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EL HOMBRECITO DEL AZULEJO

Versión teatral del cuento de Manuel Mujica Láinez

de Mimí Harvey y Fabio Prado González


LA OBRA: En versión teatral de Mimí Harvey y Fabio Prado González, El
Hombrecito del Azulejo -sobre el cuento homónimo del escritor argentino
Manuel Mujica Láinez-, hizo su primera presentación en la Sala Juan Bautista
Alberdi, donde permaneció en cartel con exitosa concurrencia de público y
crítica especializada, durante toda la Temporada Teatral 1996.
ACTO I
Escena 1

Eduardo Wilde, a sus 70 y pico de años, atraviesa la sala y sube al escenario.


Recién en ese momento comienzan a bajar las luces.
Wilde (al público): - Cuánta gente vino a la conferencia. Así me gusta, porque
la historia que les voy a contar tiene que conocerla todo el mundo. Yo soy
médico, y como todos saben, los médicos curamos a la gente, a los grandes, a
los chicos, chiquititos, perros, gatitos, loritos... No, no, no. Esos son los
médicos veterinarios. La cuestión es que tengo una piedrita en el zapato. ¿Y por
qué no se la saca? - dirán ustedes... A eso voy, precisamente; a eso voy.
Ocurrió en mi querida ciudad de Buenos Aires, hace mucho, mucho tiempo. La
ciudad había salido de una de las peores pestes que jamás la asolaran: la fiebre
amarilla. Nosotros, los médicos, si bien mostrábamos públicamente un gesto
adusto, como quien dice: "no he hecho más que cumplir con mi deber", en el
fondo nos sentíamos, en fin, nos creíamos verdaderos genios. Habíamos
vencido a la fiebre, habíamos controlado el cólera, habíamos descubierto el
método de antisepsia de Lister y para mí el hipo no tenía secretos. En una
palabra, no nos paraba nadie. Sin embargo, hete aquí que en ese momento de
gloria fui llamado por la familia Ortiz de Ezeiza -de los Ezeiza de Altube, ¿no?-
que tenían malo al chiquito. (Suena un teléfono que Wilde tarda en atender,
pues no puede encontrar el aparato.) ¿Aló? ...Eduardo Wilde al habla.
¿...Danielito enfermo? ...Ah, pero entonces... Bueno, señora, acuesteló, tapeló,
mimeló, cuelgueló... No, no, al teléfono... ...Que cuelgo e inmediatamente voy
para allá. Nunca tuvimos un caso tan difícil. Pasaban los días, las noches, las
semanas, y no dábamos pie con bola. Recuerdo (Se va iluminando la noche en
el patio de la casa.) aquella vieja casona, donde la única luz era la del cuarto
donde Danielito dormía esperando que alguien lo ayudara. Por supuesto, en
aquel entonces yo no tenía esta joroba (rejuveneciendo) ni estas canas, no
usaba bastón y... (voz del Dr. Pirovano desde el dormitorio de Danielito) por
suerte no me hallaba solo; me acompañaba en esto, como en todo, mi colega y
entrañable amigo, el Dr. Ignacio Pirovano. (Se dirige a su encuentro.)
Escena 2

Ignacio Pirovano, vestido según las normas de asepsia, sale del cuarto del
chiquito muy preocupado.
Pirovano: - No hay caso, che.

Wilde: - Se enfermó un domingo.

Pirovano: - ¿Por la mañana o a la tardecita?


Wilde: - A la tardecita.

Pirovano: - Hubiese jurado que era un extraño caso de amigdalitis húngarus,


pero la amigdalitis húngarus nunca pica de tarde.

Wilde: - Perdón, colega, pero la amigdalitis húngarus produce cansancio y falta


de apetito, y este pibe se ha comido todo lo que ha encontrado.

Pirovano: - Por eso he dicho extraño, colega. Extraño. Aunque podríamos


considerar un extraño caso de sinusitis africans.

Wilde: - Perdón, colega, pero la sinusitis africans trae constipación, estornudos


y mocos a granel, y que yo sepa...

