Anda di halaman 1dari 7

Nota sobre El divorcio, de César Aira (publicada en Bazar Americano, agosto

2010)

Como quien dice justo en el medio de la literatura, justo en el medio de una


literatura que está deshaciéndose, justo en el medio de Molloy, de Samuel
Beckett, está la escena de las piedras de succión. Es así: Molloy se encuentra
en la playa, frente al mar, donde se aprovisiona de lo que él llama piedras de
succión. Son pequeñas piedras que se mete en la boca de a una, para
chuparlas durante un rato. Después se saca la que estaba chupando y se mete
otra en la boca. Esta vez recoge dieciséis piedras, que distribuye de a cuatro
en los cuatro bolsillos que tiene en la ropa, dos en el pantalón y dos en el saco.
Y a lo largo de media docena de páginas, analizará meticulosamente la lógica
de los distintos procesos de circulación que se pueden aplicar a de esas
piedras pasándolas de bolsillo en bolsillo, buscando la manera de no chupar
dos veces una piedra antes de no haber chupado previamente las otras quince.

En la escena de las piedras de succión, a lo largo de esas páginas, la novela se


convierte en el relato de la lógica de un proceso. Lo que se relata es eso. No
hay otra cosa. No hay otro relato que el relato de la lógica de ese proceso. Pero
el relato de un proceso lógico (de la lógica formal) no es un relato literario. Por
lo menos en la situación en que lo utiliza Beckett. Y al mismo tiempo,
precisamente por la situación en que lo utiliza, el relato de la lógica parece
tomar en Beckett el lugar que el relato literario ha dejado vacío. Cuando
todavía escribía en inglés, Beckett había hecho algo similar en Murphy, que es
(casi) el relato de una partida de ajedrez contada como novela.

Por ahí hubo algo de esa cuestión acuática del francés, que tanto lo atraía, en
el hecho de que finalmente pareció optar por la descomposición del relato y no
por su otro extremo, en la estructuración casi únicamente lógica. El agua y A la
búsqueda del tiempo perdido son dos presencias inevitables en El divorcio, la
anteúltima novela de César Aira. Como con el té de Proust, cada vez que el
narrador se lleva la madalena a la boca, el agua que cae sobre uno de los
personajes de la novela desencadena y vuelve a desencadenar un derrame de
anécdotas

La escena de las piedras de succión en medio de Molloy funciona casi como un


residuo discursivo, como la invención de un residuo discursivo: una pieza
arqueológica, una máquina soltera que sigue funcionando como un grumo
indestructible en un océano narrativo donde todos los demás grumos no hace
sino descomponerse deshacen en polvo y agua. La figura de Molloy metiéndose
las piedras en la boca, chupándolas y razonando sobre cuál tomar después y
de dónde, y dónde poner la que se saque del buche, es una figura a la que Aira
nos tiene acostumbrados: la figura del idiota. De hecho Jusepe, uno de los
personajes de El divorcio es definido por su padre como “un idiota”, definición
que él carga por siempre como un juicio divino.
El mismo Aira ha remitido a presencias de este orden cuando escribió algunos
textos que bien podrían pensarse como especies de manifiestos de su
producción. Es muy significativo que a la hora de definirse a través de terceros,
Aira recurra a Emeterio Cerro (el prólogo a El Bochicho), el pianista de free jazz
Cecil Taylor (en el cuento Cecil Taylor) o Edward Lear (el magnífico ensayo
sobre la traducción que dedicó al patriarca de los limmericks).

¿Qué podemos entender por idiota? En primer lugar: lo único, lo singular. Es “la
inscripción de una singularidad inimitable, la puesta en escena y en
movimiento de una heráldica de la primera persona”, como señaló el francés
Jean Yves Jouannais. Ser idiota es ser único. Esa es la marca de estilo que Aira
reconoce de una vez y para siempre en Cerro. Mientras los demás escritores se
pasan la vida intentando diferenciarse, Cerro nace diferente, dice. Y advierte
después Aira, llamativamente, que Cerro es también, casi, un instrumento de
la reacción.

En Dostoievski, el idiota es el que no sabe, el que se encuentra donde está por


azar, el que está condenado a evaluar las situaciones y a las personas como si
se las encontrara siempre por primera vez. (El narrador de El divorcio,
“ausente de sí mismo”, llega a Buenos Aires “casi al azar”). Y habrá que
recordar lo que dicen algunos, que es la promoción a la categoría de héroes de
dos idiotas, Bouvard y Pecuchet, lo que abre las puertas a la novela del siglo
xx. La función del idiota en arte (“los artistas no son idiotas, los artistas se
hacen los idiotas”, dice Jouannais) sería la de ser una suerte de extintor de
prohibiciones. El despropósito, la patología, la inmadurez, la locura, la ironía,
más que oponerse y condenar al arte, son las herramientas de las que se vale
para expandir y renegociar sus límites.

