MONOGRAFÍAS
del
CESEDEN
70
IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR
MINISTERIO DE DEFENSA
CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL
MONOGRAFÍAS
del
CESEDEN
70
IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR
Abril, 2004
DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR (1763-1805).
La Comisión Española de Historia Militar (CEHISMI) dentro del ciclo "De la Paz de
París a Trafalgar (1763-1805). Las bases de la potencia Hispana", organizó las
conferencias que ahora presentamos y que fueron pronunciadas en el paraninfo del
Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) entre los días 24 y
27 de noviembre de 2003.
Se abrieron las Jornadas con una conferencia del embajador de España, don Julio
Albi de la Cuesta, que dio una visión ajustada de los Ejércitos españoles en las
posesiones americanas, trazando un cuadro muy comprensible para imponer al
auditorio en las diferencias entre tropas reales, criollas, virreinales, etc. y terminó
enjuiciando las guerras de emancipación.
Finalizaron las Jornadas con una atractiva mesa redonda, en la que el coronel don
Emilio Herrara Alonso y los antiguos oficiales del Ejército del Aire, don Ramón
Marteles López y don Rafael de Madariaga Fernández, expusieron el devenir
histórico de la Aviación española, adentrándose en una historiografía novedosa y
atractiva.
El teniente general don Domingo Marcos Miralles cerró la sesión de clausura con un
discurso en el que resaltó los aspectos más interesantes de las conferencias
recibidas.
.
PRIMERA CONFERENCIA
DE AMÉRICA
LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA
Una vez más, hemos dejado que otros escribieran nuestra historia. Así como en
Iberoamérica se han dedicado bibliotecas enteras a analizar aquellas campañas,
recogiendo, como es natural, su punto de vista, en España apenas se ha producido
nada en la materia, de forma que la perspectiva que se ha impuesto es, pues, la del
otro lado del Atlántico, no la de esta orilla.
Una excepción es el caso de Chile, por ejemplo, donde, ante la agresividad de los
araucanos, se forman unidades permanentes en la frontera, pero no es ese el
modelo generalizado en las Indias.
Desde luego, esta fórmula se revela totalmente inadecuada, cuando los ataques
enemigos aumentan en intensidad, en frecuencia y en efectivos. La solución a la que
se apela es construir paulatinamente un sistema de fortificaciones, con mínimas
guarniciones, esas sí verdaderamente militares. Pagadas por el rey y constituidas
por soldados, y no ya por aventureros. Al tiempo, su acción se complementa, para
casos puntuales, con contingentes de tropas enviados desde España, que van a
ultramar para una operación concreta (por ejemplo, la expedición de Menéndez de
Avilés a Florida), pero que, terminada esta, regresan.
Pero en el año 1762 se produce el gran aldabonazo que saca a la luz las enormes
limitaciones del mecanismo. Ese año se pierden, simultáneamente. La Habana y
Manila, lo que demuestra la imperiosa necesidad de buscar una nueva fórmula, para
hacer frente a las crecientes amenazas.
El sistema al que se llega es lo que en otro lugar he llamado el modelo defensivo
borbónico, que paso a describir ya que, ligeramente modificado, subsiste hasta los
primeros años de las guerras de emancipación.
Evidentemente, la solución ideal era, sobre el papel, fácil. Bastaba con guarnecer las
Indias con tropas del Ejército. Pero ello era imposible. Una característica de la
España de los siglos XVI y XIX es que nunca tuvo los hombres necesarios para
defender su Imperio. De ahí, el recurso sistemático a unidades “extranjeras”,
utilizando esta descripción para designar a tropas no reclutadas en la península
Ibérica.
Así pues, los reformadores del XVIII tienen que partir de la escasez de unidades
regulares, de “la diferencia entre lo conveniente y lo posible”, en palabras de un
contemporáneo. Estiman, sin embargo, que no cabe renunciar totalmente a ellas.
Optan, por consiguiente, por destinar un número de ellas, necesariamente limitado,
al servicio en América. Pero en ultramar las unidades sufren un desgaste terrible,
por las enfermedades y la deserción, principalmente. Se establece, por consiguiente,
un mecanismo de noria. Los batallones que van a Indias permanecen allí tres o
cuatro años, y regresan a España, tras ser relevadas por otras similares.
Desde luego, en caso de guerra, y como siempre se había hecho, está previsto el
envío de contingentes de estas tropas (en total, se ha calculado que entre los años
1760 y 1800 se enviaron unos 45.000 hombres a América, la mitad de ellos para
operaciones puntuales).
Pero aún el sistema de noria era caro, por el elevado coste en hombres y tiempo de
los viajes entre España y ultramar que suponía.
No obstante, con noria o sin ella, se sabe que nunca se podrán enviar las suficientes
para asegurar por sí solas la defensa de aquellos territorios inmensos. Como mucho,
podrán actuar como lo que los alemanes llamarían en la Segunda Guerra Mundial
“ballenas de corsé”, es decir, como elementos que dan solidez al sistema, pero
hacía falta más fuerzas.
La enorme ventaja de las Milicias es que dan un número elevado de hombres a muy
bajo coste, ya que sólo son pagadas cuando se las moviliza.
Con todas sus obvias limitaciones, éstas cumplieron su papel. En caso de guerra,
relevaban a las tropas regulares en tareas secundarias, ayudaron a completarlas e
incluso combatieron en primera línea. En paz, se ocupaban del traslado de caudales,
custodia de presos, etc.
Recapitulando, el sistema (haciendo abstracción ahora del papel fundamental que
en él juegan la Armada y las fortalezas), se basa en tres tipos de tropas de diferente
origen y calidad. En un escalón superior, las del Ejército regular, que van a América
con el mecanismo de noria o en caso de ruptura de hostilidades. Luego, las fijas. A
continuación, las Milicias provinciales y por fin, las urbanas.
A los pocos años de implantarse el modelo, en torno a los ochenta del XVIII, se
modifica, de hecho. Las exigencias de otros teatros de operaciones no permiten el
envío de tropas regulares, ni siguiera dentro de la noria, y la defensa queda en
manos, a todos los efectos, de americanos. Aún así, el sistema funciona, como
demuestran, por ejemplo, las derrotas que sufren los ingleses ante Puerto Rico, en
1797 y en Buenos Aires, en 1806.
Por cierto, que este es un hecho único en la Historia: desde, al menos en el año
1790 hasta 1810, se mantiene el imperio ultramarino sin tropas de las que
posteriormente se llamaran metropolitanas. Parafraseando a una autoridad española
de la época, la soberanía de España se mantenía porque la población quería, por su
“libre voluntad y arbitrio”.
Porque el sistema funciona no sólo frente a amenazas externas, sino también frente
a las pocas alteraciones internas que se producen. Así, sublevaciones como las de
Túpac Amaru o la de Túpac Catari son dominadas gracias a las Milicias, con una
mínima participación de tropas regulares (en la última citada, por ejemplo, un
pequeño destacamento de Saboya).
Ello, y no un atávico impulso hispánico hacia la anarquía, obliga a que proliferen las
Juntas locales, cómo única forma de llenar un vacío de poder.
Lo mismo sucede en América, ante el temor, real o fingido, de que aquellos dominios
caigan en manos de José Bonaparte. Es un hecho indiscutible que las primeras
Juntas que allí surgen se autoproclaman defensoras de los derechos de Fernando
VII, e incluso crean unidades con su nombre. Puede ser, de nuevo, un pretexto que
encubre ambiciones independentistas, pero no deja de ser significativa la constante
apelación al Rey, o el hecho anecdótico de que Hidalgo, cuando se subleva en
México, viaje con un carruaje en el que dice que transporta al soberano.
A partir del año 1810 el movimiento en América empieza a adquirir abiertos tintes a
favor de la independencia. Una vez más, se demuestra su estrecha relación con lo
que sucede en España. Porque a fines del año 1809 en la abrumadora derrota de
Ocaña el Ejército español parece definitivamente aniquilado. Es pues el momento
ideal para la ruptura, en la confianza de que la metrópoli no está en condiciones de
reaccionar.
Y así era, en efecto, pero había un elemento con el que quizás no se había contado:
el Ejército de América.
Como recordarán, hace unos minutos he hecho un brevísimo bosquejo del mismo,
aludiendo, en primer lugar, a la absoluta carencia de tropas peninsulares, en
segundo lugar, a su organización en unidades fijas y Milicias. En las primeras, se
puede calcular que más de un 80% de la tropa era americana. En los mando, el
porcentaje de peninsulares estaba en relación inversa con el grado. Los puestos
más elevados estaban ocupados mayoritariamente por originarios de España, y los
inferiores por personal local. En cuanto a las Milicias eran abrumadoramente
americanas.
Por otro lado, el carácter defensivo de la estrategia decidida en el siglo XVIII suponía
que existían unas mínimas fuerzas de Caballería, totalmente insuficientes para
abordar el nuevo tipo de guerra que se presentaba.
Dichas unidades se tienen que multiplicar. Por mencionar a una de ellas, el peruano
Real de Lima, tan admirado por mi querido amigo Hugo O’Donnell, tuvo que
mantener el orden en el propio virreinato, restablecerlo en Quito y enviar elementos
a Alto Perú y Chile. Tan escueta relación es profundamente injusta. Hay que apelar
a la imaginación para hacerse una idea de lo que ello significaba de marchas de
cientos de kilómetros, Andes arriba, para hombres tan poco acostumbrados a
aquellas alturas vertiginosas como un andaluz o un castellano.
El siguiente recurso eran las Milicias, que también se dividen entre realistas e
independentistas. Son movilizadas y, de hecho, en algunos lugares como el Alto
Perú llegan a constituir la mayor parte de los nuevos ejércitos, que se forman,
jugando en otros territorios un papel esencial como fuerzas auxiliares. De hecho, en
pocos meses su calidad aumenta de tal modo que se les confiere consideración de
tropas de línea (como, por otra parte, estaba sucediendo simultáneamente en la
propia España).
En algunos casos, ni aún así se pueden allegar los hombres necesarios. Venezuela
es un buen ejemplo de ello. Entonces, se crean ejércitos literalmente de la nada. El
más conocido, y el mejor, sería el formado por el terrible Boves, formado casi
exclusivamente por americanos, y por caballería infligirá gravísimas derrotas a los
independentistas, incluyendo al propio Bolívar.
Así pues, durante el largo periodo que media entre los años 1810 y 1814 son
americanos los que sostienen la lucha, caso sin duda que carece de precedentes en
la Historia. Son los propios súbditos ultramarinos los que luchan por mantener la
soberanía de la metrópoli.
