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La bohemia como desenlace pertinente de la modernidad

Walter Benjamin es un pensador extraordinario, de aquellos que suelen


clasificarse como “inclasificables”. Todos los pensadores, todos los hombres
son clasificables en tanto se libere el inútil afán del propio hombre en
clasificarlo todo, incluso a él mismo. Lo único a tener en cuenta de veras es la
riqueza del pensamiento de Benjamin; por lo demás, a todo escritor que
aborde diversos temas con diversos prismas, que sea capaz de trasvestir las
formas recomendadas para cada género usufructuándolas al máximo en la
belleza de su mixtura, a ese tipo escritores se los reputará siempre como
“inclasificables”, aún cuando gocen de una inapelable coherencia, tal como es
el caso de Benjamin.
Supongo que hay que concebirlo como una especie de elogio.

Charles Baudelaire es un poeta extraordinario, de aquellos que suelen


clasificarse como “malditos”. O como “hitos de la poesía”, algo más
dramáticamente. En efecto, Baudelaire representa una hendidura en la historia
de la poesía, un sablazo colérico si se quiere ser más gráfico. El francés es,
como bien dice Benjamin, el último poeta masivo, exitoso en vida y mucho
más tras su muerte. No se pueden ignorar los hitos que de alguna manera
suceden a Baudelaire, como Rimbaud, Artaud, Breton, Vallejo, Elliot, pero
cuesta encontrar, aún entre tamaños poetas, un tajo de una profundidad
semejante a la del que propinó Baudelaire. Ha sido considerado además como
un libertino, un demente, un vago con modales de aristócrata, un provocador
nato de las formas morales y estéticas.

Supongo que hay que concebirlo, esto también, como una especie de elogio.

Los contactos entre estos dos pensadores son recurrentes y abismales,


comenzando por uno elemental: Benjamin ha escrito mucho – sobre todo si se
tiene en cuenta la corta vida del filósofo – sobre Baudelaire. O mejor dicho, ha
utilizado a Baudelaire para escribir mucho acerca de la vida moderna, de la
vida real. Quizás este sea el mérito más destacable del pensador alemán, el de
filosofar empleando discursos, dispositivos y arquetipos no filosóficos. Es el
mérito máximo, por cierto, al que puede aspirar cualquier filósofo que nació
después de Hegel.

Pero las aproximaciones no se agotan allí; Benjamin y Baudelaire comparten


además el talento, los métodos revulsivos para sus propias vidas, el
enamoramiento por la soledad y las caminatas extraviadas, el terror por la
opresión ajena. Benjamin y Baudelaire comparten, esencialmente, su obsesión
por la modernidad, acaso el don de encarnar en su propio ser el proyecto – o
las rebarbas del proyecto – moderno.

Más sucintamente, Benjamin encuentra en Baudelaire (en su poesía, en su


genio, en su perspicacia) las prescripciones más lúcidas y críticas que se haya
escrito sobre la modernidad. La época y el lugar de Baudelaire (el siglo XIX
en París) le permiten al poeta cierta distancia de los efectos más crudos de la
modernidad, por esta razón se muestra más altanero y cínico que un Dickens
por ejemplo, para hablar del narrador más implacable de la Londres
industrializada. Baudelaire narra los corolarios de la modernidad con los ojos,
el espíritu y el cuerpo de un dios enloquecido y soberbio. Pero también la
vive, y aquí está todo el chiste. Baudelaire además es, él mismo, un paradigma
de la modernidad, el arquetipo moderno (en sentido platónico) encarnado en
esta tierra, vivo entre las irradiaciones y las tinieblas de su tiempo, el tiempo
del hombre y la máquina, el tiempo en donde ser nada más y nada menos que
un hombre comenzó a resultar espinoso.

Es el nacimiento de la bohemia, residuo precioso de la modernidad, el estilo


de vida en donde más abortados se lucen los proyectos modernos pero
también el estilo de vida en el cual esos mismos proyectos se ven más
genuinamente concretados. La bohemia, esa actitud que, a más de presentarse
como un desperdicio de la vida y de su fundamento moderno – el tiempo – es
en verdad el acto de desprecio más lapidario que jamás se haya ejercitado en
el infame ego de lo moderno, una verdadera bofetada en su carota de sabio
calculador, su carota de gordo juicioso peinado a lo Gardel con ojos
llameantes ante el fajo de billetes que baila delante de él.

