse
en el artilugio con lo voluntad de tenerle siempre en su “terreno” y a
su servicio.
Ha sido tan rápida la evolución (galopante revolución, podría ser
considerada) que, diríase, a todos nos ha cogido desprevenidos. En
rápida sucesión de aplicaciones, la tecnología del “chip” ha
desarrollado máquinas, “brazos mecánicos” y “sensores” capaces de
sustituir a los sentidos y desarrollar más rápida y eficazmente una am-
plia serie de duros trabajos desde mover montañas hasta dirigir un
pequeño artilugio espacial hasta millones de kilómetros: gracias al
conjunto de fuerza y precisión, en armonía con los adecuados
sensores o “sentidos artificiales”, se pueden desalinizar las aguas del
mar, administrar las lluvias, robar energía eléctrica al aire, regular
calor y humedad en los invernaderos, incrementar a voluntad la
producción de carne o pescado... Son posibles realidades al servicio
de la iniciativa de los más emprendedores y generosos.
En este punto es de justicia recordar a Aristóteles para quien “el
362
trabajo servil seguirá existiendo hasta que las lanzaderas y los
plectros se muevan por sí solos”.
Ha llegado esa ocasión: son inimaginadas cotas de libertad en el
desarrollo del trabajo diario; son nuevas posibilidades de acortar
distancias entre las distintas formas de trabajo, entre las diversas
situaciones de los hombres y también entre los mundos. Exageró el
indocumentado, pobre y, posiblemente, mal intencionado Malthus con
sus previsiones catastróficas. Cierto que el paso del hombre por la
Tierra, en múltiples ocasiones, ha dañado la capacidad previsora de la
Naturaleza. Pero también es cierto que al alcance del hombre
emprendedor ya está la solución a cualquier carencia. Es cuestión de
certera sintonía entre la responsabilización de los administradores, las
potenciales vocaciones de los hombres y mujeres en edad de trabajar,
la amplitud y carácter de los recursos materiales y las necesidades del
Mercado. Como acuciante desafío hay tenemos un cúmulo de
poderosos medios de acción que esperan ser hilvanados en “lógicos
mecanismos” adaptables a las más variadas tareas: el justo
tratamiento de todas sus posibilidades será la base de esa Tecnología
Intermedia al alcance de una economía como la española la cual, con
sentido de la oportunidad y valiente decisión, podrá “reconvertir” su
capacidad productiva a un costo infinitamente menor que el requerido
por otras ramas de la producción: la Gran Industria, que requiere
largo tiempo para ser puesta en marcha, fabulosas cantidades de
dinero con un elevado ratio inversión/puesto de trabajo, sufre el
implacable acoso de otras economías más fuertes y, en consecuencia,
se presenta con muy problemática viabilidad.
No sucede lo mismo con la Pequeña y Mediana Industria, ni con
los módulos de producción agropecuaria, pesquera o de piscifactorías,
cuyo desarrollo no requiere más que precisas aplicaciones de la
Tecnología Intermedia que ofrece amplio campo a la responsable
iniciativa del Poder Político.
En paralelo, los jóvenes cerebros habrán de ser empujados a las
aplicaciones prácticas y urgentes sobre una amplia gama de
necesidades sociales desde la tecnología conquistada por la Ciencia
Universal. La formación profesional estará animada por el efectivo
conocimiento de las nuevas herramientas con abundantes clases prác-
ticas en detrimento de la teoría especulativa. Los créditos primados
habrán de ir en directa consonancia con la cantidad de puestos de

363
trabajo a crear y la viabilidad de los objetivos de producción sin
aventuras en un campo ya copado por otros y de escasa incidencia en
la necesaria multiplicación de los puestos de trabajo.
También en sintonía con las virtualidades de la versátil y muy
asequible Tecnología Intermedia, los gobernantes deberán
preocuparse de proyectar nuestros recursos y saber hacer hacia
donde puedan ser más valorados, lo que implica abrir nuevos
mercados y roturar nuevas vías de distribución de forma que la
producción pueda ser animada por una progresiva demanda exterior,
venga ésta de otras esferas que el recurrente pero limitado Mercado
Europeo.
En lo que respecta a España, con palmarias limitaciones en lo que
se refiere al petróleo y a otros recursos naturales, si que puede hacer
positiva proyección universal de su posicionamiento y de su saber
hacer en lo que todavía puede seguir siendo calificada de Sociedad
Opulenta. Posicionamiento y saber hacer internacionalmente
aprovechables en cuestiones como la del agua
Bien sabemos que, a causa de no pocos injustificados
acaparamientos, una pequeña parte de la humanidad, en la que
estamos incluidos los españoles, se cree en el derecho de monopolizar
la mayor parte de los recursos naturales ignorando culposamente que
un elemental “derecho a lo suficiente” es patrimonio de cualquier ser
humano viva en donde viva y sean cuales sean sus circunstancias
personales. Quiere ello decir que, en mayor o menor medida, a todos
los que vivimos en la sociedad opulenta nos corresponde una parte de
responsabilidad en la práctica ignorancia de ese derecho.
De entre todos los recursos necesarios para la vida humana es el
agua el más abundante, aunque, por unas u otras causas, todavía de
difícil acceso para millones y millones de seres humanos, ello cuando,
muy probablemente, el equilibrar a escala mundial los recursos
disponibles resulte ser la más rentable de las inversiones para quienes
tengan el coraje y sentido común de abordar el problema.
“Sabemos lo que vale el agua cuando el pozo se ha secado”, es
una clásica expresión de Benjamín Franklin. Son muchos los pozos y
fuentes que se han secado o están a punto de secarse en no pocos
lugares del mundo, incluida una parte de nuestra España. A diferencia
con lo que ocurre en otras especies animales, a la especie humana les
resulta difícil romper con las ancestrales raíces de sus viejos
364
asentamientos incluso cuando su entorno natural se hace hostil;
progresan los desiertos sin dejar de seguir poblados, se hacen
fronteras con los límites de las respectivas cuencas, se guerrea por un
pretendido derecho sobre el agua que cae del cielo aunque a mí me
sobre y a ti te falte… De ahí resulta que, en el mejor de los casos una
zona ve frenado su desarrollo a causa de que otra prefiere que vaya
al mar lo que ella no usa: existe dramática sed en algunos rincones de
nuestro Planeta con la intolerable consecuencia de que mueren
millones a causa de ella.
No es inteligente achacar toda la culpa a la “caprichosa
Naturaleza”: podemos ver y comparar lo que sucede en dos desiertos
de similares características climatológicas (no más de 20 litros de
agua al año) y que, por paradojas de nuestro “orden social”, en uno
de ellos cada ciudadano, a la puerta de su casa, dispone de 300 litros
de agua potable al día y en el otro, día tras día, han de recorrer a pie
no menos de quince kilómetros para su ración de escasos litros por
persona. ¿Qué ha sucedido? Pues, sencillamente, que, en el primero,
la organización y la técnica han suplido las carencias de la naturaleza
y, en el segundo, siguen a la expectativa del plan y los recursos
necesarios para alcanzar lo que, en justicia, requiere una vida
medianamente humana. ¿No resulta escalofriante reconocer el hecho
de que una familia de Lodwar (Kenia-Africa Oriental) consuma algo así
como el cinco por ciento del agua que le llega a cualquier familia de
Fénix (Arizona-U.S.A.) siendo ambos sitios, por naturaleza, igualmente
desérticos?
Salvando las distancias, en España, como en muchas otras
sociedades desarrolladas, ya se están encendiendo señales de alerta.
Y se hace poco, muy poco, de lo mucho que se puede hacer para la
adecuada distribución del agua disponible, para que particulares y
empresas dejen de arrojar productos contaminantes al mar, pantanos,
lagunas, ríos o cualquier otro caudal de agua; para que,
convenientemente tratadas, las aguas residuales en todas sus
variantes puedan ser reutilizadas en determinados procesos
industriales, riego de jardines y parques públicos o limpieza; para que
las leyes, ya muy certeras y oportunas, sean aplicadas y
rigurosamente respetadas; para que, en la parte que nos
corresponde, todos sintamos como propia la Cultura del Agua... Y
puesto que en buena parte de nuestra geografía escasea el agua y

365
llueve de forma tan irregular, podríamos hacer nuestra la
preocupación que, ya en el siglo XII hacía valer Parakrama Bahu, rey
de Ceilán (hoy Sri Lanka): “Que ni una sola gota de agua de lluvia
vaya al mar sin antes haber beneficiado al hombre”.
Testimonio del paso por la historia de ese rey (1153-1186) es el
Parakrama Samudra o “Mar de Parakrama”, un lago artificial con
unos 15 kmts de longitud y 13 mts de profundidad, que, asistido por
una red de canales, embalses y vertederos, todavía hoy sirve como
ejemplo de técnica hidráulica para administrar y regular las carencias
o excesos de lluvia.
Muchas otras aplicaciones prácticas de la cultura del agua han
mostrado ser insustituibles factores de prosperidad y pacífico
entendimiento, aunque, justo es reconocerlo, hayan tenido que
superar no pocos baches de particularismo y mutuas rivalidades:
desde el Nilo al Danubio, son muchos los ríos caudalosos que, por
torticera interpretación de la realidad, han sido y siguen siendo
utilizados como arma de guerra hasta que se impone el sentido
común (el agua es de todos y para todos) y se hace de ellos
imprescindibles soportes de paz .
¿No podrían algunos políticos (entre ellos, los españoles) aplicarse
la lección y dedicar mínimas dosis de buena voluntad y lo mejor de su
saber hacer para sacarle el máximo partido a las posibles soluciones
en carencias y excesos de agua? ¿no sirve de ejemplo el hecho de
que naciones, desde larga fecha hostiles (India y Pakistán, palestinos
e israelíes, Mesopotamia, ciertas repúblicas del Asia Central… ), hayan
acertado a resolver sus diferencias respecto al agua, mientras siguen
y siguen con sus tensiones en otras cuestiones de mucha menor
entidad?
Amigos de lo concreto, hemos tomado el tema del agua como
punto principal de un discurrir que nos prohíbe cualquier escapada
hacia la irresponsabilidad, máxime cuando la técnica ya brinda medios
para la racional explotación de flujos y reservas de agua incluidos
abundantes acuíferos, algunos de ellos paradójicamente ubicados en
el subsuelos de grandes desiertos como el de Namibia y, tal vez, el
Sahara. Tras el agua, lo sabemos bien puesto que los avances de la
ciencia actual nos lo demuestra, está la posible suficiencia de recursos
para todos y cada uno de los seres humanos, vivan en donde vivan y
sean cuales fueren sus personales circunstancias.
366
En pos de la pertinente búsqueda, aprovechamiento, distribución y
buena administración de los recursos materiales para la vida de todos
nuestros hermanos, vería San Pablo y con él los católicos más
realistas un inmenso camino para el desarrollo de la iniciativa de
múltiples emprendedores con la subsiguiente creación de focos de
trabajo para que todo aquel embarcado en el buen uso de su libertad
desarrolle sus personales facultades en el preciso terreno del servicio
a sus semejantes: tanto más cuanto los españoles, testigos de los
desequilibrios entre unas zonas y otras y pese a las desavenencias
partidistas, ya han tenido ocasión de experimentar técnicas realmente
eficaces para aprovechar y reutilizar al máximo los recursos
disponibles: desde el innovador sistema de desalinizar el agua del
mar, que ideó Vázquez Figueroa hasta un hoy aparcado Plan
Hidrológico Nacional, por el que se contemplaba traducir en nuevas
realidades lo que está de sobra demostrado: es el agua el punto de
partida de cualquier obra de desarrollo económico social.
¿No podría ser éste uno de los campos en los que las
peculiaridades y el saber hacer de España sirviese para acortar
diferencias entre la Sociedad Opulenta y el Tercer Mundo?

17
LEGITIMA PERSECUCIÓN DE LA FELICIDAD
En sus cartas, el cordobés Lucio Anneo Séneca decía a su
hermano Galión cosas como éstas sobre la felicidad:
“Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felizmente.
Pero andan a ciegas, cuando tratan de encontrar aquello que hace feliz
la vida. No es fácil, por tanto, conseguir la felicidad, pues, con cuanto
mayor afán uno la busca, más se aleja de ella, si ha equivocado el
camino”… “Nada hay que cuidar tanto como no seguir al estilo de las
ovejas, al rebaño de los que van delante de nosotros, con la mira
puesta no a donde se debe ir, sino a donde se va. Nada, en efecto,
nos implica mayores males que aceptar el rumor de la gente creyendo
367
que lo mejor es aquello que sigue la mayoría y de lo cual se nos
ofrecen numerosos ejemplos. Así no se vive racionalmente, sino por
acomodación” (Séneca, vida pensamiento y obra, pp. 136-137).
Hablaba así Séneca desde la perspectiva de quien busca algo más
que la muelle vida que tiene a su alcance: tenía enorme fortuna,
envidiable prestigio social, bellas esclavas y multitud de amigos… pero
no lo suficiente para sentirse plenamente satisfecho. Acude a su
personal capacidad de reflexión para descubrir en la insobornable
realidad el hilo conductor hacia lo que tanto ansía: racionalmente, no
por acomodación a lo que otros piensan o dicen pensar, es como
puede lograr parte de lo mucho que le falta para ser lo feliz que
puede ser.
Ya precedentes clásicos habían identificado a la felicidad con el
“fin último del hombre”, ello sin ponerse de acuerdo sobre si ese fin
último o supremo bien dependía del comedido uso de los sentidos o,
tal como propugnó Aristóteles con su Ética a Nicómaco, se
alimentaba de la preocupación por vivir conforme a los principios
esenciales por los que se realiza ese animal político que es el ser
humano; según ello, Etica , Razón Política, Libertad y Felicidad son
valores inseparables y complementarios por lo que nunca puede ser
mínimamente feliz y, por lo tanto, mínimamente libre aquel que
reniega de los principios morales.
Al renegar de tal punto de partida, ni fueron felices ni hicieron
felices a sus seguidores y súbditos personajes como Lenin, cuya
trayectoria personal y política fue consecuente con proyectos como el
reflejado en la siguiente famosa frase suya: "si queremos dominar a
un pueblo, antes corromperemos su moralidad".
En un nivel superior al de Aristóteles, Padres de la Iglesia como
San Agustín y Santo Tomás identifican a la felicidad con la plenitud
del ser. ¿Quiere ello decir que, puesto que los seres humanos nunca
llegaremos a ser todo lo que podemos ser, estamos obligados a
renunciar a la felicidad? No, ciertamente, puesto que renunciar a la
felicidad, igual que renunciar a la libertad, es la peor y mayor
deserción de un ser humano, el cual, por muy acuciantes y pesadas
que sean las dificultades con que tropiece, cuenta o puede contar con
la voluntad suficiente para perseguir lo posible en razón con su
circunstancia; el dejarse amilanar por las dificultades es como privar
del mínimo sentido a la propia vida, tanto peor si el tal pasotismo

368
nace de una personal y libre decisión: es lo que nos expresa
magistralmente Ortega y Gasset cuando dice:
Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que
ser, ya se ha matado en vida: es un suicida en pie. Su existencia
consistirá en una perpetua fuga de la única realidad que podía ser.
Pero sí que los cristianos, sin llegar a alcanzar la plenitud del ser
en su vida terrena, pueden ser más de lo que son, momento tras
momentos de sus vidas, si, con una conducta conforme con la de
“Quien todo lo hizo bien” se acercan a Dios, Felicidad Suprema en
cuanto que, desde la Eternidad, representa la Plenitud del Ser: nos
creaste, Señor, para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto
mientras no descanse en ti, ha dejado escrito San Agustín en el
capítulo primero de sus Confesiones.
Podemos interpretar ese descanso en Dios como lógico derecho
después de un continuo y fecundo trabajo, que vamos asumiendo
progresivamente a lo largo de nuestra vida ¿con qué objeto? Con el
de resultar útiles a nuestro prójimo. Ello siguiendo la invitación de
Jesús de Nazareth, quien nos dice: “Venid a mí todos los que estáis
fatigados y agobiados y yo os aliaviaré” (Mt 11, 28). Es un alivio tanto
más gratificante cuanto más nos volcamos hacia los demás: “En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: que os améis los unos a los
otros” (Jn 13, 35).
Es así como la fragua de la felicidad cuenta con dos puntos de
apoyo: el personal, que se alimenta de la propia voluntad y el
comunitario que se refuerza en relación directa con la proyección
social de las propias capacidades.
Quiere ello decir que, para saborear un mínimo de felicidad es
necesario desear la felicidad de los demás; romperemos así el cerco
de que renegaba Unamuno cuando decía: “una de las desventajas de
no ser feliz es que no se puede desear la felicidad del otro”.
Refiriéndose a los que viven prisioneros en la concha de su
egoísmo, no faltará quién hable de la felicidad de quien puede hacer
todo lo que le viene en gana sin discurrir sobre las consecuencias de
cualquiera de sus actos. En ellos pensaba Flaubert cuando escribió:
"Tres condiciones se requieren para llegar a ser feliz. Ser imbécil,
ser egoísta y gozar de buena salud. Pero bien entendido que si falta la
primera condición, todo está perdido".

