Ignacio Pirovano, vestido según las normas de asepsia, sale del cuarto del
chiquito muy preocupado.
Pirovano: - No hay caso, che.
Pirovano: - ¿Síntomas?
Wilde: No, no. Ése era el niño. La madre era la que decía: "es culpa mía, es
culpa mía".
Pirovano: - Claro, por supuesto. Y le digo más, el llanto es agua salada que
brota por los ojos, produciendo convulsiones espasmódicas en todo el cuerpo.
Wilde y Pirovano (jurando): - Por Hipócrates y por Galeno y por los que
puedan venir, juro nunca he de decir lo que este secreto cuenta; ni a mi mamá
ni a mi papá yo les voy a decir nada, ni aunque me tengan agarrado del cogote.
Y si algún día lo digo, ¡que se me pudra el ombligo!
Wilde: - Me rindo.
Pirovano: - Un azulejo.
Pirovano: - Ahí está la cosa. Nadie en esta casa ha visto jamás un azulejo que
tenga pintado un hombrecito que se llame Martinito. Y para ser sincero, no creo
que a nadie le importe demasiado este asunto.
Wilde: - El dibujito.
Pirovano: - Mar-ti-ni-to.
Wilde: - Como quiera que sea, ésta será la noche decisiva. (Suenan las
campanadas del reloj.)
Escena 3
Wilde (al público): - Y así nos fuimos, en silencio, cada uno por su lado. Raro,
porque acostumbrábamos salir de la consulta, caminar juntos, intercambiar
opiniones y luego, ya distendidos, tomar una copita en el club del esqueleto
(como le llamábamos a nuestro bar de entonces). Pero ahora todo era distinto.
Estábamos frente a un problema grave: un niño muy enfermo, aún no sabíamos
de qué; un niño en peligro, se entiende; y lo peor: un niño triste. Pero para ser
sincero, lo que más me conmovía era que Danielito se había hecho amigo de un
hombrecito que vivía en un azulejo. Mi cabeza ardía entre tres hipótesis. Uno:
era solamante el delirio de un niño. Mmm... Poco probable, y aunque así fuera,
sé como médico y sobre todo como ex-niño, que nadie delira porque sí. Dos:
Pirovano me estaba jugando una broma; si era así, yo estaba dispuesto a jugar
una vez más. Tres: tanto el azulejo como el hombrecito que vivía en el azulejo,
existían. Si ésta era la verdad, no me iba a quedar tranquilo hasta comprobarlo.
Decidí volver para buscar ese azulejo. Ya era medianoche. Mi plan era entrar en
la casa sin ser visto. Para pasar desapercibido por las calles me disfracé de
sereno: sencillito... una capa y un sombrero. Caminé sigilosamente en una
actitud muy poco científica. Si alguien me descubría, diría que había vuelto a
buscar mis anteojos: la coartada perfecta. Llegué a la puerta que - "¡oh,
sorpresa!"- estaba abierta de par en par; como si el mismísimo destino me
dijera: "pasá, Wilde, pasá", con una voz profunda y misteriosa... Sin pensarlo,
avancé ese paso pequeño pero enorme y entré al zaguán. Conmigo entró
también la luz de la luna, transformando la oscuridad en destellos de clara luz,
al reflejarse una y otra vez en cada uno de los azulejos que cubrían las paredes.
Azulejos de superficie lisa y pura, todos y cada uno de ellos con un preciso y
geométrico dibujo que se repetía infinitamente, devolviéndome una y otra vez
el reflejo de mi rostro. (Cae abatido y allí descubre al hombrecito.) Ahí estás...
¡ahí estás! ¡Te descubrí! (Al público.) Era perfectamente lógico. Sólo siendo un
niño y viendo el mundo desde allí se lo podía ver; por eso nadie antes lo había
visto. (Al hombrecito.) Así que vos sos Martinito, el único amigo de Danielito...
Tenemos un problema, mi viejo. Danielito está muy enfermo y yo ya no sé qué
hacer. Ni sé por qué te llama todo el tiempo; pero si te llama es porque sabe
que vos podés hacer algo... ¿Qué es lo que hay que hacer?
Escena 4
MME La Mort: - Alguien a quien todavía usted no debe conocer. ¿Qué está
haciendo acá, doctor Wilde?
Escena 5
MME La Mort: - ¡Puaj! ¡Médicos...! Son una plaga. Siempre que llego a un
lugar, me encuentro con uno. (Martinito regresa; al encontrar a Madame La
Mort en el patio se estampa en su azulejo. Justo cuando ella está avanzando
con su guadaña hacia la habitación de Daniel , un reloj cucú da la hora.) ¡Qué
temprano llegué...! Esto me pasa por ansiosa... Todavía te quedan veinte
minutos, Danielito; cuatro minutos antes que den las doce, vendrás conmigo.
(Va hacia la fuente de agua y afila su guadaña. Martinito decide salir del azulejo
y sigilosamente va a su encuentro.)
Martinito: - ¿Distinto?
MME La Mort: - A lo largo de mi vida me he acostumbrado a que me reciban
con espanto. Cada vez que visito a alguien, los que pueden verme - es decir:
los gatos, los ratones...
MME La Mort (continuando con lo suyo): - Y los otros, los moradores del
mundo secreto...
Martinito: - ¿Quiénes?
MME La Mort: - Los personajes pintados en los cuadros, las estatuas que
adornan los jardines ... (Degüella, como al pasar, un angelito de la fuente.) y
los hombrecitos pintados en los azulejos, fingen no enterarse de mi presencia,
pero enmudecen como si imaginaran que así voy a desentederme de ustedes.
