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EL IDEALISMO COMO PROGRAMA Y COMO MÉTODO DE LAS REFORMAS ESCOLARES

Enrique Martín Criado.


(Revista: El nudo en la red, nº. 3 y 4, 2004)

Idealismo es una palabra que se maneja comúnmente. Tan comúnmente que


no se suelen diferenciar los diversos sentidos que la palabra adquiere en
diversas situaciones. Un primer sentido, muy extendido, tiene connotaciones
positivas: idealismo es querer adecuar la realidad a unos ideales, significa
actuar, no por mezquinos intereses privados, sino movido por altas metas que
mejorarían a la colectividad. Otro sentido, también muy común, opone
“idealismo” a “realismo”: el idealista se forjaría una imagen de la realidad que
tendría más que ver con sus deseos que con ningún referente externo. Un
tercer sentido, más propio de los filósofos, tiene un sentido positivo o negativo
según el campo en que uno se sitúe: estarían en un bando los “idealistas”,
aquellos que piensan que lo fundamental en el curso del mundo son las “ideas”,
entidades simbólicas, no materiales; y en el otro, los “materialistas”, para
quienes serían las relaciones materiales las que determinarían el curso de los
acontecimientos y las mismas ideas que los sujetos tienen de los
acontecimientos.
La mayor parte de las reformas escolares que se han emprendido en el
último siglo adolecen en buena medida de “idealismo”, al menos en el segundo
y tercer sentidos[1]. Idealismo en buena parte de los fines perseguidos e
idealismo en buena parte de los métodos que se han diseñado para conseguir
estos fines. Idealismo porque estas reformas pretendían mediante la
inculcación de ideas cambiar las sociedades e idealismo porque no contaban
con la realidad de las escuelas como sistemas burocráticos –con rutinas,
personal, establecimientos, etc. difícilmente modificables, que imponían su
lógica a las innovaciones- y como campos donde se producían estrategias de
múltiples actores interesados en la escuela –desde las familias y los propios
alumnos (con estrategias distintas en función de la clase social) hasta los
múltiples gremios profesionales-. Estos idealismos en programas y métodos, a
su vez, están relacionados con las premisas idealistas que estructuran la
corriente mayoritaria del pensamiento pedagógico.

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A continuación discutiremos algunas de estas premisas idealistas, en
primer lugar en los objetivos –parándonos especialmente en el más famoso de
las últimas décadas, la igualdad de oportunidades-, para luego pasar a los
procedimientos.

Estudiando hacia el paraíso


Lo primero que llama la atención de los centenares –o miles- de
reformas escolares que se han sucedido en prácticamente todo el mundo es la
pluralidad de fines perseguidos con las reformas: hacer sociedades más justas
y democráticas, formar conciencia nacional, lograr la igualdad de
oportunidades o el desarrollo económico, fomentar el pleno empleo, perpetuar
o liquidar la discriminación de género, perpetuar o liquidar la discriminación
racial, acabar con la superstición religiosa, perpetuar los valores religiosos,
educar para la guerra o para la paz, formar sujetos autónomos y racionales...
En muchos casos, los fines perseguidos han sido contradictorios entre sí: así,
en la actualidad se quiere formar sujetos que sepan competir en el mercado y
que sean solidarios, que sean especialistas y que conozcan de todo, que
respeten las instituciones políticas y que tengan sentido crítico, que tengan un
fuerte sentimiento nacional y que consideren como iguales a los extranjeros...
Sin menospreciar el hecho de que las escuelas y la escolarización son
hechos fundamentales de las sociedades contemporáneas sin los cuales no se
podría comprender éstas, hay que constatar que las reformas emprendidas han
quedado siempre muy por debajo de las expectativas generadas –cuando no
han conseguido efectos nulos o contrarios a los proyectados-. Ahora bien, la
constatación del fracaso de una reforma escolar tiene regularmente como
resultado... otra reforma. Así, tras haber incrementado la escolarización a todos
los niveles se puede llegar a la conclusión de que ello no ha solucionado el
paro juvenil –o de que se ha desplazado hacia los titulados universitarios-: la
solución es seguir incrementando la escolarización o reformar los programas
de estudios –para adecuarlos a las demandas delmercado-. Los diagnósticos
de los problemas pueden diferir de unos grupos sociales o de unos gobiernos a
otros; la solución es siempre la misma: más escuela, mejor escuela.

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La fe en los conocimientos impartidos en la escuela como bienes de
salvación no parece conocer refutación. Da igual que estos conocimientos sean
estrictamente técnicos –saber diseñar programas informáticos- o que sean tan
vaporosos como el “conocimiento del medio” –la gente debería ir a la escuela
para conocer su pueblo- o la pregonada “cultura general[2]”: de todos ellos se
esperan efectos beneficiosos, aunque no se vean ni toquen ni huelan. Igual
que el fallo de un dios ético en cumplir los milagros esperados por los
creyentes no hace sino reforzar la necesidad de adorar a ese dios –los
creyentes no fueron suficientemente piadosos, por ello no se cumplió la
promesa-, los fallos de la escuela en cumplir los milagros esperados por sus
creyentes no hace sino reforzar la fe en la escuela. Más aún. Igual que
las crisis de diversa índole pueden reforzar el poder de una casta sacerdotal,
que intenta someter a jurisdicción religiosa todos los dominios de la existencia
–hasta llegar al fundamentalismo-; las variadas crisis imputadas a las
sociedades contemporáneas han ido progresivamente escolarizando todos los
problemas sociales y todos los dominios de la existencia. Hoy en día, nada
habría que no se podría solucionar con cursos –desde el desempleo hasta el
maltrato infantil, desde el vicio de fumar hasta la falta de ética en los negocios-
y nadie escaparía a ser objeto potencial de un cursillo –desde el ama de casa
hasta el obrero necesitado de formación permanente-.
La enormidad de expectativas generadas por la escuela –y que
constituye hoy en día uno de los principales problemas escolares[3]- se basa
en dos presupuestos poco realistas. El primero es la confusión entre posiciones
e individuos. El segundo es la concepción de la socialización escolar como el
hecho fundamental de la existencia de un individuo y de la explicación de su
conducta.
El primer supuesto está implícito en toda la retórica de la salvación
social mediante la escuela. Si la escuela puede solucionar los problemas
sociales es porque cambiando a los individuos –mediante la educación escolar-
se podrían cambiar las sociedades. Este supuesto parte de una premisa que se
opone a toda la tradición sociológica: las sociedades estarían compuestas de
individuos; si cambiamos los modos de actuar de los individuos, cambiaríamos
las sociedades. Este presupuesto es idealista y voluntarista: presupone que los
individuos sólo actúan a partir de los valores interiorizados, esto es, que tienen

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importantes márgenes de actuación y que lo decisivo es su voluntad; o, en
otras palabras, presupone que la sociedad es el resultado de las acciones
voluntarias de los sujetos que la componen. Pongamos un ejemplo. Podemos
intentar modificar la lógica del beneficio que mueve a toda empresa capitalista.
Desde la perspectiva de modificación de las sociedades modificando los
valores de los individuos, la tarea consistiría en inculcar a los sujetos –
especialmente a los que pueden dirigir las empresas- una ética solidaria: por
encima del beneficio se hallarían consideraciones humanistas. ¿Qué ocurriría?
Muy simple. Bastaría con que un solo empresario –en el espacio de
competencia económica mundial, que es el actual- no fuera solidario para que
todo el invento se fuera al traste, para que la lógica de la competencia volviera
a imponer a todos los actores sus reglas de juego: para poder vender a un
precio al menos tan bajo como el de los competidores, el empresario
capitalista, en un mercado libre de mercancías, debe –para que la empresa se
mantenga- reducir al máximo sus costes de producción, entre ellos los costes
laborales. Para ello, intenta, entre otras cosas, maquinizar la producción,
aumentar los ritmos de trabajo y pagar lo menos posible a sus trabajadores.
La respuesta idealista –educando a los empresarios para que no sean
tan malos o educando a los trabajadores para que no acepten salarios
bajos[4]lograríamos frenar la lógica del beneficio- no tiene prácticamente
ninguna posibilidad de éxito porque la propia lógica del sistema de acumulación
capitalista se impone a los actores con toda su contundencia. Basta con que un
empresario siga reduciendo costes para empujar a los demás en la misma
dinámica; aquel que, socializado en valores “no competitivos”, se negara a
reducir costes laborales, simplemente tendría que cerrar la empresa al producir
más caro que sus competidores: sería solidario, pero ya no habría empresa[5].
Otra cosa sería incidir en la propia dinámica de producción de las distintas
posiciones, estableciendo –mediante un sistema de coacciones legales-
nuevas reglas de juego, límites a la pauperización de los salarios, fórmulas
coactivas de contratación o de derechos laborales que obligaran a todos los
empresarios, etc. Sin entrar en los detalles y la polémica de las múltiples
formas en que se podría modificar el sistema de posiciones –y sus diversas
formulaciones, socialdemócratas o comunistas-, lo que queda claro es que
estas reformas no serían reformas escolares –no comenzarían por educar a los

