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domingo 8 de marzo de 2009

Image by duncan via Flickr

Transcripción del texto publicado en editorial pre-textos. (obviamente la

transcripción la hice yo)

MICHEL FOUCAULT TAL Y COMO YO ME LO IMAGINO

Algunas palabras personales, precisamente con Michel Foucault no llegué a tener

relaciones personales. No coincidimos nunca, salvo en una ocasión en el patio de la

Sorbona durante los acontecimientos de Mayo del 68, quizá en junio o julio (aunque

me han dicho que él no estaba presente, en que le dirigí algunas palabras, ignorando

él quién le hablaba (a pesar de lo que digan los detractores de Mayo, aquél fue un

hermoso momento, en que uno podía hablar con cualquiera, anónimo, impersonal,

un hombre entre otros hombres y saludarse sin más explicación que la de ser uno

más). Verdad es que, durante aquellos acontecimientos extraordinarios, me

pregunta a menudo: ¿Por qué Foucault no está aquí? restituyéndole así su carisma

personal y pensando en el vacío que él hubiera debido llenar. A lo que se me

respondía con una aclaración que no me satisfacía: permanece un poco al margen; o

bien: está en el extranjero, incluso los lejanos japoneses, estaban allí. Tal ves esta

sea la razón por la que no llegamos a encontrarnos.


No obstante, su primer libro, que le dio cierto renombre, había estado en mis manos

cuando todavía no era más que un manuscrito casi sin título. Lo tenía Roger Callois y

nos lo pasó a varios de nosotros. Y si recuerdo este papel de Caillois es por que me

parece que ha caído en el olvido. Caillois mismo no era siempre aceptado por los

especialistas oficiales. Se interesaba por demasiadas cosas a la vez. Conservador,

innovador, manteniéndose siempre un poco aparte, no tenía cabida en la sociedad

de los que detentan un saber reconocido. En fin, se había forjado un estilo muy

hermoso, a veces en demasía, hasta el punto de creerse destinado a velar -celoso

guardián- sobre el bueno uso de la lengua francesa. El estilo de Foucault, por su

brillantez y precisión, cualidades aparentemente contradictorias, le dejó perplejo.

No sabía ya si aquel gran estilo barroco no invalidaría el singular saber cuyas

múltiples cualidades, filosófica, sociológica, histórica, le inquietaban y le exaltaban.

Quizá vio en Foucault un sosia de sí mismo que le usurpaba la herencia. A nadie le

gusta reconocerse, extraño, en un espejo donde ya no distingue a su doble, sino a

aquel que le hubiera gustado ser.

El primer libro de Foucault (admitamos que fuera el primero) puso así de relieve

unas relaciones con la literatura que habría que corregir más adelante. La palabra

“locura” fue un semillero de equívocos. Foucault no trataba más que indirectamente

de la locura, y ante todo de ese poder de exclusión que, un buen o un mal día, fue

puesto en marcha por un simple decreto administrativo, decisión que, dividiendo la

sociedad, no ya en buenos y malos, sino en razonables e irrazonables, plantea las

impurezas de la razón y las relaciones ambiguas que el poder – aquí, un poder

soberano- iba a mantener con aquello que mejor tiene repartido, dando a entender

que no le serían tan fácil gobernar sin reparto. Lo importante, es en efecto el

reparto; lo importante, es la exclusión -y no ya aquello que se excluye o reparte-. En

fin, qué historia tan singular, cuyo curso puede desviar un simple decreto, y no
grandes batallas o importantes disputas monárquicas. Y por si fuera poco, ese

reparto, que no es de ningún modo un acto malévolo, destinado a castigar a los

individuos peligrosos en razón de su insociabilidad (vagos, pobres, pervertidos,

violadores, extravagantes y, para terminar, los chiflados o locos), debe, con una

ambigüedad todavía más temible, tomarlos en consideración procurándoles cuidado,

alimento y bendición. Impedir que los enfermos mueran en la calle, que los pobres

se conviertan en criminales para sobrevivir, que los pervertidos corrompan a los

piadosos con su ejemplo y sus malas costumbre, no es nada malo en sí, es más,

indica un progreso, el punto de partida de un cambio que los gobernantes juzgarán

excelente.

De este modo, ya desde su primer libro, Foucault aborda problemas que han

pertenecido a la filosofía (razón, sinrazón), pero los abordad por el sesgo de la

historia y de la sociología, privilegiando en la historia una cierta discontinuidad (un

acontecimiento pequeño puede propiciar grandes cambios), sin hacer de esta

discontinuidad una ruptura (antes de los locos estaban los leprosos, y es

precisamente en los lugares –lugares materiales y espirituales a la ves-- que dejan

vacíos los desaparecidos leprosos, donde se habilitan los refugios para otros

marginados, del mismo modo que esta necesidad de marginación persevera bajo

sorprendentes formas, en ocasiones declarada y en ocasiones disimulada).


UN HOMBRE EN PELIGRO

Habría que preguntarse por qué la palabra “locura”, incluso en Foucault, ha

conservado un potencial de enigma tan considerable. Al menos en dos ocasiones

Foucault reprochará el haberse dejado seducir por la idea de que hay una

profundidad de la locura, de que ésta constituiría una experiencia fundamental que

se sitúa fuera de la historia y de la de los poetas (los artistas) han sido y pueden ser

todavía testigos, las víctimas o los héroes. Si esto fue un error, le ha sido

beneficioso, en la medida en que, gracias a él (y a Nietzsche), tomó conciencia de su

poca afición por la noción de profundidad, del mismo que perseguirá en los

discursos, los sentidos ocultos, los secretos fascinantes, es decir los dobles y triples

fondos del sentido, de los que es cierto que no se puede llegar hasta el final más que

descalificando el sentido mismo, así como, en las palabras, el significado, e incluso

el significantes.

