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REDES: también para el Amor

Sabemos que la palabra amor huele a bolero, a libros de poca


monta, a novela mexicana, a chicle globo pegado en el sofá.
Vayamos más allá a ver qué hay en este término manoseado,
idealizado, repetido por doquier.

El término a-mor significa en su raíz, ausencia de muerte: A (sin)


mor (muerte). Es decir, ésta palabra de bésame mucho y novela
rosa donde ella y él triunfan sobre la hipocresía recortando sus
siluetas sobre el horizonte mientras cocinan perdices que
comerán felices, tiene su origen en la noción humanamente
impensable del final. El amor es porque es a su vez y
simultáneamente, la muerte. Parece nacer como un generoso
contrapeso que la vida otorga para poder seguirle el ritmo a
pesar de saber que nos espera un futuro de abono para jardines
y menú para gusanos.

La muerte es, a nuestra biología, –siempre pujante, lista para la


adquisición y el placer que nos lleve a la conserva de lo que
sabemos corrupto– esa mancha oscura que aterroriza y por la
que pasaremos dejando la tarjeta de crédito, esté como esté, en
la mesa de luz sin clave habilitada para el otro barrio.

Somos cambio desde la gestación, danza que paradójicamente


avanza hacia el misterio inmóvil que nos borrará del mapa. Y es
ahí cuando el amor deja de ser un bolero (o es también un
bolero, porque no) para ser energía que aglutina, agua que
limpia, calor necesario para reinventar el camino que a simple
vista y sin amor es baldío de preguntas inútiles. Venimos sin
nombre y es el amor, la mirada que devuelve el espejo, el
nombre que bautiza, es el amor en cualquiera de sus múltiples
máscaras, lo que permite la reescritura de tantas biografías
reiniciando una y otra vez su pulso repetido e irrepetible.

Cuando el amor, en cualquiera de su formas (cuidado,


reconocimiento, palabra, mirada, escucha, comida o juguete) se
retira, el trayecto vital muestra su lado más áspero: el vértigo de
sabernos finitos, limitados, destinados al olvido.

La noción que tengo sobre este asunto no es únicamente teórica.


La experiencia cercana a morir y el inmenso dolor (físico y no
físico) que trae un cáncer, una ceguera ya curada y el infernal
tratamiento quimioterápico de hace 20 años, me dieron la
oportunidad de comprobar de manera palpable y cotidiana, el
poder del amor. La inmensa importancia de la solidaridad
humana, la capacidad innata de la gente por amar me
sorprendía, aplacaba incluso el miedo instintivo a la muerte,
calmaba el grito silenciado de un infierno que se llevaba pelo,
placer, certezas, dinero, vista, hambre y juventud. Desde una
cama hospitalaria podía ver, a veces con morfina y otras sin, una
dimensión que estando sana pasaba por alto: mucha gente unida
vocacional o anímicamente para evitar el sufrimiento de otro
que es distinto pero es igual.

Solo el amor me devolvió al mundo. El amor vestido de humor,


placer, erotismo, belleza, sabor. Todo lo bello de este mundo fue
cerrando la herida abismal de lo innombrable. Los otros que me
querían fueron devolviéndome o inventándome un nombre. Los
amigos, familiares, incluso algunos otros ya muertos colaboraron
en la reconstrucción entregando su memoria sin saberlo: artistas,
poetas, pintores, filósofos, médicos, curanderos. El mundo
renacía, estaba y estaría para siempre, hecho de otros. El cáncer
se había llevado mi casa entera y me había devuelto a la orilla de
la conmoción con la sangre regalada. Andaría por el mundo
nueva, hecha de glóbulos que habían vivido en otros cuerpos,
oxígeno rojo ardiendo antes en venas separadas de las mías, el
líquido nutriente que podía transfundirse e incorporarse, había
sido donado de un brazo hacia mi cuerpo agonizante y yo había
vuelto al mundo hija de otros, de muchos cuyo nombre
desconocía y desconozco, gente que sin saber a quién o
sabiéndolo, había dejado de lado su isla de piel y sentándose con
el puño cerrado se había dejado pinchar una vena para darme su
sangre. El otro soy yo, me dije y un muro cayó para siempre en el
centro invisible de la mujer que regresaba.
La tecnología, que en los últimos años ha avanzado a paso de
gigante, (no vamos a entrar en los detalles de cómo y con qué)
también está funcionando de termómetro para medir cuánto
amor circula. Vamos a detener el ojo en las redes sociales, en la
comunicación instantánea, en la posibilidad de hacer pagos y
comentarios on line, sin esfuerzo, a golpe de clic tocamos el alma
de otro, atravesamos su cuerpo mental, podemos variar su
forma de estar en el mundo ese día, en ese momento. A base de
clic podemos aumentar su autoestima, hacerlo sangrar o donarle
un pedacito de cielo en nuestra parcela personal.

