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EL PARLAMENTO ENTRE CREONTE Y ANTÍGONA.

EL ORDEN SIMBÓLICO ESTATAL Y LA IDEOLOGÍA DE LOS DERECHOS


HUMANOS (1)

Por César Delgado-Guembes (2)

Cuenta Sófocles que, en el siglo V antes de Cristo, Creonte dispuso que el


cadáver de uno de los hermanos de Antígona recibiera la sepultura propia de los
ciudadanos tebanos. Dispuso a la vez que el cadáver de Polinice, el hermano
rebelde, quedara a la intemperie, fuera de la ciudad, para que se pudriera
públicamente y sea devorado por los buitres.

Antígona desacata la orden de Creonte y sepulta al hermano subversivo. Por su


conducta es procesada, y ella invoca un orden superior al de la voluntad del
máximo gobernante, de orígenes remotos, perdidos en la tradición griega. Su
sustento se fijó en el orden divino o natural. El de Creonte en la capacidad de
ordenar que tiene quien cuenta con autoridad legítima para mandar. Dos lógicas.
Dos premisas. Y dos posiciones en conflicto. Difícil la conciliación y la concordia
entre la esfera trascendente de la tradición y la cultura constitutiva de un pueblo, y
la esfera terrenal del orden vertical e inmanente de quien posee y a quien se le
reconoce el poder.

1
Este trabajo fue expuesto en la Conferencia que dictó el autor con ocasión del V Encuentro Internacional de
Derecho Humanitario y Derecho Militar, realizado del 26 al 28 de Abril del 2011, en el Hotel Los Delfines, en
Lima, Perú. Ha sido publicado electrónicamente en http://es.scribd.com/doc/54061067/CDG-Ciudadania-
Parlamento-y-Derechos-Humanos-Ponencia-Lima-Peru-2011

2
El autor tiene estudios en filosofía, es abogado y ha concluido el magister en sociología en la Pontificia
Universidad Católica del Perú. En su condición de investigador de la institución parlamentaria ha publicado
libros y artículos especializados sobre el estatuto, la organización, gestión, procesos y normatividad
parlamentaria entre los que se cuenta Para la Representación de la República (a publicarse en Julio de 2011
por el Fondo Editorial del Congreso); Prerrogativas Parlamentarias (2007); Congreso: Procedimientos Internos
(1995); y Qué Parlamento Queremos (1992). Es profesor de derecho, gestión y procesos parlamentarios en
varias universidades peruanas. Está vinculado laboralmente al Congreso desde 1980, donde se ha
desempeñado en posiciones asesoriales y funcionariales. Fue Sub Oficial Mayor de la Cámara de Diputados
(1991-1992), y Oficial Mayor del Congreso (2003). Para acceder a sus publicaciones puede revisarse el
enlace en http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes
¿Cuál es la finalidad del Parlamento en el capitalismo tardío de la globalización
económica y de la ideología universal de los derechos humanos? ¿Existen
efectivamente de modo universal y ahistórico los derechos subjetivos de las
personas, más allá del reconocimiento que hace el Estado de los derechos cívicos
o políticos de aquéllas como ciudadanos? ¿Son universales los derechos
humanos cuando los Estados distinguen entre los derechos fundamentales de los
ciudadanos y los derechos de los extranjeros en el territorio? ¿Existe en el Perú un
orden político basado en valores supraestatales, o sólo se reconocen los derechos
cívicos y políticos de quienes nacen y residen en territorio peruano?

Estas son algunas de las delicadas cuestiones que deben encarar los
parlamentos, en el nuevo espacio de su existencia política. Nuevamente el dilema
entre el orden basado en una unidad de dirección, y la libertad de cada uno de los
individuos que coexisten bajo una misma autoridad. ¿Cuánto orden es posible si el
vínculo de la asociación política no es atendido ni cuidado por los individuos, y
cuánta libertad es posible sin que ésta constituya una amenaza contra el proyecto
de convivencia bajo un mismo Estado?

Pero además de la paradoja del orden y la libertad, el parlamento también se


encuentra en otra encrucijada, ¿cuánto Estado es posible que se afirme y por el
que se apueste, ante el afianzamiento de comunidades supraestatales en
dirección al Estado mundial, sin que ello le signifique mella en su propio rol y
autoridad al aprobar convenios internacionales a cuya sujeción somete al Estado?
¿Sobre qué base reposa el carácter normativo de un derecho supraestatal sin
Estado con capacidad para exigir y vincular su aplicación y vigencia?

Si los parlamentos son el lugar privilegiado de la pluralidad de la colectividad


social, no es menos cierto que los parlamentos también se integran como un
orden unitario en el Estado. Entre la multiplicidad diversa de sujetos, ninguno de
ellos igual a otro, y la unidad ordenada de destino común de esa misma
diversidad, se constituye la paradoja del Estado moderno: los parlamentos definen
qué es la ley universal, basándose para ello en el consenso mayoritario, pero lo
que de universal afirman no puede lógicamente incluir a la totalidad efectiva y pura
de la multiplicidad de individuos en una misma sociedad. Menos aún le será
posible incluir a quienes son extranjeros en el territorio nacional. El Estado debe
dirigir la multiplicidad hacia un orden unitario y homogéneo irremediablemente
parcial, limitado y excluyente de diferencias, pluralidades y multiplicidades
concretas que no alcanzan a calificar en la regla de pertenencia al orden
homogéneo que debe establecer el Estado.