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individuos de otra forma-, sino reformas legales, políticas y económicas. En
otras palabras, la reforma efectiva sería una reforma en la propia dinámica de
construcción de las posiciones económicas y sociales, no una reforma de los
individuos que ocupan estas posiciones.
Otro ejemplo quizás resulte más cercano –en la agenda política, me
refiero-. Se puede pretender con la reforma disminuir el desempleo
aumentando lacualificación –entendiendo ésta como los conocimientos
impartidos en la escuela[6]-. Esto supone, como premisa, que aumentando el
número de individuos con títulos escolares –pongamos títulos universitarios-
aumentan los puestos a cubrir por universitarios. Ya conocemos el desenlace
de esta historia: aumentan los universitarios en paro. La cantidad de puestos a
cubrir no se modifica sustancialmente por el cambio en la escolarización de los
sujetos –esto sólo ocurre en casos de déficit acusado de personal cualificado y
de imposibilidad de las empresas de proporcionar esta cualificación-. Al
cambiar el nivel de estudios de los individuos no se cambia el número ni la
estructura de posiciones de las empresas; en todo caso, se consigue que los
parados estén más escolarizados.
Esta primera confusión –entre posiciones e individuos- es la que más
salta a la vista en las políticas que pretenden mejoras económicas mediante la
reforma escolar. Pero también se halla implícita en otro tipo de reformas que
van más allá, que pretenden una mejora “moral” o “ética” de los individuos.
Esta mejora puede llamarse hacer buenos “demócratas” o “fascistas” o
“comunistas” o “cristianos” o simplemente “ciudadanos”. Aquí el asunto es más
escabroso. Vayamos por partes.
El asunto de intentar mejorar a los individuos mediante la educación
está presupuesto en los mismos inicios de la educación como moldeamiento
total del alma: se aplicaba esta concepción a los novicios de los primeros
conventos cristianos, aunque tiene numerosos antecedentes,
fundamentalmente religiosos. Esta concepción iba unida a dos presupuestos.
El primero es que la educación que se pretendía inculcar era esencialmente
diferente, incluso opuesta, a la que el niño recibiría en su medio de origen:
precisamente si se trataba de formar el alma mediante la reclusión en el
monasterio era porque fuera de éste reinaba el pecado, la corrupción. El
segundo presupuesto era que este moldeamiento total del alma solamente se

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conseguiría si se lograba aislar al niño de las otras influencias que pudiera
sufrir en su medio de origen: de ahí la reclusión. La “educación” como tarea de
formar individuos completamente diferentes –mejores- a los que pululaban
“fuera” mediante el aislamiento, la reclusión, la regulación rigurosa de sus
actividades: éste es el antecedente directo de todos los intentos actuales de
“moralización” de las poblaciones mediante la escuela.
Posteriormente pasó parte de esta concepción a los primeros proyectos
liberales de escolarización obligatoria. Aquí las influencias malignas exteriores
habían cambiado de signo: se trataba de liberar a los niños de la esclavitud de
las supersticiones religiosas a las que las castas sacerdotales los habían atado
y que sus propios padres les inculcaban. Para ello había que arrancar la
educación de las manos de los curas y de las supersticiosas familias de las
clases bajas y ponerlas en mano de un Estado ilustrado que les impartiría la
verdad de la ciencia y el progreso. Sin embargo, si bien persistía la concepción
de la escuela como reducto del bien y el conocimiento frente al mal y la
ignorancia exteriores, esta nueva “educación” ya no podía asegurarse mediante
la reclusión de los individuos: las familias no tolerarían este prolongado
secuestro forzoso y el Estado tampoco soportaría el enorme gasto económico
que esto generaría. El aislamiento y la reclusión prolongados se sustituyeron
por reclusiones muy limitadas en el tiempo. Ahora el moldeamiento del alma se
realizaría –eso se pretendía- impartiendo una serie de materias una serie de
horas a la semana a un grupo de niños.
Esta incoherencia entre los descomunales efectos que se pretenden en
el alma –o psique, o personalidad, como ahora se suele decir- de los niños y
los limitados medios para conseguir este efecto se ha perpetuado en las
reformas escolares posteriores desde los primeros proyectos liberales. Estas
comparten con los proyectos conventual e ilustrado la estricta división entre un
afuera perverso e irracional y un dentro –de la escuela- bondadoso y
racional. El mito fundador de la pedagogía ilustrada –el Emilio de Rousseau-
escenifica perfectamente esta división: el maestro aleja a su alumno de la
perversa civilización para poder educarle en los valores verdaderos. No podía
ser de otro modo: precisamente si se le confiere a la escuela la tarea de
“formación moral” de los individuos es porque se supone que éstos no la
recibirían fuera de ella[7]. Ahora como antes, si escuchamos a los reformadores,

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fuera de la escuela reinaría la inmoralidad, la corrupción, la sinrazón, el pecado
–ahora se les llama individualismo, consumismo, pérdida de valores, falta de
referentes morales o éticos...-. Ahora como antes, los reformadores y los
educadores se erigirían en referentes morales de las poblaciones a moralizar:
si la escuela moraliza, es en parte por el tipo de conocimientos y de disciplina
que allí se imparten, pero también por la propia calidad de los que imparten
bondad y verdad[8].
Hay que reconocer que en este aspecto la escuela contemporánea ha
superado el proyecto conventual. Y no por el hecho de que haya conseguido
realmente los fines propuestos –normalmente se ha quedado muy por debajo
de las expectativas iniciales-. Sino porque ha conseguido impartir y difundir una
nueva fe: la fe en la cultura como bien de salvación. “Tener cultura” se ha
convertido, ya no en un medio para otros objetivos, sino en un fin en sí
mismo. El que tiene cultura es mejor que el que no la tiene, por el simple hecho
de tenerla: es salvo. Y la cultura no consiste en cualquier conocimiento: no
consiste en conocer el mecanismo de un automóvil, la época de la siembra de
una legumbre, los nombres de los futbolistas: todos estos conocimientos
están afuera de la escuela. La cultura consiste en los conocimientos que
están adentro: los conocimientos que la escuela reconoce como superiores, los
que imparte, a partir de los cuales evalúa, a partir de los cuales clasifica a la
población en cultos e incultos, en inteligentes[9] y necios. Así, aunque no
consiga los otros objetivos morales, puede pretender que moraliza por el solo
hecho de impartir los conocimientos que imparte –y a los que define como
“cultura”-. En otras palabras, aunque no consiga otra cosa, por el solo hecho de
convertir el medio (impartir unas materias) en fin (tener una cultura, esto es,
conocer las materias impartidas), puede pretender que consigue un fin –
aunque sólo sea en algunos alumnos, como ha ocurrido comúnmente-.
Lo que diferencia al proyecto ilustrado y sus sucesores del proyecto
conventual es la incoherencia que existe en el proyecto ilustrado entre los fines
que pretende conseguir y los medios con que cuenta para ello. El proyecto
conventual tenía claro que sólo el aislamiento de las otras influencias
socializadoras podría integrar al novicio en la disciplina del convento: sólo
alejándole de su familia, de su pueblo, de sus amigos, lograría ese
moldeamiento del alma que pretendía. Los proyectos ilustrados pretenden este