¿Y todo por qué? ¿Porque alguien va a morir? ¿Y eso? Todos moriremos.
También morirá la muerte. (Arroja la guadaña asustada y confundida.)
MME La Mort: - ¿Pero qué pasa con usted? ¿No le causo miedo, espanto,
terror? ¿Un poco de susto? ¿Un sustito?
Martinito: - Nadie es tan bueno ni tan malo, ¿sabe? ¿No será el trabajo lo que
la pone así?
MME la Mort: - Divertirme... ¿yo? Jamás. Yo soy triste. Soy lúgubre. Soy
tremenda. Soy...
Martinito: - Pues le diré que no tiene nada de extraño. Lo que ocurre es que
no soy de aquí. He venido a dar a este lugar por equivocación.
Martinito: - Oh, no, no, no. He nacido allende el mar, en Desvres de Francia;
en la casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica de la calle
Poitiers.
MME La Mort: Tengo una misión que cumplir. Luego, quizás, me tome unas
petit vacaciones.
Martinito: - Qué cosa rara el destino... N’est-ce pas? Fijesé que yo podría
haber sido de color cobalto o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde
pero... prefiero este azul ultramar. Mis manufactureros, los Fourmaintraux, no
me destinaban aquí, no, no, no. Por equivocación me metieron en uno de los
cajones rotulados para la capital de Argentina, Buenos Aires. Y así fue que viajé
en barco, cruzando todo el océano, embalado prolijamente con otros azulejos
distintos a mí.
MME La Mort: - Usted solo en medio de otros azulejos iguales entre sí... pero
diferentes a usted... Eso sí que es soledad.
Martinito: - ¿Pero sabe qué? Cuando el friso estaba casi terminado, le faltó uno,
y entonces, ¿qué hizo? No tuvo más remedio que colocarme.
MME La Mort: - ¡Qué magnífico sitio para pasar unas largas vacaciones!
MME La Mort (con una pronunciación literal, como siguiendo letra por letra): -
Oui, c’est moi. (Horrorizada.) ¡No, no! Además ella es muy huesuda, tiene las
medidas perfectas.
Martinito: - Y no sólo eso, sino que los que conocieron a madame La Mort de
Normandie, le achacan que sus adversarios no eran lo suficientemente
valientes; y esto lo pude ver con mis propios ojos.
ACTO II
Escena 1
Eduardo Wilde, de 70 y pico de años, en el atril del comienzo.
Wilde (al público): - Nunca supe lo que ocurrió realmente esa noche. Qué
fuerzas, qué elementos se dieron cita en aquella vieja casona. Lo cierto es que
Danielito no murió. Muy por el contrario, a la mañana siguiente, el chico estaba
sano y fuerte como un roble. Es más: recordaba poco y nada de lo sucedido
antes y durante su enfermedad, y por tanto... no decía nada de su amigo
Martinito. Yo moría de ganas de preguntarle, pero... no me animé. Mientras
Pirovano contaba sus travesuras estudiantiles sentado a la cabecera de la
cama, haciendo reír a Danielito, a la madre y a las tías, yo por mi parte decidí
salir a tomar un poco de aire. (Retoma su juventud; desaparece entre voces y
risas provenientes del cuarto de Danielito.)
Escena 2
Wilde: - ¿Qué tiene de raro? Un niño enfermo más dos médicos eficientes,
multiplicado por los avances de la medicina... igual: un niño sano.
Wilde: - ¡Si lo único que hicimos fue tomarle la temperatura, mojarle la cabeza
y abrir la ventana para que entrara el aire!
Wilde: - Pirovano, no sólo existe el azulejo, sino que también existe ese
hombrecito. Se llama Martinito, y no sólo existe sino que anoche... me habló.
Wilde: - Pero... ¿cómo? ...Si anoche estaba aquí, justo en este hueco.
Pirovano: - ¿No habrá ido al baño?
Wilde: - No me explico.
Pirovano: - Basta, Wilde. La broma ha ido demasiado lejos. Tengo una cita:
¿nos vemos luego? ...Adiós. (Se va.)
Escena 3
Wilde (al público): - Nunca volvimos a discutir sobre ese asunto que quedó en
mi vida como algo pretendidamente olvidado, insignificante, apenas molesto,
pero que a lo largo del camino se tornó insoportable como una piedrita en el
zapato. Más allá de eso, mi vida prosiguió sumando logro tras logro. Fui
periodista, escritor, catedrático, diputado nacional, ministro de Justicia, Culto e
Instrucción. Cuando cumplí los cincuenta años viajé por Asia, Europa, Africa y
Oceanía, para terminar en Bélgica como ministro plenipotenciario. A los setenta
años me doy cuenta de que la verdadera travesía transcurre aquí, aquí.
(Señalándose la cabeza.) Por más lejos que vaya, mis dudas y mis miedos me
acompañan. Ya no sé si aquella noche el hombrecito del azulejo habló conmigo
ni si la muerte tocó mi hombro. En fin, quizás Pirovano tuviera razón y ahora
que me encuentro solo, a punto de enfrentar lo desconocido, mi mente se
desvive por crear un amigo imaginario que me ayude a pasar el mal trance. Por
eso recuerdo Buenos Aires, para encontrar dentro de mí a Danielito, a Pirovano
y al hombrecito del azulejo. Sobre todo a él, para que me demuestre que en
este mundo hay algo más que la fría ciencia y la pura realidad; para que me
confirme que de tanto en tanto las cosas pueden ser de otra manera, no tan
razonables pero más amenas.
Wilde: Es cierto
Martinito: Parlez-vous, n’est-ce pas?
Algunos en sí mismos
Martinito: Es cierto.
FIN