Métodos de investigación
en Historia Urbana
Seminario: C. Guevara
Fabio Szteinhendler
L.U. 27.217.739
2º cuatrimestre de 2003
Imagen de la primera edición de Utopía
2
–I–
Introducción
“¿No es, acaso, una república inicua e ingrata ésta que a los
generosos, como les llaman, a los orífices, y a los otros de este jaez,
u ociosos ellos, o sólo aduladores y artífices de placeres frívolos, les
prodiga tan grandes regalos, mientras que, por el contrario, a los
agricultores, a los carboneros, a los azacanes, a los cocheros y a los
artesanos, sin los cuales no existiría en absoluto ninguna república,
no les provee nada con liberalidad; sino que habiendo abusado de
sus trabajos en la edad floreciente, cuando torpes ya por los años y
la enfermedad, necesitados de todas las cosas, les recompensa,
ingratísima, con una muerte misérrima, olvidada de tantas vigilias,
desacordada de tantos y tan grandes beneficios? Y ¿qué decir de que
los ricos arañan todos los días algo de la ración diaria de los pobres
no sólo mediante fraude privado sino también mediante leyes
públicas? De esta manera, lo que antes parecía injusto: dar a los que
mejor sirven a la república la peor remuneración, esta depravación la
han convertido también éstos, una vez promulgada la ley, en
justicia.”
Tomás Moro; Utopía. La mejor república y la nueva isla de utopía, p.
130.
Desde mediados del Siglo XII, la historia del medioevo europeo, inicia un
complejo y sinuoso acontecer transformador. Diversos procesos de cambio
preanuncian la ruptura del lazo religioso que cohesiona el modo de producción
feudal en el continente: la secularización del poder político, las impugnaciones
a la Iglesia Católica y el Papado, el “redescubrimiento” de los pensadores
antiguos, el florecimiento de las primeras ciudades comerciales y el auge del
intercambio mercantil, las guerras por el dominio señorial, las revueltas
campesinas, la conquista de América, etcétera. Estas y muchas otras
transformaciones convergieron en el periodo que desde mediados del siglo XIV
y hasta entrado el XVI, se dio en conocer nominalmente como “Renacimiento”
(de la Antigüedad o Edad Dorada). Durante esa primavera europea, se
3
agudizaron las contradicciones de un viejo orden que entraba en disolución, al
tiempo que uno nuevo era parido de las entrañas de aquel. El feudalismo
agonizaba mientras el naciente capitalismo mercantilista daba signos de plena
vitalidad, alterando al conjunto de las relaciones sociales afines al medioevo.
De este modo, fueron apareciendo en el mundo de las ideas –al calor de
los cambios mencionados– diversas interpretaciones acerca del ser humano, de
la exégesis bíblica, del orden, del conflicto, de las transformaciones
acontecidas, en fin, de aquellas cuestiones que puestas en tensión por el
devenir histórico requerían un fundamento diferente o bien una superación. El
Humanismo pronto se diseminará desde Florencia1 hacia el resto del
continente, siendo en Inglaterra donde tendrá su encuentro con Tomás Moro.
– II –
El Renacimiento, la Reforma y el Mundus Novus: del orden feudal al
capitalismo moderno
1
La vasta bibliografía dedicada al Renacimiento, consiente en que esta ciudad-estado, del
normediterráneo toscano italiano, es la urbe más importante de ese vasto movimiento renacentista. Tal
es así, que bajo el gobierno de los Médici, una de las familias más importantes del periodo debido a su
poderío comercial, la moneda que se utilizaba como referencia para el intercambio comercial era el florín.
(Ver Pirenne, H. (1995); Historia de Europa. Desde las invasiones al siglo XVI, libro IX “El
Renacimiento y la Reforma”, FCE, México D.F.)
4
una.
