Pequeña biografía
Platón nació en 427 a.C. en Atenas, la ciudad más importante del mundo
griego. Su infancia y juventud estuvieron señaladas por la guerra entre su
ciudad y Esparta, la llamada Guerra del Peloponeso, que se extendió entre el
431 y el 404 a.C. (no se trata, sin embargo, de una circunstancia excepcional
ya que la mayor parte de las ciudades griegas gastaban su vida peleando
entre sí). Atenas fue derrotada y de allí en más perdió su antigua
independencia. La época de mayor brillo, como resultado del triunfo sobre
los persas (479 a.C.), con Atenas a la cabeza de una enorme confederación
de ciudades, la época del auge democrático y de la construcción de los
soberbios templos, había pasado. El tiempo de Platón es, pues, el de la
decadencia política de su ciudad. Siendo un joven de familia aristocrática,
recibió probablemente la mejor educación en la cultura de su tiempo. Se
cuenta que estudió con Cratilo, un seguidor de Heráclito, pero antes de los
veinte años conoció a Sócrates y pasó a formar parte del círculo de íntimos
de ese hombre extraordinario. A la muerte de Sócrates (399 a.C.), Platón se
trasladó a Mégara, ciudad cercana a Atenas, con algunos “socráticos”. Es
posible que viajara a Egipto, más tarde al sur de Italia y por fin a Sicilia,
donde conoció a Dionisos, tirano de Siracusa, uno de los hombres más
poderosos de aquel momento. Expulsado de Sicilia (quizás por impulsar
cierto proyecto de reforma política), regresó a Atenas en 386 a.C. Allí fundó
la Academia (algo así como la primera universidad de Occidente), ámbito de
estudio, señalado por una mesurada vida en común y la intención, quizás, de
formar filósofos que pudiesen gobernar ciudades. Se dedicó a la enseñanza
y a la escritura durante casi veinte años. Corresponden a este período (entre
los cuarenta y los sesenta de la vida de nuestro filósofo) las consideradas
obras de madures, en las que el pensamiento de Platón ha conseguido ya un
rumbo propio, más allá de la influencia de su querido maestro Sócrates.
Entre ellas, los diálogos más leídos: Fedón, Banquete, Fedro, República.
Dos veces regresó a Sicilia, ya muerto el viejo tirano, a cosechar nuevas
frustraciones. Sus últimos años los pasó en Atenas, dirigiendo la Academia, y
murió cerca de los ochenta (348 a.C.), cuando ya todo Grecia sentía la
presión política y militar de los macedonios, pero no sospechaba aun el
futuro imperio de Alejandro el Grande.
De todas las circunstancias de esta larga vida, quizás ninguna más
importante que la relación de Platón con Sócrates. De todos los
acontecimientos, ninguno tan importante como la muerte de Sócrates,
acusado de no respetar a los dioses y de corromper a la juventud, y
condenado a muerte por los jueces de la ciudad. Platón consideró esa
condena como una injusticia y la desaparición de su maestro como una
pérdida irreparable. No se abandonó, sin embargo, al resentimiento, y eligió
que Sócrates y su tiempo volviesen a vivir en sus diálogos. La obra de
Platón, podemos pensar, intenta remediar de algún modo aquella injusticia y
aquella pérdida. Pero, en ese intento, el pensamiento del filósofo se dilata,
crece, hasta concebirse como una posibilidad de sanar toda injusticia y de
recuperar algo esencial que todo hombre ha perdido. Por eso, Platón es un
pensador político, pues busca la justicia en el individuo y en la sociedad (la
pólis griega, único ámbito en que el individuo, como ciudadano, puede
desarrollarse). Por eso, también, su pensamiento es religioso, ya que
pretende reintegrar al hombre a su verdadera naturaleza, re-ligarlo con ella.
En fin, es un pensamiento marcadamente pedagógico, pues esas metas sólo
pueden lograrse a través de un proceso de formación, de educación
(paideia), que constituye un característico modo de vida. La receta de Platón
será “vivir en la filosofía”, y su modelo fue Sócrates.
1
En cursiva, entre paréntesis, indicamos el nombre del diálogo al que pertenece la cita.
Platón llegó así a concebir la existencia de un alma inmortal. No queremos
decir con esto que haya sido el primero ni el único en pensar de ese modo: la
inmortalidad del alma puede presentirse en el culto dionisíaco y resulta obvia
en las doctrinas de las sectas órficas o pitagóricas. Por sus viajes, Platón
conoció bien a los pitagóricos del sur de Italia y quizás tuviese noticias de
las creencias escatológicas de los egipcios. Debemos señalar, sin embargo,
que la creencia en la inmortalidad del alma es extraña a la tradición griega
más antigua: no aparece en Homero ni en Hesíodo y es ajena al
pensamiento de los grandes trágicos del siglo V a.C. En Platón, en cambio,
se vuelve una afirmación fundamental.