Llegados a este punto, diré que Foucault, que en una ocasión se proclamó

provocativamente un “optimista feliz”, fue un hombre en peligro y que, sin hacer

alarde de ello, tuvo una percepción muy aguda de los peligros a los que estamos

expuestos, esforzándose por distinguir entre los más amenazadores y aquellos con

los que podemos contemporizar. De ahí la importancia que tuvo para él la noción de

estrategia, y de ahí que terminara especulando con el pensamiento de modo que

hubiera podido, si el azar lo hubiera decidido así, convertirse en un hombre de

Estado (un consejero político), l mismo que en un escritor -termino éste que él

siempre rechazó con más o menos vehemencia y sinceridad- o en un filósofo puro, o

en un trabajador sin cualificación, es decir, en un cualquiera.


En cualquier caso, un hombre de acción, solitario, secreto y que, precisamente por

eso, desconfía del prestigio de la interioridad, se defiende de las trampas de la

subjetividad, buscando dónde y cómo es posible un discurso de superficie,

espejeante, pero sin espejismos, un discurso que no es ajeno, como se ha

pretendido, a la búsqueda de la verdad, pero que pone de manifiesto (entre otras

muchas cosas) los peligros de esta búsqueda y sus ambiguas relaciones con los

distintos dispositivos de poder.


El ADIÓS AL ESTRUCTURALISMO.

Hay al menos dos libros, uno de apariencia esotérica, otro brillante y sencillo,

seductor, ambos aparentemente programáticos, que parecen abrir las puertas a un

nuevo saber y que en realidad son como testamentos donde se inscriben unas

promesas que no se cumplirán, no ya por negligencia o por impotencia, sino por que

quizá toda su realización reside en su promesa misma, y al formularlas Foucault va

hasta el límite del interés que les concede – es así generalmente como él ajusta sus

cuentas, después se vuelve hacia otros horizontes,sin traicionar por eso sus

exigencias, aunque disimulándolas bajo un aparente desdén. Foucault, que escribe

profusamente, es un ser silencioso, más aún: empeñado en guardar silencio cada vez

que los curiosos, con mejor o peor intención, le piden que se explique (aunque

siempre hay excepciones).

La arqueología del saber, lo mismo que El orden del discurso, marcan el periodo -fin

del periodo- en que Foucault, como escritor que era, pretendió poner al descubierto

prácticas discursivas casi puras, en el sentido de que no remitían más que a sí

mismas, a las reglas de su formación, a su punto de partida, aunque sin origen, a su

emergencia, aunque sin autor, a desciframientos que no descubrirían nada oculto.

Testigos que no confiesan, porque no tienen nada que añadir a lo que ya ha sido

dicho. Escritos reacios a cualquier comentario (¡Ah, el horror de Foucault por el

comentario!). Autónomos, pero ni realmente independientes, ni inmutables, ya que

están en continua transformación, como los átomos a la vez indivisibles y múltiples,

si se admite de una vez por todas que hay multiplicidades que no están referidas a

ninguna unidad.
Pero Foucault, se dirá, en esta aventura en que la lingüística juega también su

papel, no hace más que, en su propio interés, destruir las esperanzas de un

estructuralismo casi difunto. Habría que preguntarse (como yo no estoy en

condiciones de responder a esta pregunta, pues me doy cuenta de que hasta este

momento no había pronuncia jamás, ni para aprobarla ni para desaprobarla, el

nombre de esta disciplina efímera, a pesar de la amistad que me unía con algunos de

sus defensores) por qué Foucault, siempre tan por encima de sus pasiones, se

enfurece tanto cuando se pretende embarcarle en ese barco que ya gobiernan

ilustres capitanes. Varias son las razones. La más simple (por decirlo así) es que

todavía presiente en el estructuralismo un resabio de trascendentalismo, pues qué

otra cosa significan esas leyes formales que regulan toda ciencia, permaneciendo

ajenas a las vicisitudes de la historia de la que sin embargo dependen tanto su

aparición como su desaparición. Mezcla muy importa de un a priori histórico y un a

priori formal. Recordemos el vengativo párrafo de La arqueología del saber, vale la

pena. “Nada, pues, sería más grato, pero más inexacto, que concebir este a priori

histórico como un a priori formal que estuviese, además, dotado de una historia:

gran figura inmóvil y vacía que surgiese un día del tiempo, que ejerciese sobre el

pensamiento de los hombres una tiranía a la que nadie podría escapar, y que luego

desapareciese de golpe en un eclipse al que ningún acontecimiento hubiese

precedido: trascendental sincopado, juego de formas parpadeantes. El a priori

formal y el a priori histórico no son ni del mismo nivel ni de la misma naturaleza: si

se cruzan, es por que ocupan dos dimensiones diferentes.” Y recordemos también el

diálogo final del mismo libro en que los dos Michel se enfrentan en un duelo a

muerte en que no se sabe cuál de los dos recibirá la estocada mortal: “A lo largo de

todo este libro, dice uno de ellos, ha tratado usted, don diversa fortuna, de

demarcarse del 'estructuralismo'...” Respuesta del otro, que es importante: “No he

negado la historia (cuando una característica esencial del estructuralismo parece


consistir en ignorarla), he tenido en suspenso la categoría general y vacía del

cambio para poner al descubierto unas transformaciones de niveles diferentes;

rechazo un modo uniforme de temporización.”

¿A qué vienen esta discusión tan agría y quizá tan inútil (al menos para aquellos que

no ven lo que está en juego)? La razón es que el archivista que quiere ser Foucault y

el estructuralista que no quiere ser, aceptan uno y otro (momentáneamente)

aparentar trabajar por el único lenguaje (o discurso) del que los filósofos, lingüistas,

antropólogos, críticos literarios, pretender extraer las leyes formales (y por tanto a-

históricas), permitiendo que se conviertan en la encarnación de un

trascendentalismo vicioso que Heidegger nos recordará en dos frases muy simples: el

lenguaje no necesita ser fundado, pues es él el que funda.