369
Efectivamente, es verdaderamente imbécil aquel que piensa que
para vivir de la mejor forma que se puede vivir basta con tener buena
salud y no pensar más que en sí mismo.
Diferente es la situación del que, siguiendo la consigna de “ama y
haz lo que quieras”, se siente libre por que ama con todo su corazón.
Este es un amor de proyección universal, lo que viene a significar que,
traduciendo en acción su voluntad de servir a los demás, se sitúa por
encima del “orden natural” de que habló Aristóteles como soporte de
la felicidad asequible a la condición humana: Ya hemos visto como,
para él, la persecución de la felicidad era el objetivo principal de la
razón lo que es tanto como decir de la condición humana:
“Son de tres clases, decía , los bienes de que disfrutan los seres
felices: los bienes del alma, los del cuerpo y los exteriores”….“Nunca
encontraremos un hombre feliz falto de valor, templanza, justicia ni
prudencia. Todo aquel que desconfía hasta de las moscas en el aire;
que se entrega a excesos en el beber y el comer; que, por el más vil
interés, abuse de sus amigos; que se muestre caprichoso como un
niño y furioso como un animal” ...Hemos, pues, de reconocer que la
mejor de las existencias posibles para ciudadanos y sus estados es
aquella en que se goza de lo necesario para vivir en virtud, (lo que, en
términos de nuestros días y desde la perspectiva de los valores
cristianos, traducimos en libertad responsabilizante, armonía y
prosperidad).
Es el Hijo de Dios el que coloca en un plano superior la felicidad
asequible a los seres humanos sin distinción de posicionamiento
social, raza o cultura: así lo interpreta un religioso de nuestros días,
que se llama a sí mismo “Misionero de la felicidad”:
La abeja saca miel de las flores; el alma puede sacar miel de las
espinas. Pero esta fabricación está patentada en el Cristianismo
(Narciso Irala, S.l.), que abre el camino de la verdadera felicidad según
el anuncio del Ángel: “No temáis pues os anuncio una gran alegría,
que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de
David un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11), cuyo Reino
“es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo
un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le da, va, vende
todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Mt 13, 44): “Todos los
justos, todos los santos, todos los santos mártires, todos han sido
felices" hace decir Dostoyeski a uno de los personajes de su genial
novela Los hermanos Karamazov.

370
Hacia la felicidad por el continuo y laborioso vuelco social de la
persona (por el trabajo santificante) es la “razón práctica del
Evangelio”. Así lo han entendido los grandes misioneros con Pablo de
Tarso en cabeza:
“Ya sabéis vosotros cómo debéis imitarnos, pues estando entre
vosotros no vivimos desconcertados, ni comimos de balde el pan de
nadie, sino que día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no
ser una carga a ninguno de vosotros. No porque no tengamos
derecho, sino por daros en nosotros un modelo que imitar. Además,
cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno no
quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado que
hay entre vosotros algunos que viven desconcertados, sin trabajar
nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y les
exhortamos en el Señor Jesucristo a que también trabajen con sosiego
para comer su propio pan. Vosotros, hermanos, no os canséis de hacer
el bien” (2 Ts 3, 7-13).
Hacer el bien, regla de oro del trabajo cristiano, viene a ser el
imperativo categórico que mueve las conciencias de cuantos aspiran
a encontrar la felicidad en el progresivo vuelco social de las
personales capacidades al estilo de cómo, en su época, recomendó,
practicó y contagió San Benito de Nursia (480-547), cuya “revolución”
del ora et labora ha llenado de sentido personal y social (cristiano)
a multitud de vidas humanas hasta nuestros días. Desde ese
posicionamiento, cada vida humana resulta ser piedra angular de
progreso social: más generosidad y más libertad con proyección hacia
delante luego de reducir a su verdadera dimensión todas las sufridas
avalanchas de especulación estéril sobre lo imposible de comprobar
en la breve existencia terrenal.
Otro ejemplo de personaje que no se apartó de la razón
práctica del Evangelio lo tenemos en San Bernardo de Claraval
(1090-1153), el cual, renegando de los alienantes y estériles sofismas
de su tiempo (¿cómo sé que esto es lo que es y no lo que no es?)
dejó muy claro que “más que adentrarse en los misterios de la
majestad de Dios le interesaba ajustar su vida al mandato del amor”;
de nuevo el ora et labora, en viva y fecunda expresión.
Decía Bergson (1859-1941) “más encierra el devenir que el ser”;
con ello nos invitaba a no perder tiempo ni energías en teorizar sobre
lo incomprensible y sí que ponerse en disposición de mejorar lo
mejorable. Bien sabemos lo aparentemente cómodo que resulta el
371
dejar vagar la imaginación en la atmósfera de lo sugerente, aunque
ello resulte absolutamente incomprensible y, por demás, inútil: horas
y horas que producen ríos de tinta en dirección contraria a nuestra
específica vocación cual es aplicarnos a dar personal sentido a la
propia vida persiguiendo la mutua felicidad con los asequibles medios
que nos brinda esa especial capacidad nuestra.
Siguiendo a Bergson, tropezamos con la hipótesis de que todo lo
que nos rodea es perfectible siguiendo un orden natural (Evolución
Creadora) en el que resulta imprescindible impulso vital la presencia
humana con su caudal de inteligencia y capacidad de especialización
en tal o cual tarea de las muchas en que se apoya la positiva marcha
de nuestro mundo.
Es Teilhard de Chardin el que cristianiza esa hipótesis y plantea el
misterio de la creación como una inconmensurable obra en marcha,
en la que, por que Dios lo quiere, tiene mucho que hacer el más
“acabado” ejemplar del reino animal, dotado de una inteligencia con
la que resulta capaz de discernir lo que más conviene a su propia
realización personal; es por ésa su libertad por la que el ser humano
dejó de pensar en el bien común para adorarse a sí mismo e incurrir
en una retahíla de aberraciones inconsecuentes con el ilimitado amor
del Creador.
Desde ese amor y en escrupuloso respeto a la libertad de
conciencia de todos y de cada uno de los seres inteligentes de antes,
entonces, ahora y siempre, Dios se hizo hombre en una de sus Tres
Personas, puso a la verdadera ciencia al alcance de los más sencillos,
padeció, murió y resucitó en una Obra de Redención o Reino de los
Cielos que crecerá y se desarrollará como “el grano de mostaza, más
pequeño que cualquier otra semilla, pero que, cuando crece, es mayor
que las hortalizas y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del
cielo vienen a anidar en sus ramas” (Mt 13, 32).
Teilhard, excepcional sabio y, tal vez, privilegiado místico,
describe el Misterio de la presencia viva en la tierra del Hijo de Dios
(Dios verdadero de Dios verdadero) como un esencial capítulo de una
Cosmogénesis según la cual todo viene de Dios y va a Dios por cauces
de amor y de libertad contando con una criatura de excepción cuya
inteligencia ha de administrar específicas facultades en la personal y
comunitaria tarea de “amorizar la Tierra”.

372
Sin duda que Teilhard, al igual que muchos otros estudiosos de la
Realidad, no siempre logró aparcar el prurito académico de la
originalidad con más o menos consistencia. Pero no es nuestro papel
el de enjuiciar lo certero o no de ciertas observaciones que rompían
viejos esquemas y sí el de ayudar a reflexionar sobre si conviene o no
a nuestra búsqueda de la felicidad el apunte teilhardiano al que ya
hemos hecho referencia en repetidos lugares: sin ninguna concesión
al idealismo platónico, ni al panteísmo, ni, tampoco, a la acomodaticia
inercia de muchos de los centros de formación religiosa, religioso que
se manifiesta en todo momento fiel a la doctrina de la Iglesia,
Teilhard aborda lo que podemos calificar de revolucionaria visión del
Todo existente (Weltanschauung): Luego de aplicarse a exhaustivos
exámenes de los fenómenos (el fenómeno humano en especial), da
por supuesta la Creación-Evolución de toda la Obra de Dios en un
proceso que incluye la aparición de multitud de formas de materia
espiritualizada en manifestaciones de cosa inanimada, pre-vida, vida y
conciencia hasta llegar más allá de lo que, incluso, significa la persona
humana: como un superior estadio de la Creación-Evolución
(traducción teilhardiana de la Evolución Creadora) Teilhard ve posible
(y necesario) la ascensión a lo ultra-humano: comunidad de personas
en total armonía gracias al pleno y libre desarrollo de las respectivas
facultades en sintonía con el Amor y la labor redentora del Hijo de
Dios hecho hombre: la humanidad, exaltada por una co-reflexión de
carácter personal-comunitario y amplitud planetaria (la Noosfera, que
dirá el sabio místico), se supera a sí misma en generosa acción
llegando a alcanzar muy superiores niveles (un Todo superior a la
suma de las partes) de pensamiento y de libertad.
¿Quiere ello decir que, siguiendo el hilo del discurso de Pablo,
Benito, Bernardo, Tomás… y, también, de Bergson y Teilhard de
Chardin… somos o podemos ser protagonistas de una realidad social
más conforme con la genuina naturaleza humana y, por lo tanto, más
propicia a la realización personal y consecuente felicidad a la que
todos y cada uno de nosotros aspira?

373
18
HACIA LA IGUALDAD DESDE LA LIBERTAD
Se dice, un tanto impropiamente, que los españoles no tenemos
cultura discursiva (filosofía) propia. Para ser eso cierto tendríamos que
olvidarnos de Séneca, Isidoro de Sevilla, Averroes, Raimundo Lulio,
Vives, el realismo reflexivo de nuestros grandes místicos, las lecciones
de vida y esperanza del Quijote, los grandes doctores de la Escuela de
Salamanca además de Donoso, Balmes, Ortega…etc., etc.,… Son
presencias y herencias obligadas a contemporizar o hacer frente a eso
tan populista que ha resultado ser el cartesianismo y sus derivados
con el resultado actual de que, a nivel académico, pese más lo de
afuera que lo de adentro y de que, para medir el alcance de lo que
significan para el gran público valores como la libertad y la igualdad
hayamos de tener en cuenta las vivencias exteriores al respecto, en
especial, lo que nos ha venido desde Francia.
Por la libertad, recordémoslo, el ser humano, que, por su razón, se
diferencia substancialmente de cualquier otra especie animal, cuenta
con la posibilidad de desarrollar al máximo sus específicas facultades
y, de esa forma, acercarse a ser lo que puede ser. Y sí que puede
esclavizar a la propia razón para vivir como un bruto que renunciase
al privilegio de la libertad; si lo hace, deberá igualmente renunciar a
cualquier atisbo de personalidad para no ser más que “un cero al lado
de otros ceros”. Pero este triste final es paradójicamente imposible
en tanto en cuanto el ser humano no deja de contar con una
inteligencia potencialmente ligada a una específica capacidad que, de
forma natural, le hace diferente y, probablemente, complementario de
otro ser humano: en cualquier momento de su vida, tal o cual
incidente puede hacer de espoleta de la voluntad y ésta revelarse en
una acción personal capaz de arrastrar o contagiar a parte del
circunstancial rebaño que hubieran podido formar un grupo de seres
humanos teóricamente desprovistos de voluntad.
Es cierto que escasa libertad personal y demasiadas desigualdades
sociales han sido la nota predominante de la historia universal hasta
nuestros días y mucho nos tememos que así seguirá sucediendo
durante mucho tiempo más, todo ello cuando cada uno de nosotros
puede conquistar mayores parcelas de libertad, precisamente, en la
comprometedora tarea de reducir palmarias desigualdades sociales:
374
“pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles el bien
cuando queráis” (Mc 14,7), dijo el Maestro.
Ciertamente, fue y sigue siendo el Cristianismo la respuesta de
Dios al clamor de los pobres y de los esclavos; de hecho, en la historia
de la humanidad los buenos cristianos están forjando a beneficio de
toda la humanidad su Historia de Salvación a base de amor y de
libertad:
“Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31)
Ha sido, es y será así en la ardua, continua y comprometedora
tarea de llegar a la libertad por caminos de entrega a los demás, que
tal es la trayectoria vital de las personas de buena voluntad, inclusive
las que aun no han llegado a apreciar el carácter libertador del Hijo de
Dios y su Doctrina, esos mismos para quienes el mutuo servicio en la
generosidad es la más noble muestra de libertad y el más seguro
camino hacia la progresiva disminución de las desigualdades sociales.
“Para ser libres, dejó dicho San Pablo, nos libertó Cristo.
Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el
yugo de la esclavitud” (Ga 5,1) . Es así como los cristianos viven en la
“esperanza de ser liberados de la servidumbre de la corrupción para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21).
Esa libertad que, si se alimenta del amor, nace de una fe
traducible en obras, orientadas siempre hacia el bien de la
comunidad, persona a persona. Tal constatación prohíbe la pérdida de
tiempo en tantas y tantas estériles divagaciones, que, a lo largo de la
historia y en el ámbito del considerado mundo cristiano, han
entorpecido el progreso en el inequívoco entendimiento del Evangelio
con el consiguiente derroche de energías “cristianas” por mantener tal
o cual privilegio con su aneja situación de impropio poder temporal:
de ahí el que los “hacedores de paz” en hartas ocasiones tropezaran
con serias dificultades para atraer hacia sí a no pocos de los que,
renegando del compromiso cristiano, obraban y siguen obrando como
señores de la guerra. Nada es una fe que no empuja a la generosa
acción (1 Cor 13,2). Y mucho menos cuando sirve de coartada para
hacer valer prejuicios de clase o posicionamiento político: de
creyentes cristianos presumieron y siguen presumiendo no pocos
teorizantes y promotores de un laicismo a ras del suelo, esos mismos
que, en plan corporativo, hicieron y hacen valer una sesgada imagen

375
de la libertad hasta convertirla en panacea de la rebeldía por la
rebeldía: se embarcaron en la tarea de corregir un defectuoso orden
social con piezas de recambio sin raíces en esa fecunda libertad que
nace de la voluntaria entrega al bien de los demás.
Volviendo atrás en la Historia, vemos la bonita divisa de Libertad,
Igualdad y Fraternidad, que la Revolución Francesa de 1789 utilizó
como enseña de una nueva era, sirvió muy poco para mejorar la
realidad diaria de la inmensa multitud que sufrió en la base los
avatares de la política durante las distintas etapas de la Revolución
incluidos el fugaz sueño del “babevismo” y el período napoleónico:
reconozcamos que solamente desde la fraternidad puede la libertad
ofrecer las bases de una progresiva igualdad social. Fuera en nombre
de la Libertad o de la Igualdad, sangre y más sangre trajeron las
sucesivas experiencias de arreglar el mundo sin contar con el legado
del Hijo de Dios: un amor y una libertad tanto más eficaces cuanto
más se alimentan de una fe “capaz de mover montañas”.
Se dice, no sin razón, que los malos triunfan cuando los buenos se
encierran en sus madrigueras. Los malos lo saben muy bien y utilizan
un sinfín de trucos publicitarios para ganarse la colaboración o
inoperancia de los tibios. Uno de esos trucos es hacer ver al gran
público falacias como la de que, en tal o cual trágica situación, la
Iglesia no está al lado de los que más sufren; para ilustrar el hecho
nos viene el recuerdo de las mentiras que se han dicho sobre la
actitud Pío XII respecto al “holocausto judío”. Contra la falaz campaña
está la realidad de los hechos puestos de relieve por multitud de bien
pensantes, entre los que destacamos a Albert Einstein, ilustre judío a
la par que incomparable hombre de ciencia:
«Sólo la Iglesia, dijo Einstein en su día, se ha declarado
abiertamente contra la campaña de Hitler por la supresión de la
verdad. Nunca antes había tenido un amor especial por la Iglesia, pero
ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia ha
tenido el coraje y la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad
intelectual y de la libertad moral. Por ello, me veo obligado a confesar
que ahora aprecio sin reservas lo que durante mucho tiempo
desprecié» (tomado de la revista virtual Conoze)
No puede ser de otra forma en cuanto que la Iglesia, centrada hoy
como nunca en los asuntos de la “Ciudad Celestial”, aboga por una
libertad constructiva que, en el terreno de la política, sirva para
allanar insultantes diferencias sociales. Esa libertad constructiva o
376
responsabilizante, lo repetimos una vez más, es la libertad que, en
razón de la fe, impulsa a amar al prójimo como a sí mismo: amor
reflejado en la acción del día a día a tenor de las respectivas
capacidades. Es una libertad consciente y personal, nacida y
alimentada en la propia conciencia con el convencimiento de que
avanzar hacia el bien es genuina vocación del ser humano; así lo
expresa la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, del Concilio
Vaticano II en su Capítulo I sobre la dignidad de la persona humana,
cuando dice:
«La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso
de la libertad (…). La dignidad humana requiere, por tanto, que el
hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e
inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un
ciego impulso interior o de la mera coacción externa».
Desde esa óptica, no podemos admitir que la libertad no sea más
que el conocimiento de la necesidad, aberrante conclusión de ese
ideal-materialismo que, en la línea de los viejos atomistas (según
ellos, todo empezaría por una porción de materia), resultó ser el
meollo de la doctrinas de los Hegel y de los Marx , reflejadas luego en
realidades políticas como el nacionalsocialismo o el marxismo. En el
ámbito de la “modernidad progresista”, tras Hegel y Marx, llegará un
Sartre para quien la libertad se desvanece en nada a través de actos
desconectados y sin sentido. Si fuera así, al final de ese pobre
horizonte de libertad, para un ser inteligente que vive con hambre de
trascendencia y no soporta el vacío como respuesta final, no cabría
otro recurso que el de la desesperación. Tanto peor cuanto,
desgraciadamente, muchos de nuestros teorizantes hacen de
personajes como Sartre objeto de sus desvelos hasta convertirlos en
maestro de los “nuevos tiempos”. Ello cuando ese mismo Sartre
predicaba la deprimente falacia de que “el infierno son los otros”.
No señor, es a través del servicio a los otros, de la promoción de la
igualdad entre todos los seres humanos que poblamos el planeta
Tierra, como cada uno de nosotros puede alcanzar en fecunda
libertad su propia gloria.