Perspicaz, Jouannais marca también ciertos límites ideológicos no del arte, sino
de la idiotez en el arte: señala que en la medida en que la idiotez es muy
difícilmente dialectizable, corre el riesgo de alcanzar un punto perverso donde
es posible que un leve deslizamiento haga pasar la cosa no ya por el
esoterismo sino por la religión, no ya por la reversión sino por la reacción (otra
vez!), no ya por del umor (sin “h”, de Jacques Vaché), sino por el
resentimiento, y no ya por la idiotez, sino por el cinismo.

En el idiota de Beckett no existe el desdoblamiento cínico (como sí existe en


cierta “idiotez” de las pos literaturas).En la escena de las piedras de succión no
hay nada exterior al desarrollo de las hipótesis de funcionamiento de ese
proceso, nada exterior a la lógica de ese funcionamiento, que haga avanzar el
relato. Parece querer decirnos Beckett: en literatura es eso, la literalidad idiota
(¿y no es sobre este aspecto de la literatura que versa el Lear de Aira?) o la
descomposición. Salvo, claro, que el escritor opte por una suerte de impostura.
¿Qué es la impostura? Hacer pie en la palabra, contar. Hacer coincidir el relato
y el sentido del relato. Hacer creer que el relato y el sentido del relato se
corresponden. Es la impostura literaria por excelencia: hacer creer que se está
contando un relato que guarda en sí mismo la verdad de su importancia y de
su sentido.

Relato: hablamos de literatura pero en verdad, para mayor exactitud, habría


que pensar en una cierta idea de “escritura literaria” más pegada a la novela
que a otro tipo de texto. El cuento como género parece haber quedado tan
anquilosado en la figura de ese matrimonio relato/sentido del relato que
cualquier intento de juego que haga vacilar la institucionalidad de ese contrato
de lectura es difícil de imaginar. No existe el matrimonio gay para los
cuentistas.

Aira ha escrito sus propias versiones de la escena de las piedras de succión en


textos como Duchamp en México, o en La vida nueva. Las ha escrito a su
manera, dando vuelta la lógica como una media, transformándola en absurdo,
paradoja e hipérbole, un poco a la manera del Michael Kolhaas de Kleist.
(¡Kleist!) Podría exagerarse y decir que cuando tuvo que narrar y hacer
avanzar el relato, Aira recurrió al relato del avance de los procesos lógicos,
llevándolo incluso (o precisamente) a situaciones hiperbólicas. Es el “vértigo de
la comprensión” de que habla en El divorcio. El relato es incapaz de contener la
inteligencia sobre el relato. La inteligencia sobre el relato no tiene fin. Lo que
se hace, lo que se enseña en los talleres y se premia en los concursos, es a
anclarla en un punto: el punto de la verosimilitud.

Es como si en el origen pre textual de los relatos de Aira, como una suerte de
primer motor inmóvil, no hubiese tanto una anécdota, una historia, sino una
pregunta. Y el texto fuese una respuesta conceptual, filosófica, a esa pregunta.
O como si hubiese una anécdota, o una historia, sí, pero que reclamara una
resolución no necesariamente ajustada a un nivel argumental. Muchos de los
relatos de Aira tienden a lo ensayístico. La trompeta de mimbre, un libro de
“ensayos” es uno de los más apasionantes que ha escrito Aira. Contes
filosofiques, llamó él mismo, alguna vez, a sus relatos, marcado ya esa
escisión, ese divorcio entre el relato de la acción y el relato del sentido de la
acción. Es cuento, y es filosofía. Es un relato que contiene las dos cosas no
sintetizadas, sino diferenciadas.

En cualquier caso, ya en el origen, entre el planteo y la resolución, hay un


cambio en la calidad del relato. Esto es central en Aira, es obvio. El divorcio es
central en Aira. Es como un maestro zen (Una novela china, El pequeño monje
budista), que responde a una pregunta con un cuentito. Un cuentito posible de
ser desmoldado en una respuesta conceptual. Un cuentito que a la vez se
desmolda en una respuesta conceptual que a la vez se formula en un cuentito
que… Las piedras de succión como un fantasma de la literalidad: Aira no está
ni en el cuentito ni en el concepto, está en el momento de la transformación de
lo uno en lo otro. En el momento en que uno se pregunta: ¿qué significa lo que
estoy leyendo?