El artículo que escribo en este caso, observa un detalle que ya


ocurría sin adelantos pero que la tecnología de punta pone en
triste evidencia, voy al grano: en el plano emocional seguimos
siendo cavernícolas. Al alcance tenemos la vida entera y la
dejamos escapar en frivolidades que entretienen pero no
contienen. Tenemos y pedimos democracia, libertades,
oportunidades, pero todavía relegamos el amor a sus niveles más
baratos. Ponemos demasiada energía en la captura,
biológicamente comprensible, el cuerpo responde
desesperándose ante la falta de oxigeno y su instinto lo dispone
a la captura y/o la rapiña de todo lo que garantice subsistir:
energía, alimento, objetos. El cuerpo, por decirlo de alguna
forma, tiende al almacenamiento como defensa contra la
conciencia que tenemos de su disolución. Pero más allá de este
acto reflejo de almacenar, de inspirar y poseer, existe su polo
opuesto: soltar, exhalar, repartir, renunciar, adelgazar la
despensa, colocar el grano y la semilla en la casa de enfrente,
para que nuestra pupila observe el paisaje con la experiencia
estética de la perspectiva sin la necesidad de “llevárselo” a casa.
Perdemos de vista el amor y este toma sus formas más bajas, se
desfigura en la hipocresía, se convierte el pobre en derroche de
estupidez bajo la forma de constantes repetitivas, confunde
deseo con pornografía y acumula yoes enormes que agigantan
sus células diciendo: yo sí, tú no. El cuerpo busca perpetuar para
sí una imagen de poder mientras el espíritu busca elevarse por
encima de las diferencias, ser sangre compartida. Y la red de
redes que es el invento revolucionario con el cual entramos
definitivamente en el siglo 21, se convierte en una red para
pescar o ser pescado, para ganar protagonismo, dinero, fama,
luz, seguidores, listas. Y otra vez es puro cuerpo que deja pasar
la oportunidad del espíritu para ser parte del gran vínculo
humano que la red podría propiciar si dejáramos de atrapar
identidad desvirtuando su perfume potencial. Pierde por decirlo
de algún modo, su función más profunda, su magnitud amorosa,
su inmensa posibilidad: la de ensanchar la felicidad humana, la
de hacer que la energía emocional recorra todas las esquinas de
la estructura de la “red” humana, fortaleciendo los tramos de
menor fuerza y aliviando el peso donde la red es excesivamente
sólida y tal vez por eso, muy rígida.

La falta de práctica en amor puede observarse en un


comportamiento mayoritario que se repite: hay falta de
generosidad en la red. Ella parece existir para que nos lancemos
sobre su función más elemental, la de enredar (cualquiera que
haya intentado desenredar una red puede imaginarse una tarea
desquiciante) atrapar, comprar, disfrutar, entretener. Suele
darse un rápido apropiamiento de aquello que se nos ofrece
gratis (humor, lectura, poesía, redes, imágenes, juegos, regalos
cine, música, etc.) y hay poca devolución por lo que se recibe de
los que hacen música, literatura, pintura, propuestas solidarias
de donaciones o ideas novedosas para dar voz a los que no la
tienen. La falta de amor también se nota en la poca o nula
iniciativa que hay en las empresas que tienen éxito on line y no
dedican ni un céntimo de lo que ganan a proyectos que mejoren
el planeta. Un ejemplo son los casinos on line, donde se juega
mucho dinero y amén de haber estado mucho tiempo bajo una
a- legalidad que los dejaba libres de impuestos, no se ha visto
nunca un anuncio en el que se dedique un mínimo de aquel
negocio a financiar proyectos solidarios. Esto no es nuevo,
desgraciadamente, pero una parte enorme del globo no tiene
acceso a comida y agua. Repito: comida y agua. Un vaso de agua
y un sándwich de queso. En áfrica hay zonas en las que las
mujeres cocinan piedras a sus hijitos para que el cerebro calme
la ansiedad y crean que serán alimentados, mientras tanto, a la
vuelta de la esquina del globo, un señor se juega dos mil euros
desde su castillo en NYC sabiendo que si los pierde, no comerá
piedras ni beberá barro. ¿Dónde está la red? Es posible que de
esos dos mil euros, el 1 por ciento vaya a la aldea africana a base
de clic. Ese movimiento multiplicado y repetido suplantaría
piedras por pan y la red cumpliría una parte esencial en la vida
humana. Pero el casino (léase cualquier empresa de éxito on
line) abre su boca y traga cualquier cosa menos una piedra.