377
19
REAFIRMACIÓN DE LA ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO
El llamado “Catolicismo social” no es más que la vivencia del
Evangelio al hilo del cambio en los medios y modos de producción de
la sociedad industrial: Así lo entiende la Iglesia cuando, en razón de
que “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los
hombres” (Tito 2,11) vela por que la humanidad de hoy viva en la
armonía de los hijos de Dios, reconociendo con Benedicto XVI (Deus
charitas est, 2005) que:
“La cuestión del orden justo de la colectividad, desde un punto de
vista histórico, ha entrado en una nueva fase con la formación de la
sociedad industrial en el siglo XIX. El surgir de la industria moderna ha
desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la masa de los
asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de la
sociedad, en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha
convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos
términos, era desconocida hasta entonces… (…) El marxismo había
presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea
para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente
colectivización de los medios de producción —se afirmaba en dicha
doctrina— todo iría repentinamente de modo diferente y mejor. Este
sueño se ha desvanecido. En la difícil situación en la que nos
encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía,
la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación
fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de
sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se
han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente
por el hombre y su mundo… (…)La Iglesia deja claro que su doctrina
social no es una «tercera vía», un camino intermedio entre el
capitalismo y el socialismo. No tiene nada que ver con una agenda
económica o política, y no es un «sistema». Aunque, por ejemplo,
ofrezca una crítica del socialismo y el capitalismo, no propone un
sistema alternativo. No es una propuesta técnica para solucionar los
problemas prácticos, sino más bien una doctrina moral, que surge del
concepto cristiano de hombre y de su vocación al amor y a la vida
eterna. Es una categoría propia… (…) La doctrina social, además de
dirigirse de forma primaria y específica a los hijos de la Iglesia, tiene
un destino universal. La luz del Evangelio, que la doctrina social refleja

378
sobre la sociedad, ilumina a todos los hombres: todas las conciencias e
inteligencias son capaces de captar la profundidad humana de los
significados y de los valores expresados en esta doctrina, así como la
carga de humanidad y humanización de sus normas de acción.
Que la Iglesia vela por el bien común universal por encima de
cualquier interés suyo material, resultó más incuestionable a raíz de la
pérdida del “poder temporal”, que significaba la autoridad de los
papas sobre el tradicional “patrimonium Petri” o “Estados Pontificios”
(desde 752 a 1870). Es así como, a partir de los últimos años del
papado de Pío IX (1792-1878, dirige la Iglesia desde 1846), él mismo
y sus sucesores, ya con responsabilidad exclusiva sobre los asuntos
de la “Ciudad Celestial”, dispusieron de mayor libertad para ejercer
como auténticos servidores de los servidores de Dios y, en
consecuencia, para hacer valer la Doctrina del Amor y de la Libertad
sobre los fundamentalismos materialistas y disgregadores tanto del
capitalismo salvaje o individualismo insolidario como del colectivismo
revanchista y despersonalizador, en la época representado por los
seguidores de Saint-Simon, Owen, Fourier, Proudhon y, ya desde
1848 (el Manifiesto Comunista), por Marx y Engels.
Contra tales movimientos que, de hecho, resultaban ser rémora del
progreso en todos los órdenes de la vida social, no faltaron buenos
católicos que hicieron oír su voz a favor de la libertad y buen
entendimiento entre empresarios y asalariados, todos ellos personas
iguales en dignidad natural.
En esa línea y en el ámbito de la política activa, es de justicia
recordar a influyentes españoles de la talla de Jaime Balmes (1810-
1848) o Juan Donoso Cortés (1809-1853), ambos testigos de los
desbarajustes anejos a la política de Fernando VII, a las tensiones en
un incipiente industrialismo español, a las ambiciones y desafueros
del fundamentalismo carlista, a las improvisadas componendas desde
las regencias de María Cristina y Espartero, al cúmulo de ilusiones y
desilusiones por lo que prometía y no llegó a cuajar como punto de
equilibrio en Isabel II, reina antes de madurar, que vivió más
pendiente de sus caprichos y amoríos que de resolver acuciantes
problemas de Estado.
Jaime Balmes, en brevísimos años de actividad intelectual (muere
antes de cumplir 38 años), desde una infatigable dedicación al estudio
y la reflexión, se muestra como el “maestro del sentido común” con

379
obras tan esenciales para el sano discurrir como Consideraciones
políticas sobre la situación en España (contra Espartero, 1840), El
protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la
civilización europea (1842-44), Cartas a un escéptico en materia de
religión (1846), El Criterio (1845), Filosofía fundamental (1846),
Curso de filosofía elemental (1847), Escritos políticos (1847)…
Se cree que, con sus escritos, de rigurosa imparcialidad en política
de partidos pero sí que claramente comprometidos con los valores
cristianos, Balmes influyó positivamente en lo que Donoso Cortés
consideraba su propia conversión (aunque católico practicante, antes
había sobrevalorado a la Política sobre la Religión). Es así como,
desde una fidelidad al Catolicismo que reconoce como parte
fundamental de la trayectoria vital de España, Donoso Cortés publica
en 1851 (dos años antes de su muerte) su “Ensayo sobre el
catolicismo, el liberalismo y el socialismo” con el que ofrece vías de
entendimiento cristiano entre el Capital y el Trabajo frente a la
irreconciliable rivalidad que se desprende de los postulados
individualistas o socialistas de su tiempo.
Es el posicionamiento que, años más tarde, hace suyo Pío IX con
su encíclica Quanta Cura, (1864) en la que, con igual vigor, condena
por anti cristianos al socialismo materialista y al liberalismo insolidario.
León XIII (1810-1903, Papa desde 1878), que inicia su andadura
al frente de la Iglesia, ya libre del señorío temporal, publica el 15 de
mayo de 1891 su encíclica Rerum Novarum, documento clave para el
subsiguiente desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia, del que
entresacamos:
“Es dificil realmente determinar los derechos y deberes dentro de
los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que
aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa,
porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos
para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las
turbas. Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente,
cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera
oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría
la que se debate indecorosamente en una situación miserable y
calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios
de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío,
desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de
nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los

380
obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y
a la desenfrenada codicia de los competidores”. Porque… “En efecto,
es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las
cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus
asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de
instruir la inteligencia, sino también de encauzar la vida y las
costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la
situación de los proletarios con muchas utílísimas instituciones; ella la
que quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas
de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el
bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal
fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas
leyes y la autoridad del Estado” (Rerum novarum).
Para muchos no católicos de buena voluntad, la mejor perfilada
Doctrina Social de la Iglesia (Humanismo integral, que podríamos
llamar) constituyó una revolucionaria percepción de la Realidad; como
prueba podemos recordar el incontrovertible hecho de que, en la
primera mitad del siglo XX, en los “medios ideológicos” de Occidente
se empiece a hablar más de Justicia Social que de Materialismo
Dialéctico o del “determinismo de los medios y modos de producción”.
Consecuentemente, surgirán intentos de homologación entre
socialismo y cristianismo con el consiguiente peligro de reducirlo todo
a puro y simple relativismo.
Plenamente comprometido con las directrices de la Doctrina Social
de la Iglesia, ante el relativismo que, promovido por tantas y tantas
“ilustradas” divagaciones, enturbia la certera percepción de la
realidad de nuestro tiempo, el economista E.F.Schumacher (1911-
1977) nos brinda el siguiente punto de reflexión:
“La cultura clásico-cristiana de la baja edad media poseía un
sistema de interpretación de signos que era muy completo y
asombrosamente coherente, es decir, un sistema de ideas vitales que
daban una descripción muy detallada del hombre, del universo y del
lugar del hombre en el universo. Este sistema, sin embargo, ha sido
destruido y el resultado es un estado de aturdimiento y enajenación,
jamás expresado más dramáticamente que por Kierkegaard a
mediados del pasado siglo con el siguiente texto: «Uno mete el dedo
en el suelo para decir por el olor en qué clase de tierra se encuentra:
Yo meto mi dedo en la existencia y no huelo a nada. ¿Dónde estoy?
¿Quién soy? ¿Cómo vine aquí? ¿Qué es esta cosa llamada mundo?
¿Cuál es el significado de este mundo? ¿Quién es el que me ha
arrojado dentro de él y ahora me deja aquí?... ¿Cómo vine al mundo?
381
¿Por qué no fui consultado... sino que fui arrojado a las filas de
hombres como si hubiera sido comprado a un secuestrador, a un
tratante de almas? ¿Cómo llegué a tener un interés en esta gran
empresa que ellos llaman realidad? ¿Por qué debería tener interés por
ella? ¿No debería ser un interés voluntario? ¿Y si me empujan a tomar
parte en ella, dónde está el director?... ¿Adónde iré con mi queja?»
No a la desesperación y sí a un tranquilo estudio de las
necesidades de nuestro entorno para actuar sobre ellas desde el
dictado de la propia conciencia y en uso de nuestras personales
capacidades. De esa forma, entre las cuestiones de verdadera
importancia, abordaremos la parte que nos toca resolver del serio
problema, que, actualmente, representa la escasa y mala distribución
de los recursos materiales
Las insultantes diferencias entre las formas de vivir de los pueblos
marcan una situación de agobiante estrangulamiento: entre las causas
no es la menos determinante la escasísima capacidad de compra (no
de consumo) por parte de numerosas poblaciones frente a la gran
variedad y cantidad de productos que puede proporcionar la industria
moderna, de cuyo desarrollo, obvio es reconocerlo, viven los pueblos
ocasionalmente opulentos. ¿Qué pasaría si, como acción prioritaria de
la economía global, se promocionara la capacidad de compra (en
sintonía con la capacidad de consumo) de los “olvidados”
consumidores del Tercer Mundo?
Sinceramente ¿podemos seguir diciendo que con nosotros no va la
cosa? ¿No será mejor algo más en consonancia con nuestra propia
razón de ser y que fuerce el ejercicio de nuestra libertad
responsabilizante mediante una lógica proyección universal de
nuestras capacidades de producción? En ese sentido mucho podemos
hacer para que el inmenso poder de la Industria Moderna, en una
buena parte, se aplique a resolver las carencias de muchos pueblos
incluyendo, claro está, a los más pobres.
Vemos en ese campo una acuciante y magnífica ocasión para la
revitalización y desarrollo económico de España, una nación europea
naturalmente ligada a África y con hermanos de sangre y de cultura
en una buena parte del Mundo.
La tal nación europea (universal, más bien), aunque a principios
del siglo XXI y por avatares de inconsecuentes políticas esté viendo
debilitado su carácter de estado moderno, está o debe estar en

382
disponibilidad de aplicar a su industria, a su agricultura y a todo su
caudal humano las enseñanzas de la Razón Vital. Esta tan nuestra
razón vital reniega de elitismos farfulleros y tiende al cordialísimo
compromiso entre el Hombre y la humanización de su “circunstancia”
lo que implica el óptimo empleo de las herramientas a su alcance (la
poderosa moderna tecnología, entre otras): en la humanización de la
propia circunstancia es factor esencial una elemental “racionalización”
de la Economía.
Cuando hablamos de Economía, no podemos desestimar a todos
los teorizantes sobre esa disciplina a la que llaman ciencia, aunque,
hoy por hoy, no represente más que un conjunto de hipótesis de
trabajo más o menos razonables: en el encuadre de las hipótesis de
trabajo más o menos razonables tiene su fundamento la deseable
“racionalización” de los fenómenos producción, distribución y
consumo.
Se dice que John Maynard Keynes (1883-1946) ha sido el
responsable del deterioro de muchas de las economías del mundo
occidental al menospreciar el déficit como consecuencia del excesivo
gasto público y, también, al no prestar la importancia debida al
fenómeno de la inflación o soterrado “impuesto de los pobres” y, por
otra parte, dar alas al individualismo insolidario del “capitalismo
salvaje” cuando escribe cosas como
«Por lo menos por otros cien años, debemos aparentar con
nosotros y con los demás que lo bello es sucio y lo sucio es bello,
porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la
previsión deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo
todavía.» (Citado por E.F.Schumacher en su “Small is beautiful”).
En su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero Keynes
abogaba por el efectismo a corto plazo a base de desproporcionadas
inversiones a costa de una deuda que habrían de asumir las
generaciones futuras; cuentan que a las críticas de sus oponentes
respondía: "a la larga, todos muertos". Pese a muy demostrados
fracasos, en los comienzos del siglo XXI, siguen gozando de favor las
teorías Keynesianas entre los partidarios de prestar al Estado el papel
de promotor del gasto como vía para incrementar el consumo sin que,
por desgracia, ello no incida en la creación de puestos de trabajo.

383
Poca confianza demostraba Keynes en el valor de la iniciativa
privada (hija, no lo olvidemos, de la Libertad Responsabilizante)
cuando sostiene:
"Es un error el pensar que uno limita sus propios riesgos
diversificando mucho entre empresas de las cuales uno sabe poco y no
se tiene ninguna razón particular para confiar... El conocimiento de
uno y su experiencia son en definitiva limitados y raramente hay, en
cualquier momento dado, más de dos o tres empresas en las cuales
siento que puedo depositar una confianza completa."
Frente a las crisis, más o menos cíclicas, el posicionamiento de
Milton Friedman (1912-2006) es radicalmente opuesto al de Keynes:
desde la implacable crítica al monstruoso tamaño del sector público
en algunos países industrializados, aboga por reducir la intervención
estatal al papel de celador de la paz social, dejando al Mercado la
libertad de flujo de bienes y servicios hacia un posible equilibrio entre
la oferta y la demanda. En la línea del clásico Adam Smith, Friedman
reniega de las subvenciones sociales por nada a cambio al tiempo
que, entre otras medidas paliativas contra la pobreza involuntaria,
propone el “cheque escolar” para los hijos de los ciudadanos con
menores ingresos y el llamado “impuesto negativo sobre la Renta”,
que viene a significar una especie de cuenta pendiente entre el Estado
y cada ciudadano: considera el Estado que, a priori de cada ciudadano
ha recibido una aportación anual de X unidades monetarias (10.000
euros, por ejemplo), cantidad de la que es deudor y que ha de
devolver en el momento de la declaración sobre la renta: todos los
ciudadanos cuya base contributiva sea inferior a esos 10.000 euros,
deberán recibir del Estado la diferencia (si la base es 1.000 euros,
recibirán 9.000; si 2.000, 8.000 euros, etc., etc.) mientras que los
ciudadanos cuya base de cotización sea superior a los 10.000 son
deudores del Estado por la diferencia entre su base de cotización y los
10.000 euros de su supuesta previa entrega a las arcas del Estado. La
llamada Escuela de Chicago, con Friedman a la cabeza, entendía que
de esa forma, a la par que se impartía justicia distributiva, se evitaba
la ociosidad voluntaria y se reduce al mínimo la costosa burocracia de
carácter social con el consiguiente ahorro del que se podrá deducir
una parte para atender a los necesitados de la beneficencia pública.
Ronald Reagan (1911-2004), cuya es la frase El Estado no es la
solución, es el problema, copió mucho de Friedman para su política
económica, entre ello, una drástica reducción de impuestos y del
384
gasto público. Se dice que, gracias a tales medidas, salvó a USA de
una recesión consecuente con la política a medias keynesiana y a
medias de improvisación de los ocho años de gobierno de Jimmy
Carter.
Pero, al tiempo que se aligeraban los controles frente a los
previsibles abusos, quedaba en el aire la positiva acción a favor de los
pobres de casa y de los aun más pobres, que pueblan los “países en
vías de desarrollo”, todos ellos más o menos afectados por la forma
de hacer “ultra liberal” del opulento y omnipresente Tío Sam, mientras
que sucesivos gobiernos americanos, víctimas de una especie de
conservadurismo imperialista, incrementaron hasta lo intolerable el
gasto público con guerras e intervenciones exteriores no siempre
justificadas ni justificables, mientras seguían dejando a su aire el afán
acaparador de parásitos y especuladores.
Y, entre otras desgracias, sin que nadie, previamente, hubiera
calibrado su desmedida magnitud, sobrevino la catástrofe financiera
que, a mediados del 2008, ha puesto en vilo las economías de todos
los países.
Como apuntan personajes como Sarkozy con su propuesta de
“refundar el Capitalismo” ¿Cabe un término medio entre el
intervencionismo y el ultra liberalismo, respectivamente preconizados
por Keynes y Friedman?
No hablemos de un término medio, que las más de las veces invita
a flotar sobre la realidad para no sumergirse en ella con la cabeza y el
corazón: tratemos de ver si, en Economía, existe algo más humano,
nada utópico, posible de realizar y con positiva incidencia en el
bienestar de todas las personas que pueblan el ancho mundo.
Llaman ordoliberalismo (al que se adscriben autores como
Friedrich Hayek y Karl Popper) a la corriente de pensamiento
económico que ha dado paso a lo que se reconoce como Economía
social de mercado. El nombre de ordoliberalismo le viene de la
publicación ORDO (Jahrbuch für die Ordnung von Wirtschaft und
Gesellschaft) que, desde 1948, promueve en Alemania foros de
debate sobre los principales temas de positivo interés político en las
sociedades modernas.
Ilustre practicante de la Economía social de mercado fue el
principal promotor del Milagro Alemán de mediados del siglo pasado.

