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Cómo veo yo el mundo

¡Qué admirable y digna de atención es nuestra situación, la de los hijos de esta Tierra! Cada
uno de nosotros sólo se halla aquí para cumplir una breve visita. No sabemos con qué fin,
aunque… a veces creemos sentirlo. Desde el punto de vista de la vida cotidiana, y sin
reflexionar con más profundidad, sabemos lo siguiente: estamos en la Tierra para los
demás, y en primer lugar, para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende plenamente
nuestra propia dicha. También existimos para los innumerables desconocidos con cuyo
destino nos ligan y encadenan lazos de simpatía.

Todos los días pienso muchísimas veces que mi vida –exterior e interior- descansa sobre el
trabajo de los hombres del presente y de los que ya no se encuentran entre los vivos, y que
debo realizar un esfuerzo para retribuir en igual medida todo lo que he recibido y lo que
sigo recibiendo. Experimento la necesidad de ser frugal, pero a menudo tengo la sensación
–diríase apremiante- de que exijo de mi prójimo más de lo necesario. Considero
injustificadas las diferencias sociales y que, en realidad, están basadas en la violencia. Creo
también que sería conveniente para todos, y tanto para el cuerpo como para el espíritu, una
vida exterior sencilla y sin mayores pretensiones.

No creo en la libertad de los hombres, tomándola en el sentido filosófico de la palabra.


Cada uno obra y procede no sólo bajo una coerción exterior, sino también en la medida de
ciertas necesidades interiores. La sentencia de Schopenhauer: “Aún cuando el hombre
puede hacer lo que quiere, no puede, sin embargo, querer lo que quiere”, ha penetrado
vivamente en mi espíritu desde mi juventud al verme en presencia de las exigencias de la
vida y siempre me sirvió de consuelo, a la vez que de inagotable fuente de tolerancia. Este
conocimiento suaviza el sentimiento de responsabilidad –que actúa en forma paralizadora-
obrando en el sentido de convencernos de que no debemos tomarnos en serio nosotros no a
los demás; lleva a una concepción de la vida que también permite en forma especial el
humorismo.

Siempre me pareció insensato, desde el punto de vista objetivo, formularme preguntas


sobre el sentido y la finalidad de mi propia existencia, así como la de los semejantes. No
obstante, cada individuo abriga ciertos ideales que orientan sus tendencias y sus juicios. En
este sentido, jamás me pareció que los placeres y la dicha poseyeran un fin ni tuvieran un
objetivo (esta base ética la denomino también “ideal de una piara de cerdos”).

Los ideales que alumbraron mi camino y me infundieron alegre ánimo para vivir, fueron
siempre el bien, la belleza y la verdad. Sin la sensación de estar de acuerdo con los que
piensan de la misma manera, sin la ocupación de lo objetivo, de lo eternamente
inalcanzable en el mundo del arte y de la investigación científica, la vida me habría
parecido vacía, desprovista de contenido. Los objetivos triviales de las tendencias humanas:
la posesión de bienes, el éxito exterior y el lujo, me parecieron execrables desde mis años
juveniles.
Mi apasionamiento por la justicia social y por las obligaciones del mismo orden, hallábase
siempre en íntima contradicción y en pugna con la expresa carencia de necesidad en cuanto
al trato y contacto inmediato con los hombres y las comunidades humanas. Soy un
verdadero y auténtico Einspänner (viajero solitario), y no pertenezco por completo al
Estado, ni al hogar, ni al círculo de amigos y ni siquiera al círculo familiar más estrecho.
Experimento frente a todos estos vínculos, una sensación de extrañeza y la necesidad de
soledad, de aislamiento –una sensación que va en aumento con el curso de la edad-. Siento
agudamente –aun cuando sin comprenderlo- los límites que separan de la comprensión y
del entendimiento con los demás. Bien es cierto que en tales condiciones uno pierde parte
de su indiferencia y su despreocupación, pero en cambio se torna completamente
independiente de las opiniones, costumbres y juicios del prójimo, y no cae en la tentación
de colocar su estado de equilibrio sobre una base tan poco sólida.