En el año 1815, acabada la guerra de Independencia la situación cambia, pero sólo
parcialmente y por poco tiempo. Entre ese año y 1819 se envían a América unos
25.000 hombres. El problema no es sólo que son pocos. Es que, además, se les
envía en pequeños contingentes, a veces de nada más que de un regimiento, que
son diezmados antes de que hayan podido producir ningún cambio sustantivo en el
desarrollo de las operaciones.
La única expedición importante es la que manda Morillo, con 12.200 hombres que
desembarcan en Venezuela.
Puede resultar de interés hacer algún comentario a la misma, para dar una idea de
en qué condiciones se hacía esa guerra. De un lado, hay que indicar que se tuvo
que mandar inmediatamente a Perú un Batallón de Infantería y un Escuadrón. De
cada Regimiento de Caballería, ya que el virreinato precisaba urgentes refuerzos.
De forma que aún esa expedición, la mayor como he dicho, se debilitó desde un
principio.
Algunos datos bastarán para indicar el estado moral de esas fuerzas. La tropa
estaba formada por hombres que venían de combatir en España, en su mayoría.
Muchos de ellos “cumplidos” o a punto de estarlo y que no tenían ningún entusiasmo
por jugarse la vida en tierras lejanas, inhóspitas e insalubres.
En cuanto a los mandos, los coroneles de cinco de los siete Batallones de Infantería
pidieron la baja, y tuvieron que ser relevados, como sucedió con una media de 20
oficiales de cada unidad.
Resulta sorprendente que, a pesar de ello, estas fuerzas se batieran tan bien como
lo hicieron.
Y ello, por dos causas. La primera, la espantosa atrición que sufrieron en campaña.
Por ejemplo, la expedición Morillo perdió en uno de sus primeros hechos de armas,
el asedio y toma de Cartagena de Indias unos 2.000 europeos, en torno al 15% de
sus efectivos, la mayoría por enfermedades. Cinco años después, en el año 1821 se
calculaba que de sus 12.000 hombres quedaban en filas 1.700.
La segunda es que ni con esos refuerzos se logró reunir la fuerza necesaria. Hubo,
por tanto, que acudir a un acelerado proceso de “americanización”. Siguiendo con la
expedición Morillo en cuanto llegó, envió uno de sus batallones a Puerto Rico, a
cambio del fijo de esa isla, mayoritariamente americano. Por otra parte, alguno de
sus restantes batallones se desdobla. Se desprende de parte de su personal
europeo, que sirva de base para formar un nuevo batallón, a base de reclutas
locales, mientras los cuadros que ha entregado se sustituyen por americanos. En
cuanto al Batallón (Extremadura) y los dos Escuadrones que he señalado que envió
a Perú, el primero se desdobló, y el segundo sirvió de esqueleto para crear sendos
Regimientos de Caballería.
Los Ejércitos realistas adquieren así una fisonomía mixta, parte española y parte
americana. La relación entre ambos componentes no fue siempre buena. A veces,
los peninsulares consideraban a los locales como soldados aficionados,
despreciaban su frágil apariencia física y les costaba acostumbrarse a algunas de
sus costumbres (por ejemplo hacerse acompañar de sus mujeres en campaña). Los
americanos, por su parte, estimaban que muchos españoles eran engreídos, y que
se adaptaban mal a las condiciones locales. Al tiempo, las unidades americanas
desarrollaron un notable espíritu de Cuerpo.
Daré algunos ejemplos, entre las decenas posibles. Se organiza un Batallón Ligero,
llamado Cachirí. Se constituye con americanos, de un lado, y, de otro, agrupando en
las compañías de elite los pocos peninsulares que había en el fijo de Puerto Rico y
los escasos supervivientes del Regimiento español de Granada.
Por último, otra unidad peninsular, el Infante don Carlos absorbe al Real de Lima en
cuanto llega a América, perdiendo así desde el primer momento su carácter
europeo.
Quizás puedan ser interesantes algunas cifras, referidas al año 1820, cuando
todavía quedaban cuatro años de guerra. Había entonces en las Indias 23.000
hombres en unidades expedicionarias, 26.000 en tropas regulares americanas y
25.000 de Milicias.
Una mención a su composición en esa última batalla permitirá, creo, confirmar lo que
he venido diciendo hasta ahora. Contaba con 14 Batallones de Infantería. De ellos
nueve eran, desde su formación, americanos. Pero los cinco teóricamente
españoles, habían dejado de serlo hace tiempo. El de Burgos, por ejemplo, de 540
hombres contaba con sólo 75 europeos.
En cuanto a los 14 escuadrones, ocho fueron creados como americanos. Los otros
seis, se habían organizado sobre los cinco que en total llegaron a Perú, años atrás
(algunos en 1815). Tras nueve años de combates y enfermedades pocos
peninsulares quedarían en sus filas.
En total, se puede calcular que los españoles del Ejército oscilarían entre 500 y 900,
sobre un total de 7.000.
No les puedo ocultar que este último dato, junto a los otros que he venido
exponiendo, me dejan perplejo, y perdido en admiración. ¿Cómo es posible que
durante años miles y miles de americanos combatieran en defensa de la soberanía
española? Hay, desde luego, explicaciones poco nobles, y sin duda en parte ciertas:
miedo, apego a rutina, etc. Pero es igual de evidente que muchos lo hicieron
movidos por imperativos más nobles. Los militares que me escuchan saben que no
es posible hacer luchar y morir a tantos hombres durante tanto tiempo por la simple
fuerza. Algo bueno, quizás intuían, en la causa que defendían como para
sacrificarse por ella.
Ha hecho lo mismo con los propios españoles que combatieron en ultramar, en una
actitud que no sé si calificar de escandalosa o de lamentable. Y, sin embargo,
aquella gente combatió con una lealtad absoluta en condiciones atroces. De un lado,
se incumplió sistemáticamente el compromiso de repatriar a los hombres a los tres
años de servicio. Se mantuvo a las unidades hasta que se extinguieron en el campo
de batalla. Por otro lado, hubo años en los que en total se les pagó la cuarta parte
del sueldo de un mes. Semanas en las que por toda ración recibían un trozo de
carne, sin sal siquiera, días en los que no bebían otra cosa que el agua que de
lluvias pasadas había quedado en las huellas de herraduras, y que recogían con una
cuchara. Cuando enfermaban o eran heridos, no les quedaba, en palabras de un de
sus generales, sino echarse a morir sobre un cuero hediondo.
Subieron, y aquí tomo palabras de otro general, más alto que las águilas para luchar
entre las nieves de los Andes, atravesaron desiertos, cruzaron ríos anchos como
mares, fueron diezmados por enfermedades, devorados por caimanes y jaguares.
Según un cálculo muy aproximado, del que soy responsable, tuvieron, por todos los
conceptos, entre un 80% y un 90% de bajas y, sin embargo, siguieron combatiendo
hasta el final.
¿Y quién se acuerda de ellos? Nadie. ¿En qué unidad actual, heredera de la que
marcharon a América se sabe siquiera lo que hicieron sus antecesores?
En ninguna, seguramente. Por ello, cuando hace años escribí un libro sobre ellos le
titulé Banderas olvidadas, porque lo siguen estando, y todos somos responsables de
ello.
SEGUNDA CONFERENCIA
LA CASACA Y LA TOGA.
Señoras y señores:
Pero no nos engañemos. En toda sociedad, dinámica por naturaleza y que sólo llega
a ser perfecta en los manuales y en las diversas utopías de los pensadores, existen
fuerzas centrífugas, y el poder absoluto, que nunca lo es del todo y además teme no
serlo, debe permitir algún protagonismo a los grupos de presión existentes para
lograr un cierto equilibrio inestable. Así, los monarcas absolutos, a la vez que hacían
ostentación de su (presunto) poder, repartían juego entre los estamentos más
poderosos del reino, con el fin de obtener su colaboración y convertirlos en soporte
del régimen. Nos referimos sobre todo a la nobleza, omnipresente en la milicia y en
las magistraturas, dos conceptos que en el siglo XVIII no son excluyentes, puesto
que la monarquía absoluta en lo político es “también” una monarquía militar, por
razones tanto teóricas (el monarca es noble y por tanto militar por nacimiento) como
prácticas (defensa del sistema en lo interior y protección del reino en lo exterior).
La monarquía absoluta es, pues, una monarquía militar como decimos y además
todos los signos externos avalan esta afirmación. La presencia constante de lo
castrense en todos los aspectos de la sociedad, la ocupación por militares de los
puestos más importantes de la política y la administración, el título de generalísimo
de Mar y Tierra que se reservan los reyes, que además habían seguido una política
de supresión de ejércitos particulares de la nobleza a favor del Ejército Real, fiel al
monarca y a sus intereses, por más que el coronel de un regimiento siguiera
denominándose “propietario” y que la bandera del primer batallón (con las insignias
reales en vez de las armas del coronel) siguiera denominándose "coronela". Por
extensión se prohibía, salvo excepciones escasísimas, de que un noble levantara un
regimiento a su costa aunque podía, eso sí, pagarse los alamares de capitán de
Caballería entregando al ejército 50 caballos.
Todas estas medidas iban encaminadas sin duda a fortalecer el poder real,
centralizarlo, excluir de él a las fuerzas vivas (fundamentalmente la nobleza) a las
que se incorpora a la cadena de mando de manera jerarquizada y cuyos ascensos
dependen siempre de la arbitrariedad del monarca. Como ya se dijo, el Rey se
reservaba el título de generalísimo de Mar y Tierra y la figura de los capitanes
generales de Ejército (no confundir con capitanes generales de provincia) pasó a ser
un grado honorífico y siempre supeditado a la voluntad real, que en un momento
determinado y para una acción concreta podía concederle a uno de ellos el mando
de un ejército expedicionario.
Éste sería, en líneas generales, la situación del hecho militar en la España de 1759,
cuando llega Carlos III para ser coronado Rey. Lo militar, pues, es, en ese momento,
un concepto muy ligado a la política y esta ligazón será un inconveniente y origen de
contradicciones y paradojas insalvables cuando el nuevo monarca, con el fin de
modernizar el país, trate de separar de la cabeza del mismo a la alta nobleza del
reino (los grandes de España) y la sustituya por una noblesse nouveau, formada
fundamentalmente por juristas procedentes de la administración y militares
procedentes de la baja nobleza. Los casos más evidentes: los condes de
Floridablanca y Campomanes o los generales O´Reilly y Ricardos.
Quiere decirse, pues, que aunque en determinado momento resulte llamativa por su
éxito o su fracaso una medida castrense o una operación militar, tras ella siempre,
en esta época, subyacen las luchas por el poder entre los grupos enfrentados, que
representaban, respectivamente, posiciones retrógradas o avanzadas, que en este
último caso es tanto como decir reformistas ilustradas.
Hay desde luego un tema central que da carácter a todas estas reformas militares.
