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EL CUADRO Y LOS MODELOS DE LA EXPERIENCIA FOTOGRÁFICA


Jean-François Chevrier

Durante mucho tiempo y hasta una fecha muy reciente —que yo situaría por mi propia
experiencia a mediados de los años ochenta—, el historiador de la fotografia que no
quisiera dar la espalda a su época se veía obligado a adoptar una actitud
extremadamente voluntarista hacia la creación contemporánea. Quería que las obras
existieran, pero no existían. La fotografía contemporánea era despreciada, marginada, y
tampoco había ninguna obra lo bastante convincente como para romper tal prejuicio
negativo. El prejuicio subsiste, por supuesto, pero cada vez parece más infundado, cada
vez es más in sostenible. Gracias a artistas como Cindy Sherman, Jeff Wall, Thomas
Struth, Patrick Tosani, Jean-Marc Bustamante, John Coplans, Craigie Horsfield o
Suzanne Lafont, la fotografía se considera hoy una herramienta entre las demás, una
herramienta legítima para producir imágenes artísticas. En las paredes de los museos y
las galerías se exponen fotografías, como cuadros, en calidad de cuadros.
Todavía se oyen quejas, por parte de pintores y aficionados a la pintura, o incluso por
parte de fotógrafos y aficionados a la fotografía. Unos y otros consideran que la imagen
fotográfica no está hecha para colgar de las paredes sino para ocupar la página impresa
(de libros, revistas, periódicos), o bajo otra forma, más íntima, más preciosa, para las
carpetas de documentación, los álbumes, los archivos.
La verdad es que esta concepción de la fotografía es dominante desde hace mucho
tiempo. Puede justificarse negativamente al constatar la mediocridad de la mayoría de
obras fotográficas producidas y expuestas como tales. ¿Pero acaso esta mediocridad no
es bastante similar en la producción estándar de las bellas artes contemporáneas? Por mi
parte, puede entender perfectamente la pretensión de evitar que la fotografía entre en el
rango de las bellas artes, pero por desgracia, parece que en nombre de ese buen
principio, se pretende sobre todo protegerla del arte moderno y de todo lo que la
distingue en su negatividad, en sus rechazos, de la doble tradición de las bellas artes y
de las artes aplicadas. Los mismos que reivindican para la fotografía una función social
mayor que la producción estrictamente artística sólo parecen haber retenido del arte
moderno y contemporáneo sus efectos más superficiales: en resumen, todo lo que puede
servir para la publicidad, todo lo fácilmente recuperable en una economía de la imagen
basada en la eficacia mediática.
La fotografía aplicada a la moda, a la publicidad o a la información impactante
(el famoso «impacto» de las fotografías) sigue siendo a todas luces una herramienta
privilegiada de esta economía, aunque la televisión se haya llevado el gato al agua. Pero
la fotografía también puede aparecer como refugio de los valores tradicionales de la
creación artística exaltados en el sistema de las bellas artes. El fotógrafo puede aparecer
como el artista tipo, que se ha dotado de un oficio y transforma pacientemente en obra
una experiencia del mundo mediatizada por tal oficio. Esta imagen no es absurda, pero
en la actualidad parece demasiado nostálgica como para ser aceptable. La única actitud
convincente se sitúa más cerca de la estrecha distancia que separa el rechazo de la
eficacia mediática de la actitud regresiva. Ahora bien, esa distancia es sin duda la mejor
herencia del arte moderno. Es lo que permite que un artista sea «contemporáneo» sin
ad herirse al inevitable conformismo de su época. En otras palabras, yo diría que la
fotografía, situada entre las bellas artes y los medios de comunicación, permite a ciertos
artistas reinventar el arte moderno.