Lo que pareciera tener las características de una cuestión entre literaria y teórica
está muy lejos de una y otra dimensiones. La Antígona de hoy personifica la
opción por la libertad, el disenso, la desobediencia, e incluso la subversión,
basados en un orden natural y eterno. Y Creonte personifica el rol simbólico del
Estado que debe afirmar verticalmente la universalidad del orden bajo su imperio y
su capacidad de mando. ¿Cómo actuar sin excesos y dentro del equilibrio que
mantenga un orden con no más restricción de la libertad que la necesaria para
preservar la unidad de destino, y tanta libertad como la que no conduzca a los
caprichos de la desintegración y de la anomia?. ¿Cuáles serán los límites a
cualquier fundamentalismo rígido, sea estatal o individual?

En el espacio de estas reflexiones me referiré a cinco distintos temas, en cada uno


de los cuales existe una demanda o capacidad de intervención del parlamento. En
cada uno de estos mismos temas también converge y se intersecta alguna
dimensión relativa al reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos.
Los temas que abordaré son, primero, el Estado Constitucional de Derecho;
segundo, la espinosa cuestión de la pena de muerte; tercero, la imprescriptibilidad
de los crímenes de guerra y de lesa humanidad; cuarto, el tratamiento de las
prerrogativas de altos funcionarios en una democracia que se dice igualitaria, con
pleno respeto de los alcances del debido proceso, sustantivo y procesal; y el
quinto, el control constitucional que realiza el Congreso sobre la actividad
jurisdiccional de los más altos magistrados. Todos son casos fronterizos en los
que es posible advertir los límites entre lo que es estatalmente posible, y lo que es
políticamente correcto.

LOS LÍMITES AL LEGISLADOR SEGÚN LA DOCTRINA DEL

ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO

Para quienes sostienen la doctrina del Estado Constitucional de Derecho una de


las características centrales de ese tipo de Estado son las limitaciones que el
respeto, la defensa y la vigencia de los derechos humanos imponen en la actividad
del legislador. Para que dicho tipo de Estado exista se añade como características
adicionales la concepción de la Constitución como un cuerpo rígido de normas
cuya modificación exige un proceso con mayorías agravadas de aprobación, el
carácter jerárquicamente supremo de las normas recogidas en el documento
constitucional, y también el control que sobre los actos del legislador se
encomienda al sistema jurisdiccional, sea o no con control concentrado, a través
de un único órgano jurisdiccional.
Si los derechos humanos son un límite para el legislador y si la actividad de éste
queda sujeta al control de los órganos jurisdiccionales, la pregunta es ¿cómo se
comprende la naturaleza de este modelo de democracia en el que la jerarquía y el
poder no se sustentan en la voluntad popular sino en el juicio de un grupo
reducido de juristas a cuyo cargo se encomienda no solamente la interpretación de
las normas que dicta el legislador, sino además la propia interpretación de la
Constitución conforme al canon hegemónico, importado y elaborado por el
pensamiento y la doctrina extranjeros?.

Hoy, en medio de los graves riesgos que aparecen en un territorio al que el Estado
no llega, y que lleva a insinuar la presencia de síntomas de lo que se llama el
síndrome del «Estado fallido», ¿qué asegura la identidad de un mismo proyecto
colectivo, en medio de las ya graves dificultades de asegurar la afirmación del
Estado a lo ancho de todo el territorio? ¿Está al alcance de la valoración
jurisdiccional la comprensión del difícil papel del parlamento como órgano del
equilibrio entre el Estado y los derechos humanos, entre el orden y la libertad, y
también entre la tiranía y la anomia?

Si es cierta la tesis doctrinaria del Estado Constitucional de Derecho, la


responsabilidad y limitaciones del parlamento estarían mediatizadas por la versión
que sobre esta misma cuestión sostuviera el Tribunal Constitucional, no menos
que la que apadrinaran los tribunales supranacionales. Sin embargo, así como los
tribunales supranacionales no son competentes para inaplicar las Constituciones
de los Estados, tampoco los tribunales constitucionales tienen competencia para
expulsar del texto constitucional los preceptos de uno de sus artículos que a su
juicio son menos constitucionales que los demás.

Los tres actores con papel protagónico comparten su estelaridad en medio de una
relación semántica confusa. Se supone y asume que en un Estado Constitucional
de Derecho las normas preceden sobre la conducta de los sujetos. Se supone y
asume con igual lógica que para la emisión de los actos estatalmente válidos
éstos deben ajustarse al derecho. Pero derecho es lo que los operadores con
competencia para interpretarlo afirman como imperativo. No hay derecho fuera de
la actitud, valores, intereses o principios en los que cree el operador que interpreta
el derecho. Y esta dimensión no es en sentido estricto una dimensión jurídica. Lo
jurídicamente puro tiene existencia similar a la que corresponde a las quimeras o a
las sirenas. Es la existencia espectral en la que se reproducen los fantasmas entre
los que los sacerdotes del oráculo buscan significados. Como las búsquedas de
los curanderos entre las hojas de coca.