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moldeamiento por la sola influencia de una socialización muy limitada en el
tiempo: la socialización en el aula, debidamente administrada –esto es, con los
“científicos” métodos pedagógicos al uso-, conseguiría el efecto deseado. Esta
propuesta es idealista: a) porque ignora el peso de las otras socializaciones
anteriores y simultáneas a la escolar; b) porque supone que los sujetos sólo
actúan a partir de las “ideas” que han interiorizado previamente.
En primer lugar, la escuela compite en la socialización de los niños con
otros grupos: con la familia de origen, con sus amigos, con sus conocidos del
vecindario... El niño que la escuela recibe –y al que quiere moralizar, educar-
es ya un sujeto socializado, y esta socialización previa resulta fundamental en
la predisposición a asimilar o rechazar, a interpretar de una manera u otra la
socialización escolar. Además, este niño tiene amigos con los que aprende
muchas cosas, con los que se socializa continuamente –y con los que puede
formar una fuerte barrera grupal frente al maestro aislado en el aula-. Sólo se
predica a conversos: en la escuela ocurre exactamente lo mismo. Esta
pretende oponer, por la impartición de unas materias por un maestro a un
grupo de alumnos durante unas pocas horas al día, su socialización a la
miríada de relaciones en las que se mueve cotidianamente el niño. Por ello la
escuela sólo predica a los conversos: a aquellos que en los otros medios en los
que se han movido y se mueven cotidianamente reciben las mismas
influencias. Por ello, la escuela fracasa repetidamente con aquellos que
proceden de otros medios, que están expuestos a socializaciones dispares,
distintas en sus métodos y objetivos de la escolar. Por ello el ideal de la
escuela –que ignora las socializaciones dispares en sus programas ideales,
pero se las encuentra cotidianamente como “obstáculos” a su acción
pedagógica- es escolarizar a toda la sociedad en todo momento: “hay que
comenzar por enseñar a los padres” es una consigna que se oye comúnmente
entre los educadores. Como no podemos meter a los niños en un convento,
metamos a toda la familia, a todo el barrio, en la escuela. Quizás así
consigamos la moralización deseada. Nuevamente, a un problema, la misma
solución: más escuela, más tiempo de clase, para más gente[10].
El programa de moralización escolar de las poblaciones implica un
segundo supuesto muy discutible: los sujetos actúan a lo largo de su vida a
partir de los valores interiorizados en sus primeras socializaciones. Sólo si

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pensamos que el adulto actuará fundamentalmente a partir de los valores
aprendidos anteriormente, podemos pensar en una moralización de la sociedad
mediante la educación escolar. Esta idea constituye uno de los núcleos de toda
la ideología de la salvación social mediante la escuela: enseñemos a los niños
a ser “morales” –por ejemplo, en la actualidad, a “no consumir”, a ser
igualitarios en las relaciones de género, o eduquémoslos “para la paz”- y
tendremos adultos “morales”. Esta idea, que tiene una apoyatura en la realidad
–la socialización deja sus marcas en los individuos; éstos difieren en sus
acciones, entre otras cosas, por la socialización que han experimentado
anteriormente-, resulta falsa si se la toma tal como se suele presentar.
Para mostrar la falsedad de este presupuesto en la realidad de las
sociedades que vivimos –y no en una sociedad ideal, imaginada a la vez
como presupuesto y como objetivo en la imaginación de los salvadores
escolares-, pensemos en los requisitos que supondría tener sujetos que
actuaran fundamentalmente a partir de los valores interiorizados en su
socialización anterior.
Primer requisito: el sujeto habría incorporado en su socialización un
programa coherente de valores y de normas de comportamiento. Sólo así
podríamos postular que ese sujeto pondría en práctica esos valores y normas
completamente coherentes, completamente interiorizados: sería, como se dice
comúnmente, un sujeto entero, sin fisuras, sólido. Habría interiorizado tan
profundamente, y sin incoherencias internas, ese programa cultural, que
actuaría en cada situación siempre de acuerdo a ese conjunto coherente de
normas y valores. En el caso contrario –el sujeto ha sido socializado en
conjunto de normas y valores incoherentes entre sí, o simplemente
divergentes- tendríamos sujetos que podrían actuar en situaciones distintas de
acuerdo a valores y normas distintos: a sujetos que activarían de manera
estratégica los distintos esquemas divergentes en que han sido
socializados. Ya no tendríamos sujetos completamente sólidos y sin fisuras,
que actuarían siempre de acuerdo a un conjunto coherente de normas, sino
sujetos más flexibles, menos enteros, más moldeables a las distintas
situaciones y a sus exigencias, másacomodaticios. Ahora bien, ¿cuál es el
requisito para tener el primer tipo de sujeto, el que actuaría siempre de acuerdo
a un programa cultural –de normas y valores- coherente? Pues haber sido

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socializado durante su infancia y juventud en un ámbito socializador coherente
e integrado, donde todas las influencias socializadoras inculcaran al sujeto el
mismo conjunto coherente de normas y valores. Sólo si padres, hermanos,
maestros, amigos, conocidos, compañeros... ejercieran su influencia
socializadora en el mismo sentido, de acuerdo a los mismos valores,
podríamos tener este tipo de sujeto. En otras palabras, el tipo de sujeto que
actúa fundamentalmente de acuerdo a los programas culturales interiorizados
supone como requisito ser educado en un ámbito completamente uniforme: en
una sociedad uniforme, o en una cápsula aislada –en un convento, o a solas
con Rousseau-. Ahora bien, como no tenemos –salvo excepciones- este tipo de
internados escolares donde los sujetos estén recluidos durante largos años –
sin vacaciones, sin visitas externas, sin compañeros indóciles- sometidos al
mismo conjunto de influencias socializadoras, el requisito para tener este tipo
de sujeto es que las sociedades –o partes de ellas- sean uniformes, que
compartan en todos sus ámbitos el mismo conjunto de normas y
valores. Precisamente este requisito es el que se niega de entrada en los
programas de salvación escolar de los individuos: si se le quiere moralizar,
reformar, es porque se supone que está sujeto a influencias distintas de la
escolar –familiar, amigos, etc.- que le pueden llevar “por el mal camino”, que
ejercen sus presiones en sentidos opuestos al de la escuela. Lo que se afirma
explícitamente en el programa escolar de salvación –los niños están sujetos a
influencias socializadoras “malas” de las que hay que alejarlos- es lo que se
presupone al mismo tiempo en el programa de moralización –ésta tiene éxito
porque los niños están sujetos a un conjunto coherente de socializaciones-.
El primer requisito para tener un sujeto que actúa de acuerdo a normas y
valores interiorizados es completamente irreal. Las sociedades
contemporáneas están estructuradas en múltiples grupos, en múltiples
instituciones y situaciones, completamente divergentes en sus objetivos, en sus
valores, en las normas de comportamiento que suponen. Por ello los sujetos no
son “autómatas culturales” que ponen en práctica siempre el mismo conjunto
de normas y valores, sino que asimilan conjuntos divergentes, parcialmente
contradictorios, de pautas de comportamiento que luego activan en función de
la situación. Son sujetos flexibles: más o menos según los casos, según sus
trayectorias sociales, según sus ámbitos de socialización, pero en casi ningún