Toda guerra, en el mundo feudal, suponía una acumulación extra de
tributos por parte de los monarcas que perjudicaba seriamente la subsistencia
de los súbditos, principalmente, las arcas de la aristocracia noble. Además, en
este caso, a la guerra se sumaban cambios en las condiciones climáticas que
repercutían sensiblemente sobre la economía campesina. Por último, quienes
finalmente eran levados como soldados, no eran otros sino los propios
campesinos, en especial aquellos cuya fuerza de trabajo constituía el principal
aporte a la economía de la unidad doméstica. Todo ello redundaba en peores
condiciones de existencia para esas vastas poblaciones, situación que se
prolongaba en el tiempo.
Simultáneamente, el conflicto bélico debilitaba al monarca en los
periodos adversos, mientras se fortalecía en los momentos favorables. Esto
incidía notablemente sobre la nobleza, por un lado, debilitándola
económicamente, y, a la vez, sujetándola, en sus disputas internas, a los
vaivenes del conflicto exterior si quería avanzar sobre la corona inglesa.
Ahora bien, si fue en territorio francés donde esas condiciones de
existencia devinieron guerra civil y rebeliones campesinas devastadoras, en
Inglaterra la situación no resultaba ser menos desesperante. El campesinado
protagonizaba violentas manifestaciones contra las leyes que aumentaban los
tributos de guerra, la política de cotos, las expulsiones de los territorios por los
cercamientos, o bien, cuando la escasez de alimentos los obligaba a adquirirlos
en el mercado a precios inaccesibles. Como si eso no fuera suficiente, una vez
concluida la guerra con Francia, los conflictos al interior de Inglaterra se
agudizaron insalvablemente.
Entre 1455 y 1485, las dos casas más poderosas del reino –la de York y la
de Lancaster– se trenzaban en una espeluznante guerra civil en pos del poder
monárquico: La Guerra de las Dos Rosas. Ésta culminaría con la corona en
poder de Enrique VII de Tudor, apoyado por la casa de Lancaster, quien, con el
objeto de estabilizar el reino, contrajo matrimonio con la heredera de la casa
York, Isabel. De esa manera, Enrique VII se aseguraba la centralización del
poder y la unidad del reino.
Durante más de ciento treinta años la violencia y el despojo estuvieron a
la orden del día, en especial para las poblaciones campesinas. Rebeliones por
abajo y traiciones por arriba, se definía la configuración de la nación inglesa, la
5
concentración del poder político absolutista, y la expoliación del campesinado.
Es decir, se establecían algunas de las condiciones esenciales para el
funcionamiento del mercado: una importante oferta de mano de obra “libre”,
un poder centralizado que concentraba los medios represivos, la unificación
territorial de la nación, y el desarrollo del comercio de la lana que, hacia las
primeras décadas del siglo XVI, se financiaría con los metales del Nuevo
Continente.
Catorce años tenía el joven Moro cuando el navegante Colón 2 emprendía
el primero de sus viajes trasatlánticos en búsqueda de las Indias, con el objeto
de sortear el infranqueable paso por el Mediterráneo, por entonces, bajo la
órbita del Imperio Otomano. La conquista del continente hoy americano,
trastocaba los rumbos de un comercio fuertemente restringido hacia el Oriente
por las vías tradicionales hasta entonces. A la vez que se abrían nuevos
caminos para el intercambio mercantil, las metrópolis europeas fundaban sus
colonias en tierras “desconocidas” con el anhelo de nutrir sus arcas de metales
y especies. El mundo de las civilizaciones precolombinas era saqueado por la
expansión del mercantilismo, y no era otro, sino ese pillaje, el que financiaba
los consumos suntuosos de las monarquías europeas mientras permitía a la
burguesía comercial apropiarse de más y más ganancias.
En Inglaterra, el comercio de la lana junto con el crecimiento de diversas
ciudades –entre ellas Londres–, que estando dentro del circuito mercantil eran
sede del desarrollo de la industria artesanal vinculada a aquel, no prometían
soluciones a las masas desposeídas. Así, el siglo XVI, señala Morton, ofrecía a
la vista: política de cotos, extensión del paro, mendicidad, elevación de los
precios, bajos salarios, leyes duramente represivas contra los explotados,
continúas guerras entre Estados, corrupción, etcétera. Asimismo, todos los
valores antes indiscutibles se ponían en tela de juicio.