El derecho que se afirma dentro del Estado Constitucional toma como pretexto el
documento en que consta el pacto escrito para resignificarlo de acuerdo a las
creencias y las convicciones de los sujetos que le prestan su voz para que la
Constitución exprese su deseo. Pero es el sujeto el que goza en el acto de
imponer los significados que interpreta que se deducen el documento
constitucional. Tomar consciencia de este delicado proceso de afirmar qué es la
Constitución puede fácilmente derivar en actos inconscientes de tiranía. Es la
tiranía de la ignorancia naif de quien permanece en el velo de su propia ceguera y
endosa rupestremente su voluntad en el texto exánime de un documento escrito.

El carácter profano de la Constitución se mitifica con la doctrina del Estado


Constitucional de Derecho. De ahí la grave responsabilidad del legislador cuando
apela al lenguaje para atribuirle al texto una voz objetiva que no es más que la voz
y la actitud subjetiva del legislador sobre cualquiera que fuese el tema en el que
pretende sustentar su propia posición y poder.

Una voz de alerta es pues críticamente necesaria antes de asumir como un hecho
la doctrina hegemónica y políticamente correcta de la voz propia y objetiva del
derecho. No hay derecho fuera de la decisión política del actor, ni fuera, tampoco,
de la actitud ética de quien tiene la potestad de dirigir en un sentido u otro. Son
tres los planos que se superponen desde el Estado, el jurídico, el político y el
moral. Y quien gobierna debe tener claro que el derecho no lo excusa por la
responsabilidad de mando que ejercita cuando legisla o cuando dice cómo debe
actuarse o en qué sentido debe operarse.

II

LA PENA DE MUERTE EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO APLICABLE EN EL PERÚ

Existe un vacío normativo. El parlamento peruano no ha legislado luego que la


Constitución de 1993 extendiera los supuestos de aplicación de la pena de
muerte, más allá de los extremos que reconociera desde que entró en vigencia la
Constitución de 1979. El Pacto de San José, vigente en el Perú, establece que los
Estados signatarios se comprometen a no ampliar las causales de aplicación de la
pena de muerte más allá de lo establecido al momento de entrar en vigencia el
Pacto de San José.

Sin embargo, en ejercicio de la facultad legítima del constituyente en el Artículo


140 del documento constitucional de 1993 se dispone que la pena de muerte
puede aplicarse, además de los casos de traición a la patria, por el delito de
terrorismo. Este plus sería una adición excedente contraria al compromiso
internacional del Perú. ¿Qué debe hacer el parlamento peruano? ¿Excluir la
prótesis normativa? ¿Proceder en desconocimiento del límite reconocido desde el
depósito del instrumento de ratificación en la sede del Pacto de San José?

Una interpretación maximalista del ordenamiento supraestatal sería lapidaria


contra un parlamento que desconociera las obligaciones y compromisos asumidos
en materia de derechos humanos. Una interpretación contraria al texto
constitucional sería, sin embargo, de dudosa factura legal para un parlamento que
tiene el mandato de defender y respetar la Constitución nacional.

¿Cómo debe mirar el parlamento los roles de quienes pudieran limitar su condición
estatal imponiéndole un régimen de protección de los derechos humanos? El
parlamento peruano tendría la opción, o de denunciar el Pacto de San José, o de
reformar la Constitución para regresar al texto aprobado en la Constitución de
1979. Los costos no son escasos en ninguno de los dos casos. Denunciar el
tratado mella la calificación del Estado peruano ante la comunidad globalizada.
Reformar la Constitución importa el retroceso frente al siniestro designio de las
organizaciones que se basan en la violencia y en el terror.

¿Cómo debe decidir el parlamento para no perder el carácter privilegiado que le


corresponde como intérprete supremo de la Constitución y de la voluntad popular?
¿Puede situarse en la posición de árbitro estatal sin que ello importe
desconocimiento de la otra voluntad estatal de dejarse regir por reglas ajenas a las
de su propio sistema nacional? Está en la médula de la acción del parlamento
actuar desde la vocación unitaria de su carácter representativo en todo cuanto
afirmar el orden y sentido de unidad no impida el desarrollo de la libertad de
quienes no niegan el Estado con la disidencia unilateral de su comportamiento.

III

LA IMPRESCRIPTIBILIDAD DE LOS DELITOS DE LESA HUMANIDAD

El Tribunal Constitucional emitió el 21 de Marzo del 2010 su sentencia respecto de


la demanda de inconstitucionalización del Decreto Legislativo 1097. Este Decreto
Legislativo fue publicado el 1 de Setiembre del 2010. Pocos días después, el 15
de Setiembre del mismo año, el Congreso lo derogó con la Ley 29572.