La postura de JeffWall es en este sentido ejemplar. Es él quien me permite, en primer
lugar, pensar esa posibilidad de herencia y reconstrucción. Sus cuadros fotográficos,
instalados en cajas de luz, tienen la apariencia de imágenes publicitarias, pero se
refieren explícitamente a una tradición figurativa anterior al arte moderno: la tradición
de las bellas artes, tal como se desarrolló a través de las instituciones académicas desde
el siglo XXVII hasta Manet. Baudelaire le escribió precisamente a Manet en 1865, a
propósito del Olyimpia: «Usted sólo es el primero en la decrepitud de su arte.» Así
pues, Jeff Wall ha construido su proyecto artístico interrogando, o mejor aún,
reactivando la situación histórica condensada en el punto de ruptura que evocaba
Baudelaire. Al desarrollar lo que él llama una «academia interior», sigue un programa
de «pintura de la vida moderna» (tal como lo enunció Baudelaire), como los pintores de
historia formados en las academias seguían programas iconográficos fijados por textos
canónicos.1/ Pero Jeff Wall no pinta, compone imágenes fotográficas utilizando los
procedimientos de puesta en escena del cine. Su herramienta es ese instrumento
mecánico, esa máquina de registrar imágenes que, según Baudelaire, marcó la irrupción
de la industria en el arte, imponiendo a los pintores los criterios de reproducción, de
exactitud, de referencia exclusiva a la naturaleza, todo lo que se resume en la fórmula:
«la reproducción exacta de la naturaleza» (Salon de 1859). Instaurando su programa
figurativo (y crítico), Jeff Wall se ha resituado exactamente en el punto de emergencia
del arte moderno, entre las bellas artes y los medios de comunicación.
La noción de cuadro fotográfico reconstruida por Jeff Wall se si túa en esa distancia,
propia del arte moderno, entre la tradición del arte académico (distinto de las artes
aplicadas), dominada por la pintura de historia y el régimen de las imágenes mediáticas.
El cuadro es efectivamente un plano frontal, delimitado, constituido como objeto
autónomo (desplazable y por tanto independiente de su lugar de exposición). Por el
contrario, la imagen mediática depende enteramente de su soporte, no es frontal sino
horizontal (extendida sobre el papel), su delimitación es extremadamente frágil, ya que
puede ser reencuadrada constantemente según las necesidades de la maquetación. En
Francia, ha sido Bustamante quien ha dado a la imagen fotográfica el estatus de cuadro,
concibiéndola como tal, otorgando a cada imagen una rigurosa autonomía formal.
Mientras que JeffWall recurría al modelo cinematográfico para instaurar un
procedimiento de dramatización similar a la composición de una pintura de historia,
Bustamante ha optado casi exclusivamente por un género esencialmente descriptivo, el
paisaje. Pero esta opción nos reconduce con la misma certeza a la definición inicial del
arte moderno, porque el paisaje ha sido, como se sabe, el laboratorio de los pintores
modernos cuando han rechazado sistemáticamente la jerarquía académica y la
supremacía de la pintura de historia. Bustamante busca sobre todo producir en sus
cuadros, bajo la forma de imagen-objeto, el equivalente al misterio de las cosas cerradas
en sí mismas, cuando la mirada las separa de su contexto histórico y funcional.
Bustamante ignora los medios de comunicación, pero utiliza su herramienta más antigua
como si quisiera apropiarse de su eficacia.
JeffWall concentra una acción (dramática) en la composición estable, fija, del cuadro.
Bustamante busca aún más explícitamente esa estabilidad, ya que se prohíbe todo
recurso a los procedimientos de dramatización. Aquí hay un punto que me parece
importante. Tratar la fotografía como una herramienta pictórica (sin confusión con el
pictorialismo), hacer una fotografia como un cuadro implica dar un valor estable a la
condición fija de la imagen. A diferencia del espectador de una película, inmóvil en su
butaca, el visitante de una ex posición es móvil, pero los cuadros son inmóviles,
mientras que la imagen cinematográfica desfila sobre la pantalla. El plano frontal
autónomo del cuadro es la imagen fija en el colmo de la inmovilidad. El cuadro, decía
Baudelaire, es «despótico»: a diferencia del objeto esculpido, tridimensional, con sus
múltiples caras, impone al espectador un punto de vista único. Puede decirse que le
impone una experiencia de confrontación que acentúa o revela esa estabilidad del
cuerpo inmóvil en el espacio, detenido en un momento de estacionamiento. A mi juicio,
en un artista que utiliza la fotografía, el recurso al cuadro participa siempre de esa
voluntad de transformar la condición fija en una estabilidad, de acuerdo a una
experiencia de confrontación.