Pirovano: - Por eso he dicho extraño, colega. Extraño. A ver, repasemos la


historia clínica por favor.

Wilde: - Día uno: visita del niño con su madre al consultorio.

Pirovano: - ¿Síntomas?

Wilde: - Fiebre, vómitos, diarrea y... llanto.

Pirovano: - ¿Del niño o de la madre?

Wilde: - No, no. Del niño.

Pirovano: - ¡Ah! Ya recuerdo, ya recuerdo. La madre era la que se sujetaba la


cabeza con las dos manos.

Wilde: No, no. Ése era el niño. La madre era la que decía: "es culpa mía, es
culpa mía".

Pirovano: - ¡Ah! Sí, sí, recuerdo. ¿Y se calmó ya?

Wilde: - ¿El niño o la madre?

Pirovano: - No, no. La madre.

Wilde: - La madre sí se calmó.

Pirovano: - Porque el niño sigue llorando. Extraño caso de llanto.

Wilde: - Bueno, pero el llanto no es una enfermedad, es más bien un síntoma.

Pirovano: - Claro, por supuesto. Y le digo más, el llanto es agua salada que
brota por los ojos, produciendo convulsiones espasmódicas en todo el cuerpo.

Wilde: - Exactamente. (Pausa.) Y... ¿llora mucho?

Pirovano: - Sí. Pero... es otra cosa la que me preocupa. No sé como decirlo.

Wilde: - ¿Secreto profesional?


Pirovano: - Secreto profesional.

Wilde y Pirovano (jurando): - Por Hipócrates y por Galeno y por los que
puedan venir, juro nunca he de decir lo que este secreto cuenta; ni a mi mamá
ni a mi papá yo les voy a decir nada, ni aunque me tengan agarrado del cogote.
Y si algún día lo digo, ¡que se me pudra el ombligo!

Pirovano: - El niño delira.

Wilde: - A la miérc... (Pirovano le tapa la boca.) ¿Delira?

Pirovano: - El niño llama a su amiguito Martinito.

Wilde: - Y... Será un vecinito. (Pirovano niega con la cabeza.)

Wilde: - Un compañerito de la escuela.

(Pirovano niega con la cabeza.)

Wilde: - ¿Un primito?

(Pirovano niega con la cabeza.)

Wilde: - Me rindo.

Pirovano: - Un azulejo.

Wilde: - A la miérc... (Pirovano le tapa la boca). ¿Un azulejo, che?

Pirovano: - A decir verdad, el chico –Danielito- no tiene amigos... amiguitos.


Desde que ocurrió lo de la epidemia, parece ser que las familias con las que se
codeaban sus padres, se han retirado - usted sabe- hacia el norte. Y a este
chiquito su madre no lo deja jugar fuera de la casa. Por otra parte, ella mucho
tiempo no le dedica, repartida entre las reuniones sociales y la Iglesia.
Hermanos no tiene; los animalitos traen enfermedades y... aunque juguetes no
le faltan, no tiene con quién compartirlos. Por tanto, Danielito se ha buscado un
amigo imaginario.

Wilde: - Pero entonces no es delirio; es una necesidad de la pobre criatura.

Pirovano: - Lo que sucede es que en el azulejo, según Danielito, vive el tal


Martinito.

Wilde: - Será un dibujito.

Pirovano: - Ahí está la cosa. Nadie en esta casa ha visto jamás un azulejo que
tenga pintado un hombrecito que se llame Martinito. Y para ser sincero, no creo
que a nadie le importe demasiado este asunto.

Wilde: - ¿De Danielito?

Pirovano: - No. De su amiguito.

Wilde: - El dibujito.

Pirovano: - Mar-ti-ni-to.

Wilde: - Como quiera que sea, ésta será la noche decisiva. (Suenan las
campanadas del reloj.)

Pirovano: - Es cierto. Hoy será la crisis.

Wilde: - Hemos hecho cuanto pudimos.