“Esta era la situación –dice Morton– durante la juventud de Tomás Moro:
un mundo de esperanza y desesperanza, de conflictos y contrastes, de
2
Unos años más tarde, Américo Vespucci, otro navegante, de origen italiano, realizaría varias
expediciones trasatlánticas. Algunas de sus experiencias habían sido recopiladas e impresas, abundando
en descripciones de las comunidades aborígenes con las que había tenido contactos. Por otro lado, en
1511 se editaba De Orbe Novo, de Peter Martyr, donde se brindaba una perspectiva aún mucho más
idealizada de otras comunidades. Ambos escritos han debido ser de suma influencia para el esquema
moreano respecto de cómo podía estar configurada la comunidad primitiva cristiana en la que imperaba
la igualdad y la justicia social. Mattelart realiza una interesante disquisición al respecto: “La isla de
Utopía/Eutopia es la región de ninguna parte y de la felicidad. El relato utópico también es una U-cronia:
interrumpe la historia. [...] Este lugar imaginario enlaza Nuevo Mundo con Tiempos antiguos.” (ver
Mattelart, A. (2000); Historia de la utopía planetaria: de la ciudad profética a la sociedad global,
capítulo 1 “El vínculo cristiano frente al resquebrajamiento de los recintos”, p. 29, Paidós, Barcelona.)
6
riquezas desmesuradas y de creciente miseria, de idealismo y de corrupción,
de declive de las sociedades locales e internacionales en beneficio de los
nacionalismos que habrían de suministrar a la burguesía el marco de su
desarrollo.”3
Mientras esas transformaciones tenían lugar en el mundo terrenal, la
Iglesia –para nada ajena a los conflictos descriptos– protagonizaría intensas
luchas en su interior por dondequiera que ella se había establecido como el
único poder hierocrático. Desde el siglo XII, se sucedían las voces discordantes
en el seno de la institución: la Reforma acechaba desde la sombra. La
acumulación de poder y riquezas de la Iglesia Universal, tras el Cisma del siglo
XI, generaba virulentas oposiciones. La hegemonía del Papado se mantendría a
costa del sacrificio de las herejías, pero ello no hacía sino alimentar las agudas
contradicciones intersticiales.
Será durante el siglo XVI, que el proceso reformador se verá impulsado
irreversiblemente al imbricarse en las luchas entre los monarcas y el Papado.
En este sentido, Pirenne advierte la importancia del Renacimiento en tanto
movimiento –intelectual, político, artístico, en fin cultural– precedente:
“Solamente él hizo posible la liberación del pensamiento y la renovación de la
fe. La sociedad europea era demasiado vigorosa para no hacer saltar los lazos
que la unían al pasado. Y no es solamente en el dominio de la fe y del
pensamiento donde, desde mediados del siglo XV, se exterioriza un
movimiento de renovación. Se comprueba en todas partes. Al mismo tiempo
que los pensadores se sacuden el yugo de la escolástica y los artistas el del
estilo gótico, se advierte cómo, a su vez, los industriales, los capitalistas y los
políticos protestan y se sublevan contra el régimen restrictivo de las
corporaciones de oficios, las limitaciones económicas, las tradiciones y los
prejuicios que dificultan la libre expansión de su actividad. Todo se transforma
a la vez; el mundo intelectual y el mundo económico; el capitalismo moderno
nace aproximadamente al mismo tiempo que los primeros trabajos científicos y
colabora con ellos en el descubrimiento de las Indias orientales y de América.
La constitución de los Estados sufre, por su parte, la influencia de las ideas, de
las necesidades, de los apetitos y de las ambiciones que se desarrollan en el
cuerpo social.”4
3
Morton, A.L. (2000); “Capítulo VII: La isla de los Santos”, en Borón, A. (comp.); La filosofía clásica. De
la antigüedad al renacimiento, CLACSO, Buenos Aires.