El Tribunal Constitucional, lejos de sustraerse de la materia, acordó abocarse a


ella invocando la distinción en los efectos que producen la derogación y la
inconstitucionalización. Para impedir la generación de efectos que pudiera haber
acontecido como resultado del corto período de vigencia del Decreto Legislativo
1097, creyó cumplir mejor su rol procediendo a examinar su constitucionalidad. El
proceso de análisis llevó al Tribunal a acordar que el Decreto Legislativo derogado
sufría de inconstitucionalidad. Por ello mandó la expulsión de esta norma del
ordenamiento jurídico nacional, sin conseguir, sin embargo, eliminar mediante esta
disposición la generación material de efectos causada durante la vigencia del
Decreto Legislativo 1097, puesto que el Tribunal Constitucional no constituye con
su sentencia la inconstitucionalidad, sino que la declara, y por lo mismo la
expulsión de la norma no tiene efectos ex tunc, sino sólo ex nunc. El Tribunal, por
lo tanto, en este extremo no alcanza su cometido debido al error conceptual que
tiene en la construcción de su sentencia.

Pero la cuestión relevante respecto del Decreto Legislativo 1097, tiene que ver con
la inconstitucionalización de la Primera Disposición Complementaria Final, en la
cual el Decreto Legislativo precisó que la Convención sobre Imprescriptibilidad de
Crímenes de Guerra y Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada mediante
Resolución Legislativa 27998, rige para el Perú sólo desde el 9 de Noviembre de
2003. Para el Tribunal Constitucional, los eventuales delitos por crímenes de
guerra y de lesa humanidad no estarían sujetos a la restricción que incluyó el
legislador el año 2003.

Sin embargo, lo que llama la atención es que la ley orgánica del Tribunal
Constitucional establece un límite de 6 meses para pronunciarse, mediante la
acción de inconstitucionalidad, sobre la regularidad constitucional en los procesos
de incorporación de tratados en el derecho interno. Sólo dentro de ese mismo
plazo tiene competencia el Tribunal Constitucional para declarar la inaplicación de
la Resolución Legislativa que aprueba el Tratado. La inaplicación así declarada
tiene efectos erga omnes en el territorio nacional, dejando a salvo la dimensión
inter o supranacional de los efectos y responsabilidades estatales consiguientes.

Sin embargo, para abocarse a la materia, el Tribunal, valiéndose de la asunción de


atribución ultra petita, recurrió a la opción de control difuso, y dispuso la
inaplicación general por la judicatura del carácter limitativo aprobada por el
legislador el año 2003. Son dos aspectos si no cuestionables, cuando menos
debatibles, primero, porque recurrir a la facultad ultrapetita sólo se justifica en un
entorno que tiene estrecha relación con la materia sobre la que se presenta la
pretensión de inconstitucionalidad, y segundo porque el control difuso se refiere a
una situación concreta en la que se requiere la inaplicación para un caso
específico, y el Tribunal Constitucional, contrariamente, dispone la inaplicación
genérica por todas las cortes y juzgados nacionales. Se procesa de este modo
oblicuamente lo que no le está permitido por ley expresa tramitar de modo directo.
Situación que genera duda respecto a la idoneidad técnica del abocamiento
asumido, si no, acaso, además, a la ocurrencia de un supuesto de conducta
prevaricadora.

En buena cuenta, se trata de una estrategia jurisdiccional poco deferente con el


legislador, puesto que se ha usado para excluir la voluntad del legislador, no
obstante la incapacidad temporal que lo afectaba y la ausencia de petitorio en la
pretensión de los demandantes. El Tribunal Constitucional utilizó la vía del control
difuso para generar una pauta general de conducta jurisdiccional con carácter
vinculante erga omnes en la judicatura nacional.

La cuestión está también en terreno legislativo porque está pendiente de revisión


parlamentaria la corrección y eventual infracción constitucional de los jueces que
proceden según esta línea interpretativa. ¿Procedió correctamente el Tribunal
Constitucional a declarar la inaplicación general de la limitación temporal impuesta
en la Resolución Legislativa 27998 y precisada con la Primera Disposición
Complementaria Final del Decreto Legislativo 1097, no obstante no existir
cuestionamiento, reclamo ni protesta algunos en la sede del Tratado? ¿Es un acto
constitucionalmente válido el ejecutado por el Tribunal Constitucional cuando da
alcance general a la inaplicación que manda en la vía de control difuso, la misma
cuya naturaleza se refiere exclusivamente a la aplicación a un caso concreto, a
diferencia de la vía de control concentrado que tiene en efecto alcances erga
omnes? ¿Acaso la consideración de una atmósfera políticamente favorable como
pareciera serlo la derogatoria del Decreto Legislativo 1097 por el Congreso, limpia
lo incorrecto de la acción del Tribunal Constitucional?