La ira y el desdén: ponerse en contra a toda la raza humana

Benjamin cita algunas palabras de una carta de Baudelaire a su madre en El


parís del segundo imperio en Baudelaire, tal vez el ensayo más bello que se
haya escrito jamás sobre el poeta francés. En esas palabras citadas por
Benjamin, Baudelaire espeta lo siguiente: “(…) Quiero poner en contra mía a
toda la raza humana. Sería esto un placer tan grande, que me resarciría de
todo”. Benjamin analiza el carácter de Baudelaire a la luz de la homologación
con los “conspiradores profesionales” de los que da cuenta Marx en El
dieciocho brumario de Luis Bonaparte y en Los conspiradores, un pequeño
escrito de 1850. Allí el genial pensador alemán describe a la bohème parisina
como una horda desmembrada que habita en las “tabernuchas” de la ciudad y
la asocia directamente con los conspiradores profesionales, seres tomados por
el odio hacia todos los valores reinantes pero no desde la influencia de una
potencial nobleza o coherencia ideológica sino más bien desde una ira
encarnizada contra todo. Marx ve en esos conspiradores a los genuinos
dirigentes de la clase proletaria y estos forman parte, por cierto, de la bohemia,
junto a literatos, artistas, librepensadores, entre otros. Es dable preguntarse
cómo gente ilustrada en cuanto al conocimiento puede ser jefe de la chusma
embrutecida por el alcohol y la desocupación. Benjamin, siempre con Marx,
practica el emparejamiento a partir de la paridad de objetivos: “Todos estaban,
en una protesta más o menos sorda contra la sociedad, ante un mañana más o
menos precario” escribe. La rabia que – a veces – sabe provocar la
incertidumbre respecto al futuro (y con él respecto al sentido de la vida misma
o de cualquier cosa que tenga que ver con ella) es el combustible común; una
ira espontánea y feroz que se muestra en los poemas en prosa de Baudelaire
conocidos como El spleen en París tal vez como en ninguna otra parcela de su
obra. En esas páginas encontramos huellas de la extraña combinación entre el
“populacho”, la clase obrera o proletaria y los sectores bohemios a los que
Baudelaire representa con brutal puntualidad. El literato, fundido en el caso de
Baudelaire con el flanèur*, no está separado de las clases bajas sino que está
integrado a ellas y a la sociedad toda. Uno de los presupuestos para esa
integración es el bulevar, suceso arquitectónico de influjo determinante para
la vida social urbana. Escribe Benjamin:

“La asimilación del literato a la sociedad en la que vivía se realizó, por tanto,
en el bulevar (…) en el bulevar pasaba sus horas de ocio que exhibía ante los
demás como una parte de su tiempo de trabajo (…) no hacer nada que a los
ojos del público era necesario para su perfeccionamiento”.

El bulevar, entonces, además de ser el punto de encuentro con los demás


elementos sociales, es el plano en donde se visualiza la bohemia, ese “no
hacer nada” desdeñoso que con su mera improductividad física desprecia
todos los valores imperantes, basados (vaya si lo sabemos) en la eficacia
remuneradora.
Se conoce, para que exista desprecio no puede faltar el que desprecia, pero
mucho menos puede faltar el despreciado o el despreciable. Ese enjambre de
personas inventadas por la ciudad, esa multitud, consiente (de buen o mal
grado, con mayor o menor temor reverencial por la inteligencia) que el “no
hacer nada” es necesario para los intelectuales y artistas. No hay inquina
contra los literatos sino más bien el reconocimiento de su misión, el destino de
sus horas de trabajo a vender. Desde estos ojos, el literato es un trabajador de
tiempo completo, y bien puede descansar allí uno de los zócalos necesarios
para la emergencia del desprecio bohemio: mientras los otros persiguen
ciegos, sordos y mudos su tajada, mientras continúan la eterna faena por
sobrevivir y se conforman con ello, el bohemio desafía los horarios
preconcebidos y la farsa corriente para dedicar su vida al trabajo. El literato
bohemio regresa de la oficina o la fábrica siempre a la misma hora, no saluda
a su adorable mujercita de sueños castos, no se consagra a consumir toda la
escoria que el sistema le ofrece a violentas cucharadas. Baudelaire, hablándole
a un perro en El spleen en París, sentencia: “De este modo tú mismo, indigno
compañero de mi funesta vida, te pareces al público, al que no hay que
ofrecerle perfumes delicados que le irriten, sino sólo inmundicias
cuidadosamente elegidas”.

La ira y el desdén. La recriminación furiosa contra el otro, el común, una


recriminación visceral, desde el desprecio más profundo pero también
cargada de un odio que parece remitir a sí mismo, a la certeza de entender la
parodia y de, por ello mismo, no poder participar en ella gustosamente. Hasta
un dios siente piedad, aseguran, cuando sus criaturitas fallan el tiro; el
bohemio no da con semejante compasión, no tiene espacio en su ser para la
ternura: el desdén se convierte en ira y viceversa.

Los dos sentimientos se nutren mutuamente en los teoremas del bohemio: si


alguno de los dos falta el bohemio renguea, se disuelve, se torna otra cosa para
la sociedad; el bohemio sin ira es un vago, un charlatán vividor. Sin desdén es
un hombre vencido, uno de los tantos ejemplares que pueblan las salas de estar
de este mundo, vociferando órdenes a sus mujeres y pateando a sus niños
cuando le entorpecen el contacto visual directo con la pantalla de T.V.

Mome

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