LA EXIGENCIA DE LA DISCONTINUIDAD

Ahora bien, Foucault, cuando se ocupa del discurso, no rechaza la historia, sino que

distingue en ella discontinuidades, direcciones, de ningún modo universales, sino

locales, que no suponen que, subterráneamente, persevere un gran relato silencioso,

un rumor continuo, inmenso e ilimitado que habría que inhibir (o reprimir), a modo

de un no-dicho misterioso o de un no-pensado que no sólo estaría esperando su

revancha, sino que además elaboraría secretamente el pensamiento haciéndole

aparecer eternamente sospechoso. Dicho de otro modo, Foucault, a quien el

psicoanálisis no ha llegado nunca a apasionar, está todavía menos dispuesto a

aceptar un gran inconsciente colectivo fundamento de un discurso y de toda historia,

especie de “providencia prediscursiva” de la que no tendríamos más que transformar

en significaciones personales las instancias soberanas, tal vez creadoras, tal vez

destructoras.

En cualquier caso Foucault, mientras trata de descartar la interpretación (“sentido

oculto”), la originalidad (la puesta al día de un comienzo único, el Ursprung

heideggeriano) y en fin lo que él mismo llama “la soberanía del significante” (El

imperialismo del fonema, del sonido, del tono y hasta del ritmo), trabaja sin

embargo todavía sobre el discurso para aislar una forma a la que él dará el nombre

desprestigiado de enunciado: término del que hay que decir que le va a ser más fácil

designar aquello que excluye que aquello que afirma (enuncia), en su tautología casi

heroica. Leed y releed La arqueología del saber (título en sí mismo peligroso ya que

evoca aquello de lo que hay que apartarse. El logos de la arché o la palabra del

origen), y os sorprendereís de encontrar tantas fórmulas de la teología negativa,

Foucault emplea aquí todo su talento en describir en frases sublimes aquello que
rechaza: “no es esto..., tampoco es esto..., esto ni mucho menos...”, de manera

que n le queda casi nada que decir para dar valor a aquello que precisamente recusa

la idea de “valor”: el enunciado raro, singular, que sólo requiere ser descrito o

incluso reescrito, en relación con sus únicas condiciones externas de posibilidad (el

afuera, la exterioridad) y dando lugar así a series aleatorias que de cuando en

cuando forman un acontecimiento.

Que lejos estamos del hervidero de frases del discurso ordinario, frases que no cesan

de engendrarse por un cúmulo que la contradicción no detiene, sino todo lo

contrario, provoca hasta un más allá vertiginoso. Naturalmente, el enigmático

enunciado, en la rareza que le viene en parte de que no sabría comportare más que

como positivo, sin cogito al que remitir, sin autor único que lo autentifique, libre e

todo contexto que le ayudaría a situarlo en un conjunto (del que extraería su sentido

o sus diversos sentidos) es ya por sí mismo múltiple o, más

exactamente,multiplicidad no unitaria: es serial, ya que la serie es su modo de

aglutinarse, teniendo por esencia o por propiedad la capacidad de repetirse (es

decir, según Sartre, la relación más desprovista de significación), constituyendo, con

otras series, un encabalgamiento o una transformación de singularidades que bien,

cuando se inmovilizan, forman un cuadro, o bien, gracias a sus relaciones sucesivas

de simultaneidad, se inscriben en fragmentos a la ves aleatorios y necesarios,

comparables sin duda alguna a las tentativas perversas (a decir de Thomas Mann) de

la música serial.

En El orden del discurso, su lección inaugural en el Colegio de Francia (donde, en

principio, se dice lo que se va a hacer en las lecciones siguientes, pero que uno se

dispensaría de hacer puesto que ya se ha dicho y que lo que se ha dicho no tolera


ningún desarrollo), Foucault enumera, con mayor claridad aunque quizá menos

estrictamente (habría que preguntarse si esta perdida de rigor es debida únicamente

a las exigencias de un discurso magistral o bien a un principio de desinterés con

respecto a la arqueología misma), las nociones que deben servir para un nuevo

análisis. De este modo, proponiendo el acontecimiento, la serie, la regularidad y la

condición de posibilidad, se servirá e ellas para oponerlas, término a término, a los

principios que según él, han dominado la historia tradicional de las ideas; oponiendo

así el acontecimiento a la creación, la serie a la unidad, la regularidad a la

originalidad y la condición de posibilidad a la significación -al tesoro enterrado de las

significaciones ocultas-. Todo esto está muy claro. Pero ¿no se está enfrentando

Foucault a adversarios derrotados hace tiempo? Y sus propios principios ¿es qué

acaso no son más complejos de lo que su discurso oficial imagina, con sus

sorprendentes fórmulas? Por ejemplo, se da por sentado que Foucault, siguiendo en

esto una determinada concepción de la producción literaria, se desembaraza pura y

simplemente de la noción de sujeto: no más obra, no más autor, no más unidad

creadora. Pero no todo es tan sencillo. El sujeto desaparece: es su unidad, muy

determinada, la que es problemática, ya que lo que suscita el interés y la

investigación, es precisamente su desaparición (es decir, esta nueva manera de ser

que consiste en la desaparición) o incluso su dispersión que no llega a aniquilarle,

aunque no nos ofrezca de él más que una pluralidad de posiciones y una

discontinuidad de funciones (volvemos a encontrarnos aquí con el sistema de

discontinuidades que, con razón o sin ella, pareció, durante algún tiempo, propio de

la música serial).
¿SABER, PODER, VERDAD?

