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Carta para mi maestro de música

Villahermosa, Tab; 16 de febrero de 2006

Maestro Juan Pablo Puente:

El tiempo ha pasado, como suele suceder, y hoy le escribo. A lo mejor ni se acuerda


de mí. Tantos y tantos muchachos de entre 12 y 15 años han pasado por la
secundaria federal 2 Adolfo López Mateos, y han pasado por ustedes, los maestros
que, a diario, desde un salón de clases, dignifican la educación pública.

Yo fui de la generación 1972-1975. Éramos muchos y éramos como todos en esa


edad: soñadores, juguetones, rebeldes, inquietos, traviesos. Creíamos que nos
podíamos tomar el mar de un solo trago, y que el mundo era inevitablemente
nuestro. La adolescencia nos engaña, nos hace sentir eternos. Pero no es de eso, de
lo que quiero comentarle, sino de la música.

En la distancia de tiempo y geografía uno entiende mejor las cosas, sobre todo ahora
cuando me acompaño por mi guitarra y escucho cantar a un grupo de muchachos y
muchachas las canciones tradicionales de nuestro país. Reconozco en sus rostros las
mismas sonrisas del que fui hace cerca de 34 años. Ahora que estoy en lo mismo, la
enseñanza y la música, comprendo.

Llegué a la secundaria 2 como muchos, sin saber exactamente lo que significaba, sin
pensar en el por qué o para qué. Los amigos y algún maestro – Carlos, Antonia,
Héctor, Nacho,, de la primaria- nos impulsaron. Pero en mi caso era más bien la
inercia, no ideas de familia.

Llegamos emocionados a la escuela un 2 de septiembre. Un mundo nuevo se


abría para nosotros: la secundaria como faro luminoso entre las colonias Treviño
Zapata, Praxedis Balboa y La Popular. Nuestro barrio eran las calles y callejones
con lodo en tiempo de lluvia. La zona roja, como canto norteño de sirena. La iglesia
San Antonio de Padua, espacio de tranquilidad y sosiego. Y la terraza Marys, de los
Charles, era válvula de escape a través del baile tropical que alimentaba esperanzas.

Ya en la escuela, en el primer grado A, para ser precisos, llegaban, uno por uno, los
maestros que batallarían con nosotros. El de matemáticas, el de español, de biología,
civismo, inglés, educ. física, etc. Uno a uno iban mostrando sus ideas, su forma de
decir las cosas, manera de esbozar con palabras y movimiento de manos lo que
representaba su materia y lo importante que era la educación para nosotros.
Diferente a la primaria, donde cada grupo tenía un sólo maestro, la secundaria
nos mostraba un abanico de personalidades muy distintas, pero convergentes
en la educación, motivo y razón de ser de la escuela. Allí estaban, tenaces, los
maestros. Y entre ellos usted, Juan Pablo, maestro de música, sonriente,
entonando una canción y mostrándonos –también con palabras y sonrisas- la música
como un océano de agua tibia que bañaría nuestro espíritu con notas sonoras,
rítmicas, acompasadas; era miel, era leche tibia que alimentaba nuestro espíritu,
cuyo sabor nos duraba toda la tarde y los fines de semana. Y que nuestro pie al
moverse reflejaba una manifestación de nuestra identidad y antigüedad.

Usted con su acordeón le daba sentido y alegría a las mañanas cuando


sobrevivíamos a números, algoritmos, teorías, métodos, exámenes. Con la música
nos olvidábamos de la pobreza, de los conflictos, de las angustias familiares.

Mi amor por la música, específicamente por la música popular, de allí viene. A lo


mejor ya estaba, pero usted le dio cauce, salida. Semana a semana se iban sumando
ritmos, imágenes, cantos nuevos a la muchacha, a la revolución, a la naturaleza, a la
patria.

Aún recuerdo a “Comadre Juana vamos a bailar, con ese viejo cara de
comal.”, canción que volví a escuchar en 1986 con la cantante Tehua, voz
terciopelo, en la Casa de la cultura de esta ciudad de Villahermosa.