4
Pirenne, H. (1995); Op. Cit.
7
– III –
Tomás Moro: el humanista cristiano y el precoz político
– IV –
Algo más sobre Moro: obras e influencias
10
El Conde Pico della Mirandola (1463-1494) fue un importante filósofo humanista italiano, uno de los
principales descubridores de la obra de Platón y de Aristóteles, así como también uno de los más
controvertidos críticos de la Iglesia Católica y el Papado. Inició sus estudios en la Universidad de Bolonia,
pero recorrió diversos claustros universitarios de Francia e Italia.
En varias ocasiones acusado de herejía, trató de ligar el pensamiento racional humanista con los
principios del cristianismo. Hacia el final de su vida, intentó profesar en la orden dominica y distribuir
entre los más necesitados todas sus posesiones, pero murió antes de poder concretar tales aspiraciones.
Fue una de las personalidades más admiradas por Moro, no sólo por su fervorosa devoción, sino, sobre
todo, por su agudo raciocinio y su estilo de vida.
11
Nacido en Samosata, Luciano (120-después 180) dedicó su vida a la filosofía y la retórica. La
trashumancia por todo el imperio Romano lo llevó finalmente a establecerse en Atenas, ciudad en la que
escribiría sus obras más famosas: las sátiras en forma de diálogos. De éstas, Moro recogerá las
principales argumentaciones contra la tiranía y las falsas doctrinas filosóficas, y, al igual que de Platón, el
modo de relatar las vicisitudes de Hitlodeo en la isla de los utopienses, es decir, el modo dialogal.
Además, Moro encontraría en la labor de traducción de Los Diálogos –entre 1506 y 1507– una indeleble
vinculación con Erasmo.
11
su tiempo12. Es más, algunos de estos pensadores contemporáneos habrían de
ser quienes introdujeran al joven Moro en el humanismo de Pico, así como en
las sátiras antitiránicas de Luciano.
Por otra parte, es imposible esbozar siquiera una interpretación de
Utopía sin sumergirse en el contexto intelectual del Humanismo. Platón es, casi
exclusivamente, la figura estelar de ese renacimiento de las ideas. Con él
dialoga Moro, tal que muchas de las cuestiones que retoma en su obra vierten
en gran medida de los pensamientos de aquel ateniense. Pero también, en
tanto invariante del Humanismo, la vuelta a la doctrina filosófica de los Padres
de la Iglesia, entre los cuales destacaba San Agustín 13, significará, para dicho
ambiente intelectual, un creciente y sostenido intento por vincular el
pensamiento racional y el sentimiento religioso, expresándose las más de las
veces en diatribas antiescolásticas y antiabsolutistas.
–V–
Breve introducción a la obra
– VI –
14
El misionero Vasco de Quiroga (1470–1565), eximio representante del humanismo ibérico, construyó,
entre 1530 y 1565, sus ciudades-hospitales que tenían como modelo a la sociedad utopiense de Moro. En
éstas evangelizaba a los indígenas, incorporándolos en el marco de una comunidad donde se hiciera
terrenal el cristianismo primitivo inspirado en el pensador inglés. En 1535 Quiroga había concluido la
construcción del primero de sus proyectos, no obstante, el mensajero por él enviado jamás pudo
despertar con la noticia los oídos del recientemente ejecutado Moro. (ver Mattelart, A. (2000); Op. Cit., p.
32.)