Del mismo modo que, cuando se atribuye de buen grado a Foucault una desconfianza

casi nihilista con respecto a lo que él llama voluntad de verdad ( o voluntad de saber

esencial) o incluso el rechazo sospechoso de la idea de razón (que tiene un valor

universal), creo que se está ignorando la complejidad de su empeño. La voluntad de

verdad, sí, sin duda, ¿pero a qué precio? ¿Cuáles son sus máscaras? ¿Qué exigencias

políticas se disimulan bajo esta pretensión tan digna? Y todas estas preguntas se

imponen tanto más cuanto que Foucault, menos por instinto diabólico que por el

destino de los tiempos modernos (que es también su propio destino), se siente

condenado a no prestar atención más que a las ciencias dudosas, ciencias que no le

gustas, sospechosas ya incluso en su extravagancia denominación de “ciencias

humanas” (es en las ciencias humanas en las que está pensando cuando anuncia, con

una especia de malevolencia jocosa, la desaparición próxima o probable del hombre

que tanto nos preocupa, mientras hacemos todo lo posible, en el momento presente,

por convertirlo en póstumo, con nuestra curiosidad que lo reduce a no ser más que

un simple objeto de encuesta, de estadística, e incluso de sondeos). La verdad

cuesta cara. No hace falta que recordemos a Nietzsche para estar seguros de ello.

Así es como, ya desde La arqueología del saber, donde la ilusión de la autonomía del

discurso parece complacernos tanto (ilusión que tal vez fascinaría a la literatura y al

arte), se enuncian las relaciones múltiples del saber y del poder, y la obligación de

tomar conciencia de los efectos políticos que produce en uno u otro momento de la

historia el viejo deseo de discernir la verdad de la mentira. ¿Saber, poder, verdad?

¿Razón, exclusión, represión? Hay que conocer muy poco a Foucault para pensar que

se contente (cotente en el original) con conceptos tan simples o asociaciones tan

fáciles. Si decimos que la verdad es en sí misma un poder, no habremos de


adelantado gran csa, pues el poder es un término cómodo para la polémica, pero

casi inutilizarle en tanto el análisis no le haya retirado su carácter de cajón de

sastre. En cuanta a la razón como las diversas formas de racionalidad, una

acumulación acelerada de dispositivos racionales, un vértigo lógico de

racionalizaciones que actúan y se emplean tanto en el sistema penitenciario como

en el sistema hospitalario, y hasta en el sistema escolar. Y Foucault nos propone que

grabemos en la memoria esta sentencia de oráculo: “La racionalidad de lo

abominable es un hecho de la historia contemporánea. Pero lo irracional no adquiere

por eso derechos imprescriptibles”.


DE LA SUJECIÓN AL SUJETO

El libro Vigilar y castigar, como se sabe, marca el tránsito del estudio de las

prácticas discursivas aisladas al estudio de las prácticas sociales que constituyen su

segundo termino. Se trata de la emergencia de la política en el trabajo y en la vida

de Foucault. En cierto modo, sus preocupaciones siguen siendo las mismas. Del

aislamiento masivo a las formas variadas de prisión imposible no hay más que un

paso; ningún “salto” en cualquier caso. Pero el encadenamiento (palabra muy

adecuada) no es el mismo. El aislamiento es el principio arqueológico de la ciencia

médica (por lo demás Foucault nunca perderá de vista este saber imperfecto que le

obsesiona, que encontrará incluso entre los Griegos y que terminará por vengarse de

él abandonándolo, impotente, a su destino).El sistema penitenciario que pasa del

secreto de las torturas y del espectáculo de las ejecuciones al uso refinado de las

“cárceles modelos” donde se pueden obtener títulos universitarios, mientras que

otros pueden recurrir a la vida satisfecha de los tranquilizantes, nos remite a las

exigencias ambiguas y a las obligaciones perversas de un progresismo con todo

ineluctable e incluso bienhechor. Cualquier hombre que sepa de dónde viene puede

maravillarse de ser quien es, o bien si recuerda las distorsiones a las que ha sido

sometido, abandonarse a un desencanto que le paralizará, a menos que a la manera

de Nietzsche, recurra al humor genealógico o al desahogo de los juegos críticos.

¿Cómo se aprendió a luchas contra la peste? No fue únicamente mediante el

aislamiento de los apestados sino fragmentando estrictamente el espacio maldito,

inventando una tecnología de disciplina de la que más tarde se beneficiaría la

administración de las ciudades, y, en fin, mediante encuestas minuciosas que, una

vez desaparecida la peste, servirán para impedir el vagabundeo (el derecho a ir y


venir de la “gente de a pie”), y hasta prohibir el derecho a desaparecer que todavía

nos es negado hoy en día de una forma y otra. Si la peste de Tebas tiene por origen

el incesto de Edipo, puede considerarse que, genealógicamente, la gloria del

psicoanálisis no es más que un lejano efecto de la asoladora peste. De ahí la famosa

declaración atribuida a Freud cuando desembarcó en América, aunque uno puede

preguntarse si quería decir con aquello que la peste y el psicoanálisis estaban

originalmente y no nosológicamente ligados y, por lo tanto, podían intercambiarse

simbólicamente. En cualquier caso, Foucault estuvo tentado a ir más lejos.

Reconocía o creía reconocer el origen del “estructuralismo” en la necesidad, cuando

la peste se extiende, de cartografiar el espacio (físico e intelectual), a fin de

determinar exactamente, y según las reglas de una estricta agrimensura, las

siniestras regiones de la enfermedad -obligación a la cual, tanto en los campos de

maniobra militares como más tarde en la escuela o en el hospital, los cuerpos

humanos aprenden a someterse para imbuirse de obediencia y poder funcionar como

unidades intercambiables: “En la disciplina, los elementos son intercambiables, ya

que cada cual se define por el lugar que ocupa en la serie, y por la distancia que le

separa de los demás.”

La fragmentación rigurosa que obliga al cuerpo a dejarse registrar, desarticular y, si

fuera preciso, reconstituir, encontrará su máxima expresión en la utopía de

Bentham, la ejemplar Panopticon, que muestra el poder absoluto de una total

transparencia. (Ésta es exactamente la ficción de Orwell.)