El cuadro es lo que mas aleja la imagen fotográfica, no sólo de la imagen mediática,
sino también de la imagen cinematográfica. Evidentemente, Jeff Wall no ignora ese
conflicto; al contrario, desarrolla sus tensiones. Pero me parece también muy
significativo que una artista como Suzanne Lafont, cuyas imágenes recientes —más por
su interrelación que por su forma singular— deben tanto al modelo cinematográfico,
haya empezado por restituir a la imagen fragmentaria, abierta, la forma cerrada y estable
del cuadro. No habría podido utilizar el modelo cinematográfico sin haber reconstruido
previamente la forma del cuadro, y no por una decisión arbitraria de presentación, como
se han limitado a hacer tantos fotógrafos ansiosos de reconocimiento artístico u
obsesionados por una fantasía de realización plástica, sino por un calculo preciso y
sistemático de la forma dada a la imagen en el momento de la toma de vista. La primera
serie de Lafont en 1984, una especie de ensayo fotográfico constituido por vistas de
arquitectura de hierro, de arquitectura metálica en ruinas (reducidas a su estructura, a su
esqueleto) constituye ciertamente el replanteamiento de un modelo de construcción
formal de la imagen fija, estática, anterior a las formas experimentales de la «nueva
visión» de los años veinte. Se trata de un modelo naturalista, pero aplicado a esas
formas experimentales, aplicado a los vestigios de esas formas (cuando la arquitectura
metálica de esta época no es más que un vestigio). Suzanne Lafont retorna el
procedimiento de la vista en contrapicado, dinámica, no ya para traducir el dinamismo
de la arquitectura moderna, ni para experimentar una nueva movilidad de la visión,
como hacía Mohoiy-Nagy, sino para fijar, para detener ese dinamismo y esa movilidad
en el marco de una estructura de composición rigurosamente ortogonal, estática. No se
trata tanto de una de- construcción de la retórica moderna (codificada en la «nueva
visión») como de una reconstrucción del naturalismo del sigloXIX (y de lo que Lafont
denomina «la abstracción naturalista») sobre los vestigios de la modernidad.
Esto podría evocar el retorno al orden ortogonal preconizado por los teóricos de
L’Esprit Nouveau, contra el futurismo, y por supuesto, contra el expresionismo, a
principios de los años veinte. Así por ejemplo, Ozenfant y Jeanneret escribían en el
número 18 de la revista: «Si lo ortogonal da sentido a la ley estructural de las cosas, lo
oblicuo no es sino el signo de un instante pasajero. Ahí estriba el error de principio del
expresionismo, regido por lo oblicuo y que, sustrayendo la obra a la estática susceptible
de duración, le confiere un dinamismo exclusivo de inestabilidad que refleja la
inquietud de espíritus que no han concluido su andadura.»2/ Pero, si bien las imágenes
de Lafont expresan la afirmación de una estabilidad, esta afirmación sigue siendo
paradójica, ya que utiliza un procedimiento formal que le es antinómico. La estabilidad
de la composición ortogonal resulta, en una obra muy especulativa, de una tensión
histórica entre dos modelos formales antagonistas: un modelo de regularidad y un
modelo de irregularidad. El primer modelo, formado a partir de la norma naturalista de
la mirada frontal, pide una composición centrada, estática. El segundo modelo es igual
de riguroso, funda la retórica moderna de la «nueva visión», privilegia sistemáticamente
las distorsiones ópticas producidas por puntos de vista dinámicos.3/
Reconstruido a través de la contradicción que la «nueva visión» le ha querido aportar, el
modelo naturalista revela su potencia de abstracción, hasta suspender la finalidad
descriptiva de la imagen ilusionista. En realidad, el naturalismo llevaba en sí mismo esa
abstracción. La norma descriptiva que constituye, que instaura, y cuya imagen
fotográfica apareció como el logro perfecto, es evidentemente ilusionista: la imagen
debe producir la ilusión del mundo visual. Pero esta norma supone no sólo esta
concepción de la imagen, sino también una concepción del mundo visual como imagen,
como cuadro. Y es ahí cuando empieza la abstracción, cuando el mundo es abstraído en
una imagen. Las imágenes fotográficas del siglo XIX, naturalistas, son reproducciones
exactas de la naturaleza (por retomar la expresión utilizada por Baudelaire, que
realmente era muy común en la época), porque la naturaleza es un cuadro, porque debe
verse como un cuadro. En efecto, no se puede reproducir, propiamente hablando, sino
una imagen. Hablar de reproducción de la naturaleza es un abuso del lenguaje si la
naturaleza no es considerada como una imagen. La reproducción es a la vez un hecho
técnico (la reproducción de la imagen óptica producida por la cámara oscura) y un
modelo de representación. Aplicando ese modelo, los fotógrafos del siglo XIX hicieron
estallar el cuadro de la naturaleza en una multitud de imágenes fragmentarias; porque
consideraban esos fragmentos como detalles de un cuadro.