13
El revés de las injusticias
retomada por Shakespeare en Hamlet –para describir el estado de corrupción y desquicio no sólo en la
ficción sino en el reinado de Isabel I y presto a ascender al trono Jacobo I a principios del siglo XVII– pero
que puede rastrearse en Platón cuando advierte que las sensaciones sensoriales sólo alimentan el bajo
vientre de lo irracional y, por lo tanto, alejan al filósofo de la verdad y, en tal caso, imposibilita la
construcción de un orden fundado en la razón . Curiosa paradoja ya que Moro plantea que el papel del
filósofo a lo más que puede aspirar es a susurrar al oído del príncipe de forma tal que influya en su
gobierno. Otro pensador inglés, Hobbes, seguramente inspirado en la tragedia isabelina, recurre a juegos
de lenguaje similares cuando relaciona las palabras seducción-sedición. (Ver el estudio preliminar de
Eduardo Rinesi a Hamlet)
16
Dice Frye: “La utopía es, ante todo, una visión de la ciudad ordenada y de una sociedad dominada por
la ciudad. [...] Era inevitable que la utopía, como género literario, resurgiese en la época del
Renacimiento, el período en el que el orden social medieval se rompía nuevamente en Estados-ciudades
o naciones, gobernadas desde su una ciudad-capital. [...] La utopía, de Moro, comienza con una sátira
sobre el caos de la vida en Inglaterra en el siglo XVI, y presenta a Utopía como un contraste con ella.”
(ver Frye, N. (1994); “La construcción utópica”, p. 107, en Link, D. (comp.); Escalera al cielo. Utopía y
ciencia ficción, La Marca Editora, Buenos Aires.
15
orden de los acontecimientos–, permitiría suponer que el pensamiento
protomaterialista de Moro culmina en el escepticismo idealista. Basta recordar
las palabras con las que cierra el libro, refiriéndose a las posibles objeciones
susceptibles de formulación a Rafael:
“Cuando Rafael hubo relatado estas cosas, aunque me venían a la mente
no pocas que me parecían muy absurdamente instituidas en las costumbres y
leyes de este pueblo [...] pero sobre todo en lo que es el máximo fundamento
de toda institución, a saber, en la vida y sustento común [...]
“Entretanto, igual que no puedo asentir a todo lo dicho por un hombre,
de otra manera, sin discusión, muy erudito y muy sabedor a la vez de las cosas
humanas, así confieso fácilmente que hay muchísimas cosas en la república
utopiense que, a la verdad, en nuestras ciudades, más estaría yo en desear
que en esperar.”17
En realidad, sería exagerado pretender que Moro sea lo que no fue.
Posiblemente, las rebeliones campesinas que tenían lugar por entonces, se
aproximaran más a las desviaciones protestantes por él perseguidas que a su
espíritu reformista de las instituciones existentes. Esto explicaría su temor a
que tales rebeliones pudiesen darse en Inglaterra, pero también en el mundo
utopiense. En este sentido, acierta Suvin cuando destaca que si bien “Utopía
aportó el nombre porque aportó, asimismo, el modelo Ur, lógicamente
inevitable, de toda utopía literaria posterior: un lugar completo y aislado,
articulado con ayuda de una visión panorámica que permite ver su
organización social como un contrasistema formal y ordenado, que a la vez
significa el valor supremo de la utopía. […]”18, en su seno descansan los
elementos de su propia traición, puesto que “al perder su relación fértil con los
anhelos populares, la utopía desaparece de la vanguardia de la cultura.”19
17
En estos parágrafos se puede observar, por un lado, que el principal fundamento que moviliza a Moro
es la abolición de la propiedad –la comunidad de bienes–, y por el otro, un deseo voluntarista de que tal
situación ocurriera ante la injusticia de aquellas instituciones que dominaban en Inglaterra. Esto no
significa descartar de plano la carencia de una teoría de la acción que le permitiera analizar cómo
transformar estas instituciones. A través del trashumante Rafael, dice Moro: “Pues la realidad misma
enseña que se engañan –los gobernantes– de medio a medio quienes opinan que la indigencia del pueblo
es la garantía de la paz. En efecto, ¿dónde hallas más pendencias que entre los mendigos? ¿Quién se
aplica con más ahínco a transformar las cosas sino a quien la situación presente no agrada lo más
mínimo? O, ¿quién, finalmente, está poseído de una furia más audaz para subvertir todo con la esperanza
de lograr algo de donde sea, sino quien ya no posee nada que puede perder?” (los subrayados son
nuestros). Moro, T. (1997); Utopía. La mejor república y la nueva isla de utopía, pp. 37, 133-134.