385
Por supuesto que nos referimos al canciller alemán Ludwig Erhard
(1897-1977), quien, ante las críticas de “progresistas” y
“conservadores”, en 1949 explicaba así el fundamento de lo que, tras
el catastrófico período hitleriano, pronto se tradujo en el fenómeno
justamente reconocido como “Milagro Alemán”:
“Yo veo en el despliegue de la competencia la mejor garantía
tanto de una continua mejora de la capacidad de rendimiento como
de una justa distribución de la renta nacional o producto social. En
interés de una economía de mercado verdaderamente social, me es
imposible renunciar a ese motor de sano desenvolvimiento
económico (….) La economía de empresas planificada o dirigida me
parece exactamente tan censurable y perniciosa como la economía
dirigida por las autoridades (….) Es innegable que todos los
convenios que se adoptan para delimitar el mercado, especialmente
los referentes a los precios, persiguen en último término alguna
limitación de la competencia (…). Para mí, todas estas tentativas
significan un pecado contra el espíritu santo de la vida, cuya íntima
esencia es transformación, movimiento y desarrollo, por lo cual
repugna los medios torpes de regulación y estabilización planificada
de la economía” (L. Erhard – Volkswirt, 16-12-1949)
Vemos que la Economía social de Mercado del canciller Erhard,
quien se comprometía a facilitar el desarrollo de las potencialidades
económicas en lugar de dirigir procesos económicos, toma del
Cristianismo el desarrollo de la libertad de iniciativa empresarial al
servicio del Bien Común.
Según ello, en una Economía social de Mercado sí que cabe
(diríamos que se hace necesario) cumplida información sobre precios
de bienes y servicios (que el Mercado ha de regular en función del
equilibrio entre oferta y demanda), velar por la estabilidad de la
moneda, dificultar la formación y desarrollo de monopolios y carteles,
proteger jurídicamente a la propiedad privada, promocionar la libertad
responsable en todos los ámbitos de la vida pública (política,
empresarial, sindical, religiosa…), establecer un salario mínimo (que
no imposibilite el motivador añadido de un plus por productividad),
suficiente cobertura de las necesidades sanitarias y de subsistencia,
incluidas las “clases no contributivas” merced a una fiscalidad que
afecte a todos los ciudadanos en proporción a las respectivas rentas
con generoso entendimiento de lo que hemos tratado al recordar el
impuesto negativo sobre la Renta. En esa línea de acción es posible
mantener una paz social en la que los factores principales sean la libre
386
y fecunda iniciativa empresarial, la vigilante responsabilidad sindical y
las funciones de servicio que, por su propia razón de ser,
corresponden a las autoridades políticas.
Dicho esto y reconocido que, sin libertad, no es posible una
mínima optimización de esos recursos, al Poder Político, administrador
de los recursos públicos y garante que debe ser del ejercicio de las
libertades previas al compromiso social, compete neutralizar y no
promocionar la especulación estéril, el acaparamiento abusivo y el
despilfarro (criminal por que, normalmente, se alimenta de ahondar
las perentorias necesidades de los más débiles). No es de recibo el
que un Poder Político presente al dinero aventurero como más
atrayente que el dinero aplicado a la multiplicación, transformación y
distribución de bienes. A la hora de elaborar presupuestos, legislar,
promocionar o establecer sistemas impositivos... debería mostrar claro
trato preferente a la función de crear y no a la de acaparar, abusar o
destruir.
Cierto que nuestra economía aun vive a la sombra del cínico “ius
utendi et abutendi” del Derecho Romano o Código Napoleón, ahora
respaldado por lo que, impropia mente, se considera “determinante
entramado mundial de la Economía”. Pero un buen previsor y leal
administrador cual debe ser el Poder Político, para reconciliarse con el
servicio al bien común, usará de las herramientas que tiene a mano
para que, efectivamente, los canales, modos y medios de riqueza
(títulos, fábricas, máquinas, infraestructuras, bienes consumibles o no
consumibles y dinero) caminen orientados hacia la más social
rentabilidad.
Puesto que puede alcanzar el preciso conocimiento de las más
perentorias necesidades sociales y poderosos medios de acción como
son el aparato fiscal, la reglamentación del crédito y el uso de no
pocos alicientes para la inversión productiva, podrá ingeniárselas para
que, por ejemplo, el dinero más rentable sea aquel que se aplique a la
efectiva creación de riqueza y, por consiguiente, a la multiplicación de
los puestos de trabajo, cuya principal y más directa consecuencia
habrá de ser una más equitativa distribución de esos mismos recursos
con el consiguiente positivo tirón sobre toda la economía nacional.
Desde esta óptica, es forzoso reconocer que no merece el
aprobado un político que, desde el poder, poco o nada hace por
promover la utilidad social del llamado Producto Interior Bruto. Claro
387
que de este político poco se puede esperar si ese factor de
acaparamiento e inflación que es el gasto público improductivo, más
que ser reducido a su mínima expresión, se agiganta hasta alcanzar
monstruosas dimensiones. Ese tal político, para cubrir sus torpezas de
mal administrador suele acudir a lo que se llama emisión de deuda
pública, recurso positivo cuando, comedidamente, se aplica a la
creación y mejoras de infraestructuras, fluidez del crédito, educación
e investigación, promoción de empleo... pero malévola trampa cuando
su único objeto es cubrir la pervivencia e incremento de una
costosísisma, anquilosada y anquilosante burocracia, de la que la
España de las Autonomías y más de tres millones de funcionarios
(tanto más inhábiles cuanto más se multiplican) ofrece un triste
ejemplo, todo ello como si el Tesoro Público fuera un pozo sin fondo y
no sirviese de nada el asequible precio y agilísima funcionalidad de las
Nuevas Tecnologías .

Demasiado capitalismo no significa


demasiados capitalistas, sino demasiados
pocos capitalistas.
G.K.Chesterton
20
¿CAUCE CRISTIANO PARA LA PROPIEDAD Y USO DE
LOS MODOS Y MEDIOS DE PRODUCCIÓN?
No es igual la libertad individualista nacida del materialismo
“ilustrado” que la libertad que comparten las personas de buena
voluntad. La primera puede llevar hasta esa adormidera del egoísmo
llamada filantropía mientras que la libertad que comparten las
personas de buena voluntad se traduce en indiscriminada
generosidad. Si, por ventura, esas personas de buena voluntad hacen
suyo el mensaje “haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio”
(Lc 6, 35), ya pueden considerarse privilegiados promotores de una

388
justicia social de proyección planetaria aunque, en apariencia, lo que
van haciendo no pase de un pequeño y abierto círculo familiar o
social.
Así han llegado a entenderlo personajes como G.K. Chesterton, a
quien podemos muy bien aceptar como un valiente, humilde y
generoso investigador de la verdad: Captó y demostró con sólidos
argumentos que
“Un católico (un buen católico, se entiende) se diferencia de un
filántropo agnóstico en que éste ayuda y presta dinero a las personas
que él piensa que se lo merecen, mientras que el católico sirve a todos
por igual e, incluso, presta dinero a aquellos que no se lo merecen; lo
hace por que, al tener presente que él tampoco se merece lo que
posee, se siente invadido por la venturosa perspectiva de
engrandecerse a sí mismo ayudando al prójimo”.
A Chesterton, en quien confluían la laboriosidad y la perspicacia en
el análisis, la buena voluntad, el más amable humor británico y una
singularmente despierta inteligencia, le cabe el mérito de ser uno de
los más prolíficos y “turbadores” intelectuales católicos del pasado
siglo: con similar brillo y humilde afán de acercamiento al lector,
cultivó el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y las
crónicas de viajes, destacando en todos sus trabajos una perenne
inquietud por compaginar sus creencias con la justicia social que,
hacia la mitad de su vida, vio insuperablemente servida por el
comportamiento de los buenos católicos.
Ya antes de llegar al Catolicismo, Chesterton se había dejado
conquistar por la entrañable humanidad del cura católico John
O’Connor (1870-1952), párroco en la ciudad de Bradford, quien,
además de inspirarle la figura del Padre Brown, protagonista de sus
más celebradas novelas de intriga, le hizo ver el más acogedor
aspecto del Catolicismo, al que definitivamente le empujó el también
célebre escritor inglés Hilaire Belloc (1870-1953), cuya es la repetida
frase “la Fe es Europa y Europa es la Fe”, que para él significo un
postulado básico del que derivó una prolífica obra literaria de decidida
orientación católica previamente alimentada por su madre, la también
escritora Bessie Rayner Parkes (1829-1925), convertida al catolicismo
por el cardenal Henry Edgard Manning (1808-1892), quien, desde
1851, había abandonado el anglicanismo siguiendo con ello los pasos
del Beato Cardenal Newman (1801-1890), hoy en proceso de
beatificación; ambos cardenales fueron activos líderes del llamado
389
Movimiento de Oxford, por el cual, además del reconocimiento de la
autoridad de la Iglesia de Roma, se propugnaba el retorno a la activa
caridad cristiana de los primeros tiempos.
Es de lugar recordar que, aun con más intensidad que en los
comienzos del siglo XXI, en la primera mitad del siglo XX, en que se
desarrolló la actividad intelectual de Chesterton y Belloc, las
preocupaciones u obsesiones de una buena mayoría de políticos,
economistas y teorizantes de las relaciones humanas giraban en torno
al capitalismo y al socialismo, dos fenómenos teóricamente
contrapuestos pero productos ambos de la misma semilla materialista.
Unos y otros, con frecuencia en rebelde posición respecto a la
doctrina del Amor y de la Libertad, se dejaban motivar más por el
poseer o no poseer que por el ser o no ser: los del campo capitalista
pretendían que el derecho de propiedad sobre los medios y modos de
producción no tuviera otras limitaciones que las de una ley amoldada
a su propio afán de acaparamiento; los del campo socialista, por su
parte, abogaban por un estado totalitario como propietario de los
medios y modos de producción de forma que (eso decían sus
teorizantes) cada miembro de la sociedad, aportando según sus
capacidades, llegara a recibir lo justo para cubrir sus necesidades.
Teniendo como campo de observación a la Inglaterra más
colonialista y más industrializada que ninguna de sus competidoras
de entonces, se podía descubrir (Marx lo hizo) que, por el camino de
la obsesión materialista, capitalistas y no capitalistas avanzaban
peligrosamente hacia la alienación o progresiva pérdida de libertad: el
capitalista sacrificando su humanidad al afán por no dejar de ser eje
materializado e impersonal de la máquina productiva y el no
capitalista por haber sido progresivamente despojado de algo tan
suyo como el producto de su trabajo hasta convertir a toda su
persona en un cero al lado de otros ceros sin otro horizonte que el de
la rebelión por “romper sus cadenas, única cosa que puede perder”
(Manifiesto Comunista). Lo que Marx no quiso ver es la alternativa
que entonces como ahora ofrecía el auténtico Cristianismo: la
verdadera libertad viene de dentro afuera y se crece en el justo
entendimiento de las propias capacidades para, en ninguna situación,
aceptarse como esclavo de las cosas o de los hombres: las vicisitudes
del trabajo de hoy nunca deben corromper a la propia conciencia, de

390
cuya integridad depende el saboreo de una siempre posible mayor
libertad.
Por entenderlo así, contra las injusticias y su “convencional”,
revolucionario o apático tratamiento, reaccionaron sin desmayo
Chesterton y Belloc en tal armoniosa confluencia de esfuerzos y
comunión de ideas que Bernard Shaw, con simpática mordacidad, se
refería a ellos con el compartido apodo de Chesterbelloc.
G.K.Chesterton y Hilaire Belloc (Chesterbelloc, en el decir de
B.Shaw) nunca pensaron tener en sus manos la panacea para resolver
por arte de birli-birloque los acuciantes problemas de injusticia social
de que fueron testigos, pero sí contar con los argumentos para abrir
caminos de industriosa liberación personal para los emprendedores
sin recursos económicos.
Sin enfrentarse al status económico establecido ni participando en
ningún tipo de revolución con el objetivo de que “los explotadores se
conviertan en explotados” (Lenin), ambos amigos abogaban por el
debido y equilibrado encauzamiento de cosas y fenómenos hacia un
horizonte de mayor justicia social: Haciendo cualquier cosa, por
pequeña que sea, que libere a los productos del trabajo de la rémora
capitalista, es, más o menos, lo que respondían cuando les
preguntaban como entendían abordar la transformación de la
Economía. Y, consecuentemente, por la parte que les tocaba, sin
incurrir en utópicas ensoñaciones, hacían valer la necesidad de
incrementar la productividad en la medida de lo posible para luego
velar por una más justa distribución de bienes y servicios: ello
requería cierta sistematización que, para competir conceptualmente
con liberalismo y socialismo, llamaron Distributismo (como
Chesterbelloc Mandate es conocido en el mundo anglosajón).
Eje central del Distributismo es facilitar al mayor número de
personas, sin distinción de status social, afinidades políticas o
fidelidades religiosas, el acceso a la propiedad de los medios y modos
de producción. Diríamos que, con ello, los “distributistas” quieren
hacer valer el acceso a la propiedad como un derecho natural de
proyección universal. Es lo que ya decía Santo Tomás en el siglo XIII:
"Si se le concede al hombre el privilegio de usar de los bienes
que posee, se le señala que no debe guardarlos exclusivamente
para sí: se considerará un administrador con la voluntad de poner el
producto de sus bienes al servicio de los demás... porque nada de

391
cuanto corresponde al derecho humano debe contradecir al derecho
natural o divino; según el orden natural, las realidades inferiores
están subordinadas al hombre a fin de que éste las utilice para cubrir
sus necesidades. En consecuencia, parte de los bienes que algunos
poseen con exceso deben llegar a los que carecen de ellos y sobre
los que detentan un derecho natural".
Con tales palabras, Santo Tomás no hacía más que recordar lo
que venían teniendo en cuanta los buenos cristianos, esos mismos a
quien el Hijo de Dios tratará como merecedores de su reconocimiento:
“En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Ciertamente, a causa de los desvaríos de la voluntad de de tantos
y tantos que pudieron y no quisieron, nunca fue realidad una mínima
equidad en la distribución de los bienes y servicios a los que, por ley
natural, todos los seres humanos, sin excepción tenemos derecho. El
desequilibrio se hizo notoriamente insultante en la oligarquía
subsiguiente a la Revolución industrial que, con el control sobre el uso
y abuso de los modos y medios de producción, canalizó hacia unos
pocos la mejor y mayor parte de los bienes resultantes de la nueva y
más fecunda forma de producir.
Procurar la equidad y el equilibrio en la distribución bienes y
servicios es una obligación moral para los cristianos a la par que un
desafío a los emprendedores de buena voluntad.
En la acepción cristiana del derecho de Propiedad (desarrollo y
administración de bienes materiales para hacerlos más productivos y
mejor distribuidos) entra el cabal conocimiento de la naturaleza
humana y el manejo de los precisos resortes en que se apoya la
voluntad de acción al tiempo que una preocupación por la
universalización de los bienes naturales, cuya optimización y uso, lo
sabemos muy bien, depende, en gran medida, de la acción manual y
reflexiva del hombre. Por ello, se ha de tomar como rigurosamente
realista.
No tan realista es la pretendida colectivización irracional que,
defendida apasionadamente por los utopistas de estos dos últimos
siglos, suponía a un hombre cómodo y "socialmente productivo"
desde la total irrelevancia dentro de la masa. Lo aventurado de tal
suposición viene avalado por la más reciente historia: sin libertad,
la generosidad es sustituida por la apatía y el trabajo se convierte

392
en una carga sin sentido. De una forma u otra, el hombre para
resultar como tal, ha de aspirar a manifestarse como persona, es
decir, como ser perfectamente diferenciado de sus congéneres:
cuando no lo sea por su derroche de generosidad, pretenderá serlo
desde el libre ascenso hasta algo que su entorno celebre.
Tampoco es realista el redivivo sueño calvinista de que el poder
y la riqueza son muestra de predestinación divina o que el derecho a
usar y abusar de las cosas es una imposición de la moral natural,
mensaje subliminal que parece latir en el meollo de la llamada
Economía Clásica alguno de cuyos teorizantes se han atrevido a
presentarse como voceros de la voluntad de Dios: "Digitus Dei est
hic", escribió Bastiat al principio de sus "Armonías Económicas",
libro presentado como pauta de una cruzada hacia la verdad y la
justicia por el camino de la propiedad sin freno social alguno
puesto que "el interés exclusivamente personal de los
privilegiados es el instrumento de una Providencia infinamente
previsora y sabia". El propio Adam Smith gustaba ser considerado
como moralista: defendía el acaparamiento sin medida como un
camino hacia un mundo en que habría abundancia para todos; los
insultantes atropellos son presentados como lógica consecuencia de
la marcha hacia el progreso y no como obra de la mala voluntad o
crasa falta de preocupación por los derechos del Otro.
Pero sí que es realista asumir la circunstancia con ánimo de
humanizarla: Claro que hubo en el pasado artífices de progreso cuya
obra fue hija del más craso egoísmo y que hay empresarios
(probablemente, la mayoría), que dan trabajo sin la mínima
preocupación por cuantos rezan en su nómina... También hay
descubrimientos geniales que son exclusivo fruto de la vanidad de su
autor...
Entre los promotores del progreso, con poca o muy escasa
voluntad de servicio, podemos tropezar con unos pocos, poquísimos,
que cultivan con amor un trabajo excepcionalmente fecundo; para
no desesperar ante esa innegable realidad hemos de reconocer que,
entre los tibios, son muchos, muchísimos, los que, a pesar de no
pretenderlo, cumplen una función social dejándose conducir por su
sed de fama, poder o dinero. Para éstos como para los más
generosos, una realista visión del Progreso pide Libertad, por
supuesto que dentro de un Ley preocupada por zanjar

393
ancestrales discriminaciones y, a ser posible, con la virtualidad de
hacer prevalecer a la generosidad sobre el simple y crudo egoísmo.
Por debajo de la generosa e incondicionada preocupación por el
prójimo (eso que estamos llamando Amor) el entorno social brinda
otras motivaciones a la participación en el Progreso: una de las
más fuertes es la aspiración tanto a disponer del resultado del
propio esfuerzo como a dejar constancia de ello en operaciones de
modificación o intercambio. Y habremos de prestar cierta atención al
positivismo de Comte, cuya es la siguiente recomendación: "la
propiedad privada debe ser considerada una indispensable función
social destinada a formar y administrar los capitales que permiten a
cada generación preparar los trabajos de la siguiente".
En la Economía Social de Mercado, la constitución y desarrollo de
una empresa requiere determinada propiedad sobre tales o cuales
medios y modos de producción. Dado que lo que estamos llamando
Economía Social de Mercado se caracteriza por romper barreras de
segregación social en la actividad empresarial, al igual que el derecho
a la libertad, el derecho a la propiedad privada de los necesarios
medios y modos de producción , no puede convertirse en el privilegio
de unos pocos: ha de estar al alcance de la mayoría, siendo la propia
“Economía Social de Mercado” la que preste viabilidad a los distintos
proyectos o realidades empresariales con su base de propiedad sobre
tal o cual modo o medio de producción.
Bueno está el dejarnos guiar por los ejemplarizantes principios
del “Distributismo” defendido por G.K.Chesterton e Hilaire Belloc y
hacer lo que esté en nuestra mano para que, efectivamente, se
multipliquen realidades empresariales libres de los corsés que marca
el materialismo que caracteriza tanto al capitalismo salvaje como al
socialismo colectivista; pero la generosidad y libertad
responsabilizante que requiere el empeño no puede hacernos olvidar
las muchas dificultades a superar: Es de rigor el tener en cuenta que
esa “Economía Social de Mercado” convive con la fiebre de beneficio a
cualquier precio y también con la despersonalizada trama de las
grandes empresas, en las que, no pocas veces, más que la economía
racional, es el capricho, la inmoralidad o torpeza de tal o cual gerente
o cuadro de mandos lo que marca la pauta de acción.
Claro que realismo obliga, tanto que, con todos sus abusos y
defectos, hoy por hoy, se ha hecho imprescindible la gigantesca
394
empresa por cuyos canales y arterias circulan con mejorable eficacia
caudales de energía y otros bienes de primera necesidad ¿Cabe la
posible sustitución? No tan fácil.
Así lo entiende el antes citado economista E.F.Schumacher
(“distributista”, según algunos), para quien un prometedor medio de
liberación personal y social viene a través de las tecnologías
intermedias, las cuales, merced a un deseable y posible desarrollo,
pueden y deben estar al alcance de los emprendedores más modestos
si, con prudencia, libertad y generosidad, se muestran capaces de
cubrir las necesidades de nos pocos países en vías de desarrollo. Claro
que, también ahí, los grandes y despersonalizados capitalistas tienen
fijado su punto de mira y, consecuentemente, extienden sus
tentáculos de acaparamiento, lo que nos demuestra que el gigantismo
empresarial es imprescindible compañero de la imparable
globalización y gravísima dificultad para avanzar por el camino de una
más equitativa y suficiente distribución.
Ante tal panorama ¿qué tarea les cabe a los emprendedores y
asalariados de buena voluntad? No dejarse arrastrar por la
desesperanza, profundizar en las raíces cristianas de la civilización,
descubrir lo socialmente aprovechable del propio entorno (España y
su zona de influencia, para los españoles y sus hermanos de otras
latitudes), desarrollar al máximo sus capacidades personales y
orientar lo mejor de sus esfuerzos hacia lo que Teilhard de Chardin
llamó amorización de la Tierra: es lo que entendemos puede y debe
responder una persona de fe.