Pirovano: - No queda más que esperar. (Salen.)

Escena 3

Wilde (al público): - Y así nos fuimos, en silencio, cada uno por su lado. Raro,
porque acostumbrábamos salir de la consulta, caminar juntos, intercambiar
opiniones y luego, ya distendidos, tomar una copita en el club del esqueleto
(como le llamábamos a nuestro bar de entonces). Pero ahora todo era distinto.
Estábamos frente a un problema grave: un niño muy enfermo, aún no sabíamos
de qué; un niño en peligro, se entiende; y lo peor: un niño triste. Pero para ser
sincero, lo que más me conmovía era que Danielito se había hecho amigo de un
hombrecito que vivía en un azulejo. Mi cabeza ardía entre tres hipótesis. Uno:
era solamante el delirio de un niño. Mmm... Poco probable, y aunque así fuera,
sé como médico y sobre todo como ex-niño, que nadie delira porque sí. Dos:
Pirovano me estaba jugando una broma; si era así, yo estaba dispuesto a jugar
una vez más. Tres: tanto el azulejo como el hombrecito que vivía en el azulejo,
existían. Si ésta era la verdad, no me iba a quedar tranquilo hasta comprobarlo.
Decidí volver para buscar ese azulejo. Ya era medianoche. Mi plan era entrar en
la casa sin ser visto. Para pasar desapercibido por las calles me disfracé de
sereno: sencillito... una capa y un sombrero. Caminé sigilosamente en una
actitud muy poco científica. Si alguien me descubría, diría que había vuelto a
buscar mis anteojos: la coartada perfecta. Llegué a la puerta que - "¡oh,
sorpresa!"- estaba abierta de par en par; como si el mismísimo destino me
dijera: "pasá, Wilde, pasá", con una voz profunda y misteriosa... Sin pensarlo,
avancé ese paso pequeño pero enorme y entré al zaguán. Conmigo entró
también la luz de la luna, transformando la oscuridad en destellos de clara luz,
al reflejarse una y otra vez en cada uno de los azulejos que cubrían las paredes.
Azulejos de superficie lisa y pura, todos y cada uno de ellos con un preciso y
geométrico dibujo que se repetía infinitamente, devolviéndome una y otra vez
el reflejo de mi rostro. (Cae abatido y allí descubre al hombrecito.) Ahí estás...
¡ahí estás! ¡Te descubrí! (Al público.) Era perfectamente lógico. Sólo siendo un
niño y viendo el mundo desde allí se lo podía ver; por eso nadie antes lo había
visto. (Al hombrecito.) Así que vos sos Martinito, el único amigo de Danielito...
Tenemos un problema, mi viejo. Danielito está muy enfermo y yo ya no sé qué
hacer. Ni sé por qué te llama todo el tiempo; pero si te llama es porque sabe
que vos podés hacer algo... ¿Qué es lo que hay que hacer?

Martinito (Ha estado inmóvil observando todo desde su azulejo y no puede


más.) : -Monsieur. Si me lo pregunta tan directamente, me encuentro en el
deber de decirle...

Wilde: - ¡Habló! ¡El hombrecito del azulejo me habló! (Se desmaya.)


Martinito: - Voilà! (Sale del azulejo.) Monsieur Doctor... ¡Doctor! ¡Pero qué
barbaridad! Estos científicos son unos flojos. ¡Si se va a andar desmayando
porque un azulejo le habla...! No hay caso, con los adultos siempre me pasa lo
mismo. Mire que me digo: "no tengo que hablar con los grandes", pero usted se
puso pesado, meta preguntar y acá estamos. ¿Ve lo que ganó? Ahora además
de cuidar a Danielito lo tengo que cuidar a usted. No hay caso, no se despierta.
Voilà... Voy a probar con mi receta magistral. (Martinito entra en su azulejo y
desaparece. Simultáneamente Madame La Mort entra en la casa.)

Escena 4

Wilde (recobrándose): - ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? (Madame La Mort le toca


el hombro. Wilde reacciona.) ¿Quién es usted?