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caso los sujetos que supone la ilimitada confianza en la socialización escolar
para conformar los comportamientos de los adultos.
El segundo requisito para suponer que el sujeto socializado en unos
valores y normas los aplicará de forma coherente a lo largo de su vida adulta
tiene profundas relaciones con el primero y con el error de confundir posiciones
e individuos. Este requisito se puede enunciar de la siguiente manera: el sujeto
actuará siempre de acuerdo a las normas y valores interiorizados sin tener en
cuenta las coacciones a las que se verá expuesto en su vida cotidiana para que
actúe de otra manera. El tipo de sujeto que se presupone así es alguien que se
va a mover siempre por valores, por normas interiorizadas,
independientemente de los obstáculos que se encuentre en su camino. A su
vez, el tipo de sociedad que se presupone es una donde las coacciones serán
siempre “simbólicas”, esto es, cosas sin demasiada importancia, recompensas
o castigos menores a los distintos tipos de comportamiento: una sociedad
compuesta fundamentalmente por las acciones voluntarias de los individuos
que la integran[11].
Sin embargo, las coacciones son una cosa muy seria: nuestros
comportamientos, nuestras acciones, siempre se producen en relación con
otros sujetos –y con instituciones, burocracias, etc.- de los que dependemos:
no somos robinsones en islas desiertas, sino sujetos que constantemente
dependemos de conjuntos de relaciones sociales muy amplios. Estas
coacciones son de signo muy diverso: dependemos de la reputación que
tenemos entre los próximos –que nos prestarán o nos negarán su ayuda-, pero
también de los medios económicos –coacción económica- o simplemente del
hecho de que no nos aniquilen físicamente o agredan –coacción física-. Nos
movemos cotidianamente en ámbitos de coacciones, más o menos difusas,
más o menos contundentes. Y estas coacciones no son simplemente cuestión
de voluntad, de buenos y malos: como vimos al abordar la confusión entre
posiciones e individuos, hay estructuras de relaciones que obligan a los sujetos
a comportarse de una manera si no quieren quedar fuera de juego. ¿Quién
podría ignorar todas estas coacciones? El sujeto perfectamente socializado en
un ámbito de influencias coherentes, que hubiera internalizado hasta el tuétano
un conjunto coherente de normas y valores: el intransigente, el héroe de los
valores: un sujeto de película. ¿Y el resto, esto es, la inmensa mayoría, por no

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decir la totalidad? El resto es, como hemos visto, un conjunto de seres más o
menos flexibles, que ha incorporado esquemas de acción, de valores,
parcialmente divergentes. Esto es, sujetos con una variabilidad muy grande en
cuanto al tipo y grado de coacciones a que son sensibles, pero que han de
llegar cotidianamente a componendas –más o menos morales- con éstas.
La interdependencia –todos dependemos de los demás- y la coacción –
la interdependencia va unida a la posibilidad de obligar- son dos hechos
mayores de toda sociedad. Precisamente las sociedades contemporáneas no
se entienden sin los Estados, instituciones que detentan –o pretenden detentar-
el monopolio de la violencia legítima: que tienen cuerpos de policía, ejércitos,
cárceles, etc. para guardar un orden. Igual que no se entienden sin todas las
instituciones económicas que, en su funcionamiento conjunto –eso que llaman
“el mercado”- imponen enormes coacciones económicas a todos los sujetos.
Coacciones que ejercen poderosos efectos: así, el principal factor de
desmovilización obrera y sindical en la España del posfranquismo ha sido la
precariedad laboral, esto es, la amenaza constante de ejercer la coacción
económica sobre el asalariado. La coacción es un componente cotidiano de las
sociedades reales que ejerce poderosos efectos sobre los comportamientos de
los individuos, que modifica estos comportamientos y, con ellos, a los mismos
sujetos.
Sociedades como conjuntos perfectamente integrados donde no existen
estructuras de coacciones: ése es uno de los presupuestos implícitos en el
programa de mejora social mediante la escolarización de las poblaciones. Un
presupuesto idealista en todos los sentidos de la palabra.

La igualdad de oportunidades es desigualdad


Entre los objetivos que se han propuesto la escuela y las reformas
escolares en las últimas décadas, uno destaca con luz propia: la igualdad de
oportunidades. El objetivo se ha aceptado de manera tan amplia, resulta tan
indiscutible, que ni siquiera se plantea lo que supone. Vayamos a ello.
La igualdad de oportunidades supone, en su acepción más amplia,
poder proporcionar a todos los niños las mismas oportunidades para que, en
función de su talento y de su mérito, puedan llegar a las

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posiciones desiguales que se merecen. Una sociedad con igualdad de
oportunidades sería una sociedad más justa, una sociedad donde el origen no
importaría, donde todos podrían llegar por igual a las posiciones más elevadas
–y a las más bajas, punto en el que no se suele insistir-.
Esta idea ha sido discutida durante largo tiempo por muchas razones.
En primer lugar, por sus connotaciones genetistas: supone una
desigualdad de talentos que vendría determinada ya biológicamente desde el
nacimiento. No me voy a extender en la crítica al biologicismo implícito en la
teoría de la igualdad de oportunidades. Simplemente señalaré que la crítica se
asienta en dos afirmaciones. La primera, es que jamás se ha demostrado esa
desigualdad de talentos biológica –más allá de una serie de patologías
específicas-, mientras que se ha demostrado sobradamente la importancia
crucial de la socialización en el tipo de talento que se desarrolla[12]. La
segunda, que curiosamente los talentos se distribuyen socialmente: a medida
que bajamos por la escala social, nos encontramos más fracaso escolar. En
otras palabras, hay una desigualdad social ante la escuela y ante los
conocimientos que ésta valora, que tiene que ver con la posición social de las
familias –fundamentalmente, con su grado de escolarización-; esta desigualdad
está estructurada socialmente y el discurso de los talentos lo que hace es
convertir en desigualdad biológica la desigualdad social, legitimándola[13].
El segundo grupo de críticas que se ha dirigido a la teoría de la igualdad
de oportunidades es su falta de implantación en la realidad. En primer lugar,
porque el sistema escolar se estructura de manera socialmente desigualitaria:
no todos acceden a las mismas escuelas, por mucho que el Estado se empeñe
en ello: las familias con más recursos utilizarán éstos de mil maneras para dar
a sus vástagos mejores oportunidades escolares. En segundo lugar, y más
fundamentalmente, porque los títulos escolares son sólo uno de los recursos
que se manejan para acceder a las distintas posiciones sociales: el tipo de
relaciones que se manejen para colocar a los vástagos –que son muy distintas
en las distintas clases sociales[14]- y el dinero que se puede empeñar en ello –
que se puede invertir en estrategias de “espera” no accesibles a los que no
tienen tanto dinero- son fundamentales para poder rentabilizar un título escolar.
Estas críticas –y otras- han sido integradas por el propio discurso de la
igualdad de oportunidades. Así, la diferencia de aptitudes para las habilidades

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escolares determinada por la diferencia de socializaciones familiares podría
ser compensada con programas de educación compensatoria... Sin embargo,
en todas estas reformas sigue presente el planteamiento de base: dar
oportunidades iguales para el acceso a posiciones desiguales. ¿Qué implica
este planteamiento?
En su versión más inocente, que quizás es la más popular, supone que,
si se consigue la igualdad de oportunidades, todo el mundo estaría mejor.
Demos a todos la oportunidad de tener estudios de alta cualificación, y todo el
mundo podrá conseguir mejores empleos: ésta es la promesa más incoherente,
y más popular, de la igualdad de oportunidades. Que sea la más popular no es
extraño: sólo se ha podido extender con esa fuerza si prometía una mejora
generalizada. Lo que es extraño es que se haya llegado a tal grado de
incoherencia. Esta tiene que ver con la confusión elemental, ya señalada, de
individuos y posiciones. Se pretende alterar la estructura de posiciones
alterando las características de los individuos. En otras palabras: si todos
estudiásemos más y mejor, habría más ejecutivos y menos barrenderos, todos
tendríamos buenos trabajos y estaríamos mejor pagados. La incoherencia es
patente: el aumento de cualificaciones puede aumentar la competencia por los
mejores trabajos, pero no incrementar el número de éstos. La estructura de
posiciones no se modifica aumentando el número de titulados, sino
modificando la estructura productiva, las jerarquías organizacionales, las
escalas de salarios... Si esto no se modifica, aunque hubiera una perfecta
igualdad de oportunidades, nos encontraríamos simplemente con un juego de
suma cero: unos ganarían los que otros perderían, y no podríamos hablar de
mejora generalizada. Claro que esta incoherencia lógica es la contrapartida de
una coherencia práctica: la promesa permite convencer a todo el mundo que se
pretende modificar la estructura de posiciones sin hacer nada para modificarla,
esto es, manteniendo la misma estructura desigual.
Pero vayamos a la versión coherente de la ideología de la igualdad de
oportunidades. En ésta, no tendríamos una mejora generalizada, sino
simplemente una redistribución de los individuos en la estructura de
desigualdad. Demos a todos las mismas oportunidades y los mejores tendrán
buenos sueldos y empleos, mientras que los peores tendrán trabajos precarios,
mal pagados y agotadores. Esto ya no suena tan bonito como la versión