En el siglo XIX, la tradición de un naturalismo idealizado, heredado del Renacimiento
pero adaptado a nuevas normas positivistas, asoció profundamente cuadro y
reproducción. La fotografía apareció como la herramienta, como el agente ejemplar de
esta relación. La exactitud mecánica de la imagen fotográfica satisfacía un criterio de
objetividad positivista. Al hacerlo así, daba al mundo visual la apariencia de una imagen
en blanco y negro. Tanto si era concebida como una vista, como una composición
pintoresca o como un estudio, toda fotografía participaba de una misma reducción del
mundo a la uniformidad de la imagen mecánica. Esta reducción era a la vez un
estrechamiento de la percepción sobre las estrictas apariencias visuales, un
desnudamiento de la imagen, una miniaturización. La reducción permitía asimismo una
nueva multiplicación de la imagen, de las imágenes. El desarrollo de los medios de
comunicación gráficos en el siglo XX —con la correspondiente producción fotográfica
— es su consecuencia. Hoy, la idea de reproducción se entiende generalmente en el
sentido de multiplicación.
En el siglo de los medios de comunicación —el nuestro—, la relación entre el cuadro y
la reproducción tenía que transformarse pro fundamente. Antes de que una fotografía
pudiera concebirse como un cuadro, era necesario que la reproducción fuera aplicada
por pintores, ya no al cuadro de la naturaleza, sino al de la imagen fotográfica en sí, y
que el cuadro pintado se convirtiera así en una especie de logro, de realización de la
fotografia. Era necesario que la reproducción planteara no sólo la realidad como imagen
sino también, a través de la pintura, a través del medio pictórico, la imagen como
realidad. A principios de los años sesenta, Andy Warhol, con sus fotografías
serigrafiadas sobre tela, fue el iniciador de esta inversión. En el siglo XIX, la fotografía
se había interpretado discutiblemente como un «arte de máquina» (en palabras de
Delacroix), negando la singularidad del artista y el valor esencialmente subjetivo de la
interpretación artística.
Warhol, por su parte, declara que él quiere ser una máquina. «Si pinto de esta manera —
dice— es porque querría ser una máquina y creo que todo lo que hago como una
máquina corresponde a lo que quiero hacer.» Mediante el procedimiento de la impresión
serigráfica sobre la tela, encuentra la solución. La pintura es efectivamente una produc
ción mecánica, un «arte de máquina», un arte de reproducción, que permite reproducir
las reproducciones fotográficas.
A partir de Warhol, el pintor alemán Gerhard Richter desarrolló este tema de forma aún
más clara. Cuando empezó a utilizar la fotografía, no se trataba, según dijo, de hacer
pintura con la fotografía, inspirándose en la fotografía, sino algo más radical: hacer
fotografía con la pintura. En una entrevista de 1972, declaró que había empezado a
interesarse por la fotografía »porque la fotografía que todos utilizamos con tanta
frecuencia, cotidianamente, me ha sorprendido. De pronto, he podido verla de una
forma distinta, como una imagen, como un cuadro (en alemán als Bild, en inglés as a
picture, en francés comme un tableau), que me ofrecía una nueva manera de ver, libre
de todos los criterios convencionales que para mí estaban ligados al arte. No había
estilo, no había composición, ni juicio de valor. La fotografía me liberó de la
experiencia personal. No había nada más que la imagen pura. Por esta razón he querido
apropiármela y enseñarla. No he querido utilizarla como un medio de hacer pintura; al
contrario, he querido utilizar la pintura como un medio para la fotografía».4/ en la
misma entrevista, Richter es todavía más preciso. Le preguntan qué piensa de la ilusión,
si la imitación de fotos determina una distancia o crea una impresión de realidad, y
contesta: «La ilusión destinada a engañar la mirada no es cosa mía, y mis cuadros no
tienen un efecto ilusionista. Además, no quiero imitar (copiar) fotos, quiero hacerlas.»