18
Suvin, D. (1994); “Metamorfosis de un género”, p. 132, en Link, D. (comp.); Escalera al cielo. Utopía
y ciencia ficción, La Marca Editora, Buenos Aires.
19
Suvin, D. (1994); Op. Cit., p. 133.
16
– VII –
La comunidad de bienes: ni mendigos ni millonarios
20
Un excelente trabajo sobre el desarrollo de las ciudades puede verse en Pirenne, H. (1962); Las
ciudades medievales, Cap. VI, Ediciones 3, Buenos Aires.
21
Williams, R. (1994); “Teoría política: utopías en la ciencia ficción”, p. 114, en Link, D. (comp.); Escalera
al cielo. Utopía y ciencia ficción, La Marca Editora, Buenos Aires.
18
usual entre los utopienses. Tampoco hay medios que sirvan de equivalentes
para dicha transacción, o para ser exactos, no hay circulación de moneda hacia
el interior, no siendo así cuando se comercia con el exterior. Asimismo, la
escasez monetaria impide cualquier chance de acumulación por parte de algún
miembro de la comunidad. Evita los vicios de la codicia y la envidia, y lo que es
más importante, establece la igualdad de condiciones para todos.
Interesante es el lugar que le cabe al comercio exterior en la economía
de Utopía. Los utopienses desprecian el oro y la plata, no obstante, tratan de
acumular estos metales mediante la venta de los excedentes de producción –
tras haberse abastecido al conjunto de las cincuenta y cuatro ciudades que
componen la isla–, de los que donan una séptima parte a aquellos pueblos
pobres que lo necesiten. Aquí subyace, a simple vista, un valor profundamente
cristiano: la caridad. Y, asimismo, se encuentra una notable crítica por aquellas
instituciones que dirigen a los hombres a corromperse mutuamente. Los
conquistadores, pero también monarcas, clérigos y nobles, soñaban encontrar
en América cuantiosas riquezas en metales y especies, principalmente oro y
plata. Hacia ello dirige su mirada el astuto inglés. Ironiza y ríe de aquellos
cuando afirma que los utopienses desprecian esos metales, otorgándoles
apenas una utilidad vulgar y soez puesto que son destinados a servir de
vasijillas u orinales, o bien como cadenas con las que son sujetados los
esclavos. De esa manera, ridiculiza a todos aquellos que por el afán de
riquezas se esclavizan de sí mismos22, desviándose del ascetismo de la caridad
cristiana. Pero también los condena a la servidumbre con la que ellos obtienen
dichas fortunas.
Tampoco es posible advertir una división social del trabajo –como la que
imperaba en la sociedad de su época, donde sólo el siervo y/o el artesano
producían, mientras que las restantes clases vivían del fruto de ese trabajo–
aunque algunos habitantes están exentos de ejercer oficio alguno –los
denominados sifograntes–, de todas formas lo realizan en forma ilustrativa. Son
los mismos que se encargan de custodiar que nadie esté ocioso, ni que trabaje
mucho más de las seis horas habituales.
22
Es interesante esta idea, puesto que hacerse esclavo del objeto –en este caso de los metales–, es lo que
la dialéctica hegeliana del amo y del siervo ha representado como mero goce de la cosa –del siervo por
parte del amo, puesto que la cosa le viene dada por su dominación, pero ésta oculta una dependencia en
el trabajo del siervo– que traba el devenir dialéctico de dicha relación. El propio Marx retoma esa
dialéctica para dar cuenta la lucha entre el proletariado y la burguesía, pero también para explicar el
fetichismo de la mercancía. (ver Marx, K. (1983); El Capital, Tomo I, Cap. 1, Editorial Cartago, México
D.F.)