MME La Mort: - Alguien a quien todavía usted no debe conocer. ¿Qué está
haciendo acá, doctor Wilde?

Wilde: - Yo... vine a buscar mis anteojos... (Madame La Mort se los da y le


indica la salida. Wilde sale espantado.)

Escena 5

MME La Mort: - ¡Puaj! ¡Médicos...! Son una plaga. Siempre que llego a un
lugar, me encuentro con uno. (Martinito regresa; al encontrar a Madame La
Mort en el patio se estampa en su azulejo. Justo cuando ella está avanzando
con su guadaña hacia la habitación de Daniel , un reloj cucú da la hora.) ¡Qué
temprano llegué...! Esto me pasa por ansiosa... Todavía te quedan veinte
minutos, Danielito; cuatro minutos antes que den las doce, vendrás conmigo.
(Va hacia la fuente de agua y afila su guadaña. Martinito decide salir del azulejo
y sigilosamente va a su encuentro.)

Martinito: - Madame La Mort... Madame La Mort! Bonsoir.

MME La Mort: - ¡¿Oh?! Bonsoir... (Martinito le obsequia la flor que lleva en el


ojal.) Al fin pasa algo distinto. (Mientras estruja la flor.)

Martinito: - ¿Distinto?
MME La Mort: - A lo largo de mi vida me he acostumbrado a que me reciban
con espanto. Cada vez que visito a alguien, los que pueden verme - es decir:
los gatos, los ratones...

Martinito: - Los perros...

MME La Mort: - Sí, también los perritos... Todos se escapan o enloquecen a la


cuadra con sus ladridos, con sus chillidos y sus maullidos.

Martinito: - Voilà. Si me permite, yo...

MME La Mort (continuando con lo suyo): - Y los otros, los moradores del
mundo secreto...

Martinito: - ¿Quiénes?

MME La Mort: - Los personajes pintados en los cuadros, las estatuas que
adornan los jardines ... (Degüella, como al pasar, un angelito de la fuente.) y
los hombrecitos pintados en los azulejos, fingen no enterarse de mi presencia,
pero enmudecen como si imaginaran que así voy a desentederme de ustedes.
¿Y todo por qué? ¿Porque alguien va a morir? ¿Y eso? Todos moriremos.
También morirá la muerte. (Arroja la guadaña asustada y confundida.)

Martinito: - Cambiando de tema...

MME La Mort: - ¿Pero qué pasa con usted? ¿No le causo miedo, espanto,
terror? ¿Un poco de susto? ¿Un sustito?

Martinito: - Un poco de cuiqui sí, pero...


MME La Mort: - La ropa. Debe ser la ropa. No sé... Ultimamente, con la crisis,
si bien tengo más trabajo, no me alcanza para nada. Me las arreglo como
puedo; pero ya no más seda ni chifón, ni humo para mi entrada. Reconozco que
he perdido un poco de solemnidad.

Martinito: - Pero ha ganado en sobriedad, en estilo. Además tiene usted un


glamour muy particular, madame.

MME La Mort: - ¡Ah! Lo dice para halagarme... (reaccionando). Y a mí no me


gusta que me halaguen porque soy muy mala.

Martinito: - Nadie es tan bueno ni tan malo, ¿sabe? ¿No será el trabajo lo que
la pone así?

MME La Mort: - ¿Mi trabajo? ¿Qué tiene de malo mi trabajo?

Martinito: - Bueno, no me va a negar que es un poco monótono y aburrido.


Por eso, si me permite, la divertiré.

MME la Mort: - Divertirme... ¿yo? Jamás. Yo soy triste. Soy lúgubre. Soy
tremenda. Soy...

Martinito: - ¡Monotemática!... Pardon, madame, no quise ofenderla... ¿pero no


cree que la vida es maravillosa?

MME La Mort: - ¿La vida? ¡Puaj! Qué aburrimiento.

Martinito: - Será porque usted no tiene con quién divertirse. ¿Acaso no se


siente un poco sola?
MME La Mort: ¿La verdad? ... Un poquito.