Más allá de la corrección política del Tribunal Constitucional o de la validez jurídica


de la interpretación que realiza, no es menos cierto que la voluntad del legislador
no ha recibido adecuada valoración en el ámbito jurisdiccional. ¿Es este un caso
en el que el Tribunal ha procedido conforme a derecho a ejercitar su condición de
«intérprete supremo» de la Constitución, o se ha tratado de un error, o quizá de un
vicio de construcción técnica por razón del tiempo y de la materia sobre la que se
abocó?
IV

LAS PRERROGATIVAS PARLAMENTARIAS EN LAS DEMOCRACIAS IGUALITARIAS

Y EL DEBIDO PROCESO

Los representantes actúan por cuenta y en interés de sus representados. No


usurpan el poder para representarse a sí mismos. Porque tienen un encargo para
afirmar el carácter soberano de la voluntad popular los representantes requieren
de un estatuto funcional especial necesario para asegurar el desempeño de tareas
en nombre de todos. Ese estatuto incluye la inmunidad parlamentaria y la
inviolabilidad por los votos y opiniones en el ejercicio del cargo representativo.

De otro lado, la igualdad es una característica elemental en un modelo


democrático. ¿Cómo entender que en una sociedad igualitaria exista un grupo de
sujetos constitucionalmente menos iguales que los demás? Porque el modelo
democrático tiene carácter representativo, porque quienes representan lo hacen
desde la supremacía que sólo se le reconoce a la autoridad, y porque los
representantes no tienen mandato imperativo de sus representados, el cuerpo
representativo de la voluntad popular ocupa una situación excepcional conforme a
la cual la soberanía de la república garantiza la conducción del Estado por el
pueblo. No por una casta o por un estamento feudal.

Sin embargo, no escapa a la observación y al sentimiento generalizado de la


población que el título representativo no se ejercita con la altura y nobleza que
debe adoptar quien cuida el vínculo con quienes confían que cuide la calidad y
legitimidad de la representación. La deshonra se apodera del sistema cuando la
asociación política se pervierte en el ápice mismo del poder. Todo el sistema
político colapsa, la democracia se desmorona y el poder se usurpa en manos de
quienes carecen de actitud representativa y se apoderan del bien público como si
se tratara de un bien privado a su disposición.

La calidad de la representación enmascara un régimen sórdido y oscuro cuando la


sociedad es violentada en su esencia y denegada su virtud política. Ningún
régimen se sostiene sobre la opresión de quienes confiaron libremente en el uso
responsable del voto por sus representantes. No es objetivo del régimen
democrático delegar funciones políticas a quienes traicionen el mandato.

Ese es el riesgo del ejercicio representativo del poder. Y ese riesgo aumenta
notablemente cuando los representantes usan indebidamente de las prerrogativas
propias de su Estatuto para condonar la ilicitud de sus miembros. La inmunidad
parlamentaria es una institución buena cuando impide que quienes son acusados
por envidia o venganza política ejerciten el mandato. Pero ese mismo instrumento
es un privilegio indigno cuando se lo utiliza para cohonestar la indignidad del
cuerpo de representantes.

El mal uso de la función de algunos representantes, sin embargo, no justifica el


desconocimiento de los medios necesarios para usarla bien. Por eso es mal
consejero el pedido de eliminar la inmunidad parlamentaria ocasionado por los
casos del «mataperros», del «comepollo», de la «robaluz», del «planchacamisas»,
o de la «lavapies». Los excesos muestran el revés inherente a la naturaleza
humana cuando los elegidos lo fueron sin contar con el mérito moral que también
exige un sistema político democrático. La democracia no está reñida con la virtud
política ni con los valores morales.

Entre las lecciones que dejan los dos últimos regímenes parlamentarios las más
importantes pueden ser que la función jurisdiccional del Congreso si se encuentra
en estado operativo. Necesita ajustes y afinamientos, es cierto. Pero ha
funcionado. Que pudo haber funcionado mejor, y que el desempeño no ha sido
óptimo es cierto. La exigencia de responsabilidades que ha sido posible debido a
la vergüenza con que se ha procesado a los congresistas es una discreta ventana
hacia la esperanza. Así como el que existan malos padres no justifica la
eliminación de los derechos de paternidad, del mismo modo no justifica la posición
incendiaria de quienes postularon para «fumigar el Congreso» o para eliminar la
inmunidad parlamentaria en razón al imperfecto e incorrecto uso que de ella
hicieron algunos malos representantes.

Pero precisamente porque la inmunidad parlamentaria tiene sentido, es


conveniente y es buena en una democracia representativa, es necesario que el
procesamiento parlamentario de los representantes acusados garantice tanto la
ventilación de las denuncias como la apropiada defensa de los denunciados. Ese
es el espacio del debido proceso, como uno de los derechos humanos que
gestiona el parlamento. La inmunidad parlamentaria exige tanto oportunidades
razonables para el ofrecimiento, actuación y valoración de las pruebas, como los
plazos de una notificación anticipada y la garantía de una defensa apropiada.
Como lo han establecido las jurisdicciones supranacional y la constitucional las
reglas del debido proceso se aplican también en sede parlamentaria.