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incoherente, y no es extraño que se formule poco. Ahora bien, más allá de todo
lo que supone clasificar a la población en mejores y peores a partir de sus
resultados escolares, ¿es realista esta versión? Para evaluarlo simplemente
tenemos que ver qué presupone.
El presupuesto fundamental para que se diera esta igualdad de
oportunidades es que todo el mundo dispusiera de los mismos recursos para
acceder a las posiciones desiguales: recursos escolares, pero también
recursos económicos –para las estrategias de espera- o recursos relacionales
–para colocarse en buenos trabajos-. O, en otras palabras, que estos recursos
no sirvieran de nada: así, que las relaciones familiares no tuvieran ningún peso
para el acceso a los trabajos. Este presupuesto choca con toda la evidencia
empírica: las familias movilizan todos los recursos posibles para colocar a sus
vástagos en la mejor de las posiciones, así que, dada una estructura de
desigualdad previa, las estrategias de las familias con desiguales recursos
impide toda igualdad de oportunidades. Pero dejemos por un momento la
evidencia empírica y situémonos en posición de pedagógicos salvadores
sociales: ¿cómo podríamos lograr la igualdad de oportunidades, la igualdad de
recursos para acceder a posiciones desiguales? Pues sólo se me ocurren dos
formas.
La primera es que no hubiera desigualdad de recursos entre las familias
–o que éstos fueran totalmente inoperantes, lo que viene a ser lo mismo-. Esto
es: que la estructura de posiciones fuera igualitaria, no desigualitaria. Pero
entonces tendríamos como presupuesto para lograr la igualdad de
oportunidades lo que por otra parte se niega –se supone que es igualdad para
acceder a posiciones desiguales-. Si hay igualdad de recursos, todo el mundo
podría partir de la misma posición... para llegar a la misma posición.
Estaríamos hablando de igualdad a secas, no de igualdad de oportunidades.
La segunda es que no hubiera familias. Esto es, que los hijos fueran
separados de los padres y adoptados por el Estado en instituciones similares
para todos, y que los padres quedaran completamente desligados de sus hijos
–que no serían socialmente sus hijos- por el resto de sus vidas: no podrían
enchufarles, ni testarles sus bienes: desaparecería toda forma de herencia.
Bueno, este presupuesto es coherente –más incluso que el anterior- con la
ideología de igualdad de oportunidades, pero no conozco que se haya

15
formulado como programa político por los defensores de la igualdad de
oportunidades.
En otras palabras, y volviendo a las sociedades reales, dada una
estructura de posiciones desigualitaria, las estrategias de “reproducción social”
–de mantener o mejorar la posición familiar- de las distintas familias llevan
constantemente a una desigualdad de oportunidades estructurada socialmente
–estructurada como lo están las posiciones sociales-. Ello convierte toda
estrategia política de igualdad de oportunidades mediante la escuela en puro
idealismo. Otro idealismo más con el que llenar las aulas.

Profesores y alumnos ideales


Hasta aquí hemos discutido la relación entre la desmesura de los
objetivos que se suelen perseguir con el sistema escolar y sus reformas y los
medios con que estos objetivos se persiguen. Sin embargo, la historia de las
reformas escolares nos enseña que, incluso con objetivos más limitados y
realistas, lo corriente es que los logros reales de la reforma queden muy por
debajo de las expectativas. Ello se debe a que el idealismo no impregna sólo
los objetivos a conseguir, sino la contemplación de los mismos medios. Vamos
a discutir aquí un punto fundamental de este idealismo: la consideración
voluntarista e idealista de los sujetos que participan en el proceso educativo[15].
La historia se repite una y otra vez con el mismo guión. Esta historia es
sencilla. Un grupo de reformadores pone en práctica en una escuela, o en un
número limitado de escuelas, su programa pedagógico. Todos los implicados
colaboran con entusiasmo y los resultados del experimento son muy
esperanzadores. A partir de este primer éxito, proponen que el experimento se
extienda al conjunto del sistema educativo. Si consiguen la reforma deseada,
los resultados no se hacen esperar: conflictos de todo tipo entre los distintos
agentes implicados –maestros, niños, familias...-, resultados muy inferiores a
los logrados en las escuelas pioneras, desencadenamiento de problemas por
todas partes. A partir de aquí, los diagnósticos de los optimistas pioneros
buscan culpables: maestros atrasados y reaccionarios, familias
incomprensivas, alumnos que sólo se interesan por las notas o que pasan de
todo... Los distintos agentes reales del sistema educativo real serían
culpables... de ser lo que son: reales, no ideales.

16
Podemos atribuir inicialmente la desproporción entre los éxitos
experimentales y los fracasos en la extensión del experimento a la propia
situación experimental. A principios del siglo XX, una investigación sobre
mejora de la productividad a través de la modificación de las condiciones
laborales, llevada a cabo por Elton Mayo en Estados Unidos, nos muestra este
efecto del experimento. El grupo de investigadores dirigido por Elton Mayo se
propone investigar en qué condiciones se puede mejorar la productividad de los
trabajadores en una fábrica. Eligen secciones de la fábrica, explicando el
experimento a todos los agentes implicados, y comienzan a modificar distintas
condiciones: color de las paredes, decoración, ambiente musical... Las
primeras modificaciones llevan al grupo investigador al entusiasmo: cambiando,
por ejemplo, el color de las paredes se incrementa la productividad. Pero a
medida que avanza la investigación los resultados se hacen problemáticos:
daba igual el cambio que se introdujese, la productividad siempre se
incrementaba –en el ejemplo, aunque se volviera al color inicial de las paredes-
. La conclusión a la que llegó el equipo investigador –que había comenzado
con hipótesis conductistas: tal estímulo produce una respuesta, un color
determinado estimula o inhibe la productividad- es que el principal efecto no se
debía a los distintos estímulos manejados, sino a la propia situación
experimental: los trabajadores se sentían por primera vez considerados,
tenidos en cuenta, y era esto lo que aumentaba su implicación en el trabajo.
Aquí tenemos una primera explicación de la enorme diferencia entre la
situación experimental y su extensión a una burocracia compuesta por cientos
de miles de personas[16]. Pero la diferencia va más allá: una organización
burocrática no es un agrupamiento de personas entusiasmadas en torno a un
proyecto común. Por el contrario, una organización burocrática –como lo es el
sistema escolar- consiste en una definición impersonal de puestos y tareas a
realizar organizados jerárquicamente y con una serie de recompensas –
salarios, notas, beneficios materiales o simbólicos...- y castigos –despidos,
suspensos, degradaciones jerárquicas, etc.- para conseguir que los sujetos
cumplan las tareas ligadas al puesto que ocupan. En esta organización, el
mejor o peor cumplimiento de las tareas no puede decretarse –salvo en
situaciones excepcionales, propiamente revolucionarias- apelando al
entusiasmo de los sujetos que ocupan los puestos, sino mediante el diseño del