395
21
EL HUMANISMO INTEGRAL EN LA POLÍTICA DEL SIGLO XXI
Jacques Maritain (1882-1973), entendía por Humanismo Integral
un fenómeno que “tiende esencialmente a hacer al hombre más
verdaderamente humano y a manifestar su grandeza original
haciéndolo participar en todo cuanto puede enriquecerle en la
naturaleza y en la historia. Requiere a un tiempo que el hombre
desarrolle las virtualidades en él contenidas, sus fuerzas creadoras y
la vida de la razón, y trabaje para convertir las fuerzas del mundo
físico en instrumentos de su libertad”.
Sobre este prestigioso intelectual francés, que llegó al Catolicismo
a través de lo que él mismo llamaba “iluminación de la Razón”, ha
dejado escrito el Juan Pablo II (1920-2005, Papa desde 1978 a 2005):
La “iluminación de la razón” suscitó en el joven Maritain una
adhesión tan profunda al pensamiento de Santo Tomás que, por un
movimiento espontáneo de su espíritu, llegó a ser uno de los
principales artesanos del “renacimiento tomista” que el Magisterio de
la Iglesia, con León XIII, había deseado y promovido en respuesta a
las principales demandas de la cultura moderna y para contrarrestar el
divorcio “contre natura” entre la razón y la fe (Encíclica ‘Aeterni Patris’,
1879). A esa vocación, por la que soportó fatigas, incomprensiones y
oposiciones, permanecería fiel hasta el día de su muerte…. Adhiriendo
con toda el alma a la fe católica, Jacques Maritain consideró la
investigación filosófica como una “sabiduría de la razón no cerrada
sino abierta a la sabiduría de la gracia” . …(..) La atención al ser, es
decir, a toda la realidad, conduce a la comprensión de la armonía
dinámica de los grados del saber, a su unión articulada en la
pluralidad. En esta perspectiva se reconcilian ciencia y sabiduría, razón
y fe, filosofía y teología, filosofía y ciencia, saber especulativo y saber
práctico. Con Maritain, la filosofía del ser pasa a ser la filosofía del
espíritu, de la persona y de la libertad…(..) Observador lúcido de esas
aberraciones monstruosas de nuestro siglo que son los totalitarismos,
con sus secuelas de horrores y sufrimientos, está persuadido que una
justa concepción de la persona humana es la base necesaria de toda
construcción social y política digna del hombre….(..) No fue nunca
hombre de partido en la defensa de sus propias ideas, en particular de
aquellas formadoras de opinión. Bajo esta perspectiva, lanzó un reto
que merece ser acogido por todos los que quieren ser honestos
396
servidores de una verdad que no es la suya, porque los trasciende.
Verdad que debe descubrirse en una búsqueda que es, al mismo
tiempo, compromiso de una investigación seria desde el punto de vista
científico, y apertura a la contribución superior de la revelación,
delante de la cual es necesario tener una actitud de fe y de amor…(..)
Es también por eso que su pensamiento concuerda ejemplarmente con
el gran proyecto del Magisterio de la Iglesia para el tiempo
contemporáneo: Revivificarlo y renovarlo todo en Cristo, poniendo la fe
en contacto con la cultura y la cultura en contacto con la fe. (Carta de
Juan Pablo II al Rector de la Universidad Católica de Milán, con motivo
del Coloquio “Jacques Maritain Hoy Día”, organizado por la
Universidad, en Octubre de 1982)
A lo largo del pasado siglo XX, no han faltado políticos (entre ellos,
no pocos españoles) empeñados en identificar la obra intelectual de
Maritain con la llamada Democracia Cristiana; claro que cualquiera,
que siga con oídos y ojos atentos la trayectoria de los partidos
autocalificados y oficialmente reconocidos como demócratas-
cristianos, habrá podido comprobar que, en la mayoría de los casos,
pesa más el aprovechar las oportunidades políticas del momento que
el “trabajar para convertir las fuerzas del mundo físico en
instrumentos de la libertad” de los ciudadanos que les han otorgado
su confianza. Tanto peor si, por “être a la page”, sus ideólogos y
políticos en activo han pisoteado valores irrenunciables del propio
Cristianismo (permisivas actitudes ante la “Ley del Aborto”, por
ejemplo).
Ello ha sido y sigue siendo así porque, con frecuencia, la política de
partido o arte de la conveniencia para conquistar el poder, al tiempo
que adormece las conciencias, corta los vuelos a la razón discursiva
limitando el campo de acción a la propia voluntad para ajustarse a lo
que los líderes estiman útil a corto plazo; las personas de partido son
tanto menos libres cuanto más sus más íntimos valores distan de los
que alimentan a la ideología oficial.
Para el ciudadano de buena voluntad, el aceptar como ley de vida
a un humanismo, que orienta el ser, el existir y el obrar de todos y
cada uno de nosotros hacia el mayor bien de la propia especie, exige
romper el marco de las ocasionales conveniencias políticas para ver
en cualquier propuesta contraria a la Ley Natural una “hermosa
ocasión de reducir las cosas a la verdad, reintegrando a la plenitud de
su fuente original las esperanzas de justicia y las nostalgias de

397
comunión alimentadas por el dolor del mundo, suscitando así una
fuerza cultural y temporal de inspiración cristiana, capaz de actuar
sobre la historia y de ayudar a los hombres. Les serían para ello
necesarias una sana filosofía social y una sana filosofía de la historia
moderna” (Maritain, Humanismo integral).
Inmersos en el vivir y hacer de nuestro entorno, siempre
podremos poner en juego los valores cristianos, que no ha logrado
pulverizar el relativismo pagano (humanismo antropocéntrico, lo llama
Maritain):
"La primera condición, por parte del propio mundo cristiano (no
hablo aquí de la Iglesia, sino del mundo cristiano que es cosa
temporal), sería, en efecto: que el mundo cristiano de hoy, en su
totalidad, rompiera con un régimen de civilización fundado
espiritualmente en el humanismo burgués y económicamente en la
fecundidad del dinero, manteniéndose, sin embargo, indemne de los
errores totalitarios o comunistas a que ese mismo régimen conduce
como a su catástrofe lógica”.
¿Por qué, pues, no evidenciar en todo momento la diferencia entre
el acatamiento crítico al César y el servicio a Dios? Ésa es la obligación
moral que la Iglesia transmite a los cristianos.
Por supuesto que ello nos obliga a mantenernos limpios de
cualquier atisbo de la prostitución impuesta por tal o cual adhesión
contraria a la propia conciencia, cuya salud está en perseguir la
verdad y nada más que la verdad. Y será faltar al compromiso
cristiano tanto el dejarse engatusar por la falaz invitación a una
revolución que “convierta a los explotadores en explotados” como por
el sueño de que una democrática “providencia”, derivada de la
voluntad general, resolverá lo graves problemas derivados de las
palmarias injusticias sociales sin que cada uno de nosotros aplique sus
capacidades al tratamiento o resolución del problema social que más
directamente requiere su atención. Caerás en cualquiera de esas dos
trampas cuando en lo que toca al bienestar de tus semejantes dejes
de ver la responsabilidad que te toca a ti y a nadie más que a ti: El
sumsum corda ha de partir de cada uno de nosotros para extenderse
más por contagio que por convicción.
Para muchos cristianos de vocación política, contagiosa fue la
actitud de la Sede Apostólica desde el momento en que se vio libre de
actuar como uno más de los soberanos de este mundo. Eran tiempos
en los que la revolución industrial traía un nuevo orden social
398
rompiendo irremisible y progresivamente el viejo sistema de
privilegios de sangre y “útiles desigualdades” para dar paso a la
“civilización” del tanto tienes tanto vales.
Aunque tal fenómeno extiende sus derivaciones hasta el último
rincón del mundo, se fragua y desarrolla en lo que J.K.Galbraith
(1801-1890) ha llamado Sociedad Opulenta, esa misma en la que el
afán acaparador del capitalismo privado contrasta con la avaricia y
desmedido gasto del sector público, arrastrando tras de sí a la
“máquina productiva” con ostensible marginación de los reales
intereses tanto de las respectivas mayorías como de los países a los
que, con cierta hipócrita conmiseración, son considerados en “vía de
desarrollo”.
Numerosa e imprescindible parte de la “máquina productiva” de la
Sociedad Opulenta la componen los todavía llamados proletarios,
seres humanos iguales en dignidad natural a los que la jerga en uso
califica de burgueses (capitalistas y burócratas con responsabilidad de
asesoramiento o dirección).
Ciertamente, en los comienzos del siglo XXI esos proletarios no
son los mismos que, siglo y medio atrás, no “tenían otra cosa que
perder que sus cadenas”: muchos de ellos, incluso, se han
aburguesado, lo que no quiere decir que hayan logrado ser más
felices ni, tampoco o por lo mismo, tomar como propios los intereses
y bienestar de los más débiles, incluidos los proletarios peor tratados
o persistentes víctimas de lo que se llamó “Ley de Bronce de los
Salarios” y lo que Marx llamó “ejército industrial de reserva”, es decir,
los parados.
Recordemos como esa “Ley de Bronce de los salarios” fue una
interesada extrapolación del abusivo proceder de unos pocos en
determinado tiempo y lugar; se tradujo en aberración doctrinal y
rémora para el progreso material (claro que sí) cuando se formuló
como un “debe ser” al hilo de los instintos salvajes del individualismo
capitalista: “En todo género de trabajo debe acontecer y, de hecho,
así acontece que el salario del obrero se limite a lo estrictamente
necesario para procurarle la subsistencia” es una proposición de
Turgot (1766), en la que se hicieron fuertes “clásicos” como Riccardo,
Stuart Mill y el propio Marx; fue bautizada como “Ley de Bronce” por
Lasalle, socialista alemán contemporáneo de Marx.
Siglo y medio más tarde, en plena era de la Globalización
399
industrial-mercantil, hemos de reconocer que esa tal “Ley de Bronce
de los salarios” tiene mucho que ver en el despegue de los llamados
países emergentes.
El justo equilibrio social fue siempre preocupación esencial de la
Iglesia, pese a los paréntesis que en su historia han representado
algunos papas, actuando más como adoradores del Becerro de oro
que como “servidores de los servidores de Dios”. Cuando, por
avatares de la Historia, el poder temporal de los papas se redujo a su
mínima expresión, la Doctrina Cristiana de siempre se vio libre de
convencionales ataduras y pudo llegar a las personas de buena
voluntad con toda su pureza y vigor evangélicos.
Ya hemos recordado que tal fue el caso de la última etapa
pontifical de Pío IX y, ya sin traba alguna, de León XIII (1810-1903,
Papa entre 1878 y 1903) cuya encíclica Rerum Novarum (1891)
ofreció una magistral lección sobre los derechos y obligaciones de
empresarios y asalariados en una sociedad progresivamente
industrializada; con ello respondía al problema más acuciante de la
sociedad en la que le tocó vivir y marcaba la pauta de la deseable
actitud de los cristianos en las relaciones entre unos y otros, todos
llamados a ser miembros activos de la Iglesia.
Como suele ocurrir en multitud de similares casos, hubo
interpretaciones para todos los gustos, desde el rigor doctrinal al
oportunismo político pasando por tibias concesiones al agnosticismo
en boga. En el espectro político, con calificativos como el de Social
Cristiana o Demócrata Cristiana, surgieron ideologías políticas que, sin
mayores afanes que los de conquistar prosélitos, tomaron al
cristianismo (genuina doctrina de la libertad responsabilizante, no lo
olvidemos), más que como guía y alimento de la plena realización
personal, como moderna bandera de captación política en artificial
rivalidad con otras ideologías, para las cuales la libertad no era más
que la coartada de un antinatural afán de acaparamiento. Diríase
también que, a tenor de esa rivalidad política, en una buena parte de
los cristiano-demócratas de ocasión, además de una palmaria
alteración de la escala de valores (“no podéis servir a Dios y al
dinero”,Mt 6,24), privaba una alienante veneración hacia la “superior
consideración social” del capitalista con total desconsideración hacia la
especial dignidad del cristiano que ama y trabaja en libertad: “no os
hagáis esclavos de los hombres” (1 Cor 7,23), dejó escrito San Pablo.

400
Urgía desvirtuar errores y aclarar ideas; a ello se aplicó la Iglesia
con el sucesor de Pedro en cabeza. Al respecto, entre las muchas
encíclicas que, para marcar pautas de conducta, publicó León XIII,
cabe destacar la Graves de communi de 1901, en la que establece las
pautas para la acción política de los cristianos que, por encima de los
intereses materiales, colocan la fidelidad a una Doctrina que diferencia
claramente las leyes civiles de los Mandamientos de Dios.
León XIII veía en los autocalificados social-cristianos un remedo
del materialismo colectivista anejo al marxismo y subsidiario de la
anti-cristiana lucha de clases mientras que en los cristianos
demócratas veía una mayor amplitud de miras hacia todos los
estamentos de la sociedad como en un propósito de dejar muy atrás
la lucha de clases:
“No hay duda alguna sobre lo que pretende la democracia social y
a lo que debe aspirar la democracia cristiana. Porque la primera en
muchos llega a tal grado la malicia, que admite fuera de lo natural,
busca exclusivamente los bienes corpóreos externos, poniendo la
felicidad humana en su adquisición y goce. De aquí el deseo de que la
autoridad resida en pueblo, para que, suprimidas las clases sociales y
nivelados los ciudadanos, se establezca la igualdad de bienes; como
consecuencia se aboliría el derecho de propiedad y la fortuna de los
particulares así cómo los medios de vida pasarían a ser comunes. Por
el contrario la democracia cristiana, por el hecho mismo de recibir ese
nombre, debe estar fundamentada en los principios de la fe divina,
atendiendo de tal suerte al interés de las masas que procure
perfeccionar saludablemente los ánimos, destinados a bienes
sempiternos. Nada pues para ella tan santo como justicia que manda
que se conserve íntegro el derecho de propiedad, defiende la
diversidad de clases, propia de toda sociedad bien constituida y quiere
que su forma sea la que el mismo Dios su autor ha establecido”
Bien sabemos lo difícil que resulta convertir en praxis política el
ideal de servicio a la comunidad que debe presidir la conciencia y
consecuente actividad privada y social de los buenos cristianos: la
prueba es que la inmensa mayoría de los partidos llamados
demócrata-cristianos han caído en la trampa de no ser más que una
despersonalizada máquina para conquistar o conservar y acrecentar el
poder político sobre el resto de los ciudadanos. Tanto es así que
muchos de los partidos “demócrata-cristianos” ni siquiera merecen el
calificativo de mal menor frente a la eventualidad de poder para no
pocos partidos “no confesionales”: sea en los entresijos y
401
ambigüedades de las respectivas ideologías, en las estrategias de
oposición o en el ejercicio del poder, no puede hablarse de
significativa diferencia sobre cuestiones que el humanismo integral
reconoce como de vital trascendencia: al respecto, bástenos recordar
no pocas coincidencias en el tratamiento de cuestiones como el
aborto, el “amor libre” o las insultantes diferencias entre la “sociedad
opulenta” y el llamado Tercer Mundo.
Así lo ha comprendido y mantiene la Jerarquía Eclesiástica que no
aplaude en integridad a ninguna de las ideologías y sistemas “con
vocación” o en ejercicio de poder político: todos ellos, sin excepción
son abiertamente mejorables sobre todo si, como es ése el caso,
contrariamente a lo de “servidores de los servidores de Dios”, sitúan
al poder sobre las personas en la cúspide de sus aspiraciones.
Claro que, entre unos y otros, hay diferencias de intensidad en
éste su fervor esencial: no es igualmente respetable la doctrina del
partido único que la de la “pluralidad democrática”, dentro de la cual
cabe un amplio espectro de ideologías, desde la “liberal” a la
colectivista, o desde la abiertamente anti-cristiana a la respetuosa con
los valores de la Doctrina que tanto ha hecho por el carácter
“humanista” de la Civilización Occidental.
Aunque solo sea por exigencias de un elemental realismo,
cualquier ciudadano preocupado por mejorar lo mejorable, habida
buena cuenta de las circunstancias de tiempo y lugar, se sentirá
inclinado a prestar su voto al político, cuya trayectoria más garantías
ofrezca en el obligado servicio al Bien Común.
Este posicionamiento de “ponderado compromiso” es el que late
en los postulados del “Humanismo Integral” y, también, el
especialmente recomendado por la Jerarquía Eclesiástica.
Dicho esto, no podemos obviar el caso particular de millones de
españoles, diríamos que peligrosamente desorientados respecto al
sentido de su participación en la Cosa Pública (Res Publica, que dirían
los clásicos).
No descubrimos nada nuevo si recordamos que, al hilo de la
irresponsable iniciativa de algunos poderosos políticos de afición o
inmerecida profesión, ha renacido con fuerza el fantasma de las dos
Españas a la que hemos hecho frecuente referencia, unas y otras

402
artificialmente encerradas en lo que nos atrevemos a calificar de
“estúpido fundamentalismo ideológico”.
En tales circunstancias ¿no cabe reflexionar sobre las coordenadas
de un Humanismo Integral, cuya esencial pretensión es servir al ser
humano en todas sus dimensiones?