Mariano Esperón, Los Cuates Castilla, Alvaro Carrillo, Agustín Lara, José Alfredo
Jiménez eran los héroes de mil batallas en la guerra florida de los sentimientos.
Abrevamos esa mezcla de poesía y saber popular que dibujaron lágrimas, sonrisas,
besos, abandonos y sonrisas. La música, mezcla de sonidos y silencios en el tiempo.
Nos dimos cuenta que los tamaulipecos, nuestros paisanos, Cuco Sánchez, Cornelio
Reyna y Rigo Tovar formaban parte de la misma familia de trovadores.

En la mañana, la hora con música era la que le daba sentido al día. Y luego poco a
poco fuimos formando un grupo que llegaba por las tardes a darle cierto orden a
nuestras voces y a los sonidos armónicos que le empezamos a sacar a los
instrumentos.

Yo me acomodé a una mandolina; me atraían sus cuerdas dobles y la sonoridad de la


vibración. Era el instrumento con el que por esos años el griego Mikis Tehodorakis
tocaba El baile de Zorba y yo hice lo posible por aprenderla, y en una oportunidad la
toqué en el grupo, ante usted. Sí era la mandolina con la que yo quería dialogar en
ese río de notas musicales.
Me gustaba ver cómo Joel Gazcón tocaba el guitarrón y el contrabajo y Javier
Zamora la trompeta.

Generosa, la secundaria permitía que nos lleváramos el instrumento a nuestra casa


para practicar en solitario bajo la sombra de un árbol. En mi caso era un pino que
teníamos al centro del solar. Ese pino fue testigo fiel de mis andanzas también con el
acordeón y la guitarra.

Algunas tardes nos reuníamos en casa de un amigo (Ariel, Javier Zamora, Tolín y
yo) y con dos guitarras, unos botes grandes y unos sartenes armábamos nuestro
grupo. Con la música construíamos la tarde y a nuestro recuerdo invariable venía la
imagen de la muchacha, muñequita linda, de cabellos de oro.

Menciono algunas canciones: Adiós Mariquita linda; Valentina; La embarcación;


Nocturnal; La rondalla; Fina estampa; Madrid; Solamente una vez, y tantas otras que
se fueron sumando a nuestros banco de imágenes sobre otras épocas, pero que iban
representando fielmente nuestros sentimientos, lo que queríamos decir: “y mis
brazos se extienden hambrientos en busca de ti”.

Y fíjese profe Puente, no había mejores momentos en nuestra vida que cuando
estábamos ante un público. También cuando salíamos a tocar a otro municipio. O
cuando las madrugadas del 10 y del 15 de mayo recorríamos nuestras casas y las de
nuestros maestros para cantarles con el corazón en la garganta. Era don Pedrito el
conductor alegre de ese camión americano que tenía la secundaria, quien sonreía
cuando gritábamos que “al chofer no se le para el camión”

En la estudiantina y el mariachi hicimos muy buenos amigos con los cuales nos
divertíamos en grande. Éramos un buen equipo; aunque es más preciso decir que
aprendimos a trabajar en equipo.

Luego entré a la Normal Guadalupe Mainero. Usted trabajaba allí y me invitó a


formar parte de la rondalla que coordinaba Alberto Ortega. Era la edad emocionante
en la que descubrimos piel de ángel en la mujer; y nos enamoramos de nuestras
amigas (en secreto). Por eso les cantamos melodías rosas en las madrugadas de San
Valentín.

Sí, Profe. mi inicio en el maravilloso mundo de la música en gran medida fue con
usted y su clase. Y aparte de que la maravillosa música me ha facilitado mi trabajo
escolar y transforma en cualquier momento el ambiente del grupo en alegría, en lo
personal me da muchas satisfacciones al apreciar la música de otros pueblos y al
ambientar las fiestas de los amigos con canciones como Paloma querida; El
andariego; No vale nada la vida, etc. En conclusión creo que comprendimos lo que
dice la Biblia respecto a que no sólo de pan vive el hombre.

Maestro Juan Pablo, mi gratitud y reconocimiento. Y que la salud le acompañe. Siga


usted sembrando semillas de música en los corazones de los chicos y chicas que, en
este mundo ajetreado de violencia y maquinitas, requieren del arte, como al desierto
urge la lluvia.

Reciba un muy fuerte abrazo.

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