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Ausencia de Estado, el modelo agrario y los campesinos

La relación del poder estatal con la geografía política y social de Colombia


explica muchas de las condiciones estructurales que han influido sobre la
persistencia de la lucha armada y sobre las dificultades para resolver el
conflicto. El Estado no ha sido capaz de reconocer y garantizar derechos de
propiedad transparentes sobre la tierra, ni ha podido controlar las rutas para
movilizar los productos de exportación. Tampoco ha podido imponer un
sistema equitativo de impuestos sobre la propiedad o la riqueza, y por tanto no
tiene los recursos para satisfacer las necesidades básicas de los sectores
excluidos de la población.
La confrontación armada en Colombia ha sido fundamentalmente una guerra
por el territorio, porque la tierra ha sido históricamente la fuente de rentas
privilegiadas para los ricos y el recurso de supervivencia de los pobres. Por eso
es necesario examinar en primer lugar las raíces y dimensiones agrarias de la
violencia.
Necesitamos un modelo distinto de desarrollo agrario
El país debe adoptar políticas para clarificar y formalizar los derechos de
propiedad, recuperar las tierras obtenidas por violencia y enriquecimiento
ilícito, restituir la tierra a las víctimas de usurpación y desplazamiento, y
facilitar el acceso a la tierra para poblaciones que deban reubicarse por
razones ambientales, productivas y sociales.
Es imperioso usar racionalmente el territorio productivo mediante el cultivo
más intensivo de los mejores suelos, la reducción de la presión demográfica
sobre las áreas que deberían conservarse, y el ordenamiento de la población
campesina en el territorio mejor dotado de infraestructura y servicios estatales.
Es muy probable que el conflicto armado con las guerrillas haya pasado su
momento de negociación. Colombia optó por recuperar la soberanía estatal
sobre el territorio y consolidar la seguridad en todos los frentes del conflicto:
desmovilización de los grupos paramilitares, combate con las guerrillas, lucha
contra las bandas emergentes del narcotráfico y contra la delincuencia común.
La desmovilización paramilitar dejó una secuela de grupos criminales
organizados y un aumento de la delincuencia común en las ciudades de
destino; y lo más probable es que la desmovilización eventual de grupos de
guerrilleros siga el mismo curso. De esta forma, el problema colombiano
parece estar derivando hacia un problema de eficacia de la policía y los

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servicios estatales de justicia, prevención y conciliación de conflictos.
Si se descarta definitivamente la vía de negociar reformas estructurales con las
guerrillas como precio de la paz, se abre la perspectiva de resolver los
conflictos sociales como resultado de la iniciativa del sistema político para
consolidar las ganancias en seguridad y recuperar la lealtad de la población
con el Estado. Este viraje también requiere cambiar la perspectiva de análisis
para volver a la idea de un Estado en construcción, en ocasiones cercano a la
definición de un Estado frágil o casi fallido, que no ha logrado imponer la ley
en el territorio.
En esta nueva perspectiva, ningún programa estatal tendría mayor impacto en
la distribución de las oportunidades de vida y la consolidación de la seguridad
que el reconocimiento de los derechos de propiedad del campesinado sobre
los territorios recuperados de los actores armados. Exigiría reordenar la
distribución de la población rural en mejores tierras, con oferta de bienes
públicos, titular la pequeña propiedad, estabilizar la frontera de colonización y
cerrar su expansión, reubicar dentro de la frontera a los cultivadores ilícitos,
proteger y sanear las reservas territoriales indígenas y negras, conservar las
tierras cuya vocación es la generación del agua y recuperar y restituir la tierra
usurpada a los desplazados.
Un nuevo modelo de desarrollo agrario que incluya la economía campesina
permite asociar capital y trabajo en la misma población regional, que está
interesada, más que cualquier inversionista, en conservar los recursos naturales
y en mejorar la infraestructura y los servicios estatales de la región.
La alternativa es la que tiende a imponerse de hecho si el gobierno no
formaliza y restituye los derechos territoriales de la población campesina: la
mayor seguridad estimula la confianza de inversionistas, quienes ofrecen
comprar posesiones o mejoras a bajo precio para englobar grandes extensiones
para monocultivos empresariales, y reproducen el ciclo migratorio de los
colonos, mientras generan poco trabajo asalariado. El resultado es menor
cohesión social y mayor conflictividad, como muestra claramente el modelo de
desarrollo de Urabá y parece ser el seguido en la Altillanura del Meta (Región
del Rio Meta).
Un programa de consolidación debe transformar la mayor seguridad
democrática en confianza inversionista de las comunidades regionales, para
que asuman el control de su desarrollo, y en mayor cohesión social, que
depende de la amplia distribución de oportunidades de progreso.