Nos referimos a las importantes Ordenanzas de 1768, porque serán, de entre las
medidas castrenses tomadas durante el reinado del Tercer Carlos, las que de mayor
proyección hacia el futuro, hasta el punto que su tratado II, verdadero código
deontológico militar, ha pervivido hasta nuestros días, inspirando incluso, en cierta
medida, a las nuevas Ordenanzas Militares de Juan Carlos I.
Reformas militares, pues, de las que sus éxitos y sus fracasos, “sus luces y sus
sombras” como metafóricamente denominamos en el título de esta conferencia a los
aciertos y a los fallos de sus mentores y fautores, transcurrirán a lo largo del reinado
del Tercer Carlos y condicionarán el futuro de España como potencia en el reinado
siguiente.
Introducción
En el ámbito militar, el reinado de Carlos III se caracterizó por el intento del monarca
y sus colaboradores más directos, de poner al día un Ejército que llevaba
prácticamente inoperativo más de 20 años, tras lo que podríamos llamar
“neutralidad ahorradora” practicada por su hermano y antecesor Fernando VI.
Pero las reformas militares carlotercistas abordaron también la empresa más allá de
lo puramente castrense y a la par que se trataba de reformar, desde presupuestos
ilustrados, el Estado y aún la sociedad, se intentó también separar en lo posible lo
militar de lo político, demasiado entremezclado según el gusto de los reformadores,
en una Monarquía absoluta, que en muchos aspectos y debido al modelo social
estamental y el carácter de la nobleza (estamento militar por excelencia) era,
también, una Monarquía militar.
Todos estas reformas en lo militar , se llevaron a cabo a la par que las generales
abordadas por el monarca, y pueden analizarse dividiendo su progresión en
periodos, más o menos significativos.
Carlos III llegó por Barcelona en 1759 a ocupar el trono de las Españas. El nuevo
Rey desembarcó en la Ciudad Condal el 17 de octubre de 1759. Su primera medida
de gobierno fue mantener a la mayoría de los ministros de su hermano para no
asustar a las fuerzas vivas, principalmente la alta nobleza (los grandes), que
sospechaban lo que el nuevo monarca traía en las alforjas, es decir: las reformas
pertinentes en clave ilustrada para la modernización del país, a lo que la mayoría de
ellos se oponían, capitaneados por el conde de Aranda, quien a pesar de su fama de
volteriano, no podía desprenderse de su corporativismo nobiliario.
En Guerra, sin embargo, mantuvo el rey Carlos a Ricardo Wall, un irlandés ministro
de su hermano, que hasta que fue sustituido por Grimaldi (otro italiano) tuvo tiempo
de introducir a un personaje, hechura suya, que dará mucho juego durante la
primera etapa del reinado: el general Alejandro O´Reilly, irlandés como su protector.
En efecto, Aranda, que a la sazón contaba 40 años de edad, había metido ya mucho
ruido en el reinado anterior; era un verdadero “halcón”. A causa de sus
desavenencias con la política fernandina, había sido extrañado de la Corte después
de que hiciera dejación de todos sus empleos y se retirara a sus estados de Aragón,
pasando a residir en Épila, lugar desde donde se desplazó a Zaragoza al encuentro
de su nuevo Rey; “a hacerle la corte”. Lo que pasó entonces nadie lo ha contado con
precisión, ni quien le aconsejó que sería bien recibido en el séquito real, pero lo
cierto es que Carlos III admitió de nuevo al conde y le restituyó en su empleo de
teniente general. Parece, pues, que el Monarca pensaba hacer uso de un militar (y
también un político) tan valioso como el conde aragonés. Pero Aranda, además de
hombre de valía, tenía también el genio muy vivo, enorme ambición y una
personalidad demasiado terca y vehemente, que limitaba sus por otra parte grandes
prendas. El duque de Crillon, que le conoció en el sitio de Almeida, dijo de él:
Esta es la razón por la que el Rey, aunque le empleara varias veces de forma
ocasional cuando alguna operación militar o política necesitara de algún “vigor”,
también le apartaba de la Corte una vez solucionado el problema. De lo primero
disponemos de dos testimonios: el nombramiento de comandante en jefe de la
expedición a Portugal (1762) y el encargo de la represión posterior al motín contra
Esquilache (1766), incluida la expulsión de los jesuitas. Todo lo demás fueron
dilatados destierros encubiertos, como la Capitanía General de Valencia o las
Embajadas de Polonia y París.
El encuentro de Aranda con Carlos III en Zaragoza, pues, fue entonces un hecho
relevante en lo político, se trataba, creemos, de una maniobra del entorno del
Monarca para ganarse a un personaje que hubiera sido peligroso (y de hecho lo fue)
tenerlo enfrente. “Pero también fue relevante en lo militar”, que es aquí lo que más
nos interesa. En efecto: el conde aragonés estuvo presente en todo lo relacionado
con la Milicia durante el reinado, sea como protagonista (general en jefe en Portugal,
presidente de la comisión de Ordenanzas, capitán general de Valencia y Castilla la
Nueva y gobernador militar de Madrid) o como acerbo crítico de sus compañeros de
armas cuando era postergado en el mando, que supuestamente le correspondía
1
Carta del duque de Crillon al conde de Floridablanca. Mahón , 2/12/1781. A.H.N. Estado,
legajo nº 4230
como capitán general efectivo de Ejército, rango castrense máximo después del Rey
y que éste le había concedido en el año 1763 a la edad de 44 años.
Respecto al Ejército que Carlos III encontró a su llegada, no era éste todo lo
eficiente que se pudiera esperar, dado el descuido en que lo había dejado su
hermano y antecesor. La institución castrense se encontraba falta de oficiales, la
tropa en cuadro y necesitada de actualización en doctrina e instrucción. El nuevo
Rey pensaba acometer una auténtica reforma militar para paliar estas deficiencias,
como así lo hizo. Pero antes de abordarla en profundidad, había de hacer frente a
una serie de necesidades perentorias, que se le vinieron encima a los escasos tres
años de reinado. Nos referimos a la forzada intervención en la guerra de los Siete
Años contra Inglaterra al lado de Francia, obligado por el Tercer Pacto de Familia y
para la que no estaba preparado. Así pues, las operaciones militares que España
llevó a cabo en aquella guerra (invasión de Portugal, defensa de La Habana) no
fueron lo lucidas que se esperaba, tanto por las ya citadas deficiencias, como por el
hecho de que el Ejército español no había participado en una campaña desde los
años cuarenta y también, desde luego, por algo de lo que ya se ha hablado y
seguiremos insistiendo: “la excesiva intromisión de la política en el ámbito de lo
militar.”
El rey Carlos, no pudo abordar las reformas que proyectaba para España de
inmediato y no sólo por la prudencia que aconsejaba la fuerte oposición interior que
se esperaba virulenta, sino también porque hubo de cumplir los compromisos que
con Francia había contraído en el llamado Tercer Pacto de Familia, por el que hubo
de enfrentarse con Inglaterra y sus aliados al final de la guerra de los Siete Años. En
efecto: en 1762, España encontró abiertos dos frentes. En primer lugar el americano,
donde los ingleses tomaron La Habana y en segundo el europeo, en el que tropas
españolas invadieron Portugal, país tradicionalmente aliado de la Gran Bretaña.
En efecto, en 1762 se inicia la campaña contra el país vecino con un ejército poco
preparado y al mando de un teniente general anciano y enfermo: el marqués de
Sarriá, quien, después de un tiempo hubo de ser sustituido por el conde de Aranda.
Ni uno ni otro, no obstante, lograron gran cosa. Se culpó del escaso éxito de las
operaciones a la naturaleza del terreno y otras circunstancias locales, pero creemos
que la causa fundamental del fracaso militar tuvo también connotaciones políticas.
Queremos decir, que resultaba francamente complicado invadir un país en el que la
reina consorte, Mariana Victoria, era hermana del rey Carlos. Por eso no podía
existir en el real ánimo excesivas energías para invadir Portugal hasta sus últimas
consecuencias. Mala conciencia, que se debió contagiar a los comandantes de la
expedición, que no recibían de la Corte una idea clara de lo que había de hacerse.
De hecho, si observamos el plano de las evoluciones del cuerpo de tropas que
invadió el país luso, se ve que nunca llegaron los españoles a penetrar hacia el
oeste más allá de un tercio del país, con escasa voluntad de llegar al Atlántico y
mucho menos de entrar en Lisboa. Las operaciones se limitaron, pues, a la toma de
algunas fortalezas fronterizas con Extremadura (como Almeida) y poco más.
En síntesis, la campaña de Portugal fue el primer acto militar del reinado en el que
ya vemos enormes condicionantes políticos que lo mediatizaron.
Tras la Paz de París de 1763, Carlos III decidió imprimir mayor ritmo a su proyecto
reformista. Desde ese momento y de forma inequívoca, sustituyó ministros y colocó
en puestos clave a los que en esta segunda etapa del reinado fueron los artífices del
cambio: los italianos Esquilache y Grimaldi
Así pues, aprendida la lección de Portugal, Carlos III y sus consejeros napolitanos
decidieron acometer, entre otras, la reforma militar. Antes se produjo el cambio de
gabinete. En efecto: cesaron los ministros antiguos y los reformadores tomaron el
relevo. Uno ya estaba dentro: Esquilache, que ocupó ahora la Secretaría de Estado
en sustitución de Wall, que también perdió la de Guerra en favor de otro italiano:
Jerónimo Grimaldi, que fue el gran protagonista de la siguiente década en el ramo
militar.
La toma de La Habana por los británicos en 1762 (restituida a España por el Tratado
de París al año siguiente) fue un toque de atención para que Carlos III abordara
inmediatamente la reorganización de la defensa americana. En este sentido, se
construyeron o reformaron numerosas fortificaciones y se dio nueva planta a las
tropas de guarnición, creando algunos regimientos de línea y equiparando las
Milicias a la normativa de las existentes en la metrópoli.
La reforma de la Artillería
También y a la par que las medidas anteriores, se acometió la reforma del Cuerpo
más técnico del Ejército: la Artillería, presidida nuevamente por un italiano: el conde
de Gazzola y llevada a cabo por el ingeniero francés Vallière, culminó con la
creación de la Academia de Artillería de Segovia. En efecto: el ingeniero francés
Joseph Vallière hijo de otro del mismo empleo, Jean Florence Vallière que había
dotado a Francia de su sistema artillero consistente en normalizar los calibres y
dividir la Artillería en costa campaña y sitio, fue el encargado de implantar en España
el sistema de su padre. Por su labor Carlos III le concedió el título español de
marqués de su apellido.