22
NECESIDAD DE UN VIABLE Y SUGESTIVO PROYECTO DE
ACCIÓN EN COMÚN
Sin duda que Manuel Azaña (1880-1940), que fue Presidente de la
Segunda República Española incurrió en demagógica exageración al
decir:
La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta
manera: España ha dejado de ser católica; el problema político
consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado
a esta fase nueva e histórica el pueblo español. (Manuel Azaña,
octubre de 1931).
Bien nos muestra la Historia cómo, desde los primeros tiempos de
su evangelización, cuenta España con personas de buena voluntad
(Dios sabe si muchas o pocas), que ven en el catolicismo la mejor vía
de solución a todos los problemas sociales y políticos; en la época de
Azaña como a lo largo de los dos mil años de presencia del
Cristianismo entre los españoles, obligación de un político
responsable debiera ser (Constantino lo hizo) examinar premisas y
comportamientos de los católicos y de su Catolicismo por si, de una
forma u otra, pueden servirle para el mejor ejercicio de su oficio.
En similar línea de razonamiento que el de Azaña, abundan hoy los
políticos de profesión que incurren en no menor exageración
demagógica cuando todo el hilo de su discurso gira en torno a algo
así como “España ya no es España”.
403
Claro que, respecto a la cohesión territorial, con eso de
“nacionalidades que quieren ser reconocidas como naciones”, estamos
en similar situación a la del último tercio del siglo XV, cuando España
estaba dejando de ser un conjunto de reinos para convertirse en una
nación moderna; pero, aun así y a la luz de un pragmático sentido
común… ¿cabe despreciar el personalizante poso de una singular
historia con su bagaje de positivos valores, si es que, realmente
aspiramos a algo que, en libertad y generosidad, permita aunar
esfuerzos para ser un poquito más de lo que cada uno de nosotros es
en el momento actual? ¿alguien puede dudar que, por encima de no
pocos desgraciados avatares, sigue vivo lo que, realmente, da
carácter a esa entidad histórica y viva que se llama España, la misma
que, en base a un cúmulo de aciertos y fracasos, con más o menos
intensidad moldea buena parte de las vidas y pensamientos de cientos
de millones de personas? ¿no es de lógica pura que uno vive, piensa y
trabaja en razón de una específica circunstancia que ha de casar con
las otras diversas circunstancias en las que se desenvuelven las vidas,
trabajos y pensamientos del resto de los humanos?
Quiérase o no, el nivel de globalización al que está llegando la
humanidad, implica un creciente sentido de solidaridad internacional
en la que cada uno de los habitantes del planeta tierra, condicionado,
eso sí, por el carácter de su circunstancia, puede muy bien encontrar
la oportunidad de ser más de lo que en determinado momento es con
el previa y personal disposición de aunar esfuerzos.
Falta convertir esa oportunidad en una idea fuerza capaz de
sustituir de sustituir la apatía con que se contempla las tremendas
desigualdades entre personas y pueblos y de alimentar una
percepción personal de que es así como mejor avanzamos hacia una
mayor libertad y prosperidad: la libertad y prosperidad de seres que
se necesitan unos a otros para acercarse a lo que realmente pueden
ser y no precisamente puras entidades materiales más o menos
aborregadas o pasotas.
Una de las grandes calamidades de nuestro tiempo es la
abundancia de personas influyentes que pretenden haber
desentrañado el misterio de todas las cosas y fenómenos desde la
privilegiada plataforma de su ego soberano; ello cuando hoy más que
nunca el sentido común nos empuja a reconocer que roza con el
infinito lo que realmente no sabemos: Como en eco del dicho

404
socrático “solo sé que no sé nada”, el propio Freud nos recuerda: “El
inconsciente es la verdadera realidad psíquica: su naturaleza más
profunda. Es tan desconocido para nosotros como la realidad del
mundo exterior, y resulta ser tan incompletamente presentada por los
datos de la conciencia como el mundo exterior es presentado por
medio de la comunicación de los órganos de los sentidos”.
Claro que, en réplica a esa constatación socrático-freudiana, no
faltarán personajes como Sartre, para los que, en rigurosa línea
cartesiana, el límite del propio saber es la nada, con lo que logran
seguidores que se creen en plena lucidez al atreverse a dogmatizar
sobre cualquier cosa, causa o fenómeno, incluida la razón del
pensamiento. Para abordar la parte de realidad histórica que, como
simples y responsables seres humanos, nos corresponde personalizar,
no podemos derrochar energías ni perder tiempo en papanatescas
devociones hacia el aura de tal o cual celebrada figura y sí dejarnos
guiar por el aura del sentido común, tan imprescindible en la
orientación de una sana y progresiva civilización. Ello, claro está, en
uso de las facilidades que nos brinda nuestra circunstancia.
España, con su historia, sus medios materiales, sus creencias y el
“poso” de sus buenas y malas experiencias, es la imprescindible
circunstancia de los españoles: ni siquiera los más apasionados y
recalcitrantes separatistas dejan ni pueden dejar de ser españoles.
Lo genuinamente español, extensible ¿quién lo duda? a cuantos,
aun siéndolo, reniegan de ser españoles, tiene su fundamento, más
que en la historia que se aprende en los libros, en lo que Unamuno
llamaba Intrahistoria:
“Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del
"presente momento histórico", no es sino la superficie del mar, una
superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez
cristalizadas así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida
intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al
inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de
la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que a todas
horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden
del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor
cotidiana y eterna, esa labor que, como las madréporas suboceánicas,
echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia. Sobre el
silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido, sobre la inmensa
humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la Historia.

405
Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del
mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición
eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar en el pasado
enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras”. MIGUEL DE
UNAMUNO, En torno al casticismo, 1905
“Juntos para hacer algo”, pedía Ortega en su España
invertebrada: ese hacer algo…¿no podría ser restar consistencia a la
barrera de privilegios con que la “Sociedad Opulenta” se aísla del
resto del mundo? ¿Acaso no se ha evidenciado ya que ese cerril
posicionamiento de los ricos constituye un serio peligro para la
continuidad de su riqueza? ¿Es tan difícil reconocer que un “progreso
económico continuado” depende en gran medida de la preocupación
por ampliar el círculo de potenciales clientes, tanto más solventes
cuanto más participen en la tarea común de humanizar recursos y
energías?
¿Por qué nuestra política internacional es tan corta de miras y tan
supeditada a lo que se cuece en los más elitistas y centrípetos foros?
¿Dónde está nuestro viejo afán de personalización (ser lo que
podemos ser) a base de proyectar hacia el exterior lo mejor de
nosotros mismos?
No es tiempo de confrontaciones o retóricas de distracción: es
tiempo de mirar hacia fuera para ver lo que podemos hacer desde
dentro. A todos los niveles, claro está: desde la propia casa a la aldea,
de ésta a la Comunidad en que nos toca vivir, de aquí hacia todos los
rincones de España y, desde España y con todo lo bueno que poda-
mos obtener de la Unión Europea, hacia cualquier lugar en que
encuentre positivo eco lo que tenemos, hacemos o proyectamos con
preferencia, claro está, para los hermanos de sangre y cultura.
Desde lo concreto y siempre con la mira puesta en la proyección
universal de bienes y energías, hemos de reconocerlo, se puede
encontrar remedio a la agonía de esta España acosada por los
particularismos: ya no será signo de distinción tal o cual acento o una
paparruchera interpretación de un trasnochado incidente histórico:
será, como en cualquier comunidad realmente progresista, el afán por
descollar en generosidad o en “inteligente” proyección social y
universal de lo que a cada uno distingue.
Es una remediable forma de agonía la de nuestra España y de
nuestra Democracia: una y otra cuentan suficientes reservas de vida y

406
de constructiva ilusión. Son los cauces de un desarrollo orientado
hacia los que más lo necesitan el más realista y prometedor camino
de Libertad y Progreso todo ello enmarcado en un sugestivo
PROYECTO DE VIDA EN COMÚN, que, por la fuerza de la desconexión
y desorientación reinantes, derivará en letra muerta si no logramos
revestirlo de viabilidad.
Como consecuencia de las ambiciones, abusos, torpezas y
acomodaciones de algunos políticos, España aborda el siglo XXI con
serios problemas de “particularización”: particularismo sectario en
parte de la “clase política”, que se cierra sobre sí misma con la
principal obsesión de mantener sus privilegios aun a costa de pisotear
la confianza de los votantes de buena fe y, lo que no es menos grave,
sirviendo de tapadera para la incompetencia o torcidas intenciones del
jefe (el “caudillo democrático” al que hemos aludido); particularismos
en la elaboración de los programas de gobierno, más atentos en
neutralizar la labor del adversario político que a resolver los problemas
de los ciudadanos (recuérdese como ejemplo lo del Plan Hidrológico
Nacional); particularismo en la información monopolizada a beneficio
de unos pocos y a costa de enturbiar el buen juicio de la mayoría;
particularismo en la “secta” nacionalista, que sacraliza ancestrales
tópicos hasta poner en peligro la unidad de la patria de todos
(algunos “nacionalistas” llegan a justificar e, incluso, perpetrar
actitudes criminales); particularismos en las propias columnas
vertebrales del estado hasta el punto de que los clásicos tres poderes
y uno más, el arbitral (en España, el constitucional), actúan en
antidemocrática dependencia del líder de un partido que, tras unas
elecciones, o gana o goza de mayor capacidad de maniobra.
Tales fenómenos no solamente enturbian las perspectivas de
progreso y mejor entendimiento entre todos nosotros, los españoles,
si no que hasta despiertan temores sobre la continuidad de la España
física tal cual ahora es. ¿Remedio político? Con el actual panorama de
dispersión y difuminación de responsabilidades, no se nos ocurre otro
que la discutible “sagacidad del votante”, que, si es vencida por la
demagogia rampante, dejará todo en manos de los maniobreros de
turno. Democracia obliga, se nos dirá y así ha de ser hasta que les
llegue el turno a los buenos gestores.
¿Mientras tanto? Tú y yo, sin esperar a que “despierte” el otro,
apliquémonos a poner en juego las potencialidades de nuestra

407
personalidad histórica de forma que, al menos en lo que a nosotros
toca, no resurjan fantasmas del pasado: la anarquía, la ruina
económica, la progresiva o, tal vez, traumática desintegración.
Diríamos que, a caballo de la anarquía y ruina económica, está a
punto de iniciar el galope eso de la desintegración, que ahora se llama
imparable movimiento hacia la conversión de España en “una nación
de naciones”, término con lo que se intenta disfrazar el acechante
peligro de una progresiva balcanización de España, única entidad a la
que, natural y lógicamente, corresponde el apelativo de Nación.
Volvamos ahora a la consideración que más nos ocupa y preocupa:
A pesar de las acometidas de los nuevos tiempos, tan pródigos en
irracionales acontecimientos (el 11M, el fracasado intento de convertir
en valores de convivencia cuestiones como el amor libre y estéril, el
aborto, la eutanasia, los inútiles experimentos con embriones
humanos, la humillación ante el terrorismo...), lo que realmente ha
sido y sigue siendo España no desaparecerá: con esta nuestra
categórica afirmación queremos decir que España, a estas alturas de
la película histórica, es bastante más que una multitud “alegre y
confiada”, una nación o “entidad política de conveniencia” que puede
llegar a diluirse en el tiempo, es decir, a desaparecer como nación con
entidad política propia para convertirse en recuerdo histórico como
tantas otras naciones que en el mundo han sido. Es bastante más que
una nación como también lo fueron la Roma y la Grecia clásicas:
además de nación, España, como ellas, es una fuerza espiritual… que
durará, nos atrevemos a decir, todo lo que el mundo dure, esta vez
con un añadido sobre esas otras dos históricas fuerzas espirituales:
España, esa fuerza espiritual que, con el actual o con otros nombres,
nació hace muchos siglos y, con la colaboración más o menos cordial
o tibia de los “españoles de aquí y de allá”, se ha extendido por
medio mundo aportando con ella un caudal de indiscutible
reconocimiento: su idioma, su manera de entender y, sobre todo, el
moldeo que de las conciencias ha hecho y sigue haciendo una Fe más
o menos viva o languideciente pero todavía con fuerza suficiente para
dar por muy respetables los valores de lo que estamos llamando
Humanismo Integral.
“La fe cristiana, según SS Benedicto XVI – Introducción al
Cristianismo, es mucho más que una opción en favor del fundamento
espiritual del mundo. Su fórmula central reza así:.creo en tí, no creo
en algo. Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la
408
inteligencia como persona. En su vivir mediante el Padre, en la
inmediación y fuerza de su unión suplicante y contemplativa con el
Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace
tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aún, no es puro
testigo al que creemos lo que ha visto en una existencia en la que se
realiza el paso de la limitación a lo aparente a la profundidad de toda
la verdad. No. Él mismo es la presencia de lo eterno en este mundo.
En su vida, en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, la
inteligencia del mundo se hace actualidad, se nos brinda como amor
que ama y que hace la vida digna de vivirse mediante el don
incomprensible de un amor que no está amenazado por el
ofuscamiento egoísta. La inteligencia del mundo es el tú, ese tú que no
es problema abierto, sino fundamento de todo, fundamento que no
necesita a su vez ningún otro fundamento. La fe es, pues, encontrar
un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un
movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no
sólo solicita la eternidad, sino que la otorga. la fe cristiana vive de
esto: de que no existe la pura inteligencia, sino la inteligencia que me
conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella con la seguridad de
un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas.
Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, un misma
cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe, no son
sino concretizaciones del cambio radical, del .yo creo en tí., del
descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, hombre”.
Es esa fe uno de los principales factores que ha moldeado la
manera española de entender la vida y también la base de una
comprometedora actitud en la solución a los problemas de falta de
entendimiento o de exceso de confianza en las bondades de cualquier
tipo de utopía porque “vivir en esa Fe es vivir en el realismo
cristiano”, el más humanista de los realismos conocidos hasta ahora,
camino de plena realización personal porque implica una realista
doctrina a la medida del hombre actual.
Bien hemos podido comprobar hasta donde lleva la monumental
falacia de un paraíso como consecuencia de una implacable y radical
revolución, cual fue y para muchos sigue siendo la idea fuerza del
llamado “socialismo real”. Por ventura, ante el objetivo de mejorar lo
mejorable ¿no se puede hacer algo realmente distinto a lo de la
revolución sangrienta, liberticida y permanente? A la luz de más de
una esperanzadora realidad que nos brinda la reciente historia, no
cabe la menor duda de que, si no podemos cambiar el mundo, sí que
podemos hacerlo un poco más humano.
409
Será una tarea mucho más realizable si, aunque sea a nivel
personal, arrojamos al “museo de las antigüedades” cosas como que
“la podedumbre es el laboratorio de la vida” (Engels) o “el hombre se
diferencia del cordero en que es capaz de producir lo que come”
(Marx). Claro que, para ello, hemos de enfocar nuestra atención a una
más amplia y constructiva realidad, ésa en la que se descubre la
presencia de Dios en la Naturaleza y en la Historia.
Como a muchos otros, tal le sucedió al escritor y académico
francés Andrés Frossard (1915-1995) hijo de Ludovico Frossard, el
que antes de diputado y ministro fue líder del Partido Comunista
Francés entre 1920 y 1928. Ateo y fervoroso marxista en su
adolescencia y primera juventud, a sus veinte años, entra en una
Iglesia para buscar a un amigo y de allí sale para proclamar eufórico:
“Dios existe, acabo de tropezar con él”. Ya, durante el resto de su
vida, practica una fe que él mismo nos describe de esta manera:
Todas estas sensaciones que me esfuerzo por traducir al lenguaje
inadecuado de las ideas y de las imágenes son simultáneas,
comprendidas unas en otras, y pasados los años no habré agotado el
contenido. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través
de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría
escribir sin que me viniese el temor de herir su ternura, ante Quien
tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber
que todo es regalo” (“Dios existe”, pp. 156-160).
Claro que muchos de nosotros, los españoles, católicos de toda la
vida, lo somos por inercia más que por ánimo de volcar hacia el otro
lo mejor de nuestras capacidades personales. Ello no quita para que,
al menos en teoría, pase lo que pase en los años venideros, será
realismo del más irrebatible carácter el buscar la conjunción de
esfuerzos con nuestros hermanos de sangre, idioma y religión
esparcidos por el ancho mundo: es en ellos y en nosotros en donde
ha vivido y ha de seguir viva lo mejor de nuestra España, esa fuerza
espiritual que ha hecho y seguirá haciendo buena historia, aunque a
veces se pierda por los alienantes vericuetos del egoísmo y de la
especulación.
Al objetivo de suficiente y ampliamente distribuida productividad,
con el que se justificaba o intentaba justificar una economía política
de preferente inspiración burguesa… ¿cabe prestarle espíritu o jugo
cristiano de forma que resulte ser la más efectiva proyección social