17
organigrama, la definición unívoca de las tareas, responsabilidades y
competencias de cada puesto y un sistema de sanciones. Una burocracia
funciona mediante rutinas burocráticas. Los sujetos que ocupan los puestos
están interesados, salvo casos excepcionales, no en el cumplimiento ideal de
los objetivos de la burocracia, sino en sus propios intereses personales:
conseguir los beneficios asociados al puesto, evitar excesivos problemas,
sobrellevar la jornada laboral sin excesivas tensiones ni cansancio... Todo esto
puede parecer muy triste, y alimentar todo tipo de jeremiadas y coros de
plañideras, pero es la sociedad real[17]. Y toda reforma real –no imaginada- de
una burocracia real ha de tener esto en cuenta si no quiere fracasar
estrepitosamente.
Limitémonos a considerar los dos tipos de sujetos directamente
implicados en la situación de aula: profesores y alumnos. En el caso del
profesor, la mayoría de las reformas suelen exigir de él una implicación mucho
mayor en su trabajo: seguimiento personalizado de alumnos, reuniones con las
familias, actualización constante de métodos pedagógicos y de conocimientos
en la materia, multiplicación de los informes a realizar, de las reuniones de todo
tipo, empatía con todo tipo de alumnos, preocupación real por sus distintos
problemas, etc. En otras palabras, se suele exigir del profesor reformado que
sea todos los días de su vida laboral a todas horas un profesor entusiasta, que
no mida los esfuerzos a realizar en su tarea ni los obstáculos que se encuentre
en su labor cotidiana: que trabaje más por el mismo dinero –tendrá la
recompensa de la satisfacción del trabajo realizado-. El problema es que el
entusiasmo puede lograrse en grandes masas de profesores por poco tiempo o
en pequeños grupos reducidos de profesores militantes por mucho tiempo,
pero no puede decretarse un entusiasmo constante y vitalicio en cientos de
miles de personas que han accedido a un puesto de trabajo por oposiciones y
por mil razones distintas. Los profesores –salvo excepciones- no son sujetos
excepcionales: son trabajadores, empleados. Como tales, realizan un trabajo a
cambio de un salario. Como tales, procuran que su tiempo de trabajo no
absorba la totalidad de sus fuerzas y su tiempo. Como tales, persiguen –con
diferencias individuales- que la jornada laboral no les suponga demasiados
problemas. Su trabajo cotidiano consiste en enfrentarse durante unas horas
diarias a una masa de alumnos, tanto buenos como malos, y lograr un cierto

18
aprovechamiento –o, al menos, minimizar el desorden en el aula, tarea de por
sí agotadora en muchas escuelas-. Además de ello, tienen que negociar con
sus compañeros, dar la cara delante de padres con expectativas muy diversas,
lograr los materiales educativos que necesitan, decidir sobre notas y
trayectorias escolares en un fuego cruzado de presiones, etc. Además de
ello,debido a las desmesuradas expectativas de todos los implicados –
alumnos, familias...- en la escuela, se encuentran sujetos a todo tipo de
acusaciones desde todos los frentes –desde los padres hasta las autoridades
educativas, pasando por los distintos tipos de salvadores escolares e
“intelectuales” que escriben sobre la escuela[18]-.
En esta situación no es extraño el resultado que se consigue con
muchas reformas escolares. De éstas, los profesores aplican aquellos aspectos
que pueden facilitar su carga de trabajo, protegerles frente a la vigilancia de
superiores o familias, evitarles conflictos o elevar su prestigio, mientras que
oponen una obstinada resistencia –que adopta múltiples formas- a aquellos
aspectos que incrementan su carga de trabajo, exponen su tarea a mayores
controles –por ejemplo, de las familias-, rebajan su prestigio o suponen
continuos conflictos con compañeros, familias, alumnos, etc. Las reformas
ideales son profundamente transformadas por los sujetos reales que trabajan
en las burocracias escolares[19]. A partir de esta transformación –
sociológicamente comprensible y explicable-, el reformador idealista dispara
contra los profesores: cuando la realidad choca con la sociedad ideal
imaginada, parece más fácil acusar a la realidad que plantearse lo irreal de la
propuesta.
Los profesores no tienen como objetivo único y principal de sus vidas
enseñar. Resulta que son trabajadores en organizaciones burocráticas, no
santos ni beatos. ¿Y los alumnos? ¿Van a la escuela con el objetivo principal
de estudiar y aprender? De oír las acusaciones de los reformadores
desengañados, parece que no:ahora –dicen- sólo les interesan las notas, si es
que les interesa algo. Sin embargo, cuando construyen sus reformas están
pensando en otro tipo de alumno: un alumno al que se puede entusiasmar en el
conocimiento que va a adquirir. Las instituciones educativas –éste es el
presupuesto implícito- son sitios a donde la gente va a aprender. ¿Ocurre esto
en la realidad o es una nueva confusión del deseo con la realidad?

19
El presupuesto de la situación educativa como un encuentro entre un
sujeto deseoso de enseñar y otro ávido de aprender impregna fuertemente todo
el pensamiento pedagógico. Así, en los congresos de sociología de la
educación es frecuente encontrar un tipo de ponencias en el
que, teorizando sobre el concepto de acción comunicativa de Habermas, el
ponente nos muestra esta situación ideal en la realidad: un profesor
comunicaría sus conocimientos de forma voluntaria, sin recompensas, a un
público ávido de aprender. La situación que invariablemente se nos presenta
como ejemplo real de esta “acción comunicativa” es la educación de adultos.
Aquí, los sujetos que irían al centro educativo sólo estarían interesados en
enseñar y aprender. Ahora bien, ¿qué diferencia a esta relación educativa de la
que impera en el sistema de las enseñanzas regladas? Casi todo.
Centrémonos en los estudiantes. En el caso de la educación de adultos, se
trata de personas que, con tiempo libre, pretenden ocupar este tiempo de una
manera particular: asistiendo a clases. No obtienen habitualmente por esta
asistencia beneficios externos en forma de títulos escolares que puedan hacer
valer en el mercado de trabajo. Tampoco están obligados a asistir. Ausencia de
coacción y ausencia de beneficios materiales por la asistencia: éstas son las
condiciones que permiten en este caso que pueda vivirse la relación educativa
como un encuentro puramente comunicativo. ¿Y en el sistema de enseñanzas
regladas? Aquí tenemos dos elementos totalmente ausentes de este
encuentro feliz.
Por una parte, hasta los 16 años, la educación es obligatoria: no importa
la voluntad del alumno, debe asistir a clase. Algunos lo querrán y valorarán;
otros, simplemente, están coaccionados. El profesor ha de vérselas con grupos
de alumnos que simplemente no quieren estar ahí, que sólo asisten porque
ellos o sus familias pueden verse enfrentados a la coacción estatal. Una
situación que dista mucho de un encuentro feliz entre profesor y alumno y que
muchas reformas –como la LOGSE- parecen ignorar: la confianza en la
escuela como bien de salvación provoca que no se contemple la educación
obligatoria como lo que es, una obligación, una coacción[20].
Por otra parte, las enseñanzas regladas no obligatorias proporcionan
títulos escolares que dan acceso a segmentos del mercado de trabajo. La
importancia de la escuela en este acceso pasa menos por los contenidos