19
El Senado cumple un papel de suma importancia al momento de la
distribución de los bienes producidos, dentro de los márgenes de la isla, ya que
recibe la información pertinente de cada ciudad. De ese modo, se reparte
equitativamente entre todas las ciudades para que a ninguna falte: se
centraliza y planifica racionalmente la distribución de todos los productos
elaborados en la isla.
– VIII –
Estructura política: la monarquía y el parlamento utopienses
– IX –
Eutopía: el modo de vida de los utopienses
29
Manuel, Frank y Manuel, Fritzie (1984); El pensamiento utópico en el mundo occidental, segunda
parte, capítulo 4 “La pasión de Tomás Moro”, p. 171, Taurus, Madrid.
25
como fundamento único –como el caso de la religión– son sustentadas por el
pensamiento racional. La religión –y la diversidad religiosa– que Moro destaca
de la sociedad utopiense contrasta en ese sentido con las verdades que
transmitía la Iglesia Romana. La Fe de los utopienses comparte su veleidad por
lo divino junto con la Razón. Aún más, donde el cristianismo dogmático
cancelaba todo conocimiento acerca de lo divino que no fuera el legitimado por
el Papa y su séquito, Moro ofrece una perspectiva alternativa en la que se
propone profundizar el conocimiento sobre Dios30 a través de la Razón,
relegando a un segundo plano al Dogma, abriendo entre sus surcos fecundas
raíces para el desarrollo del pensamiento moderno.
De ese modo, en Utopía la filosofía como arma de la Razón y la Fe como
manifestación de los sentimientos, preparan el camino hacia el paraíso
celestial, pero guían las conductas hacia la felicidad terrenal de la comunidad.
Evidentemente el análisis no puede pasar por alto cuestiones que, si bien
están relacionadas con lo que se ha mencionado anteriormente, no dejan de
ser secundarias en vista del manifiesto racional y humanista que Moro vierte
en boca de Hitlodeo. Tal es el caso de la escala de placeres de los utopienses –
los materiales y los espirituales–, el modo en que los utopienses organizan la
rutina diaria, los comederos vecinales cuya función refuerza los dispositivos de
control y autovigilancia de los más jóvenes al tiempo que establece una
jerarquía espacial entre los comensales, etcétera. Todo ello contribuye a dar
una minuciosa descripción de la vida en la isla, de las pasiones, de los afectos,
de las razones y las convicciones que movilizan un lugar casi perfecto, donde la
felicidad es el bien común.
–X–
La ciudad petrificada o de la cuestión de Ucronía
30
La religión de los utopienses tiene los mismos presupuestos que los que ponderaba la doctrina
cristiana: la inmortalidad del alma y el juicio divino en el más allá. Sin embargo, para Moro tales principios
no podían, como entonces, sustentarse en la legitimidad que tenía la Iglesia Católica cada vez más
cuestionada sino en algo mucho más universal: la Razón. Esta es una de las principales tesis de los
humanistas, y un punto de enlace notorio respecto del espíritu platónico que merodeaba la época cómo
un fantasma que perturbaba el mundo de las ideas.
26
sino cuanto tiempo. Esta es, sin más, otra de las principales características de
la vida en Amauroto, así como también en el resto de las cincuenta y tres
ciudades de la isla.
Curiosamente, casi como un contrasentido, el paradigma utópico se
convertiría en el Mundus Novus en una realidad concreta no sólo geográfica
sino históricamente dada. La esperanza de Moro en la mitad del globo que
Europa estaba “descubriendo”, irrumpiría temporalmente quebrando el
esquema lineal que caracterizaba al modo de vida europeo cristiano y
moderno. La vida en Utopía se basa en dicha concepción lineal, progresiva y
secuencial: la experiencia terrenal allanaba el camino a un futuro trascendental
–de allí la insistencia de Moro en el postulado de la inmortalidad del alma–, el
pasado era irreversible y el presente estaba “condenado” a seguir el camino
trazado por el Todopoderoso. Pero, al unir lo viejo y lo nuevo, jaquea el reloj de
arena, lo vierte horizontalmente, interrumpe el flujo a granel de su contenido
arenisco. Utopía trasciende en el tiempo, porque está más allá de éste: es la
celestialización del modo en que los seres humanos experimentan el tiempo. Y
por esta misma razón “Su tiempo es siempre el presente convertido en eterno.