Reflexiono ante esto y por escrito porque comienzo a creer en la


necesidad de dar un paso: amarnos más (con o sin bolero-Corín
Tellado o Sai Baba) Amarnos más es probar soltar un poco el
exceso de mi propio almacén y hacerlo circular (como la sangre)
en otras vidas, otros cuerpos, otras memorias, otros talentos,
otros. Otro que no sea yo. Es tomarse el trabajo de buscar dónde
se felicita al autor de una obra desconocida que nos ha
modificado el día o el momento y que por la rapidez voraz con la
que vamos por ahí somos incapaces de parar y decir: esto que
me emociona lo hizo alguien que existe detrás de su pantalla, y
entregar la crítica, el comentario o la emoción que produjo.
Acariciar a otro, devolver el placer o el afecto (de afectar) que
nos produjo su acción, su obra o su receta, expuesta ahí de
piernas abiertas para que se la folle el mundo porque es la única
forma de encontrarse en el espejo de su universo privado con la
posibilidad de ser re-conocido, mirado, nombrado en su
originalidad y producción. Es jugar on line millones de dólares al
día, y estar éticamente obligado a exigir que una parte de ese
exceso brutal se lo lleve a la boca la infancia pobre y no solo el
casino de neón. Es ecologizar la emoción, caminar y dejar de
correr, abrazar de vez en cuando al otro que somos.

La red en su forma masiva de medio de comunicación, se


alimenta prácticamente siempre de los mismos, muchas veces
sin ponerlos a prueba, sin saber si el que ya montó el circo y está
ya encumbrado, es tan genial y es verdaderamente tan creativo
porque sigue siéndolo o porque lo avala el pasado. Hacer
amorosa la red es gastar menos y donar más, es devolver la
palabra cuando alguien se pasa horas entregándola, aplaudir
cuando alguien se anima a compartir lo que le ha costado años
de aprendizaje, es buscar a quién regalarle lo que a nosotros ya
no nos seduce o sí nos seduce pero nos engorda al divino botón,
es mirar y ver cómo está la balanza, qué he recibido y devolver
energía convertida en justicia con un comentario, una donación,
un mínimo de detenerse para ser el amor y no la muerte.

Ella, la muerte, llegará y será eterna. Ya tiene mucho espacio


entre nosotros, es el amor el que no vive más de 100 años
porque (también) es biología.
Para terminar diré que hace unos días me encontré con las dos
caras de esta historia en mi propia vida cibernética y si bien ya
venía pensando en escribir sobre este asunto, lo ocurrido me
permitió adelantar la idea:

Por un lado y debido a una serie de libros auto publicados on


line, envié un mail a diferentes amigos (muchos de ellos
económicamente muy pudientes) no para que lo compraran–la
mayoría están gratis on line–, sino para que me re-conocieran,
supieran que mientras ellos van al banco, a su despacho, a sus
vidas muchas de ellas sólidamente estructuradas, yo escribo,
diseño, y busco una forma de estar en el mundo que se parezca a
mí. Mi gran amiga de la adolescencia con quién creí que seguía a
la distancia la sacralidad del vínculo, no responde ni siquiera con
un beso a mis años de lucha, escritura y búsqueda. Ni un solo
beso para coronar mi trabajo cuando yo he pasado horas de mi
vida alentando sus posibilidades profesionales y curando sus
heridas de millonaria soledad. Detesto el maldito dolor y el
resentimiento que estos asuntos me producen, ojalá no los
sintiera, pero ahí están, dando vueltas por mi sistema.