20
aprendidos –según diversos estudios el 90% de lo que se aprende en la
escuela se ha olvidado un par de años después-, que por la misma posesión
del título escolar, de la credencial educativa. Estas credenciales son tanto
pasaportes que permiten ejercer determinadas profesiones a los que las
poseen, como barreras para los que no las poseen: es la posesión o
desposesión del título escolar lo que permite entrar a unos y excluir a otros. Los
títulos escolares son, por tanto, en primer lugar, recursos que se pueden hacer
valer en el mercado de trabajo independientemente de los conocimientos
reales que pueda haber asimilado el portador del título. Este es el marco real
en el que se desarrolla la situación de aprendizaje; en ésta se
enfrentan objetivamenteuna institución que controla el acceso a títulos
escolares y sujetos que necesitan o desean esos títulos escolares en sus
estrategias de reproducción social. Esta situación objetiva es una cuestión de
posiciones, no de deseos o voluntades de los individuos.
Esta situación objetiva conforma la relación pedagógica en primer lugar
como un conflicto estructurado por la negociación del esfuerzo: los estudiantes
han de conseguir el título escolar y deben de organizar su tiempo y esfuerzo
para este objetivo. Y al igual que el profesor, asalariado de la organización
escolar, se ve en una situación objetiva en la que trata de reducir su carga de
trabajo; los estudiantes se ven en una posición en la que deben conseguir el
título escolar mediante las tácticas que tengan a mano, entre las cuales una
fundamental consiste en poder reducir los esfuerzos que se les exigen para la
consecución del título. Si los estudiantes tratan de conseguir el máximo de nota
o de títulos con un esfuerzo mínimo o moderado, ello no se debe a una
perversión del carácter de los estudiantes, sino a la propia posición objetiva
que ocupan. En cada caso particular, se vivirá esta relación de una forma más
encantada –como una búsqueda del conocimiento como fin en sí mismo- o de
una forma más instrumental; en ambos casos, lo que pesa al final, lo que llena
las aulas y las salas de estudio, es la obtención de la nota, del título. “A los
estudiantes sólo les interesa la nota”: difícilmente podría ser de otro modo en
una sociedad credencialista. El alumno que sólo está interesado en aprender
sólo puede existir como tipo social mayoritario en una sociedad donde los
títulos escolares no sean recursos, donde no supongan pasaportes o barreras
para el acceso a posiciones sociales.

21
Un maestro deseoso de enseñar y un alumno ávido de aprender: esta
situación, presupuesta en buena parte del pensamiento pedagógico reformista,
sólo se da en nuestras sociedades de manera excepcional: allí donde la
situación de aprendizaje no supone coacción ni recompensas o allí donde
profesores y alumnos están fuertemente seleccionados –profesores militantes y
alumnos procedentes de familias creyentes cuando no beatas de
la cultura como bien de salvación-. No es extraño, por tanto, que la extensión
burocrática de los felices experimentos conduzca a resultados frustrantes para
los reformadores, y que éstos, incapaces de distinguir posiciones e individuos,
terminen culpando del fracaso a los distintos individuos implicados.

Saliendo del idealismo


Desmesura idealista en los fines perseguidos y articulación irrealista de
los métodos para conseguir esos fines imposibles. Estas son dos
características que históricamente se han repetido en la mayoría de las
reformas escolares. A pesar de ello, lentamente, en parte por las reformas y en
parte por dinámicas que nada tienen que ver con ellas, las escuelas han ido
cambiando. Sin embargo, estos cambios han quedado muy lejos de los
objetivos propuestos y en buena medida se han producido a espaldas de los
salvadores escolares. Quizás haya llegado el momento de comenzar a reducir
las expectativas en torno a la salvación escolar de la sociedad –esto es,
a buscar otro tipo de reformas que no sean escolares- y a plantearse, dentro
del campo propiamente escolar, cambios realistas –que tengan en cuenta lo
que supone una escolaridad burocrática de masas, no de pequeños grupos
ideales- en torno a objetivos limitados. Para ello es preciso otro tipo de
pensamiento pedagógico muy alejado de la idealista corriente mayoritaria en la
actualidad.

[1]
No vamos a entrar en las intenciones de los reformadores, que han dado lugar a numerosas
especulaciones que pasan por teoría sociológica. En general, desde la izquierda la postura
respecto a los reformadores escolares ha estado guiada por la “lógica de la sospecha”: los

22
reformadores no pretenderían lo que decían –igualdad de oportunidades, hacer sujetos
autónomos, etc.-, sino que, bajo su buena voluntad declarada, procurarían mantener la
estructura de poder predominante. Y la lógica de competencia simbólica propia del campo
izquierdista –“nadie a mi izquierda”- ha llevado a convertir la “lógica de la sospecha” en
verdadera “paranoia de la sospecha” –todos serían “malos”, hasta los que parecen “buenos”-.
Sin entrar en detalle en la crítica de estas teorías –a las que podemos calificar de verdadero
“funcionalismo crítico” muy a la moda de las teorías de sentido común propias de los círculos
izquierdistas universitarios (el “sistema” lo controla todo y nos controla a todos perfectamente)-,
podemos decir que adolecen en general de un error común: confundir los efectos con las
causas. En otras palabras –como pretendemos mostrar en este artículo-, las reformas pueden
estar guiadas por muy buenas –o muy malas- intenciones, pero sus efectos –“no deseados”-
son muy distintos de los pretendidos al ser toda reforma moldeada por las acciones e
intenciones de los múltiples sujetos implicados y al no tener en cuenta los reformadores –en
parte porque no pueden, pero también en buena parte porque no saben- el peso de estas
múltiples acciones en los efectos finales de la reforma proyectada.
[2]
Se conoce como “cultura general” a la cultura que todo el mundo debería tener. Todo el
mundo debería tenerla porque se supone que mejora al individuo, aunque no se conozca muy
bien el mecanismo -así, la cultura clásica haría a los individuos más cultos y racionales y
sensibles y mil cosas más-. En todo caso, lo que sí queda claro es qué conocimientos son
definidos como cultura general: aquellos que se enseñan en las escuelas. Por tanto, lo único
que tenemos claro respecto a la cultura general es que todo el mundo debería tener los
conocimientos que se enseñan en la escuela porque son los conocimientos que hay que tener
para tener cultura general que es la cultura que se enseña a todos en la escuela...
[3]
Buena parte de las tensiones que se generan actualmente en los espacios escolares se
derivan del hecho de que todos los actores implicados consideran la escolaridad de los niños el
principal determinante de su futuro. A partir de aquí se multiplican las presiones y quejas entre
docentes, alumnos, familias, autoridades, pedagogos, psicólogos, orientadores... Todo el
mundo considera a los otros –los maestros a las familias, éstas a los maestros, etc.- un
obstáculo para la salvación del niño.
[4]
Curiosamente esta es la campaña que actualmente se está promoviendo para la “igualdad
de oportunidades” de la mujer. Se le dice a la mujer trabajadora: “no aceptes un salario
inferior”. Lo que no se le dice es adónde debe ir si la empresa se niega a pagarle más. Se
podrían multiplicar los ejemplos: la campaña por la seguridad laboral consiste en decirle al
obrero “trabaja seguro”, pero tampoco se le dice adónde debe ir si no acepta los ritmos y
condiciones de la empresa.
[5]
Otra cosa es que dentro de una determinada dinámica económica, uno pueda ser más o
menos depredador dentro de los márgenes de beneficio en que se mueve. En todo caso, estos
márgenes son estrechos por la propia dinámica de competencia capitalista.
[6]
Que es como se suele entender. Precisamente uno de los efectos sociales más importantes
de la escuela es el de definir a qué se llama “conocimiento” o “cultura”: a lo que se imparte en
las aulas. De ahí que cuando se hable de cualificación se suela hablar, no de todo tipo de
conocimiento adquirido en todo tipo de situación, sino de conocimientos adquiridos en situación
escolar.
[7]
Hace no mucho tiempo asistí a una reunión de profesores universitarios progresistas donde
se planteaba entre los “objetivos” de la universidad el siguiente (aproximadamente): “La
universidad no debe limitarse a capacitar técnicamente a los estudiantes, sino que también
debe capacitarlos moralmente”. Esto, tomado seriamente, debería prevenirnos contra todo
aquel que no haya pasado por la universidad con sus morales y moralizantes profesores:
estaría incapacitado moralmente.
[8]
No me voy a extender en el descomunal sociocentrismo que todo esto supone, amén de las
megalomanías que alimenta. Cualquiera que esté habituado, por ejemplo, a las aulas
universitarias, conoce el estruendo de los salvíficos egos profesorales.
[9]
Uno de los efectos más importantes de la escuela es el de imponer una definición de
inteligencia. Se denomina tal a la habilidad para realizar ejercicios escolares. Las otras
habilidades pasan así a rango inferior: uno puede ser “listo”, pero no “inteligente”. Esta
imposición de una habilidad específica –el manejo de la lectoescritura, la realización de
ejercicios escolares- como la habilidad superior, la “inteligencia” a secas, supone ignorar el
resto de habilidades cognitivas o relegarlas a ámbitos secundarios, inferiores. Una buena
prueba de ello es el hecho de que se considera la “inteligencia” –esto es, la habilidad escolar-
como una habilidad “general” y las otras habilidades como parciales: como si pudiera