Una transparencia semejante (como la que Hugo impone a Caín hasta en la misma

tumba) tiene la trágica ventaja de hacer inútil la violencia física a la que el cuerpo,

de lo contrario, debería someterse. Pero todavía hay más. La vigilancia -El hecho de
estar bajo vigilancia- que no consiste únicamente en la que ejercen los guardias,

sino que se identifica con la condición humana, cuando se quiere convertir ésta a la

vez en obediente (conforme a las reglas) y productiva ( o sea útil), va a dar lugar a

todas las formas posibles de observación, de encuesta, de experimentación,de las

que no podrá prescindir ninguna ciencia auténtica. ¿Acaso tampoco ningún poder?

Esto es menos probable, pues la soberanía tiene unos orígenes oscuros que hay que

buscas más en la dirección del gasto que en la del uso, sin hablar de principios

organizadores más nefastos todavía, si estos perpetúan el simbolismo de la sangre, a

la que el racismo de hoy día continua haciendo referencia.

Comprobad esto, y denunciado, uno tiene la sensación de que, en cierto modo,

Foucault preferiría casi las épocas claramente bárbaras en que los suplicios

disimulaban nada de su atrocidad, cuando los crímenes, habiendo atentado contra la

integridad del Soberano, establecián unas singulares relaciones entre lo Alto y lo

Bajo, de manera que el criminal, mientras expía espectacularmente el

quebrantamiento de la prohibición, observa con el brillo de aquello actos que le han

apartado de la humanidad (Como Gilles de Rais; como los acusados en El proceso de

Kafka). La prueba está en que las ejecuciones capitales no serán únicamente ocasión

de festejos en los que todo el pueble se divierte, porque simbolizan la supresión de

las leyes y de las costumbres (de forma excepcional), sino que le incitan a menudo a

la rebelión, es decir, le sugieren la idea de que él también tiene derecho a

quebrantar con su desobediencia las obligaciones que le impone un rey

momentáneamente debilitado. No es por tanto por bondad por lo que se va a hacer

más discreta la suerte de los condenados, como tampoco es por clemencia por lo que

se van a dejar intactos los cuerpos culpables, combatiendo las “almas y las mentes”

para corregirlas o rehabilitarlas. Todo aquello que enmienda la condición carcelaria

no es en absoluto detestable, pero corre el riesgo de confundirnos sobre las razones


que han hecho esas mejoras deseables o gratas. El silo XVIII parece habernos traído

el gusto por las nuevas libertades, cosa que está muy bien. Sin embargo, el

fundamento de esas libertades, su “subsuelo” (dice Foucault), no cambia puesto que

lo encontramos siempre en una sociedad disciplinaria cuyos poderes de control se

disimulan a medida que se multiplican.1 Cada día estamos más sujetos. Y de esta

sujeción que ya no es burda sino sutil, extraemos la gloriosa consecuencia de

convertirnos en sujetos, y en sujetos libres, capaces de transformar en saberes los

más diversos modos de un poder hipócrita, en la medida en que necesitamos

olvidarnos de su trascendencia substituyendo la ley del origen divino por las distintas

reglas y los procedimientos razonables que, cuando nos hayamos cansado de ellos,

descubriremos que provienen de una burocracia, si bien es cierto que humana,

monstruosa (o olvidemos que Kafka que parece describir genialmente las formas más

crueles de la burocracia, se inclina también ante ella otorgándole un extraño poder

místico, apenas corrompido).


LA INTIMA CONVICCIÓN

Si queremos ver hasta qué punto nuestra justicia necesita de un subsuelo arcaico,

basta recordar el papel que juega en ella la casi incomprensible noción de la “íntima

convicción”. Nuestra interioridad no solamente permanece sagrada, sino que

continúa haciendo de nosotros los descendientes del Vicario savoyano. Es más, la

analítica de la conciencia moral (das Gewissen) en Heidegger está basada todavía en

esa herencia aristocrática: en el interior de cada uno de nosotros hay una palabra

que se hace sentencia, afirmación absoluta. Una ves formulada, este decir

primigenio, ajeno a todo diálogo, se convierte en palabra de justicia que nadie tiene

derecho a poner en duda.

¿Qué conclusiones podemos sacar de esto? En cuanto a la prisión, Foucault llega a

afirmar que es de origen reciente (aunque la ergástula no data precisamente de

ayer). O bien, y esto le importa bastante más, observa que la reforma penal es tan

antigua como su institución. Lo que, en algún recoveco de su mente, significa la

imposible necesidad de reformar aquello que no es reformable. Y además (añado yo)

¿No muestra la organización monástica las excelencias del aislamiento, la maravilla

de un mano a mano consigo mismo (o con Dios), el supremo bienestar que procura el

silencio, medio idóneo donde se forman los mayores santos y donde se forjan los

criminales más empedernidos? Objeción: mientras unos la consienten, los otros la

sufren. ¿Pero es tan grande la diferencia? ¿es que no hay acaso más reglas que los

conventos que en el espacio celular? Y por último, los únicos presos de por vida ¿no

son precisamente aquellos que han hechos los votos perpetuos? Cielo, infierno, la

distancia es unas veces ínfima, otras infinita. De lo que no cabe duda es de que, del

mismo modo que Foucault n cuestiona, en sí misma, la razón, sino el peligro de


ciertas racionalidades o racionalizaciones, tampoco se interesa por el concepto de

poder en general, sino por las relaciones de poder, por su formación, por su

especificidad, por su representación. Cuando se produce la violencia, todo aparece

claro, pero cuando se produce la adhesión, tal vez no sea más que el efecto de una

violencia interior que se oculta en el fondo del consentimiento más sumiso. (¡Cuánto

se le ha reprochado a Foucault el que descuide, en sus análisis de los poderes, la

importancia de un poder central y fundamental! De donde se ha deducido su llama

“apoliticismo”, su rechazo de una lucha que podría ser un día decisiva (la lucha

final), su repulsa de todo proyecto de reforma universal, Pero se silencian no sólo

sus luchas inmediatas, sino su decisión de no transigir con los “grandes designios”

que no serían más que la presuntuosa coartada de la servidumbre cotidiana).