El alma del hombre, piensa Platón, es semejante a los dioses y ha
compartido con ellos un ámbito sin tiempo, deleitándose en contemplar la
verdad, única y eterna. Sin embargo, no es tan perfecta como aquellos y ha
venido a caer en este mundo, donde todo cambia y nada es permanente. El
alma inmortal es prisionera de un cuerpo que nace y muere, y se halla sujeta
a los deseos de ese cuerpo, pues ha olvidado su origen divino. Su verdadero
deseo, sin embargo, su más íntima aspiración –aunque no lo sepa-, es
abandonar este mundo en el que se encuentra exiliada, abandonar el
cuerpo, y volver a contemplar el brillo de la verdad en su lugar más propio,
en compañía de los dioses. Pero el alma ya ha visto y posee en sí misma la
huella de la verdad. Lo que ahora se requiere es hacer memoria, sacar del
olvido, recordar. Para ello, el alma debe buscar lo que le es más afín: lo
permanente, único e idéntico a sí mismo, debe apartar su mirada de lo
cambiante, múltiple y diverso, y dirigirla hacia sí misma. La filosofía, para
Platón, nos ofrece esa posibilidad. La filosofía “es el diálogo del alma consigo
misma”.
El rechazo de la sensibilidad
Conocen, pues, los amantes del saber (= filósofos) que cuando la filosofía se
hace cargo de su alma, está sencillamente encadenada y apresada dentro
del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de éste como a través
de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total
ignorancia [...] Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del
saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa
condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el
examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de
los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en
cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo
misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan sólo en sí
misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí
(Fedón, 82e-83ab).
La filosofía, se nos dice, intenta liberar el alma de la cárcel del cuerpo y, para
ello, la invita a dejar de lado el testimonio de los sentidos (vista, oído, etc.) y
a que “se concentre y se recoja consigo misma”. Los sentidos nos ofrecen
particularidad y variedad, movimiento y cambio, pero no captan “lo real como
algo que es en sí mismo”. ¿Qué significa esto? Vemos, por ejemplo, un
hombre; vemos otro y decimos (porque así lo vemos) que el primero es
mayor que el segundo (es más alto, digamos). Luego vemos un tercer
hombre y decimos que es mayor que el primero y que, por cierto, ese
primero es menor que el tercero. ¿Cuál es aquí el significado de la palabra
“mayor”, es decir, qué significa lo mayor en sí mismo? Nuestros ojos no
pueden responder la pregunta pues, según ellos, lo que es mayor en un caso
es luego menor en otro. Más aún, si preguntamos por qué es mayor el
tercero y respondemos, por ejemplo, por una cabeza, resultaría que algo es
mayor a causa de algo menor. Para que estas palabras (“mayor”, “menor”)
tengan algún sentido, lo mayor y lo menor deben hacerse presentes en el
pensamiento, no ya relativos a cada caso particular (los hombres de nuestro
ejemplo), sino en sí mismos, permanentes, únicos e idénticos consigo
mismos, sin posible mezcla. De modo similar, cuando afirmamos que algo es
igual a otra cosa (por ejemplo, un retrato a la persona retratada), debe existir
ya en nuestro pensamiento algo igual en sí mismo que nos permita fundar tal
afirmación, un cierto modelo que sirva de base para efectuar comparaciones;
pues por más que forcemos los sentidos, nunca podremos extraer de ellos la
noción de algo absolutamente igual que nos permita, llegado el caso,
establecer grados de semejanza. Pues bien, Platón piensa que en el alma
existen (o mejor, preexisten) cosas tales como lo mayor en sí, lo menor en sí,
lo igual en sí. Son las huellas que la contemplación de la verdad ha dejado
en el alma del hombre. Son las que garantizan que nuestras palabras tengan
sentido y que, en general, la palabra (logos) pueda ser, a veces, el vehículo
de la verdad. Platón las llama “ideas” (aunque muy raras veces las mencione
en plural, utilizando habitualmente el singular idéa o eidos) y de ellas nos
dice que son “lo real”. Tratemos de aclarar un poco todo esto.
2
Versión de Conrado Eggers Lan (levemente retocada) en Los filósofos presocráticos, 1,
Editorial Gredos, Madrid, 1986, p. 328.
verdadero conocimiento. Estas cosas permanentes, diferentes de las
sensibles, serían las ideas: no se trataría, pues, de entidades meramente
“ideales”, no serían solamente la memoria de la verdad en el alma del
hombre, sino que constituirían lo más real, lo efectivamente existente.
Más allá de que aceptemos o no el esquema propuesto por Aristóteles para
explicar el porqué de las ideas, es verdad, sin duda, que Platón las concibió
como “lo real”. Un texto de República (507bc) nos permitirá presentar en
pocas líneas el pensamiento del filósofo. Sócrates, la voz principal del
diálogo, expone en qué cuestiones debe estar de acuerdo su interlocutor
como presupuestos básicos para el desarrollo de su pensamiento:
En que hay muchas cosas bellas y muchas cosas buenas, y que así las
designamos. Y que, por otro lado, existe lo bello en sí y lo bueno en sí, y de
igual modo, en todas las cosas que determinamos como múltiples,
declaramos que a cada una de ellas corresponde su idea que es única y que
designamos “aquello que es”. Agregamos que las cosas son vistas, pero no
pensadas, y las ideas, por el contrario, pensadas, pero no vistas.
La filosofía
3
Versión de Álvaro Vallejo Campos y Alberto Medina González, citado por W.K. Guthrie, en
Historia de la filosofía griega, Madrid, Gredos, 1990, p. 13.