La correcta administración de las prerrogativas parlamentarias va de la mano con


el respeto escrupuloso del debido proceso. Las causas que conoce el Congreso
contra sus miembros deben estar premunidas de reserva en la instancia instructiva
que se desarrolla durante la investigación, como de la publicidad y transparencia
necesarias en la etapa del enjuiciamiento de aquellos a quienes se encuentra
mérito para su procesamiento judicial en el fuero penal ordinario.
Por las mismas razones es que es necesario rescatar el acierto de la sentencia del
Tribunal Constitucional que expulsa del ordenamiento jurídico vigente la parte del
Artículo 25 del Reglamento del Congreso que disponía que sólo procediera la
suspensión del representante cuando existía sentencia por la comisión de delito
doloso con pena privativa de la libertad efectiva. No declarar inconstitucional ese
extremo habría importado un acto cómplice en la jurisdicción constitucional que
habría permitido que en el Congreso convivan delincuentes convictos junto con
quienes ejercitan el mandato en un marco razonable de probidad y honor. El
parlamento fue salvado de actuar como refugio o cueva del ejercicio deshonroso e
irresponsable del mandato popular.

El mandato tiene riesgos, en consecuencia, que justifican el reconocimiento de la


diferencia a quienes son diferentes. El Estatuto parlamentario todavía mantiene su
sentido, pero para merecerlo sus miembros deben honrar la finalidad en razón de
la cual se lo reconoce. Honrarlo habría significado proceder con niveles mínimos
de sensibilidad moral y tomar distancia con quienes reciben condena por la
comisión de cualquier delito, sea doloso o culposo, con o sin pena privativa de la
libertad, y mucho menos ocuparse de la exquisitez técnica sobre si la pérdida de
libertad es efectiva o no. Ha sido externamente como el parlamento recibió el
auxilio moral que ha subsanado parcialmente el desatino. Habría sido deseable
que el temple moral de los representantes no hubiera aprobado nunca el texto del
Artículo 25 que permite la convivencia con delincuentes en el corazón de la
democracia. La mancha de la corrupción se mostró de modo patente en el seno
mismo del Estado, y gracias a la denuncia y a su procesamiento favorable los
restos abyectos de indignidad fueron excluidos.

EL CONTROL POLÍTICO DE LA ACTIVIDAD JURISDICCIONAL

Un último tema permite plantear igualmente el papel que desempeña el


parlamento en relación con los derechos humanos. Las democracias son
refractarias al ejercicio omnímodo del poder. Por eso van de la mano el principio
de la separación de poderes con el del origen popular del poder estatal. La
separación de poderes prevé la coexistencia de órganos con competencias
estatalmente diversas, de manera que ninguno de ellos pueda ejercitar él solo
todo el poder en la diversidad de funciones estatales.
Así como el gobierno no debiera actuar como órgano legislativo –pero lo hace, y lo
hace hasta límites imperdonables sin que la oposición haya hecho ni mucho ni
suficiente para poner mano firme-, el parlamento no actúa como órgano de
gobierno. Los órganos jurisdiccionales, a su vez, tampoco son órganos de
gobierno, ni deben desarrollar función legislativa.

Este es el punto donde me parece importante realizar una reflexión más detenida.
No es materia de este estudio el examen de los excesos legislativos del gobierno.
En particular porque el propósito es revisar las tareas más propiamente
jurisdiccionales que legislativas en el Estado. Por eso sí resulta más enriquecedor
llamar la atención sobre el control que realiza la jurisdicción sobre la actividad del
legislador. Control que es propio, precisamente, del reconocimiento del principio
de separación de poderes.

Así como los jueces pueden inaplicar una ley inconstitucional, el Tribunal
Constitucional es competente para ejercitar el control concentrado y abstracto
respecto de una ley que colisione son un precepto de jerarquía constitucional.
Nuevamente retornamos a la doctrina del Estado Constitucional de Derecho, que
se asienta sobre la supremacía constitucional y el límite que tiene el legislador en
relación con los derechos humanos. El tribunal constitucional vigila la
constitucionalidad de la legislación para que el marco normativo asegure el
ejercicio del poder sin excesos.

Como de lo que se trata es de discutir el papel de la ideología de los derechos


humanos en un orden simbólico basado en el carácter democrático de la sociedad
política, es pertinente apuntar precisamente al flanco donde menor claridad
democrática existe, y de quien paradójicamente mayor calidad democrática se
espera que garantice con su ejercicio en el Estado. El Tribunal Constitucional ha
asumido en el Perú la condición de «intérprete supremo» de la Constitución. Ello
significa que es la última y definitiva instancia en el control constitucional del
poder.

Los Tribunales Constitucionales cuentan con reconocimiento generalizado. En las


democracias continentales de Europa su prestigio y papel central es
paradigmático. Nuestra preocupación no es cómo funcionan los tribunales
europeos, sino el papel que tiene en el Perú, en un régimen de democracia
representativa en el que, además, se reconoce el origen popular del poder.

Bajo la hipótesis doctrinaria del Estado Constitucional de Derecho el Tribunal


Constitucional es un operador de la ideología de los derechos humanos, desde la
cual evalúa y juzga la actividad legislativa. No está en cuestión en este espacio de
reflexión que los derechos humanos formen parte del parámetro de ejercicio
constitucional del poder. Lo que sí resulta relevante es examinar la gravitación que
tiene en una sociedad democrática el control del poder por una elite de juristas
supuestamente elegida a partir de su probada trayectoria democrática y sus
elevados méritos en la academia o la judicatura.