Mi ideal político es la democracia; que cada uno sea respetado como individuo y que nadie
sea idolatrado. Es en verdad una ironía del destino que se me haya manifestado y
exteriorizado, precisamente a mí, tanta admiración, sin tener yo la culpa o el mérito para
ello. El origen de tal sentimiento muy bien podría haber sido el deseo de muchos de
comprender el par de teorías que formulé con mis débiles fuerzas y como fruto de un
constante y continuo bregar. Y aunque sé que para lograr cualquier fin organizado es
necesario que uno mismo piense, ordene y soporte la mayor parte de la responsabilidad, los
dirigidos y gobernados no han de ser forzados, sino que deben tener libertad para elegir a
sus dirigentes. Un sistema autocrático de violencia degenera –a mi juicio- en muy poco
tiempo. La violencia atrae siempre a los moralmente inferiores y, de acuerdo con mi
convicción, es ley que los tiranos geniales tienen como sucesores a los canallas. Basándome
en ello, siempre fui un adversario apasionado de los sistemas como los que rigen
actualmente [1931] en Italia y en otros países.

El hecho de que la forma democrática –que hoy día impera en Europa- haya caído en el
descrédito, no reside en la idea fundamental de la democracia, ni hay que echarle a ésta la
culpa de ello, sino que hay que atribuirla a la falta de estabilidad en las cumbres
gubernamentales y al carácter impersonal de las elecciones. Creo con firmeza que los
Estados Unidos de la América del Norte han acertado en este sentido: tienen un presidente
electo por un período suficiente, quien se hace cargo de una gran responsabilidad y cuenta
con el poder necesario para ser efectivamente el portador de la misma. En cambio, aprecio
en nuestra organización estadual la preocupación por el individuo, para el caso de
enfermedad o de necesidad. Lo único verdaderamente valioso, según mi opinión, en el
mecanismo de la sociedad humana, no es el Estado, sino el individuo creador, el individuo
que siente, la personalidad: es ella sola la que crea lo noble y lo sublime, mientras que la
multitud, en su calidad de tal, es torpe en el pensar, y no lo es menos en cuanto a sentir.

Hablando de todo esto, llego al peor engendro de la humanidad: el militarismo, que me es


tan odioso. El que se siente en condiciones de marchar con placer, en fila, codo a codo, al
son de la música marcial, ha recibido un cerebro grande sólo por equivocación, puesto que
le hubiera bastado con tener únicamente la médula espinal.
Este oprobio, la mancha que gravita sobre la civilización, ha de ser borrada para que
desaparezca tan pronto como sea posible. El heroísmo a la voz de mando, la violencia
irracional y el vano patriotismo ¡con cuánto ardor, con qué intensidad los odio! ¡Qué
execrable me parece la guerra! ¡Me dejaría cortar en pedazos antes que participar en hechos
tan abominables! Tengo una opinión tan elevada de la humanidad, que creo que ese
fantasma hubiera desaparecido hace mucho si el sano criterio de los pueblos no se
corrompiera sistemáticamente, por los intereses comerciales y políticos, por medio de las
escuelas y la prensa.

Lo más hermoso de la vida es lo insondable, lo que está lleno de misterio. Es éste el


sentimiento básico que se halla junto a la cuna del arte verdadero y de la auténtica ciencia.
Quien no lo experimenta, el que no está en condiciones de admitir o asombrarse, está
muerto, por decirlo así, y con la mirada apagada.

También la religión se basa en lo misterioso, aunque con una mezcla de temor. El


conocimiento de que existe algo impenetrable para nosotros, de que hay manifestaciones de
la razón, de la conciencia más honda y de la belleza más deslumbrante, accesibles a nuestra
conciencia sólo en sus formas más primitivas; todo este saber, conocer y sentir, da origen a
la verdadera religiosidad; en este sentido, y sólo en él, pertenezco a los hombres
profundamente religiosos. Pero no alcanzo a imaginar a un Dios que premia o castiga a sus
criaturas, o que, en general, posee una voluntad semejante a la que observamos y sentimos
en nosotros mismos. Tampoco me es posible concebir que un individuo sobreviva a su
muerte corporal; esta clase de pensamientos sólo pueden servir de alimento para las almas
débiles, temerosas, o ridículamente egoístas.

A mí me basta con el misterio de la eternidad de la vida, con el conocimiento y el sentir de


la admirable estructura de la existencia, con lo presente, así como con la abnegada
tendencia hacia la comprensión y el logro aunque sea de la mínima parte de la Razón que se
manifiesta en la Naturaleza.

Albert Einstein.

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