Martinito: - ¡Ah!, madame La Mort, ¡es tan lindo tener amigos!

MME La Mort: - ¿Por tenerlos o para no estar solo?

Martinito: - Por las dos cosas.

MME La Mort: - Yo no tengo amigos, ni quiero tenerlos. De lo contrario sería


payaso o maestra y estaría rodeada de gente, de niños... niños! (Toma la
guadaña y se dirige hacia el cuarto de Danielito.)

Martinito: - ¡Cuidado con la guadaña! Alguien se puede lastimar... (Forcejean


y Martinito vuela por los aires; ella se le abalanza.) ...n’est-ce pas? Voilà... ¡mi
acento! Mi acento le extraña, ¿verdad?

MME La Mort (cediendo): - Un poquito.

Martinito: - Pues le diré que no tiene nada de extraño. Lo que ocurre es que
no soy de aquí. He venido a dar a este lugar por equivocación.

MME La Mort: - ¿Quiere decir que usted no es del barrio?

Martinito: - Oh, no, no, no. He nacido allende el mar, en Desvres de Francia;
en la casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica de la calle
Poitiers.

MME La Mort: - Rue le Poitiers.

Martinito: - ¡Oh, qué magnífica pronunciación! ¿Es usted de allá, también?


MME La Mort: - Desgraciadamente no. Soy de aquí, del barrio de San Miguel.
Pero adoro el francés y... me encanta el modo en que usted me ha llamado...
Madame...

Martinito: - Madame La Mort. Me imagino que viaja mucho.

MME La Mort: - No crea.

Martinito: - ¿Ha ido a mi país, la belle France?

MME La Mort: - No.

Martinito: - ¿Pero entonces qué esperamos? Voilà: podríamos tomar la primera


brisa marina y partir.

MME La Mort: Tengo una misión que cumplir. Luego, quizás, me tome unas
petit vacaciones.

Martinito: - Oui, oui. Primero el trabajo.

MME La Mort: - Así es.

Martinito: - Qué cosa rara el destino... N’est-ce pas? Fijesé que yo podría
haber sido de color cobalto o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde
pero... prefiero este azul ultramar. Mis manufactureros, los Fourmaintraux, no
me destinaban aquí, no, no, no. Por equivocación me metieron en uno de los
cajones rotulados para la capital de Argentina, Buenos Aires. Y así fue que viajé
en barco, cruzando todo el océano, embalado prolijamente con otros azulejos
distintos a mí.
MME La Mort: - Usted solo en medio de otros azulejos iguales entre sí... pero
diferentes a usted... Eso sí que es soledad.

Martinito: - Y eso no es todo. Cuando el albañil estaba colocando los azulejos


del zaguán me encontró en la caja con los demás, pero me dejó aparte porque
yo le venía a interrumpir el friso con ese diseño tan geométrico.

MME La Mort: - Eso sí que es discriminación.

Martinito: - ¿Pero sabe qué? Cuando el friso estaba casi terminado, le faltó uno,
y entonces, ¿qué hizo? No tuvo más remedio que colocarme.

MME La Mort: - Es lo que yo digo. Al principio te dejan a un lado, y luego


cuando te necesitan te usan. ¡Así son todos los seres humanos! ¡Puaj!

Martinito: - Lo cierto es que me estampó en un extremo del zócalo, allá abajo,


junto a la puerta cancel, pensando que nadie me descubriría. ¿Y sabe qué?

MME La Mort: - ¿Qué?

Martinito: - Que nadie lo hizo hasta ahora. Es más: pasaba la sirvienta


enamorada del carnicero, el mendigo que guarda una moneda de oro en la
media, el farmacéutico que ha inventado un remedio contra la calvicie y que de
tanto repetir y ensayar demostraciones sobre sí mismo, perdió el escaso pelo
que le quedaba. Y el mayoral del tránguay de los hermanos Lacroze, que
escolta a la señora hasta la puerta galantemente comme un gentilhomme y
luego desaparece corneteando.

