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10/11/2010 ¿Hay que temerle a China?

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¿Hay que temerle a China?


[1]

por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Lorenzo Bernaldo de Quirós [2] es presidente de Freemarket International Consulting en


Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.

En el centro de la inexistente guerra de divisas, tal como este concepto se entiende en la


literatura económica clásica, está el Celeste Imperio y la resistencia de sus autoridades a
permitir la revaluación del renmimbi. Desde numerosos gobiernos y desde amplios sectores
de la opinión ilustrada se sugieren numerosas iniciativas para forzar al gobierno chino a
revaluar su divisa y ayudar a la recuperación de la economía mundial. Esas quejas se oyen
con una fuerza especial en los EE.UU. Se culpa a los dirigentes del antiguo Celeste Imperio
del déficit por cuenta corriente norteamericano. Esta tesis es inexacta. El saldo negativo de
la balanza de pagos por cuenta corriente americana es la expresión de que ese país gasta
más de lo que ahorra. En consecuencia, la devaluación del dólar y una hipotética
apreciación del renminbi no bastarían para solucionar el problema. Para ello, América tiene
que elevar su tasa de ahorro, el resto es literatura. Dicho esto, la decisión del gabinete chino
de mantener artificialmente bajo el valor de su moneda es insostenible y, peor, genera
distorsiones que comprometen el crecimiento económico del país en el medio y en el largo
plazo. Por ello, un poco de pedagogía es elemental…

¿Cómo actúa el Banco Central chino? Compra dólares a los exportadores para evitar la
apreciación de su divisa y les da renminbis a cambio. Ahora bien, ese movimiento aislado
de otras medidas de contrapeso generaría inflación. Para evitarla, el Banco Central emite
deuda al mismo tiempo que compra dólares para “esterilizar” el aumento excesivo de la
oferta monetaria. A su vez utiliza los billetes verdes “confiscados” al sector exportador para
adquirir activos estadounidenses, incluyendo bonos del Tesoro, recibiendo como
contrapartida los intereses generados por ellos y pagando los correspondientes a los
tenedores de renmimbis. Si los intereses generados por los activos en dólares son bajos y
los tipos de interés de la deuda china fuesen altos, el Banco Central acumularía activos de
baja rentabilidad mientras emitiría obligaciones de alta rentabilidad. Esto provocaría un serio
problema presupuestario. Para conjurar ese riesgo e impedir que el diferencial de tasas de
interés a favor del renmimbi frente al dólar atraiga flujos de capital que aprecien la moneda
china, el Banco Central fija los tipos de interés por debajo de los estadounidenses y obliga a
los bancos a pagar una tasa de interés baja para los depósitos y también para su propio
endeudamiento.

En la práctica, la política monetaria de China es el reflejo mimético de la estadounidense. Si


la Reserva Federal opta por una estrategia de tipos de interés bajos, China tiene que hacer
lo mismo para mantener depreciado el valor de su divisa. Esto genera el serio riesgo de
crear burbujas en los mercados de créditos, en el inmobiliario y en el bursátil cuyo potencial
explosivo y desestabilizador es extraordinario. Con su renuncia a encarecer el precio del

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dinero por los procedimientos ortodoxos (el alza de las tasas de interés adoptada el 19 de
octubre es insignificante), las autoridades chinas recurren a otros mecanismos, por ejemplo,
el racionamiento cuantitativo del crédito. Sin embargo, esta acción no es neutral. Provoca
graves distorsiones en el funcionamiento de la economía.

En el contexto de un sistema financiero caracterizado por el dominio del binomio banca


pública-empresa pública, la restricción crediticia afecta básicamente al sector privado y, en
concreto, a la parte de él con menores conexiones con el poder. Esto contribuye a premiar a
los sectores menos eficientes sobre los que lo son más. La ineficiencia del modelo bancario
chino se ha traducido en un estrangulamiento del proceso de nacimiento y de crecimiento de
grandes compañías privadas. Estas gozan de una brutal desventaja competitiva frente a las
empresas estatales con acceso fácil y barato a la financiación doméstica y frente a las
compañías extranjeras que logran lo mismo fuera del país. Por eso, China tiene menos
grandes firmas privadas que el otro gigante asiático, la India. Esta es una fragilidad
estructural de la economía china que lejos de corregirse se agrava con el paso del tiempo.

Pero la política de bajos tipos de interés practicada por el Banco Central chino produce
otras consecuencias indeseadas. Por un lado reduce la renta de los hogares y de este modo
su consumo. Esto hace al país cada vez más dependiente de la demanda externa para
crecer, serpiente que se muerde la cola. Por otro, la estrategia de dinero barato baja de
manera artificial los costes de capital lo que lleva a las compañías a invertir en proyectos
intensivos en ese factor de producción y, en paralelo, a una sustitución de mano obra por
maquinaria. En un país, con una extraordinaria abundancia de factor trabajo, esa estructura
productiva fabricada por la intervención estatal en los mercados crea muchos menos
puestos de trabajo de los que en teoría cabría imputar a una economía, la china, con tasas
de crecimiento tan elevadas.

Si se analiza con una cierta precisión la coyuntura china es muy similar a la japonesa de
finales de los años ochenta y primeros de los noventa del siglo pasado. Este recordatorio es
muy interesante cuando los apologistas de la amenaza china de hoy esgrimen argumentos
muy parecidos a los de los paladines del imparable auge del Japón en esos gloriosos años
en los que el Imperio del Sol Naciente era la alternativa al capitalismo de corte anglosajón.
Desde esta perspectiva, marginal y heterodoxa, la gran perjudicada de la infravaloración de
su moneda es la economía de la República Popular China. La fascinación de Occidente con
la emergencia del coloso asiático como la gran superpotencia económica del siglo XXI es
una broma como lo fue la amenaza japonesa en las últimas décadas del siglo XX. Fumanchú
sigue siendo un comic o una película de serie B, muy atractiva para espíritus iluminados y
para los tontos de todo tiempo y lugar. Napoleón dijo: “Cuando China despierte, el mundo
temblará”. De momento, ese aserto es una broma.

Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 21 de octubre de


2010.

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