Si bien el estado ideal de la humanidad debiera ser uno en el que nadie imponga
su voluntad sobre nadie, permitiendo así que cada quien desarrolle libremente su
proyecto de vida sin intrusión que lo fuerce a hacer lo que su disposición no se lo
mande, tal estado natural no garantiza el respeto elemental del albedrío. Por eso
el Estado asume para sí el control de los máximos permisibles de libertad, para
que nadie invada la esfera privada ajena.

Así como el Estado se ha convertido en una necesidad en la sociedad moderna,


también es una conveniencia aceptada que quienes desarrollan funciones
estatales sean personas elegidas libremente por la república. Menos claridad
existe sobre el grupo de funcionarios estatales cuyo mérito principal no es el de
haber sido elegidos para administrar justicia, sino su supuesto mejor
entendimiento de la función jurisdiccional. Las sociedades modernas encomiendan
tal función a los abogados o a los juristas.

La función jurisdiccional, en particular esa función jurisdiccional a cargo del


Tribunal Constitucional está a cargo de especialistas. El juez tiene a su cargo una
función estatal. Por lo tanto tiene la responsabilidad primaria de ejercitar su labor
de modo que prevalezca la unidad en medio de la diversidad. Así como debe
asegurar mínimos esenciales de libertad para el desarrollo de niveles de
convivencia democráticos, no le es menos exigible la tarea de garantizar la
pluralidad de proyectos personales según pautas homogéneas de conducta que
permitan el orden.

Nuevamente aparece la exigencia de homeostasis política entre el orden y la


libertad, entre Antígona y Creonte, entre la tradición y la cultura histórica de un
pueblo y el indispensable ejercicio del mando y de la dirección política. El
desempeño excepcional de funciones de Estado por especialistas exige
compromisos y convicciones tangibles con los valores políticos del tipo de
sociedad en la que se sirve. Ni tantos derechos humanos que hagan la
convivencia imposible, ni tanto Estado que oprima, por digitación, el desarrollo
libre de los ciudadanos. Los fundamentalismos, sea cual fuese la especie de su
denominación, son fuente de absolutismos y de dogmatismos. Y entre los
fundamentalismos y la autocracia no hay diferencia.

Es en este contexto en el que se sitúan tanto la tarea de control jurisdiccional del


poder por los tribunales, como la tarea inalienable del poder político que debe
vigilar atentamente los resultados de la labor democrática de las cortes. Si bien el
juez constitucional tiene la última palabra jurisdiccional en territorio peruano, no es
menos cierto que el poder jurisdiccional también es objeto de control por el titular
de la potestad representativa que es el parlamento. Es una garantía de ejercicio
democrático de las funciones estatales en sociedades cuyo modelo político es el
origen popular del poder. En eso se diferencia de los modelos autocráticos en los
que el origen del poder es inherente a la persona que desarrolla la función.

La misión del parlamento en su papel de garante de los derechos humanos no se


circunscribe al parámetro que este cuerpo le impone en el ejercicio de su tarea
legislativa. Es parte del paradigma o ideología de los derechos humanos que el
propio parlamento desarrolle proactivamente su rol como titular de la
representación popular ante el Estado. Los eventuales excesos en que incurre la
judicatura, en particular la tentación del prevaricato, obligan al parlamento a vigilar,
a denunciar y a examinar el mal uso de la excepcional responsabilidad que se le
confía al juez constitucional. No hacerlo, obviar el control político, también es una
forma de negar mínimos esenciales de libertad cívica, social, económica o política
en la sociedad.

Son los retos y las oportunidades que la vida política deja en manos de los
ciudadanos en la diversidad de roles que deben cumplir durante su existencia. La
cuestión siempre abierta es desde qué posición, desde qué actitud, desde qué
valores y principios se trabaja por el vínculo político. Los representantes en el
parlamento custodian el vínculo en la asociación. Por eso no les es ajena ni la
responsabilidad de garantizar la libertad, ni la de controlar el ejercicio del poder
por los expertos en la tarea jurisdiccional. Y ambos comparten el mismo destino de
desarrollar sus actividades de forma que prevalezca la unidad en medio del
universo heterogéneo y plural de identidades privadas y colectivas que conforman
nuestra república.

VI

PARA CONCLUIR

Entre Creonte y Antígona, el parlamento tiene la tarea de dirigir y de escudriñar los


usos del poder. Su acción tiene de deseo y tiene de gozo. El deseo de afirmar la
sustancia política de la república. Y el gozo de quien tiene autorización para
mandar en representación legítima de la comunidad.

La responsabilidad no está exenta de cargas y de límites. La acción parlamentaria


no supone conductas autistas que, negando el encargo y mandato recibido, lleve a
los representantes a representarse sólo a sí mismos. El legislador actúa desde el
Estado para afirmar un modelo de sociedad en el que la libertad de cada uno de
los ciudadanos no reciba lesión, menoscabo ni imposición innecesaria alguna.