MME La Mort: - Comme un gentilhomme.

Martinito (luego de un silencio embarazoso): - Luna llena. Estas noches me


hacen acordar de los bosques de Desvres.
MME La Mort: - ¿Y qué tienen de especial los bosques de... ?

Martinito: - ¿De Desvres? Que... están habitados por hadas, gnomos y


vampiros. Además hay una enorme montaña con ruinas, por donde merodean
las hechiceras de la noche.

MME La Mort: - ¡Qué magnífico sitio para pasar unas largas vacaciones!

Martinito: - Yo he conocido a otras muertes, ¿sabe?

MME La Mort: - A otras muertes... ¿Y a quién, por ejemplo?

Martinito: - A la gran Muerte que entró en Desvres a caballo, armada de pies a


cabeza al son de los cuernos marciales. Bastante diferente de la corneta del
mayoral del tránguay, n’est-ce pas?

MME La Mort: - ¿Usted no se referirá a la gran Muerte de Normandie, por


casualidad?

Martinito: - Exactamente. ¿Por qué? ¿La conoce?

MME La Mort: - Somos parientas lejanas.

Martinito: - ¿Y hace mucho que no se visitan?

MME La Mort: - Estamos distanciadas. Cuestiones de herencia. Desde que a ella


la mandaron a trabajar a las grandes guerras, esas que aparecen en los libros
de Historia... y a mí, en cambio, me mandaron aquí, como si fuera una muerte
de pueblo. ¿Y todo por qué? porque ella habla francés.

Martinito: - ¡Ah! Si es por eso yo podría enseñarle. A ver... (Con un teléfono


imaginario.) Allô? C’est Madame La Mort?

MME La Mort (con una pronunciación literal, como siguiendo letra por letra): -
Oui, c’est moi. (Horrorizada.) ¡No, no! Además ella es muy huesuda, tiene las
medidas perfectas.

Martinito: - Pero usted es mucho más alta.


MME La Mort: - ¿Le parece?

Martinito: - Y no sólo eso, sino que los que conocieron a madame La Mort de
Normandie, le achacan que sus adversarios no eran lo suficientemente
valientes; y esto lo pude ver con mis propios ojos.

MME La Mort: - ¿En serio? Cuente, cuente.

Martinito: - Fue cuando al frente del ejército normando se hallaba el general, el


general... bueno, el general gordísimo a quien todos sus soldados tenían miedo.
Resulta que este general osó retar a duelo a madame La Mort de Normandie. Y
ella, ¿qué hizo...?

MME La Mort: - No sé.

Martinito: - Aceptó... Y mientras el duelo se desarrollaba, la muerte produjo un


calor tan intenso que obligó a su enemigo a despojarse de sus ropas una por
una; entonces, los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo
flacucho que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para
fingir su corpulencia. Fue por eso... (Comienzan a sonar las doce campanadas
del reloj.)

MME La Mort (Lanza un grito espeluznante.): - El plazo que el destino tenía


establecido para Danielito pasó hace cuatro minutos. Nunca... (Martinito se
escabulle y llega a su azulejo, donde se estampa.) ¡Nunca me había sucedido
esto desde que presto servicios en este barrio! ¿Qué pasará ahora? ¿Cómo
rendiré cuentas de mi imperdonable distracción? Él se ha salvado, pero tú...
(Amenazando a Martinito.) ...morirás en su lugar. (Martinito salta del azulejo y
hay una persecución que termina cuando Madame La Mort lo alcanza y decide
arrojarlo a la fuente de agua. No contenta con esto, va a buscar el azulejo; lo
arranca y lo lanza también a la fuente.) Aún tengo mucho trabajo por hacer, y
esta noche nadie volverá a reírse de mí. (Abandona la casa.)

ACTO II

Escena 1
Eduardo Wilde, de 70 y pico de años, en el atril del comienzo.