Un poco después, añade que sus cuadros fotográficos no tienen valor documental.
Como representación bidimensional de la realidad, la fotografía constituye el único
medio objetivo, en la medida que las imágenes fotográficas están vinculadas a un objeto
sin ser objetos en sí mismas. Más adelante, dice: «Sin embargo, puedo verlas como
objetos, e incluso transformarlas en objetos, por ejemplo, pintándolas. A partir de ese
momento, ya no pueden ni deben ser objetivas, no ofrecen ninguna información
documental ni sobre la realidad ni sobre una manera de verla. Son una realidad en sí
mismas, una idea, en definitiva, un objeto...» Al pasar de la imagen al cuadro, la
fotografía se ha convertido en una cosa en sí misma, un objeto, un artefacto, como
cualquier otro objeto o cualquier otro artefacto, situado en el mundo, el mundo que la
fotografía producía inicialmente y que continúa produciendo la imagen objetiva. En
otras palabras, la fotografía pasa, mediante la reproducción pictórica, de la objetividad
de la imagen a la objetualidad del cuadro. «Una foto —añade Richter en otra entrevista
de 1972— ya es un pequeño cuadro, aunque no lo sea completamente. Ese carácter
resulta irritante y te hace desear transformarla definitivamente en cuadro.»5/
Así pues, era necesaria la mirada de dos pintores, Warhol y Richter, para que una
imagen objetiva se convirtiera en una imagen- objeto, y más concretamente, en un
cuadro. La fotografía como imagen-objeto ya existía en los collages y los assemblages,
sobre todo en la obra de Rauschenberg. Entonces tenía el estatus de objeto encontrado.
Con Warhol y Richter, adquiere la autonomía del cuadro. Desde cierto punto de vista,
por un efecto «sorpresa» —la sorpresa que hace aparecer un objeto singular, un objeto
«encontrado»—, pero también bajo la mirada del pintor, la imagen fotográfica ha
cambiado de estatus. Esta imagen que reproduce la apariencia objetiva de una cosa sin
ser una cosa en sí misma se ha convertido a su vez en una cosa, una cosa autónoma,
separada de su modelo, desvinculada del objeto inicial. Hoy, artistas como Patrick
Tosani y John Coplans producen imágenes fotográficas directamente, sin pasar por la
pintura, desarrollando sistemáticamente esa mutación o esa transferencia de la cosa
fotografiada a la cosa fotográfica. En ambos casos, la transferencia sólo puede
producirse completamente porque implica el espacio de percepción del cuadro, porque
se produce en la actualidad de la percepción del cuadro por parte del espectador. El
«que mira» de Duchamp, el que «hace el cuadro», para Warhol y Richter era el pintor
que mira las fotos (y las reproduce tal como han sido «vistas»). Coplans y Tosani
restituyen esa mirada al fotógrafo llevándola sobre los objetos que transforman en
imágenes-objetos, de los que extraen la imagen. Pero han asimilado la enseñanza de
Warhol y Richter. La mirada que ponen en las cosas es fotográfica, pero no es la mirada
desencarnada del fotógrafo, de ese fotógrafo productor de imágenes de objetos que no
son objetos en sí mismos (o que apenas son objetos).