410
de los medios y modos producción? Por así decirlo ¿cabe en el
Capitalismo una corriente de progresiva cristianización?.
En lo que respecta a la suficiencia de medios de producción, para
las empresas de pequeño o mediano nivel, es de capital importancia
prestar atención a lo que el economista E.F.Schumacher llamó
“tecnología de alcance intermedio”, eso mismo cuya utilización facilita
el que las inversiones, por término medio, no sobrepasen el costo
anual de un puesto de trabajo (entre 12 y 15 mil euros).
Si, de alguna forma, bañamos al Capitalismo de cierta aura
cristiana y sabemos rodearnos de colaboradores que hacen suyo
nuestro proyecto empresarial, no necesitamos más que ese proyecto
sintonice con las necesidades del mercado y que, para llevarlo a
efecto pueda disponer de medios y modos de producción que, tal
como apunta Schumacher, resulten ser:
-suficientemente baratos de modo que estén virtualmente al
alcance de todos.
-apropiados para utilizarlos a pequeña escala
-compatibles con la necesidad creativa del hombre.
Cualquiera de nosotros verá cómo las informatizadas modernas
tecnologías ofrecen un inmenso campo de posibilidades en esa
dirección.
Viables proyectos al alcance de modestos emprendedores, más
que entrar en rivalidad, sí que pueden complementar la función social
de las grandes empresas a la par que ofrecen valiosas oportunidades
a la humanización del mundo de la producción y subsiguiente
distribución, de difícil consecución cuando el problema del desempleo
ennegrece las perspectivas de un continuado progreso social.
Tal como nos recuerda E.F.Schumacher, ésa era la principal de las
aspiraciones de Gandhi, ese espíritu “naturalmente cristiano”, que
habría podido decir San Agustín:
“Yo deseo, dejó dicho Gandhi, que los millones de pobres de
nuestra tierra sean sanos y felices y los quiero ver crecer
espiritualmente… Si sentimos la necesidad de tener máquinas, sin
duda las tendremos. Toda máquina que ayuda a una persona tiene
justificado su lugar… pero no debía haber sitio alguno para máquinas
que concentran el poder en las manos de unos pocos y tornan a los
muchos en meros cuidadores de máquinas, si es que éstas no los
dejan antes sin trabajo” (E.F.Schumacher – Lo pequeño es hermoso).
411
Y si, como es ése el caso en la llamada sociedad opulenta, el poder
de las grandes máquinas o “suficientes medios de producción” están
en manos de unos pocos y, aun así, cumplen una conveniente función
social… ¿no podríamos pensar en formas y medios de control para
que ese poder en manos de unos pocos deje de ser una traba para un
progresiva justicia social?
Creemos que, aun antes de tropezar con las certeras
puntualizaciones de economistas del sentido común y del buen orden
social cual ha demostrado ser este E.F.Schumacher, no han faltado en
España emprendedores que han apuntado y apuntan en la misma
dirección.
Un mundo posible con más amor y más libertad no es ninguna
utopía. Para los españoles del siglo XXI será como continuar lo mejor
de un proyecto que, con los altibajos de toda obra humana, ha
servido para romper barreras y aunar voluntades. En el terreno de lo
concreto ello se puede traducir en nuevas realidades de prosperidad
en todos los órdenes puesto que, mejor avenidos, podremos
aprovechar más y mejor todos los recursos que nos brinda la
naturaleza de nuestro entorno, una continua y progresiva voluntad de
colaboración, nuestra libertad de iniciativa y la ciencia acumulada a lo
largo de los siglos.
La viabilidad de un comunitario proyecto, como premisa
fundamental, requiere una llamémosla “convencional minusvaloración
del marco hedonista”; quiere ello decir que, aunque ello no fuere más
que por imperativo realismo político, resulta ser crasa imbecilidad,
obviar la fuerza de cohesión que, para los cristianos de despierta
inteligencia y buena voluntad, representa su propia conciencia; para
los que no se sienten cristianos e, incluso, niegan valor a la buena
voluntad de entendimiento, la ruptura o marginación del materialismo
a ras del suelo resultará imperativo de conveniencia si llegan a
comprobar que, de esa forma, encuentran mayores facilidades para
convertir en realidad sus aspiraciones.
Claro que la mayor responsabilidad en la iniciativa corresponde a
los cristianos que, siguiendo el ejemplo y testimonio de quien todo lo
hizo bien, han de tener siempre presente que una fe sin obras es una
fe muerta: desde esa perspectiva se comprende muy bien que
“principal exigencia espiritual para el cristiano es velar por cubrir las
necesidades materiales del prójimo” (Nicolás Berdiaev). Y,
412
ciertamente, es en el campo de la “solidaridad productiva” en donde
se puede más claramente comprobar lo de “obras son amores y no
buenas razones”.
Clara muestra de ello nos la inigualable realidad progresista
conocida como Cooperativa Arrasate-Mondragón o Mondragón a
secas, ejemplarizante realización del sacerdote José María
Arizmendiarrieta Madariaga (1915-1976).
Mondragón nace como empresa cooperativa en 1956 y, en apenas
50 años, llega a ser un ejemplarizante grupo de 264 empresas con
destacada presencia en las áreas financiera, industrial, docente y de
distribución. En el 2006 su cifra de negocio superó los 13.000 millones
de euros con una plantilla de 81.880 de trabajadores, una buena
parte de ellos con directa participación en los beneficios en base a un
régimen cooperativo, estructurado de tal manera que cultiva y
desarrolla la integración empresarial a todos los niveles sin que los
acusados vaivenes de los avatares políticos logren romper la
ascendente conquista de una substancial parcela de Mercado.
El Padre Arizmendi (así le llamaban y recuerdan sus discípulos,
colaboradores y continuadores) no se andaba por las ramas y parte
de una constatación de la que hace regla de conducta para sí mismo
y para la élite de los socios cooperativistas:
“Nada diferencia a los hombres y a los pueblos como su respectiva
actitud en orden a las circunstancias en que viven. Los que optan por
hacer historia y cambiar por sí mismos el curso de los acontecimientos
llevan ventaja sobre quienes deciden esperar pasivamente los
resultados del cambio".
Es también consciente de lo poco que significa un beneficio a corto
plazo en una empresa con vocación de larga permanencia en el
Mercado: "Un presente por espléndido que fuere lleva impresa la
huella de su caducidad en la medida que se desliga del futuro", ha
dejado también escrito.
Las cooperativas en la línea de Mondragón representan una
pragmática visión empresarial que no pretende sustituir a las grandes
sociedades capitalistas, que tienen su propia razón de ser en una
polivalente Economía Social de Mercado; pero sí que, a diferencia de
ellas, promueve el carácter personalista de la participación al lograr
supeditar al valor de cada uno las propias y ajenas aportaciones de
capital: la implicación en labores de orientación, gestión, sustento
413
económico y control representa otras tantas oportunidades de
consenso y colaboración, tanto más traducibles en gratificantes
realidades cuanto más sintonizan con las exigencias del Mercado. Por
supuesto que todo ello se traduce en palos al agua si no viene
acompañado de la rentabilidad consecuente con una certera visión
comercial en un ambiente de certera planificación y rigurosa eficacia
en la gestión.
Por lo que venimos recordando, parece demostrada la viabilidad de
realizaciones empresariales de éxito financiero-comercial y progresiva
función social siempre que en ellas cobren fuerza de ley los principios
de Subsidiariedad a todos los niveles en función de las respectivas
aportaciones, de Libertad en un ordenado y respetado esquema de
funciones, de Responsabilidad en directa correspondencia con las
respectivas capacidades profesionales y personales y de
Compensación salarial según los condicionantes de lo que se llama el
Mercado Laboral.
La continuidad en el tiempo de todo ello requiere el realismo, la
generosidad y profundo conocimiento de la naturaleza humana del
imprescindible emprendedor, que, en el caso de la cooperativa
Mondragón (la primera entidad empresarial del País Vasco y la
séptima en el ranking de todas las empresas españolas) estuvo
personalizado en los comienzos y grandes hitos del desarrollo en los
años sesenta y setenta del siglo XX por el Padre Azurmendi.
Ello es la prueba de que existen caminos de prosperidad y
progresiva justicia social en el marco de lo que algunos llaman
Democracia Industrial y que, creemos que con mayor propiedad,
puede calificarse de justa coordinación de responsabilidades: al
contrario de lo que sucede en las empresas del capitalismo
individualista e insolidario o de la “autogestión horizontal”, en una
cooperativa de viable prosperidad en el tiempo (tal como se muestra
en la cooperativa Mondragón) no tienen cabida el ordeno, abuso y
mando según mi soberano capricho, ni tampoco el politiqueo ni la
anarquía del “formo parte de la empresa y por lo tanto nadie tiene
derecho a mandarme”.
Ya propugnaba Aristóteles la conveniencia de “situaciones
políticas” en la que los “mejores” ostentaran responsabilidades de
gobierno siempre controlados por una mayoría que, tal como sucede
con el agua, cuanto más caudalosa menos corruptible es.
414
En ese orden de cosas, hemos leído que el Padre Azurmendi,
además de preocuparse por la proyección comercial según las
exigencias de una Economía Social de Mercado, en la función social
de todos y cada uno de los cooperativistas, acertó al ligar tanto el
derecho al voto con las consiguientes gratificaciones a las respectivas
responsabilidades dentro la empresa cooperativa: si bien todas las
aportaciones económicas personales son iguales, el voto de un peón
equivale a uno, mientras que funciones más en la línea de dirección
varían desde un 1,5 hasta el 3 en la responsabilidad de primer nivel.
Así es posible mantener la necesaria motivación en todos los
estamentos por los que se rige una empresa racionalmente
organizada, al tiempo que se logra contar con directivos realmente
motivados y controlados.
Sin duda que en tales procedimientos cabe encontrar las causas de
esa progresiva prosperidad y ausencia de conflictividad social en una
empresa de la talla y carácter de Mondragón.
La objetiva valoración de tales experiencias pone en tela de juicio la
viabilidad y progresiva continuidad de lo que se llama autogestión
horizontal: a la luz de innumerables fracasos en el movimiento
cooperativo pueden verse las dificultades para seguir adelante de
cualquier tipo de empresa tanto si no cuenta con la mejor y controlable
dirección posible como si, a cualquier nivel de producción, distribución y
gestión se admiten influencias ajenas a la estricta eficacia y a los valores
de cordial convivencia.
Por principio, las cooperativas deben centrarse de forma exclusiva en
el mejor uso de los medios y modos de producción y marginar cualquier
intromisión de la política partidista o de sindicatos de carácter
generalista. Mucho nos tememos que, por presiones político-sindicales,
cooperativas que quisieran seguir la línea de Mondragón no lleguen a
cubrir sus objetivos fundacionales.
Pero si apreciamos en su justa dimensión la experiencia de
Mondragón (se dice que es la que ha logrado más notables resultados
en todo el ámbito de la Economía Social de Mercado) ¿No resulta ello
extrapolable a multitud de empresas de distinto carácter y tamaño,
cuyo campo de acción no tiene otros límites que los del Planeta
Tierra?
Leemos (Europa Press, 9-10-08) que “un total de 3.000 millones
de euros bastarían para frenar la desnutrición aguda severa en el
415
mundo, según revela el último informe del Observatorio Hunger
Watch, 'El Hambre Estacional', que acaba de publicar Acción contra el
Hambre con motivo del Día Mundial de la Alimentación, el próximo 16
de octubre.
El informe indica que esta cantidad es la necesaria para tratar los
casos de 19 millones de niños que se encuentran en esta situación
"letal si no se trata con urgencia", e incluiría el tratamiento nutricional
además de la producción local del alimento terapéutico utilizado, el
denominado Ready to Use Therapeutic Food (RUTF).
"En un momento de crisis alimentaria global como el que estamos
viviendo resulta paradójico pensar que una epidemia que mata a 5
millones de niños al año podría erradicarse invirtiendo a nivel mundial
la mitad de lo que ha costado la T4", explica el director general de
Acción contra el Hambre, Olivier Longué”
A estas alturas de nuestro razonamiento, bueno es afianzar nuestros
pies en la tierra para no desbarrar en el momento de calibrar las
posibilidades de un más cumplido desarrollo de empresas en las que la
rentabilidad vaya acompañada de una progresiva proyección social:
escasa son esas posibilidades en una política que se deja regir por los
particularismos. ¿Debemos por ello renunciar al trabajo en la dirección
que nos marca eso que venimos llamando Humanismo Integral? No, por
que siempre será mejor poco que nada y, sobre todo, porque siempre
estaremos en posibilidades de poner en juego nuestra capacidad de
vuelco social.
Al citar “nuestra capacidad de vuelco social” no ponemos fronteras a
la posibilidad de incluir, incluso a destacados políticos, los cuales, como
ya hemos apuntado repetidas veces, podrán redondear su carrera si, al
margen de lo que les dicta la ideología oficial que les sostiene y ampara,
aciertan a valorar la rentabilidad social y satisfacción personal que
proporcionan comunidades de trabajo con suficiente espectro de
motivaciones.
Además de hombres de empresa con destacadas dosis de talento,
medido sentido del riesgo, libertad y generosidad es de los políticos de
quienes depende una progresiva proyección de lo mucho que podemos
hacer los españoles: tanto mejor si superamos los evidentes fallos de
una democracia que no deja de cultivar irresponsabilidades
(particularismos y más particularismos) y en el horizonte de la
confrontación electoral aparecen personas y grupos con verdadera altura

416
de miras y el suficiente sentido común para comprender que en la
política como en el ámbito de lo financiero-industrial-comercial no caben
mayores satisfacciones que las de desarrollar al máximo las respectivas
capacidades en buena sintonía con la propia circunstancia.
No encontramos nada mejor que esa eventualidad en donde, con
ilusionante perspectiva de futuro, pueda y deba alimentarse la viabilidad
de un sugestivo proyecto de acción en común con proyección universal.
Con toda su historia como inspiración y con actuales positivos
ejemplos de saber hacer empresarial, nadie podrá negarnos que España
y los españoles, para abordar, por supuesto que en proporcionadas
dosis, algo que realmente demanda la “progresiva globalización”, está y
estamos en tan buena situación como cualquier otra comunidad
humana.

Conclusión
DIFÍCIL, PERO NO IMPOSIBLE RECUPERACIÓN
Claro que se desmorona, ha perdido el rumbo y, políticamente,
camina a la deriva la España que abrieron al Mundo y convirtieron
en Nación los Reyes Católicos: a la vista de la situación que se vive en
los primeros años del siglo XXI, muchos podrán pensar que se ha
retrocedido quinientos años en la Historia.
Particularismos a la carta, fundamentalismos ideológicos lastrados
por resentimientos y viejas utopías, una descomunal burocracia que,
por su costo, anquilosamiento y desproporcionado tamaño, esteriliza
no pocas posibilidades de recuperación moral y económica frente al
hecho de millones y millones de desocupados, falta de genuina
sustancia política en tantos y tantos que juegan o aspiran a ser
caudillos sin la obligada responsabilidad de servicio hacia los que
llegan a considerar sus súbditos, la apatía y el relativismo en la
capacidad de juicio de multitud de éstos que, no pocas veces, pierden
417
la ocasión de corregir malgastando los personales e intransferibles
derechos que les otorga la Democracia…, nos han llegado a colocar a
los españoles en una situación que, para muchos y en determinados
aspectos, resulta similar a la que vivían o sufrían los reinos de España
antes de la conquista de Granada (enero de 1492): en la primera
década del siglo XXI éste parece ser el panorama sin aparente dique
de contención.
Por nuestra parte y tal como hemos intentado demostrar a lo largo
de precedentes recordatorios y reflexiones, sí que creemos que
España y los españoles, pese a los avatares del momento,
mantenemos viva (aunque, sin duda alguna, adormilada) nuestra
capacidad de reacción en todos los órdenes de la vida privada y
pública: el convertir en efectiva esa capacidad sí que es un problema
de difícil solución en tanto en cuanto lleva como premisa fundamental
el concitar suficiente número de voluntades con el consiguiente caudal
de generosidad, libertad y, también, recursos económicos.
Por no hacer de menos a alguno de los notables valores
intelectuales españoles que miran en la misma dirección, acudimos a
lo que nos parece asimilable de las aportaciones de un destacado
observador francés del panorama socio-político actual: el filósofo
francés Michel Serres (nacido en 1930), buen conocedor del revulsivo
que, para nuestro porvenir, representan las muy nuevas y poderosas
tecnologías, nos viene a decir que “estamos frente a una nueva
humanidad”, que, con agobiante lentitud, empieza a servirse de los
eficaces medios con los que cuenta para superar situaciones de
atascamiento o crisis.
"La sociedad cambia gracias a la ciencia. Todas las ideologías de la
segunda mitad del siglo XX ignoraron que la dinámica de la sociedad
occidental responde esencialmente a los progresos de la ciencia y no a
la lucha de clases o a un hipotético sentido de la historia", responde
Serres a las preguntas de una periodista (Luisa Corradini, La Nación).
“A comienzos del siglo XX, sigue Serres respondiendo, el setenta
por ciento de los habitantes del planeta eran agricultores. Al final,
quedó sólo un 2,3 por ciento. Pero la agricultura y la cría de ganado
fueron inventados en el neolítico y continuaron hasta que el proceso se
detuvo brutalmente en los países occidentales entre los años 1970 y
1980. Por eso suelo decir que todo sucede como si, por fin, el neolítico
se hubiera terminado. Esta es una ruptura histórica mucho más
importante que todas las anteriores, incluida la revolución industrial,