Wilde (al público): - Nunca supe lo que ocurrió realmente esa noche. Qué
fuerzas, qué elementos se dieron cita en aquella vieja casona. Lo cierto es que
Danielito no murió. Muy por el contrario, a la mañana siguiente, el chico estaba
sano y fuerte como un roble. Es más: recordaba poco y nada de lo sucedido
antes y durante su enfermedad, y por tanto... no decía nada de su amigo
Martinito. Yo moría de ganas de preguntarle, pero... no me animé. Mientras
Pirovano contaba sus travesuras estudiantiles sentado a la cabecera de la
cama, haciendo reír a Danielito, a la madre y a las tías, yo por mi parte decidí
salir a tomar un poco de aire. (Retoma su juventud; desaparece entre voces y
risas provenientes del cuarto de Danielito.)

Escena 2

Wilde sale de la habitación de Danielito. Al rato, Ignacio Pirovano.

Pirovano: - Che, amargado... ¿en qué estás pensando en lugar de venir a


festejar?

Wilde: - ¿Qué tiene de raro? Un niño enfermo más dos médicos eficientes,
multiplicado por los avances de la medicina... igual: un niño sano.

Wilde: - ¿De qué avances me habla, colega, si anoche lo habíamos


desahuciado?

Pirovano: - Baje la voz. No lo habíamos desahuciado. Fue simplemente un


compás de espera para permitir que la batería de medicamentos suministrados
hiciera su efecto. Durante la noche la enfermedad hizo crisis y, como era de
esperar, la evolución fue favorable.

Wilde: - ¡Si lo único que hicimos fue tomarle la temperatura, mojarle la cabeza
y abrir la ventana para que entrara el aire!

Pirovano: - ¡Ajá! ¿Y las grageas de ácido acetil salicílico?

Wilde: - Aspirinas, Pirovano.

Pirovano: - ¿Y... (Saca una cinta y le mide el empacho.) ...la indigestión?

Wilde: - ¿Con esto? ¡Hágame el favor!

Pirovano: - También le aplicamos ventosas.

Wilde: - ¡A la madre le aplicamos ventosas!

Pirovano: - Y actuaron en el chico como acto reflejo.


Wilde: - ¡Qué acto reflejo ni qué ocho cuartos!

Pirovano: - ¡Pero, viejo! ...Usted está empeñado en refutar todo el tratamiento.

Wilde: - No, no es eso. Digamé: ¿no le llama la atención que Danielito no


pregunte por su amigo imaginario?

Pirovano: - ¿Por el azulejo?

Wilde: - No, por el hombrecito que vive en el azulejo.

Pirovano: - ¡Ah! Me extraña, colega. Ese tal hombrecito del azulejo es el


resultado de los intríngulis de la mente de un niño asustado. Le explico. El niño
está solo y se enfrenta a lo desconocido; en este caso, una extraña
enfermedad. Para darse valor, su mente le provee de un amigo imaginario que
lo ayudará a pasar el mal trance. Ahora bien, el chico se cura y se despierta
siendo todo un hombrecito; porque como todos sabemos, toda persona que
gana una batalla como ésta, se siente más segura, fortifica su personalidad y
por lo tanto crece. Al crecer ya no es un niño y abandona todas esas pamplinas
imaginarias.

Wilde: - Pirovano, no sólo existe el azulejo, sino que también existe ese
hombrecito. Se llama Martinito, y no sólo existe sino que anoche... me habló.

Pirovano (tomándole el pulso): - ¿Y hace mucho que habla con azulejos?

Wilde: - Estoy hablando en serio.

Pirovano: - Sí, sí. Yo también.

Wilde: - Usted no me cree, ¿no es cierto?

Pirovano: - Ni una sola palabra.

Wilde: - Ver para creer.

Pirovano: - Sí, señor. Rigor científico, empirismo, pragmatismo. ¡Veritas verum


est!

Wilde: - Si me acompaña, colega, le voy a mostrar ese azulejo.

Pirovano: - A las pruebas me remito.