Con todo, sigue habiendo una dificultad. Por muy concreta, por muy materializada que
sea, una imagen no es un objeto, no puede reducirse al objeto sin perder su valor de
imagen. Aquí hay que abandonar el modelo de la reproducción. La imagen fotográfica
es una imagen registrada. No es la imagen reproducida por el espejo, contemporánea del
modelo enfrentado a la superficie reflectante. El cuadro fotográfico en tanto que imagen
no es contemporáneo de su exposición. Antes se ha producido una primera exposición,
la de la superficie sensibilizada a la luz. La imagen registrada es una imagen que tiene
una revelación retrasada. Su percepción actual lleva al espectador al momento del
registro, pero ese momento ya ha pasado. La realización de una imagen fotográfica
puede asimilarse a la fabricación de un cuadro que se desarrolla con cierta duración,
pero eso no puede anular enteramente el efecto del registro, con el traslado al pasado de
la toma de vista, el salto al pasado que opera el acto del registro. El modelo de la
reproducción tiende a anular este efecto, en la medida que implica que la imagen
preexiste al momento de su registro. Pero este modelo es insostenible desde el momento
en que puede producirse el mínimo accidente, en que puede intervenir el más mínimo
azar. Cuanto más se acerca a lo instantáneo, más se aleja la fotografía de la
reproducción. Ahora bien, las imágenes utilizadas por Richter son sobre todo instan-
táneas. Esto confiere a sus cuadros fotográficos una carga dramática, un pathos del que
carece la mayoría de artistas contemporáneos cuando recurren exclusivamente al
modelo de la reproducción. Es el valor dramático de la imagen registrada lo que evita la
fijación sobre el obje to. Este valor es particularmente sensible en Jeff Wall, en Suzanne
Lafont, Craigie Horsfield, John Coplans. Es también la mirada fotográfica: una mirada
en espera de imagen, en espera de la imagen, que no puede por tanto fijarse en un
objeto.
Aquí sólo puedo esbozar una demostración que exigiría mucho más tiempo del que me
queda. En efecto, habría que analizar en detalle cómo los procedimientos de
dramatización de la imagen-cuadro se sustraen del pathos del registro instantáneo; cómo
el cuadro, separándose del modelo de la reproducción, se abre, se transforma; y por fin,
cómo un modelo cinematográfico se combina con la estructura del registro y ordena su
experiencia a través de la forma-cuadro (lo cual no es de extrañar, puesto que el propio
cine se sustrajo del registro instantáneo). Ese modelo cinematográfico es
particularmente sensible en la serie de Richter titulada 18 Oktober 1977. La estabilidad
autónoma de la imagen-cuadro se abre a la duración inestable de la imagen-movimiento.
Richter ha producido así lo que podríamos llamar cine de exposición. Pero ese modelo
cinematográfico también se manifiesta claramente en el caso de Jeff Wall y Suzanne
Lafont, cuyas obras participan igualmente de esa categoría específica del cine de
exposición. En los artistas que parecen mantenerse más fieles al modelo de la
reproducción, se ha producido recientemente una transformación similar del cuadro
fotográfico. Con su singularidad, el cuadro tiende a perder su autonomía: se abre a una
lógica serial, así como al espacio dramático (teatral) de la exposición. El cuadro se abre
a otro cuadro, a través de la serialidad del objeto tomado como modelo (Tosani), o a
otro objeto, a un objeto otro, tridimensional, puesto en el suelo (Bustamante). En todos
los casos, la fotografía, siempre situada entre las bellas artes y los medios de
comunicación, es la herramienta privilegiada de una exigencia de realismo que no puede
satisfacerse con una producción de objetos autónomos, ni tampoco con la reproducción,
por muy distanciada y crítica que sea, de imágenes preexistentes. A través de la
reactualización del modelo de la reproducción, como norma histórica de una descripción
llamada «realista», la cuestión de lo «real» es lo que se ha actualizado, puesto al día y
restituido a la experiencia del que mira.

Notas:
1. Sobre la idea de «academia interior,>, véase la entrevista de CHEVRIER, Jean
François en Galeries Magazine, núm. 35, febrero-marzo 1990, págs. 97-103.
2. WILL-LEVAILLANT Françoise, <Norme et Forme à travers L’Esprit nouveau’ Le
Retour à l’ordre, Université de St-Étienne, Travaux VIII, 1975, pág. 258.
3. Suzanne Lafont presentó su ensayo fotográfico de 1984 en «Nature et classicisme.
La leçon du XIX siècle Photographies, núm. 7, mayo 1985, págs. 12-17.
4. Entrevista de SCHÖN, RoIf, Gerhard Richter, catálogo de la 26 Bienal de Venecia,
págs. 23-25, publicado inicialmente en Deutsche Zeitung, Stuttgart, 1972.
5. Entrevista de LEBEER, Irmeline, en Chroniques de l‘art vivant, núm. 36, febrero
1973, págs. 15-16.

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