418
incluido el Renacimiento. Asimismo, hasta 1945, cuando evocábamos
la muerte, pensábamos en nuestra propia muerte o en la de alguna
civilización. Pero cuando la primera bomba atómica explotó en
Hiroshima, tuvimos de golpe la revelación de una nueva muerte que
no es individual ni colectiva, sino global. Y eso también es
completamente nuevo con respecto al comienzo de la humanidad. Por
otra parte, empezamos a ver nuevas técnicas que nos hacen postergar
la muerte: la esperanza de vida en Occidente es hoy de 84 años para
las mujeres, mientras que a comienzos del siglo XIX era de apenas 30
años. Ahora tenemos tecnologías para el nacimiento, la reproducción y
la sexualidad que cambian completamente la realidad genealógica.
También dominamos nuevas tecnologías de la comunicación que nos
permiten estar en contacto con la gente más alejada del planeta. Todo
esto provoca una nueva relación del hombre con el mundo, con la vida
y con los demás. Cuando uno cambia la vida humana, la muerte
humana, la relación con la tierra y con los demás, debe reconocer que
está en presencia de una nueva era, de una nueva humanidad.
Ello no obstante, apuntamos nosotros, seguimos aferrados a viejos
métodos de percepción y gestión como si la experiencia y las
máquinas, más que valiosos medios de concreción y realización,
fueran rivales de un atávico ego que se resiste a ser lo que puede ser:
más libre y más generoso.
“Es cierto, sigue Serres, que en las universidades se separa en
forma brutal el estudio de la filosofía y el de las ciencias duras. Esto
produce, por un lado, "cultivados ignorantes" y por el otro "sabios
incultos". Esta separación me parece muy grave y he pasado mi vida
tratando de reconciliar las dos formaciones. Tiene razón en decir que
la angustia expresada por tanta gente suele venir de que no dominan
lo nuevo. Siempre se tiene miedo de lo desconocido. La gente no
advierte que, en general, se está ante un proceso de evolución natural
y no de ruptura. … Yo trato de construir un mundo mejor para mis
nietos, y el miedo no los ayudará. Hoy, la ciencia pasa por ser la única
responsable de los riesgos que corre el planeta, cuando, por el
contrario, es gracias a ella que podremos vivir cada vez más y mejor.
La verdad es que los riesgos dependen de las decisiones políticas y de
la utilización que los hombres hacen de los avances tecnológicos.
Antes de la invención de la imprenta, un hombre que quería conocer a
Homero o a Plutarco debía aprenderlos de memoria. La imprenta
suprimió esa necesidad y dejó a la memoria tiempo libre para ocuparse
de otras cosas. No hay que tener miedo de perder, pues -por el
contrario- ganamos, descargándonos de la aplastante tarea de
acordarnos. Así, nuestro cerebro puede ocuparse en otras actividades

419
más creativas. Hoy, las nuevas tecnologías ponen a nuestra disposición
toda la memoria del mundo….”
Y, para hacer a toda la memoria del mundo realmente asequible a
todos los ámbitos de la geografía mundial, apuntamos nosotros,
basta tener en cuenta que “el costo de las nuevas tecnologías es
irrisorio comparado con el de las tecnologías tradicionales. Con las
nuevas tecnologías, bastaría muy poco dinero para inventar una
enseñanza a distancia para los países pobres”, incluso para superar el
atávico síndrome de la inevitabilidad de las guerras, que, según la
certera calificación de Michel Serres, para quien son el resultado de
“un contrato firmado por los padres de dos o más naciones para
aniquilar mutuamente a sus hijos. ¿Conoce usted una definición
mejor?”
A pesar de ese desmoronamiento de que estamos siendo testigos
y que algunos agoreros se atreven a calificar de estertor final, la
España que late en lo que Unamuno llamaba intra–historia, sigue
muy viva y en perpetuo vaivén hacia posibles y más gratificantes
realidades. Lo hace mejor y más deprisa cuando “trabaja en
equipo”, cuando aplica toda la fuerza de la “libertad
responsabilizante” de personas y pueblos en un vuelco generoso
hacia otras personas y pueblos más necesitados que ella: se
embarca así en la progresiva línea de hacerse más a sí misma desde
sus propias raíces y en respuesta al desafío que presenta la obra
inacabada de un mundo en el que sobran los idealismos y faltan
soluciones concretas al hambre, al desempleo, a la desesperanza...
La cuestión estriba en que tome la dirección de ese equipo la
persona capaz de concitar voluntades en la precisa dirección para,
enseguida, anular aberrantes leyes, prestar “libertad
responsabilizante” a los clásicos tres poderes (independientes y
complementarios entre sí), para, sin fisuras en la esencial de la
General Dirección, “disciplinar” a todas y cada una de las
Comunidades Autónomas, inventarse hasta donde haga falta
oportunidades de empleo, reducir la burocracia a la imprescindible
expresión, atreverse a romper con infinitos tópicos ideológicos, etc.,
etc.,…
Lo que hoy parecen estertores de agonía de nuestra España
podrían ser ramalazos de impaciencia por comprometerse en un
proyecto de utilidad universal, aunque sea ello por pura necesidad de

420
supervivencia. Va en ello la justificación existencial de nuestra
españolidad, más o menos intensa pero siempre parte substancial de
una personalidad que, en razón de una singular historia y un haber
hecho realmente constructivo, sigue siendo factor esencial del posible
hermanamiento universal.
Como vivo recordatorio de la “conciencia colectiva” y por encima
de hipervaloradas singularidades en una, aunque constitucional,
empobrecedora y artificial conformación en “nacionalidades”, países,
regiones o comunidades autónomas…, seguimos los españoles
teniendo más o menos presente la necesidad de prestar más fuerza a
lo que podemos llamar Razón Vital de España, una virtualidad
traducible en proyectos concretos y ejemplares acciones con tanta
viabilidad cuanto más amplio sea su horizonte de proyección y lleguen
facilitadas por esperanzadoras experiencias al estilo de esa comunidad
de trabajo que fue en su comienzo y sigue siendo con extraordinaria
pujanza la empresa cooperativa Mondragón,.
En el camino hacia lo que más conviene a nuestro poder ser y
consiguiente poder hacer, en buena lid, los primeros y principales
sucesivos pasos, corresponderían a los titulares del Poder Político en
cuyas manos está, nada menos, que el “roturar y señalizar” todos los
posibles caminos para el desarrollo de toda la potencialidad de bienes
y energías en uso de la libertad responsabilizante de personas y
pueblos.
Claro que motivos para desesperar nos llegan en cuanto
reparamos la escasa voluntad de tantos y tantos políticos de fortuna
incapaces de comprender acciones como la del reducir a lo suficiente
un desmesurado gasto público, perentoria necesidad para contar con
los medios y modos de producción exigibles por una Economía Social
de Mercado; es decir, ese conglomerado de disposiciones y acciones
a la medida de las necesidades de todos y cada uno de los seres
humanos que pueblan el ancho mundo.
¿Solución? La propia conversión y el subsiguiente contagio persona
a persona con la generosidad de los hijos de Dios y la astuta previsión
de los hijos de este mundo (Lc 16 1,8), lo mismo que hoy, en el
lenguaje de los tiempos, llamaríamos arte de convencer al margen de
la verdad.
Dicho así y a la vista de la indiferencia con que ese Poder Político
asiste a la agonía de nuestra España y de su Democracia (escribimos
421
esto en febrero de 2011), cabrían pocas esperanzas de un “cambio
de tendencia”. Será de otra forma si esa poderosa arma democrática
que es la libertad responsabilizante inspira la mejor acción política
(voto individual) en cada convocatoria electoral y, a renglón seguido,
los triunfadores nuevos gestores agilizan la burocracia, reducen los
particularismos a la dimensión que requiere el interés nacional,
revisan la consistencia de las ataduras impuestas por el proteccionis-
mo de los más poderosos, rompen barreras a la proyección comercial
y, por lo mismo, abren nuevos cauces a nuestro poder y saber hacer
sin otras fronteras que las de los espacios siderales.
¿Un sueño? No, si son o somos muchos los que creen o creemos
que el deseo puede llegar a traducirse en el cimiento de un
esperanzadora realidad y, de paso, nos enriquecemos proyectando
hacia los demás lo mejor de nuestras singularidades personales y del
territorio en el que nos ha tocado vivir..
Para nuestro admirado Teilhard de Chardin, infatigable
investigador desde un doble amor a Dios y a todo lo visible, ese
“enriquecimiento personal” ligado a un “imparable” progreso social
requería la siguiente prospectiva:
No avanzaremos más que unificándonos: tal es, hemos visto, la ley
de la Vida. Ahora bien, la unificación de coerción no hace que aparezca
más que una pseudo-unidad de superficie. Puede montar un
mecanismo: pero no realiza ninguna síntesis de fondo; y, por
consiguiente, no engendra ningún acrecentamiento de conciencia. En
realidad, materializa en vez de espiritualizar. Por tanto, hemos de
reunirnos por dentro, en plena libertad.
Acercamiento y unión en el tiempo y en el espacio, es lo que nos
sigue proponiendo ese hombre de acción y místico excepcional:
¿No podrán ser los progresos de una acción común, es decir, en la
determinación de un Objetivo reconocido universalmente como
deseable en tal medida que todas las actividades converjan
naturalmente hacia él, en el efluvio de un mismo temor y de una
misma ambición? No es un cara a cara, ni un cuerpo a cuerpo lo que
necesitamos, sino un corazón a corazón. “Amaos los unos a los otros,
reconociendo en el fondo de cada uno de vosotros al mismo Dios
naciente.” Esta palabra, pronunciada por primera vez hace dos mil
años, tiende a revelarse hoy como la ley estructural esencial de lo que
llamamos Progreso y Evolución. (T.de Chardin -Pekín, 22 febrero
1941)

422
Claro que es difícil, pero no imposible, vivir en el ámbito de un
humanismo integral en el que, con progresiva y creadora libertad, se
ame y se piense para proyectar hacia los demás lo mejor de cada
uno de nosotros.

Antonio Fernández Benayas


Marzo 2011
Alcorcón – Madrid
fbenayas@libreriabv.com

423
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BIBL IOGRAFÍA
HISTORIA DE LA FILOSOFIA – (2 tomos) Hirsberger – E.Herder
DICCIONARIO DE FILOSOFIA – W.Brugger - E.Herder
DICTIONAIRE DES PHILOSOPHES - Seghers
LE THOMISME – P.Grenet - P.U.F
SAINT AUGUSTIN - A. Cresson – P.U.F
PAUL, APOTRE DE CHRIST – E.B.Allo – E.du Cerf.
LAS GRANDES ENCÍCLICAS SOCIALES – Apostolado de la Prensa
MATER ET MAGISTRA – Juan XXIII – Apostolado de la Prensa.
PENSAMIENTOS – B.Pascal – Col. Austral
TRAITE DU DESESPOIR – S. Kierkegard - Gallimard
CONCEPTO DE LA ANGUSTIA - S. Kierkegard - Col. Austral
LA POLITIQUE – Aristote – E.Gouthier.
LA REPUBLICA O EL ESTADO – Platón - Col. Austral
METAFÍSICA – Aristóteles – Sarpe
EL CONTRATO SOCIAL – J.J.Rousseau – Ed.Tor
SOCIOLOGIE – A.Comte - P.U.F
COURS DE PHILOSOPHIE POSITIVE - A.Comte - P.U.F
AINSI PARLAIT ZARATHOUSTRA – F.Nietszsche – Gallimard
EL ANTICRISTO - F.Nietszsche – Anaya
EL PRINCIPE – N.Maquiavelo – Hazan
DISCOURS DE LA METHODE – MEDITATIONS – R.Descartes – U.G.E.
L’ESCLAVAGE – M.Lengelle – P.U.F.
LA REPUBLIQUE ROMAINE – J.Droz – P.U.F.
MARCHANDS ET BANQUIERS DU MOYEN AGE – J.le Goff – P.U.F.
LES ORIGINES DE LA BOURGEOISIE – R,Pernoud – P.U.F.
HISTOIRE DE LA PROPRIETE – F.Challaye – P.U.F.
HISTOIRE DU DROIT PRIVE – J.Imbert – P.U.F.
HISTOIRE DES DOCTRINES POLITIQUES – J.Droz – P.U.F.
HISTOIRE DES IDEES EN FRANCE – R.Daval – P.U.F.
HISTOIRE DE LA LIBRE PENSEE – A.Bayet – P.U.F.
HISTOIRE DU CATHOLICISME – J.B. Duroselle – P.U.F.
HISTOIRE DE LA RUSSIE – G.Werter – P.B.Payot
LES INTERNATIONALES OUVRIERES – A.Kriege –P.U.F.
LE SINDICALISME DANS LE MONDE – G.Lefrance – P.U.F.
LE CAPITALISME – Desquirat – P.U.F.
LA RENUMERATION DU TRAVAIL – Ricourt – P.U.F.
LES GRANDES DOCTRINES MORALES – F.Gregoire – P.U.F.
LES DOCTRINES ECONOMIQUES – J.Lajugie – P.U.F.
ECONOMIA POLÍTICA RACIONAL – J.Ballve – Dochao

425
LES GRANDES ECONOMISTES – X.Treney – L.E.N.
LECCIONES SOBRE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA – W.F.Hegel
CRITICA DE LA RAZON PURA – E-Kant – Ed.Losada
HEGEL ET L’HEGELIANISME – R.Serrau – P.U.F.
MACHIAVEL – G.Mounin - P.U.F.
MONTAIGNE – A.Cresson – P.U.F.
ROUSSEAU – A.Cresson – P.U.F.
HEGEL - A.Cresson – P.U.F.
SCHOPENHAUER - A.Cresson – P.U.F.
FICHTE – Didier Julia – P.U.F.
MAURICE BLONDEL – H-Lacroix – P.U.F.
VOLTAIRE – R.Pomeau – Seuil
LA REBELION DE LAS MASAS – Ortega y Gasset – Austral
LA HISTORIA COMO SISTEMA– Ortega y Gasset – Austral
EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO– Ortega y Gasset – Austral
ESPAÑA INVERTEBRADA– Ortega y Gasset – Austral
EN TORNO A GALILEO – Ortega y Gasset – Austral
KANT, HEGEL, DILTHEY – Ortega y Gasset – Revista de Occidente
VIVES, GOETHE – Ortega y Gasset – El Arquero.
STRAUSS – LA VIDA DE JESÚS – M.A.Tabet – E.Magisterio Español
LE CONFLIT SINO-SOVIETIQUE – J.Levesque – P.U.F.
LO QUE VERDADERAMENTE DIJO MAO – P.Devillers – Aguilar
MAO HA MUERTO – T.L.Verdejo – B. Picazo.
CUANDO CHINA DESPIERTE – A.Peyrefitte – Plaza Janés
EL VERTIGO DE RUSIA, LENIN – F.G.Doria – Ed. Cunillera
LA ESCOLÁSTICA SOVIETICA – T.J.Blekeley – Alianza Editorial.
FILOSOFIA Y CIENCIA EN LA UNION SOVIETICA – G.A.Wetter
EL MOV. COMUNISTA INTERNACIONAL DESDE 1945 – Siglo XXI
EL SOCIALISMO Y LA POLEMICA MARXISTA – A.S.Palomares
DESCARTES ET LE RATIONALISME – G.Rodis-Lewis – P.U.F.
LA REVOLUTION FRANÇAISE – A.Soboul – P.U.F.
EL REALISMO METODICO – E.Gilson – Ed. Rialp.
DE ARISTÓTELES A DARWIN (Y VUELTA) – E.Rialp – Eunsa.
SAGRADA BIBLIA – Nácar-Colunga – B.A.C.
HISTORIA DEL MUNDO (diez tomos) – Salvat.
LUTERO Y EL NACIMIENTO DEL PROTESTANTISMO – J.Atkinson
M.LUTERO: SOBRE LA LIBERTAD ESCLAVA – L.F.Mateo
LO QUE VERDADERAMENTE DIJO TEILHARD – C.Cuento – Aguilar.
TEILHARD DE CHARDIN – C.Cuenot – Seuil.
EL FENOMENO HUMANO – Teilhard de Chardin – Taurus
COMO YO CREO - Teilhard de Chardin – Taurus
OEUVRES COMPLETES – Karl Marx – Ed. Costes.
ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD Y ESTADO – F.Engels

426
MARX, ENGELS Y EL MARXISMO – Lenin – Ed.Lenguas Extranjeras.
LA REVOLUTION BOLCHEVISTE – Lenin – P.B.P.
KARL Marx – Roger Garaudy – Seghers
PERSPECTIVES DE L’HOMME – Roger Garaudy – P.U.F.
MARX – Henri Lefebvre – P.U.F.
LE MARXISME - Henri Lefebvre – P.U.F.
MARX – B. Nicolaesvsky – Ed. Cid.
KARL Marx – I. Berlin – Gallimard.
LE MARXISME SOVIETIQUE – H. Marcuse – Gallimard.
LE MARXISME EN QUESTION – P. Fougeyrollas - Ed. Seuil.
KARL MARX – K. Korsch – Ariel.
EL DESCONOCIDO KARL MARX – R. Payne – Ed. Bruguera.
MARX Y LOS JÓVENES HEGELIANOS – D.M.
LOS HEREJES DE MARX – M. Spieker – EUNSA
DIALOGO MARXISMO-CRISTIANISMO - M. Spieker – EUNSA
LA SOCIOLOGÍA MARXISTA – T. Bottomore – Alianza Editorial.
EL MARXISMO, SU TEORIA Y SU PRAXIS – H. Saña – Ediciones Z.
LOS ORIGENES DEL MARXISMO – C. Valverde – B.A.C.
K. MARX, ESCRITOS JUVENILES – A. Noce – Magisterio Español.
LA PENSEE DE KARL MARX – Yves Calvez – Seuil.
MARX Y MARXISMO – A. Piettre – Ed. Rialp.
MARXISMO, EXISTENCIALISMO, PERSONALISMO – J. Lacroix
LES SOURCES ET SENS DU COMMUNISME RUSSE – N.Berdiaev
EL CRISTIANISMO Y EL PROBLEMA DEL COMUNISMO –N.Berdiaev – Austral.
LA FILOSOFIA DEL COMUNISMO – P. Mac Fadden – Sever Cuesta.
LE DRAME DE L’HUMANISME ATHEE – Henri de Lubac – U.G.E.
L’ENRECINEMENT – Simone Weil – Gallimard.
LA CONDITION OUVRIERE - Simone Weil – Gallimard.
HUMANISMO INTEGRAL – Jacques Maritain – Ed. Carlos Lohlé.
OBRAS COMPLETAS DE SAN BERNARDO – B.A.C.
SUMA TEOLOGICA – Santo Tomás – Col. Austral.
L’ETRE ET L’ESPRIT – Santo Tomás – P.U.F.
CONFESIONES – San Agustín – Col. Austral
IDEARIO - San Agustín – Col. Austral.

Sobre cuestiones puntuales, documentación “ad hoc” desde Internet,


Wikipedia en especial.

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