(Ambos se dirigen al zaguán. Wilde busca inútilmente el azulejo, pues en su


lugar encuentra un espacio vacío.)

Wilde: - Pero... ¿cómo? ...Si anoche estaba aquí, justo en este hueco.
Pirovano: - ¿No habrá ido al baño?

Wilde: - No me explico.

Pirovano: - Basta, Wilde. La broma ha ido demasiado lejos. Tengo una cita:
¿nos vemos luego? ...Adiós. (Se va.)

Escena 3

Eduardo Wilde, cerrando la puerta de la casona, se va hacia el atril de la


conferencia. A medida que avanza su relato, va envejeciendo hasta sus setenta
y pico de años.

Wilde (al público): - Nunca volvimos a discutir sobre ese asunto que quedó en
mi vida como algo pretendidamente olvidado, insignificante, apenas molesto,
pero que a lo largo del camino se tornó insoportable como una piedrita en el
zapato. Más allá de eso, mi vida prosiguió sumando logro tras logro. Fui
periodista, escritor, catedrático, diputado nacional, ministro de Justicia, Culto e
Instrucción. Cuando cumplí los cincuenta años viajé por Asia, Europa, Africa y
Oceanía, para terminar en Bélgica como ministro plenipotenciario. A los setenta
años me doy cuenta de que la verdadera travesía transcurre aquí, aquí.
(Señalándose la cabeza.) Por más lejos que vaya, mis dudas y mis miedos me
acompañan. Ya no sé si aquella noche el hombrecito del azulejo habló conmigo
ni si la muerte tocó mi hombro. En fin, quizás Pirovano tuviera razón y ahora
que me encuentro solo, a punto de enfrentar lo desconocido, mi mente se
desvive por crear un amigo imaginario que me ayude a pasar el mal trance. Por
eso recuerdo Buenos Aires, para encontrar dentro de mí a Danielito, a Pirovano
y al hombrecito del azulejo. Sobre todo a él, para que me demuestre que en
este mundo hay algo más que la fría ciencia y la pura realidad; para que me
confirme que de tanto en tanto las cosas pueden ser de otra manera, no tan
razonables pero más amenas.

(Suenan los primeros acordes y de la fuente emerge Martinito, un poco mojado,


cantando la canción del "Parlez-vous".)

La canción del Parlez-vous

Martinito: No puedes ver la vida de una forma y nada más

Wilde: Es cierto
Martinito: Parlez-vous, n’est-ce pas?

Algunos en sí mismos

otros creen en logaritmos

y algunos que en nada creen ya.

No importa en qué creas o no creas

sé feliz a tu manera y viví con libertad.

Yo soy tu amigo, podés confiar en mí

yo soy tu amigo, podés llamarme así

La vida es linda, a veces maravillosa

otras fea, horrorosa; nacer, vivir, morir.

Wilde: Yo hice muchas cosas en mi vida

escribí libros, curé heridas

yendo de aquí para allá.

Martinito: Es cierto.

Wilde: Cuando alguna cosa mal salía

para adentro me decía

voy a volver a intentar.

Martinito: Mais, c’est magnifique!

Wilde: Por eso es que al llegar a viejo

mis pequeños, les confieso

créanme que es la verdad.

No importa lo que hagan ni de qué modo

ponganlé pasión a todo, convicción y voluntad.

Yo soy tu amigo, podés confiar en mí

yo soy tu amigo, podés llamarme así


Ya no me importa si soy joven, si soy viejo

si vivís en tu azulejo, si existís o no existís.

Los dos: Somos amigos para jugar

somos amigos para cantar

somos amigos en las buenas y en las malas

lluevan bombones o balas

solos no estaremos más.

(Mientras Martinito permanece sobre el borde de la fuente, Eduardo Wilde ha


ido a sentarse en su sillón. Allí lo encuentra Madame La Mort para llevárselo.)

Martinito (al público): - Si un enano estampado en un azulejo pudo burlar a la


muerte, ¿por qué no habrían de hacerlo las lágrimas de un niño? (Apagón.)

FIN

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