Por tanto este parón a las ordenanzas lo circunscribimos a la ya bien conocida lucha
por el poder entre Secretarías y Consejos, que ya venía de lejos, incluso de mucho
antes de que Carlos III subiera al trono. De hecho, Aranda trató durante todo el
reinado de restablecer el poder del Consejo, despreciando al secretario del ramo,
pero la única victoria que obtuvo fue ésta del año 1762. Y encima fue una victoria
pírrica.
La Comisión terminó sus trabajos en 1768, promulgándose ese año las que los
historiadores han denominado Ordenanzas de Carlos III, que fueron el resultado de
una transacción entre los vocales de la Junta nombrada para su redacción, puesto
que los había de todas las tendencias del espectro político de entonces, desde los
más reaccionarios hasta los más innovadores. Estos últimos rozaban los
presupuestos de lo que luego sería el “Ejército nacional”, acuñado en la Revolución
Francesa que preconizaba como modelo militar a le soldat citoyen.
En consecuencia, debía llevarse a cabo una labor concienzuda para cambiar el perfil
del oficial militar. Sobre todo por la desmoralización y el estancamiento profesional y
mental que, al principio del reinado del Tercer Carlos, se encontraban sumidos los
cuadros de mando de Tierra, tanto por su postergación a favor de la Marina, según
la política del antiguo ministro de Fernando VI, el marqués de la Ensenada, como
por el hecho de llevar más de 20 años sin intervenir en campaña, debido a la política
de neutralidad ahorradora del difunto soberano.
El oficial de principios del reinado de Carlos III, salvo las excepciones reservadas a
los grandes, era de edad avanzada, porque por entonces los empleos no se cubrían
al generarse una vacante. Por otra parte, la preparación teórica era, no sólo baja
sino descuidada, por una oficialidad que basaba su espíritu y honor en la cuna y en
el valor probado en combate, del que hacía ostentación, presumiendo de las heridas
recibidas en el campo de batalla, que además rechazaba cualquier tipo de disciplina
formal, basada en el cuidado del aspecto externo, que atribuían a afeminamiento.
Esta oficialidad antigua era también xenófoba, y por tanto enemiga de cualquier
innovación castrense que viniera de fuera. Sobre todo de Francia, cuya influencia,
era evidente debido a su predominio en Europa y a la alianza dinástica, desde que
Comentario: Ampliar este
los Borbones comenzaron a reinar en España. párrafo con las cinco clases
Desde el momento pues, que Carlos III y sus ministros intentaron modernizar el
Ejército y, con él, el Cuerpo de Oficiales, los mandos más conservadores pasaron a
una sorda oposición. Al modelo de militar ilustrado, ellos opondrán “el modelo
castizo”, representado por el combatiente de las campañas de Italia, guerra en la
que la mayoría de ellos habían obtenido sus méritos; un oficial individualista, poco
preparado intelectualmente pero aguerrido y cargado de honrosas heridas; poco
reflexivo pero valiente, dando más rienda suelta al sentimiento patriótico que a la
razón de Estado; descuidado en el vestir pero viril y, finalmente, respondiendo a todo
lo que se le mandare con su honor, medio innato y medio adquirido por su educación
nobiliaria, nunca puesto en duda a priori, impulsor, intrínsecamente, del deseo de
gloria y cuna de virtudes militares.
En el otro extremo del espectro y en consonancia con los nuevos tiempos, los
políticos más innovadores de entonces, auxiliados por oficiales de alta graduación
afectos también al movimiento ilustrado, trataron de contraponer, frente al
barroquismo de la vieja escuela, la figura de un nuevo oficial militar, dándole un
perfil, digamos, más “neoclásico”. Lo que en los escritos de la época se denominaba
“el oficial de mérito, a la vez especulativo y experimentado” del que nos habla
Peñalosa y Zúñiga (2).
Para entender lo que se esperaba de este nuevo oficial, conviene señalar sobre qué
principios nuevos debía dibujarse su perfil. En primer lugar, la figura del nuevo oficial
se basaba en el modelo imperante en la época, que entendía el Ejército como una
máquina articulada en la que sus miembros eran eslabones del engranaje y que
debían actuar como tales, para lo que se exigía una verdadera coordinación y
unificación de criterios, una “doctrina” en suma. En un artículo salido en el periódico
madrileño Correo de Madrid en 1787, titulado «Instrucción Militar» se dice que «la
2
PEÑALOSA Y ZÚÑIGA, Clemente de. El honor militar. Causas de su origen, progresos y
decadencia, o correspondencia de dos hermanos desde el exército de Navarra de Su Magestad
Católica, Madrid, Benito Cano, 1795.
gran máquina militar y los resortes de toda ella» se fundamentan en el constante
uso de los nuevos valores espirituales y técnicos «seguidos perennemente por los
oficiales subalternos y generales» (3). El mismo artículo (que es un magnífico
testimonio del ideal de militar de la época), nos ilustra como, en la nueva visión del
oficial, se antepone la gloria del Estado por encima de la gloria personal, en aras de
otro principio muy en boga entonces: “la utilidad pública”, basada en la filosofía
utilitarista de que “lo útil es lo bueno y no al revés”. Lo cual significará a partir de
ahora, que la gloria y con ella el prestigio, no se adquiere para revalidar la casta ante
los iguales, sino en beneficio del Estado primero, y después en el del individuo, pero,
respecto a este último, sólo subsidiariamente y de forma accesoria. La reputación
es, además, fruto, no del arrojo y valor individuales, sino de la disciplina férrea,
practicada como parte del conjunto; como un eslabón de la cadena de mando.
Otro principio rector del comportamiento ético del nuevo oficial, estribaba en “el
humanismo filantrópico”, tan en boga también entre los ilustrados. El oficial de
mérito, pues, debía practicar el amor a la humanidad, el cual se demostraba con su
afabilidad, rectitud en el juzgar y rigor en el castigo, aunque evitando la arbitrariedad,
para lograr así el amor y confianza de los soldados y practicando la guerra
defensiva, ahorradora de sangre, típica de la época, basándose en el principio de
“hacer la guerra para conseguir la paz”, cuando llegara a los más altos rangos de la
Milicia.
3
“Instrucción Militar” Correo de Madrid, 15/09/1787, nº 95 pg. 421 y ss. Apéndice documental,
documento nº 2.
para la construcción de puentes y diques, geografía para conocimiento general y
particular de los Estados que puedan ser teatro de la guerra y dibujo para el diseño
de planos.
Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que este uso prolijo de la magnanimidad
real, produjo también buenos resultados, permitiendo el encumbramiento de buenos
generales que darían mucho juego. Ejemplos de ello fueron el napolitano Pablo
Sangro (príncipe de Castelfranco) y el valenciano Ventura Caro que se distinguieron
en Mahón, Gibraltar y la Convención; Francisco Javier Castaños, el héroe de Bailén,
José de Urrutia, Antonio Ricardos, Manuel de Aguirre. ¿Y qué decir de los ilustrados
marinos, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Vargas Ponce, Tofiño, Mazarredo, Escaño,
Alcalá Galiano, Gravina o Churruca?
El motín de Esquilache
En el año 1766 el conocido motín de las capas y sombreros, que acabó con la
privanza del marqués de Esquilache, produjo en la Corte un miedo cerval a un golpe
de Estado. En el terreno militar se notó también la impronta del motín. Es evidente
que el susto iba a afectar a reforma de las Fuerzas Armadas, sobre todo en su papel
de garantes del orden interno. Se hizo necesario intervenir para asegurar la fidelidad
del Ejército al Régimen y a su política de reformas. A partir del año 1766 se trabajó
en este sentido, mejorando las condiciones de vida del soldado, (aumento del
prestigio, mejora de las instalaciones de los acuartelamientos) y desde luego
eligiendo oficiales “ilustrados” afectos a la política modernizadora del Régimen. En
este último sentido, cobra significación el nombramiento de extranjeros en puestos
clave en el ámbito castrense, como por ejemplo el irlandés conde de O´Reilly de
inspector de Infantería, al que se dieron plenos poderes e incluso se le permitió
acceder a la Real Persona al margen del secretario de Guerra, que desde 1766 era
el teniente general Gregorio Muniaín, quien había sustituido a Grimaldi, cuando a
éste se le encargó la cartera de Estado a la salida de Esquilache, sacrificado
políticamente en aras de la pública tranquilidad.
El teniente general O´Reilly, pues, fue el gran protagonista militar de toda una
década; la que transcurre entre los años 1766 y 1776. El Rey le confió,
prácticamente toda la reforma de la Infantería, a la par que en Caballería haría lo
propio Antonio Ricardos, otro general de origen irlandés (Ricardos corresponde a la
castellanización del apellido Richards).
Por otra parte, la reforma militar debía circular a la par con la reforma política y aquí
debemos señalar que una y otra parcela (la política y la militar) se encontraban muy
unidas al principio del reinado, por la propia esencia de la Monarquía absoluta, en
cuyo seno era protagonista eminente la alta nobleza, considerada por naturaleza,
como el estamento militar por excelencia del Reino.
En esa situación, los ilustrados trataron de darle al Estado una impronta más civil y
lo realizaron en varios campos. En primer lugar llenando las Secretarías de personas
de la carrera jurídica (los llamados despectivamente golillas por la oposición) y
procurando encumbrar al político civil y rodearle de las prerrogativas que antes
tuviera la clase militar-política. En este contexto se sitúa la creación en 1771 de la
Real y Distinguida Orden de Carlos III, todo un símbolo que molestó a la clase militar
que la creía fundada “contra” las cuatro Órdenes Militares para premiar y por
tanto dar preferencia a los civiles y que fue origen de tensiones.
Por último, en toda esta complicada dinámica no podemos olvidar la figura que
enlaza el periodo anterior con éste y que incluso lo rebasa: el conde de Aranda, de
quien, no por casualidad, poníamos en candelero a la llegada del Rey a España. La
poderosa figura del conde aragonés se extendió como una sombra a lo largo de todo
el reinado. Aranda fue el elemento perturbador, origen de muchos de los
quebraderos de cabeza de ministros, consejeros y del propio Rey. Aranda, en
efecto, a quien en este periodo que nos ocupa ahora, (1763-1776) se le dio al
principio gran protagonismo, como presidente de la Junta de Ordenanzas y del
Consejo de Castilla, como gobernador militar de Madrid y capitán general de Castilla
la Nueva (Capitanía que se creó específicamente para él) y desde luego como
ejecutor de las represalias que siguieron al motín de 1766 con el encargo de buscar
los culpables y de expulsar a los jesuitas a los que se acusó de promoverlo.