Y no hay respuesta, porque la respuesta no está ni en aquello que se desmolda


ni en aquello que se formula, sino en la energía que en esa transformación se
fuga y se pierde.

El divorcio es un libro sobre la positividad. O mejor dicho: sobre la no


positividad. Es un libro sobre la no positividad de la literatura. Sobre la
imposibilidad de responder a esa pregunta. Mientras que, casi por definición, la
literatura, como decíamos, o la novela, es un intento por lograr que el sentido
haga pie en la palabra del relato, Aira trabaja en la dirección contraria: por
liberar al relato del sentido de la palabra. Relato y sentido del relato: a fin de
cuentas, eso es lo que finalmente se divorcia. Por un lado queda el relato, por
el otro lado queda la inteligencia sobre el relato. Si a veces Aira hace que se
homologuen, es solamente para que después se vea mejor cómo se divorcian,
para que después se entienda claramente que son dos cosas independientes.

Alguna vez, cuando daba entrevistas a los medios argentinos (editores, un


poco de ánimo: ¿para cuándo un libro que recoja las entrevistas a Aira? ¡Si se
va a vender más que cualquiera de sus novelas!) Aira señaló como tal vez la
pulsión última, o primera, del escritor, el deseo de ser “como Rimbaud”.

Esto porque se ha escrito que El divorcio es un puro discurso literario. Es una


afirmación un poco desconcertante. No se entiende de dónde sale. Porque es
cierta, obviamente, pero también es injusta. Porque lo importante del divorcio
que lleva a cabo Aira en El divorcio es que en el aire que se cuela en esa
separación, que dura, como la escena que narra la novela, un instante
infinitesimal de tiempo, lo que se vislumbra es lo otro. No es que pueda, no es
que lo consiga, pero es como si pudiera, es como si diese vida a la posibilidad
de conseguirlo; es como si el libro fuese el intento reiterado, frustrado y
reiterado, por dar un soplo de vida a la posibilidad de lograr desprenderse de lo
literario.

No lo logra del todo (“todos quisimos ser Rimbaud y no pudimos”, es la cita


exacta del reportaje), pero a cambio consigue en parte salirse del pacto
literario.

De última, Rimbaud tampoco pudo ser Rimbaud: su regreso, enfermo, al seno


de su origen (¡su madre!) habla más de alguien que no ha podido alejarse de sí
mismo que de otra cosa. “Todo el valor del viaje está en su último día”,
escribía Paul Nizan, desde la misma península yemení en que en su momento
desembarcó Rimbaud.
Al margen, pero no tanto: Adén Arabia, de Nizan, bien puede leerse como una
novela más que contemporánea en la que se ha extraído el relato y en la que
solo queda, transformada casi en un ensayo, el sentido de lo relatado. En este
sentido, es perfectamente lógico pensar que, aunque con soluciones distintas,
el problema de la narrativa que enfrenta Aira es el mismo que enfrentó, por
ejemplo, Sebald. Y rápidamente: ¿no es el Kafka novelista (El castillo) el
primero que nos enfrenta con un relato privado de su inteligencia, el primero
en trabajar sobre el espacio de ese divorcio?

Lo de la inteligencia del relato, en el caso de Aira, tal vez pueda argumentarse


de otra manera. Hay un efecto que producen sus libros, la lectura de sus libros,
un efecto en el que se mezclan cierta sorpresa y deslumbramiento por el
desarrollo de sus pensamientos, con una sensación de cansancio, de
agotamiento. Esa sensación de cansancio que provocan tal vez tenga que ver
con el hecho de que en sus libros Aira parece estar explicando todo el tiempo
cómo deben ser leídos sus libros.

Hace unas semanas salió en un diario un comentario sobre El divorcio, que no


era otra cosa que la descripción literal de la novela, incluidos sus núcleos
argumentales y los pasajes de la novela en los que Aira explicaba esos núcleos
argumentales. No se trata de un comentario sorprendente. Más bien es
sintomático de algo que provoca la literatura de Aira: que parece
continuamente, más continuamente, con más exactitud y grado de abstracción
teórico que en ningún otro escritor, estar estableciendo el sentido de lo que
narra. Sin parar se explica a sí mismo. La sensación es agotadora para el
lector, condenado a pensar lo mismo que Aira. ¿Avanzan, finalmente, los
relatos en Aira? ¿O a pesar de esa precipitación tan señalada, no hacen sino
derivar, dividirse y desviarse, negándose a avanzar?