¿QUIÉN ES YO HOY EN DÍA?

La postura, a mi parecer difícil, de Foucault, pero privilegiada también se precisaría

así: ¿podemos saber dónde se sitúa, puesto que no se reconoce (en permanente

“slalom” entre la filosofía tradicional y el abandono de toda intención seria) ni

sociólogo, ni historiador, ni estructuralista, ni pensador o metafísico? Cuando hace

sus minuciosos análisis relacionados con la ciencia médica, con el sistema

penitenciario moderno, con los usos infinitamente variados de los micro-poderes,

con la investidura disciplinaria de los cuerpos, o en fin con el inmenso dominio que

se extiende desde la confesión de los culpables a la declaración de los inocentes, o a

los monólogos interminables del psicoanálisis, uno se pregunta si está privilegiando

únicamente ciertos hechos con valor de paradigmas o si está volviendo a trazar

continuidades históricas de las que se deducirían las diversas formas del saber

humano, o en fin (algunos le acusan de ello) si no hace más que pasear al azar por el

campo de los acontecimientos conocidos, o mejor aún desconocidos, escogiéndolos

de hecho hábilmente para recordarnos que todo conocimiento objetivo sigue siendo

dudoso, y que incluso las pretensiones de la subjetividad serían ilusorias. ¿Acaso no

ha declarado él mismo a Lucette Finas: “Nunca he escrito otra cosa que ficciones y

soy perfectamente consciente de ello”? Dicho de otro modo soy un narrador de

fábulas de las que no sería prudente sacar conclusiones morales. Pero Foucault no

sería Foucault, si no se corrigiera o no martirizara en el acto: “Sin embargo creo que

es posible hacer funcionar a las ficciones en el interior de la verdad”. De este modo,

la noción de verdad no aparece en absoluto desechada, como tampoco se pierde de

vista la idea de sujeto o el interrogante sobre la constitución del hombre como

sujeto. Estoy seguro que el notable libro de Claude Morali: ¿Quién es yo hoy en día?

no le hubiera dejado indiferente


SOCIEDAD DE SANGRE, SOCIEDAD DE SABER.

Sin embargo, la vuelta de Foucault sobre ciertas cuestiones tradicionales (aunque

sus respuestas continúen siendo genealógicas) fue precipitada por unas

circunstancias que no pretendo dilucidar, porque me parecen de naturaleza privada.

Y porque además no serviría de nada conocerlas. Él mismo ha dado explicaciones, sin

convencer a nadie, sobre el largo silencio que siguió al primer volumen de la

Historia de la sexualidad, esa Voluntad de saber que es tal vez de su obras más

atractivas, por su brillantez, su estilo mordaz, sus afirmaciones que conmocionan las

ideas tradicionales. Libro que está en la línea de Vigilar y castigar. Nunca Foucault

se había explicado con tanta claridad sobre el Poder que no se ejerce a partir de un

Lugar único y soberano, sino que emana de abajo, de las entrañas del cuerpo social,

procediendo de fuerzas locales, móviles y transitorias, a veces minúsculas, hasta

organizarse en potentes homogeneidades que se convierten en hegemónicas de

resultas de su convergencia. Pero, ¿por qué este retorno a una meditación sobre el

poder, cuando el nuevo envite de sus reflexiones consiste en desvelar los dispositivos

de la sexualidad? Por varias razones de las que, un poco arbitrariamente, no

expondré más que dos: por un lado, confirmando sus análisis del poder, Foucault

cree recusar las pretensiones de la Ley que, vigilando, es decir prohibiendo, tales

manifestaciones sexuales, continúa afirmándose como esencialmente constitutiva

del Deseo. Por otro, la sexualidad, tal y como él la entiende, o al menos la

importancia exagerada que se le concede hoy día (un hoy día que se remonta en el

tiempo), señala el tránsito de una sociedad de sangre, o caracterizada por el

simbolismo de la sangre: eso quiere decir glorificación de la guerra, soberanía de la

muerte, apología de los suplicios, y finalmente grandeza y honorabilidad del crimen.

El poder se expresa entonces esencialmente constitutiva del Deseo. Por otro, la


sexualidad, tal y como él la entiende, o al menos la importancia exagerada que se le

concede hoy día (un hoy día que se remonta en el tiempo), señala el tránsito de una

sociedad de sangre, o caracterizada por el simbolismo de la sangre, a una sociedad

de saber, de norma y de disciplina. Sociedad de sangre: eso quiere decir

glorificación de la guerra, soberanía de la muerte, apología de los suplicios,

finalmente grandeza y honorabilidad del crimen. El poder se expresa entonces

esencialmente a través de la sangre -de ahí el valor de los linajes(tener una sangre

noble y pura, no temer el derramarla, al mismo tiempo que prohibición de las

mezclas azarosas de sangre, de donde provienen las disposiciones de la ley del

incesto e incluso una provocación al incesto implícita en su honor y en su prohibición

misma)-. Pero cuando el poder renuncia a estar ligado únicamente al prestigio de la

sangre y de la sanguinidad (bajo influencia también de la Iglesia que va a sacar

provecho trastocando las reglas de la alianza -por ejemplo la supresión del levirato-,

la “sexualidad” adquiriría una preponderancia que la asociará no ya a la Ley, sino a

la norma, no ya a los derechos de los señores, sino al porvenir de la especie -la vida-

bajo el control de un saber que pretende determinarlo todo y regularlo todo.