Cumplida la misión con su acostumbrada energía, y por tanto digno del Real
Aprecio, Aranda, sin embargo, comenzó a ser un elemento incómodo en la Corte,
enemistándose por muchas y diversas razones con ministros, consejeros y otros
cargos políticos y militares, entre estos últimos con el propio O´Reilly, que le
resultaba insufrible. Y por si fuera poco, encabezó una especie de cenáculo político
(nos resistimos a llamarle partido) al que se denominó “los aragoneses” en el que
militaban altas jerarquías militares, hechuras del conde, que se oponían a la postura
oficial y que, con otra facción opositora, la que Teófanes Egido denomina “el partido
español” (4) adoptaron una clara posición antirreformista y desde luego xenófoba.
A pesar de todo ello, Carlos III optó una vez más por la reforma y el conde aragonés
acabó enviado a la Embajada de París en 1773, su tercer exilio dorado, después de
Varsovia y Valencia.
Así pues, allanado el camino, el general O´Reilly pudo continuar su labor y en 1774
4
EGIDO, Teófanes. Opinión pública y oposición al poder en la España en el siglo XVIII,
Valladolid, Universidad de ______, 1971.
fundó la Academia Militar de Ávila, mientras Ricardos hacía lo propio con la de
Caballería de Ocaña. Pero la estrella del irlandés se eclipsaría al año siguiente.
Demasiado ambicioso, confiado en exceso en su capacidad, cometió el error de
creer que podía conquistar Argel desde los presupuestos de la táctica prusiana y
fracasó. El conde fue otra víctima del racionalismo imperante, que consideraba
ponderable cualquier situación.
Y con O´Reilly cayó también el ministro Grimaldi. Alejados así los extranjeros del
Gobierno, Carlos III, aunque manteniendo el empeño en las reformas, dio un nuevo
giro a éstas. A partir de ahora las tratarán de llevar a término ministros españoles,
aunque criados en la escuela de los anteriores. Había sonado la hora de los
Floridablancas y Campomanes, con lo que se iniciará el último periodo del fecundo
reinado del Tercer Carlos.
No vamos aquí a contar la campaña de Argel, llevada a cabo en 1775 por O´Reilly,
por resultar demasiado prolija, pero si presentarla como expedición militar tipo del
reinado de Carlos III (habrá otras parecidas, como la de Menorca), en la medida en
que en sus entresijos había demasiadas connotaciones políticas, puesto que en el
estado mayor del general en jefe (que era de origen extranjero como sabemos)
estaban representados dos bandos: los arandistas del partido aragonés y lo que
éstos denominaban “los barbilampiños de Ávila”, es decir las hechuras del general
irlandés (5). Evidentemente cuando falta la unidad de mando, hay un desacuerdo
total con la Marina (aspecto este también endémico entonces y muy entreverado de
política) y se intenta atacar “a la prusiana” a una horda de camelleros que atrajeron a
la tropa española a una emboscada en vez de presentar batalla en línea, la certeza
del fracaso es casi absoluta.
5
Entre ellos se encontraba Bernardo de Gálvez, que luego en 1781 realizaría con éxito la toma
de Pensacola.
Total, derrota, enorme impresión en la opinión pública y O´Reilly apartado de la
Corte a la Capitanía, General de Andalucía, de donde no volvió en todo el reinado.
Pero la derrota no solo le costó la privanza al general irlandés. También cayó
Grimaldi, arrastrado por la crisis.
Este conflicto, larvado durante la etapa anterior y ahora puesto en evidencia por la
actividad del conde murciano (y también, entre otros, del conde de Campomanes
desde el Consejo de Castilla) tuvo su punto álgido con la promulgación de un
decreto sobre honores militares, que ampliaba éstos a personalidades civiles en el
ámbito político. La medida provocó las iras de muchos y creó no pocos disgustos al
secretario de Estado.
En punto a campañas, esta etapa del reinado fue bastante más fructífera que la
anterior. En efecto: a partir de 1779 y una vez más en el contexto de los pactos
familiares, España entró en guerra contra la Gran Bretaña. Es el momento en que
Floridablanca, aprovechando la provecta edad de Miguel de Muzquiz, secretario de
Guerra, y saltándose también la autoridad del de Marina, marqués González de
Castejón, tomó absolutamente las riendas del conflicto, incluso las de las propias
operaciones militares, obteniendo algunos éxitos y como mínimo la recuperación de
la moral y el prestigio del Ejército, un tanto mermado por las campañas del periodo
anterior. Así, la toma de Pensacola en América y la recuperación de la isla de
Menorca en el Mediterráneo, seguido por el gran despliegue frente a Gibraltar,
marcó un hito en el reinado y situó de nuevo a la Monarquía en un plano de mayor
equilibrio respecto a sus rivales (6).
Con todo y a pesar de que de esta campaña que terminó en 1783, el Ejército y la
Armada españoles salieron prácticamente indemnes, los cuantiosos gastos que
supuso la misma, dejaron exhaustas las arcas del Estado y ello condicionó las
reformas militares en curso, que no pudieron avanzar por esta causa. En efecto: a
partir de 1783, el archivo de la Secretaría de Estado se llenó de unos denominados
“proyectos alambicados para el Ejército”. Es decir, planes para reducir a lo
indispensable los gastos militares.
De la misma forma que el Ejército en sí, fue colocado en el punto de mira de las
reformas carlotercistas, no podía ocurrir menos con los organismos más políticos de
la “Institución Militar”, es decir, las llamadas Capitanías Generales, órganos de
gobierno de las provincias de la Monarquía y desde luego el Consejo y Secretaría de
Guerra, que había que adaptar a los nuevos tiempos, a la par que superar
rivalidades y conflictos de competencias entre uno y otro departamento, que al igual
que en otros ramos de la Administración Central, se encontraban enfrentados desde
principios de siglo en una lucha por la preeminencia política.
Tras la publicación de los Decretos de Nueva Planta para Aragón y Valencia (1716)
para Mallorca (1715) y para Cataluña (1716), se estableció la gobernación
centralizada de estos antiguos reinos periféricos de la península Ibérica a la manera
de Castilla, es decir, mediante las Audiencias, formadas por letrados y militares en
Junta de Gobierno y cuyo presidente será en adelante el capitán general.
6
Sobre las campañas de Menorca y Gibraltar, vid. TERRÓN..... Ejército y Política... opus cit.
especialmente la segunda parte. y El gran ataque a Gibraltar de 1782. Análisis militar, político y
diplomático. Madrid, Ministerio de Defensa, 2000.
el paradigma de la nueva Administración y refleja claramente el carácter político-
militar de la autoridad del capitán general:
7
Novísima Recopilación, ley I titulo IX libroV.
Por otra parte, no solamente los Decretos de Nueva Planta eran ambiguos. Lo era
también toda la estructura político-territorial, en el sentido que había sido creada con
el cambio de dinastía y en el contexto de una guerra civil, con todas las tensiones
inherentes a un acontecimiento de este tipo y la necesidad posterior de pactos y
transacciones para mantener la quietud social y política.
Así pues, el centralismo absolutista se daba por hecho y Felipe V lo implantó, desde
Castilla y al modo de Castilla, a los reinos periféricos de la Monarquía Hispánica y
además con una específica impronta militar en la medida que se hacía por derecho
de conquista y por la necesidad de ejercer sobre los derrotados lo que el marqués
de Risbourg, capitán general de Cataluña entre 1722 y 1736, denominaba “un
vigilantísimo gobierno”, sobre todo añadía “por el genio belicoso e inquieto de
los catalanes” (8). Quería esto decir, que el motivo de la implantación fue
consecuencia de la contienda civil y por tanto el Real Acuerdo no afectó a los
territorios castellanos, salvo a Murcia, que pasó a formar parte de la Capitanía
General de Valencia.
Después de estas regulaciones y a la altura del año 1717, las Capitanías quedaron
establecidas de la siguiente forma: Aragón, Cataluña, Valencia y Murcia sujetos al
Real Acuerdo al que se incorporarían paulatinamente Andalucía, Costa de Granada,
Extremadura y Galicia. Paradójicamente y desde el punto de vista territorial, Castilla
quedó al margen, gobernada en nombre del Rey exclusivamente por la Chancillería
de Valladolid e incluso sin Capitanía General expresa, hasta que, con ocasión de
los motines de 1766, se creó ésta en la persona del conde de Aranda.
8
Risbourg al arzobispo de Valencia, gobernador del Consejo de Castilla, Barcelona
18/10/1727 A.H.N., Estado, legajo nº 2939, exp. nº 68.
Por otra parte y al margen de los condicionamientos externos, derivados del origen
bélico de la organización territorial, que condicionó su desarrollo y generó
contradicciones, también su ambigüedad se vio favorecida por la actitud personalista
de los que la toleraron y aun favorecieron en función de sus intereses personales.
De hecho, da la impresión de que nadie tuvo nunca intención de abordar el problema
sino de parchearlo. En todo caso lo único que se hizo fue colocar en el lugar preciso
a personas afectas que de momento soslayaran el dilema sin resolverlo, cerrando en
falso las crisis y limitándose a paliar sus efectos con medidas coyunturales, lo cual
provocaba que los problemas resurgieran.
9
MOLAS RIBALTA, Pedro. Militares y togados en la Valencia borbónica. Actes du premier
colloque sur le Pays Valencien a l'Epoque Moderne, Valencia, 1980, pp. 171-186.
capitán general. Hubo que esperar a finales de siglo, en 1800, en pleno reinado de
Carlos IV, para que se le concediera, completando así la estructura provincial creada
a principios de siglo y que, con esta medida, a las postrimerías de la centuria, se
zanjaba con una clarísima preeminencia de la autoridad militar sobre la civil en
términos políticos, a pesar de los esfuerzos en contrario que había hecho Carlos III.
Otra cuestión a señalar es, que durante el reinado de los primeros Borbones, se
observa la presencia permanente de extranjeros en las Capitanías. Hecho que
reafirma la idea de que se procuraba beneficiar a éstos en ciertos cargos, para evitar
el exceso de poder en manos de personajes nacionales, algunos de los cuales
militaban en grupos de oposición al régimen, sobre todo en el reinado de Carlos III,
en el que se intentó una reforma en profundad de las estructuras del Estado, de la
sociedad y aun de la Milicia que fue contestada desde varios ángulos.
10
MOLAS opus cit. pag. 178
TERCERA CONFERENCIA
Sean mis primeras palabras, como decían los oradores decimonónicos, para dar las
Voy a tratar un tema inexplorado que sacará a la luz una de las facetas menos
conocidas de uno de los personajes más ilustres formados en las filas del Ejército
español, hoy muy olvidado por sus compañeros de Armas y también por la mayor
Me refiero al capitán general del Ejército don Pedro Pablo Abarca de Bolea y
la política de defensa del último tercio del siglo XVIII, que para él debía de tender
conde de Aranda, y estoy convencido de que de esta minoría sólo unos pocos
El único estudio que he podido consultar sobre su faceta militar se remonta a 1931, y
Milicia, vocación y afición a las que supeditó cualesquiera otras de las que
Pocos militares habrá, por no decir ninguno, que hayan dejado tras sí un fondo
exhaustiva requisa que Godoy ordenó realizar en sus casas de Madrid y Aranjuez en
europeas recopilados por él, especialmente durante los 14 años que ocupó el puesto
profesional.