23
desarrollarse una habilidad en el vacío. El culmen “científico” de esta imposición son los “tests
de inteligencia” que, clasificando a los individuos por sus habilidades de lectoescritura y
escolares, pretende clasificarlos por su “inteligencia general”.
[10]
No me voy a extender aquí en un hecho que, al menos, debería llamar la atención: la
prodigiosa habilidad de pedagogos, educadores, especialistas de la escuela en general, de
convertir sus intereses particulares en intereses generales: el hecho de que personas que
trabajan en la escuela, que viven de la escuela, que le deben su existencia social a la escuela
conviertan la escuela en la solución a todo problema, comenzando por los problemas de la
escuela.
[11]
Podríamos extendernos más. ¿Qué tipo de sujeto es capaz de imaginar que este tipo de
sociedad es la real? Sólo un sujeto que en su vida haya conocido pocas coacciones duras, esto
es, alguien que esté bien “acomodado”, bien a salvo de las coacciones fuertes que se sufren
con tanta más violencia cuanto de menos recursos se dispone.
[12]
Que, como hemos visto más arriba, no ha de ser necesariamente escolar. Sin embargo, la
escuela ignora otra habilidad que no sea la lectoescritura y el manejar conocimientos
escolares, y habla de talentos a secas.
[13]
No me voy a extender en este argumento, que forma parte del bagaje fundamental de la
sociología de la educación. Sí quisiera señalar el hecho de que el biologicismo persiste de
manera pertinaz en múltiples afirmaciones sobre la escuela –así como en el funcionamiento
cotidiano de ésta-. Pondré un ejemplo. Es moneda corriente decir que ahora, como va más
gente a la universidad, el nivel de ésta baja: los estudiantes de ahora estarían menos
capacitados que los de generaciones anteriores. Curiosamente este argumento se suele repetir
cada vez que se amplía el abanico de estudiantes, abarcando a poblaciones que antes apenas
entraban –como las mujeres o los hijos de clases medias y populares-. Pero vayamos a sus
presupuestos biologicistas. Podemos suponer que la capacitación escolar es cuestión de
socialización –supuesto sociológico- o de talentos –supuesto biologicista-. En el primer caso,
no habría que alarmarse: dada la elevación general del nivel de escolarización generación tras
generación, lo normal es que el número de estudiantes capacitados se fuera ampliando –los
jóvenes de ahora son hijos de familias con mayores niveles de escolarización que los jóvenes
de hace 20 ó 30 años-. En otras palabras, si los talentos escolares son cuestión de
socialización, lo normal es que, dado que aumenta el nivel de escolarización de toda la
población, aumente el número de estudiantes con la capacitación para acceder a la
universidad: los padres de ahora –en todas las capas sociales- tienen mayor nivel de
escolaridad y mayor familiarización con los conocimientos escolares que los de hace 30 años.
Si se repite constantemente la cantinela de que el aumento de estudiantes hace descender el
nivel, es porque se supone que el número de talentos permanece constante,
independientemente del grado de escolarización de la población general: esto es, que hay una
distribución biológica de los talentos que permanecería relativamente constante a lo largo del
tiempo. El biologicismo de base del argumento resulta así evidente. Si a eso le añadimos el
hecho de que va unido a la preocupación por el hecho de que vengan estudiantes de las clases
populares, vemos claramente qué es lo que subyace a tal argumento: un verdadero racismo –
biologicista- de clase.
[14]
Por poner un ejemplo simple. Un titulado en económicas hijo de conserje puede contar con
el “enchufe” de su padre para colocarse... en conserjería. Muy distintas son las oportunidades
del titulado hijo de ejecutivo: su padre le puede colocar en puestos muy recomendables.
[15]
Por no extenderme demasiado, dejaré de lado otros puntos del idealismo pedagógico, como
la confusión entre el progresismo en la concepción de los distintos métodos pedagógicos y el
progresismo de sus efectos. Así, se suele suponer que una enseñanza donde se le deje amplio
margen de libertad al alumno es más progresista que una enseñanza más dirigista. Sin
embargo, este laisser-faire pedagógico beneficia más a los alumnos procedentes de familias
fuertemente escolarizadas, que ya poseen por socialización familiar el tipo de habilidades
exigidas por la escuela, mientras que deja completamente desorientados a los que proceden
de familias poco escolarizadas.
[16]
Otro punto que suele diferenciar los experimentos exitosos de su extensión burocrática es la
diferente selección de los agentes implicados. En la mayoría de las escuelas-modelo, el tipo de
alumno que llega procede de unos medios sociales concretos: clases medias fuertemente
escolarizadas, esto es, que le deben lo fundamental de su posición social a la escuela, que
creen en la escuela, que inculcan en sus vástagos esta fe junto a las habilidades valoradas por
la escuela. Es obvio que con este tipo de alumnos, la relación pedagógica puede adoptar
formas totalmente imposibles en otros medios sociales.

24
[17]
Curiosamente, los mismos que tachan a los funcionarios o los maestros de perseguir sus
intereses en lugar de los de la organización a la que sirven son en muchos casos los mismos
que alaban todas las formas de resistencia obrera al incremento de la productividad en las
fábricas. Sin embargo, en ambos casos la lógica (aunque haya diferencias en otros aspectos)
es la misma: un sujeto ocupa un puesto que no ha diseñado interesado en las recompensas
asociadas al puesto (en primer lugar, el salario) y procura sacar el máximo partido de la venta
de su fuerza de trabajo. Para ver esta lógica hay que saber distinguir entre las posiciones y los
individuos que las ocupan: una distinción que, como vimos arriba, normalmente no se hace.
[18]
Así, un rasgo constante que se encuentra en los estudios sociológicos sobre educación
respecto a los maestros de escuela es el desprecio y acusación constante a que se ven
expuestos. Los sociólogos de la educación –profesores de universidad- tienen por costumbre –
especialmente si son críticos- verter todo tipo de acusaciones –revestidas con conceptos
sociológicos- sobre sus inferiores sociales.
[19]
Podría poner numerosos ejemplos, que evito aquí para no alargar en exceso el artículo.
Señalaré una crítica común que se dirige a los profesores de historia: no le dan importancia a la
historia contemporánea, siempre se quedan en el siglo XIX o a principios del XX. Este efecto
estructural no es sino el resultado de la contraposición entre el programa ideal de historia –
redactado por gente que quiere que los alumnos conozcan toda la historia-, y los horarios
necesariamente limitados dedicados a la asignatura que tiene que impartirse en condiciones
reales. La última reforma de las materias de humanidades es un buen ejemplo de la diferencia
entre el reformador que legisla ideales –en este caso, la idea de España como programa
escolar- y las escuelas reales.
[20]
Una de las críticas que más han repetido grupos de profesores contra la LOGSE va
precisamente en este sentido: no hay medios para imponer disciplina. Al reformador, ilusionado
con extender un derecho, no se le ha ocurrido que para obligar hay que tener elementos de
coacción. Si se quiere obligar a todos los niños a permanecer en el sistema escolar hasta los
16 años hay que poner los medios para que esta obligación se imponga, para que el orden–
presupuesto real de toda labor de enseñanza- se mantenga mínimamente frente a sujetos
obligados contra su voluntad a permanecer en las aulas. Parece que el reformador idealista
sólo podía pensar que los sujetos iban a estar encantados de ser obligados: al fin y al cabo, se
les iba a salvar.

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