Tránsito por tanto de la “sanguinidad” a la sexualidad. Sade es a la vez ambiguo

testigo y la demostración fabulosa. Sólo le importa el placer, sólo cuentan el orden

del goce y el ilimitado derecho e la voluptuosidad. El sexo es el único Bien, y el Bien

rechaza cualquier regla, cualquier norma, excepto (y esto es importante) la que

intensifica el placer por la satisfacción de violarla, incluso al precio de la muerte de

los demás o de la propia muerte exaltante -muerte sumamente feliz, sin

arrepentimientos y sin angustias-. Foucault dice entonces: “La sangre ha reabsorbido

al sexo”. Conclusión que sin embargo me extraña, pues Sade, un aristócrata que,

más aún en su obra que en su vida, no tuvo en cuenta a la aristocracia más que para

procurarse placeres vapuleándola, instituyó en su más alto grado la soberanía del


sexo. Si, en sus sueños o en sus fantasías, se complace matando y acumulando

víctimas a fin de transgredir los límites que la sociedad, es decir la naturaleza,

impondrían a sus deseos, si se complace con la sangre (aunque menos que con el

esperma, o, como él suele decir, la “jodedura”), no se preocupa en absoluto por

mantener una casta de sangre pura o de sangre superior. Más bien al contrario: la

Sociedad de los Amigos del Crimen no se guía por la aspiración de ningún principio

eugenésico, por lo demás irrisorio; desembarazarse de las leyes oficiales y unirse

mediante reglas secretas, tal es la fría pasión que da al seo y no a la sangre

primacía. Moral que revoca pues, o que cree revocar, los fantasmas del pasado. De

manera que uno está tentado de decir que, con Sade, el sexo toma el poder, lo que

naturalmente significa también que en lo sucesivo el poder y el poder político van a

ejercerse insidiosamente utilizando para ello los dispositivos de la sexualidad.


EL RACISMO ASESINO

Al indagar en el tránsito de una sociedad de sangre a una sociedad donde el sexo

impone su ley y la ley sirve del sexo para imponerse, Foucault se encuentra, una ves

más, confrontando con aquello que, en nuestra memoria, sigue siendo la mayor

catástrofe y el horror más espantoso de los tiempos modernos. “El nazismo, dice, ha

sido la combinación más pueril y la más artera -y lo uno está en función de lo otro-

de los fantasmas de la sangre con el paroxismo disciplinario”. La sangre, sin duda

alguna, la superioridad por la exaltación de una sangre pura, limpia de toda mezcla

(fantasma biológico que disimula el derecho al dominio reconocido a una hipotética

sociedad indoeuropea cuya más alta manifestación sería la sociedad germánica),la

obligación, por consiguiente, de salvar esta sociedad pura suprimiendo al resto de la

humanidad y, ante todo, la herencia indestructible del pueblo de Jerusalén. La

ejecución del genocidio requiere todas las formas del poder, incluidas las nuevas

formas de un bio-poder cuyas estrategias imponen un ideal de precisión, de método,

de fría determinación. Los hombres son débiles. Sólo llevan a cabo lo peor en la

ignorancia de lo que hacen hasta que se acostumbran a ello y se sienten justificados

por la “grandeza” de una disciplina rigurosa y las órdenes de un guía indiscutible.

Aunque en la historia hitleriana las extravagancias sexuales tienen un papel

secundario pronto suprimido. La homosexualidad, expresión del compañerismo

guerrero, no proporciona a Hitler más que un pretexto para destruir las bandas

rebeldes, con todo a su servicio, pero que, indisciplinadas, seguían todavía por el

camino del ideal burgués en la obediencia ascética, ya fuese a un régimen que se

proclamaba por encima de toda ley, pues que él era la ley misma.
Foucault piensa que, para impedir la proliferación de los mecanismos de poder de

los que iba a abusar monstruosamente el racismo asesino (controlándolo todo,

incluso la sexualidad de cada día), Freud presintió la necesidad de dar marcha atrás,

lo que le condujo, con su infalible instinto que hacía de él el adversario privilegiado

del fascismo, a restaurar la antigua ley de la alianza, la de “consanguinidad

prohibida, del Padre-Soberano”: en una palabra, devolvía a la “ley”, en detrimento

de la norma, los derechos anteriores, sin sacralizar por ello la prohibición, es decir

el estatuto represivo, del que únicamente le importaba desmontar el mecanismo o

desvelar el origen (censura, represión, superyó, etc.). De ahí el carácter ambiguo

del psicoanálisis: por un lado, nos hace descubrir o redescubrir la importancia de la

sexualidad y de sus “anomalías”, y por otro, reune en torno del Deseo -más para

fundarlo que para explicarlo- a todo el antiguo orden de la alianza, de modo que no

va ya por la senda de la modernidad, constituyendo inclusa una especie de

formidable anacronismo -lo que Foucault llamará una retroversión histórica,

denominación peligrosa pues parece hacerle partidario de un progresismo histórico,

e incluso historicista, del que está muy alejado.


LA OBSTINACIÓN EN HABLAR DE SEXO

Quizá convenga decir a estas alturas que Foucault, en esta obra sobre la Historia de

la sexualidad, no entabla con el psicoanálisis ningún combate, que por lo demás

sería irrisorio. Pero tampoco oculta su inclinación a no ver en él más que el

desenlace de un proceso, estrechamente asociado a la historia cristiana. La

confesión, el reconocimiento de la culpa, los exámenes de conciencia, las

meditaciones sobre los extravíos de la carne sitúan en el centro de la existencia el

interés sexual, y finalmente fomentan las tentaciones más extrañas de una

sexualidad que se propaga por todo el cuerpo humano. Se alienta lo que se pretende

desalentar. Se da la palabra a todo aquello que hasta entonces había permanecido

en silencio. Se pone un precio fijo a aquello que se desearía reprimir, convirtiéndolo

así en obsesivo. Del confesionario al diván, hay siglos de distancia (pues hace falta

tiempo para avanzar algunos pasos), pero, de los pecados a los placeres, y del

murmullo secreto a la charla interminable, se encuentra la misma obstinación en

hablar de sexo, lo mismo para liberarse de él que para perpetuarlo, como si la única

ocupación, en el empeño de adueñarse uno de su verdad más preciosa, consistiera

en consultarse consultando a los demás sobre el dominio maldito y bendito de la

mera sexualidad. HE seleccionado algunas frases en las que Foucault formula su

verdad con cierto humor: “Somos, ante todo, la única civilización que cuenta con

representantes retribuidos para escuchar a cada cual las confidencias de su sexo...

