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Derecho al mejor derecho

y poder punitivo

Gerardo Nicolás García


Mario Alberto Juliano
Alfredo Pérez Galimberti

PRÓLOGO

Alberto M. Binder

ESTUDIO PRELIMINAR

Maximiliano Rusconi
Prólogo
Alberto M. Binder*

El desarrollo del sistema de garantías constituye una


tarea permanente. No sólo para sostener principios que
parecen consolidados pero que cada época pone en cues-
tión nuevamente, bajo nuevas formas o con nuevos argu-
mentos –no olvidemos la sorprendente capacidad de nues-
tro tiempo para rehabilitar la “legalidad” de la tortura–,
sino para extender la defensa del ciudadano y sus liberta-
des ante las viejas y nuevas amenazas. Nunca ha sido fácil
contener el poder del Estado. Menos aún cuando la tecno-
logía lo ha dotado de herramientas de intromisión en la
vida privada que ponen en cuestión la existencia misma del
concepto de privacidad.
Hay tres formas de comprender las tareas de la dogmá-
tica penal y procesal en el presente. Para algunos, el desa-
rrollo teórico debe acompañar sus funciones “positivas”, es
decir, acompañar el desarrollo de la política criminal,
dotando de instrumentos de interpretación a los jueces
para que el traslado de lo general a lo particular no impli-
que distorsiones del programa punitivo. Esta tarea se lleva
a cabo asumiendo una definición muy amplia de la políti-
ca criminal que engloba tanto las herramientas de persecu-
ción y castigo como las herramientas de protección. En
esta perspectiva la dogmática penal asume la tarea de
acompañar el programa político-criminal del Estado, tal

* Vicepresidente del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias


Penales y Sociales (INECIP), Argentina.

I
como lo ha concebido el legislador. Esta visión asume (un
poco más, un poco menos) que el sistema judicial es una
“maquina de subsumir” que simplemente “traslada” las
decisiones del legislador al caso concreto. Para un segundo
grupo, la dogmática penal debe “armonizar” (racionalizar)
las dos necesidades que se encuentran en la base del siste-
ma penal: por una parte, las necesidades político-crimina-
les, entendidas ahora como el objetivo de ser eficaz en el
control de la criminalidad, y las necesidades de protección
de las libertades públicas. Esto desde una visión fundada en
un arquetipo de derecho penal “civilizado” desde el cual ella
construye (o reconstruye) los mejores valores del sistema
penal y preserva el equilibro justo entre ambas necesidades,
o, desde una visión pragmática, entendiendo que si no le da
cauce racional a las pulsiones del poder, él necesariamente
se desboca en el Estado de Policía. Finalmente, una tercera
visión sostiene que las tareas de la dogmática penal (y pro-
cesal penal) consisten exclusivamente en expandir, profun-
dizar y fortalecer el sistema de garantías, ya que otros sabe-
res (el análisis político criminal) deben ocuparse de la
realización eficaz del programa punitivo, con otros aparatos
conceptuales y otros métodos de trabajo, que nada tienen
que ver con la dogmática penal. En esa visión se presupone
la base “conflictual” que se halla en el sistema penal y tam-
bién se presupone un sistema judicial que no solo subsume
sino que reconstruye decisiones en el marco de un espacio
judicial más amplio, indisolublemente vinculado a lo políti-
co, por más que ese espacio este condicionado por las deci-
siones del legislador. Claro está que existen quienes dirán
que no hacen nada lo expuesto sino que simplemente “expli-
can” el derecho penal tal como él existe, “como es”, y que el
saber que desarrollan no cumple con ninguna finalidad pro-
pia. Estas formas de positivismo lineal y simple no se sue-

II
len sostener ya expresamente, pero nutren muchas formas
cotidianas de interpretación y enseñanza.
Los trabajos que me honra presentar se inscriben clara-
mente en la tarea de expandir el sistema de garantías. Y ello
implica asumir el riesgo de pensar en el marco de contex-
tos no consolidados. Esto queda muy claro en el ensayo de
Nicolás García. Se trata de pensar el sistema de garantías
abandonando una visión simplista (monista) del orden jurí-
dico. Todavía no nos es fácil de asimilar esa visión. Esta-
mos demasiado acostumbrados a pensar el sistema jurídi-
co como uno de los pilares fundamentales de la soberanía
territorial que, a su vez, intelectual o emocionalmente, se
vincula con “aquello que nos constituye como Nación”, sea
lo que ello signifique en realidad. Las raíces históricas de
esta visión no son tan lejanas, pero sí están enraizadas en
la “modernidad” como movimiento cultural y político de
constitución de los Estados-Nación. Pero en realidad, la
verdadera tradición jurídica de Occidente no es esa. Es, al
contrario, la de la plasticidad del derecho romano, o de la
pluralidad de los derechos territoriales de la Edad Media,
donde el localismo de la “Ley de la Tierra” se desarrollaba,
en armonía o conflicto, con los “Lex Regia” o el ideal
común del “Corpus Iuris Civile”. La tradición jurídica de
nuestro universo cultural es la del pluralismo de los siste-
mas normativos compitiendo por regular las situaciones de
la vida. Tan fuerte es esa tradición que ella continuó de un
modo subterráneo aun en los momentos de mayor fuerza
del modelo unitario y centralista. La unidad, coherencia y
consistencia del orden normativo no ha sido nada más que
una ficción que nunca impidió el desarrollo de sistemas
normativos paralelos, ya sea de hecho o mediante el sub-
terfugio de los “regímenes especiales” o mediante la selec-
tividad de la administración de justicia o aprovechando la