Por si ello fuera poco, a principios del siglo XIX, se publicaron, bajo el título:
Reflexiones sobre la Paz y la Guerra, que escribía el Excmo. Sr. Conde de Aranda,
algunos extractos del tratado militar con el que, como postrera contribución a su
oficio de soldado, intentaba mitigar los rigores y sinsabores del exilio aragonés.
Este ingente fondo documental permite conocer en profundidad el pensamiento de
1762, cuando Carlos III le puso al frente del Ejército de operaciones de Portugal. A
En política militar, sin embargo, mantuvo criterios poco plausibles para su tiempo, y
haciendo valer el dicho de que no hay mejor defensa que un ataque. A partir de la
caracterizado se templó y pareció convencerse que sólo por la vía del neutralismo
armado sería viable contrarrestar las dos amenazas, esta vez ideológicas, que se
en la Península.
Dado el objeto de estas Jornadas, esbozaré en primer lugar cómo concebía el conde
de Aranda lo que hoy denominamos política de defensa y política militar. A
continuación, analizaré sus planteamientos con respecto a la América Hispana, y su
postura ante el proceso de independencia de Estados Unidos, y por último hablaré
brevemente del dramático final de su carrera política.
Como es bien sabido, ayer y hoy, la política de defensa viene condicionada por los
exterior, o los objetivos son ambiguos, la política de defensa se resiente y con ella
todo el sistema militar. Buen ejemplo de ello es el caso de España, desde el final de
económico y en lo militar.
No era éste el caso en tiempos de Carlos III. La política exterior fue clara y estable
Durante el reinado de Carlos III, aun siendo semejantes los mimbres con los que
Grimaldi y Floridablanca hubieron de tejer su política de defensa, se advierten
diferencias entre la guerra de objetivos limitados que ambos planteaban, y lo que
opinaba Aranda al respecto. Para un hombre, que intuía con medio siglo de
antelación los principios enunciados por Clausewitz en 1830, la guerra debía ser
total y orientada a la destrucción de las fuentes de riqueza del adversario.
artículo que escribió para la CEHISMI en 1984, se sentían muy satisfechos de haber
Floridablanca.
Los hispanistas no emiten juicios de valor sobre su faceta pública, salvo en relación
afirmar que careció de ideas propias y que su única preocupación fue “restaurar el
de 1768. Sin embargo, Aranda podría en justicia formar parte del escaso elenco de
encontrarlo.
pensamiento.
la guerra no debía limitarse a destruir el ejército contrario, sino sobre todo las bases
subversiva como un procedimiento muy eficaz para minar la fortaleza del adversario.
de Línea.
Aranda, en su papel de presidente del Consejo de Castilla, recibió el encargo de
Antiguo Régimen, por la guerra global, tal como la concibió Clausewitz en 1830 y
Sin embargo, casi un siglo antes, en el año 1770, Aranda ya defendía que para
moral. En este sentido, al plantearse la crisis de las Malvinas, instó a Carlos III a
socavar la moral del pueblo inglés: “aturdirlo y debilitarlo con todos los registros
mercantes.
reservas mentales por parte de Carlos III, solicitó la colaboración francesa para
Identificada Gran Bretaña como el enemigo natural de España, “con todos los
sostenerla”.
otro peldaño más y se inclinará por emprender lo que, dos siglos después, se
escenarios.
Durante buena parte del siglo XVIII, España se convirtió en el satélite de Francia, o
Aun reforzado el vínculo dinástico tras la firma del Pacto de Familia entre Carlos III y
Luis XV, la Corte de Versalles mantuvo su estilo prepotente, eludió las obligaciones
defensivas derivadas del tratado, cuando interferían sus designios políticos, y exigió
años que Grimaldi estuvo al frente de la Secretaría de Estado. A partir del año 1777,
Estados Unidos.
criterio. Muy probablemente debido a que el Rey no le dio otra alternativa, Moñino se
Fernán Núñez, fiel reproducción de los dictados por Grimaldi para Aranda en 1763.
Reinando ya Carlos IV, volvió a actuar de igual forma en la rígida interpretación del
Pacto de Familia, con ocasión del conflicto de San Lorenzo de Nootka, y no dudó en
Floridablanca era su mayor preocupación por los aspectos defensivos del pacto
logrado estabilizar las fronteras en Europa occidental. Las principales potencias del
portuguesas. Como ha destacado Julio Albi, aunque nuestro país fue la única
del siglo, fueron constantes y revistieron sumo peligro las agresiones, externas e
internas, que se cernieron sobre los mismos, y más en particular durante su segunda
mitad.
francesa por separado, y que sólo reunidas tenían alguna posibilidad de equilibrar la
situación.
descubierta.
1766, cuando estaba en la cumbre de su carrera política, alertó a Carlos III de que
cuyo comercio y remesas de metales preciosos eran vitales para que España
Durante bastantes años, Aranda estimaría que, para defender aquel espacio y
la propia Gran Bretaña. Y también que, para contrarrestar las ansias expansionistas
de Portugal en América, era preciso asestar el golpe en la península Ibérica,
Grimaldi, como antes se apuntó, mantuvo la postura invariable de que el conde era
excesivamente alarmista y que hacer uso de las armas para impedir la merma de
Cuando Carlos III, al parecer bastante incómodo con el agrio carácter de Aranda,
sostener con honor una guerra que pueda sobrevenir, o acaso precaverla”.
Poco después, en el año 1774, recién iniciado el litigio brasileño, Grimaldi le instó a
que calibrara la incidencia del cambio de ministros, acaecido tras la muerte de Luis
XV, sobre la alianza hispano-francesa. El informe del embajador, que llevaba más de
desesperanzador.
gobiernan regularmente más por los intereses, que por su sangre y cordialidad”,
escribió al trasladar a Grimaldi la oposición francesa a prestar ayuda, y le
recomendó que España actuara por propia iniciativa, sin consulta previa a París, ni
Sentado lo anterior, admitió, con cierto escepticismo, que Francia no tendría “cara
terminante.
para recuperar los territorios ocupados por Portugal al sur de Sao Paulo,
se opuso de nuevo, alegando que ello sería exponerse a provocar “un fundado
resentimiento” de Inglaterra.
acompañará hasta su muerte: “Una nación no ama jamás a otra, sino en cuanto lo
primer escarceo entre las milicias del general Washington y las tropas regulares
repercusión.
Ante la falta de reacción del ministro, reiteró las llamadas de atención e insistió en la
como habían hecho los franceses. Opinaba que, a corto plazo, una victoria inglesa
derrota supondría la aparición de un nuevo vecino, menos temible como amigo que
como enemigo. Es patente que Aranda había percibido la potencial amenaza del
por su mente bastantes años antes de la firma del Tratado de Versalles. El dictamen
sólo se conoce gracias a una copia tardía, aunque ha sido hasta ahora la fuente más
Sin embargo, seis años antes, al trasladar a Madrid la petición de ayuda cursada por
Además, el despacho del año 1777 es imprescindible para conocer lo que opinaba
su frustración a sus compañeros de armas. Por carta les comentó que tarde o
demora nos haría perder puntos políticos con Estados Unidos y bazas militares
frente a Inglaterra: “habiéndolos podido coger con los brazos atados, los hallaremos
Dos años después su vaticinio se hizo realidad. Floridablanca ordenó apoyar a los
rebeldes y declaró la guerra a Gran Bretaña. Pero entonces el proceso estaba ya tan
avanzado que la intervención española era irrelevante. Por ello, muy pocos
negociaciones a tres bandas que culminaron en la firma del Tratado de Versalles del
año 1783, lo dio pie a una abundante correspondencia en la que volvió a insistir
Estados Unidos se trasladó, agudizándose, a este lado del Atlántico a partir del inicio
por qué un hombre que se había pasado la vida trazando y proponiendo planes y
proyectos bélicos, hasta el extremo de hacer perder la paciencia a Carlos III, cuando
Cuando en febrero del año 1792, Carlos IV decidió el cese de Floridablanca y puso a
Aranda al frente del poder ejecutivo, el panorama internacional, expuesto por Moñino
francesa, y por si fuera poco, dos años antes, la Asamblea Constituyente había
Era la primera vez que Francia asumía esta obligación desde que se firmó el Pacto
en el año 1761, y el motivo aducido para solicitar el auxilio francés era muy similar a
los invocados en el año 1770, cuando Luis XV se negó a ayudar a Carlos III con
ocasión del incidente de las Malvinas, y en 1775, cuando Luis XVI hizo lo propio con
En esta ocasión, agosto de 1790, los ingleses se habían apoderado del puerto de
a movilizar 45 navíos.
Floridablanca, sin embargo, interpretó que la resolución de la Asamblea viciaba el
Aranda, que seguía sin perder de vista que el eje de la política de defensa
de 1792, exigió al Consejo de Estado optar con urgencia por aliarse con Francia o
con Inglaterra, “porque sin apoyo de uno de los dos arriesgamos todo lo
Rey una carta, dirigida al monarca napolitano, que alegaba motivos defensivos para
El asalto a las Tullerías y la prisión y ejecución de Luis XVI impidieron llevar a buen
término aquel designio. Sin embargo, pocos días antes de la declaración formal de
Consejo de Estado, puesto que conservaba tras hacerse cargo Godoy del poder
un Estudio de los factores de la decisión, tras cuya lectura cualquier general habría
Como Godoy ignoró sus recomendaciones, urdió una segunda estratagema para
impedirle que declarara la guerra. El día 25 de abril, remitió al monarca una “idea de
informarles de la autoría del documento. Esperaba, sin duda, que su lectura les haría
ventajosa situación alcanzada para negociar y recuperar el apoyo del antiguo aliado.
forma de manejar el conflicto, que Godoy le impidió leer en la sesión del Consejo de
amenaza británica era contemplada bajo una óptica diferente. El anciano militar,
dotado una vez más de singular don de profecía, anticipaba que el proceso
ocasión; sin embargo, el vaticinio se hizo realidad cuando el pueblo español se alzó
MILITAR ESPAÑOLA
HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA
Nace la Aeronáutica Militar, con la publicación del Reglamento del Servicio. Bajo el
mando del ya coronel Vives, se establecen las ramas de Aerostación (Guadalajara,
comandante Cue) y de Aviación (Cuatro Vientos, capitán Kindelán) La primera
cuenta con pilotos de esférico y pilotos-mecánicos de dirigible; la segunda, pilotos y
observadores de aeroplano.