En la medida además en que los núcleos argumentales son tan particulares


que parecen esconder una lectura descifradora, y no múltiple, la lectura del
mismo Aira se presenta como la única. Cierta cosa solipsista. Aira se cuenta y
se explica a sí mismo lo que se cuenta. Nadie más que él puede contarse esas
historias y darse esas explicaciones.

Tal vez haya algo de esta cuestión solipsista en la literatura de dos escritoras
emparentadas con su propuesta: Fernanda Laguna y Cecilia Pavón. En los
textos de Pavón y Laguna, escritura, crítica a la propia escritura y respuesta a
la crítica a la propia escritura coinciden. Tienen una voz que habla por todas las
voces. No hay afuera. Como si se dijera: es algo que ellas toman de Aira. Aira,
por su parte, parece tomar, u homenajear, en ellas, esa opción por cierto grado
cero de lo literario, esa opción casi por lo no literario, que practican Pavón y
Laguna.
(Claro que lo no literario, o lo pos literario como categoría literaria es no sólo
absurdo sino un imposible en una sociedad capitalista, donde finalmente lo que
define a lo literario es una cuestión de circulación de los textos. Es la
circulación del texto y no el texto “en sí mismo” lo que le da o no un carácter
literario, a fin de cuentas).

Sobre la cuestión solipsista en Aira (y en Pavón, y en Laguna): es nada más


que una impresión. Y es casi la única impresión ante la cual no hay que ceder.

Aira resulta agotador porque se explica a sí mismo, porque todo el tiempo


parece estar diciendo cómo debe ser leído. La intelectualización analítica
ahoga a la frase al mismo tiempo que la extiende: narra y al mismo tiempo se
narra (explica) narrando.

Pero en realidad lo que está haciendo Aira es mostrando cómo ese relato dice
que debe ser leído. No para que le creamos al sentido del relato que nos
propone, sino precisamente para que no le creamos. Para que en esa
exageración, para que en esas vinculaciones insólitas entre relatos insólitos y
explicaciones insólitas, veamos el divorcio, y no el matrimonio.

A la narración no hay que creerle, porque la narración no tiene nada verdadero


para decirnos. La verdad de un relato, en todo caso, está en su gesto, en su
ademán, y no en su escritura. Hoy, por supuesto. No hace cien años, ni
cuatrocientos. Entonces la verdad del relato estaba en otra parte.

Contar, para Aira, es algo insoportable. No puede hacerse pie sobre un relato.
A cada paso, el suelo se deshace, se fragmente y desintegra. El relato se
extravía en digresiones, el narrador huye por delante de la historia, la historia
se duplica en una mise en abime, las metáfora se superponen explicándose
con otras metáforas, el narrador no deja que el relato se asiente, se formalice
(hasta cierto punto, un ferdydurkista cabal), y la adjetivación y la elección de
las palabras hacen que el lector, más que está continuamente obligado a
tomar distancia del relato. La miniaturización y magnificación del relato son
como paliativos de esa resignación. La capacidad narrativa de Aira, a pesar de
todo lo que se ha escrito, parece ser inferior a la capacidad de Aira de
desarrollar una inteligencia sobre los relatos. De ahí cierta sensación de
resignación.

El relato se corrige a sí mismo sobre la marcha: si primero alguien está muerto,


después está vivo, porque la primera vez se había equivocado al narrarlo. Su
trabajo no se detiene, porque detenerse significa ser alcanzado, cuando de lo
que se trata es de escapar de lo literario. El relato además adopta por partes
diferentes velocidades. Cada velocidad corresponde a una unidad de relato,
que a su vez se divide en unidades menores. El relato no tiene cohesión ni la
cadena, final. El continuo aireano es como el continuo proustiano. La narración
nunca deja de contarse a sí misma.
Pero otra vez: por supuesto que Aira no lo logra escapar de lo literario.
Decíamos: Aira es un escritor resignado: resignado a ser un escritor. Su
resignación es la prueba de su fracaso. El tono de resignación, de cosa
inevitable pero insalvable, marca toda su escritura de los últimos años
(mientras que la literatura de algunos de otros escritores más jóvenes con los
que puede vinculárselo conserva todavía un ímpetu entusiasta, una
prospección positiva, casi conquistadora en el campo de lo literario).

Pero Aira es también un escritor que no se resigna a dejar de intentarlo. A


intentar dejar de ser un escritor. Y es, probablemente, el único que por
momentos accede a divisar (y a hacernos divisar, por más que “no haya otro
mundo que el mundo”) ese umbral detrás del cual ya no está la literatura, sino
quién sabe qué.

Anda mungkin juga menyukai