III
inexistencia de un orden estatal efectivo. Por lo tanto, tra-
tar de pensar bajo el paradigma del modelo unitario de
ordenamiento jurídico es mucho más una restricción men-
tal que una realidad fáctica o un modelo político efectivo.
Por lo tanto, la pregunta que nos hace García es válida y
no es una mera especulación. Mucho más válida es aún en
un sistema federal como el nuestro, que se funda en el res-
peto al derecho local, pero sostiene, a la vez, el ideal de la
igualdad, cuya mejor expresión es la de la igualación de las
conquistas (entendidas como nuevos espacios de libertad o
emancipación) hacia todos los sectores sociales. En defini-
tiva, la cuestión es si cada uno de nosotros tiene el derecho
a ser tan libre y a estar tan protegido del abuso como lo está
el que se encuentra en la mejor situación de reconocimien-
to de su libertad y de su protección en el país.
Es esta noción de igualdad las que nos recuerda con
énfasis el trabajo de Mario Juliano. Las asimetrías entre
Estados que firman un mismo convenio o que forman un
mismo Estado Federal no pueden ser evitadas porque
dependan de condiciones socioeconómicas y hasta cultura-
les. Pero, nos dice Juliano: “¿Esas asimetrías se justifican,
son admisibles en el terreno de los derechos civiles y políti-
cos, y, más específicamente, en lo atinente a las garantías
judiciales en materia penal, cuya concreción no depende,
estrictamente, de la existencia de las aludidas asimetrías
económicas, sociales y culturales?”. Un problema institu-
cional no es un vacío que debe ser llenado, sino un campo
de fuerzas que se configura en cambiantes equilibrios,
hasta estabilizarse, por lo menos, por un tiempo largo.
Toda Federación, nacional, regional, mundial, debe lidiar
entonces con las tensiones entre la igualdad y la particula-
ridad. No hay que temer a este fenómeno ya que él consti-
tuye el espacio social en el que los fenómenos jurídicos
adquieren significado. Lo que debemos hacer es pensar

IV
desde ese contexto, nunca resuelto, siempre en tensión y,
por lo tanto, también siempre necesitado de nuevas herra-
mientas políticas y jurídicas. Lo más nocivo de pensar
“desde” el orden jurídico es que se presupone la existencia
de un orden social o se lo asume como un ideal. La “ilu-
sión” del orden es un reservorio autoritario de gran fuerza
que nutre muchas de las ideologías jurídicas y judiciales.
Construir herramientas conceptuales y prácticas para
lograr esos equilibrios, he aquí el desafío que nos lanza el
segundo ensayo.
Finalmente, Pérez Galimberti, nos muestra el papel del
sistema judicial en la “administración” de la pluralidad
jurídica. Y ello es muy atinado, porque en el fondo, el
modelo unitario (ya sea en su versión inquisitorial o en la
más completa y persistente del Estado bonapartista) es un
modelo sin administración de justicia. No se suele destacar
con fuerza que el ideal del sistema jurídico unitario, cohe-
rente y compacto se compadece en realidad con una visión
“administrativa” de la justicia. Con jueces que son una
“concesión” a la realidad de la particularidad de los casos,
pero que en el fondo son extraños, molestos al ideal de cla-
ridad y uniformidad de la ley. En esa visión, el Poder Judi-
cial es siempre subordinado, burocratizado, una “máqui-
na” necesaria –desgraciadamente– para la concreción de la
ley. Por suerte, ese modelo no ha logrado imponerse y siem-
pre reaparecen formas de justicia vinculadas a lo local, a la
gestión de intereses, a la idea de pacificación, en fin, otros
modelos de administración de justicia donde los jueces
cumplen un papel muy diferente al de simples burócratas
del poder concentrado. La complejidad de los nuevos siste-
mas jurídicos empuja hacia esos “viejos” modelos de justi-
cia, aunque todavía tengamos una larga tarea para acabar
con la fuerza de la estructura verticalizada y maquinal que
nos legó la Inquisición y el Estado bonapartista.

V
Unas últimas palabras para los lectores: frente al esco-
lasticismo, erudito o superfluo, que suele cultivarse en
nuestras Escuelas de Leyes, estos trabajos son refrescantes.
Son expresión de aquello que el filósofo García Bacca lla-
maba la “audacia de pensar” como todo lo contrario del
pensamiento escolástico, que busca la seguridad de la auto-
ridad, de la cita, que no arriesga y por ello se equivoca
poco. Los tres autores están vinculados a universidades del
sur de nuestro país, que se caracterizan en los últimos años
por la promoción del pensamiento y no por la repetición. A
riesgo de equivocarse, como ocurre con todo lo que vale la
pena leer.

VI

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