Su propuesta de felicidad es estática y nace de la reproducción continua de lo
que ya no necesita ser perfeccionado”31
Los 1.760 años de historia de los utopienses en nada modifican el eterno
retorno del aquí y ahora. Hubo una génesis –también hubo “prehistoria” hasta
el arribo de Utopo–, pero sobre todo hay un estado óptimo que ha mantenido,
en la medida de lo posible y pese a las vicisitudes que pudieran haber
acontecido, un orden legítimo tendiente a reproducirse sin importar el mañana.
Precisamente, porque el mañana es hoy, porque Utopía es un modelo perfecto
–aunque perfectible– de cómo una sociedad debe organizarse, sustentada en la
razón moderna y la moral cristiana.
Si se examina cómo se organiza el tiempo entre los utopienses, se
reconocerá que, al igual que la dimensión espacial, está racionalmente
planificado acorde con aquellas cuestiones que Moro cree conveniente fundar
en el raciocinio en pos de la construcción de un orden legítimo –y, por qué no,
hegemónico–. Ojo, esto no significa que el orden utopiense no contemple
aspectos que podrían considerarse irracionales bajo la lente del inglés. Por el
31
Ferreira Dos Santos, C. N. (1994); “A cada forma de dominación la utopía que merece”, en
Latinoamérica: utopías y mitos, dossier Revista Sumarios, Nº 100-01, p. 22, Corregidor, Buenos Aires.
27
contrario, lo racional y lo irracional son un par que juegan constantemente en
la propuesta moreana. La manera en que el tiempo es distribuido
cotidianamente entre los habitantes de la isla es perfectamente racional. Sin
embargo, el carácter “irracional” se revela precisamente en que todos los días
son similares, no hay imprevisibles cotidianos32. Sólo un exterior, en tanto
ajeno a las prácticas que reproducen el orden puede quebrar la recreación
sempiterna del aquí y ahora, hay allí un notable rasgo irracional, precisamente
porque el tiempo no es experimentado sino cómo eterno presente, es decir,
ahistóricamente.
Finalmente, la concepción de Moro respecto a cómo debe organizarse el
tiempo social, cuyo origen debe buscarse en la vida metódica de los cartujos y
los monasterios –experiencia que dejaría profundas huellas sobre Moro–, no es
sino visionaria de aquella que el devenir histórico de la modernidad capitalista
establecería: “tiempo es dinero”. Precisamente, esta máxima se convertirá en
uno de los mecanismos más importantes del capital –y del capitalismo– una
vez consolidado a nivel nacional, y más tarde a lo extenso del globo. Claro,
Moro no plantea que el tiempo, su organización, su distribución, su
apropiación, su acumulación, y, finalmente, reproducción, deba subsumirse
bajo la lógica de la ganancia. Para aquél, el tiempo social es sobretodo un
medio del que se valen los utopienses para preparar el terreno al más allá sin
descuidar el aquí. Al revés de lo que se piensa comúnmente, está inflado de
sensaciones y placeres, de prácticas virtuosas que hacen de la justicia social
una realidad concreta.
– XI –
La configuración del espacio en “ninguna–parte”
– XII –
Reflexiones finales
34
– Bibliografía –
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Durkheim, E. (1986); Las reglas del método sociológico, Ediciones
Orbis/Hispamérica, Madrid.
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merece”, en Latinoamérica: utopías y mitos, dossier Revista Sumarios, Nº
100-01, Corregidor, Buenos Aires.
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Utopía y ciencia ficción, La Marca Editora, Buenos Aires.
Guevara, C. (2000); “Utopías urbanas: el caso Quiroule”, en Razón y Revolución, Nº 6,
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