Paralelo a esto, otro amigo de la adolescencia con quién había


contactado siempre a través de la redes, me envió unas palabras
cálidas, atentas y verdaderamente cercanas preocupándose de
verdad por mi situación, abriendo su agenda para ayudarme a
conseguir un empleo y poniendo a mi disposición varios
contactos que podían serme útiles a pesar de saber, sobre todo a
través de mi escritura, que mi forma de ver el mundo poco tiene
que ver con su vida profesional de bancos, créditos y viajes al
extranjero.
Mi red personal sufrió en un solo día la visita inesperada del
amor y de la muerte con diferencia de horas. Y doy fe que para
estar aquí, levantarse todos los días y hacerle frente al mundo,
salvo que estemos muy enfermos o seamos francamente
sádicos, es mucho mejor la opción del amor. La opción que abre
y entrega energía devuelve al que entrega y al que recibe. La
muerte en su forma de avaricia y retención permanente, no
parece hacer feliz a casi nadie.

Habrá quien diga, bueno, pero si no me gusta lo que veo o lo que


leo o lo que tengo que hacer o pedir, yo soy libre. Sí, ya sabemos
que lo que sobra en la red es libertad para ser y dejar de ser en
menos de dos segundos. Sobra la libertad para dar de baja o de
alta servicios, personas y esperanzas. No estoy queriendo
convertir la red en una iglesia donde debemos amarnos todos y
aplaudirnos mutuamente entregando la limosna al pobre que
está en la puerta. Estoy diciendo que cuando algo nos conmueve
artística, humana o mentalmente, seamos parte de la parte que
devuelve, no solo de la que se acerca al fuego cuando está listo
el pollo.

Iría más lejos en la estructura de la red y aplicaría la posibilidad


de comenzar a dar algo de lo que sobra o de lo que no nos hace
falta en la vida, a los que no tienen con qué: ropa, un espacio
donde pintar, un plato de comida, un par de botas o un pasaje a
su patria para ver a los amigos. Ya no se trata de bondad porque
sí, porque queda bien creer que mañana es navidad, es porque la
red, además de propagar información puede ser útil para
querernos, para hacernos más felices, para darle espacio a la
emoción, ese pegamento que nos arregla el día, que es capaz de
envolvernos en un abrazo ante el invierno solitario de saber, nos
guste o no, que todos los días se muere un poco y hacia allá
vamos, día a día nos acercamos más a la vejez y el antídoto para
hacer frente a esa mancha negra que no hay clic que la maquille,
es el amor. Y en el acto amoroso, siempre hay otro, ese que soy y
que no soy yo.

Entonces, probemos ir un poco menos voraces por ahí, y antes


de abrir toda la boca para que nos entre todo el centro comercial
a nosotros solos, investiguemos en la aquella infancia cuando
creíamos en hadas, duendes, tal vez podemos dejar de comprar
10 camisas y 20 collares, podemos comprar solo 5 camisas y 8
collares y el resto invertirlo en una hamburguesa para el que está
afuera cagándose de frío, en un juguete para el chiquito que me
mira pasar como si fuera la diosa de un Olimpo que jamás
habitará, o simplemente no gastarlo, no quemarlo, no masticarlo
todo a velocidad crucero.

Pienso mientras escribo que ésta es la diferencia entre


pornografía y erotismo, ese espacio que queda en suspenso,
oculto en la escena, sin dármelo y tragármelo, sin producírmelo
como placer abrillantado y único para mí, sino que corta el vuelo
de la rapiña y suelta su danza para que otro tome el testigo de
vivir.

Si algo te gusta, agradécelo, coméntalo, si tienes 20 para gastar,


gasta 18 y entrega 2. Si vas a ganar 30 millones (si estás leyendo
esto no estás por ganar 30 millones) reparte y mejora el mundo.
No solo tu jardín, prueba poner una flor en el patio de enfrente
que también lo mirarás cuando pases por ahí. También tus ojos
verán la flor ajena y propia de tu vecino que es solo tu anónimo
vecino y eres un poco tú, un poco yo.
La red se irá haciendo plástica, elástica, cómoda de habitar y
servirá como herramienta para la felicidad. Es decir, será
profundamente útil.

Carola
Baratti,

14
Marzo, 2011

carobaratti@yahoo.es

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