han puesto sus oídos en alquiler”. Y sobre todo este irónico juicio sobre el

considerable tiempo empleado, y quizá perdido, en elaborar un discurso sobre el

sexo: “Quizá un día todo esto cause perplejidad. No se comprenderá bien cómo una

civilización, consagrada por otra parte a desarrollar inmensos aparatos de

producción y de destrucción, ha podido encontrar el tiempo y la infinita paciencia


para interrogarse con tanta ansiedad sobre todo lo concerniente al sexo, se sonreirá

quizá al recordar que aquellos hombres que hemos sido creían que en el sexo había

una verdad al menos tan preciosa como la que habían buscado ya en la tierra, en las

estrellas y en las formas puras del pensamiento; sorprenderá la obstinación que

hemos puesto en fingir arrancar de su noche una sexualidad que todo -nuestros

discursos, nuestro hábitos, nuestras instituciones, nuestros reglamentos, nuestros

saberes- producía a plena luz del día y divulgaba estrepitosamente...” Pequeño

fragmento de un panegírico al revés donde parece que Foucault, ya desde este

primer tomo sobre la Historia de la sexualidad, quisiera poner término a las vanas

preocupaciones a las que se propone sin embargo consagrar un número considerable

de volúmenes que finalmente no llegará a escribir.


¡OH, AMIGOS!

Buscará y encontrará una solución (un medio, en resumidas cuentas, de continuar

siendo genealogista, si es que no arqueólogo). Alejándose de los tiempos modernos e

interrogando a la Antigüedad (sobre todo la antigüedad griega) -la tentación que

tenemos todo de “volver a nuestras fuentes”-; ¿y por qué no al antiguo judaísmo

donde la sexualidad juega un gran papel y donde la Ley tiene su origen?). ¿Con qué

fin? Aparentemente para pasar de los tormentos de la sexualidad a la simplicidad de

los placeres y para arrojar nueva luz sobre los problemas que sin embargo plantean,

aunque ocupen mucho menos la atención de los hombres libres y no conozcan la

dicha ni el escándalo de lo prohibido. Pero no puedo evitar pensar que, con La

voluntad de saber, las críticas vehementes que ha sucitado este libro, una especia

de caza de inteligencia (bastante próxima a una “caza del hombre”) que se ha

producido, y tal vez una experiencia personal que yo no puedo más que suponer y de

la que creo que él mismo se sorprendió en la ignorancia de lo que representaba (un

cuerpo sólido que deja de serlo, una enfermedad grave que apenas presiente, en fin,

la proximidad de una muerte que le aboca no ya a la angustia, sino a una

sorprendente y nueva serenidad), modifican profundamente su relación con el

tiempo y con la escritura. Los libros que va a escribir sobre temas que sin embargo le

atañen personalmente, son, a primera vista, libros de historiador erudita más que

obras de investigación personal. Hasta el estilo es diferente: sobrio, sosegado, sin la

pasión que anima a tantos de sus otros textos. En una entrevista con Herbert Dreyfus

y Paul Rabinow2, cuando le preguntan sobre sus proyectos, exclama de pronto:

“¡Oh, ante todo voy a ocuparme de mi mismo!”. Frase que no es fácil de interpretar,

incluso si uno piensa un poco a la ligera que, a imitación de Nietzsche, se inclinaba a

buscar en los griegos menos una moral cívica que una ética individual que le
permitiera hacer de su existencia -de lo que le quedaba de vida- una obra de arte.

De ahí la tentación de ir a buscar a la Antigüedad la revalorización de las prácticas

de la amistad, las cuales, sin llegar a perderse, no han vuelto a encontrar, salvo

entre algunos de nosotros, su excelsa virtud. La philia que, entre los Griegos, e

incluso entre los Romanos, era el modelo de todo lo que hay de excelente en las

relaciones humanas (con el carácter enigmático que le confieren las exigencias

opuestas, a la vez reciprocidad pura y pura generalidad), puede ser acogida como

una herencia capaz siempre de enriquecerse. La amistad le fue tal vez prometida a

Foucault como un don póstumo, por encima de las pasiones, de los problemas de

pensamiento, de los peligros de la vida que el sentía por los demás más que por él

mismo. Dejando testimonio de una obra que necesita ser estudiada (leída sin

prejuicios) más que alabada, pienso seguir fiel, aunque sea torpemente, a la amistad

intelectual que su muerte, para mí muy dolorosa, me permite hoy declarar: mientras

me repita la frases atribuida por Diógenes Laercio a Aristóteles: “¡Oh, amigos! No

hay ningún amigo”.

1“Las luces que han inventado las libertado han sido también la disciplina”. (Esto es quizás algo

exagerado: las disciplinas se remontan a tiempos prehistóricos, cuando, por ejemplo, se hace

del oso mediante el adiestramiento lo que será más tarde un perro guardián o un valiente

policía.)

2Michel Foucault: Un recorrido filosófico (Gallimard), estudio al que debo mucho.


Publicado por BigBossAZF en domingo, marzo 08, 2009

Etiquetas: filosofía, Maurice Blanchot, Michel Foucault

1 comentarios:
Orgullo y Bizarría dijo...
Muy interesante!

Mira este video. El filósofo argentino Tomás Abraham -alumno de Foucault y

compilador de la "Genealogía del racismo"- cuenta cómo eran las clases del

gran Michel.

http://www.youtube.com/watch?v=Wk1JlxFumVA&feature=related

22 de marzo de 2009 10:06


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