Los derechos ciudadanos sólo tienen garantía de vigencia cuando la


representación parlamentaria decide el curso de las políticas legislativas a partir
del ejercicio noble y honorable de la responsabilidad política. Porque el régimen
político reconoce y se sustenta en valores democráticos son los representantes
quienes hablan desde la voluntad popular, que es la fuente y el origen del poder
en el Estado. Y por esta misma razón el parlamento no puede abdicar de su
función de control, y debe asegurarse que el principio de separación de poderes
no se desfigure por la usurpación del poder con que lo amenacen grupos o
gremios de influencia. Incluso la judicatura es objeto de control por la
representación nacional. Negarlo equivale a avalar la transformación de la
democracia en un régimen cuya dirección es asumida por especialistas que se
presumen tutores y mejores conocedores de la voluntad popular.

Pero la delicada responsabilidad que debe desarrollar el parlamento se convierte


en un lastre perverso para el país si la calidad de los ciudadanos decae. El mejor
de los representantes no puede ser mejor que el peor de nuestros ciudadanos. De
la cadena de valor de la ciudadanía depende la calidad que agregan los
representantes en nuestra vida política.

De ahí el carácter ontológico de la existencia política. De la hez no se genera sino


hez. Si los niveles y estilo de ejercicio de la ciudadanía son similares a los del acto
que produce la excrecencia humana, del sufragio de esa ciudadanía no es posible
esperar sino un régimen electoral productor de esa hez y de esa excrecencia. La
ecuación es simple: la hez no es más que hez. El ser es sólo igual a sí mismo. De
ahí la ontología de la existencia excrescente que atraviesa a todo el sistema
político. La ciudadanía no es un compartimento estanco. Ella es la que causa los
cuadros de dirigentes en los partidos y también en los parlamentos, que no son
sino cuadros hechos de la misma materia prima.

Al Congreso pues no llegan sino quienes fueron electos como resultado simétrico
de su similitud especular con el pueblo. Con muy pocas variantes, muchas de las
cuales son efecto del azar y otras de la providencia, los parlamentos son el espejo
que describe la calidad política de los ciudadanos. Los parlamentos no mejoran
sólo e independientemente de la calidad de quienes los eligen. A quien ingiere
alimentos putrefactos no cabe exigírsele el hálito del faisán.

En la Grecia antigua el ejercicio de la vida política suponía el reconocimiento de un


nivel de madurez moral homólogo al de la madurez física. Sin disociación entre la
naturaleza y la cultura. Cuando se concibe la democracia sólo con criterio
cuantitativo, y cuando la ley presume que basta constatar cuantitativa y
físicamente que alguien es ciudadano por el burdo y nudo hecho de la
materialidad de haber cumplido 18 o 21 años, independientemente de la calidad
de su preparación cívica y moral, e independientemente de su capacidad
demostrada para saber y poder cuidar el vínculo político de la polis, del Estado, de
la colectividad, cuando estas cosas ocurren, es momento de temer por la
decadencia de la república.

Estar avisados de los signos de los tiempos nos pone en la privilegiada y


arriesgada situación de quienes con decisión y con coraje pueden prevenir los
apocalipsis. Con cuánta mayor razón en territorios como el peruano, en los que
existen condiciones que permiten advertir más bien la insuficiente presencia del
Estado, antes que la amenaza de su invasión en la esfera privada. ¿O acaso es
posible negar cómo en tantas zonas del territorio en costa, sierra y selva el Estado
es un ente operativamente invisible, o sólo espasmódicamente presente? La sola
presencia de focos de una economía paralela basada en la presencia e influencia
masiva del narcotráfico es un indicio innegable de la débil, si no además, fallida
presencia del Estado. Cegarse a esta realidad nos conduce precisamente a
riesgos perversos como lo sería el progresivo éxito de redes que finalmente se
consoliden intrusivamente en el Estado en un esquema que poco difiera con
formas a las que con propiedad se llama un narcoestado.

Creonte y Antígona deben acercarse y conciliar sus racionalidades. Debe


afirmarse el Estado donde no llega, y fortalecerse donde llega. Pero a la vez es
imperativo la construcción de un tipo de ciudadanía aún extrañada de la cultura
nacional. El exceso de Estado nos acerca a la tiranía. Pero el exceso de
individualismo niega la esencia y la calidad de la ciudadanía.

Sin un régimen parlamentario basado en la fortaleza de los ciudadanos, no hay


dignidad ni derecho humano capaz de ser respetado y reconocido. Sólo se respeta
y se reconoce lo que uno merece y se lo gana. No lo que se recibe aún sin
méritos. La ciudadanía no es gratis. Es consecuencia de una trayectoria probada
de cuidado por la colectividad a la que se pertenece y de la que depende la propia
historia.

La suerte está echada, y quienes toman conciencia de la gravedad del desafío


están en la obligada capacidad de pasar la voz para que con la acción colectiva
quepa aún salvar a la república de la anomia. No estamos al fin de los tiempos
aún, y no han pasado los tiempos de la virtud, del honor y de la nobleza en la
política, y ello a pesar de la demanda de quienes exigen estatus de ciudadano sin
haber probado que lo merecen. Y si no a todos corresponde tratar como a
ciudadanos, ¿acaso no existen aún las condiciones mínimas para ingresar a la
utopía ideológica de la universalidad de los derechos humanos?
Los Delfines, 28 de Abril del 2011

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