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La negociación de paz se transforma entonces en una negociación ampliada
del Estado con la población campesina en las regiones afectadas por la guerra,
que se concreta en un pacto social para reconocer los derechos que tienen
como ciudadanos, empezando por la propiedad sobre la tierra. El resultado es
la recuperación de la lealtad de la población con el Estado y el debilitamiento
definitivo del escaso apoyo popular a las guerrillas y otras organizaciones
armadas y la legalización del comportamiento económico, para debilitar
también la economía ilegal del narcotráfico.
Mano de obra campesina barata

Como lo enseña la historia agraria, la tierra se controla para controlar a la


gente(1) , y así lo reitera el desarrollo reciente de la política laboral
colombiana. De manera coherente con la sobreoferta de mano de obra
resultante de la usurpación de tierras y el desplazamiento forzado, los
estrategas de esta vía de crecimiento pusieron en marcha directrices del
Banco Mundial en torno a la "flexibilización laboral" para elevar la
"competitividad" de la economía colombiana.

Las primeras expresiones de estas políticas fueron las reformas laborales


contempladas en las leyes 50 de 1990 y 789 de 2002, encaminadas a poner
en marcha la "flexibilización" laboral como condición para una exitosa
inserción en los mercados externos. Estas políticas, derivadas del "consenso
de Washington", fueron coherentes con el criterio explícito de los hacedores
de la política económica oficial de inducir la reducción de los costos
laborales evitando incrementos de los salarios, todo ello en beneficio de la
estabilidad económica.

Lo reciente: Del Tratado de Libre Comercio al AIS

En el marco de este andamiaje político y jurídico habrían de incorporarse,


con no pocas dificultades, los efectos del Tratado de Libre Comercio con los
Estados Unidos. Fue precisamente desde el sector agropecuario desde
donde surgieron las mayores críticas a esta adhesión, derivadas de sus
debilidades estructurales, ahora agravadas por las amenazas inherentes al
desmantelamiento de las protecciones tarifarias y comerciales.

Ante estos riesgos, denunciados por gremios del sector y amplios sectores
sociales, el gobierno propuso el paquete de ayudas contemplado en la ley
1133 de 2007, programa "Agro Ingreso Seguro". El propósito de la medida
era compensar la vulnerabilidad comercial de la producción nacional ante la

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competencia de productos extranjeros. Esta vulnerabilidad resulta de sus
elevados costos relativos ante una competencia que tampoco es
transparente, dados los elevados subsidios con los que los países centrales,
tanto Estados Unidos como Japón y Europa, protegen a sus productores de
manera selectiva.

Los costos de producción incluyen por supuesto la renta de la tierra, el


servicio de crédito y el pago de los insumos, la mano de obra, el transporte y
otros varios conceptos. En el caso colombiano, algunos de estos costos son
elevados debido a la existencia de controles monopólicos por parte de los
terratenientes, las multinacionales del sector agroquímica y la banca; por eso
mismo los costos podrían reducirse mediante acciones que desmantelen o
controlen estos monopolios, como serían la reforma agraria, la fijación de
tasas de interés adecuadas al propósito estratégico de la seguridad
alimentaria, la innovación tecnológica, la dotación de infraestructuras de
transporte y otras medidas similares. No obstante, la convergencia de la
dirigencia nacional con estos intereses monopólicos conduce a buscar otros
"remedios", y en especial (1) La ya citada reducción del costo de la mano de
obra y (2) Las exenciones fiscales cuantiosas, más los subsidios directos para
empresarios dedicados a producir para el mercado externo, como lo estamos
viendo en el caso de AIS.

Continua la piñata

Dentro de esta lógica, los recursos que podrían haber ayudado a disminuir
los costos de producción -como los contemplados en la ley 1133 de 2007-
acabaron asignándose con propósitos de lucro personal y como pagos por
apoyos políticos al gobierno de turno. Y como entre los actores de estas
prácticas políticas tradicionales figuran empresarios de distintos tipos,
cobijados por la vía para el crecimiento a toda costa, el gobierno arropó en
el mismo saco de subsidios a latifundistas de viejo y nuevo cuño,
narcotraficantes, paramilitares, grandes banqueros y multinacionales
asociadas con este conjunto variopinto.

Dadas las condiciones de atraso productivo de buena parte de las empresas


agrícolas, los subsidios selectivos parecerían haberse convertido en
condición sine qua non para su desempeño, pues tal como lo manifestó el
presidente de la SAC en su pasado congreso "sin AIS no habrá confianza
inversionista"; es una afirmación que plantea serias dudas sobre la capacidad
de este "empresariado" y sobre sus convicciones acerca del papel neutral o
no intervencionista del Estado.

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Lectura preparada para el Seminario de Politica Agraria de Unillanos.
Programa de Ingenieria Agronómica. EGG

Notas de pie de página

1. Hans Binswanger et al., Power, Distortions, Revolt, and Reform in


Agricultural Land relations, The World Bank, WPS 1164, 1993.

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