Primera reorganización integral del Servicio con referencia al Real Decreto de 1913.
Se crea la Escala del Aire en la que causa alta el personal navegante de las
diferentes Armas, pasando a Supernumerarios en las de origen donde debían
ascender cuando correspondiese. Se crean categorías, con divisas propias: Oficial
Aviador (teniente), Capitán de Escuadrilla (capitán), Comandante de Grupo
(comandante) y Jefe de Escuadra (coronel). Las Unidades tácticas serán
Escuadrillas (Reconocimiento-Combate-Bombardeo) Grupos y Escuadras.
De gran trascendencia para los futuros mandos fue el Curso de Jefes realizado en
Cuatro Vientos en 1923, dada la poca antigüedad de los componentes iniciales.
Kindelán, jefe de Base, fue nombrado “jefe Superior del Aire“ (Bayo y Herrera, jefes
de Escuadra) y tras ascender a general (1929) se le confirma como “jefe Superior de
Aeronáutica”. (Al caer Primo de Rivera fue cesado por Berenguer y sustituido por
Balmes).
No podemos dejar de reseñar en ésta época la creación del Consejo Superior (1927)
y las Escuela Superior de Aeronáutica (Real Decreto 3 de septiembre de 1928) y de
Aerotecnia (Real Decreto 29 de septiembre de 1928).
Por Decreto 26 de junio de 1931 ve la luz el Cuerpo General de Aviación por el cual
se vuelve a las categorías de 1922, a las que se añade las de Alumno aviador
(guardiamarina-alumno) y jefe de Base (contralmirante-general de brigada).Se
diseña un uniforme azul, una Academia de Aviación y un inspector general
dependiente del Ministerio de la Guerra. Por Orden Circular 14 de noviembre, tres
Escuadras y un Grupo independiente de hidros. Las dos especialidades tradicionales
pasan a denominarse Aviación independiente y Aviación divisionaria o de
cooperación. Plantilla: 2.687.
Al desaparecer el Cuartel General (21 de agosto) nace el Ejército del Aire con un
general en la reserva y cuatro coroneles. El general .Yagüe fue nombrado ministro,
sorpresivamente, dada la trayectoria histórica y personal de Kindelán.
Sobre éste cañamazo, con los bordados de las Campañas de África y la guerra civil
que ilustran mis compañeros Herrera y Madariaga, quedo a disposición de ustedes
en ésta mesa redonda.
QUINTA CONFERENCIA
HALLAZGOS AEREONÁUTICOS
EN LA GUERRA DE ESPAÑA.
El final de la Primera Guerra Mundial deja todos los fenómenos que rodean el
emergente mundo de la Aviación en plena ebullición, aunque naturalmente
escorados hacia el lado bélico de su utilización. Es todo un enorme e imaginativo
sector de la técnica moderna desarrollada por los diferentes hombres curiosos y
creativos en cada país y cuyos hallazgos se suceden unos a otros de forma más
veloz-quizás como la velocidad de los propios vehículos aéreos que ellos están
descubriendo y creando- que el progreso habido en otras técnicas en igual número
de años. Así la aviación mundial progresa de forma geométrica o exponencial en
lugar de ir ascendiendo de una manera mas pausada.
Así a lo largo de los años de guerra se irán sucediendo los progresos en la Aviación
militar, surgiendo los nombres de los nuevos centauros de la lucha armada, los
"ases" del combate aéreo, que se distinguen por el número creciente de victorias o
derribos conseguidos sobre sus oponentes. Todos ellos respetaban a sus contrarios
y habitualmente practicaban unos códigos no escritos de caballerosidad, que los
remitían en sus conductas a los antiguos libros de gestas. No atacar a un contrario
con una avería o que ha terminado sus municiones, levantar la mano en señal de
saludo al comprobar que las armas del contrario están agarrotadas o acompañar a
un aeroplano tocado hasta tierra. Todo eso era practicado por los primeros ases,
como los alemanes Boelcke o Inmelman.
Al término de la guerra, ases aliados como Albert Ball, muerto en combate solitario
con 21 años o maestros como el canadiense Billy Bishop, 72 victorias a su cargo,
Mike Mannock o James MacCuden con 57, se habían convertido en los héroes de la
Aviación de su tiempo. Oswald Boelcke había creado los rudimentos en las técnicas
del incipiente combate aéreo y sus últimos compañeros como el barón Manfred von
Richthofen, su hermano Lothar y Herman Göering las habían perfeccionado.
Los aliados resumían en frases de Mannock --un gran profesor-- las capacidades
que necesitaban de un buen piloto de caza: agresividad, capacidad de luchar en
formación, buena puntería, vista para la emboscada y estrategia para tender una
trampa. En resumen "siempre por encima, raras veces a nivel, nunca por debajo".
Los últimos aviones aliados como el Sopwich Dolphin y el Snipe con 200 caballo de
vapor de potencia, volaban a 120 mph y más de 20.000 pies, aunque la mayoría
todavía eran Camels y SE,s.
Últimas tácticas aéreas en 1919
Cuando la Primera Guerra Mundial termina podemos resumir así los progresos de la
naciente arma aérea:
! Estos protegen a los que realizan ataques al suelo de tipo táctico, acompañando
a los combatientes en los frentes.
Los primeros aviones modernos que arribaron a España fueron los franceses que
formaron en las filas de la Aviación republicana, entre los meses de agosto y
noviembre de 1936. Entre estos se encontraban los aviones de caza Dewoitine D-
371 y D-500, así como cierto número escaso de Loire y Gordou-Lesserre. También
hizo acto de presencia el famoso "bombardero multiplaza" Potez 540, que formaría
la dotación de la Escuadrilla Maulraux así como otras unidades de bombardeo. A
continuación comenzaron a llegar en octubre y noviembre del mismo año los aviones
soviéticos de muy superiores características a todo el resto de aeronaves que
volaban por entonces en la Península: Los bombarderos ligeros R-5 Rasantes y R-Z
Natachas, los I-15 Chatos, los I-16 Moscas y los bombarderos Tupolev SB-2
Katiuska.
A los pocos meses de comenzar las hostilidades se vio claro que el avión de caza
biplano había fenecido. Lo nuevo eran aviones monoplanos de construcción
cantilever, monomotores de altas prestaciones y a ser posible con motores
sobrecomprimidos, asientos blindados en la espalda del piloto, visores de retícula y
depósitos autosellables. En los cazas nocturnos se tenían que ocultar las lumbreras
de salida de llamas de los escapes y había que situar algunas luces de posición y de
aterrizaje.
Si un avión de caza vuela muy alto, mas que los aviones propios, caso de los BF–
109 sobre los Moscas I-16, hay que conseguir otro avión –como el SuperMosca I-16
con motores Wright Cyclone – que pueda volar a esa altura.
Todos los ases de la Aviación en España se quejaban de las mismas carencias: falta
de potencia de fuego en los cazas, tanto nacionales como en los gubernamentales.
Y en los aviones de bombardeo, mal armamento con torretas inservibles o lentas,
falta de protección blindada y más potencia en motores.
Conclusiones y experiencias
Cada una de las fuerzas aéreas importantes en presencia en Europa y que al cabo
de tan sólo meses estarían luchando entre ellas, sacaron conclusiones, analizaron
experiencias y tomaron medidas, modificaron proyectos o copiaron
sistemáticamente. También omitieron algunos ejemplos y cometieron grandes
errores.
Los rusos recibieron una lluvia de aviones, sistemas, piezas de origen alemán e
italiano y hasta llegaron a constituir una unidad completa en retaguardia en los
Urales, con aviones volados en el año 1941 por los mejores pilotos rusos y algunos
españoles que habían volado con ellos y sus aviones en España hasta 1939. Sus
consecuencias fueron a veces chocantes y otras geniales. Por ejemplo:
! El avión ligero táctico de ataque al suelo, tenía que ser indestructible, bien
armado, blindado y pesado como un carro de combate aéreo: de ahí nace el
Stormovick.
! Sus aviones de caza se quedaron obsoletos en pocos meses ante los alemanes
que habían experimentado más deprisa. De todos modos hacia 1942 estaban
comenzando a producir algunos de los aviones de caza más modernos de la
Segunda Guerra Mundial, sí bien no en cantidades suficientes.
Los alemanes hicieron sus propios descubrimientos y quizás fueron los que más
datos recopilaron sobre el terreno y en el aire:
! Dejaron a todos sus cazas con muy poca autonomía, lo cual constituyó uno de
sus más lamentables errores de toda la guerra.
! El éxito inicial del Stuka los llevo a pensar que esa era una formula duradera. En
poco tiempo tuvieron que retirarlo o protegerlo pesadamente y usarlo solamente
en presencia de una superioridad local o temporal decidida.
Los italianos tuvieron también grandes oportunidades, pero no supieron
aprovecharlas:
General Echagüe
11
Tal vez este pensamiento haya quedado desfasado en su primera parte, dados los precios actuales
del material aéreo; en lo demás es totalmente actual
Al Ejército español le nacen alas
El tremendo golpe que para los españoles constituyó la pérdida de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas en 1898, sumió a los gobiernos de la época en aquel marasmo que
Silvela definiría como la “España sin pulso”. No obstante, en las filas del Ejército -
que se sentía víctima y “cabeza de turco” de una situación de la que no era
culpable- se seguía trabajando y tratando de mantener a éste actualizado, y a las
Fuerzas Armadas españolas llegaban noticias de la organización de secciones de
aeroplanos en otros ejércitos europeos.
12
Eran éstos, dos biplanos Henry Farman, con motor propulsor Gnome de 50 c.v. y un, también
biplano, Maurice Farman MF-7, con motor Renault de 70 c.v.
Serbia y Montenegro. En esta guerra, por primera vez, tendrían Aviación ambos
contendientes.
Una prueba más del escepticismo de la mayoría de los mandos militares hacia el
naciente elemento de guerra la recibieron el capitán Kindelán y el Infante don
Alfonso, cuando se presentaron al jefe del Estado Mayor de la Comandancia
General de Ceuta solicitando ayuda para desembarcar el material de la Escuadrilla;
El jefe del Estado Mayor un teniente coronel del Cuerpo, les preguntó, entre otras
cosas, si podrían llevar en vuelo una carta de Ceuta a Tetuán, y al responder el
capitán que no era posible por no existir en Ceuta un terreno apropiado para
aeródromo, les despidió diciendo: “entonces veo que no me van a servir ustedes
para nada.”
13
El personal de la escuadrilla, además del capitán Kindelán, lo componían los pilotos, capitanes
Barrón, de Ingenieros, y Bayo, de E.M. y los tenientes, SAR el Infante don Alfonso de Orleáns, Ríos,
Moreno Abella y Espín, de Infantería, Olivié, de Ingenieros, Alonso, de Intendencia y Cortijo, de
Sanidad -que sería además el médico de la Escuadrilla- y los observadores, capìtanes Castrodeza,
de E.M.. Cifuentes, de Artillería y Barreiro, de Ingenieros y tenientes Ruiz de Arcaute, de Artillería,
O’Felan, de Infantería de Marina y el alférez de navío, Mateo Sagasta.
14
Eran éstos, cuatro biplanos Maurice Farman MF-7, cuatro biplanos Lohner “Pfilflieger” y cuatro
monoplanos Nieuport IV.G
La primera acción aérea se llevó a cabo el 3 de noviembre, por tres aparatos que
realizaron sendos reconocimientos a vanguardia de Laucién. Realizó la escuadrilla
diversas misiones de bombardeo en las que -dado el pequeño tamaño de las
bombas- el efecto moral sería siempre muy superior al material, pero que resultaron
muy efectivas.
Continuaron actuando los aviadores en las operaciones en torno a Tetuán, con gran
éxito -especialmente, moral- y se decidió situar otra escuadrilla en Arcila,
dependiente de la Comandancia General de Larache, y tres biplanos Farman MF-7
al mando del capitán Bayo se establecieron el la playa, trasladándose unos días
después a un terreno más apropiado desde el que participarían en las pequeñas
operaciones que en el territorio de aquella Comandancia se llevarían a cabo,
especialmente en la belicosa Cabila de Beni Arós.
15
Se seguía la política de no utilizar terrenos productivos, para no perjudicar a los moros de las zonas
sometidas..
pequeño peso de las bombas –3,5 kilogramos- y a la modesta carga de los
aeroplanos, pero con indudable efecto moral.
En consecuencia, pese a ser la ocasión muy favorable para realizar acciones a gran
escala que habrían dado a las fuerzas españolas la posesión de puntos importantes
desde los que ejercer eficazmente la acción de Protectorado, nuestros soldados
hubieron de limitar su actividad a mantener sus posiciones, llevando a cabo
únicamente a vanguardia de éstas, las pequeñas operaciones necesarias para
garantizar la seguridad de la zona sometida al Majzen.
Las dificultades para adquirir material aéreo durante el conflicto europeo, forzó a la
Aviación militar española a mantenerse apenas sin repuestos, sin poder importar
materias primas para construir aeroplanos en España, y con la única adquisición en
Estados Unidos -neutrales, a la sazón- de doce biplanos Curtiss JN-2 Jenny -seis
de ellos, hidros- en el año 1915. Dos años más tarde, la dirección de Aeronáutica
convocó un concurso entre proyectistas y constructores españoles, tratando de
conseguir modelos de aviones de caza, bombardeo y reconocimiento, para ser
fabricados en nuestra patria, pero con el final de la Gran Guerra en 1918,
comenzaron a llegar a España material aéreo moderno, de los beligerantes, del
sobrante de la guerra, de muy buenas características y precios de saldo, con lo que
lo que habría sido un importante impulso de la industria española cuatro años antes,
pasó al olvido. Probablemente se perdió aquí una buena ocasión de entrar España
en la industria aeronáutica con paso firme. Y en la Aviación militar española entraron
los De Havilland, Bristol, Farman, Breguet y otros, aunque en pequeñas cantidades.
Pese a todo, la Aviación militar española -la Aeronáutica naval nació sobre el papel
en 1917 y no comenzó a volar hasta 1921- no había adquirido la entidad necesaria
para el papel que se intuía iba a tener que desempeñar a corto plazo, y así, en
Marruecos se contaba únicamente con tres escuadrillas -una adscrita a cada
Comandancia General-, que aunque dotadas con material moderno, era éste escaso
como pronto se vio. Con estas tres unidades se constituyó en enero de 1920 el
Grupo de Escuadrillas de Africa al mando del comandante Aymat.
Esta situación se mantuvo hasta el año 1921 en que los espectaculares avances por
el territorio oriental, realizados por el general Silvestre, comandante general de
Melilla, tuvieron como consecuencia estirar la larga línea de posiciones que
constituía el frente, que ya alcanzaba más de 110 kilómetros, quedando muy pocas
tropas para asegurar las líneas de abastecimiento, guarnecer la plaza de Melilla y
las islas y peñones, y contar con unas débiles columnas de reserva. La conquista de
la posición de Abarrán por los moros el 1 de junio, apenas constituida, y la
imposibilidad mes y medio más tarde de abastecer a los defensores de Igueriben,
forzó al general Silvestre a ordenar la retirada de la posición principal de Annual,
operación que se realizó en muy malas condiciones, viéndose como las tropas
indígenas al servicio de España, desertaban en su mayor parte, pasándose al
enemigo importantes contingentes.
En esta penosa retirada que no se detuvo hasta monte Arruit donde el general
Navarro se fortificó con unos 3.000 hombres; la Aviación, constituida únicamente por
la escuadrilla de Zeluán -cinco biplanos De Havilland DH-4 a las órdenes del capitán
Pío Fernández Mulero- desarrolló una extenuante labor protegiendo el repliegue (16),
realizando 15 salidas el día 21, y 14 el 22, arrojando en ellas más de l.000
kilogramos de bombas. El día 23, en plena retirada aún realizaron 15 salidas, pero
finalmente el aeródromo quedó sitiado, y los aviones fueron destruidos por la
guarnición cuando, agotadas las posibilidades de defensa, se retiró tratando de
llegar a Melilla.
El golpe cayó en España con todo su peso, pero en contraste con la actitud
negativa y revolucionaria con que 12 años antes la sociedad había recibido lo del
barranco del Lobo, esta vez la reacción fue firmemente positiva; había que “vengar
la ofensa del moro y ponerlo en su lugar”. En lo militar se enviaron a Africa los
segundos batallones de los regimientos de Infantería, un escuadrón por cada uno de
Caballería, y proporcionadas fuerzas de Artillería, Ingenieros y Servicios. Todas las
16
Al capitán Mulero le fue concedida la Medalla Militar por su actuación en estos días.
provincias (17) regalaron al Ejército uno o más aviones que, merced a la previsión del
general Echagüe que a alguno había parecido excesiva, estuvieron tripulados por
españoles (18). El Gobierno aprobó un crédito de 5.700.000 pesetas para adquirir
material aéreo, y se constituyeron las fuerzas aéreas de Marruecos, inicialmente con
dos grupos de Escuadrillas, al mando del coronel Soriano. Realmente era una fuerza
pequeña, pero el valor de sus tripulaciones y su rápida adaptación a las
peculiaridades de la lucha, le dieron gran efectividad.
Fue en estos años cuando realmente se forjó la Aviación militar española, que llegó
a ser una fuerza moderna y bien equipada -tripulada por hombres salidos en su
mayoría de las más distinguidas unidades que combatían en África- que apoyaba al
Ejército en sus avances, abriéndole paso con sus bombas y ametralladoras,
desarrollando tácticas originales y audaces, destacando en el ataque en vuelo
rasante, algo que los aviadores franceses, veteranos de la Guerra Europea muchos
de ellos, denominarían vol a l’espagnole.
17
También regalaron aviones las colonias de españoles en países hispanoamericanos.
18
De no haber contado con este plantel de pilotos habría que haber contratado mercenarios.
vuelos rasantes para precisar la caída de las cargas dentro del reducido perímetro
de aquélla, maniobras en las que los aeroplanos recibían numerosos impactos de
fusil y ametralladora de los sitiadores, se producían muertos y heridos a bordo, y
eran derribados con más frecuencia de la deseada. Esta necesidad de abastecer a
las posiciones asediadas, fue importantísima, y exigió un esfuerzo titánico de los
aviadores. Fueron a lo largo de la campaña especialmente duros los
abastecimientos aéreos a Tizzi Assa, Tifarauin y Kudia Tahar, logrando que se
mantuvieran estas posiciones, pagando los aviadores un caro tributo. En ocasiones
el esfuerzo hubo de ser sobrehumano, tanto en las tripulaciones como en los
equipos de tierra, ya que el número de posiciones sitiadas era grande; en el frente
oriental, entre septiembre y diciembre de 1924, el grupo expedicionario de Havilland-
Rolls, mantendría abastecidas, desde Sania Ramel, en Tetuán, 22 posiciones, y
desde Auámara, en Larache, 27, volando sin cesar, sin tiempo para realizarlas
revisiones necesarias, con el material gastado y el consiguiente incremento del
riesgo.
En los periodos en que el frente estaba tranquilo, y Abd el Krim aseguraba a los
suyos que era porque él había parado a los españoles, era la Aviación la que en
vuelos por el interior del territorio insumiso, atacando y disolviendo zocos., y
destruyendo aduares y cosechas, mostraba a los indígenas que España estaba allí y
no tardaría en hacer ver todo su poder.
19
Una escuadrilla de hidroaviones Farman “Goliat” al mando del teniente de navío París.
20
Eran 18 hidroaviones del Dédalo (Savoia-16, Macchi-18 y Supermarine) y 6 Macchi-21 que
actuaron desde El Atalayón, agregados a la Aviación Militar.
por el interior del territorio insumiso, y en vencer la dura resistencia de los yeblíes,
especialmente de los valientes cabileños de Beni Arós.
La Aviación militar española, nacida por la guerra y para la guerra, no había podido
participar en el amplio abanico de raids que, terminada la Guerra Europea, se había
desplegado por el mundo, con algunos éxitos y muchos fracasos; pero ya la guerra
de Marruecos prácticamente liquidada, los aviadores españoles, curtidos en la dura
brega, se encontraban preparados para realizar hazañas de paz.
De estos tres vuelos, el que más resonancia tuvo fue el del Plus Ultra; puede decirse
que cerró la “crisis del 98”, ya que su llegada a Hispanoamérica recordó a las
21
Tres hidroaviones Dornier “Wal” recién salidos de la campaña.
22
Al comandante Llorente le fue concedido el Trofeo Harmon por la Ligue Internationale des
Aviateurs.
naciones nacidas de nuestras antiguas colonias, que España, aquella nación “sin
pulso” -como la había calificado Silvela- era la “Madre Patria”, y así se apresuraron a
manifestarlo en largos y ditirámbicos artículos de prensa. En España el vuelo del
Plus Ultra era uno de los primeros acontecimientos brillantes desde el desastre de
las escuadras de Montojo y Cervera en 1898, y exaltó el orgullo nacional. Aunque el
Mundo reconoció y celebró la gesta de los aviadores españoles, no faltaron quienes
trataron de apropiarse parte del éxito de la proeza; Italia aducía que el avión estaba
construido en Pisa, Alemania que era suyo el proyecto de aquél, y Francia, dado que
no habían sido aviadores franceses quienes protagonizaran la hazaña, trató de
quitar importancia al raid.